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Krakatoa
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Ebook270 pages3 hours

Krakatoa

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About this ebook

Krakatoa es una novela negra, pero, además una novela sobre la infancia, la memoria y la familia. Malena Aguilar presenta sus armas literarias en una ópera prima que entrelaza dos historias separadas en el tiempo a través de una voz narradora que lleva unos diarios que iluminan el pasado desde el presente y viceversa. La gran protagonista de Krakatoa es la escritura en sí misma porque Irene Goycochea pertenece a la especie del homo scribens y en sus minuciosos manuscritos se encuentra la cifra de esta estupenda primera novela de Malena Aguilar. En realidad, la trama policial es tan importante como la prosa y la exploración en el habla peruana de los años 60 y 70, ambiciones que la autora colma de manera sobresaliente en esta novela con la que comienza su aventura literaria.
LanguageEspañol
Release dateMay 10, 2017
ISBN9786124342158
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    Krakatoa - Malena Aguilar

    Daniel.

    Un cuerpo en el sofá

    Miraflores, 13 de agosto de 1992, 7:00 am.

    Su primer muerto fue Abel. Dos días después, el pueblo entero despidió a la maestra y, al amanecer del tercero, el abuelo fue el elegido. No la dejaron entrar hasta que el cuerpo estuvo vestido y tuvo que salir de inmediato porque el olor a podrido de los floreros prestados del muerto de la vecina la hizo vomitar y su madre pensó que ella sería la siguiente. Los presentes comenzaron a murmurar: todos sabían que si entraba el duende a la casa la cosa se podía poner fea. Pero, como pronto descubrieron que el vómito había sido coyuntural, le encargaron traer el vaso de agua para colocar debajo del ataúd. Tuvo que treparse a un banquito de tres patas que se tambaleaba sobre el apisonado irregular para alcanzar el tablón y agarrar el único vaso de vidrio. Era una ocasión especial. Salió al patio y corrió el cartón que cubría la batea enlozada para hundir el vaso en el agua tibia. Se detuvo un instante a pensar que el abuelo no necesitaría beber tanto y no había por qué desperdiciar. Calculando con cuidado la fuerza del chorro, vertió la mitad de regreso y tapó nuevamente el recipiente. Todavía se entretuvo pescando un par de mosquitos agonizantes que aleteaban sobre el líquido turbio. Los aplastó, uno a uno, contra el vidrio con el índice y los fue empujando hasta el borde superior para arrojarlos al suelo con un latigazo de la muñeca.

    Al entrar a la casa con el encargo, se apuró en dejar el vaso sobre el plato que su madre había colocado bajo el cajón y, conteniendo la respiración, salió. Fue a sentarse en el muro semiderruido que rodeaba la acequia y respiró profundamente el aire fresco de eucalipto con los ojos cerrados y la cara bañada de sol.

    Más de cuarenta años después y con docenas de muertos a cuestas le sucedía lo mismo. Ni bien entró al departamento, el ambiente cargado y dulzón le provocó una arcada; un sabor agrio recorrió su boca y la obligó a tragar. Luego, introdujo el pulgar por la pretina de la falda y lo deslizó un par de veces sobre la barriga sumida, con cuidado de mantener los botones de la blusa perfectamente verticales debajo de la cinta blanca que sostenía su insignia de fiscal. Le gruñó el estómago. Debió haber bebido algo caliente antes de salir, pero se había quedado sin gas y el muchacho no repartía antes de las ocho. Un destello la obligó a taparse los ojos con una mano. Como siempre, el resplandor del flash la cegaba y permanecía flotando a su alrededor como un punto incandescente que terminaba por desatarle la migraña.

    Estaban en la penumbra, a pesar de la lámpara encendida sobre la mesa auxiliar. La luz mezquina del invierno limeño, atascada detrás de los paños de cretona, no colaboraba. La llamada la había despertado a las seis de la mañana en una semana de turno donde no había horarios. Estaba cansada y la presión en las sienes comenzaba a ser constante. «Qué invierno para largo… », había pensado esa mañana, frotándose las manos en el asiento trasero del taxi, mientras recorría la Vía Expresa hacia el sur. «Tener que renunciar a las colchas para ir a levantar un cliente… y, para colmo, en Miraflores». Un posible asesinato en aquel distrito acomodado de la capital movía mucha prensa. Sabía que no la dejarían trabajar en paz.

    Dejó el abrigo sobre una silla, barrió con la mirada la habitación y, entre los cinco hombres ocupados en sus tareas, identificó al jefe de la DIRINCRI, de pie, anotando lo que dictaba el médico legista. Le fastidió no reconocerlo. Detestaba trabajar con gente nueva, pero no había otra opción. Al acercarse, el hombre la vio por el rabillo del ojo, giró y le tendió la mano para presentarse con tono marcial:

    —¡Capitán Rubén Alvarado, para servirla!

    Le sorprendió el apretón cerrado que recibió y la inclinación de cabeza, leve pero firme. Era un tipo alto, con terno oscuro y corbata rayada. Por el bolsillo del saco asomaban unos anteojos de sol dorados y, al lado del ojal de la solapa, notó una minúscula mancha de grasa.

    —Mercedes García, mucho gusto.

    —El gusto es mío, doctora.

    —Capitán, como responsable de la cadena de custodia, le informo que siempre obtengo de mi gente un levantamiento limpio —dijo, con tono de advertencia.

    —Comprendido, doctora, no se preocupe. Hemos llegado ipso facto a la escena y todo se está haciendo según el reglamento. Acá somos todos de la PIP, de toda la vida…

    —¿Y hasta cuándo vamos a seguir con eso? —preguntó la fiscal con sorna.

    —Para que esté tranquila, doctora —respondió Alvarado, ladeando la cabeza, buscando un gesto de complicidad que no encontró.

    —Tenga mi tarjeta. Allí están todos mis números —le extendió el pequeño rectángulo de cartulina—. Y ahora a lo nuestro —dijo, mientras se acercaba al muerto de turno, que la esperaba sobre el sofá desplegado.

    —Buenas, doctora —saludó el hombre del guardapolvo blanco—. Hoy empezamos temprano…

    —Usted sabe que en esto no hay horario, Bermúdez —dijo, mientras destapaba con cuidado su Bic y encajaba la tapa en el extremo posterior. Luego abrió una carpeta negra y, cuando encontró el impreso correspondiente, asintió con la cabeza para que descubrieran el cadáver.

    El cuerpo, enroscado en posición fetal, estaba orientado hacia la pared. Ocupaba solo una esquina del colchón, como si no hubiera querido destender las sábanas más de lo necesario. Algo llamó su atención en torno a la cabeza: esta reposaba perfectamente centrada sobre una almohada pequeña cuya funda no pertenecía al mismo juego. Una mano cubriendo la otra, cerca de la cara amarfilada, le daba cierta rigidez teatral a la pose y el velur oscuro de la bata acentuaba aún más el efecto. El cabello claro, abundante y suelto, impedía ver la herida y el gesto sereno en su rostro contrastaba con lo sucedido. Abandonadas al pie del sofá, yacían unas zapatillas de levantarse de badana blanca.

    Murmuró algo inaudible mientras escribía: femenino. Luego, dio un par de pasos observándolo todo con meticulosidad y se inclinó un instante en un ángulo que le permitía ver de cerca la cara de la occisa. Le sorprendió la mezcla de aroma cítrico y hedor herrumbroso de sangre seca. No disimuló el asco y aclaró la garganta con fuerza.

    A la altura de la nuca, enredado en los rizos de pelo, brillaba algo prendido de una cadena. Bermúdez la sacó de dudas sin darle tiempo a formular la pregunta, mientras alumbraba con una linterna de bolsillo el lugar preciso.

    —Es un dije de angelito. Con corona y todo… parece que el ángel de la guardia se distrajo.

    —¿Tenemos identificación?

    —Negativo, doctora.

    —¿Capitán?

    —No hemos encontrado ningún documento, doctora —respondió Alvarado, mientras guardaba una libreta en el bolsillo interior del saco—. No hay cartera, ni billetera, ni siquiera un monedero. Solo una llave en el bolsillo de la bata. Una Yale de puerta principal pero no es de acá.

    —¿Quién la encontró?

    —¿La llave?

    —La occisa.

    —La empleada, doctora, pero no está segura de poder identificarla.

    —¿Trabaja acá y no la conoce?

    —Afirmativo, doctora.

    La fiscal levantó levemente las cejas y retomó el protocolo.

    —Seguimos, Bermúdez. ¿Hora de la muerte?

    —No hace tanto. Máximo dos horas… dos horas y media, como mucho. Todavía no hay rigidez. Y coincide con el ruido que escuchó la empleada hacia las cinco. Ya ni el toque de queda los amedrenta…

    —¿Edad aproximada?¿Veinticinco?

    —Veinte… veinticinco como mucho —respondió Bermúdez, moviendo la cabeza de lado a lado.

    —¿Causa de la muerte?

    —Un solo disparo, doctora. De cerca, bien dirigido —señaló las lesiones con el índice, mientras las comentaba—. La bala entró por la parte posterior del parietal derecho y tiene orificio de salida por la órbita ocular izquierda. Encontramos la bala clavada abajo, en el parqué. Según Alvarado, es calibre 22, buena bala, blindada.

    Miró a la mujer sin emoción y agregó:

    —Ni cuenta se dio.

    —¿Indicios, capitán?

    —Lamentablemente nada, todavía. Comentábamos acá, con el doctor, que es un trabajo bastante limpio. En otras circunstancias hubiera dicho que fue un tiro de gracia. —Cruzó los brazos con gesto contrariado—. No parecen haberla tocado ni antes ni después del disparo. Para mí que es un encargo. A simple vista no hay signos de forcejeo. A ver si los resultados del laboratorio nos dan una mano.

    —¿Sabemos por dónde entraron?

    —Creemos que tenían la llave de atrás —contestó el capitán—, o alguien dejó la puerta abierta. Y los de huellas están seguros de que salieron saltando al patio del vecino. Han encontrado una parcial de una zapatilla en una maceta rota donde se han apoyado para saltar, y otra en el muro. Los de al lado están de viaje.

    —Bien. ¿Alguna declaración?

    —Sí, doctora. He tomado la manifestación inicial de la empleada. Es la señorita Matilde Calatayud López, natural de Huanta —iba leyendo su libreta—. Trabaja acá hace varios años. Se dio cuenta de lo que pasó cuando intentó despertar a la difunta. La tenía difícil…

    El capitán esbozó una sonrisa.

    —Esas bromas… entre Bermúdez y usted… suficiente, ¿no?

    —Disculpe, doctorcita —trató de corregirse Alvarado.

    —Conmigo sin diminutivos, por favor. ¿Alguien más?

    Alvarado disimuló el rubor que le subía a la cara volviendo a sacar su libreta y leyendo sus anotaciones.

    —El guachimán, doctora. El señor Mario José Guerra Cahuas. Chalaco. Es un reemplazo, recién es su segundo día. No vio ni oyó nada. Yo creo que puede haberse quedado dormido, pero él insiste en que siempre hace reemplazos nocturnos y se queda leyendo. Tiene varios folletos, esos de los evangelistas. Dice que estaba con la radio prendida y, a lo mejor, por eso no ha escuchado nada.

    Aprovechando un silencio, el capitán decidió lucirse:

    —Ha tenido que ser alguien que vive en el edificio o que entró por la cochera que está a la vuelta de la esquina y no se ve desde el punto de vigilancia… Si no, no se explica. Tampoco parece que hayan sustraído nada de valor, salvo por la posibilidad de los objetos personales de la occisa. Todos los cajones y los armarios están cerrados y no hay chapas forzadas. Falta que la familia verifique.

    Detuvo su exposición, respiró hondo y remató:

    —Nunca había visto una escena del crimen sin signos de violencia…

    —Salvo por el balazo… —cortó en seco la fiscal.

    Cerca de la ventana, un hombre acuclillado introducía metódicamente pequeñas bolsas de plástico numeradas en un maletín negro.

    —¡Perdone! ¡Usted! —La fiscal llamó su atención.

    El hombre se levantó de un salto.

    —¡Dígame, doctora!

    —¿Cree usted que ya se pueda abrir las cortinas y una ventana, por favor? Hace falta un poco de aire fresco.

    —¡Cómo no, doctora!

    El hombre se acercó al ventanal y, luego de correr las cortinas, empujó el vidrio que corrió con suavidad sobre el riel. La brisa húmeda de la mañana despejó de inmediato el ambiente y la luz le ayudó a distinguir los detalles a su alrededor. Era un departamento acogedor, sencillo, familiar; por los abundantes recuerdos dedujo que pertenecía a alguien mayor. Abrió la carpeta, escribió en silencio unos minutos y retomó las averiguaciones.

    —¿No hay más testigos, capitán?

    —Lamentablemente no, doctora. Pero hay una anciana que sigue durmiendo en el cuarto del fondo…

    —¿Y recién me avisa? ¡Habrá puesto a alguien a acompañarla!

    —Sí, doctora. De la comisaría ha venido una suboficial que está con ella.

    —¡Qué barbaridad! ¡Cómo se le puede pasar informarme de eso! ¿Y todo este trajín no la ha despertado?

    —El doctor ha revisado la prescripción que está pegada en la refrigeradora y hemos visto que toma pastillas para dormir. La de la anciani… la anciana es la única habitación que está pendiente, las hijas ya han sido comunicadas y están en camino. Presumimos que la difunta era la acompañante de la señora. Parece que dos de las hijas están con el padre, que es bastante mayor y está internado…

    —¿Parece o están?

    —Están, doctora. Disculpe.

    —¿Y ya tienen lo demás?

    —¡Harada! ¿Ya terminaron con las muestras? —preguntó Bermúdez, que seguía de pie al lado del cuerpo.

    —¡Sí, doctor! —contestó el teniente, mientras, agachado, terminaba de arreglar su maletín—. Ya Huellas y Fotos terminaron. Yo ya estoy recogiendo, en cinco minu…

    —¡Doctora! —cortó el hombre que había alzado, uno a uno, los cojines del sofá—. ¡Un pasaporte! —exclamó balanceando el documento entre dos dedos enguantados.

    —Permítamelo. —Abriéndolo con cuidado, leyó los datos de filiación y visados. Apuntó en silencio—. Gracias. Capitán, dígale al fotógrafo que se ocupe de esto también, por favor. ¿Cuánto tiempo más necesitan?

    —Ya casi estamos, doctora. Cuando usted diga nomás. Hoy vino el equipo completo y hemos avanzado rápido…

    —Bien. Que suban la señora Calatayud y el señor Guerra.

    —¡Ipso facto, doctora! —respondió Alvarado. Ubicó al teniente mirando por el ventanal y dio la orden—. ¡Harada! ¡Vete al toque a traer a los testigos!

    La fiscal se acercó al comedor, tomó asiento en la silla de la cabecera y repasó sus apuntes. De reojo, vio a Bermúdez desdoblar una bolsa negra de gran tamaño a lo largo del cuerpo y oyó el suave zumbido de la cremallera.

    —Por favor —ordenó sin dejar de escribir—, vean si puede ingresar la ambulancia al garaje para que no se haga un espectáculo.

    Tapó el bolígrafo y lo metió en una cartuchera de cuero que, a su vez, guardó cuidadosamente dentro del cierre lateral de la cartera. Cruzó los brazos. «Esto va para largo», pensó. En sus cursos de criminalística había estudiado a fondo los principios de intercambio de indicios de Locard. Sabía que encontrarían algo, pero iba a costar. Siempre había un desliz, un detalle que se escapaba a primera vista. El estómago le volvió a gruñir. Hurgando en la cartera encontró un paquete de galletas de soda pulverizadas. Lo miró decepcionada y lo volvió a guardar. Contempló la habitación con más detenimiento. Solo quedaban el capitán Alvarado y Bermúdez conversando en voz baja en el centro del salón.

    A estas alturas, pensaba que había visto de todo. Había comenzado oficialmente hacía veinte años, con un atropello en la Panamericana Sur, un domingo al anochecer. El hombre había salido mareado de un Restaurante Recreo, de esos que abundaban en las afueras de la ciudad. Las luces altas de una camioneta cargada de frutos secos lo sorprendieron desarmado. Hubo que traer una grúa para levantar el vehículo atascado en la cuneta y recuperar el cuerpo semienterrado bajo los dátiles.

    Había firmado cientos de actas de levantamiento de cadáveres sin pestañear y conocía todas las causales posibles. Lo único que aún la incomodaba era descolgar a los ahorcados. La experiencia le había enseñado que, por algún motivo morboso, siempre prolongaban el balanceo. Los muertos debían estarse quietos y los ahorcados tenían esa incómoda particularidad que los diferenciaba de los demás. ¿Y por qué la mayoría se descalzaba antes de dar el salto?

    En los últimos años, sus funciones habían cambiado radicalmente. Ahora se desplazaba con equipos de cinco o seis peritos y, cada vez más a menudo, hasta con una dotación de bomberos que debía recoger restos humanos inidentificables, descolgar cuerpos mutilados de los postes del alumbrado público o buscar supervivientes en edificios derruidos por explosivos. Y, sin embargo, hoy, sentada en ese escenario íntimo, donde alguien mayor dormía aún sin enterarse de nada, se sentía extraña invadiendo un espacio tan privado. Miró su reloj: las siete y cincuenta y cinco. Ahora que aclaraba la mañana podía apreciar mejor el salón. En una vitrina, a su derecha, al pie de un florero chino con diseños azules, se agolpaban caracolas entre pequeñas esculturas en madera de balsa y un sinfín de lo que parecían trabajos escolares: ceniceros, una jarra pequeña de arcilla, collares de cuentas irregulares y pintados con colores chillones, se confundían entre sí bajo una ligera capa de polvo. De repente, un aroma suave y dulzón la hizo voltear. Detrás, en la esquina del aparador, una jarra panzona de vidrio, que hacía las veces de florero, contenía un manojo de rosas malva intenso que ella nunca había visto. «Preciosas… », pensó.

    Siguió con la vista la superficie oscura cubierta de pisos tejidos. Sobre ellos, varios marcos de madera rústica, pintados de colores pastel, atrapaban recuerdos de familia. Le llamaron la atención las leyendas escritas con plumón oscuro y en letra de molde. Eran los nombres de los retratados… La Bebe y Aquiles chico, Paloma con el Rayo, Irene bajo el almendro, Aquiles y el Tuerto, Aquiles y tú en Estambul.

    Alzó la vista y, con la curiosidad ya desatada, recorrió el salón reparando en los cuadros. La mayoría eran escenas de playa: atardeceres con chalanas descansando boca abajo sobre la arena blanca, niños desnudos jugando al borde del mar, retratos familiares. Le pareció que el artista había captado la frescura de los paisajes envueltos en una luz límpida. Poco a poco, empezó a reconocer las caras repetidas: el hombre con sombrero de paja que dormía la siesta despatarrado sobre una poltrona era el mismo que leía a la luz de un quinqué. La niña de la sonrisa traviesa, sosteniendo el pincel frente a un atril, también aparecía sentada en una perezosa comiendo una chirimoya. Había niñas sonriendo desdentadas, una joven abrazada a un perro, otra sentada sobre una balsa envuelta en una toalla de rayas…

    Los paisajes le eran familiares. Se detuvo frente al óleo de una niña rubia y regordeta que sonreía junto a un niño extremadamente flaco. Se adivinaban los ojos achinados debajo de la mata de pelo oscuro del muchacho. Ambos estaban sentados con las piernas cruzadas sobre la arena, descalzos, medio escondidos bajo las ramas peladas y caídas de un árbol pequeño; el canesú del vestido y el lazo que sujetaba los rizos claros que volaban hacia un lado resaltaban ligeramente, gracias a unos finos trazos blancos, entre las sombras. La camisa del muchacho, desabotonada a medias, parecía inflarse con el viento. Ambos miraban, entre las ramas, al retratista… «Sí, es un algarrobo», afirmó con satisfacción.

    La entrada súbita de un hombre la devolvió a la realidad.

    —¡Todo listo! —anunció entrecerrando la puerta tras de sí—. ¿Nos la llevamos?

    —¿Y usted es… ? —preguntó la fiscal con tono seco.

    —¡Doctora, buenos días! Pensé que ya nos llevábamos el cadáver…

    —Pues no. Haga el favor de bajar y esperar.

    El hombre se dio media vuelta y, al salir, se cruzó con el teniente Harada.

    —Doctora, un problema. La empleada está demasiado nerviosa y no quiere subir si no está la señorita Irene. Ya llegó la prensa y está la reportera esa del canal dos entrevistando al presidente de la junta de propietarios. Hemos preferido dejar a la empleada aislada en la patrulla para evitar que hable.

    —Habrá que esperar a la tal señorita Irene, a ver si no se demora. Espero que el guachimán no sea tan delicado…

    —Ese ahorita sube. Está entregando el turno.

    La puerta se abrió bruscamente y vieron entrar a dos muchachas. A pesar de las caras desencajadas, la fiscal notó en seguida el aire familiar…

    Eran las niñas de los cuadros. La morena tenía los párpados hinchados, la cara manchada de rímel y ninguna intención de ocultar el llanto. Abrazando su cartera con una mano y tapándose la boca con la otra, se sentó en la primera silla que vio y se quedó muda y encorvada, golpeando las rodillas entre sí, sacudiéndose levemente con cada sollozo, los ojos fijos en el sofá. La otra avanzó como un huracán haciendo tintinear un llavero en la mano. Llegó con determinación hasta la bolsa negra, miró de frente a la fiscal y preguntó sin perder tiempo:

    —¿Qué ha pasado? ¿No es mi hermana, no? Tengo que ver. ¡Déjenme ver!

    —¡Bermúdez! ¡Abra usted la bolsa para que la señorita identifique a la occisa!

    El perito abrió el cierre lentamente, mientras ella se inclinaba hacia adelante, los brazos tensos cruzados sobre el pecho, los ojos entrecerrados y un ligero temblor en los labios. Al ver la cara inexpresiva asomar en medio de la cremallera entreabierta, se llevó una mano a la boca, contuvo un par de arcadas, se dio media vuelta y vomitó sobre la alfombra.

    Bitácora A

    Puerto Azul, verano de 1967

    La luz en Puerto Azul es diferente, más diáfana, casi cristalina. Esa tarde de enero debía entrecerrar los ojos para ver el mar. Cegada por los destellos, pequeños y fugaces, apenas podía distinguir a los balseros que llegaban a la orilla. Recuerdo el ritmo de las olas adormeciéndome y el zumbido intermitente del aire pegajoso y salado, que terminaba por aislarme del mundo.

    Más allá, donde terminaban las peñas, tres chicos desnudos corrían las olas montados sobre palos de balsa. Los cuerpos mojados brillaban con cada giro y con cada salto. Se sumergían de cabeza, una y otra vez, bajo el rodillo de espuma

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