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Unamuno vs Astray

“El 12 de octubre, aniversario del descubrimiento de América, «Día


de la Raza», tuvo lugar un acto ceremonial en el Paraninfo de la
Universidad de Salamanca. La audiencia estaba integrada por
notables del Movimiento, incluido un fuerte contingente de la Falange
local. En el estrado tomaron asiento Carmen Polo, esposa de Franco,
Pía y Deniel, obispo de Salamanca, el general Millán Astray, fundador
del Tercio de Extranjeros (que llegó acompañado de sus legionarios), y
Miguel de Unamuno, rector de la Universidad. Unamuno, irritado
contra los gobernantes de la República, había apoyado al principio el
«alzamiento» que debía «salvar la civilización occidental, la
civilización cristiana que se ve amenazada», pero no podía pasar por
alto la matanza que se había llevado a cabo en la ciudad bajo las
órdenes del comandante Doval, aquel que se había hecho famoso
como represor en Asturias, ni los asesinatos de sus amigos Casto
Prieto, alcalde de Salamanca, Salvador Vila, catedrático de árabe y
hebreo de la Universidad de Granada, o García Lorca.
Los discursos iniciales corrieron a cargo de Vicente Bertrán de
Heredia y de José María Pemán. Acto seguido el profesor Francisco
Maldonado lanzó una tremenda diatriba contra los nacionalismos
catalán y vasco, «cánceres de la nación» que había de curar el
implacable bisturí del fascismo. Al fondo de la sala alguien lanzó el
grito legionario «¡Viva la muerte!» y el general Millán Astray, que
parecía el auténtico espectro de la guerra, manco, tuerto y cubierto
de cicatrices, dio los «¡vivas!» de rigor, mientras los falangistas
saludaban a la romana hacia el retrato de Franco, que colgaba sobre
el sitial de su esposa. El alboroto se desvaneció cuando Unamuno
tomó la palabra:

Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de
permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir. Porque el silencio
puede ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al
discurso, por llamarlo de algún modo, del profesor Maldonado. Dejaré de lado la ofensa
personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes. Yo mismo,
como sabéis, nací en Bilbao. El obispo, lo quiera o no lo quiera, es catalán nacido en
Barcelona.

Pía y Deniel se removió a disgusto por la alusión de Unamuno a su


lugar de origen, que era casi en sí mismo una implicación de
deslealtad a la cruzada nacional. Entre el silencio general, Unamuno
prosiguió:
Pero ahora acabo de oír el necrófilo e insensato grito: «¡Viva la muerte!». Y yo,
que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no
las comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja
me parece repelente. El general Millán Astray es un inválido. No es preciso que
digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue
Cervantes. Pero, desgraciadamente, en España hay actualmente demasiados
mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta
pensar que el general Millán Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la
masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar
que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su
alrededor.

Llegado Unamuno a este punto, Millán Astray ya no pudo contener


su ira por más tiempo. «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!»,
gritó a pleno pulmón. Falangistas y militares echaron mano a sus
pistolas y hasta el escolta del general apuntó su subfusil a la cabeza
de Unamuno, lo que no impidió que éste terminara su intervención en
tono desafiante:

Este es el templo de la inteligencia. Y yo soy su sumo sacerdote. Estáis


profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no
convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaríais algo
que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en
España.

Hizo una pausa y dejando caer, sin fuerza, los brazos, concluyó en
tono resignado: «He dicho». Se dice que la presencia de Carmen Polo
le libró de ser asesinado allí mismo, y que cuando Franco se enteró de
lo que había ocurrido lamentó que no hubiese sido así. Seguramente
los nacionales no asesinaron a Unamuno por la fama internacional del
filósofo y por la reacción que había causado ya en el exterior el
asesinato de García Lorca. Pero Unamuno, destituido como rector y
confinado en su domicilio, murió el día de fin de año consternado y
tachado de «rojo» y traidor -aunque su funeral fuera manipulado por
los falangistas- por aquellos a quienes él había creído amigos.”

Antony Beevor, “La guerra civil española”

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