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Antología de salud. ¿Cómo ves?
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Antología de salud. ¿Cómo ves?

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About this ebook

El objetivo de esta antología es mostrar cómo se hace la ciencia, quiénes la hacen y cómo la hacen, específicamente en el campo de la salud. Estamos conscientes de la urgencia de promover una cultura relacionada con la salud del cuerpo y de la mente, desde el disfrute del ejercicio hasta las consecuencias nocivas de vivir con adicciones, pasando por el conocimiento de las características e importancia del microbioma humano. Se muestra aquí al cuerpo y sus batallas: padecimientos y enfermedades nacidas de infecciones, así como fascinantes historias sobre la gripe y la bacteria culpable de la gastritis y la úlcera.
Esta antología también se centra en aspectos tan trascendentes como la estrecha relación entre salud y sociedad, empezando por el mundo de los medicamentos, los mitos del azúcar y de la mariguana medicinal, hasta las enfermedades emergentes e infecciosas. No olvidamos de ninguna manera a la salud mental, con artículos sobre la depresión, la ansiedad, el trastorno bipolar, la anorexia, la bulimia y el suicidio, todos problemas graves de salud pública que atañen especialmente a los jóvenes. Terminamos esta antología con lecturas relacionadas con el futuro de la salud en las que se incluyen textos esperanzadores como los trasplantes de órganos y el uso de las células madre, sin olvidar temas éticos como las tentaciones de editar nuestro genoma.
LanguageEspañol
Release dateApr 9, 2024
ISBN9786073070232
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    Book preview

    Antología de salud. ¿Cómo ves? - María Emilia Beyer

    Capítulo 1

    Mente sana

    en cuerpo sano

    Correr

    Por Paulino Sabugal Fernández

    Correr es un ejercicio que se disfruta. Es accesible para personas de todas las edades; no se necesitan canchas, ni vestuario especial (salvo unos buenos tenis), ni juntar a todos los cuates como ocurre en deportes de equipo. Para correr basta con tener la voluntad y el deseo de mejorar la salud, seguir algunas recomendaciones sencillas y lanzarse.

    Fotos Luis Reyes

    Es sorprendente que en esta época de obsesión por la nutrición light, cuando todo mundo parece estar muy preocupado por su salud y por su figura, la práctica de la carrera lenta y de larga distancia se vea como algo pasado de moda en el mejor de los casos o, de plano, como un deporte mortalmente aburrido y ¡hasta peligroso! que puede llegar a dañar vértebras y articulaciones o incluso las vías respiratorias si se corre en urbes como la Ciudad de México, tristemente famosas por sus altos niveles de contaminación del aire.

    Sin embargo, si se hace bien (con tenis adecuados para minimizar el rebote de nuestro cuerpo sobre el suelo y corriendo lo más posible cerca de zonas boscosas) la carrera resulta uno de los deportes más completos. La enorme cantidad de maratonistas confirma que correr es una práctica que cada día tiene mayor número de seguidores; para cubrir los 42 kilómetros de esa competencia, los participantes debieron entrenarse por lo menos durante ocho meses en los parques, pistas, carreteras y caminos de todo el país.

    ¿Por qué correr?

    Acaso el desdén que los amantes de la vida sedentaria muestran por los corredores, esté estrechamente relacionado con el sentido comodino de la vida urbana de finales del siglo XX: se trata de obtener los mayores resultados con el mínimo esfuerzo, aunque estos resultados puedan ser efímeros y hasta contraproducentes. Nunca los jabones reductivos, las fajas, las dietas (la mayor de las veces sin prescripción médica) o los aparatos del gimnasio ofrecerán el beneficio integral de una carrera larga y lenta para la que, a fin de cuentas, estamos diseñados: somos animales bípedos y la estructura que conforman nuestras piernas y pies es un bello legado de la evolución, el cual, sin duda, sirve para mucho más que calzar zapatos y pisar los pedales que controlan la marcha de un automóvil.

    Cuando la carrera es larga y lenta, es decir, cuando se trata de un ejercicio de resistencia que se practica en forma relajada, sin presión competitiva alguna, el corazón, músculo al fin, incrementa de manera sostenida su ritmo de trabajo: se hace más apto y previene el taponamiento de las arterias coronarias por acumulación de depósitos de grasa, uno de los costos de la vida sedentaria. El ejercicio de resistencia aumenta el número de los pequeños vasos sanguíneos llamados capilares y estimula un mejor flujo de nutrientes a las células y una mejor salida de desechos.

    Al hacer ejercicio en forma regular y de manera constante (al menos media hora tres veces a la semana), se logra una mayor irrigación sanguínea del tejido muscular y, en consecuencia, una mayor oxigenación de las células. A esto hay que agregar que el músculo cardiaco se va haciendo poco a poco más fuerte, enviando un mayor flujo de sangre a todo el cuerpo en cada latido. Con menor número de contracciones, el corazón acondicionado realizará un trabajo más eficaz de modo que el pulso en reposo del corredor tiende a ser más lento. Tratándose de un ejercicio aeróbico (es decir, en presencia de oxígeno), la carrera lenta y prolongada emplea como una de sus fuentes de energía la grasa acumulada en el cuerpo: no hay mejor tratamiento para adelgazar.

    Las carreras de larga distancia son relajantes porque durante su práctica el organismo libera hormonas beta-endorfinas que se concentran en la parte media del cerebro y producen un sutil efecto tranquilizante. Y si esto no fuera suficiente, hay que señalar que la carrera lenta de larga distancia mejora el desempeño respiratorio; satisface nuestra necesidad innata de movimiento; permite autoafirmarnos e incrementar nuestra autoestima; es una extraordinaria válvula de escape para el estrés y, en su carácter repetitivo, funciona como disciplina de meditación.

    LO QUE DEBES SABER ANTES DE PEGAR LA CARRERA

    El doctor Fernando Torres Roldán, jefe de la Unidad de Artroscopía del Hospital de Urgencias Traumatológicas José Manuel Ortega Domínguez del IMSS, hace las siguientes recomendaciones para un corredor principiante: "Si nunca antes ha realizado una actividad deportiva, debe consultar a un médico para saber cuál es el estado de su corazón, sus pulmones y su salud en general para practicar deporte. Luego, debe iniciar un programa de caminata que puede ser de 20 minutos diarios durante algunas semanas, para luego incrementarlo hasta 40 minutos, y emprender la actividad deportiva bajo la supervisión de un instructor calificado. Asimismo, es necesario que utilice calzado deportivo adecuado, el cual debe contar con una almohada de aire que absorba el impacto en el área del talón, paredes duras para el mejor soporte del pie, una base más amplia que el ancho de este, correas que sujeten bien el pie y un buen sistema de ventilación.

    Finalmente, el terreno donde se corra debe ser plano y procurar que siempre sea del mismo tipo. Y es que si una persona corre primero sobre una superficie asfáltica y luego lo hace sobre un terreno menos firme, o viceversa, puede lesionarse las rodillas. Tampoco es recomendable pasar de una superficie más o menos plana a un terreno de subidas y bajadas, pues sobre todo en estos últimos se fuerza demasiado la rodilla. En cuanto a las lesiones más frecuentes en los corredores, el doctor Torres Roldán señala que son las siguientes:

    1. La del cartílago de la patelo-femoral, llamada condromalacia. Se presenta al pisar un terreno irregular y se caracteriza por dolor en la parte delantera de la rodilla. Suele ocurrir cuando el corredor no tiene un programa adecuado de entrenamiento, padece una enfermedad en la rodilla o ha recibido previamente un golpe en esa zona. En la mayoría de los casos esta lesión se cura disminuyendo la actividad física pero en algunas ocasiones requiere de intervención quirúrgica.

    2. En los meniscos y la del ligamento cruzado, que se caracterizan por dolor y la inflamación de las rodillas. Con cierta frecuencia, estos padecimientos requieren de cirugía. En el caso de los meniscos, después de un mes es posible regresar a la actividad deportiva y en el de los ligamentos, luego de tres meses.

    3. Desgarres musculares, que se presentan por un inadecuado calentamiento o bien cuando, después de calentar y correr, se hace un alto para descansar y se reinicia la carrera con los músculos fríos. Algo similar ocurre con quienes han practicado el deporte por largo tiempo, de pronto dejan de hacerlo durante meses y vuelven a practicarlo con la misma intensidad de antes. Asimismo sucede cuando se corre con calzado inapropiado o se recibe un golpe en la zona muscular. Por lo regular los desgarres de este tipo cicatrizan solos en el transcurso de 10 o 20 días, aunque el dolor puede continuar hasta que la cicatriz adquiere la elasticidad del músculo.

    Con respecto a lo que debe hacer un corredor cuando sufre una lesión, el doctor Torres explica que si una persona no ha sufrido una lesión previa y al correr se lastima y empieza a tener dolor, debe dejar de correr, aplicarse hielo en la zona adolorida, vendársela y tomar un antiinflamatorio, si no padece alguna enfermedad que contraindique el uso de esta clase de fármacos. Desde luego, debe seguir un programa de reposo y una terapia física. La mayoría de las lesiones de los corredores son leves, por lo que no requieren intervención quirúrgica y suelen curarse en unos días. Pero si continúa el dolor, la inflamación crece o no disminuye, o se presentan torceduras y luxaciones frecuentes, es preciso consultar a un especialista.

    Luis Felipe Brice

    ¿Y LOS TENIS?

    Hoy en día, la oferta en calzado para corredores es enorme y resulta fácil confundirse o comprar el tenis incorrecto, así que ofrecemos a los lectores algunos tips que pueden ser de utilidad al momento de la compra. Los tenis para correr son caros (entre 600 y 1 500 pesos), pero hay que tomar en cuenta el esfuerzo que significa para nuestros huesos y articulaciones correr varios kilómetros: cada pie golpea el suelo unas 500 veces por kilómetro cargando con todo nuestro peso. Un buen calzado puede ser la diferencia entre lesionarse y pasarla bien en carreras de larga distancia.

    •El corredor necesita amortiguar la fuerza del impacto de sus pies contra el suelo, lo que se logra usando tenis con entresuela de gel, de aire o de otros materiales con capacidad para absorber impactos. La decisión de cuál comprar dependerá de cómo se sienta el corredor con cualquiera de estos sistemas. Todos son buenos.

    •Si se corre en pasto o tierra no se necesita mucho acojinamiento, pero habrá que buscar calzado con buena tracción (suela tipo tractor), estabilidad (buen soporte en talón y tobillo) y protección contra piedras o agua. En general, este tipo de tenis se vende como calzado para campo traviesa. Si se corre en pavimento, se necesitará de mayor acojinamiento y sistema de amortiguamiento al impacto en talón y parte delantera del pie (es decir a lo largo y ancho de toda la suela). Habrá que tener cuidado de no elegir tenis demasiado acojinados porque entonces se perderá estabilidad y esto puede dar lugar a lesiones en tobillos.

    •Para el entrenamiento diario, no hay que preocuparse por el peso de los tenis: unos gramos de más no afectan. Si se desea competir en carreras habrá que adquirir un segundo par más ligero (que usualmente son los más caros).

    •Como regla general, un tenis para correr debe ser flexible, especialmente en la parte donde el pie se dobla en cada paso. Si no se flexiona lo suficiente, significará un trabajo adicional y exigirá un esfuerzo innecesario a las piernas. Antes de comprar tenis para correr, hay que doblarlos: si se precisa de demasiada presión lo mejor será optar por otro modelo.

    •Deben comprarse tenis medio número más grandes: al correr el pie tiende a hincharse y esto demanda espacio. También hay que tomar en cuenta el grosor de la calceta para correr (por cierto, es bueno usar calcetas especiales para correr a medio tobillo o de tubo un poco más largo ya que protegen los pies de ampollas y roces).

    •Finalmente, hay que cuidarse de los tenis piratas que son imitaciones de mala calidad del calzado de marca y que, por lo mismo, resultan más baratos pero a la larga no ofrecen el mismo desempeño que los tenis auténticos.

    Imagen: Shutterstock

    Como dice la corredora Nina Kuscsik, primera atleta en ganar la rama femenil del maratón de la ciudad de Boston, en 1972: Los corredores somos privilegiados; descubrimos cosas de nuestros propios cuerpos que la mayoría de las personas, incluso los médicos, no aprenden jamás. Estamos más en contacto con nosotros mismos.

    Corriendo el maratón

    La carrera de maratón recuerda la hazaña del griego Filípides, quien después de correr desde la ciudad de Maratón a la de Atenas para anunciar la victoria de los griegos sobre los persas en la primera Guerra Médica, hacia el año 490 a. C., cayó muerto. Filípides recorrió 42 kilómetros y es un símbolo del desafío a las capacidades físicas del corredor y el heroísmo.

    Sin pretender compararme con Filípedes, me inscribí en el XVII Maratón Internacional de la Ciudad de México, que se corrió por diferentes calles del Distrito Federal, con salida en el Monumento a la Revolución y meta final en el Bosque de Chapultepec, el pasado 15 de agosto.

    A las 8:32 de la mañana, de un domingo frío que presagiaba un excelente clima para correr, aproximadamente 11 000 corredores tomamos la salida en la calle Juárez, con la Plaza de la República como telón de fondo. Una hora más tarde, pasando el kilómetro 10, muy cerca del Palacio de los Deportes, la esperanza de un día fresco se había desvanecido y un calor agobiante comenzó a cernirse sobre los corredores; afortunadamente, los puestos de abastecimiento (con agua, esponjas húmedas, hielo y electrolitos) funcionaron con eficacia durante toda la ruta.

    Fue conmovedor el apoyo que la gente brindó a los corredores a lo largo de la carrera con palabras de aliento, pancartas y matracas. Algunas personas ofrecían limones, naranjas o dulces a los competidores, pero sobre todo nos animaban a no rendirnos. Para mí, haber terminado esta prueba en un tiempo de cuatro horas con 48 minutos y 32 segundos fue más que satisfactorio: hace cinco meses, cuando comencé a correr, acababa de dejar de fumar, hábito que mantenía a ritmo de una cajetilla todos los días. Durante el tiempo que entrené perdí 14 kilogramos de sobrepeso sintiéndome cada vez mejor. Ese es mi premio: haber puesto a prueba —y superado— mis propias limitaciones.

    Publicado en ¿Cómo ves? Núm. 12, noviembre 1999.

    Paulino Sabugal Fernández es periodista dedicado a la divulgación de la ciencia. Es coautor de dos libros y actualmente es Coordinador de Prensa y Difusión de la Academia Mexicana de Ciencias.

    HIGIENE

    Arma de dos filos

    Por Miguel Rubio Godoy

    Las enfermedades infecciosas en la infancia nos protegen de sufrir padecimientos inflamatorios crónicos en la edad adulta. Por eso un exceso de limpieza puede ser perjudicial.

    Hace unos 200 años se descubrieron los microorganismos causantes de enfermedades, o patógenos. Desde que sabemos que algunos padecimientos se deben a agentes patógenos (véase ¿Cómo ves? Núm. 41), hemos buscado mil maneras de mantenerlos a raya y conservarnos sanos. Así, han surgido disciplinas médicas como la higiene, que propone medidas para conservar la salud, y la epidemiología, que estudia sobre todo cómo prevenir enfermedades. Para atajar a los microorganismos patógenos se desarrollaron normas de aseo para las personas y recomendaciones de limpieza para ciudades y pueblos. Las heridas dejaron de infectarse cuando empezamos a usar sustancias que evitan que proliferen las bacterias. Se fabricaron productos para evitar que los microbios nos invadan (antisépticos) y también para combatirlos (antibióticos, por ejemplo); y se elaboraron vacunas para prevenir contagios.

    En la lucha contra los patógenos la medicina ha tenido mucho éxito, por lo menos en las naciones desarrolladas y en algunas en vías de desarrollo, como la nuestra. Durante el siglo XX la mortalidad debida a enfermedades infecciosas disminuyó de forma notable y la expectativa de vida aumentó considerablemente. Habiendo impedido, con la higiene en general, que proliferen muchos patógenos, hemos logrado vivir más tiempo y quizá más saludables que antes. Esto constituye un hito en la historia de la vida en el planeta, pues a diferencia de nuestros antepasados y de todos los demás animales, los humanos contemporáneos podemos, hasta cierto punto, escapar de los patógenos y aplazar el momento de la muerte. La conciencia de este hecho ha llevado incluso a un optimismo extremo: el encargado de salud pública de los Estados Unidos en la década de los 70 llegó a afirmar que las enfermedades infecciosas eran cosa del pasado, lo cual ya no es tan cierto por al menos cuatro razones: han comenzado a reaparecer viejos enemigos, como el bacilo de la tuberculosis, y otros patógenos que desarrollaron resistencia a los antibióticos y a otros compuestos que los mataban; han surgido nuevos patógenos como el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH, causante del sida); las bondades de la higiene no llegan aún a todos los confines del planeta; y hoy sabemos que la higiene puede ser un arma de doble filo.

    Consecuencias imprevistas de la higiene

    Los estudios prolongados de la distribución geográfica y temporal de enfermedades muestran que en las últimas dos o tres décadas las enfermedades inflamatorias crónicas han aumentado considerablemente en los países industrializados, y que en los países en vías de desarrollo los males de este tipo no han crecido tanto. Entre estos padecimientos se encuentran las alergias, como el asma y la fiebre del heno, algunas enfermedades autoinmunes, como la diabetes tipo 1 y la esclerosis múltiple, así como enfermedades inflamatorias del tracto digestivo, como la colitis ulcerativa y la enfermedad de Crohn. Los epidemiólogos también han encontrado que los padecimientos alérgicos son más comunes en las ciudades que en el campo. Para explicar estas observaciones, estudiaron varios factores ambientales asociados a la vida citadina en los países industrializados, factores que podrían favorecer la aparición de enfermedades alérgicas (por ejemplo, la contaminación, la exposición a sustancias nocivas, los cambios en la dieta y los patrones de amamantamiento). Resultó que no había relación evidente entre estos factores y las enfermedades alérgicas. Pero los epidemiólogos notaron que sí había una correlación consistente entre las infecciones sufridas en la infancia y las alergias que aparecen durante el resto de la vida. Se determinó que es más probable que un alérgico sea hijo único y que es más probable que desarrollen alergias quienes no fueron a guarderías. Estas observaciones se pueden interpretar como evidencia de que exponerse a infecciones a una edad temprana (ya sea transmitidas por los hermanos o por los compañeros de guardería) confiere protección contra las alergias y quizá contra algunos de los otros padecimientos inflamatorios crónicos citados. ¿Por qué?

    Al ataque

    Las alergias (o atopias, como las conocen los médicos) son reacciones del organismo que pueden deberse a una infinidad de cosas, pero en todos los casos el organismo produce unos anticuerpos del tipo llamado inmunoglobulina E (IgE). Estos anticuerpos provocan inflamación. La alergia al polen, por ejemplo, se produce cuando las células del sistema inmunitario que patrullan nuestro organismo identifican esta sustancia como intrusa, la atrapan y la examinan para producir anticuerpos IgE específicos para neutralizarla. La primera vez no pasa gran cosa, pues son pocas las células que se especializan en producir estos anticuerpos contra el intruso. Pero si te vuelves a exponer al polen, más células empiezan a dedicarse a fabricar los anticuerpos necesarios y así aumenta la concentración de IgE en la sangre. Los anticuerpos desencadenan una violenta reacción inflamatoria: se libera una sustancia denominada histamina en la sangre y las células sanguíneas se aglomeran en el sitio donde se detectó el polen. Esto explica por qué los episodios alérgicos (o atópicos) se caracterizan por una rápida inflamación y un enrojecimiento de los tejidos; y por qué las alergias se controlan con sustancias que revierten los efectos de la histamina, llamados antihistamínicos.

    Tener una infección del gusano Necator americanus suprime la fiebre del heno, una alergia al polen.

    En las alergias, como en tantas cosas, hay niveles: una alergia leve al polen puede irritarte los ojos y hacer que te escurra la nariz un par de días, lo cual se hace llevadero con un antihistamínico. Pero un ataque de asma o una alergia grave a algún alimento pueden inducir un proceso inflamatorio muy agudo que obstruya las vías respiratorias. La persona afectada puede morir de asfixia.

    El ejemplo de las alergias ilustra el hecho de que las enfermedades son respuestas del organismo, quizá desbocadas.

    Ni tanto que queme al santo...

    La llamada hipótesis de la higiene (también conocida como de los viejos amigos) —que propuso por primera vez David P. Strachan en 1998, en un artículo publicado en la revista British Medical Journal — es un intento de explicar por qué las enfermedades infecciosas de la infancia nos protegen de sufrir padecimientos inflamatorios crónicos en la edad adulta. Cuando, de niños, entramos en contacto con organismos inofensivos de la tierra, el agua y la materia vegetal en descomposición, así como con gusanos parásitos, el contacto suele ser benéfico. Por haber evolucionado nuestra especie en presencia de estos organismos, contamos con los medios para controlarlos y su presencia ayuda a activar el sistema inmunitario. Hoy en día las medidas de higiene en muchos lugares del mundo han reducido nuestro contacto con estos amigos de la infancia: a los niños les prohíben comer tierra, les lavan las manos con jabón antibacteriano, les embadurnan el menor rasguño con líquido antiséptico, les dan de beber agua limpia y los desparasitan de vez en cuando (de hecho, en los países desarrollados casi no hay gusanos parásitos). Todo eso está muy bien, pero no tanto.

    Lo bueno de convivir de niños con estos viejos camaradas es que adiestran a nuestro sistema inmunitario. Este debería ser capaz de identificar como inofensivas muchas de las bacterias y otros organismos del suelo y el agua, pues no nos hacen daño y seguramente nos toparemos con ellos toda la vida, como desde hace miles y miles de años. Por otra parte, el sistema inmunitario tiene que aprender a convivir con los gusanos parásitos porque, en muchos casos, sus esfuerzos para destruirlos son vanos. Estos bichos han desarrollado una impresionante gama de mecanismos y estrategias para burlarse de nuestras defensas (véase ¿Cómo ves? Núm. 46). Si el sistema inmunitario se empeña en tratar de eliminar un parásito, el remedio puede ser peor que la enfermedad. Por ejemplo, los esfuerzos del organismo por destruir al gusano Brugia malayi están condenados al fracaso y acaban por obstruir los conductos linfáticos del infectado y le producen elefantiasis.

    Se cree que los parásitos adiestran al sistema inmunitario estimulándolo a que produzca células inmunes regulatorias, en vez de las efectoras que acabarían por destruirlos. Al parecer, estos viejos amigos propician la maduración de dos mecanismos que controlan las inflamaciones desbocadas. La continua producción y constante activación de células inmunes reguladoras suprime las repuestas inflamatorias; sobre todo las dirigidas contra los microorganismos. Esto trae como consecuencia una tolerancia inmune prolongada debida a que las células reguladoras reconocen como normales varios de los componentes del entorno de los parásitos: ciertas características de nuestros tejidos, los contenidos de nuestro tubo digestivo y una que otra sustancia inofensiva que de vez en cuando se cuela en el cuerpo, como el polen. Es decir, los gusanos y los bichos inofensivos le enseñan al sistema inmunitario a tolerar los tres tipos de sustancias que producen los tres tipos de enfermedades inflamatorias crónicas que abundan en el primer mundo y escasean en el tercero. Esta, en esencia, es la hipótesis de la higiene.

    Como cualquier hipótesis que se respete, la de la higiene está respaldada por ciertas pruebas. Como dije al principio, los epidemiólogos midieron el impacto de las infecciones a largo plazo al comprobar que quienes habían estado expuestos a infecciones en la infancia tenían menor probabilidad de desarrollar enfermedades inflamatorias crónicas en la edad adulta. Pero también evaluaron el impacto de las infecciones a corto plazo en las alergias. Lo hicieron curando, por ejemplo, a quienes sufren de alergias, problemas autoinmunes o inflamación intestinal mediante la exposición a algunos de los microorganismos con los que la humanidad ha tenido que lidiar a través del tiempo. Resultó, por ejemplo, que los síntomas de alergia de ciertas personas infectadas con gusanos empeoraban al eliminar los parásitos. Así, algunos parásitos se pueden usar como medicina para tratar ciertos padecimientos.

    ¿GUSANOS Y ENFERMEDADES PSIQUIÁTRICAS?

    Hay evidencia de que los pacientes con ciertos padecimientos psiquiátricos, como depresión y ansiedad, tienen altos niveles de sustancias que favorecen la inflamación (concretamente, de citocinas proinflamatorias). También se ha notado que estas enfermedades son más comunes en los países desarrollados que en los subdesarrollados; y en las ciudades que en el campo. ¿Suena conocido? Pues sí: ¡es el mismo patrón que el observado en la hipótesis de la higiene! Si apenas entendemos la relación entre las infecciones y algunos padecimientos inflamatorios, la relación de estas y lo que pasa en la mente dista todavía más de estar clara. Sin embargo, comienza a aparecer evidencia de esta relación. Por ejemplo, se observó que en algunos pacientes infectados con Mycobacterium vaccae (una prima de la bacteria que causa la tuberculosis), los síntomas atópicos se redujeron al recibir tratamiento contra las alergias y otros trastornos inflamatorios; pero además —y para sorpresa de todos— estos pacientes mostraron mejorías en pruebas psicológicas que medían su bienestar. Los investigadores estudiaron la cosa en detalle y mostraron, usando animales, que la infección bacteriana produce los mismos patrones de actividad en el sistema nervioso central que los observados al administrar medicinas antidepresivas. Quién sabe si un día, en vez de recetarnos Prozac, nos recomienden una buena infección.

    Gusanos terapéuticos

    Quisiera dar dos ejemplos de esta peculiar manera de medicarse. El primero es el del investigador británico Alan Brown, de la Universidad de Nottingham, Inglaterra, quien demostró en carne propia que tener una infección del gusano Necator americanus suprime la fiebre del heno, una alergia al polen. Así, este feliz y saludable portador de unos 300 huéspedes alargados que él mismo se recetó, hoy puede incluso aventurarse por un vivero y aspirar las flores directamente, cosa que antes de la infección no podía ni soñar. Otro caso, quizá más espectacular, es el de los pacientes de Joel Weinstock, de la Universidad Tufts, Estados Unidos, a quienes este galeno ha tratado con distintos gusanos para controlar padecimientos contra los cuales no hay remedio médico. Por ejemplo, no hay cura para la enfermedad de Crohn ni para la colitis ulcerativa. Ambas dolencias resultan del ataque inflamatorio del sistema inmunitario al intestino. El sistema defensivo del cuerpo, en vez de ocuparse de defenderlo de los agentes extraños que lo podrían dañar, se ensaña con él. Pues bien, los pacientes del Dr. Weinstock han logrado controlar sus achaques autoinmunes mediante la controvertida solución de ingerir regularmente huevecillos de gusanos parásitos. Para prevenir que las infecciones se eternicen, en vez de usar parásitos humanos, se emplean gusanos de cerdo, que producen infecciones de corta duración. Una vez salidos de los huevecillos, los gusanos colonizan el intestino y a fin de sobrevivir en su nuevo hogar suprimen los mecanismos defensivos del paciente para tener la fiesta en paz. ¡Y qué fiesta! Los gusanos se retuercen felices en un domicilio en el que tienen el alimento garantizado, así como condiciones ambientales muy propicias y constantes; y el sufrido paciente por fin puede llevar una vida normal sin tener que preocuparse de los constantes dolores de estómago y de los sorprendentes e intensos ataques de diarrea... Ambos ejemplos contribuyen a consolidar las premisas de la hipótesis de la higiene y apuntan a lo que puede parecer un disparate: que en cierto modo, después de milenios de vida compartida, necesitamos a nuestros parásitos.

    Publicado en ¿Cómo ves? Núm. 118, septiembre 2008.

    Miguel Rubio Godoy es licenciado en investigación biomédica básica por la UNAM y doctor en biología por la Universidad de Bristol, Inglaterra. Es investigador del Instituto de Ecología, A.C. y colaborador habitual de esta revista.

    Cuando el

    estrés oxidativo

    nos alcance

    Por Agustín López Munguía

    El oxígeno es esencial, pero tiene también un lado oscuro: a su paso por nuestras células genera sustancias reactivas que nos enferman y envejecen.

    Fotos Shutterstock

    La última vez que fui al cine, vi un anuncio de antioxidantes que empezaba con algo así: cada segundo, tus células son amenazadas por peligrosos radicales libres que las oxidan sin misericordia, envejeciéndote y deteriorando tu salud...’. Las imágenes me hicieron sentir cómo los electrones se desprendían de mis moléculas esenciales, incluidas mis neuronas, y me fui hundiendo en el comodísimo asiento y me fui oxidando de tal forma que no recuerdo ni el nombre del producto, pero sí que ese fue el momento en el que decidí escribir este artículo.

    La oxidación

    Nos enseñan desde la primaria que estamos constituidos, entre otros, por los sistemas respiratorio, circulatorio y digestivo, aunque pocas veces reflexionamos sobre la relación del oxígeno con los tres: y es que después de llegar a nuestros pulmones, el oxígeno inhalado pasa a la sangre y en ella viaja por todo nuestro organismo recogiendo los electrones que resultan de las reacciones químicas que se dan en las células. El conjunto de esas reacciones se denomina metabolismo y gracias a ellas nos mantenemos con vida. Una parte de estas reacciones tiene como objetivo extraer la energía de nuestros alimentos, lo que se conoce como catabolismo.

    Así, cual coches a los que hay que suministrar oxígeno para extraer la energía del combustible, para vivir debemos respirar y extraer la energía de los carbohidratos o las grasas que cargamos en cualquier puesto de alimentación (cocina, restaurante o maquinita distribuidora de chatarra).

    Tanto los coches como nosotros logramos aprovechar nuestra fuente energética gracias a que el oxígeno le arranca sus electrones mediante el proceso que se conoce como oxidación, sinónimo de combustión. Al final de la oxidación, tanto por el escape del coche como por nuestra expiración, se arrojan dióxido de carbono (CO2) y agua, productos finales de la reacción y, por lo mismo, destino final de los electrones arrancados al combustible.

    La gasolina y el oxígeno, esenciales para el funcionamiento de un coche, llegan al motor por vías separadas. Algo similar ocurre en nuestro organismo, el oxígeno y los alimentos llegan a las células por vías separadas; el primero lo hace por medio de la respiración y los segundos a través de la digestión. El punto clave es reconocer que el aire (el oxígeno) es también para nosotros un alimento, el prana como lo llaman los hindúes, el alimento vital que da vida al cuerpo y al Universo. Bueno, al menos al planeta Tierra.

    VENTAJAS DE LOS ANTIOXIDANTES

    La industria de alimentos utiliza antioxidantes como aditivos desde hace décadas. En general, el objetivo es proteger a las grasas de origen vegetal (insaturadas) de la oxidación, que además de hacerles perder valor nutricional, genera el característico sabor a rancio. En nuestro organismo, los antioxidantes evitan no solo la oxidación de grasas y lípidos, sino del llamado colesterol malo, que es un complejo de proteínas y colesterol (lipoproteínas de baja de densidad, o LDL) en el que predomina el segundo; reducen la inflamación crónica; mantienen la integridad de las membranas celulares, es decir sus receptores, sus enzimas, y su permeabilidad.

    Es obvio que somos mucho más complejos que un coche, y mientras en este los electrones van directo del combustible al CO2 y agua, en nuestro organismo se llevan a cabo cientos de reacciones, que sirven a muchos fines y que conllevan el movimiento de electrones. Cada vez que se mueven los electrones, se dice que algo se oxida (porque pierde electrones), y como consecuencia, algo más se reduce (porque gana esos electrones). En este proceso, a veces se oxida algo que no debiera, como por ejemplo ciertas grasas esenciales en nuestro cuerpo, causando daños que a la larga obstruyen las arterias, incrementando la probabilidad de afecciones cardiacas o causando daños al sistema inmunológico. O bien se oxida alguna proteína que necesitamos para las reacciones metabólicas; o peor aún, el oxidado es el ADN, que como recordarán es la sustancia de la que están constituidos nuestros genes, lo cual provoca mutaciones.

    Los malos de la película

    En ese ir y venir de electrones, en condiciones normales se producen en nuestras células los radicales libres, que son diversas formas de oxígeno altamente reactivas, ya que cuentan con un electrón de más y por lo tanto son capaces de arrancar electrones a otras moléculas. Ese es el caso, por ejemplo, del radical hidroperóxido, que se produce cuando el oxígeno se une con un protón del agua. Cuando los radicales libres tratan de neutralizarse arrancando protones o electrones de moléculas que componen la estructura celular, se puede producir un daño irreversible a largo plazo y a veces no tan largo. Esta agresividad química les ha valido a los radicales libres muy mala fama, sobre todo en las revistas preocupadas por la belleza y la juventud. Y no es para menos: se ha encontrado que muchas enfermedades crónicas tienen su origen, o son exacerbadas, por perturbaciones en la estructura de los lípidos de las membranas celulares causadas por los radicales libres. Factores tanto externos —contaminación, radiaciones, medicamentos, etc.— como internos (de lo que hablaremos más adelante), dan lugar a los radicales libres que participan en reacciones de oxidación en cadena; esto es, en un toma y daca de electrones, que provoca inflamación y de ahí enfermedad y envejecimiento.

    Los aliados

    La buena noticia es que nuestras células no están inermes. Disponen de una serie de mecanismos bioquímicos que integran un verdadero sistema antioxidante, que es el que se estresa (y con él nosotros) cuando las condiciones del medio se salen de la normalidad por la abundancia de radicales libres. Así, el llamado estrés oxidativo se debe al desequilibrio en el organismo entre antioxidantes y radicales libres. Nuestro sistema natural de antioxidantes está compuesto por proteínas (enzimas) como la peroxidasa, la catalasa, la superóxido dismutasa y la glutatión peroxidasa, que catalizan reacciones de eliminación de los radicales libres y de otras sustancias oxidantes. Pero sobre todo, nuestro sistema antioxidante se ve apoyado por la abundante cantidad de sustancias presentes en los alimentos, en particular los de origen vegetal (fitoquímicos), y entre las que se encuentran las vitaminas A, C y E, algunos lípidos, los carotenoides (responsables de las tonalidades que van del amarillo al rojo en la naturaleza), la clorofila (vital para la vida vegetal y responsable de que asociemos lo natural con lo verde) y una amplísima diversidad de compuestos denominados fenólicos, sustancias de estructura compleja que incluyen a los responsables del poder reanimante del café, del morado de las moras y de las uvas, de la astringencia del vino, de lo negro del té negro y de la tonalidad chocolate del chocolate, entre cientos de otros ejemplos. Hemos descubierto que los compuestos fenólicos, que dan toques distintivos a muchos de nuestros alimentos, son también nuestros aliados en la búsqueda del balance oxidativo.

    El superóxido: ¿héroe o villano?

    Hace unas tres décadas se descubrió que existe una enzima en nuestras células cuya única función aparente es la eliminación de un radical libre formado a partir del oxígeno y conocido con el nombre de superóxido. Hasta entonces se pensaba que los radicales libres eran tan malos que no podían producirlos nuestras células; pero la presencia de esta enzima, la superóxido dismutasa (SOD), demostró lo contrario, ya que cuando los glóbulos blancos se encuentran con una bacteria, producen superóxido para eliminarla, protegiéndonos de la infección. Fue así como se llegó a la conclusión de que en nuestra relación con el oxígeno también se forman radicales libres derivados del simple hecho de respirar y que su presencia no está relacionada exclusivamente con el deterioro, como se ha hecho pensar a la gente hoy en día.

    LA ATEROESCLEROSIS

    El endotelio es una capa de células que cubre el interior de los vasos sanguíneos y facilita el desplazamiento de la sangre. Los radicales libres dañan el endotelio mediante un largo proceso que puede durar años. A

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