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El Padrenuestro
Reflexionado y meditado
Prólogo de
Mons. Emmanuel Lafont
Traducción:
Milagros Amado MIer
Denise Garnier
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Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Padre nuestro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
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Prólogo
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Me resulta en verdad asombroso es que Jesús, al dirigirse
a Dios, no emplee ningún título. No dice «Señor», sino
que simplemente le llama a Dios «Padre» y «Padre nues-
tro», lo cual nos hace saber que somos hijos suyos.
Ante Dios, uno se encuentra absolutamente cómodo.
La meditación de la hermana Marie-Germaine Malatu
hace resonar en mi corazón la oración de Jesús: «Yo te
bendigo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has re-
velado a pequeños» (Mt 11,25).
Ciertamente, Jacques Lancelot nos lo expresa de una
manera magnífica: la oración del Padrenuestro sólo se
comprende rezándola. Entonces el Espíritu del Señor, que
suscita en nosotros toda oración, hace surgir en el silencio
(porque toda verdadera oración es silencio) la presencia
del Señor con toda su gracia.
Amigo lector, este librito lo recibirás verdaderamente
cerrando los ojos a todo lo que no es en ti presencia amo-
rosa y creadora del Padre. No lo devores; saboréalo, retó-
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malo una y otra vez. Entonces el Espíritu te enseñará, y tú
no olvidarás jamás que Dios no es sino el Padre y la Madre
de toda creación. Nunca más te sentirás tentado de darle
otro título que no sea éste, como un niño cuya confianza
es proporcional a su fragilidad, de la que es consciente,
pero que no le da miedo: tu nombre está inscrito en la pal-
ma de la mano de tu Padre.
Entonces desterrarás todo temor.
Entonces dejarás a Dios amar en ti.
Entonces te harás hermano, hermana, de cada ser
humano.
Porque ahí reside tu vocación. Y ahí también se en-
cuentra tu felicidad.
No hay más razón por la que Dios te haya elegido hoy
que estar en Cristo para llevarlo todo al Padre, por Jesús,
en el Espíritu, hasta que venga su Reino. ¡Amén!
Enmmanuel LAFONT
Obispo de Cayenne (Guayana Francesa)
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Introducción:
El porqué de estas páginas
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De vez en cuando, me piden que anime un retiro de sacer-
dotes, religiosos, religiosas o laicos. Pero suelo negarme,
porque ya no logro conciliar mi trabajo en la parroquia y
la animación de retiros.
Elijo la misión que me fue confiada y pospongo para
más adelante lo que me apetece. Sin embargo, he decidi-
do preparar unas reflexiones y meditaciones que podrían
servirme cuando esté más disponible.
Me pongo, por tanto, al trabajo por la mañana o el
domingo después de comer, aprovechando los momentos
de calma y de silencio. En esos fragmentos de tiempo, ru-
mio y oro las frases del Padrenuestro. Y así ha nacido es-
te librito.
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tas, nos unimos a la vez a esas primeras comunidades y a
la oración del propio Jesús.
Algunos poemas
Al recorrer las páginas que siguen, el lector descubrirá
unos poemas. En la primera redacción no los había. Por pu-
dor, no me atreví a incluirlos. Por consejo de una persona
que leyó el manuscrito antes de su publicación, he salpica-
do estas páginas de algunos de los textos que me gusta es-
cribir de vez en cuando. Es otro lenguaje, otra mirada, que
puede llevarnos también a la reflexión y la oración.
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¿A quién dedico este libro?
Se lo dedico a los cristianos franceses comprometidos con
el mundo y con la Iglesia. He querido dar más peso a esa
oración que decimos al final de nuestras reuniones, cuan-
do pronunciamos las palabras «Padre nuestro...».
Se lo dedico igualmente a la familia de «El Prado»,
que es la mía.
A mis «compañeros sacerdotes», a los religiosos y re-
ligiosas, a los laicos consagrados, a los diáconos y a los
laicos vinculados a esta espiritualidad apostólica.
Finalmente, se lo dedico a cuantos han tenido la opor-
tunidad de vivir este intercambio entre pueblos y entre
Iglesias. Me siento feliz por compartir lo que yo he reci-
bido. Latinoamérica está muy presente en las páginas que
siguen.
¡Que disfrutes de la lectura!
Jacques LANCELOT
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Padre nuestro
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SAN AGUSTÍN
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Padre nuestro
Vengo, oh Dios Padre, con todos los hombres: los que te
reconocen y los que no te reconocen. Vengo con el uni-
verso, la inmensidad de los mundos, la multitud de los
hombres y las mujeres, de las razas, las edades y las len-
guas. Vengo a Ti con todo el peso de una humanidad di-
chosa o herida.
Vengo a saludarte como un hijo, un hijo pródigo a ve-
ces, «distraído» casi siempre. Sí, soy un hijo que no cali-
bra la inmensidad del amor silencioso con que inundas el
mundo y a cada uno de tus hijos.
Que mi saludo, lleno de gozo y respeto, sea acogida y
silencio.
Antes de verme arrastrado por la oleada de cosas de mi
vida cotidiana, vengo junto a Ti como un hijo. Al pronun-
ciar estas dos palabras, quiero establecerme en Ti y per-
manecer contigo el día entero.
En tu presencia, Dios Padre, y en la de Jesús, seré tu
hijo como Aquel que es tu Amado.
«Al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se
figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No
seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que ne-
cesitáis antes de pedírselo. Vosotros, pues, orad así:
“Padre nuestro...”» (Mt 6,7).
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sabios e inteligentes y se las has revelado a los sencillos.
Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Mi Padre me
lo ha entregado todo, y nadie conoce quién es el Hijo si-
no el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo y aquel a
quien el Hijo se lo quiera revelar”» (Lc 10,21-22).
He sido querido
He sido querido
por un Dios creador.
Decir a Dios «Padre»
es reconocer mi origen.
Él es mi tierra primera,
mi primera fuente.
Soy miembro de su familia,
de su casa, ¡de Él!
En su casa, estoy «en mi casa».
¡Somos del mismo linaje!
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Así he sido querido yo por Dios.
Soy fruto de un proyecto de amor.
Mi gozo es ser amado por mí mismo.
Cuando pienso en los que me han dado la vida, puedo
decirme:
«Si he nacido del amor o sólo de una parcela de amor,
no lo sé. Quiero creer que no soy fruto del azar, sino fruto
del amor. Esto me basta para hacer nacer en mí la hermo-
sa alegría de vivir».
Soy «creado», y no sólo por los autores de mi vida hu-
mana, sino «creado» igualmente por un deseo divino.
Él me ha deseado y amado desde que mis padres me
quisieron y desde el seno de mi madre.
Sí, nacido de un deseo humano, pero nacido también
de un deseo de amor transparente, perfecto, de un deseo de
Dios, de quien procede toda paternidad.
«Eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo»
(Is 43,4).
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«Dios-Padre», una relación, más que una definición
Jesús nos revela que Dios es «Padre».
No somos arrojados al mundo como el mundo fue lan-
zado al universo después del Big-Bang. Somos llamados a
vivir con Dios-Padre un vínculo constante, un vínculo de
ternura, de proximidad, un vínculo de infinito respeto.
Cuando pronunciamos la palabra «Padre» o «Papá»,
puede tener en nuestro ser una resonancia muy particular:
la de la ternura filial. Pero no es seguro que todos tenga-
mos una imagen positiva de nuestro padre carnal.
Tu padre o el mío ha podido ser un padre ausente, un
padre desconocido, un padre detestado, un padre glacial y
autoritario ante el que uno temblaba; un padre que hacía
sufrir a nuestra madre... Ha podido ser un padre que ha
triunfado profesionalmente, un padre indiferente, un padre
ensimismado, un padre que nunca expresó su cariño... Ha
podido ser también un padre adorado, un padre que ama-
ba con ternura y firmeza, pero sin dureza; un padre siem-
pre a la escucha y que buscaba el diálogo...
Aquí tocamos las capas más profundas de nuestro ser
en su relación con nuestro padre carnal. Una cosa es segu-
ra: no vamos a Dios sin la imagen de nuestro padre. Vamos
a Dios con la imagen grabada en nosotros de «nuestro»
padre terreno.
¿Cómo superar la imagen negativa de nuestro padre?
Esta dificultad es, ciertamente, un ámbito interior donde
nuestro descubrimiento de Dios-Padre será liberador, di-
choso, sanador de la imagen herida que portamos en nues-
tra carne y en la memoria de nuestro corazón.
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Tengo el recuerdo de un grandioso espectáculo en la
Amazonía brasileña. El Amazonas, río de majestad impre-
sionante, avanzaba lentamente, arrastrando todo cuanto
había ido recogiendo a su paso. Seguía su camino. A su la-
do transcurría otro río también imponente, el Río Negro.
Los colores de ambos ríos eran diferentes: uno, amarillo
terroso; el otro, más bien negro. El reparto de sus aguas
nos mostraba que caminaban mucho tiempo uno al lado
del otro antes de que sus aguas se fundieran y no formaran
más que un único y mismo río.
Lo mismo nos ocurre a hombres y mujeres. Nuestra vi-
da es un río cargado de nuestra historia humana. Otro río,
una corriente de vida y amor, viene a nosotros del corazón
de Dios-Padre y puede misteriosamente purificar esa otra
corriente tumultuosa y turbia de nuestra humanidad.
Dado que lo espiritual es carnal, puede ser bueno, en
determinadas ocasiones, recurrir a las ciencias humanas
para descifrar y sanar determinadas heridas.
En esta aventura, nada vaporoso que se desprenda de la
vida, nada divino que no se haga humano. Se trata de dos
corrientes de vida donde Dios Padre viene a divinizar lo
que nosotros humanizamos.
Ezequiel, en una visión, nos habla de un poderoso to-
rrente que brota del Templo, lugar donde mora Dios:
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da clase de árboles frutales, cuyo follaje no se marchi-
tará y cuyos frutos no se agotarán: producirán todos los
meses frutos nuevos, porque esta agua viene del santua-
rio”» (Ez 47,1.9.12).
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«Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9).
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Él ama con un corazón de Padre y de Madre
Los dos Testamentos de la Biblia están llenos del amor pa-
ternal y maternal de Dios. Leemos:
«Dice Sión: “Yahvé me ha abandonado, el Señor me ha
olvidado”. ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho,
sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque
ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las
palmas de mis manos te tengo tatuado» (Is 49,14-16).
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En la lenta estructuración de una persona, el padre vie-
ne a cortar el cordón umbilical del hijo con su madre. Lo
cual no está exento de dificultades, tanto para el hijo como
para la madre. Jesús, al darnos un Padre, estructura nues-
tra fe. Nos hace acceder a una vida más autónoma, más
personal, más responsable. Nos hacemos «hijos» adultos.
Podemos decir, con plena conciencia:
Tu nombre es mío.
Tu proyecto es mío.
Tu misión es mía.
Ser hijo es hacer propio el proyecto del Padre, como
Jesús lo hizo, sin apartarse del rostro maternal que hay
también en Dios.
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y está oculto a nuestros ojos, invitándonos a otra mirada
más contemplativa.
Sí, nuestro Dios es un Dios oculto en el corazón del
hombre. Tenemos que eliminar «lo que está de más» para
dejar aparecer su verdadero rostro.
Dejarse depurar es un duro y hermoso trabajo.
Es un trabajo no menos duro que tener una mirada tan
pura que pueda llegar a la imagen de Dios oculta detrás de
la grosera envoltura humana.
He escrito un cuento que puede ayudarnos a nosotros,
«destinados a ser la imagen de su Hijo» (Rm 8,29), a acer-
carnos a este misterio de nuestro verdadero rostro oculto
en nuestra humanidad.
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Todo estaba por hacer.
El primer golpe de martillo
aún no había sido dado.
Las herramientas estaban allí,
el martillo y también los escoplos,
posados sobre la mesa.
Durante unos días,
vino así a visitar
a su bloque de piedra,
como para entablar conocimiento,
como para familiarizarse con él.
Lo miraba en silencio
de arriba abajo.
Veía en él sus asperezas,
lo que había que eliminar.
Lo que estaba de más.
Sobre un papel había esbozado
la imagen de lo que quería realizar.
El papel estaba también allí,
posado en el mejor sitio.
¡Era la imagen!
Un buen día
se puso manos a la obra.
Tomó el martillo y el escoplo,
el más grande...
Y los fragmentos volaban,
cayendo a tierra.
Estaban de más.
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Pero hace falta tiempo, dice Dios,
para pasar de la imagen a la semejanza.
Hace falta tiempo y trabajo...
La piedra seguía allí, resistente.
¡Cuántas resistencias secretas y ocultas
aparecían alrededor de las nacientes formas...!
Quitar únicamente lo que sobraba,
con el escoplo y el martillo,
es, os lo aseguro, obra divina.
Un buen día apareció al fin un rostro de hombre
en la materia,
una semejanza saliendo de la piedra.
Había, una y otra vez,
que tallar en el corazón de la piedra,
despojarla de lo que le sobraba,
eliminar los trozos pequeños y los más grandes.
¡Obra de amor y de paciencia!
El escultor trabajaba en su taller
horas enteras, sin casi detenerse.
Amaba su obra comenzada,
y más aún la imagen de hombre que nacía
de su corazón y del escoplo divinamente manejado.
La obra aún no estaba terminada.
Pero ya veía lo hermoso que era el rostro.
Un visitante le dijo:
¿de quién es ese rostro que parece salir de la piedra?;
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¿quién es ese que parece nacer
de la fina punta del escoplo?
Y el Maestro artesano respondió:
«Escucha, voy a confiarte un secreto.
El Maestro artesano soy yo, tu Dios y Padre,
Creador del hombre y la mujer.
El Escoplo es mi Espíritu.
Él talla en la piedra para hacer aparecer
a Aquel que está oculto en ti.
Sí, el rostro que sale de la piedra es el de Jesús,
mi Hijo, el Resucitado.
Tu rostro también aparece.
Tú eras a su imagen,
y ahora eres a su semejanza».
¡He aquí el trabajo de Dios,
una obra maestra ante nuestros ojos!
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