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Volver a leer “El asco”, de Horacio Castellanos Moya

Miguel Huezo Mixco

Pocas obras han causado en El Salvador tanto magnetismo y, a la vez, tanta repulsión como
“El asco”. Esta breve obra de Horacio Castellanos Moya, publicada en 1997, fustiga sin
piedad a los principales personajes que emergieron en el mundo salvadoreño de la
posguerra: a los frívolos asesinos, a los políticos, también a algunos respetados íconos
nacionales de la literatura, a los arribistas y a quienes, bien escondidos en la profunda
retaguardia de su poder, alentaron con su pluma la carnicería del conflicto armado
salvadoreño.

Vista una década después de su publicación, es necesario insistir en que esa novela plasmó
la frustración de la posguerra salvadoreña. La virtud del texto reside precisamente en darle
un “cuerpo literario” y convertir en una ficción las amargas expresiones de desencanto
hacia el país de finales del siglo XX.

Si recordamos los hechos, cuando Horacio publicó su novela no sólo había comenzado a
detenerse el flujo de retorno al país de muchos migrantes llenos de esperanzas por el fin de
la guerra, sino que se estaba produciendo una corriente de salida todavía mucho mayor que
convirtió a los salvadoreños en una “inmensa minoría” de por lo menos dos millones de
personas dentro de Estados Unidos. Los éxitos del modelo económico implementado a
partir de 1989 por el primer gobierno de ARENA habían comenzado a pasar del
triunfalismo al estupor, la curva del subempleo comenzaba a convertirse en una cima cada
vez más difícil de remontar y la violencia social alcanzaba las dimensiones de una
epidemia.

“El asco” fue, como escribí cuando recién se publicaba, la amarga síntesis de una época.
Muy poco ha cambiado en El Salvador desde la publicación de “El asco”. La nueva
contienda política ya ha puesto en marcha las maquinarias del lenguaje destinadas a
corromper hasta el aire que respiramos. Basta con abrir los diarios. Si bien no tienen la
virulencia de los años del periodo bélico, los deseos de revancha, la baja autoestima
nacional, la exaltación del nacionalismo como tópico principal de la esfera pública, la
transformación de la información en propaganda y de la propaganda en verdades
incontestables siguen desencantando a miles de personas, especialmente a los jóvenes que
prefieren lanzarse a los peligros de cruzar los desiertos del norte para ir a trabajar, mientras
se lee que aquí todo va bien, y que todo iría mejor si no fuera por los criticones.

Con todo, la obra tiene su asiento en la esencia del personaje, el migrante Edgardo Vega, un
salvadoreño común y corriente que probó otras mieles, y que reacciona con una mueca de
burla y desdén hacia el país a donde ha vuelto. Algunos de esos ataques se lanzan, por eso
mismo, hacia tópicos sagrados de la salvadoreñidad que el personaje desprecia. Esos
ataques son los que han provocado las reacciones más enconadas en El Salvador, al punto
que algunos han sugerido que el libro es una lectura nociva para la juventud.
Pero el mecanismo oculto del monólogo de Vega no es tanto el evidente asco que siente
hacia la sociedad de sus orígenes, sino la revelación de su propia intolerancia. Una
intolerancia que, si volteamos la página hacia la realidad del país allí representado, alentó
persecuciones y produjo homicidios. Hijo y protagonista de su sociedad y de su tiempo,
aquel personaje no parece enterarse de que él mismo resulta ser parte de toda esa basura
que detesta. Ese es el espejo terrible de la obra. En esto reside, en parte, algunas de las
contrariedades que despierta.

(Lea más sobre este y otros temas en http://talpajocote.blogspot.com/)

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