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“4 iso lenin sinned temas, drape, del ea dela que bs ae Ses ys denets a wes 98 apace “La kia indi dws mene degre de apd us ene so fe Pd signif gue ada a ents sons npr, ge 20 ‘bers cxnlaapesndamee cn el do de dsenacaos de ela, Peo cu nt vane congose su mar pate es spine ioe Sant Pierre Sansot Del buen uso de la lentitud ws Fac, pide, cia de rspact, ple, e2- den. pace nnegible qu sabes cao ns nodes sae oxen ha ena inpoien- . Ese supuesto desafio consttuye para ellos el mejor de los estimulos. En segundo lugar, a causa del es- fuerzo elevamos a nuestro pesar la media (no tan media como se pretende) del trabajo del grupo, y debemos correr de nuevo detris de un ideal que se ‘vuelve superior a lo que era. En su egoismo, los in- ‘cansables piensan raramente en los rezagados a los. que ejecutan y empujan hacia la puerta de salida Nunca he visio a ninguno de ellos decir a su jefe: Tenga en cuenta que he redoblado mis servicios prestados. Eso compensaré el deficit de algunos de mis compaferos» Nadie puede vencer 0 hacer entrar en razén a los ineansables. En una sociedad policial como la nuestra, los empleados ya no se atreven a vapulear Y @ intimidar a slos esquiroles, a los que corrom- Pen el oficio. Tales procedimientos son considera- dos arcaicos, al igual que las huelgas salvajes, no ir a trabajar los lunes, las gorras y la camiseta, el bai- le de la java, los discursos politicos, el Velédromo 20 de Invieno’ y la ocupacién de las fbricas al son del acordedn. Sélo la maquina puede abatir sus pretensiones y en ocasiones empujarlos a su vez ha- cia la puerta de salida. Antafio, los hombres -y més atin las mujeres morian trabajando. Estas iltimas acumulaban con frecuencia un trabajo en el exterior y las tareas do- mésticas. Solian levantarse temprano y acostarse tarde. En la granja, acometian con la paleta enor mes coladas de ropa. Iban a pie al burgo para ha- cer la compra de la semana, porque no era po- sible vivir en una autarquia absoluta. El trabajo de la fibrica deformaba los cuerpos, deterioraba los. bronquios y afligia a los individuos con tal 0 cual enfermedad propia de la actividad. Llegaban con frecuencia ala jubilacién con el cuerpo destrozado y expiraban al cabo de unos meses de descanso. Pero los hombres no disfrataban con este trabajo excesivo. Lo consideraban una fatalidad a la que no podian sustraerse y envidiaban la condicién de los. rentistas, una condicién que nunca seria la suya La novedad estriba en que el actuar (que supe- 1a las fronteras del trabajo) se presenta hoy como un valor superior, como si, por no actuar, un indi- viduo se extenuara y desapareciera. Por eso los so- ‘adores, los que contemplan o rezan, los que aman. > En 198, dc ml jos Fieton denies yenceraos ene VE bdsm de avin de Path antes eet depots Secon ctl. (dT) a silenciosamente 0 se contentan con el placer de cxisti, molestan y son estigmatizados. Los pensa- dores, los idedlogos reconocidos, han efectuado un desvio ideolégico considerable. De ver la accién ‘como tn ejercicio necesario para la constitucién de nuestra persona, han pasado a hacer un elogio de ella, sea cual sea su naturaleza. Los jubilados quieren recuperar el tiempo que han perdido durante su vida profesional. El pro- ¢grama es inmenso y exige una reserva inagotable de ‘energlas. De hecho, pueden apasionarse por toda clase de campos y manifestar en éstos unas aptitu- des reales: polivalentes, poliglotas, politécnicos. La pesca de altura (del attin) y la pesca de rio (de la tru cha), las lenguas orientales y las lenguas amerindias, las lenguas vivas y las lenguas muertas y las que sélo son habladas por un centenar de hombres en esta tierra, la bicicleta todo terreno, la bicicleta cld- sica, el motocross, la aventura humana de la prehis- toria, la de nuestros antepasados mis inciertos (el homo erectus.) hasta los extraterrestres de mafana, el manejo de la podadera y el culto de las méqui- nas clectrénicas més sofisticadas. éMe atreveré a quejarme de esta. hiperactivi- dad?, prefiero verlos recluidos en un centro de la tercera edad? Por supuesto que no. Sélo desearia que entre dos viajes al Extremo Oriente y a Nueva York, entre dos sesiones de gimnasia y de baile, en- contraran también la forma de pensar por fin en st mismos, pues no habrin tenido la ocasién de ha- 2 cerlo en su vida de adultos. No para sumirse en la nostalgia, sino para que se pregunten. cuestiones esenciales: équién fui2, équién soy?, écuindo he traicionado?, écuindo he asumido mi destino?, en tun cara a cara valiente consigo mismos y su condi- cién humana, Para mantener la memoria de los que Jes amaron y desaparecerin para siempre en las ti- nieblas cuando ellos ya no estén en este mundo para conservar su imagen. El ocio, lejos de escapar a semejante frenest, lo exalta. Evoco, a modo de pardbola y no de anéc- dota, las vacaciones de antes. Una familia se insta- laba en un piso amueblado durante quince dias. El primer dia deshacia las maletas, y luego cada uno ‘rataba de acondicionar su propio teritorio. Abrir ‘una hora tardia los postigos de las ventanas para respira la brisa del océano, percibir la bruma o los centelleos del sol, maravillarse ante ellos, comer ‘ranquilamente en una mesa coja: eso era lo que uuno no se cansaba de hacer y ocupaba la primera semana, La familia iba a una especie de almacén y compraba todo tipo de cachivaches: una cafia de pescar, un flotador, unas gafas de sol. Se probaban. los trajes de baiio, vacilaban en ira la playa con una vestimenta nueva y extraia. El paseo bajo las estre- lls por el malecén era de rigor, luego se daban ‘cuenta de que ya se les habia pasado la primera se- ‘mana, También habia un dia dedicado a dar un pa- seo por el interior de la regidn, otro a enviar tarje- tas postales y otro a desafiar una lluvia que, incluso 2B en Bretatia, no era propia de la temporada... Yel ul timo dia habia que volver a hacer las maletas y de- jar en orden el piso amueblado. La persona o la familia que va aun club de vax caciones invernales es recibida a las siete de la ma fiana en la estacién de tren o de autobuses. Después de un desayuno copioso, se lanzan a as pstas. Se ha previsto un descanso hacia las dos de Ia tarde en lo alto de la estacién y consideran una cuestién de ho- nor tomar los iltimos telesillas o teleféricos. En las mismas pistas, el monitor imprime un ritmo infer nal. iQuien no le siga pasari del segundo nivel al tercero o al cuarto! Los animadores toman las rien- das de la situaciOn después de la cena. Al final de la estancia, conviene irse tan répidamente como se ha Ilegado, mostrarse lo bastante hibil como para no verse arrastrado por la vorigine de la semana si guiente, de lo contrario los equipaies, los esquis y los nifios corren el riesgo de ser intercambiados. Se pens6 en fomentar una sociedad del ocio, puesto que las méquinas podian realizar una buena parte del trabajo humano. Sociélogos, utopistas como André Gore idearon nuevas formas de em- plear el tiempo libre. No imponian nada, pero sus propuestas traicionaban cierta firmeza. Las jomadas de esos ciudadanos de una nueva cultura se llena- ban de actividades miiltiples € intensas, hasta el punto de que nuestra sociedad actual parecia refle- jar una alegre ociosidad. La hipdtesis de un indivi- duo dedicindose tranquilamente a esto 0 2 aquello 24 no se tomaba en cuenta. Desde luego, Marx ya ha- bia concebido una sociedad donde cada individuo seria sucesivamente cazador, pensador, pescador... pero su texto tenia un cariz. pastoral y no dejaba presagiar un acoso semejante. Para aclararme més, reflexionaré sobre los itine- ratios de Dios Padre y de Jesucristo. No subestima- 1 la labor y los resultados de Dios Padre: separar de la confusién original el agua, a tierra, el cielo y las estrellas; no olvidar el mundo de los peces, el ‘mundo de las aves, producir los cimientos de lo que seria més tarde Australia, Asia, los Alpes y, por liltimo, maravilla de las maravillas: Adin, No es poco, y las grandes empresas de nuestros monarcas, desde Jerjes hasta Luis XIV y Frangois Miterrand, palidecen ante esta inmensa obra. Pero Dios dis- fruta de una pausa (que no ha acabado) el séptimo dia; rememoro el contento de Dios Padre, porque ‘estaba satisfecho de su obra y no presentia todavia los errores posteriores, pero también porque se to- maba por fin un descanso y podia alisarse a gusto la barba y ponerse una tinica blanca ¢ impecable. La alegria de contemplar su obra, como un obrero al final de la jornada de trabajo, le parecié mas gra- tificante que seguir construyendo lo que todavia no cra el universo, Los pintores, los predicadores han representado con frecuencia el via crucis de Jesucristo. La eruz le resulté pesada de levar, aunque la subida al Gol- gota nos parezea moderada. Porlo dems, lev6 una 25 vida inspirada de vagabundo ¢ incit6 a sus discipu- los a hacer lo mismo, a no dedicarse nunca mas a su oficio de carpinteros 0 de pescadores. Realizé sus prodigios sin esfuerzo, como en un suefio yen eso consiste realmente el estado de gracia. El mundo deja de sernos hostil, basta con hablarle ‘educadamente para que se doblegue a nuestros de- seos. Mientras unos, por une mar agitada, se deslo- man para alcanzar la orill, arriesgando la vida, mientras los nadadores profesionales se dislocan el hombro después de miles de kilémetros de entre- namiento, él camina suavemente sobre las aguas. Antafio los panaderos se levantaban muy temprano para amasar el pan y sus cuerpos brillaban bajo el calor; 2 veces bebfan mds de lo razonable. Sin te- ner que mover un dedo, Jesuctisto multiplicé los panes. Cuintos cuidados atentos para que la vifia nos dé racimos de buena calidad. ¥ a base de gran- des cuidados intensivos, un equipo de cirujanos tra- ta de mantener con vida a un enfermo, Jesucristo se limité a ordenar: «Levantate y andax, y Lézaro an- duvo. De su vejez y de la de los apéstoles no se ha hablado nunca. Me imagino que se tomaron un descanso, ¥ por otra parte Palestina no es tan larga, de recorrer. Pero que jefe, qué educador e incluso qué teligioso se atreverd a pedimnos que imitemos a Jesucristo de esta manera? He descubierto la complicidad entre los super- dotados y los malos alumnos. Porque los extremos se tocan, porque todos ellos mantienen una rela- 26 cién de distancia con la vida escolar, los unos a causa de su facilidad, los otros por desinterés. El superdotado me parece la figura mis ejemplar des- de un punto de vista completamente distinto: tie- ne que ir deprisa y dejar en mal lugar a sus tivales cuanto antes. Progresa con tal rapidez que deja atris a sus compafieros y se encuentra solo. Pronto habré superado a sus padres, a sus maestros, Sélo le queda por recibir el Nobel y desaparecer de esta tira en la que no encuentra a nadie como él. Se- sgiin una l6gica despiadada, la existencia del super- dotado suscita y sefiala la de los subdotados. Pero no esta en el orden de las cosas que haya mejores y mediocres? El superdotado seguia un re- cortido diferente y menos inhumano. En virtud de sus cualidades, normalmente no se dedicaba inten- samente al trabajo. Se mantenia, sin esfuerzo, a la cabeza de la clase. A veees le divertia no implicar- se en una disciplina y mezclarse con el pelotén. Le agradaba coleccionar todo tipo de notas y en el ter- cer trimestre acababa a la cabeza del sprin final. Le- jos de querer triunfar en las asignaturas fundamen- tales, las que le asegurasen una brillante carrera, se apasionaba por el ajedrez.o por el tenis, La raya im= pecable de su pantalén de golf era més importante para él que los resultados escolares, Sus padres, en lugar de lanzarlo a un primer plano, se sentian algo molestos por el talento de su hijo. La excelencia (lo excelente, el kaloskagathos), nos acerca més a Ulises, a Montaigne y a Rabelais que a una miquina elec 7 trOnica capaz de calcular en cada momento el esta- do del universo. ‘Tine algdin sentido mi célera hacia los inean- sables? Cuando tuve conocimiento de los esfuerzos realizados por nuestro organismo. para mantener- nos con vida, dudé de Ia legitimidad de mi mé- todo. En reposo mi coraz6n late aproximadamen- te ciento ochenta mil veces y acarrea ocho mil seiscientos litros de sangre al dia, es decir, quince toneladas, y también necesito doce mil litros de aire. iEso me hace equiparable a los gigantes de Ra- belais! En cada eyaculaci6n son expulsados cien- to ochenta millones de espermatozoides. Mientras creo dirigir una mirada tranquila al mundo, mis pestafias se mueven once mil quinientas veces al dia. La noche no interrumpe esta actividad febril, pues en ella efectuamos una media de treinta cam- bios de postura. Pero éacaso tenemos motives para estar orgullosos de esto? Nuestro organismo seria una fabrica que no cesa de trabajar, capaz cada dia de proezas asombrosas, que se repiten indepen- dientemente de su. voluntad. Y esta observacién cambia por completo el asunto. Nos es imposible descansar, invocar cualquier tipo de tregua domini- cal, En cuanto a las secreciones, no me siento es- pecialmente vanidoso por segregar una media de tun litro de saliva y un litro de bili, que vacfo (ésa ¢s a expresion) en la vesicula blir y luego en el in- testino. Gracias a nuestra constitucién fisica, el conjunto de Frencia produce diariamente ocho mi- 28 ones cuatrocientos mil kilos de excrementos, es decir, mis o menos el peso de Ia torre Eiffel. Una sola nota positiva: a partir de los cuarenta afios sélo pierdo veinte mil neuronas al dia, sobre un capital inicial de catorce mil millones. Me quedan bastan- tes para escribir estas paginas. éCémo interpretar esta agitacién diaria? No ha- gamos hincapié en los factores socioecondmicos, aunque tengan su importancia. No nos arriesgue- ‘mos a hacer una interpretaciin de orden ideologi- 0, y por afadidura plural. Paradéjicamente, creo ver en ella un efecto de nuestra moral de los debe- res, multiplicados a lo largo de los aios. Asi, nos han ensefiado que tenemos unos deberes respecto a nuestro cuerpo. Ya no tenemos derecho a aban- donarlo a sus propios recursos, que sin embargo no son despreciables. Debemos mantenerlo, proteger- lo, embellecerlo, y estos tres objetivos no son poca cosa. Ocuparian todos nuestros ratos libres si t- viéramos que llevar a buen término su realizacién. Lo mismo podré decirse del sexo, un tiparraco que no deja de reivindicar, de miramos con mal ojo, de rmostrarse cada vez mis exigente. No se trata de ig- norar las plantas, los animales, la naturaleza, las ciu- dades, el pasado -que corre el peligro de derrum- barse por falta de memoria y de cuidados-, ni el futuro, que avanza hacia nosotros cojeando. Nues- tros ascendientes, pero también nuestros descen- dientes y los hijos de nuestros descendientes, nos necesitan, Reconozco que hemos sido muy descui- 29 dados con la tierra, como nis, y que esta toma de conciencia me parece honrosa. Supone un esfterzo sin precedentes en Ia historia de la humanidad, is cuando a esos deberes se aftaden los que tenemos respecto a nosotros mismos; alcanzar la plenitud teniendo el mayor nimero de experiencias posibles. Ahora bien, resulta que las experiencias posibles, gra- cias a los progresos de la técnica, han aumentado considerablemente, No tenemos derecho a murmu- rat: «Es imposible». Sartre tomé nota de esta situacién: «Somos res- ponsables de todo ante todos. Si se toma al pie de la letra esta formula, puede conminarnos a hacer siempre mas 0, por el contrario, desanimamnos, ya que una tarea tan inmensa no esta al alcance de nuestras capacidades. En el primer caso, el super- hombre ya no es un ideal incierto, discutible, re- servado a una elite, Pronto la mayoria de nosotros hrabra traspasado el limite de lo humano, por est2- tura, inteligencia, voluntad y capacidad de hacer. Las nuevas generaciones manifiestan una habilidad extraordinaria a la hora de manejar las herramien- tas de la informatica y de la comunicacién. Esta- ‘mos en vias de imitar hibilmente el cuerpo huma no y de reproducir sus poderes La lentitud apareceri. como el iltimo de los va- lores arcaicos porque, en todos los campos donde se ¢jerza el genio humano, seri légico, antes que nada, que se reaccione, que se informe, que se vea, ue se programe cada vez mas deprisa. Respecto a 30 esta nueva raza, los incansables 2 los que yo de- ‘nuncio aparecerin como perezosos incorregibles, casi como mintisvalidos fisicos. ‘Actos tan normales como caminar, corte, tocar, inse, ver u of no son evidentes. Sdlo adquieren for- ‘ma después de cjercicios repetidos cuya existencia se nos escapa porque, por lo general, son incons- cientes. Después de analizar innumerables expe- riencias, se ha elaborado un elogio del trabajo, sin distinguir demasiado bien entre el trabajo incesan- te de nuestra mente, de nuestros sentidos, y aquel al que estamos sometidos en un sistema social de- terminado y que puede ser igual de alienante o muy poco enriquecedor. Exaltando el actuar bajo su for ‘ma mas amplia, éste ha traspasado los limites del mundo y del tiempo de trabajo. En particular, se le considera una virtud mayor alli donde se hablaba del descanso y no del ocio, ¢ invadiré todas las eta- ppas de la vida, da adolescencia? Es un periodo pro- picio para la adquisicién de saberes y no se trata de desperdiciarlo sin ningtin derrotero. Estamos en el umbral del mundo del trabajo: en él s6lo entrarin los mis informados y los mas provistos de conoci- mientos; ademés, los jévenes parecen aspirar a in- corporatse lo mas répidamente posible al mundo de los adultos. éLa enfermedad? No estaba mal es- perar a que anocheciera para sumitse en la penum- bbra, para disfrutar del frescor de las sibanas recién cambiadas y, desde el extremo de la habitacién, ofr al resto de la familia ajetrearse. Hoy en dia se exige 31 uchar contra la enfermedad como si fuera un ene- igo. Disponemos de una bateria de armas ofensi- ‘vas y deseamos la recuperacién ante lo que no he- mos tenido la oportunidad de considerar como un compafiero. Quien tenga el privilegio de abando- nar lo mds répidamente posible una clinica después de una operacién a corazén abierto seré aplaudido por su actuacién. El hombre que tarda en curarse ‘empafia la imagen de la medicina y el cuerpo mé- dco sospecha que no quiere cooperar (esta colabo- racién también se ha convertido en una virtud fu damental) y algunos pacientes -2debemos seguir laméndoles asi aunque se les pida que reaccionen, que desenfunden sus propias armas psicosomit cas? desearfan a veces quedarse més tiempo en ese lugar de encanto particular, digamos exético, que recibe el nombre de servicio hospitalario. Vuelvo al destino de las personas mayores, entre fas cuales me encuentro. Por fin haban adquitido el derecho a descansar. Sentarse en un banco al sol, empezar tna interminable partida de cartas, exami- nar gravemente en el bar una copa de vino blanco bebida a pequefios tragos, ir del banco a casa, abrir tuna petaca para liarse delicadamente un cigartillo, pasear los ojos por la pagina de un periédico, con- cretamente porla seccién de necrolégicas. ¥ para al- gunas mujeres, hacer punto, ponerse un jersey, un chal, quitirselo, ponérselo de nuevo (porque la tem- peratura cambia de una hora a otra), desgranar las judias blancas, amontonar las vainas en un papel de 2 periédico y Iuego tirarlas al cubo de basura: en eso ocupaban humilde, gloriosamente, sus jornadas ves- petinas. Los jubilados més j6venes les han suce: do y estin fuertes como robles. Se les sugiere que realicen toda clase de proezas. Compadezco al incansable porque no conoce cierta forma de cansancio, no el que nos sobreex- cita, perturba nuestro suefo y nuestras relaciones con los otros, sino el que poco a poco invade nues- ‘ro cuerpo y proviene de él. Presentimos el mo- mento en que, por fin, nuestras manos se relajarin Y nuestros ojos se fruncirén, con una confianza ab- soluta en el mundo porque hemos llevado a buen término nuestra tarea y sobre todo porque el can- sancio (como el amor, como el hambre y el comer) es obra de la came, regreso a uno mismo y olvido de las contingencias, pues, a semejanza de los de- is placeres, lo hemos hecho nacer poco a poco en nosotros. Ese cansancio recapitula, conmemora ¢ inscribe de nuevo en nuestra came lo que fue con~ quistado con el esfuerzo. Esta es la razén de que un rostro, un cuerpo cansado, puedan parecer subli- ‘mes. De nuevo la came, una carne oculta en nues- tra cultura, reaparece con una conmovedora since- ridad en esos instantes en que cl espiritu no flaquea, sino que se mezcla con el oleaje de los misculos. 33 Callejear Callejear no es detener el tiempo, sino adaptar- se al sin que nos atropelle. Implica disponibilidad y en resumidas cuentas no querer apresar al mun- do. Contemplamos las mercancias sin tener nece- sariamente el deseo de compratlas. Miramos los rostros con diserecién y no tratamos de llamar su atencién, Caminar libre, lentamente, en una ciudad presurosa, no atribuir valor més que a la maravilla del instante en una sociedad mercantilista, sus- cita mi simpatia. En el aspecto de la callejeadora cociosa hay algo de soberano y fluido. La mirada ou riosa, sagaz, mévil del que callejea respira intel gencia y me resulta agradable observar a ambos. Un exceso de vigilancia perjudica el callejeo. ‘Cuando se observan demasiado las calles y los ros- ‘10s, éstos se vuelven extrafios, se metamorfoscan en algo diferente de s{ mismos. El que callejea -que se encuentra préximo a un estado que considero mas cercano a una somnolencia controlada que a una visin critica pierde el caricter inmediato de su alegria. Asi, el espacio es para Georges Perec una duda y no esa presencia a la que nos abandonamos 34 sin querer descifrar sus rasgos con demasiada agu- deza. «Observar lo que vernos. Lo que considera- mos relevante ~ésabemos ver lo que es relevante? @Hay algo que nos impresione?-, Obligamos a ver con mis sencillez.. hasta sentir, durante un brevi- simo instante, la impresién de estar en una ciudad extranjera 0, mejor todavia, hasta dejar de com- prender lo que sucede o lo que no sucede, hasta aque todo el lngar se convierta en extranjero, has- ta dejar de saber incluso que eso se llama una ciu- dad, una calle, unos edificios, unas aceras..» Cuan- do tuna ciudad deja de ser una evidencia, hemos roto con ella el drbol perenne del contacto, volve- ‘mos a poner en tela de juicio la fe original que te- nemos en ella. Mas vale ditigirle una mirada lo su- ficientemente sagaz para descubrir una naturaleza ignorada por los otros hombres, pero también lo suficientemente discreta para no tratar de ir més alli de las apariencias. Micallejeador no tiene el sentimiento de ser un clegido, de participar en una empresa donde los prodigios y los lugares sagrados se multipliquen -a diferencia de algunos artistas inspirados que deam- bularon por la ciudad como por un bosque encan- tado-, Tal esl caso de André Breton: «No sé por qué es ahi, efectivamente, adonde me llevan mis pasos, adonde voy casi siempre sin una meta deter- ‘minada, sin nada que me decida salvo este dato os- ccuro, a Saber, que es aqui donde pasaré eso». Pero centonces, si una ciudad no instaura con nosotros 35 fualgurantes comespondencias, sino encontramos on ella la ocasion de ejercer nuestro poder de adi- vinacién, épor qué otorgar tanto valor a una accién casi trivial? De hecho, la felicidad del callejeo no surge de lo que descubrimos a través de la mirada, sino del mismo caminar, de una respiracién libre, de una miradz no ofuscada por nada, del senti- miento de estar a gusto en este mundo, como si feta legitimo que sacéramos de él el usuftucto. Pienso, sin embargo, que estar a gusto no siem- pre es el resultado de un estado animico, sino que se deriva de unas condiciones sociales privilegiadas, Una especie de lujo. Mientras los trabajadores se ajetrean, se atropellan, algunos seres escapan a esa maldicién. En el campo, durante el verano, experi mentébamos ese mismo sentimiento al ver a los que paseaban, mientras nosotros encorvébamos la espalda sobre nuestros tomates. Algunos de esos pascantes disfrutaban de unas vacaciones bien me- recidas. Pero es0 no impedia que nos pareciera in- conveniente que nos hicieran un gesto amistoso con, la mano desde el camino, Los hombres con prisa -y asi son los hombres llenos de responsabilidades- no callejean, Segin ellos, no tienen tiempo para perder, y sobre todo su relacién con la ciudad se lo impide. Tanto si orga- niizan especticulos como si tratan de producir otro espacio, viven en una actividad febril, se enfrentan a la urgencia. Un animador organiza continuamen- te manifestaciones para distraer a los habitantes, 36 para no dejar que se agote su propia creatividad, porque la produccién de lo nuevo forma parte de su misién. Cuando el urbanista quiere modificar los muros y las mentes, no descansa en su activi- dad. La ciudad sufte de muchos males: conviene cocuparse de cada barrio, pero también de la imagen. slobal, de que 1o moderno no sea una palida copia del pasado, pero de que tampoco choque. Es nece- sario que sea una ciudad para los nifios y para las personas mayores, para los nativos y los turistas. El urbanista crea proyectos y luego se aparta de ellos. La culpa recae sobre un poder politico versitil, 0 bien sobre él mismo, que ha tenido unas miras de- masiado grandes o demasiado modestas. Pero tal vez habria evitado muchas decepciones si hubiera tenido tiempo de abrirse, lentamente, a las exigencias de los lugares a su cargo, si hubiera aceptado humildemente ser un buen callejeador al tanto de su ciudad. El paseo no goza de la misma aura que el car Ilejeo. A veces siente la necesidad de justificarse con Ta ayuda de consideraciones higiénicas: hacer una ‘buena digestién, llenar los pulmones de un aire que se decreta puro. Necesito, para situarlo por encima de esas mediocres justificaciones, la compafia de tun amigo con el que no esté de acuerdo en todo y que me acorrale en mis posiciones, que suscite mi admiracién, mi ira. Luego asociaré los rodeos y los. giros de nuestras discusiones con las peripecias de nuestro recorrido con determinada encrucijada, 37 con determinado café y, si paseamos por el campo (o que es més raro), con determinado arroyo, con determinado matorral, con determinado individuo hhurafio al salir de una espesura-. Tengo algunos amigos tan polemistas como yo y los temas que nos enffentan no faltan. Cualquiera es bueno para nosotros: la politica, la vida social, la metafisica e incluso el deporte. Antafio, tales conversaciones al aire libre me pa- recian estar impregnadas de mayor fantasia. Tenia- ‘mos veinte afios. No se trata aqui de mi juventud 0 la de mis amigos. Paris, ya que nuestros vagabun- deos oratorios se producian en esa ciudad, re- servaba a los que callejedbamos més libertad. A de- terminadas horas, al amanecer o avanzada la noche, la capital casi desierta se abria por completo, gene- rosa, exenta de cualquier inhibicién. A veces adop- tibamos un ritmo pendular, yendo de una colina a otra, concediéndonos un descanso en algin café todavia abierto, descubriendo en silencio el naci- miento del dia sobre esa ciudad querida, recupe- rando después el aliento y la palabra. Hacia las diez de la mafiana, decidiamos que habia llegado el mo- mento de suspender las hostilidades y de acostar- nos. Normalmente el perimetro de nuestras conver- saciones era més reducido. Pocas veces ibamos mas allé de la Porte des Lilas 0 del bulevar Montpamas- se. Circunnavegibamos con frecuencia alrededor del barrio de Les Halles, entre la Rue des Archives y Ja Rue Rambuteau, La animacién que reinaba, lejos 38 de resultamos molesta, nos enardecia. Por la noche, mientras se encendian unas cuantas luces y unos atletas cargaban 0 descargaban cajas de verduras y frutas, teniamos el sentimiento, al hablar, de parti- cipar en la alegria general y de alimentar a nuestra manera la incandescencia de las calles con el fuego de muestras discusiones. Les Halles ha desaparecido , si por casualidad volvigramos a tener veinte afos, no nos exaltaria- mos de ese modo. Se producen tantos signos, tan- tos mensajes, que muestras charlas no podrian abrir- se camino, Teniamos, pues, nuestros terrenos de palabras, alrededor de la Rue Montorgueil, de la Rue Tiquetonne. Debiamos rodear el puesto de las ‘mercancias, tener cuidado con las amas de casa Ese incremento de ejercicios corporales soltaba to- davia mas nuestras lenguas. Los barrios elegantes no nos eran indiferentes. Nos adentrabamos por ca- Iles con fachadas sefioriales, por la avenida de Bre- teuil, con sus drboles ordenadamente plantados. El lujo entrevisto, la calidad del silencio, nos rodeaban, con su confortabilidad. Podiamos con toda tranqui- lidad rehacer el mundo, incluida la suerte de esa gen- te rica que, sin embargo, nos acogia de una forma peculiar. Unos cuantos puentes de la ciudad nos ayudaban a guardar silencio y a descansar. Miri- amos el Sena. En la inmensidad de la extensién aparecian zonas enteras de Paris y un cielo que de pronto ya no estaba tapado por la frondosidad de Jos edificios. £No era vano hablar cuando la belle- 39 za del universo deberia habernos bastado para ser felices? Tal vez no tuviéramos una naturaleza tran- quila. Reconfortados, repuestos, nos alejébamos del rfo y volviamos a entablar didlogos interminables. Hoy me pregunto cudl era el objeto principal de aquellas veladas de palabras. éDivertimos en tuna excitacién intelectual que, en la vejez, nos p2- receria sorprendente? éDescubrir el placer de ir un poco mis all4 en el conocimiento de una ciudad privilegiada? Con mis compafieros, eleglamos cier tos jardines, como el Luxembourg o el parque Montsouris, en las horas de menos afluencia de piiblico. Recorriamos las avenidas, los_laterales, que, por mi parte, distingo de los caminos. Son mucho més. civilizados, estin mejor protegidos por los drboles del viento, del ruido, de la mirada de los otros. Su intimidad nos permitia sopesar me- jor nuestras palabras, escuchar lo que nos decian, teflexionar sobre ello, De manera especial, a dife- rencia de los caminos, invitaban a Ia conversacién 02 la meditacién y no a un comienzo de exilio. Ciudad, jardin © barrio, yuelvo a encontrar una cualidad comin en estos lugares: de alguna forma estaban provistos de una cerca, carecian de linea de fuga, de posibilidad de dispersién. En compensa- cidn, esos sitios conocidos subrayaban el flujo de nuestros discursos. ‘Yo escogia raras veces el campo. Este me incli- na més bien a la ensoftacién, la cual no tiene nada que ver con los argumentos, con las objeciones, 40 con los razonamientos. En él he podido conver- sar conmigo mismo. En efecto, el soliloquio se si ttia entre el didlogo filoséfico y la ensofacién. Mis que articular nuestros pensamientos, los masculla- mos. Me he entregado a tales mondlogos caminan- do por el campo, pareciéndome que una tercera persona era initil para relexionar, Habria retrasado con sus palabras el proceso de mi pensamiento y, por querer triunfar sobre mi amigo, habria perdido de vista la biisqueda de la verdad. Es justo escribir que con mis compaiieros yo callejeaba? El callejeo es concebido a menudo como una actividad que no Hleva a nada y que tie- ne como tinico efecto dar un poco de color a las mejillas de los que se entregan a él. Es cierto que no callejedbamos despreocupadamente, que a dife- rencia de un viajero con prisas 0 de un trabajador, no nos fijbamos ningin objetivo, que el camino recorrido, reconocido, era més importante que la meta, de la que no tenfamos una idea concreta. Sin embargo, a diferencia de un callejeador frivolo, tenia- mos el sentimiento de vivir una aventura memora- ble y de poner en juego una parte no despreciable de nuestro ser. Nuestra ligereza no excluia una cierta gravedad. Llegarfamos hasta el limite de nosotros mismos y lo experimentariamos gracias a un cansancio li- bremente consentido y saludado con las atenciones ‘que se merecia, Para ser completamente justo, de- biamos también y sobre todo «cansar» a la ciudad, a no por crueldad 0 para sorprenderla en falta, sino para que nos entregara por fin su verdadero rostro, que por otra parte negaba a la mayoria de sus ha bitantes o transetintes Confieso que, de vuelta a la soledad, a veces he cedido al énfasis. Cuando es sublime, el espectacu- lo de Ja naturaleza imprime a mis pensamientos tuna tonalidad religiosa. Medito sobre la fragilidad humana, sobre la gloria efimera de los imperios, so- bre la inminencia de la muerte. La ciudad, que en su esencia es laica, me predispone mas a una refle- xién guiada por la razén. Me habria gustado pasearme en compafiia del sobrino de Rameau. Qué impertinencia, qué fanta- sia en sus palabras, pero tambien en su vestimenta, fen su conducta, icomo si la pantomima de los ges- tos compitiera con un verbo prodigioso, como si la calle, por sus imprevistos y sus accidentes, au- mentara el talento del pillo! Yo atrafa a personajes ‘extravagantes. Sin embargo, carecfan de una imagi- nacién vivaz, que se apoyara en palabras, en sensa- ciones, en imagenes. Admitido esto, épodemos se- guirteniendo la conciencia yla felicidad de manejar ideas peligrosas en una época en la que todo ests permitido, al menos en el campo del pensamiento? éPodemos tener la ilusién de inventar algo provoca- tivo cuando la experimentacién esta codificada y sometida a modelos racionales? 2 Escuchar Escuchar al otro deberia all menos tener como consecuencia no escuchamos a nosotros mismos: por ejemplo, no «estar a la escucha de nuestro cuer- po», como nos aconsejan. Corremos el peligro de seguir este consejo pérfido, porque, por su natura- leza, el cuerpo esté a medio camino del objeto y del sujeto. Del objeto: porque el cuerpo no es del todo nosotros mismos y depende de nosotros; del suje- to: porque puede escucharnos y mantener con no- sotros un didlogo. Por el hecho de wescucharle», no ‘nos contentamos con aliviar al otro, porque deben de existir remedios, terapias, curas de sueio para obtener un efecto semejante. Lo transportaremos a lo mejor de su set. El otro utilizar’ palabras, for- ‘mulard pensamientos que le sorprenderin a sf mis- mo. Los actores se felicitan por la presencia de un pliblico que fes ha permitido interpretar sus pape- les con el maximo de precisién o de brio. Pero con frecuencia se trata de profesionales 0, por lo menos, de una relacién institucionalizada. El encuentro de una persona que trata de decir algo y de otra que se dispone a escucharle es en si un acontecimiento 4B que se ha producido y que no se esperaba. A mi en- tender, conviene guardarse de querer repetir, salvo ‘que sea inevitable, la dicha de un tal encuentro, Fue tuna casualidad, fue necesario que en esa circuns- tancia ¢l hubiera tenido el valor de hablar y que yo hhubiera estado dispuesto a escucharle verdadera- mente. No nos extendamos més de la cuenta en la di- mensién moral, psicoldgica del vescuchar» -una ex presién cargada de sentido a la que me he adheri- do a falta de otra mejor-. Tratemos de ver qué lo hhace posible, cual es, cual seria su categoria onto- légica. Pregunté, responden a mi pregunta. El dis- logo, incluso en su forma més rudimentaria, ha instaurado un orden radicalmente diferente del de las determinaciones mecénicas donde una causa produce un efecto, y, de hecho, existen palabras, las de la intimidacién, de la represin, de un saber todopoderoso, que se inscriben en el registro de la causalidad, Cuando hablo al otro de una forma in- terrogativa (que no procede necesariamente por interrogaciones explicitas), lo considero un acto de libertad, y por consiguiente me reafirmo, apuntalo su estatus de ser libre, Me dirijo a en segunda per- sona, infinitamente préximo y lejano, distraido 0 disponible, y no como un elemento tomado en la sucesién de secuencias objetivas. Espero mucho de €l: que me informe y, més alla de cualquier infor- macién, que haga oir su propio canto, el que nin guna otra persona puede formular en su lugar; all 44 ‘mismo tiempo, no techazo la hipétesis del mutismo © de una respuesta estereotipada, que no es mejor. El otro siempre tiene la posibilidad de no respon- der a mis expectativas. Escuchar no constituye el polo pasivo del in- tercambio, como si cada uno de nosotros tomara por turno la iniciativa. Necesito mucha vigilancia e interioridad creadora para suscitar este espacio de acogida en el que las palabras del otro puedan si- tuarse. Recibir, mostrarse capaz de recibir, quiere tan- ta iniciativa y generosidad como dar, hasta el pun- to de que los egoistas, los enfermos del intercam- bio, no sabrén nunca escuchar. No basta con que agucen el oido o traten de comprender lo que se les ha dicho, Necesitarian instaurar con un gesto soberbio un vacio estelar en el cual las palabras del otro revolotearan, mariposearan, antes de alojarse a sus anchas. De la misma forma que nosotros nos borramos ante las cosas para que Ilenen nuestra mirada, A continuacién de lo cual se produce un tipo de experiencia maravillosa. Un pensamiento diferente del mio adquiere sentido en mi. No lo ac0s0, no corro tras él, no lo interpreto desde fue- ra como el visjero en busca de balizas en una tie- ra extranjera. Si, de alguna forma, yo no proce- diera de comiin acuerdo con el pensamiento, no lo anticipara como él mismo se anticipa, me agotaria en una persecucién inimaginable, lo que no se pro- duce jams cuando la escucha se perpetiia en. las 45 condiciones adecuadas. Asi, eunciando a ello me enriquezco, olvidndome de tomar la iniciativa y de ir mds deprisa, aceptando las intemperies, los tiempos muertos y los silencios, crezco con otra experiencia ‘A mi alrededor se habla de interaccién, de in- teractividad, de Internet, de posibilidades nuevas de difusién, de almacenamiento de la informacién, que las nuevas tecnologias ponen a nuestra dispo- sicién. Incluso Alain Mine (citado por Marc Gui- llaume) constata que «un estudiante americano que no estuviera conectado a Intemet y que sélo dis- pusiera de las obras de su biblioteca se encontraria muy desprovisto». Me guardaré mucho de tem: plar tal entusiasmo, Sélo sefialaré que nos estamos alejando de la escucha. Nos hallamos ante dos 0 varios individuos que, instalados en sus posicio- nes, intercambian informaciones y, més raramen- te, emociones. No es casualidad que la nocién de actuar vuelva a aparecer 2 menudo en estas expre- siones; se olvida la riqueza del padecer, del dejarse estar, del dejar suceder. Nuestros amigos se felici tan por poder conectarse con un japonés, con un estudiante de Ohio y de ser a su vez soliitados desde todos los puntos de todas las redes del glo- bo. ¢Qué cualidad puede tener un intercambio que comienza bajo estos enojosos auspicios y tan bru- talmente? ‘A mi me gusta que un visitante, aunque sea al- guien muy allegado a mi, se quede en el umbral, 46 que lame a mi puerta, que tenga que adivinar ol motivo de su visita, que él mismo se tome su tiem- po para saber por qué razén ha venido a mi casa =a veces s6lo en virtud de fa amistad. Por mi par- te, no me permitiria entrar en una casa ajena sin avisar previamente. No por desconfianza hacia el desconocido, ni por un deseo exacerbado de pre- servar mi vida privada. Creo més bien que no nos encontramos de inmediato en un estado de amis- tad; incluso los seres unidos por un largo entendi- miento deben, en cada encuentro, reinstaurer su amistad. Necesitamos cierto tiempo para aproxi- mamos a otso ser. Bs la gran leccién de la hospi talidad. Debemos ofrecer al visitante los honores que se merece y es0 exige tiempo. En cuanto a aquel que llega ante nosotros, debe presentarse: no se trata de un control de identidad pero tiene que impregnarse poco a poco dé mi morada, de mi in- terior, de mi alma, para convertirse de alguna ma- nera en mi semejante. Com ciertas precauciones, como se decia en las casas de la gente humilde que, por instinto, adoptaban esta forma regia de urba- nidad. Es obvio que he descrito una forma ideal del es- cuchar que conlleva muchos malentendidos y a-ve- ces violencia. Yo simulo la retirada, no s6lo para dejar al otto llegar hasta mi, sino para hacerle pr- sionero cuando esté a la distancia adecuada, la que ‘me permita fusilarlo, 0 bien, por exceso de buena voluntad, me adormezco en la afectacién, inter a cambiamos nuestros cumplides y nos admiramos por ser los dos tan solicitos, el uno por tener la pa- ciencia de escuchar, el otro por tener la generosidad de confiarse. No escuchar 0, lo que ¢5 lo mismo, escuchar distrafdamente, es como dar Ia espalda a alguien que nos pide un favor. Sin embargo, a veces siento un malestar ante los que tienen por vocacién es- cuchar a los demis, 2 todos los demés; probable mente me gustaria que s6lo me escucharan a mi Suscribo la formula de Pascal: «Jesucristo ha derra- mado por ti tal gota de sangre; en este caso, ha salido de su reserva, de su indiferencia, sdlo por ti. Imputo otras causas a mi teticencia. Uno puede desgastarse los ojos a fuerza de leer. éNo desgasta uno su disponibilidad a fuerza de escuchar, 0 més bien, no se convierte uno poco a poco en un ser de escucha erosionado por tantas palabras de afliccién © por tanta palabreria? De hecho, esa gente se mue- ve en el escrtipulo, encorvada bajo el peso de unas palabras tan bien escuchadas. Todo su cuerpo su- pura ~que se me perdone este verbo hhumildad, entrega de si mismos, 2 la espera de una nueva desesperacién, de un nuevo caso. Me gustaria sor- prenderles airados, en plena fase de egoismo, in- cluso de maldad. Que la vida, que olvida en nues- tos excesos lo que se debe a unos y a otros, estalle en ellos y les incite a momentos de exaltacién a ve- ces cruel Y, sin embargo, ino debe abstenerse de escuchar 8 un hombre preocupado por su salud intelectual? ‘Acumulindose, las palabras ajenas pueden recargar su mente, que perder fiescor y vigor. Esto no su- pone falta de curiosidad o de generosidad hacia el pprojimo. La misma persona, con la misma preocu- pacién, se guardard a su vez de hablar, de multi plicar palabras convencionales de las que no. nos desembarazamos y que para nosotros hacen las veces de pensamientos. En cuanto a las palabras mas exigentes, mas raras, no se producen necesa- riamente a lo largo de una conversacién. Nacen después de un periodo de latencia. Es verdad que se puede creer en otra via, multiplicar tales fases para que mueran por si mismas, y sobre sus osatios construir, con una lengua segura, su pensamiento, Esta esperanza me parece artiesgada. éPodria des pposeerse una persona noble para escuchar a uno de sus semejantes, y luego volver a s{ misma tras esos ‘momentos aceptados de abdicacién? Las imperfec- ciones y los defectos de esta actitud se miden por el rasero de este modelo ideal. Persste, de todos mo- dos, el prodigio ontolégico. Ast pues, es verdad que puedo hacer el vacfo en mf para acoger al otto, y «se vacio se instituye gracias a un esfuerzo de todo mi ser. Algunos filésofos, como Ricoeur, utilizan, para dar cuenta de esta experiencia, una expresin aparentemente contradictoria, Ia de una sreceptivi- dad activar. La sonrisa nos parece mas atractiva que a es- ccucha. Vernos nacer la sonrisa, capaz de remodelar 49 el sostto, despunta antes de adquirir forma, Du- zante un instante borroso, nos preocupa pensar que no veri el dia y que nuestro projimo no nos regalard con ella. Cuando se produce, somos cons- ientes de que nada molesto nos afectara de esta persona que nos reconoce como su semejante; la sonrisa que percibo en su rostro se verifica una segunda vez. en nuestro propio rostro. Toda esta composici6n carnal no implica una escucha. Por supuesto adivino que el otro estd dispuesto a pres- tarme atencién, pero no asocio hasta tal punto una actitud mental con una manifestacién corpo- ral, Por esa razén el otro se siente obligado con frecuencia a exagerar la mimica para sefalarme que se encuentra disponible. Ademés, no percibo ese fendmeno de espejo. No existe rebote, sime- tria, entre la carne del que escucha y la came del que habla, En nucstras sociedades, democriticas a pesar de todo, hablar y escuchar ocupan posiciones asimé- tricas que convendria modificar. Con frecuencia hhabla el que tiene derecho a hablar y que, debido 4630, se beneficia de un nuevo privilegio. Escuchar significa seguir una conminacién, someterse a ella En consecuencia, a la manera de los guayaquies, nuestros gobernantes tendrian el deber y no ya el derecho de hablar: por medio de un discurso que no seria huero y aburrido, fascinarian a la comuni- dad, garantizarian que el poder no se quedara del todo vacante. En cuanto a los sibditos, tienen ef 50 derecho de no escuchar y no el deber de estar aten- tos. Mientras su jefe habla, los guayaquies comen, bromean unos con otros, descansan, y sus jefes no ponen como pretexto su distracci6n para dejar de hablar. Bt Un aburrimiento de calidad La vida moderna, o tal vez mi desorden inte- rior, me han sumido en una taquicardia insopor- table. En una ciudad atareada todo me excita, Las multitudes, sean cuales sean mis esfuerzos para ca- minar a un paso adecuado, me arrastran con ellas. Cuando me alejo, son los anuncios luminosos de los rascacielos Jos que me hacen guifios. Por la no- che, sumerjo mi habitacién en la oscuridad y el si- lencio. Pero la ciudad asi amordazada no deja por ello de acosarme y oigo claramente sus latidos. Mi mano, ya torpe de por si, escapa a mi control. Dejo de articular las palabras. Las trituro, las escu- po abyectas, miserablemente divididas en trozos. Me encuentro en un estado de desasosiego mental avanzado, Seria prudente que modificara mi forma de vivir: rogar, escuchar al préjimo con toda tran- quilidad, contemplar, abandonarme a tna ensoiia- cin bachelardiana. A falta de recursos tan nobles, presiento que el aburrimiento me sacar del mal aso. En primer lugar es importante no equivocarse de aburrimiento, Existe un aburrimiento noble, de 52 alguna forma metafisico, del que conviene huir. Es el de un ser a quien la mezquindad de lo cotidiano le parece irrsoria ante el infinito que él lleva en si mismo. Experimenta asi el hast, la nada, porque entre lo poco que cree ser y la nada hay una dis- tancia muy corta, Las consecuencias practicas de tal conducta se revelan enojosas. Un individuo asi, porque est’ condenado a llevar la cruz de fa fini tud, expira, hipa, exige los cuidados de los que se rodea a una victima de la tortura 0 aun moribun- do, Reprende agriamente a sus allegados cuando és- tos no parecen tomar en consideracién su dolor su- blime, y el vigor de sus reacciones nos induce a pensar que no esté tan extenuado como pretende. Ennoblecido por la quintaesencia de su mattirio, se niiega a realizar las tareas mediocres de la vida do- méstica y se las deja a los que han aceptado vivir porque la idea del infinito no les ha visitado. Evitemos con la misma precaucién otra forma de aburrimiento, Ningiin objeto conmueve al hom- bre que padece este aburrimiento, Se muestra capaz de discernir el interés del objeto, pero tendrfa que lanzarse hacia lo otro (una fruta, una persona, una fachada) y ese impulso le falta. Por eso no serviria de nada presentarle el especticulo mds vistoso, las, personas mas exquisitas. Ha perdido el gusto por ello, sies que alguna vez lo ha tenido. Sufie por esta condicién a la que no puede poner remedio, ya que no depende de su buena voluntad. Seria como cri ticar a un ciego por no ver los colores o 2 un afi- 33 sico por no hablar. Un dolor fisico 0 moral, un. duelo, un terremoto no le aleanzan. Cuando trata de suftr, no es en virtud de una inversién de los va- lores, sino porque espera por fin verse afectado en su came y reaccionar. Yo propongo un aburrimiento en el cual uno se despereza voluptuosamente, por el cual uno boste- za de placer, completamente feliz de no tener nada que hacer, de dejar para més tarde lo que no es ur- gente. Se vive entonces en el sentimiento de la no urgencia, Es una suerte concedida a muy pocos. Hay que prepararse desde muy temprano. Escapari al nifio. que refunfuia porque no posee lo objetos desea- dos, porque un compafiero le ha dado un plantén © porque le dan espinacas para comer. Por suerte, adivino que usted ha arrastrado su aburrimiento en un pueblo sin ningiin atractivo. Desde su desvn, inspeccionaba la carretera en bisqueda de un acon- tecimiento, el zumbido de una moto, un cattoma- to de gitanos, pero ningin vehiculo levantaba el polvo del camino. Al final de la tarde, se sentia sa- tisfecho de las horas pasadas en la ventana de su desvin. Veo un signo de buena salud: usted per- manecia a la espera del polvo en esa carretera as- faltada, ‘A pesar de un comienzo prometedor, no se en- cuentra en estado de gracia de por vida, ya que la gracia consiste en maravillarse de las desgracias de éta, Una vez abandonado el desvin desde el que 54 se asoma, el universo se apadera de usted, le pro- ‘mete el oro y el moro: aparatos de video, un viaje a Roma, la Ciudad Eterna, o a Viena, 2 orillas del Danubio azul, noches mas hermosas que sus dias, j6venes perfectas como top model Ojalé la sabiduria le guie en la eleccién de su ciudad, de su trabajo, de su futura mujer, de sus amigos. Si una ciudad trepida, estalla, presenta cada ‘mafiana un nuevo rostro, programa sin cesar acti- vidades culturales, sia veces se parapeta y luego se rinde, para més tarde recuperar el estandarte de la rebelidn, usted no escapard a la sobrecarga de acon- tecimientos y le tomaré gusto. Olvidara la época deliciosa en la que no sucedia nada, salvo un tiem o puro; puro porque nada lo turbaba. Ignoraré poco a poco lo que significa pureza, poesia pura (en el limite del silencio), politica pura (en el limite de la ausencia de poder), joven pura (en el limite de la fiigidez),religién pura (en el limite de un Dios tan poco figurable que no lo conocer’ jamés). Al perder la moderacién que constituia su en- canto, cuando algunos jévenes airados se manifies- ten, cuando las multitudes hagan cola delante de un cine de un museo, cuando las masas se dirjan, hacia un estadio, usted les gritaré: «Esperadme, soy de los vuestros. Quiero chillar con vosotros. Quie- to pisotear con vosotros los entarimados de un mu- seo». Ellos le oirdn. Aeso de las tres de la mafiana, agotado y orgu- lloso, tendré la debilidad de pronunciar: «Esto cs 55 una locurae, porque se habri juntado con la multi- tud innumerable de los chismosos y se sentiré a gusto en medio de frases convencionales afiadien- do wen algiin sitios, y evsitar de nuevo» Hoya de las aglomeraciones de esa indole. No tengo ninguna confianza en ciudades tan turbulen- tas, tan atormentadas, tan olvidadizas de s{ mismas y de su alma, No me atrevo a proponerle una ciu- dad completamente distinta, una ciudad huera, ig- norante, desprovista de atractivos, solamente preo- cupada por un buen restaurante (relacién calidad- precio interesante), donde los predicadores hayan Olvidado el ejemplo de un Bossuet o de un Lacor- daire y donde las mujeres no cuiden su apariencia. Ante tanta mediocridad, usted se ahogard, seri presa de un aburrimiento apitico del que no sabri esca- par. Ahora bien, si elige el aburrimiento al que le invito, que le permite ampliar su espacio de respi- racién, cuyo exilio no ha sido impuesto por la vul- garidad, le aconsejo, pues, una estacién balnearia (al menos una cura termal en Vichy, Vittel 0 Aix- Tes-Bains, cada una de estas estaciones modula a su manera la mesura de exist), para pasar una tem- porada en el lugar que mejor convenga a su hastio. La cleccién del alojamiento sera importante y no puedo predecir cual es el que més le conviene: un. piso amueblado, una casa de huéspedes, un hotel modesto 0 venido a menos, un palacio. Reflexione antes de tomar una decision, En Aix-les-Bains, los palacios dominan la ciudad, son de otra época, la 56 de la abundancia, la de las grandes fortunas. Ma- fiana y tarde, caminari a lo largo de salones y ves tibulos antes de ir al comedor. Sin embargo, exis- ten coquetas casas de huéspedes que tienen siempre colgado el cartel de COMPLETO, en las que uno se cruza constantemente con otfos huéspedes y don- de a las camareras les cuesta abrirse paso entre las imsas. Algunas de estas casas estan situadas al bor de del lago. Una ligera neblina invade por la noche un jardin mindsculo en el que se rezagan los co- mensales. Qué elegiria para su aburtimiento: la amplitud de un palacio o la aglomeracién de una casa de huéspedes? Lo vacio y lo demasiado leno podrian ¢jercer el mismo poder. Creo que en lo que a mi respecta me sentiria mucho més agobiado por Ia sobrecarga de una extensién que por su evanes cencia vertiginosa. ‘Al contrario de lo que ocurre en las estacio- rcs balnearias, un obserrador apresurado temeria aburrirse en un lugar apartado del trabajo, de la pa sién, de las agitaciones humanas. En un lugar ana erénico, el individuo no se pregunta jamais cmo spasar el tiempo». De hecho, los dias estén muy cocupados y los cuerpos fatigados aspiran a un des- canso merecido, Hay més. El hombre adquiere una ca- tegoria determinada: el de agiista, que se le recuer- da sin cesar Se viste, se levanta, bebe, saluda a sus semejantes como un agiiista. Escucha una miisica ‘mesurada y digna de un agtista. En el casino, se en- tega moderadamente a la pasién del juego, come- 37 tiendo solamente una locura de agiista. Por la ma- jana, abre los postigos de la ventana sobre un par- ‘que termal y las estrellas revelan también un ciclo termal. Hemos sefialado en el origen del aburri- miento un vértigo que conciere a lo que somos, a Jo que nos conviene ser. Tal angustia en presencia del «quizés», del «todo» y del «nadav, desaparece cuando uno adquiere, con conviccién y placer, un estado semejante. El aburrimiento nos acechaba porque tenfamos problemas con el tiempo, con un presente que se deshilachaba 0 que se repetia, con un futuro falto de consistencia. La estacién balnearia, por el ana- cronismo de su arquitectura, de su personal, de sus ritos, a menudo por su situacién geogrifica, man- tiene a sus fieles fuera de los acosos del tiempo. Qué relacién puede tener con el mundo una esta- cidn balnearia que proclama de esta forma la gloria del agua tibia, gaseosa, burbujeante, sulfurosa,feeru- ginosa? La duracién del tiempo no puede parecer en ella Kinguida, puesto que nada lo mide, El tiem- po no puede sorprendemos por sus estasis, puesto que por principio no fluye. «Nunca te bafaris en el mismo rio», decia el filésofo griego con cierta melancolia. «Siempre, todos los dias, beberis de la misma agua, en la misma fuente», nes promete el médico jefe. Este elogio del aburrimiento puede inducimos 4 error si se trata de basar en él un arte de vivir. Di- ria que permite depender de las apariencias. Boste- 58 zar de aburrimiento a la vista de lo que provoca el encarcelamiento de nuestros semejantes es lo més saludable y lo mas eficaz para despojar de su valor a las formas de la vanidad, de la condicién huma- na y de la confortabilidad. Sin embargo, existen otros medios para quien quiera escapar a la seduc- cin de las apariencias: considerindolas con des- dén, mediante un juicio inapelable a la manera de Pascal. Una vez hecha la luz, una vez promunciado el juicio, nos basta con mantener cierta altura de miras. Todo esté consumado, no hace falta que nos sustraigamos a ellas gracias a las brumas difusas del aburtimiento. Me propongo preservar mi libertad y por esa razén practico, en lo que a mi respecta, la alter- nancia. Cuando me autorizo asi a vivir sin restric: ién, me recrimino por haberme entregado a un aburrimiento fundamental. Aburrirse es siempre, de alguna forma, notificar a otro que no presenta iran interés a nuestros ojos. En consecuencia, cuan- do me conduzco de esa forma respecto al mundo, del que tanto he recibido y que sigue dispensindo- ‘me sus dones con profusién, me comporto como tun patdn, como un nifio mimado que hace ascos a lo que le offecen generosamente. Luego llega un ‘momento en el que me dejo atrapar por el juego, en el que vacilo de un seftuelo a otro -y entonces recurro de nuevo a ese aburtimiento, el tnico ca- paz de liberarme de esas fuerzas de las que era es- elavo-. No se puede, por lo tanto, afirmar que he 59 clegido existir a través del aburrimiento, sino que éste constituye para mi un medio de utilizar leal- mente el mundo, de acercarme a él, de renunciar a 4, de probarlo de nuevo para saborearlo mejor. En el futuro no rechazaré el vigor y, en el fon- do, la inocencia de mis arrebatos. Consideraré so- lamente que no constituyen el tinico criterio de evaluacidn de lo que merece © no ser seguido. Pre- conizaré el uso de un aburtimiento moderado y luego, después de haber tomado asi mis distan- cias, aceptaré disfrutar de él de una forma honesta Sofiar ‘Abandonarse a la ensofiacién, ino es ése el me~ dio mas habitual para ralentizar el paso del tiempo, para vivir entre dos aguas, lade la vigilancia y la de Ia inconscieneia? Mientras Jean-Jacques herboriza y ‘oye los chapoteos de un lago, se olvida de la hora y del complot de cuantos en Parfs estan contra él Pero éno es ésa una despreciable forma de pereza? El softador prefiere las imigenes a los conceptos porque, para adquitir forma, éstos exigen trabajo. Las imagenes que le visitan son muy pobres com- paradas con una realidad inagotable en su riqueza yy se alimentan de unos pocos restos del mundo. Debemos recurrir a Bachelard para acceder a una ensofiacién que no signifique empobrecimiento de Ja conciencia y que, por el contrario, haga un bello hhomenaje a la natutaleza bajo todas sus formas: el agua, la tierra, el fuego, el aire. Bachelard afirma su apego a valores tales como la tranquilidad o el reposo del alma, a los que pres- ta.un significado potente, ontoldgico (una mancra de ser, un acceso al Ses). Los sitda en experiencias ‘que podrian parecer regresivas o al menos perte- 6 necientes a la categoria del repliegue, de una nega- cién del mundo exterior. Por eso se entrega 2 un elogio del rincén, porque éste constituye un refu- gio que nos garantiza un primer valor del Ser: la in- movilidad, «Tranquilidad, lentitud, paz, tal es el Jema de la ensofiacién en el alma» y «no es una ca sualidad que el rincén dispense silencios» El ocio intrauterino, el nido, el huevo, el vien- tre, la caver (un mundo cerrado donde trabaja la propia materia de los creptisculos), la casa (cuando es nuestro rincén en el mundo), la barca, 2 tumba que es también la cdmara nupcial y nos garantiza la tranquilidad de la muerte la alacena (el olor tinico de las uvas que se secan sobre una rejilla) el grane- ro y la bodega, dos espacios privilegiados en una morada, los coftes. No ama Bachelard todo estos lugares u objetos porque escapan, por una parte, al espacio ¢ incluso a veces porque nos conducen a cierto encierro? Pero esta ensofacién no implica Ja abdicacién del individuo. Necesitamos una gran vigilancia para llevarla a cabo. La infancia no es el recuerdo enternecedor de nuestros afios jévenes y olvido de que somos adultos. Muy al contratio, shay que hacerse mayor para conquistat Ia juventuds y mis tarde, gracias a una imaginacién inventiva, tendremos la infancia que nos mereciamos. «A ve- ces, un mueble tiene perspectivas interiores modifi- cadas sin cesar por la ensofiacién.» «Modificadas», Inexpresi6n indica perfectamente que se trata de un trabajo. 2 No olvidemos que Bachelatd ha descrito las en- sofaciones de la voluntad al igual que las enso- fiaciones del reposo: «Hay también ensofiaciones ‘que quieren, ensofiaciones reconfortantes, muy con- fortantes, porque preparan un querer y apoyan el ‘coraje en el trabajo». Las herramientas: el cuchillo, la podadera, el burl, Ia materia cuando es dura, son grandes educadoras de la voluntad humana. La mano que crea sus propias imagenes y la realidad. en sus excesos son las que nos incitan a la ensoi cién. “Todo es enorme en la fragua: el martillo, Ja pinza y el fuelle. Todo invita, incluso en reposo, a Ja potencia» Lavivacidad inventiva se opone a la molicie det sueio. «La tranguilidad de la noche no nos perte- nece, No es un bien de nuestro ser. El suefio abre én nosotros una posada con fantasmas. Por la ma- fhana debemos barrer sombras.» Por el contrario, la ensofiacién del dia goza del beneficio de una tran- quila Incidez. «Hay que estar presente, presente en la imagen en el instante de la imagen... en el mis- ‘mo éxtasis de la novedad de la imagen.» La ensofiacién, tal como Bachelard la entiende, nnos exige demasiada vigilancia. En nuestra gran ‘iseria, nos gustaria hacer la realidad més soporta- ble. No nos esté prohibido quejarnos. Pero sin llo- riquear, sin afearnos haciendo gestos de dolor, arru- gando el rostro, sino por medio de una especie de lamentacién, cantando, encantando, acunando nuestra desgracia. Arropemos, estrechemos contra 63 nosotros el objeto de nuestra tristeza (un hijo er fermo, un marido en paro, un abandono), calmé- moslo y adormezcémoslo con gestos de ternura, de gran piedad. Mientras nos conducimos con solici- tud maternal (y quizd sea usted una joven o una persona mayor o un hombre), nuestro cuerpo te- cupera gracia y virtudes, Por supuesto, el mundo sigue siendo el que es ~indiferente, hostil-, pero estamos separados de él, ya sélo formamos una unidad con sa tristeza. ‘Algunos seres aviesos se darén cuenta de esto. Intentarén maltratar nuestro refugio, turbar nuestra ‘melodia. Deseo que ésta escape a su malicia, de la misma forma que un fragmento musical sostenido, incluso bisbiseado, persiste a pesar del jaleo circun- dante. Asi fue como algunas mujeres de un medio modesto resistieron a pesar de su debilidad aparen- te, a pesar de las miserias que soportaban. Yo fui sensible a lo que su actitud tenia de sublime. Pero 4no nos arriesgamos a complacemos en las Ligr- mas? He dicho que las ligrimas no fueron excesivas y formulo la esperanza de que fa calma llegue a ‘veces a triunfar sobre el mal. En los momentos de felicidad que experimenta una persona, advierto también la imperceptible sutilidad de su canto y le compadezco a usted, sies el caso, por abandonarse sus placeres sin el contracanto de una melodia sorda. Me atreveré a emprender una ensofacién que tal vez Bachelard no hubiera desaprobado? Recuer- 64 do, o més bien finjo recordar una escuela de sue- fos. No tenia como primera preocupacién hacer- nos més competitives o instruimnos, sino abrimos fas puertas del suefio, Poco importa que haya exis- tido 0 no, y si ha existido es en virtud de una eno- josa coincidencia, De todas formas, hoy en dia una escuela atenta al imaginario de sus alumnos debe- ria inventar otros lugares, otros ritos, otros objetos, si quiere incitarlos a exaltar lo sensible, Un signo importante: esta escuela ira acompafiada de un lugar situado en pleno campo, verde, sombreado, Ieno de cascadas, adonde pudieran ir los nifios que no quisieran asistir a clase. Faltar a clase», es poner ésta entre paréntesis y olvidarla. Ese no era el caso del nifio que tomaba cl camino més largo a través de los prados y los arroyos, buscador de péjaros, merodeador de imé- genes, lavador de cifras, enturbiador de manantia- Tes, tachador de palabras, aficionado alas nubes, lu- chador de espantapéiaros, perseguidor de gallinas, ladrador de perros, inventor de atajos. A lo largo de toda esa mafiana de primavera que él habia preferi- do a la escuela, conservaba con él su cartera, sabia que el maestro habja notado su ausencia y que ten- dria que rendie cuentas a sus padres. No agotaba por ello las alegrias de ese tiempo usurpado a no rmultiplicar nada, a no deletrear nada. Esa misma escuela estaba llena de ritos. Como ‘mucho, no era ms que un conjunto de ritos que no se podian derogar, como por ejemplo la ins- 65 cripcién del dia del aft en la pizarra que antes ui alumno se habia encargado de borra, la eccién de moral, el dictado, la correccién del dictado, las ta- blas de multiplicar, la lista de subprefecturas de los ochenta y nueve departamentos del pais. La tiza, la pizarra, la goma, el estuche, la regla (la amenazan- te del maestro y la més inofensiva de los colegiales) y los lépices de colores constituian los instramen- tos inicidticos sin los cuales era imposible entrar en el universo severo y maravilloso de la clase. é€Cuintas ensofaciones en toro a estos ele- mentos familiares, tan familiares como el plato, el cintaro o la larga mesa de la cocina? Un hecho re- levante es que la cultura, en virtud de esta familia- ridad, tenia la inmediatez ensimiomada de los ele- mentos materiales de los que ha hablado Gaston Bachelard. Habia una manera de sacar punta a los lipices, de hacer virutas, que se parecta, en su apli cacién sofiadora, al amasamiento del pan o al mo- delado de la arclla. La regularidad, la estabilidad de los objetos (y del maestro idéntico a si mismo en su guardapolvo, en su pedagogia, en su aspecto in- temporal de instituidor del saber) permitian al nifio evadirse; no es que estuviera realmente distraido, sino que estaba a la vez aqui y en otro lugar. Lo {que se ha tomado como lentirud mental (ihasta qué punto nuestros nifios son ahora mis giles y mas ripidos!) era un signo de piedad hacia un universo que habia que contemplar y no transformar, Las in- , y es perar. Aunque rece de corrido una decena de rosa- tios y los despache a toda velocidad, su causa no se acelerard. No convoque al Sefior (os agradeceré que 6 presentéis a tal hora), no le tire de la manga. Es algo que no debe hacerse y no tiene ningiin sentido. Si consideramos el curso del universo, podria- mos sospechar que Dios es indiferente a nuestros problemas, lo cual nos irritaria. El hombre de fe no exige nada, salvo conservar su fe (lo que no cons- tituye jamas una certidumbre) y seguir amando. ‘Mantiene las manos unidas en lugar de Hlevarlas a derecha y a izquierda. Rezar es como tomar un ca- mino a ciegas en medio de las tinieblas y esperar que una luz mortecina nos garantice que no nos hemos extraviado. aa La provincia interior Ha existido una provincia interior que nos inci- ta con mayor intensidad a medida que la provincia real se difumina en beneficio de las regiones, de los departamentos 0 quiza de una equivalencia genera lizada de los territorios y de los flujos. Si uno no es responsable de las artes y los oficios populares, sino se esti capacitado para conservar y rehabilitar el pa- trimonio, dice «PACA», «Francilianos», 13, 69, 63, 39, y ya no Aquitania, Bretafia o Auvernia. Pero la, geografia es ante todo una cuestion de ética y de metafisica. Hay que examinar de qué manera los da- tos sensibles, los de la historia y la geografia, tienen alguna oportunidad de figurar, de dar forma a algu- znas de nuestras inspiraciones esenciales. Esta provincia interior no tiene nada que ver con el regionalismo 0 con la descentralizacién. No debe mezclarse con relaciones de dominio o de ser vidumbre. Mantiene con nosotros una relacién de seduceién. Parece esconderse cuando avanzamos hacia ella. Y cuando intentamos olvidarla, persiste + roves, Apes Costa Azul (Melo 7) 2B en nosotros, en nuestra alma, a base de bocanadas, de olores, de recuerdos. La provincia es eterna, al igual que el Imperio, Ja Republica, el Manantial, la Montafia, la Infancia. El manantial es brote, movimiento, y poco impor- ta que hoy nuestra agua esté contaminada, perfec- tamente regulada o que algunas industrias hayan querido apropiatse de su prestigio a través de las aguas minerales. La montafta sobrevolada por los helicépteros, encordada por los teleféricos, asaltada por los turistas y los profanos, sigue siendo para no- sotros algo sublime. Algunos arquetipos més cultu- rales me parecen gozar de un aura parecida, aunque hayan tenido que ver con la historia y hayan su do.en ella. 2Es la Reptiblica un asunto de todos? Si, pero éeuil de ellas: Ja de Gambetta, la de Jules Ferry, la de Atenas o la de Roma? éEs el Imperio un coloso centralizador? Si, pero éel Alto o el Bajo Im- perio? éEgipto, Persia o Roma? Nos entregaremos @ tuna reflexién incierta y espero que fructifera. Nos quedaremos deliberadamente con Jos elementos mis relevantes. Tratindose de la Tercera Reptiblica, no ahon- daremos en las guerras coloniales, en la dureza de la condicién obrera, en la corrupcion de algunos personajes politicos, sino que pensaremos en la ins- tauracién del suftagio universal y la escuela laica, en algunos individuos con conviccién y caricter. ‘Actuaremos de la misma forma con la provincia, sin preocuparnos de la abundante literatura que 79 existe en este campo (desde Eugénie Grandet a Frangois Mauriac), preguntindonos de qué mane- ta, a través de sus personajes, sus virtudes, sus vie ios y sus matices, nos ayuda a dibujar una ética de a moderacién, del exilio, nos incita a respirar con més discreci6n: no una pérdida del sentido (su in- significancia tan alabada por los hombres cultos), sino una discrecién capaz de sorprendemos, de in- citarmos a aguzar el ofdo, La provincia habra tenido un estilo propio. Continia dirigiéndome sefales cuyo parentesco me parece evidente. Me limitaré a describir y analizar algunos de ellos: una vivienda recargada, una llovizna, las solteronas. Me vienen 2 la mente algunas casas recargadas. Concretamente, el. salén y los comedores esta- ban adomados de una forma exagerada; tanto, que hhabfa que deambular por ellos con infinitas pre- cauciones por temor a romper alguin objeto de va- lor. Me parece haber vivido en ellos horas exquisi- tas, horas que me atreveria a llamar mallarmeanas. Conversibamos de esto y de aquello rodeados de objetos chinos, y una joven de la casa nos ofte- cia bebidas calientes. El fragmento de una idea, de tuna observacién, despuntaba indeciso al. final de una larga frase. En otra regién que no hubiera sido la provincia nos habriamos ahogado, 0 quizé nos habriamos sentido indispuestos. Lo que en otra. parte nos habria parecido una horrible mezcolanza se nos presentaba como una armonia celeste y adi- vvino las razones de esa mirada benevolente. Nues- 80 tos anfitriones habjan almacenado muchos ob- jetos, Nunca habrian aceptado aligerarse de ningu- no de ellos, . Se la‘adora asi, un poco extravagante, en lo alto de su imponente atrio, «ya completamente anactonica entre los cubos de puro caramelo que la flanquean. como una vedette envejecida, pero todavia sin ri- val, oculta bajo los envios de su contitero». La nueva estacién de Montparnasse no perte- rece a la misma generacién. Se dirfa que los urba- nistas se han avergonzado de ella y han tratado de camuflarla. En un conjunto imponente, figura co- mo si fuera un anexo, conoce la suerte de esas es- taciones de metro que se abren furtivamente como bajo el porche de un inmueble. Y, sin embargo, a pesar de esa apatiencia engafiosa y de haber sido re- legada al fondo de un inmenso pértico, atormenta al peatén que, asi y todo, la percibe como una estacidn, una estacién a la que el destino hubiera nnegado el derecho de hacer valer sus titulos de no- bleza. La estacién de Austerlitz no es demasiado legi- ble, Se descifran mal sus entradas y salidas. El Jar- din Boténico, su vecino mucho més visible, mas augusto y mis avalado cientificamente, le hace sombra. El paseante més insensible se asombra de ‘que exista todavia y de que despache a sus viajeros al centro y al suroeste de Francia. Para recuperarse dela conmocién, tiene que pedir una gran jarra de cerveza, y una vez repuesto, efectiia mal que bien el resto de su trayect. 154 Nosotros proponemos solamente que s¢ con- serven 0 que se restauren espacios de indetermina- cién en los que el hombre tenga la posibilidad de permanecer disponible o de continuar su camino a toda prisa en medio del ajetreo y del estruendo. Un programa tan modesto modificaria singularmente la fisonomia de nuestras ciudades y nos compro- ‘meteria en una politica completamente nueva, Ast, en nuestros jardines piblicos, cada vez. se vuelve és dificil escapar a.una diversién programada. La divisién en zonas funciona eficazmente. Por su- puesto me parece legitimo jugar a la petanca, al te- nis de mesa, trepar por una cuerda de nudos, desli- zarse por un tobogin, jugar una partida de tenis 0 correr cien metros vallas; pero no restrinjamos més los espacios libres de funcidn especifica: avenidas, laterales donde lo tinico que se puede hacer ¢ so- jiar, caminar lentamente dada la estrechez del ca mino, leer un periédico sin conviccién, permane- cer caraaa cara ante una espesura demasiado cercana para penetrarla. Volver a ser el huérfano, el viudo 0 la viuda de este mundo -no necesariamente después de un. duclo, sino para comenzar una cura de soledad, de tristeza, de desolacién- es tan provechoso para el alma como una cura de sueiio 0 una cura tetmal para el cuerpo. Desearia devolver a la iglesia unos cometidos que antafio cumplia convenientemente: el silencio del tabernéculo y del Dios ausente, las tinieblas del 155 confésonario, la semipenumbra de las capillas late- rales, con periodos de ayuno y abstinencia. as ceremonias se celebrarin en ella con d nidad. Con motivo de un funeral, no oiremos can- ioncillas de ritmo enloquecido bajo el pretexto de que conviene expresar la alegria. Un aconteci- ‘miento asi induciré a nuestras almas a la gravedad, al pensamiento de la muerte y reducird la super ficialidad de nuestros asuntos comientes a muy poca cosa, Sélo se utilizaré Ja lengua francesa en circunstancias graves y mezclindola con un acento de Rouergue. Prefiero el latin, sobre todo porque cl latin eclesidstico se comprende ficilmente. Yano veremos a los curas enfundarse uniformes casi Civiles, que son cruza-murallas y no cruza-cielos ni eruza-Dios. Entre ellos, habré muchos. jévenes seminaristas de gran estatura para dar més elegan- cia a las grandes zancadas de sus sotanas, con los cabellos al rape y la mirada descarada que, cl do- ‘mingo, en el estadio Charléty, comerin con un balén oval bajo el brazo. Para ayudarlos, habré tunos curas ancianos con vor ronca, la sotana rai- da, las manos muda, cercanos a la pena y a la mi- seria de los hombres, seguramente procedentes de tun mundo donde los honores y las voluptuosida- des, en una palabra, todo lo que no es etemo, no cuenta, Al salir de tales iglesias, el transetinte habré re- juvenecido algunos siglos e, impasible, sera capaz de soporiar el tiroteo de a circulacién, los inmue- 156 bles renovados, los chismorteos de las revistas de moda. Esta politica de morosidad que defiendo, que presento como una toma de partido original, como una especie de utopia, ése practica ya? En nues- tras calles peatonales, cada vez mis numerosas, ya no somos atropellados por los automéviles. Muy ppocos trabajadores las toman y no tenemos la ten- tacién de caminar a su ritmo, Atractivas vitrinas atraen nuestras miradas y los nifios, liberados de la vigilancia de sus madres, pueden corretear por ellas asus anchas. De hecho, andar sin moverse del sitio ‘no es progresar al ritmo propuesto por los Tugares, con un paso a veces répido, a veces més lento, sino siempre acorde con las modulaciones del territorio que se atraviesa. Es como comparar un agua que corre, no obstaculizada ni constrefida por nadie y {que a veces se toma su tiempo para serpentear, con tun agua estancada, A estas calles les falta la brisa del mary una at- ésfera que les sea propia. Nos transportan a gale- las comerciales, a los paseos cubiertos del consu- mo: fuera del suelo, fuera de lugar, fuera de la ciudad. Ante un barsio auténtico, nos servimos de los privilegios de la ciudad, somos sus celebrantes bienaventurados. De ese modo, en un barrio co- mercial la tranquilidad seria incongruent. En un barrio consagrado a los libros y al arte, el silencio no nace de unos polos magnéticos, sino de los fa- vores de la belleza. Los signos que nos dirige testi- 157 ‘monian un alma bien nacida. Las librerias no se so- meten a la artogancia. Incluso los libros més re- cientes tienen algo de ajado. Se codean con obras de arte que les harian callar si tomaran la palabra demasiado enérgicamente. En ellas, el libro se con- vierte en un objeto para tocar, para respirar, y no s6lo en un mensaje para oir. Los grafistas, los grabadores, los encuademadores, las cosedoras ex- ponen su hermoso destino lento y frégil. Las edito- les, de las que a veces sale un autor reconocido, imponen pot su secretismo, équién se atreveria a aventurarse en ellas sin una carta de recomendacién? ‘Aqui, él mundo -somos conscientes- sélo ha sido creado para producir objetos eminentes. El pasean- te sensible experimenta cierta melancolia, porque sabe que el otto mundo bérbaro, despiadado, ton- tamente sometido a las determinaciones econé- micas, tambin existe. Entonces, épara qué tanta fi- nnura, sutilidad, materiales preciosos, pensamientos exquisitos si, a la vuelta de algunas calles, vuelve a encontrar la circulacién habitual? iDe qué forma se adapta esta melancolia a unos arabescos linguidos! ‘Nuestras dichas nacerin de las virtudes y de las variaciones del paisaje urbano y no se dejarén en- cerrar en un recinto, aungue sea peatonal 'No basta con ponderar los méritos del agua (de los rios, de los estanques) que apacigua e invita a la ontemplacién. Ademés, es necesatio que no per- ‘manezca frigida, distante, intocable. Porque enton- es se presenta como un decorado (agradable) en 158 medio de los inmuebles, de los aparcamientos, de los comercios. Para ser bienhechora, el agua debe correr, ser suave a la mirada, a la mano, debe poder percibirse su verdor 0 sus remolinos interiores. Que no pierda sus virtudes cuando se construye con hormigén una orilla todavia més dura e inhéspita que el macadan. De esta forma, los riberefios del Lez lloran su rio domesticado, canalizado, reduci- do al silencio. A la entrada del Polygone (también cn Montpellier), los surtidores de agua no incitan al didlogo y no he visto a los transetintes detenién- dose junto a ellos. En muchas ciudades nuevas de 1a region parisiense, una inmensa superficie acudti- ca ocupa el centro de la ciudad. A determinadas ho- ras, refleja maravillosamente las nubes. En otras cir cunstancias, no es més que una franja liquida, La rectitud de su superficie subraya en una cruel geo- metria la de los rascacielos. Lo mismo sucede con las fuentes. Tal o cual mau- nicipio nos promete cincuenta, cien fuentes. Ten- dré el sentimiento de que éstas desempefian su co- ‘metido cuando los habitantes 0 los transeiintes se ‘mezclen con sus aguas que caen en cascada, disfru- ten rodedndolas, se dejen embrujar por ellas y for mulen deseos, Desde hace algunos afios, os responsable de la ordenacién urbanistica han quetido suavizar unos conjuntos demasiado rigidos provocando corrien- tes verdes cuyo logro no ha respondido siempre a sus propésitos. En un primer movimiento, esta ava- 159 lancha de verde, de colores, sorprende y, parece el colmo del artficio, como cada vez. que el hombre trata de imitar a la naturaleza, Por qué la avalan- cha se detiene aqui y no un poco mas lejos? «De dénde ha caido rodando? No procede de la nece dad, como las demés avalanchas (la nieve, el gui jarra), dela montana. Después de una cohabitacion prolongada, se mezcla con el paisaje, constituye un contrapunto alegre. Atravesamos la avalancha, la re- ‘montamos, la bajamos. En. pocas palabras, nos re- zagamos en ella y encontramos un reposo para nuestra alma. (Convendria multiplicar -modesta iniciativa don- de las haya~ los bancos piiblicos en lugar de hacer- Jos desaparecer. Seria el principio de una reconquis- ta del espacio pablico. Pero ésiguen teniendo algin poder a lo largo de un bulevar ruidoso? Seria be-~ neficioso instalar un mayor mimero donde la cit- culacién automovilistica no sofoque a los peatones, sabiendo que, por otra parte, los hombres son 2. paces, una vez instalados en un banco, de resist al estrépito, Se diria que se han situado en un. pro- montorio, que desde su altura escrutan un espec- téculo que no podria incomodarles. En algunos de los grandes bulevares parisienses, los pequefios bur- ‘gueses leen sus periédicos mientras algunos vaga- ‘bundos todavia més sufridos desempaquetan sus provisiones. En estos mismos bulevates, otras for- ‘mas de retraso acuden en ayuda del transetinte. Este percibe en las cervecerias a gente comiendo. El 160 calor de los establecimientos, la voracidad de algu- nos glotones, las idas y venidas de los camareros con delantal verde, las bandejas de ostras acompa- fian a nuestro pascante y le distraen lo bastante como para desacelerar su marcha. Gon mucha suer- te, percibe a uno de esos hombres, cada vez mis es- casos, que se dedican solamente (érentistas2) a re- comer los bulevares, a devolverles su espiritu, el parisianismo. Probablemente hay que designar nuevos lugares de callejeo: no las estaciones de tren, no ya ciertos bulevares, sino, por ejemplo, los supermercados. Las familias van a ellos ~dicen— para ahomtar. Sobre todo les cunde, se divierten y la expedici6n que pretendian que fuera ripida se alarga. En otofo, ‘una pareja entra en un supermercado a medliodia y sale de noche, y a veces con el deseo de prolongar el viaje, cena en la cafeteria, El cara a cara de los consumidores y de las mercancias conlleva una di- mensién afectiva. Las montafias de peras en almi- bar o de paquetes de café han reemplazado las no- bles fachadas de nuestros inmuebles. De un estadio 2 otto, de la alimentacién a la carniceria-charcute- tla, de la pescaderia a los electrodomésticos, el am- biente se modifica. En cada una de estas secciones reina una atmésfera a la que el piblico se muestra sensible: por la gradacién de los colores, de los so- nidos y del ambiente y por la vestimenta del per- sonal. Los 108 tienen bastante poder para obstaculi- 161 zarla marcha demasiado répida de sus padres. To- dos se conducen como los mirones de antaio. Se trata de un lugar piblico por excelencia, puesto que mezcla las generaciones, los estratos sociales, las etnias de todo tipo; un lugar donde cualquier individuo es admitido si se comporta conveniente- ‘mente. Las personas no son indiferentes unas a ‘otras. Se observan, se valoran, se aceptan 0 se en- frentan con la mirada. Se rozan, lo que también es Ja mejor manera de conocerse de una forma mar- ginal y delicada. Vaelven sobre sus pasos porque han olvidado una compra de la lista, porque toda- vvia estin indecisos, pero también porque todavia no estin completamente Ilenos de sensaciones. Se producen juegos de rol imperceptibles y también plebiscitos acerca de un producto, alrededor de un objeto atractivamente empaquetado. Si se tratara de compra la estancia en el super- mercado seria muy corta, pero también se trata de iniciarse en la modernidad, de comparar técnicas, de convertirse en contemporaneo de todos es0s ob- jetos recién nacidos y cuyo desconocimiento pon- dria en evidencia nuestra incultura. La cultura ne cesita tiempo y nuestras familias (sobre todo los adolescentes) no sabrian reducir el tiempo indis- pensable para ponerse al dia. Qué mejor escuela que los grandes almacenes, donde se propone un recorrido libre y Heno de colores. Los empleados tienen la sabiduria de los buenos pedagogos. Pasan inadvertides y dejan que sus clientes aprendan por 162. si mismos, manifestindose tan s6lo en caso de di- ficultad o si se recurre a ellos. Las estaciones fueron los templos de la partida Nuestras grandes superficies son las casas de nues- tra cultura mas moderna, Forman parte de es0s po- cos lugares donde se pueden mostrar infinidad de cosas nuevas y aprender infinidad de habilidades al mismo tiempo. Mafana, dentro de quince dias, otros objetos, al menos en el campo audiovisual, serin expuestos, propuestos. Saber proponer lo efi mero se ha convertido en una de las mayores vir- tudes de nuestro tiempo. Como en un templo, como en una ciudad, como en una cultura, se producen momentos cum- bres y lapsos de tiempo inciertos. En su aniversario, pensarin en nosotros. El barrio, la ciudad, serin inundados de carteles publicitarios. Se pondrin a la venta a precio de saldo videos, carne de pato enla- tada en. manteca, tumbonas, lomos de vaca (en cajas de cinco kilos), mesas de tenis, pasteles de Sa- boya y cuartos de cordero. Evidentemente, por falta de sitio y dinero, no compraremos todo lo que se anuncia en el folleto. Pero, al puntear los articulos de la lista, sofiaremos con una compra que Ilenaria una camioneta de ma- ravillas ansiadas. La melancolia que acompafa al Cietre de las grandes superficies no carece de gran- deza. El almacén se vacia poco a poco de sus tilti- ‘mos clientes. Las innumerables mercancfas son de- vvueltas a su soledad: nadie las reanimari con la 163 llama de su deseo. El ruido del entrechocar de los carritos desaparece poco a poco. Algunos vehiculos permanecen sin motivo en un aparcamiento casi desierto mientras las imigenes multicolores siguen parpadeando. Una inmensa hoguera se encien- de, pero épor qué tiene que Ilamear tan lejos de la ciudad? Una politica de la morosidad va en contra, pa- rece, de la nocién de la accesibilidad tan bien con- siderada por los urbanistas y los politicos. Esta ten- dria a su favor aumentar los intercambios y los buenos resultados. Poseeria un valor democratico al dar a cada cual la posibilidad de ir adonde desee, reduciendo asi los grupos aislados, los guetos. No compartimos este optimismo. Semejante igualdad de todos ante el espacio sigue siendo formal. Los hombres que se estancan en un barrio estigmatiza- do no lo hacen porque les esté prohibido ausen- tarse, sino por otras razones, econdmicas 0 ideolé- gicas. En un espacio sometido a una circulacién acelerada, los més fuertes siguen teniendo més ‘oportunidades de afirmarse. De esa forma, las ciu- ddades pequefias se convierten en los dormitorios de {a capital y la provincia desaparece ante las mega- lépolis Al volverse tan accesibles una ciudad o un pais, completamente transitables y offecidos, éno pier- den su misterio, su opacidad y, por lo tanto, su ser propio? ZEsté demostrado que circular sea lo contratio 164 de habitar, que lo primero incite a la rapidez y lo segundo al estado sedentario? Nos parece posible superar desde ahora esta oposicién, al menos en iertas circunstancias. Habitar es en primer lugar te- ner unos habitos, hasta el punto de que el afuera se convierte en un envoltorio de mi ser y del dentro que soy. Por esta razén se puede afirmar que, de al- ‘guna manera, habito una linea de autobiis desde el momento en que subo a él todos los dias. Gonoz- co al conductor, mi trayecto esté marcado por cier to ntimero de estaciones. A una hora determinada, os demés viajeros me resultan familiares; por lo ‘ual la ausencia repetida de uno de ellos me extra- fia, incluso me inquieta. En estas condiciones, el trayecto no es exactamente un fragmento sustraido al tiempo, un vacfo insignificante. Constituye una ppausa dentro de mis tareas. Esta observacién ad- quiere més sentido cuando se trata de los no act vos: de los pensionistas, de los adolescentes, de los colegiales. No los. consideramos una poblacién completamente diferente por sus pricticas. Prefer ‘mos creer que utilizan a su manera los transportes piblicos. En Montpellier, algunos jubilados se benefician de la gratuidad y se encuentran por la tarde en tal o cual autobiis. La situacién de los ado- lescentes se presenta mas compleja. Los adolescen- tes de barrio adoptan una conducte agresiva y, al mismo tiempo, alaban estos vehiculos, tinico pun- to de luz mientras anochece, lugar de acogida en un entomo triste, La ambivalencia de su conducta nos 165 muestra que el valor de estos objetos colectivos so- brepasa lo utilitario. “Algunos ayuntamientos fletan autobuses gratui- tos para llevar a los habitantes a fiestas nocturnas y Iuego los wuelven a acompahar a sus domicilios. En tuna sociedad que ya no se vea acosada por el tra- bajo o la falta de trabajo y donde el empleo de los vychiculos individuales sea menos cémodo, los au- tobuses o los tranvias permitirin a los hombres pa- searse por su ciudad (serin de alguna forme cerve- cerias ambulantes) y considerarse copropietarios de ellos, de la misma forma que otros objetos les per- tenecen en propiedad. 166 Rozar y no ajetrearse La lentitud no constituye un valor en si. Debe- sla permitimos vivir honrosamente en nuestra pro- pia compaiiia sin desperdigarnos en proyectos tan {niles como vanos. Lo que se cuestiona no es, por tanto, el tiempo necesario para realizar nuestras ta- reas: poco importa que las llevemos a cabo mids 0 ‘menos deprisa. Sustituyamos una visi6n de alguna forma horizontal por un enfoque vertical: en este caso, el grado de compromiso con Io que se nos presenta. Hagamos el juramento de rozar y no de empufar ~y entonces los seres nos entregarin lo que son, 10 que consienten set, avanzando. hacia nosotros a su propio paso, a veces de una forma vir vvaz, a-veces de una forma lenta Yo fui un nilfo de la guerra. Conocf las lama- das «privaciones»: no me veia privado de postre por tuna travesura, sino de pan, de leche, de carne, de clectricidad, de libertad. Cuando los alemanes fue- ron obligados a volver a su pais, me abalancé sobre las cosas como un muerto de hambre, Estaban de moda los cineclubes y nos atiborrébamos de peli- culas, de andlisiseritico, a veces militante, sobre las 167 peliculas. Nos comiamos una barra entera de pan. Provinciano, continué mis estudios en la capital. Recorrfa el Paris de los metros durante horas, de tuna linea a otra, desgranando con alegria las esta- ciones que condescendian en formar rosatios de nombres ilustres. Bastaba que éstos se situaran a lo largo de una linea para gozar de una dignidad ex- cepcional. No seamos injustos: yo no dividia en zonas la ciudad con la ayuda de un plano. No era tan odio- so. Pero me conducia como un ocupante, posefa en la memoria los veinte distritos de la capital. ‘Aprendi discrecién. Reconoct el limite de mi ig- rorancia que un pretendido saber habia prometido reducir. Aparecieron zonas de sombra. Patis se 05- curecié. ‘ave la delicadeza de conocer una ciudad, un barrio, por el timbre que le era propio, un ser por la inflexién de su voz, un Arbol por su sombra. Supe que el otro lado de las cosas se me escapa- ria siempre, hiciera lo que hiciera. Pero entonces écémo hacerlo y qué modelos corporales, qué as- tucias culturales adoptar? Caminar de puntllas para no interrumpir una conversacién, para no perturbar el suefio de un nifio. Los humildes abandonan un jardin pablico, sus existencias, de puntillas. Con los ojos bajos, no por prudencia ni por miedo, sino porque no se ‘mira de forma descarada a otra persona. Siempre hay cierta desfachatez al mirar de frente. 168, Con los ojos medio cerrados después de un fes- tin, como sefial de satisfaccién, para no perturbar la dicha de una digestién, para fingir la plenitud y porque estamos completamente llenos de las vitua- llas ofrecidas y después ingeridas. Dormitar, dejar de prestar atencién a un mun- do que no vale la pena, sino sumergirse en las ti- nieblas de la inconsciencia. Permitirse avanzar en- tre la vigilia y el sueio, Con la cabeza doblada hacia abajo, las manos en el vientre, la boca entre abierta y cada uno de los miembros de nuestro cuerpo devuelto a la libertad en una postura que tuna mirada malintencionada calificaria de ridicula. El hombre y su sombra, ino hay nada més sim- ple y mis reductible gracias al saber de fas ciencias hhumanas! Yo habria preferido ser el primer miem- bro de nuestra especie en ser «un hombre y su pe- numbrar. Rozo, y el otro ni siquiera tiene el sentimiento de haber sido tocado imperceptiblemente. Sin em- bargo es necesario que yo establezca un contacto, aunque sea furtivo, sin el cual no experimentaria la mis deliciosa de las sensaciones. Esquivo, me zafo. Sin embargo, no creo dar pruebas de cobardia. Mis escarceos, mis fintas, exi- gen un arte consumado. Mi compafiero, si tiene alguna inteligencia, se presta al juego, anticipa o cree anticipar mis escapatorias. Y asi, por la gracia de esta distancia mantenida, unimos nuestras exis- tencias. 169 Recorri durante todo un verano el suroeste. No buscaba los retablos, las granjas restauradas, los eas- tillos. Escuchaba el rozamiento de las pelotas de tenis del club de cada pequetia ciudad. En esos tiem- pos se jugaba en campos de tierra batida. Me guar- daba de entrar en el recinto del club. De oido, adi- vinaba un saque con efecto, un revés cortado, un golpe liso de derecha 0 una volea. Adivinaba la blan- cura de las vestimentas. Una vez oida esta miisica deliciosa y discreta, me concedia el derecho de una comida ligera o copiosa al borde de uno de mis rios. Un enfurruftamiento que no estuviera relacio- nado con el mal humor, sino que significara cierta indiferencia. Los labios de una mujer hosca se dila- tan, se convierten en una superficie bermeja, car- ‘nosa. Un rostro, como el océano, se ve sometido asi a constantes caprichos. ‘Cuando le tomo en mis brazos, la cancién no tendrla que seguir. Este gesto de ternura se basta a si mismo y la vor de Edith Piaf llena el mundo. Hablar con desgana puede ser una sefial de falta de cortesia, pero también el deseo de no apoderar- se de la atencién del otro, dando a entender que lo ‘que se podria decir de mis no tiene tanta impor- tancia «El vientre ayuno no oye a ninguno. No es ésa la condicién de quien come con desgana. Consiste en negarse a beber a Iengtietadas; y sin embargo es agradable comerse una fruta con ganas y quitarse la sed tomindose un buen trago de vino fresco. 170 Hablar con medias palabras. Las palabras, en su integridad, son demasiado grandes y burdas, Habrla que dividirlas en cuartos, en octavos de palabras. Se convertirfan ast en preciosas particulas signifi cativas. «Me dice palabras de todos los dias, sin temer neciamente, como los falsos doctos, como los re bbuscados, caer en la vulgaridad, Esas palabras ganan después de haber circulado a través de las calles y de has familias. Asi, cuando ocurre una desgracia, no es necesario tener fe para pronunciar «Dios mio, Dios ‘ios. No hay que tratar de demostrar el error de un amigo, sino confesarle amigablemente: «Te equivo- case, 0 al contrario: «Quiz tengas razénm. Y ante el enfado injustficado de un ser amado: «Vas a hacer que me ponga triste “Tienen mucho que hacer como para sonar Esa clase de chiquillos déciles o de cobistas, no se atreven a escaparse, a tomar tranquilamente el por- tante y a vagabundear. El agua estancada tiene mala reputacién, Dele- térea, fétida, repugnante. Me parece infinitamente superior a esa agua incansablemente reciclada,fluo- rada, que no se nos ocurrirfa tocar ni beber y que en tltimo extremo no vemos. El encanto del pasado. Ya no tenemos poder so- bre él y, por su parte, ya no pone en estado de aler- ta a nuestro cuerpo, porgue ya no representa peli- g10 alguno. Es el caso del periodo anterior a la guerra que nos parece tan lejano, en ell que nos ii cuesta tanto trabajo creer por lo extravagante y cie- 0 que nos parece, Pero nuestros contemporineos reactivan el pasado, y temen tanto su ausencia que Jo insertan a la fuerza en el ciclo de la vida. No hay que escuchar detras de las puertas, no por discrecién, sino porque prestamos demasiado interés a conversaciones que no van ditigidas a nosotros. Por la misma razén, no debemos hacer ofdos sordos: nos sometemos activamente en. la ‘rampa de la que pretendemos escapat. Fingir escu- char y tener la paz, la de los bienaventurados. Sorprender fragmentos de conversaciones, al azar en un jardin publico, a través de la pantalla de matorrales que nos separa de los que hablan. La grava tiene el mismo atractivo, Gracias a ella pre- sentimos el acercamiento de un hombre que, sin quererlo, hace ruido. Ahora bien, nuestros ediles la sustituyen por avenidas asfaltadas y nuestros pasos se hunden en la inexistencia ‘Me gustaria ser lo bastante rico como para aca- bar mis dias en Suiza. Escaparia, supongo, a la ago- nia, Seria una luz que se apaga. Una enfermera sa- ctificada me pasearia todos los dias en mi silla de ruedas y, una noche, tendria la certidumbre de ver por tiltima vez el lago y los resplandores de la ori- lla de enfrente. Canturree. Deje a los més dotados la posibi- lidad de cantar en la Scala de Milin, sobre el mar en calma. Los donjuanes de épera’son con fre- cuencia unos donjuanes de opereta. Canturree co- in ‘mo los aprendices de reposteros, las modistillas, los militares con permiso. Que su sonrisa se difumine en su rostro nada ‘més nacer. Otros reirin a mandibula batiente. O en- tonces, si el corazén se lo dicta, tiase a carcajadas y rompa los cristales, las mAscaras de los importantes, las torretas de los poderosos. Para alejar a los inoportunos, Ilévese un brevia- rio aese jardin piblico y finjaleerlo, hoy en dia na- die sabra distinguirlo del iltimo premio Goncourt © de un libro de bolsillo. Ya no queremos desmayamnos, sino que lo que esta de moda es el regocijo. Nuestros mayores, a consecuencia de una desgracia, de una dificultad, se desvanecian en una inexistencia temporal y la ma- yor parte de las veces encontraban unos brazos dis- uestos a recogerlos. ‘Cuando intentamos conocemos, llega un mo- mento en que el lodo sale a la superficie. Decida entonces que se trata de una empresa vana puesto que el sujeto no existe. Dirija més bien su atencién a todas las marionetas que componen su personaje. Diviértase en mangjarlas con habilidad. Cambie la posicién del sombrero de una. Ajuste el jubén de la otra. Alégrese de poseer un teatro tan rico. Toda clase de lugares me han permitido apaci- ‘guar mis sentidos y no disfrutar de la vida como un bbruto. La enfermeria cuando estaba intemo, el hos- pital cuando fai adulto, las capillas en las horas ‘muertas de la tarde, las salas de cine en agosto, las 173 cuevas siempre que no acogieran a arqueélogos © espeledlogos, los bosques profundos como cate- drales. Habia establecido para aclararme un nivel de no frecuentacién. Evitaba encuentros enojosos ¥, de hecho, cualquier encuentro me resultaba enojo- so. Cada vez estd mas lejana la época en que las vie~ jas bibliotecas de provincia, los departamentos des- hreredados, los museos, nos permitian respirar a rnuestras anchas sin ser importunados por el aliento de otro visitante En este jardin pablico, conservemos la posibili- dad de vivir nuestra viudez. Estamos casados y no deseamos la muerte de nuestro cényuge. Nos ocu- pamos de los nifios, ayudamos al mis pequefio a hacer sus problemas de matematicas, organizamos el viaje a Inglaterra de nuestra hija menor, En estas condiciones nos resulta dificil poner nuestra alma a ‘media asta Ilevar to por los afios abolidos, mirar al cortejo de los inconsolables. Este jardin, en sus reductos, nos lo permite. Nos cruzamos con ottos seres perdidos, intercambiamos con ellos nuestra desolacién. #Soié con lo improbable? {Cémo hacerme es- pacio hoy en dia? éBs todavia posible que una prin- esa rusa muera de languidez en Crimea? Cuando reflexiono, no interpreto el papel del pensador. Me vuelvo pensativo. Los conceptos se dispersan muy deprisa por el efecto de la metifora y de asociaciones extrafias. Abro de par en par los 174 ‘ojos de mi espiritu ante una pléyade de imagenes. ‘Me siento cercano al pastor que en los pastos de la ‘montafa observa una noche de verano. Tomo nota de la inmensidad y de la dispersi6n de lo que po- see un sentido y renuncio a una navegaci6n incier- ta, muy por encima de mis medios. 175 El descanso de los simples En este texto, que concede un gran espacio a la ‘memoria sin por ello descuidar nuestro presente y €l porvenir (utopia), evocaré unas pricticas ya antiguas, de una época en que los seres y proba~ blemente las condiciones existenciales eran més simples y el descanso no era un tiempo sombrio destinado a recuperarse del cansancio del trabajo, sino un momento para respirar, en el que encon- frame a gusto, una forma de felicidad tranquila, sobre todo porque el trabajo no estaba completamente separado de lo que hoy llamamos ocio. Dicho esto, ‘me limitaré a describir algunos actos sencillos que, todavia hoy, nos procuran a algunos la misma cali- dad de felicidad. 1935-1939, luego 1940-1945, luego 1945-1950: una época que no ha entrado en absoluto en la prchistoria de nuestro Occidente; Villeneuve-sur- Lot, Sainte-Livrade, Tombe-bocuf, Monclar-d’Age- nais, algunos pueblos 0 ciudades del Lot-et-Garon- ne con sus ferias que mezelaban efectivamente el trabajo, los negocios y el placer, el tiempo ganado y el tiempo perdido, el dinero ganado y el dinero 176 gastado, sin que hubiera contradiccién entre unos términos que hoy en dia parecen pertenecer a esfe- ras muy diferentes. Porque la felicidad las reunta la alegria de coneluir un buen negocio, de vender ga- nado cuando la cosecha de heno no bastara para mantener el establo durante el invierno...y la ebric- dad de encontrar tantos rostros, tanta gente endo- mingada, de ir a un café encopetado cuya clientela era normalmente burguesa, como el Tivoly en Vi lleneuve-sur-Lot. Los j6venes bailaban o iban al cine, se permitian una conducta més libre y las jévenes lucian unos vestidos un poco mis vistosos. Sobre todo, més allé de los comportamientos y de los placeres concretos, se producia una sobreexcitacién que aumentaba de hora en hora y que calentaba sensiblemente la at- mésfera, A menudo era menester llevar a los ani- males apiey el cansancio de la tarde se convertia en vértigo, soltaba las lenguas, liberaba los gestos. En los mercados donde se Ilevaban a cabo los negocios ydonde después se bailaria hasta la noche, habla un gran alboroto porque los gritos resonaban y el tono no dejaba de aumentar. El dinero canjeado en bille- tes bien visibles y que hinchaban los billeteros hacia brillar las miradas y daba la ilusién de estar en Jauja en una época en la que la gente contaba el dinero hasta el tltimo céntimo. Se comia y bebia a medio- dia a la orilla del Lot, untando el pan con buenos patés, cortando en rodajas enomes salchichones vaciando de forma decidida las botellas. 7 En esas condiciones, se producfan comienzos de disputas, la gente empezaba a intercambiarse golpes; los insultos estruendosos (porque habja un ritual y un arte de la célera, del insulto, del jura- ‘mento y nuestros campesinos aprendian a lo largo del afio a tronar contra sus animales, sus nifios, contra la gente de la ciudad y los caprichos del tiempo) magnificaban el ruido, le daban un senti- do tiltimo y, a altas horas de la noche, al bajar de un autocar abarrotado y bamboleante 0 en un ca- mino recorrido a pie, los pendencieros soltaban sus ilkimas retahilas de insultos frente a. las estrellas. Sélo el rocio del dia siguiente y la vida familiar de Ja granja les quitaria la borrachera. Vemos, pues, cémo las dimensiones del trabajo y del abandono se entrelazaban para llegar, con las horas, a vacilar en un vértigo vital. De una forma todavia més cotidiana, quertia~ ‘mos evocar la visita al peluquero, que ahora ha per- ddido toda su solemnidad. Era un pequerio aconte- cimiento; se inscribja en un periplo formado por unas compras necesarias y un tiempo més relajado (no lo llamariamos de ocio). Ser envuelto en una gran blusa blanca, permanecer pasivo bajo las tije- ras y la maquinilla, iqué descanso y qué asombro para los que no dejaban de dedicarse a su trabajo! Bra de recibo hablar con los otros clientes que es- peraban: hablar incluso con un lenguaje contenido y prudente reflejaba una modificacién por parte de 50s seres taciturnos. Se dejaban algunos paquetes 178 (algunas compras), se volvia a buscarlos. Eso signi- ficaba que el salén del peluquero constituia una es- pecie de escala dentro de un recorrido més amplio que finalizaba con la partida del autobis, Estos paquetes pesados, voluminosos, con contenidos tan diferentes, distinguian a aldeanos 0 campesinos de la gente de la ciudad dandoles el sentimiento de es- tar de juerga/de compras en la ciudad. Constituian un problema, una constante preocupacién, un mé- dium con el recinto urbano. Los depositaban en ‘asa de un pariente, de una antigua vecina ahora es- tablecida en la ciudad ~como Madame Arrazat-, en el café, en la estacién de autobuses. Habia que ir a recogerlos a toda prisa. En pocas palabras, gracias a ellos, esta gente no se sentia en la ciudad como unos apatridas, como viajeros sin equipaje. ‘Una memoria tan viva constituye un hecho po- sitivo que hay que tener en cuenta. Hemos habla- do de la Téberna. Pensemos también en el Brcolaie, «en la infinita paciencia de la persona miafiosa, en su capacidad de poner uno detris de otro una serie de elementos dispares, de buscar trozos de bramante y cartones, de mantener la mirada fija en. una pieza a la que querria encontrar un uso, en su deseo irre- primible de inventar obstéculos para llegar a un re- sultado que con un poco de racionalidad obtendria mis deprisa. ‘Me gustaria destacar unas formas menos identi ficables o a las que no se da primordialmente este significado: el pegdrsele « uno las sdbanas el doris 179 go. Esa mafiana, el hombre se despierta poco a poco, reconoce su rostro, el de sus hijos y el de su mujer. Busca a tientas, explorando, su pasillo, su ‘mano no se apodera enseguida de los objetos fami liates; se dirige hacia ellos. El hombre conserva du- rante mucho tiempo su fisonomia y su expresion de Ja noche y por esa raz6n no se afeita de inmediato; por esa razén no se avergiienza del suefio que hin- cha sus parpados, de su aliento, de lo que hay de ajado en su cuerpo y su vestimenta. Mis tarde ird a reconocer con el mismo paso vacilante su calle, sus tiendas, necesitara tiempo para desentumecer las pier- nas, é, que normalmente corre para alcanzar un auto- bis o un metro. Otro ejemplo: el comer, el beber, que no reducire- mos a la expresién de necesidades elementales a las ‘que algunos seres se abandonan porque todavia no pueden acceder ala conciencia y a la satisfacci6n de necesidades més culturales. En ello veriamos mas bien la forma en que ciertos hombres se dejan fascinar por la comida, por las salsas, por la posit vidad espesa de todo lo que alimenta y reconfor estar centrado, ignorar el tumulto insensato del universo y las lamadas incesantes que lanza hacia nosotros, vivir en la complementariedad de lo ve- getal, de lo animal, convertise en uno de los ele- ‘mentos indesarraigables de este mundo, adaptarse a dos ritmos lento de a digestion. El alimento puede te- ner como funcidn restablecer y mantener nuestra fuerza de trabajo, pero la comida también puede 180 ser concebida como una ceremonia, como una for- 1ma de intercambio social. Aqui hacemos referencia una comida en la que la asimilacién se convierte en la dimensién esencial, en la cual, durante un fragmento temporal, se pierde de vista la necesidad de hablar, de mirar, de presentar una imagen de uno mismo, para sllenarse» cl estémago, para scn- tir Ia irvigacién de las venas y las venillas, para transformar la carne en carne, para dejar que se pro- paguen en uno mismo unas ondas de calor, para ex- erimentar las delicias de la existncia espesa. ‘Vayamos més. lejos en este espesamiento de nuestro tiempo ¢ intentemos ver los significados de-una determinada siesta. Aqui también, ésta puede manifestar la miseria de unos trabajadores. some tidos a un régimen que perturba los horarios. Ten- dremos, pues, que centrar nuestros anélisis en une siesta que el durmiente ha clegido. Es necesario que sea el resultado de una eleccién por su parte y que le aporte una especie de felicidad que, una vez més, tenga relacion con ese tiempo fluctuante. Se trata: 14 de un dia de fiesta familiar, celebrado con moti- vo de una comunién de unos esponsales. Se ha bebido y comido hasta la saciedad, se ha cantado. El padre se concede el derecho de dormirse, porque toda la familia esté contenta y los jévenes han em- pezado a bailar. Manifiesta asi su contento, su apro- bacion, No se ausenta de la festa, ya que a veces se despicrta y oye plicidamente la misica. Sin embar g0, mientras otros manifiestan su alegria de mane- 181 ra nuidosa, él la metamorfosea en na escucha late- zal, sutil. Experimenta en el limite de lo impercep- tible lo que otros viven en la exaltacién. Aqui te- rnemos el ejemplo de una experiencia delicada Porque hay un segundo embotamiento que sucede a.un primer embotamiento, el de la comida en si. Se atentia un ritmo cuya cadencia ya se habia vuel- to menos ripida. En términos mecanicistas y desa- tentos ala vida de los significados, diriase que el ali- mento y el alcohol han provocado el suefio. Eso seria olvidar el arte con el que nuestro hombre ha caido en el embotamiento y ha presentido su in- minencia a lo largo de los platos. Este hermoso do- mingo, ha percibido el aumento continuo de ese suefio que a menudo se abatfa sobre él con brutali- dad cuando realizaba trabajos de fuerza. Ocurre que digerir y dormir pertenecen a la misma esfera de trabajo, de un trabajo orgénico que se opera con el consentimiento de nuestro cuer- po, que remueve profundidades viscerales a las que normalmente no prestamos atencién. Una siesta asi conoce momentos de despertar y ‘nuevos adormilamientos. Su duracién temporal no se sittia nunca al mismo nivel de nuestra existencia. Su linea de flotacién choca unas veces con el cons- ciente y otras con el inconsciente. A la manera de iertas plantas acuéticas, nuestro durmiente bien- aventurado se muestra capaz de emerger y de su- mergirse, de acercarse al mundo de la vigilia y de escaparse de nuevo, de derivar del pleno sol de una 182 agradable tarde de mayo hasta la oscuridad, ya que s6lo abandonari su cama cuando anochezca y los convidados vayan a cenar con «los restos de la comida de mediodia» antes de empezar otra vez a bailar. Pero hacer bricolaje, festejar, echarse la siesta (echar una cabezada), entretenerse trabajando en jardineria, tomar el fiesco, etcétera, carece de gran- deza y no hay que hacer demasiado esfuerzo. Pare~ ‘ce que esté evocando con simpatia momentos de reposo indispensables para recuperar_y mantener las fuerzas de trabajo, su simpleza casi orgénica en ‘oposicién a la efervescencia de los ocios de nues- ‘ros modemnos. éNo habria que poner punto final a esta clasficacién entre lo que es noble y lo que no lo es? Por otra parte, estar codo a codo con los amni- {805, respirar el mundo a pleno pulmén 0 a peque- fios tragos, activar en un semitorpor el fuelle de nuestra forja, © hacer bricolaje no se realizan sin nues ta ayuda, Hay suefios inacabados, insignificantes encuentros en la tabema. En cambio, en ciertas con- diciones, podemos realizames en el reposo, encon- trar en dl la felicidad de una restauracién creadora, gozar de todo de la misma forma que se saborea un alimento, la calidad de un paisaje, los gestos solici- tos de otro ser, y este reposo deja de definirse como la ausencia de movimiento. El reposo no era -no es para unas personas modestas tnicamente la felicidad de recuperarse, de disponer a su gusto del tiempo, de entregarse a 183 tuna actividad libremente clegida. La paz del des- canso (dominical, incluso aunque no sea domin- go) se descubre también fuera, en el conjunto del barrio, en sus piedras, en unos rostros menos can- sados, en la forma de abrir y de cerrar las puertas de Ja tabema y de rezagarse en la terraza, en la forma en que las amas de casa efectitan sus compras y en que la gente habla entre si bromeando y sin nin- guna agresividad. El barrio se ha liberado del can- sancio y canturrea. Los hombres vuelven a descu- bir hasta qué punto son amigos los unos de los. otros. Existen dos formas de descanso. La primera se alimenta de la fatiga, como si experimentéramos placer en moderar nuestro esfuerzo, en acompafiar- lo hasta su extincién. A medida que el cansancio se difumina, el descanso también pierde fuerza. En este descanso, sigue habiendo una parte de gestos, de miradas vigilantes, de tensién: tenemos la felici- dad de asistira su agotamiento. El otro descanso consiste en un estado superior, cen el que todas las agitaciones han sido excluidas. En él no surge ni siquiera la satisfaccidn de un tra- bajo realizado. Es muy poco frecuente, porque tiene que haberse sustraido al arastre de las Corrientes que cn la armonia 0 en el conflicto agitan una concien- ia, La percepcién de ciertos elementos nos da una imagen adecuada de él. Asf, la capa de las monta- fhas que desde hace milenios ya no se pliegan o des- pliegan, un lago de montaiia que opone su rectitud 184 ideal a la verticalidad de los acantilados que se apo- yan junto a él La gente sencilla conoce estas dos experiencias: la primera, porque a vida no la trata con mira ‘mientos y saborea los instantes en los que le es con- cedido escapar a un ritmo apremiante; la segunda, porque su alma es apacible y no se agitan bajo el efecto de fa ambicién. ‘A modo de despedida, épensaremos, con cierta amargura, que el intelectual se ve excluido de esta forma de duracién reservada a los humildes? Se sien- te a gusto en pleno mediodia; trabajador infatigable de la demostracién, determina los conceptos, dis- pone dispositivos tedricos, redes rigurosas. Declara Ja guerra.a los vendedores de suefio y con mayor motivo a los defensores de a siesta. Le produce horror la molicie, puesto que toda la dignidad del hombre consiste en reponerse, en saberse juez ¥ arbitra del curso del universo. Evoquemos mis bien ciertas mafianas del pensa- miento. El pensador, ensefiante 0 investigador, so- cidlogo 0 filésofo, después de haberse levantado, se dirige a su despacho. Se asegura de la presencia de lo que ha escrito la vispera, no lo lee, se acostumbra de ‘nuevo a su universo de trabajo, con montones de do- ccumentos, de hojas dispersas: una especie de cantera que ¢s preciso rememorar antes de decidir cémo ha- cerlo, Sabe que tendra que proseguir su trabajo y dar- Je un sentido que no esta del todo claro, Por el mo- ‘mento pierde el tiempo y se concede alguna tregua. 185 © también nuestros maestros de la Sorbona, a quienes apenas nos atreviamos a visitar. Atravesiba- ‘mos primero un largo corredor, una especie de an- tecimara, para llegar a una habitaci6n que parecia inundada de libros y de documentos y daba la sen- sacién de estar adormecida bajo ellos. No ibamos a ‘mendigar ningiin consejo, como el joven ingenuo de Sartre que le preguntaba si debia o no alistarse en la Resistencia. No esperabamos la iluminacién que hhace un corte en el tiempo, el encuentro de un pen- samiento 4gil, una incitacién heroica a ser més lici- do. {bamos a saborear la melancolia de una palabra discreta, de una limpara timida, de un gesto inu- sual. Admirabamos esos ojos que a fuerza de leer se apagaban poco a poco, esa boca que, por haber pro~ nunciado tanta frases, al final habia aprendido a su- surrar, a murmurar. Una especie de tregua concedi- da por las fuerzas en movimiento de la realidad. Al salir al bulevar Saint-Germain, nos sorprendia tuna vez. mis el hecho de que las cosas fueran tan itrespetuosas con los humanos, que no temieran, ofuscarles con su vivacidad, que tuvieran tan poca inteligencia como para ignorar cualquier tipo de lasitud El edificio en el que se alojaba mi profesor pre- ferido carecia de comodidades. Me invitaba a sen- tarme cerca de la estufa y después me leia a tal 0 ‘cual poeta, orgulloso de haberlo «descubierto». La ‘expresin me parecia adecuada, porque tenia el as- pecto embelesado de un chiquillo que ha encon- 186 trado un tesoro. Yo no compartia del todo su entu- siasmo, pero al fin y al cabo él lefa estas paginas con un gran deleite Yo le hacia pequefios favores, como el de echarle una carta antes de la diltima recogida. ‘A modo de agradecimiento, me oftecia una copa de vino blanco seco, en el que él mojaba con gloto- neria unas galletas. En invierno, cuando llegaba el momento de acompafiarme a la puerta, avivaba de ‘nuevo el fuego y su mirada se enternecta al ver las chispas que su gesto provocaba. Después, 2 modo de despedida, murmuraba para si mismo: «Volva- ‘mos a nuestros asuntos» Me lo encontré embelesado, alerta en medio de las frutas y verduras de un mercado de la Place ‘Maubert o de la Contrescarpe. Esos eran, pues, los placeres que un profesor admirable se concedia en ‘medio de una vida de trabajo. Yo admiraba que una cabeza tan eminente hubiera conservado el alma de los simples y que disfrutara del descanso de la mis- ma forma que ellos. 187 Nacimiento del dia Se habri adivinado ya que cierto tipo de entu- siasmo por la diversién més que por el trabajo me inquieta ¢ imrita. Sin embargo, no hago ascos al ‘mundo. Para mi vivir es una suerte que pienso pre- servar mientras pueda. Presentarme como un set vivo frente a la muerte seria el més hermoso de los finales. Me maravillo de ser un vidente y de que, de «sa forma, el universo se me aparezca en su visibi- lidad, de ser un individuo que siente y, por lo tan- to, de no permanecer insensible, y de que, al gozar de cinco sentidos y tal vez. de més, algunas cosas multipliquen sus oftendas a través de todos los po- 105 de mi ser. Me alegro de poder descftar sin es- fuerzo las emociones, las alegrias y las iras de mis semejantes, y si me he perdido en la lectura de sus gestos, el malentendido que trato entonces de dis par, mds que angustiarme, me divierte. Afirmo in- cluso que disfruto con mi confusién y con la san- ‘gre que afluye a mis mejillas, La infinita diversidad de los rostros me lena de alegra. Por ese motivo ‘me basta con recorrer una calle para que me ocurra algo, aunque sélo sea esa bajada de pestaiias, esa 188 suavidad de los rasgos 0 esa forma de caminar &s- pera de otro paseante, para que pueda declarar que se ha producido en mi presencia un acontecimien- to que si es preciso tendré que testimoniar. No deberia haber dado a entender que descifio 4 mis semejantes. Los miro sin preguntarme quié- nes son, lo que quieren, si estén en contra de mi, casi en éxtasis ante sus rostros, y ante el hecho de que una came, incluso en reposo, sea tan mévil y llena de sentido. ‘Me conmueve, més que ningiin otro aconteci- miento, el nacer del dia, y tengo motivo para estar satisfecho, puesto que cada veinticuatro horas ama- nnece un nuevo dia y se proclama en la luz o la bru- ‘ma, poco imports. A mis ojos, se trata de un naci- ‘miento més emocionante que el de un pequeio ser humano. Esta exento de Horos, de gritos. Un des- gatramiento en el que lo patético no engendra el dolor © una tragedia (un duelo). Lo comparo con. el advenimiento de una obra. Algunos de nosotros hemos tenido la alegria de asistir a una primera re- presentacién teatral o musical y de ver surgir en su presencia un genio incontestable. Suponiendo que la existencia (lo que no creo) es- tuviera compuesta de repeticiones inutile, de borra- dores ilegibles, de tachones, de tinta corrida, de ac- tos estipidos y malvados, encontraria su redencién. en el cotidiano nacimiento de un nuevo dia. Asocio, sin demasiadas razones, parece, este re- nacimiento con el mundo griego y me arriesgo a 189 ‘emitir una hip6tesis para dar cuenta de ello. He te- nido la suerte, gracias a mis estudios, de iniciarme cn la lengua y Ia cultura griegas. Esta Grecia se me ha aparecido como mi pais natal, un pais in- memorial sustraido a la decrepitud. Una tierra con otillas luminosas, bordeada por un mar benévolo y rico en comercios, en procesiones, en guerras, en. expediciones coloniales. Una Grecia matinal, po- blada por unos dioses con frecuencia bromistas, risuefios, enamorados, unos. semidioses que no exigian nada de los hombres y les concedian la opor- tunidad de dedicarse tranquilamente a sus ocupa- ciones, a sus charlas, a sus juegos, a sus conflictos, asus especticulos. Esta Grecia habia existido, hacia mucho tiempo, y cuando yo ofa su lengua, eran pa Jabras que nadie habia ofdo antes que yo y que unos hombres ilustres habian pronunciado para deslum- brar a un pequefio campesino del Lot-et-Garonne ys al reconocerlas tan vivas, admitia sin amargura que yo nunca habia sido tan joven como ellos. Gre- cia tenia, como el dia, las virtudes de un comienz0 absoluto, es decir, sin antes ni después. Era como tun milagro. Es decir, la llegada de lo improbable o de tun acontecimiento que, a pesar de su reproduc- cién, seguia teniendo el poder de sorprendemos. Sin embargo, existe una diferencia entre esas dos maravillas. Una vez. despertada, una jomada puede desmentir su inauguracién. Entonces, para experimentar Ia ilusién de un comienzo radical al que nada suceders, debemos tener la inteligencia de 190 apresar el instante efimero durante el cual el tiem- po se ha inmovilizado, Sorprendo este drama en diferentes circunstancias. Una ciudad en ayunas es hermosa. Los acant lados de una metrépolis surgen en la inocencia y lo abrupto fuera de cualquier referencia a la economia y a la trepidacién de los negocios. Brotada de una galaxia, espejo de la ronda de las estrellas, paradig- ma (testimonio) de una geometria perfecta. En la equefia ciudad en la que vivo no hay semejante grandeza. Casi cedo a la tentacign de despertar a unas almas adormecidas, dispuesto a tirarles de las orejas si iciera falta, a ayudarles a abrir sus tiendas. Pero, en fin, muy pronto algunos colegiales y algu- nos empleados se dispersarin por las calles, con. paso ligero, a paso de paloma, con una palidez con- movedora. As pues, soy mas sensible al alba que al En la montafia, me gusta alojarme en un chalet proximo a las cimas. El encanto del nacimiento gana en intensidad. Es necesario que el sol se alce por encima de ellas. Escalador temerario, aparece, desaparece, parece haber renunciado, reaparece. Las montafias sublimes se recubren con una inica rosa, sus labios de piedea estin agrietados y perma- necen obstinadamente cerrados. El especticulo me reintroduce en épocas lejanas, de la prehistoria. Las ‘montafias, por el juego de la sombra y de la luz, son de nuevo esculpidas, adoptan formas inéditas. Estoy muy cerca del embotamiento, Asi es como 191 antafio debi6 de adquirir forma el universo, a tra- vvés de plegamientos, erecciones, reorganizaciones de las protuberancias y de las lagas, avances y re- Pliegues de las masas de agua, Una ciudad como Paris me ofrece un especticulo comparable. Desde una de sus colinas veo la luz na- ciente insinuarse en una de sus cavidades cuando ya ha golpeado de frente ciertas alturas. Paris la cmi- nente me presenta sus eminencias: sus catedrales, sus ‘monumentos, lo que tiene de mas noble y que supo escapar a los horrores de la guerra o ala inconscien- cia de tos poderes. Veo algunas torres sospechosas. Finjo creer que las he introducido en mi mirada por tuna enojosa sobreimpresiOn: desagradables rastros de una ciudad construida deprisa y corriendo. Paris ya no ¢5 un inmenso territorio fuera de mi alcance: podria moverme de la misma forma por cualquiera de sus zonas. Hay dias en que se muestra més jugue- toma y, en ese caso, me propone varios paisajes urba- nos antes de offecerme un conjunto que apenas cam- biard. Sigue habiendo palidez sobre esta ciudad y la amo més por no manifestar la arrogancia de una ‘capital y por temblar de espanto como un pequeiio animal sorprendido cn un prado, cuando la noche deje de. protegerla. Presiente probablemente que, también hoy, deberé ser igual asf misma. Un tal pre- ludio me confirma que el polvo hablaré en este o en aquel punto de la ciudad bienamada. He hablado demasiado de ella. No es frecuente que remueva estos pensamientos. Por lo gencral, 192 etmanezco mudo en presencia de un hecho tan formidable (de la categoria del rayo): el nacimiento de una ciudad o de un mundo y mi propio naci- miento si decido de nuevo vivir esa mafana Para ser completamente sincero, a veces fallo al compromiso del dia; cuando es asi me cuesta libe- ame de la noche, de mis suefios; después de ha- ber llegado tarde a la partida, me avergilenzo de partir después que los otros, pero mafiana me seri oftecido un nuevo amanecer. Majiana nacerd un nuevo dia. Mafiana volveré a convertitme en un vidente, Acercaré mis manos a las cosas. Haré girar la mueda de las estaciones: pri- mavera, verano, otofio, inviemo, da igual. Acompa- fiaré ala uz hasta su desaparici6n y a la noche has- ta su desgarro. Vestiré este mundo harapiento con. tun atuendo real, o més bien, conociendo mis ver- daderos impulsos, le arrebataré algunos andrajos. Mahana volveré a valorar la suerte de estar vivo todavia, 193

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