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El restaurador y la madonnina della creazione
largo de la tarde, Enzo había dispuesto que los tres hombres de Scarampa y
él mismo siguieran sus pasos.
Así, había conseguido hacer una muy detallada relación de la
actividad de éste desde que abandonara la galería de Susana Elorrieta.
Desde allí se había dirigido directamente a su propia casa en la que no
habían podido ver nada debido a que el profesor corrió las cortinas en contra
de lo que en él era habitual, pues solía hacerlo únicamente durante la noche.
Lo cierto es que salió de allí una hora y media más tarde para dirigirse a una
oficina postal donde envió un certificado urgente y recogió el contenido de
un apartado de correos. Esto último podía haber sido la señal que esperaban,
ya que durante los últimos tres meses únicamente se había acercado a este
apartado en cuatro o cinco ocasiones. En cualquier caso la prudencia
aconsejaba mantener la intensidad de la vigilancia por si el profesor
intentaba destruir aquella misma tarde los documentos, si es que era esto lo
que había recogido.
Pero algo aún más atípico sucedió aquella tarde puesto que el
profesor, un hombre de nula religiosidad por lo que sabían, tomó el autobús
hasta el cementerio, donde permaneció sentado en un banco, frente a un
nicho en el que depositó las flores que había comprado en la floristería de la
entrada, hasta que anocheció y uno de los empleados le informó que iban a
cerrar las puertas. Excepto éste, ninguna otra persona habló con el profesor y
ninguno de los cuatro que le vigilaban vio que recogiera objeto o documento
alguno en el cementerio.
Después de aquello el profesor Serva tomó un taxi y se dirigió a un
extraordinariamente caro restaurante donde cenó los platos más selectos de
la carta y bebió el vino más exquisito para asombro de todos pues, salvo
contados excesos mundanos realizados siempre en compañía de algún
amigo, era una persona de costumbres espartanas cuando se encontraba
solo.
Ahora que el profesor había regresado del restaurante a su casa,
mientras uno de ellos vigilaba con el telescopio desde el piso alquilado, los
otros tres esperaban, ocultos en la escalera, el momento adecuado para
intervenir.
- Está solo –Enzo escuchó en su teléfono móvil la voz del vigilante-.
Ha dejado las cortinas descorridas y puedo verle perfectamente.
- ¿Qué está haciendo?
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Salvador Bayona
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- Por supuesto. ¿Qué otra cosa podrían hacer tres mafiosos en mi casa
a estas horas de la noche?
- Supone usted mucho y nos considera poco –la frialdad del profesor
en aquel momento tuvo algo de escalofriante para Enzo-. Le aseguro
que la mafia no habría llamado a su puerta.
- Mafia, Scarampa... yo no encuentro diferencia alguna, ni la
encontraré mientras recuerde los golpes que su compañero –dijo
señalando con el pulgar hacia la ventana, a su espalda, donde se
había colocado Gianni- me propinó cierta noche, hace algunos
meses, cuando tuve el dudoso honor de conocer a su jefe.
- En efecto –Enzo no le había dado importancia hasta entonces que
Gianni hubiera sido uno de los que acompañó a Don Francesco la
noche que éste se encontró por primera vez con el profesor y sus
socios- pero hay una sutil diferencia.
- Por favor, prosiga
- Usted conserva su vida y, por lo que puedo ver, todos sus
miembros.
- Tal vez debiera agradecérselo. ¿Cree que ofrecerle un trago de lejía
sería un detalle adecuado?
- Olvide el sarcasmo ahora, por favor. Si conociera al señor Scarampa
le estaría agradecido. No sólo le permitió a usted y a sus amigos
vivir, sino que les ha hecho socios suyos y les ha puesto en situación
de ganar mucho dinero. Eso convierte todo este asunto en una
cuestión de honor. Si usted es merecedor de ese honor no podrá
ocultar la deuda que tiene para con él.
- No creo que lo sea. Lo mejor sería que su amo le concediera el honor
a uno de sus semejantes. En la cárcel podrá encontrar muchos de
ellos aunque seguramente preferirá los ministerios.
- Veo que estamos como al principio.
- Y sugiere usted que yo me deje robar los cuadernillos para
conservar la vida, ¿no es así?
- Puede usted considerarlo como quiera, aunque, personalmente,
preferiría una negociación en términos económicos de la que, estoy
seguro, todos saldremos beneficiados.
Ante el silencio del profesor Enzo pensó que lo inesperado del
generoso ofrecimiento que acababa de hacer le colocaba en situación de
ventaja por lo que ahora esperaba no resultara demasiado difícil convencer
al viejo de que entregara los documentos.
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