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El Padrenuestro

Colección «EL POZO DE SIQUEM»


215
Jacques Lancelot

El Padrenuestro
Reflexionado y meditado

Prólogo de
Mons. Emmanuel Lafont

Editorial SAL TERRAE


Santander – 2007
Título del original en francés:
Le Notre Père.
Refléchi et médité
© 2005 Éditions Parole et Silence
Le Muveran
CH 1880 Les Plans sur Bex

Traducción:
Milagros Amado MIer
Denise Garnier

Para la edición española:


© 2007 by Editorial Sal Terrae.
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria)
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Fax: 942 369 201
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puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual
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Con las debidas licencias


Impreso en España. Printed in Spain
ISBN: 978-84-293-1727-5
Dep. Legal: BI-2765-07
Impresión y encuadernación:
Grafo, S.A. – Basauri (Vizcaya)
Índice

ef
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Padre nuestro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

Que estás en el cielo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27

Santificado sea tu nombre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33

Venga a nosotros tu Reino . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47

Hágase tu Voluntad en la tierra como en el cielo . . . . . . 71

Danos hoy nuestro pan de cada día . . . . . . . . . . . . . . . . . 81

Perdona nuestras ofensas, como también nosotros


perdonamos a los que nos ofenden . . . . . . . . . . . . . . 95

No nos dejes caer en la tentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107

Y líbranos del mal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113

– 5 –
Prólogo

ef
Me resulta en verdad asombroso es que Jesús, al dirigirse
a Dios, no emplee ningún título. No dice «Señor», sino
que simplemente le llama a Dios «Padre» y «Padre nues-
tro», lo cual nos hace saber que somos hijos suyos.
Ante Dios, uno se encuentra absolutamente cómodo.
La meditación de la hermana Marie-Germaine Malatu
hace resonar en mi corazón la oración de Jesús: «Yo te
bendigo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has re-
velado a pequeños» (Mt 11,25).
Ciertamente, Jacques Lancelot nos lo expresa de una
manera magnífica: la oración del Padrenuestro sólo se
comprende rezándola. Entonces el Espíritu del Señor, que
suscita en nosotros toda oración, hace surgir en el silencio
(porque toda verdadera oración es silencio) la presencia
del Señor con toda su gracia.
Amigo lector, este librito lo recibirás verdaderamente
cerrando los ojos a todo lo que no es en ti presencia amo-
rosa y creadora del Padre. No lo devores; saboréalo, retó-

– 7 –
malo una y otra vez. Entonces el Espíritu te enseñará, y tú
no olvidarás jamás que Dios no es sino el Padre y la Madre
de toda creación. Nunca más te sentirás tentado de darle
otro título que no sea éste, como un niño cuya confianza
es proporcional a su fragilidad, de la que es consciente,
pero que no le da miedo: tu nombre está inscrito en la pal-
ma de la mano de tu Padre.
Entonces desterrarás todo temor.
Entonces dejarás a Dios amar en ti.
Entonces te harás hermano, hermana, de cada ser
humano.
Porque ahí reside tu vocación. Y ahí también se en-
cuentra tu felicidad.
No hay más razón por la que Dios te haya elegido hoy
que estar en Cristo para llevarlo todo al Padre, por Jesús,
en el Espíritu, hasta que venga su Reino. ¡Amén!

Enmmanuel LAFONT
Obispo de Cayenne (Guayana Francesa)

– 8 –
Introducción:
El porqué de estas páginas

ef
De vez en cuando, me piden que anime un retiro de sacer-
dotes, religiosos, religiosas o laicos. Pero suelo negarme,
porque ya no logro conciliar mi trabajo en la parroquia y
la animación de retiros.
Elijo la misión que me fue confiada y pospongo para
más adelante lo que me apetece. Sin embargo, he decidi-
do preparar unas reflexiones y meditaciones que podrían
servirme cuando esté más disponible.
Me pongo, por tanto, al trabajo por la mañana o el
domingo después de comer, aprovechando los momentos
de calma y de silencio. En esos fragmentos de tiempo, ru-
mio y oro las frases del Padrenuestro. Y así ha nacido es-
te librito.

Las primeras comunidades cristianas y nosotros


Cuando Lucas o Mateo escribieron el «Padrenuestro», ex-
presaron la oración de las primeras comunidades cristia-
nas y la de Jesús. A través de lo escrito por los evangelis-

– 9 –
tas, nos unimos a la vez a esas primeras comunidades y a
la oración del propio Jesús.

Algunos poemas
Al recorrer las páginas que siguen, el lector descubrirá
unos poemas. En la primera redacción no los había. Por pu-
dor, no me atreví a incluirlos. Por consejo de una persona
que leyó el manuscrito antes de su publicación, he salpica-
do estas páginas de algunos de los textos que me gusta es-
cribir de vez en cuando. Es otro lenguaje, otra mirada, que
puede llevarnos también a la reflexión y la oración.

El lugar de los pobres


Los pobres tienen un lugar, por supuesto. Un gran lugar,
me dicen. Sin duda porque los pobres son cada vez más
numerosos en el mundo, como resulta evidente. También,
sin duda, por mi pertenencia «El Prado» y por los veinte
años pasados en Latinoamérica.
Que estén presentes en este texto está bien, pero yo
querría que lo estén aún más en mi vida de pastor.

Gracias a Emmanuel Lafont


Sí, gracias a ti, Emmanuel, porque, sin saberlo, eres tú
quien me ha animado a realizar este trabajo. Te debo al-
gunas reflexiones y palabras. Recibe mi agradecimiento.
Gracias también a cuantos me han ayudado leyendo
estas páginas antes de su publicación.

– 10 –
¿A quién dedico este libro?
Se lo dedico a los cristianos franceses comprometidos con
el mundo y con la Iglesia. He querido dar más peso a esa
oración que decimos al final de nuestras reuniones, cuan-
do pronunciamos las palabras «Padre nuestro...».
Se lo dedico igualmente a la familia de «El Prado»,
que es la mía.
A mis «compañeros sacerdotes», a los religiosos y re-
ligiosas, a los laicos consagrados, a los diáconos y a los
laicos vinculados a esta espiritualidad apostólica.
Finalmente, se lo dedico a cuantos han tenido la opor-
tunidad de vivir este intercambio entre pueblos y entre
Iglesias. Me siento feliz por compartir lo que yo he reci-
bido. Latinoamérica está muy presente en las páginas que
siguen.
¡Que disfrutes de la lectura!

Jacques LANCELOT

– 11 –
Padre nuestro

ef

«Si te tomas la molestia de repasar todas las


plegarias que aparecen en la Biblia, creo
que no hallarás en ellas nada que no se en-
cuentre y contenga en el Padrenuestro».

SAN AGUSTÍN

El Padrenuestro nació de la oración de Jesús, fuente de su


intimidad con el Padre. Aquí podría ya detenerme, callar-
me, para entrar en una relación de corazón a corazón con
Dios.
En este instante de oración, el Espíritu se une a mi es-
píritu para morar en el secreto de su ternura. Como Moisés
ante la zarza ardiendo, me descalzo; como Abraham en
presencia de los visitantes misteriosos, me inclino profun-
damente. Todo se hace silencio. Y en voz baja pronuncio
la palabra: «¡Padre!».
Vengo también teniendo presentes a los que llevo con-
migo. Con ellos, en una salutación inundada de respeto,
quiero también decirle: «Padre nuestro».

– 13 –
Padre nuestro
Vengo, oh Dios Padre, con todos los hombres: los que te
reconocen y los que no te reconocen. Vengo con el uni-
verso, la inmensidad de los mundos, la multitud de los
hombres y las mujeres, de las razas, las edades y las len-
guas. Vengo a Ti con todo el peso de una humanidad di-
chosa o herida.
Vengo a saludarte como un hijo, un hijo pródigo a ve-
ces, «distraído» casi siempre. Sí, soy un hijo que no cali-
bra la inmensidad del amor silencioso con que inundas el
mundo y a cada uno de tus hijos.
Que mi saludo, lleno de gozo y respeto, sea acogida y
silencio.
Antes de verme arrastrado por la oleada de cosas de mi
vida cotidiana, vengo junto a Ti como un hijo. Al pronun-
ciar estas dos palabras, quiero establecerme en Ti y per-
manecer contigo el día entero.
En tu presencia, Dios Padre, y en la de Jesús, seré tu
hijo como Aquel que es tu Amado.
«Al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se
figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No
seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que ne-
cesitáis antes de pedírselo. Vosotros, pues, orad así:
“Padre nuestro...”» (Mt 6,7).

Quiero entrar en la oración de Jesús y hacerla mía:


«En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el
Espíritu Santo y dijo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del
cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los

– 14 –
sabios e inteligentes y se las has revelado a los sencillos.
Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Mi Padre me
lo ha entregado todo, y nadie conoce quién es el Hijo si-
no el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo y aquel a
quien el Hijo se lo quiera revelar”» (Lc 10,21-22).

He sido querido
He sido querido
por un Dios creador.
Decir a Dios «Padre»
es reconocer mi origen.
Él es mi tierra primera,
mi primera fuente.
Soy miembro de su familia,
de su casa, ¡de Él!
En su casa, estoy «en mi casa».
¡Somos del mismo linaje!

Nacidos de un deseo divino


Pablo, cuando quiere hablar de la oración cristiana, escribe:
«Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo
que clama: ¡Abbá, Padre! [Es la expresión de los niños
pequeños cuando se dirigen a su papá]» (Gal 4,6).
Jesús ha puesto en nuestros labios las palabras que él
mismo pronunciaba.
Con Él, nos atrevemos a decir: «Padre nuestro».
Como un padre quiere a un hijo, un hijo nacido de su
corazón antes de nacer de su cuerpo.

– 15 –
Así he sido querido yo por Dios.
Soy fruto de un proyecto de amor.
Mi gozo es ser amado por mí mismo.
Cuando pienso en los que me han dado la vida, puedo
decirme:
«Si he nacido del amor o sólo de una parcela de amor,
no lo sé. Quiero creer que no soy fruto del azar, sino fruto
del amor. Esto me basta para hacer nacer en mí la hermo-
sa alegría de vivir».
Soy «creado», y no sólo por los autores de mi vida hu-
mana, sino «creado» igualmente por un deseo divino.
Él me ha deseado y amado desde que mis padres me
quisieron y desde el seno de mi madre.
Sí, nacido de un deseo humano, pero nacido también
de un deseo de amor transparente, perfecto, de un deseo de
Dios, de quien procede toda paternidad.
«Eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo»
(Is 43,4).

Puedo, pues, decirte «Padre» y dejarme invadir por la


ternura con que tú me amas. Puedo acercarme a ese Dios-
Padre con toda confianza, sin temor alguno.
Él me protege como a la niña de sus ojos para que no
me ocurra nada malo... Las pruebas que tendré que pasar
no afectan a mi ser profundo ni al amor primero con que
soy amado. Que mi respuesta sea de confianza, porque mi
nombre está inscrito en el corazón de Dios.
¡Cómo me gustaría que mi fe tuviera siempre estos
acentos de confianza...!

– 16 –
«Dios-Padre», una relación, más que una definición
Jesús nos revela que Dios es «Padre».
No somos arrojados al mundo como el mundo fue lan-
zado al universo después del Big-Bang. Somos llamados a
vivir con Dios-Padre un vínculo constante, un vínculo de
ternura, de proximidad, un vínculo de infinito respeto.
Cuando pronunciamos la palabra «Padre» o «Papá»,
puede tener en nuestro ser una resonancia muy particular:
la de la ternura filial. Pero no es seguro que todos tenga-
mos una imagen positiva de nuestro padre carnal.
Tu padre o el mío ha podido ser un padre ausente, un
padre desconocido, un padre detestado, un padre glacial y
autoritario ante el que uno temblaba; un padre que hacía
sufrir a nuestra madre... Ha podido ser un padre que ha
triunfado profesionalmente, un padre indiferente, un padre
ensimismado, un padre que nunca expresó su cariño... Ha
podido ser también un padre adorado, un padre que ama-
ba con ternura y firmeza, pero sin dureza; un padre siem-
pre a la escucha y que buscaba el diálogo...
Aquí tocamos las capas más profundas de nuestro ser
en su relación con nuestro padre carnal. Una cosa es segu-
ra: no vamos a Dios sin la imagen de nuestro padre. Vamos
a Dios con la imagen grabada en nosotros de «nuestro»
padre terreno.
¿Cómo superar la imagen negativa de nuestro padre?
Esta dificultad es, ciertamente, un ámbito interior donde
nuestro descubrimiento de Dios-Padre será liberador, di-
choso, sanador de la imagen herida que portamos en nues-
tra carne y en la memoria de nuestro corazón.
– 17 –
Tengo el recuerdo de un grandioso espectáculo en la
Amazonía brasileña. El Amazonas, río de majestad impre-
sionante, avanzaba lentamente, arrastrando todo cuanto
había ido recogiendo a su paso. Seguía su camino. A su la-
do transcurría otro río también imponente, el Río Negro.
Los colores de ambos ríos eran diferentes: uno, amarillo
terroso; el otro, más bien negro. El reparto de sus aguas
nos mostraba que caminaban mucho tiempo uno al lado
del otro antes de que sus aguas se fundieran y no formaran
más que un único y mismo río.
Lo mismo nos ocurre a hombres y mujeres. Nuestra vi-
da es un río cargado de nuestra historia humana. Otro río,
una corriente de vida y amor, viene a nosotros del corazón
de Dios-Padre y puede misteriosamente purificar esa otra
corriente tumultuosa y turbia de nuestra humanidad.
Dado que lo espiritual es carnal, puede ser bueno, en
determinadas ocasiones, recurrir a las ciencias humanas
para descifrar y sanar determinadas heridas.
En esta aventura, nada vaporoso que se desprenda de la
vida, nada divino que no se haga humano. Se trata de dos
corrientes de vida donde Dios Padre viene a divinizar lo
que nosotros humanizamos.
Ezequiel, en una visión, nos habla de un poderoso to-
rrente que brota del Templo, lugar donde mora Dios:

«[El Señor] me llevó a la entrada del templo, y he aquí


que debajo del umbral del templo salía agua... Me dijo:
“Esta agua llegará allá, y las aguas del mar serán sanea-
das. Por dondequiera que pase el torrente habrá vida...
A orillas del torrente, a una y otra margen, crecerán to-

– 18 –
da clase de árboles frutales, cuyo follaje no se marchi-
tará y cuyos frutos no se agotarán: producirán todos los
meses frutos nuevos, porque esta agua viene del santua-
rio”» (Ez 47,1.9.12).

Dios, como un torrente de vida, puede realizar esta


obra de renovación, pero a mí me corresponde asumir mi
parte de humanidad y emplear los medios de crecer. Y, al
mismo tiempo, misteriosamente, puedo acoger la Palabra
que me hace nacer a una vida nueva:
«Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy» (Hb 1,5).

Nacido... de otra sangre


Engendrado por deseo humano,
engendrado por deseo de Dios,
soy, a la vez, humano y divino,
limitado y grande.
En nuestras Eucaristías nos acercamos a este misterio.
Aportamos la creación y nuestra parte de humanidad
y recibimos de Dios su amor y su fuerza de vida.
En ese gran intercambio
se establece la Alianza entre Dios y los hombres.
Y nosotros recibimos más que damos.

Jesús... rostro del Padre


Es en Jesús en quien vemos el rostro del Padre.
Es unidos al Hijo como podemos tener la experiencia
de un Dios-Padre.

– 19 –
«Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9).

Todas las parábolas de Jesús nos hablan del Reino de


Dios, su Padre.
Jesús conoce un gozo secreto que a veces manifiesta al
hablarnos de su Padre. El Padre que casa a su hijo... (Mt
22,1-14) El Padre que tiene dos hijos... (Mt 21,28-32). El
Padre del hijo pródigo... (Lc 15,11-32).
Jesús nos muestra al Padre.
No tiene otra alegría que la de llevarnos a Él.
Por eso nos dice: «Yo soy el camino».
No tenemos necesidad de ir a buscar a Dios en las nu-
bes o en lugares misteriosos: el rostro de Dios es el rostro
de Jesús.
El único que puede hacernos conocer a Dios es el mis-
mo Jesús.
Es frecuente equivocarse de puerta al ir a Dios. Jesús
es la «Puerta».
Éramos huérfanos, y con Jesús ya no lo somos.
Maravilloso gesto de Jesús, que nos da un «Padre» al que
amar como Él lo ama. El Espíritu se une a nuestro espíri-
tu para darnos acceso al corazón del Padre. Y Jesús está fe-
liz de compartir con nosotros ese secreto y no guardárselo
para sí. Con Él, nosotros somos amados. Con Él, nosotros
somos sus hijos.

«Envió Dios a su Hijo... para que recibiéramos la con-


dición de hijos. Y, como sois hijos, Dios envió a nues-
tros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá,
Padre!» (Gal 4,6).

– 20 –
Él ama con un corazón de Padre y de Madre
Los dos Testamentos de la Biblia están llenos del amor pa-
ternal y maternal de Dios. Leemos:
«Dice Sión: “Yahvé me ha abandonado, el Señor me ha
olvidado”. ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho,
sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque
ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las
palmas de mis manos te tengo tatuado» (Is 49,14-16).

Dios ama con un corazón de Padre y de Madre.


Dios tiene rostro tanto de padre como de madre.
Nosotros hemos pensado a Dios como hombre y como
padre. Somos también fieles a Dios pensándolo como mu-
jer y como madre.
En su cuadro del Hijo Pródigo, Rembrandt lo describe
maravillosamente: muestra al Padre con las manos posadas
en los hombros del hijo pródigo, y una es la mano de un
hombre, mientras que la otra es la mano de una mujer; la
mano de un padre y la mano de una madre. ¿Es la lectura
del autor? Puede. Pero yo la suscribo con mucho gusto.
Así pues, decir a Dios «Padre nuestro» es reconocer
que somos hermanos y hermanas, hijos de ese mismo Pa-
dre e hijos de ese Dios con rostro de Madre.
Somos a imagen de Dios desde la creación. Somos lla-
mados a serlo a «semejanza» del Hijo, perfecta imagen del
Padre, desde los tiempos de Jesús.
Con Jesús, el Hijo, entramos en la familia de Dios:
Padre, Hijo y Espíritu. Es un misterio maravilloso. Es el
«misterio» de Dios.

– 21 –
En la lenta estructuración de una persona, el padre vie-
ne a cortar el cordón umbilical del hijo con su madre. Lo
cual no está exento de dificultades, tanto para el hijo como
para la madre. Jesús, al darnos un Padre, estructura nues-
tra fe. Nos hace acceder a una vida más autónoma, más
personal, más responsable. Nos hacemos «hijos» adultos.
Podemos decir, con plena conciencia:
Tu nombre es mío.
Tu proyecto es mío.
Tu misión es mía.
Ser hijo es hacer propio el proyecto del Padre, como
Jesús lo hizo, sin apartarse del rostro maternal que hay
también en Dios.

Nuestra gran dignidad


Nos viene de Aquel cuya marca llevamos impresa. Efec-
tivamente, portamos la huella de Dios en nuestro ser, de
manera similar a como una moneda porta la efigie de una
persona.
Todo hombre es espejo, «imagen», del Padre, reflejo
de su ser. Como un padre se inclina sobre su hijo y con-
templa sus propios rasgos, así se inclina Dios sobre cada
uno de sus hijos y les dice: «Tú eres mi hijo amado. Tú
eres único y precioso a mis ojos».
Pero muchas veces no vemos en nosotros ni en los de-
más la marca de Dios, porque está oculta detrás de toda
una humanidad herida, limitada y deformada. La imagen
de Dios no es visible. Sin embargo, lo esencial es invisible

– 22 –
y está oculto a nuestros ojos, invitándonos a otra mirada
más contemplativa.
Sí, nuestro Dios es un Dios oculto en el corazón del
hombre. Tenemos que eliminar «lo que está de más» para
dejar aparecer su verdadero rostro.
Dejarse depurar es un duro y hermoso trabajo.
Es un trabajo no menos duro que tener una mirada tan
pura que pueda llegar a la imagen de Dios oculta detrás de
la grosera envoltura humana.
He escrito un cuento que puede ayudarnos a nosotros,
«destinados a ser la imagen de su Hijo» (Rm 8,29), a acer-
carnos a este misterio de nuestro verdadero rostro oculto
en nuestra humanidad.

Lo que está de más


Yo conozco, dice Dios, a un escultor.
Un día bajó a su taller.
Abrió la puerta, la cerró
y permaneció solo, en pie...
ante un gran bloque de piedra.
Una hermosa piedra blanca
con algunas finas vetas
ligeramente oscuras.
Allí estaba aquel bloque, en bruto, sin forma, macizo,
en el mismo centro del taller.
El escultor lo miró,
lo contempló largo tiempo.
Y vio que la piedra era hermosa.

– 23 –
Todo estaba por hacer.
El primer golpe de martillo
aún no había sido dado.
Las herramientas estaban allí,
el martillo y también los escoplos,
posados sobre la mesa.
Durante unos días,
vino así a visitar
a su bloque de piedra,
como para entablar conocimiento,
como para familiarizarse con él.
Lo miraba en silencio
de arriba abajo.
Veía en él sus asperezas,
lo que había que eliminar.
Lo que estaba de más.
Sobre un papel había esbozado
la imagen de lo que quería realizar.
El papel estaba también allí,
posado en el mejor sitio.
¡Era la imagen!
Un buen día
se puso manos a la obra.
Tomó el martillo y el escoplo,
el más grande...
Y los fragmentos volaban,
cayendo a tierra.
Estaban de más.

– 24 –
Pero hace falta tiempo, dice Dios,
para pasar de la imagen a la semejanza.
Hace falta tiempo y trabajo...
La piedra seguía allí, resistente.
¡Cuántas resistencias secretas y ocultas
aparecían alrededor de las nacientes formas...!
Quitar únicamente lo que sobraba,
con el escoplo y el martillo,
es, os lo aseguro, obra divina.
Un buen día apareció al fin un rostro de hombre
en la materia,
una semejanza saliendo de la piedra.
Había, una y otra vez,
que tallar en el corazón de la piedra,
despojarla de lo que le sobraba,
eliminar los trozos pequeños y los más grandes.
¡Obra de amor y de paciencia!
El escultor trabajaba en su taller
horas enteras, sin casi detenerse.
Amaba su obra comenzada,
y más aún la imagen de hombre que nacía
de su corazón y del escoplo divinamente manejado.
La obra aún no estaba terminada.
Pero ya veía lo hermoso que era el rostro.
Un visitante le dijo:
¿de quién es ese rostro que parece salir de la piedra?;

– 25 –
¿quién es ese que parece nacer
de la fina punta del escoplo?
Y el Maestro artesano respondió:
«Escucha, voy a confiarte un secreto.
El Maestro artesano soy yo, tu Dios y Padre,
Creador del hombre y la mujer.
El Escoplo es mi Espíritu.
Él talla en la piedra para hacer aparecer
a Aquel que está oculto en ti.
Sí, el rostro que sale de la piedra es el de Jesús,
mi Hijo, el Resucitado.
Tu rostro también aparece.
Tú eras a su imagen,
y ahora eres a su semejanza».
¡He aquí el trabajo de Dios,
una obra maestra ante nuestros ojos!

***

Oh Dios Padre, quiero oír cómo tu voz me dice: «Tú eres


mi Hijo, mi hijo amado». Sí, yo soy tu hijo, así lo creo, pe-
ro ayúdame a serlo. Ayúdame a tener una confianza intré-
pida en Ti, como la propia de los hijos.
Que el Espíritu de Jesús me haga pasar de la «imagen
de Dios» que está en mí a la «semejanza» de tu Hijo Jesús,
perfecta imagen Tuya.

– 26 –

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