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F. HOLDERLIN

Dichoso el hombre al que una patria floreciente alegra y fortifica el corazn! A m, cuando alguien me recuerda la ma, es como si me tirasen a un charco, como si clavaran sobre m la tapa del atad, y cuando alguien me llama griego, siento como si acabara de echarme al cuello el collar de un perro. Y mira t, Belarmino, cada vez que se me han escapado tales o semejantes palabras, cada vez que la rabia hizo llegar una lgrima a mis ojos, se me acercaron esos sabios que tanto gustan de figurar en Alemania, esos miserables para los que un alma que sufre es justamente lo que necesitan para aplicarle sus consejos, y muy amistosamente se dignaron echarme una mano y me dijeron: No te lamentes, acta!. Ojal no hubiera actuado nunca! Algo ms rico sera en tantas esperanzas!... S, olvdate de que hay hombres, miserable corazn atormentado y mil veces acosado, y vuelve otra vez al lugar de donde procedes, a los brazos de l inmutable, serena y hermosa naturaleza. HIPERIN A BELARMINO No tengo nada de lo que pueda decir: esto es mo. Lejos y muertos estn mis seres queridos, y ya no hay voz alguna que me hable de ellos. Mi negocio aqu en la tierra ha terminado. Emprnd la tarea pleno de voluntad, me desangr en ella, y no he enriquecido el mundo en un solo cntimo. Desconocido y solitario vuelvo a mi patria y vago por ella como por un vasto cementerio, donde tal vez me espere el cuchillo del cazador, a quien nosotros los griegos somos tan del agrado como la caza del bosque.

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