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La gente empezó a aplaudir y a mi hasta se me olvidó que estaba de colado y que debía
guardar silencio. Gritaban ¡HURRRRA! ¡HURRRA!, la orquesta tocaba "Diana, Diana"
muchas veces, le aventaban flores a la Patria y al Pueblo, le decían ¡fuera! a la
Discordia, al Hambre y a la Guerra. «¡Acaben con ellos, que son los enemigos de la
Patria! ¡Fuera, fuera! ¡Buuu, buuuuu!» Levantaron a la señorita Patria y en un griterío y
brincadero de gusto se salió toda la gente con la señorita en hombros a la calle. Luego
salieron unos señores que eran los autores de la obra, y a ellos les aplaudieron mucho.
Todo aquello era un escándalo.
Poco a poco el teatro se fue quedando vacío y yo volví a acordarme de Celestino. Tenía
que dejar mi escondite, y cuando creí que ya no había nadie en el teatro salí de entre las
cortinas, cuando de pronto oí la voz de un señor:
Y le platiqué todo, muy nervioso de que se fuera a enojar conmigo y a mandarme con
los gendarmes a la cárcel. El señor, en cambio, se rió de mí y ni se enojó. Me vio tan
preocupado y tan lloroso que me dijo que me fuera con él a su casa, que no me apurara
por mi burro, que al día siguiente lo buscaríamos.
Era uno de los hombres más importantes del país —lo supe luego— y me dijo que se
llamaba Ignacio Manuel Altamirano. Él salió tan contento del éxito que había tenido la
obra, que porque la gente de México empezaba a tener conciencia de lo que era su país,
y yo creo que por eso no se enojó conmigo.
En el camino a su casa iba hablando conmigo como si estuviera tratando con un señor.
Me acuerdo muy bien de lo que me decía:
—«Nuestro país ha sufrido tantas guerras, ha tenido tantos problemas y al fin somos
libres. Ahora debemos pensar en fortalecernos para no permitir la entrada a invasores,
debemos unirnos para construir un país moderno y libre. Nuestra patria es hermosa y
debemos estar orgullosos de ser mexicanos.»
Me habló luego de que lo que el país necesitaba era libertad política y religiosa, libertad
de expresión, o sea de decir cada quien lo que quería, libertad de trabajo y de casi todo,
libertad de casi todo. Luego también me habló del ferrocarril, de la importancia de que
éste empezara a funcionar porque haría rutas que nos traerían la paz, el progreso
económico, o sea —como él me explicó—, los dineros, para que no hubiera pobreza en
la patria. Yo me acordé de papá, que veía con tanta tristeza la cuestión de la
inauguración del ferrocarril:
—«A papá le da miedo eso. Nosotros somos arrieros y se nos acaba el trabajo.»
—«Tú puedes ser ahora un arriero moderno, —me dijo don Ignacio mientras me
acariciaba el cabello y me miraba enternecido, —puedes pensar en trabajar en el
ferrocarril»
Y a mí me dio tantísimo gusto todo esto que él me decía, porque pensé que llegando con
papá iba a platicarle lo mismo:
—«Ya no se preocupe más, papá,» iba a decirle, «yo voy a estudiar y a trabajar para ser
un arriero moderno y mis hijos, también como yo, aprenderán un oficio.»
Al día siguiente me dijo don Ignacio que se iba a hacer las averiguaciones sobre mi
burro, que volvía hasta en la tarde y que yo me quedara tranquilo en su casa, que ahí me
darían de comer y no me faltaría nada.
Pasé el día en el patio de la casa de don Ignacio, jugando con los hijos de la cocinera a
unos aros que jalaban con un alambre, jugando rayuela y tuta.
Esa noche, en la casa de don Ignacio iban a recibir unas visitas muy importantes, así que
la cocinera se estuvo todo el día haciendo bocadillos, peras prensadas, turrón, licor de
rosas y tantas otras cosas con las que yo nomás me saboreaba. Todo porque iba a venir
doña Ángela Peralta, que era una cantante muy importante en el teatro, y había que
tener la casa lustrosa y muy adornada. Trajeron flores del mercado, limpiaron vidrios,
pusieron en la mesa muchos cubiertos de plata y copas de vidrio. Todos querían conocer
a la tal doña Ángela, que decían que cantaba como los ángeles.
Don Ignacio no estuvo en todo el día, pero me había dicho que llegaría para la noche,
así que yo no estaba preocupado, metido también en el alboroto de conocer a doña
Ángela. Pulieron muy bien el piano de cola de sala para que alguien tocara y doña
Ángela, a ver si se animaba, les cantara una canción.
En la tardecita, como a eso de las seis, llegó don Ignacio, nervioso porque ya mero
llegaba la invitada. Me dijo que ya sabía dónde estaba mi burro y quién lo tenía, que al
día siguiente iríamos a buscarlo porque en ese momento ya no le daba tiempo. Yo pensé
que no importaba que Celestino se quedara otro día solo, que al fin él también estaría
muy entretenido con eso del teatro.
De veras que cantaba como los ángeles, con razón la llamaban "el Ruiseñor mexicano".
Cantó nada más un pedacito de una gran canción muy larga que se llama "La Traviata".
Yo me quedé con las ganas de haber visto a doña Ángela en el teatro y todo, vestida con
su traje de carácter en medio de un escenario hermosísimo y admirada por las señoritas
y los señoritos —que en ese entonces se llamaban "pollos"—, admirada por tanto señor
y señora importante