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El relato se iniciaba con su nombre. Ahora ya no puede ser. Un nombre precioso, pero
ya no puede ser. Me gustaba pronunciarlo en voz alta, repetirlo; en voz alta pero
susurrándolo, entiéndanme, jamás pretendí ser una loca. Y ahora ya no puede ser.
mazazo. Fíjense en el nombre, Ciro, que en griego significa Señor, Gran Rey. El Gran
Rey de la Alegría. Un tipo con ese nombre y se le ocurre ese título. Siempre que me
carrera, recuerdo el título fascinante y atroz, y el nombre, un nombre que como un eco
Estaba escribiendo un relato sobre él. Empezaba por su nombre. Un mes más tarde me
contaron que se había suicidado. Con eso me basta. Me basta para no volver a
porque me sale solo. He podido querer a alguien hasta el dolor y luego olvidarlo sin
más como a una triste lata de calamares vacía. Sin embargo, él ha ido y venido a lo
largo del tiempo a intervalos desiguales y con distinta intensidad. Pero he acabado
recordándolo siempre al final porque me encanta Neil Young, y Neil Young está
eternidad después de él. Imposible. Para eso hay que ser una niña. Una niña sin afanes
y con aires de tormenta. Para eso hay que encontrarse con unos ojos como los suyos,
ojos que miraban despacio y sin escudriñar, ojos que destilaban los humores de una
vida puesta todavía entre interrogantes. Hace un par de años volví a verlo.
especiales. Dos bichos raros bastante guapos y muy mal vestidos. Éramos tontos, eso
abstractas que no teníamos prisa por ver eclosionar ni hacerse carne, sino que nos
impúdicamente los dones de la atemporalidad y de la fiereza, los dos tan jóvenes y tan
tontos, implacables como los preparativos a una catástrofe que se sabe por llegar y
exultantes como la felicidad más dulce que certeramente nos hará reír. Coincidimos en
quedarnos dormidos. Y coincidimos a las puertas del instituto. Nos miramos. Nos
sonreímos. Me dijo algo que no comprendí. Yo lo miré divertida y le dije adiós con la
Una noche, nos encontramos. Los dos íbamos borrachos y sucios. Él estaba en el suelo
acerqué a él. Hola, le dije. Eh, respondió, y se levantó torpemente con sus piernas
como el alambre y su pelo castaño hecho una maraña de nudos. Se acercó a mí y con
una ternura casi infantil me cogió suavemente una mejilla mientras me sonreía. Su
que era. Tenía que levantar mucho la cabeza para verle la cara. Cuando entramos en el
bar sonaba Old man de Neil Young, pero eso lo supe más tarde. Me pareció la canción
más bonita que había oído en mi vida. Nos sentamos a la barra. Lo miraba y lo miraba,
y no podía creer que tuviera esos ojos. ¿Cómo te llamas? Alma. ¿Dónde vives? Al
lado del instituto, le dije. Yo también, repuso, alguna tarde podemos quedar y tocar la
canciones. Después bebimos mucho y jugamos a los dados. Todas las partidas las
redacción de un poema ridículo en el que mi cabeza se había hecho ola, nube, alga y
¡Alma!, gritó mi madre, es para ti, un chico. Miré discretamente por la ventana y allí
estaba él, con una guitarra en la mano, quieto, sonriendo, esperando. Hola, dije. Hola,
tranquilos y permanecíamos juntos hasta que nos entraba el hambre y cada uno se iba
que cómo podía ser tan alto, que cómo esos ojos.
A finales de agosto se marchó a EEUU para terminar sus estudios de secundaria. Los
dos sabíamos que aquello acabaría ocurriendo, pero ninguno de los dos quiso
despedirse, así que nos miramos como si nada pasara y yo sentí una pena indecible.
Apresó mi mejilla con toda la ternura de la que fue capaz y me dijo adiós. Adiós, le
Recibí dos cartas a lo largo de los primeros cuatro meses. Yo escribí tres. Después,
nada.
Y casi sin darme cuenta, quince años más tarde, estaba otra vez ante él. Tanto tiempo
da para mucho. Me limitaré a decir que me dediqué a estudiar y a leer con gran
mundo. Para qué, me decía a mí misma, qué pereza, qué agonía. Y quince años
después, apoyado en la barra del bar, sentado sin saber muy bien dónde encajar sus
-¡Qué contenta estoy de verte! ¿Cómo estás? -y por toda respuesta, su sonrisa torpe.
Lo miré bien. Se le habían enturbiado los ojos, que me hicieron pensar en arenas
hombre más guapo del mundo, el más triste y delicado, el más solo. Quería saber de
él. Le pregunté por su vida pero noté que no le interesaba hablar o que no podía. No
me pareció que estuviera tan borracho, aunque quién sabe, pensé. La profundidad de
salimos, el frío nos azotó en la cara. Entonces él se quitó la bufanda que llevaba
moverse y abría y cerraba los ojos compulsivamente. Fumaba sin parar. Compré unas
dos niños buenos, cada uno con su lata. Intentó mirarme con ternura, pero se le movía
la cabeza a un lado y a otro y se arreglaba la manga izquierda del jersey cada pocos
inició un relato deslavazado del que pude extraer algunas conclusiones. Entendí que
su bajada a los infiernos se inició en EEUU. Era la época de Kurt Cobain, de manera
que los muchachos sensibles se morían por alcanzar un nirvana glamouroso a través
de la ingesta masiva de drogas. Muy pronto trabó amistad con los chicos malotes del
high school. Los imaginé con sus camisas de cuadros y sus vaqueros sucios tomando
LSD, cocaína y otras drogas de las que ni el nombre supieron, bebiendo bourbon a
palo seco, hablando de música, mirando a mujeres de las que jamás se enamorarían
pero a las que de buen gusto se follarían en cualquier esquina, sintiéndose poco menos
que dioses, o mejor, ángeles caídos, y él tremendamente deslumbrado por los paraísos
artificiales, cada vez más convencido de que viviría eternamente, cada vez menos
humano y más satélite, yendo por las mañanas al high school con los ojos vidriosos y
siendo el más listo de la clase, el más educado, el más salvaje. Luego de su monólogo,
que le llevó algo más de una hora, yo le conté que había terminado la carrera con
y de alguna manera hay que pasar el tiempo, dije, tapar los vacíos, mantenerse cuerda.
cogió una mano. Lo miré y comprendí que no pertenecía a este mundo. Parecía que
flotaba entre líquido amniótico. Por supuesto, se quedó a dormir. Mientras trataba de
escapar al insomnio y a su cuerpo caliente y dormido apretado contra mí, pensé que el
inevitable. Aceptar, aceptar el rostro que se va ajando, aceptar la vileza del paso del
tiempo forma parte del fracaso pero también de la salvación, porque uno se sobrepone
sin descanso cualquier absurda pasión, escribir; la dignidad es escribir. Supongo que
él no pudo aceptar o no quiso. A la mierda todo, debió pensar cuando todavía era un
lastre. Él de vuelta de todo, él que apenas había tenido tiempo de ir a ninguna parte.
conseguido hacerse eterno a fuerza de cerrar los ojos y quedarse quieto. Sí, pensé,
Al día siguiente fuimos a su piso. Lo compartía con un tipo que parecía que iba a
denso. En el sofá del salón se apilaban trozos de pizza y frutas a medio comer. Sobre
la mesa, había restos de carne pudriéndose lánguidamente. Las colillas y las botellas
el tufo me obligó a mirar. Había mierda pegada en el exterior del inodoro. El suelo era
un meadero improvisado lleno de ropa sucia y de pelos. Cerré la puerta. No quise ver
la cocina. Entré en su cuarto. Eché un vistazo rápido y no lo pude evitar: le dije que
cogiera su ropa y su guitarra. Sabía que me estaba equivocando, que pronto empezaría
a enredarme y a hacerme daño, pero qué si no podía hacer. No iba a dejarlo allí. Él me
-Voy a comprarte un palacio. Eres una princesa. Voy a comprarte un palacio, eres una
princesa, mi princesa. Todavía recuerdo tus cartas. Nadie más me escribió en aquel
tiempo, sólo tú. Me daba cuenta, pero era demasiado joven, demasiado tímido e
creído que las palabras fueran sólo palabras ni que fuera fácil decirlas. Las palabras
son una cosa muy seria. Las palabras pueden cambiarlo todo. Las palabras atrapan,
abandonan, pero nunca se olvidan. Las palabras no se las lleva el viento, no. Las
palabras se adhieren a la piel, dejan marcas, surcos, cicatrices, arrugas; arrojan luz o
tinieblas; son hermosas y abominables y uno debe ser consciente de ello. Me cogió
desprotegida.
encerraba a escribir y a eso de las cuatro me iba a trabajar. Volvía a las doce pasadas.
En todo ese tiempo, él se levantaba tarde y comía cualquier cosa, lo que encontrara.
y así pasaba los días, esperando a que yo llegara, tocando y tocando canciones, y
fumando cantidades ingentes de tabaco. Casi nunca salía de casa. Cuando volvía del
trabajo, cenábamos cualquier cosa y luego bebíamos algunas cervezas, mirábamos una
mañana, y entonces era imposible no ceder. El sexo entre nosotros siempre fue otra
cosa. Era un sexo sin carne. Era como planear sobre un abismo, como caminar muy
sin memoria, mirando hacia el mundo con un pasmo del todo comprensible. Al fin y al
enredados en los líos más absurdos. Es que él era muy guapo. Los hombres guapos
atraen las desgracias. Una vez, una puta quiso arrebatármelo de las manos; en otra
ocasión, un fan de OBK, esquizofrénico y muy agresivo, quería llevárselo a vivir con
él y con su madre, a cambio de que yo aceptara cien euros, todo lo que llevo, me dijo.
Otras veces era peor y tenía que rescatarlo de los tipos más siniestros del barrio, que le
Reventada de amor y muerta de pena, así me sentía; simas abriéndose bajo mis pies,
así me sentía. La vida nunca ha vuelto a ser tan perturbadora y ajena como en aquellos
días, nunca tanto. Y en medio de todo aquello, su fragilidad que me tenía atrapada, su
Algunas noches estaba más nervioso que otras. Era fácil darse cuenta porque sus tics
se agudizaban y me decía que necesitaba fumar un poco de hierba. Pero si fumaba era
cabezazos contra las paredes, se arañaba hasta hacerse sangre o se rompía el jersey, la
camiseta o lo que llevara. Eso era todo. Y yo no podía hacer nada. Nada.
Un día le dije que no podía más, que yo no podía seguir, que tenía que hacer algo,
volver al mundo, buscarse un sueño, intentar realizarlo, ayudarse, hacer algo. Le dije
que era desolador verlo noche tras noche sentado a la mesa, esperando, esperando
nada, le dije. Necesito cierto orden, cierto ritmo para no enloquecer porque yo no
quiero enloquecer, no quiero, y a veces me siento tan cerca. También hay que comer,
¿sabes? Comer y beber y pagar un alquiler y vestirse y ducharse y vivir entre las
personas. Tienes que hacer algo. Toco la guitarra, respondió él con su sonrisa de
cartón piedra, toco la guitarra y te espero, eso es algo. Me dijo esas palabras y yo ya
no supe qué contestar. Creo que pensé que en el fondo tenía razón, creo que lo
Era una pena pero todo había ocurrido demasiado tarde. No había manera. Nunca
había sido tan mío como entonces y sin embargo era demasiado tarde. Mío como
nunca, mío como nadie y sin embargo demasiado tarde. Por las noches me apretaba
contra él y me sentía bien, pero sabía que aquella felicidad era un consuelo intolerable,
y que terminaría en cuanto sonara el despertador; por eso me apretaba contra él con
toda mi rabia.
Al tiempo, como no podía ser de otra manera, la lata de calamares vacía. Una lata
vaciada a golpes. De verdad que no podía hacer otra cosa. Lo eché de casa sin
contemplaciones. Él no quería irse pero dejó que se cerrara la puerta. Un golpe seco,
pum. Días más tarde consiguió acceder al edificio e intentó colarse en mi casa por la
ventana de la cocina, que daba al descansillo. Le grité que me dejara en paz, que se
cada vez más bajo que se fuera, que me dejara tranquila. Así estuvimos más de media
hora hasta que opté por no hacerle caso, por enmudecer, y él acabó por marcharse.
No he vuelto a verlo. Pienso mucho en él. A medida que el tiempo pasa, su imagen
duele un poco más, siempre más clara, siempre un poco más. Me dijeron que lo vieron
con un bebé en sus brazos y acompañado por una mujer. De eso hace ya algún tiempo.
suicidado, me dijeron.
respingo, un susto muy grande y una grata alegría, como si no acabara de creerse que
aquella cosa tan diminuta fuera de verdad. Me gustaban sus respingos. Me gustaban
sus ojos.
Y aquí acaba todo. El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. También están las
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