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La viejecita dichosa

Éranse dos viejecitos sumamente pobres. Un día la viejecita, barriendo barriendo, se


encontró un quinto.

Al momento se pusieron marido y mujer a pensar lo que harían con aquella moneda.

—Si compramos pan, es poquito— dijo el marido.

—Si compramos leche, es poquita— le respondió la mujer.

—Si compramos manteca, se acaba— decía uno.

—Si compramos piloncillo, no alcanza— dijo la otra.

—Si nos vamos de viaje... —propuso él.

—No llegamos ni a la esquina —completó ella.

Y así siguieron sin saber qué hacer con sus cinco centavos.

De repente la viejecita salió corriendo con cuanta ligereza le permitían sus débiles
piernas y después de un rato volvió con una escoba de popote gordo, una bolita de hilo
y un pedazo de cera. Al punto se puso a hacer, ayudada por su marido, una larguísima
escalera. Cuando acabaron, la viejecita dijo:

—Ahora, esposo mío, vas tú a subir al cielo y le hablarás a San Pedro pidiéndole que
nos socorra.

Sin pérdida de tiempo, colocaron la escalera y mientras la viejecita la sostenía del pie,
allá va el viejecito sube, sube y sube, hasta que llegó a la puerta del cielo y llamando a
ella salió San Pedro a informarse quién llamaba. El viejecito le expuso su petición, y
hallándola justa, San Pedro le entregó una pequeña servilleta diciéndole:

-Cada vez que ustedes tengan necesidad de comer, no tienen más que decir: "Componte,
servilletita", y al punto tendrán abundantes manjares.

Después de dar las gracias, bajó el viejecito lleno de contento, no siendo menor el de la
viejecita al ver tan buen resultado de su idea.

Algún tiempo vivieron así, muy tranquilos. Un día se les ocurrió ir a dar un paseo por el
campo después de comer y decidieron dejar la servilletita en la casa de una vecina. Al
entregársela, le dijo la viejecita:
-Nada más le encargo a usted, vecina, que no le diga: "Componte, servilletita".

La vecina se lo ofreció así y los viejecitos se fueron muy contentos.

La prohibición picó la curiosidad de la vecina que, apenas desaparecidos los abuelitos,


tomó la servilletita y pronunció las palabras mágicas.

Quedó tan profundamente maravillada del prodigio, que decidió entregar a los viejecitos
otra igual, conservando ella la verdadera.

Así lo hizo cuando volvieron los dueños, los cuales al regresar a su casa, sintieron la
necesidad de cenar, colocaron la servilletita en la mesa, pero por más que repitieron mil
veces la orden de que se compusiera, la servilletita continuaba tan limpia como si tal
cosa. Acongojados los viejecitos, atribuyeron el suceso a su capricho de ir a pasear
dejándola abandonada, pero no se les ocurrió que la vecina los hubiera engañado. Al fin
resolvieron que al día siguiente iría la viejecita a ver a San Pedro. Así lo hizo y cuando
hubo tocado la puerta del cielo, salió el Apóstol diciéndole:

—Ya sé qué te ha pasado, son ustedes un par de viejos tontos. Toma —añadió, dándole
un palito como de una vara, muy macizo y muy pulido—, a éste lo mismo, le dirás las
mismas palabras que a la servilletita.

Bajó muy contenta y al momento se previnieron los dos viejecitos: colocaron el


garrotito en la mesa, pronunciaron las palabras mágicas, pero aún no habían acabado de
decirlas, cuando ya tenían encima la paliza más tupida que pueda recibir un cristiano.
El palito aquel parecía volverse loco, yendo de un viejecito a otro, repitiendo sus
cariños con una rapidez sorprendente.

Al fin los pobres abuelitos no pudieron resistir más y cayeron al suelo con el cuerpo
molido a palos y la cabeza llena de chichones como manzanas. Tres días estuvieron en
cama, curados y asistidos por algunos vecinos caritativos; pero ellos tuvieron buen
cuidado de no contar a nadie la causa de sus golpes.

Comprendieron al punto que aquello era un castigo de San Pedro por su torpeza y que
aquel garrotito les haría recobrar el tesoro que habían perdido. Pocos días después
fueron a ver a su vecina y dándole el palito le rogaron que se lo guardara, encargándole
mucho que no le dijera: "Componte, garrotito", y se fueron muy contentos. La vecina,
creyendo que aquello era otro tesoro como la servilletita, lo primero que hizo fue
encerrarse muy bien con el palito y decirle las dichosas palabras.

Bien pronto se arrepintió, pues el garrotito, como no tenía que repartir sus golpes entre
dos, los menudeaba con tal prisa que en menos de diez minutos no tenía la mujer ni un
solo pedazo de carne bueno, hasta que cayó desmayada. Al siguiente día fueron los
viejecitos a recoger su palito. Apenas los vio la vecina, se puso a llenarlos de insultos y
cogiendo el garrotito se lo aventó.

—Lárguense de aquí, viejos infames —les decía llena de ira—, su maldito palo por
poco me mata.

—¿Y nuestra servilletita? —dijo la viejecita—, ¿no fue tan mala, verdad? Si no nos la
devuelve al momento, le digo a mi palito que se componga y si de la primera se escapó
usted, de la segunda creo que no.
Al oír esto, la vecina sacó la servilletita. Dueños otra vez de la servilletita, buen cuidado
tuvieron de no dejarla con nadie y así acabaron sus días tranquilos y dichosos.

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