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Biografía de lo eterno

El relato se iniciaba con su nombre. Ahora ya no puede ser. Un nombre precioso, pero

ya no puede ser. Me gustaba pronunciarlo en voz alta, repetirlo; en voz alta pero

susurrándolo, entiéndanme, jamás pretendí ser una loca. Y ahora ya no puede ser.

El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. Fíjense en el título de la novela, un

mazazo. Fíjense en el nombre, Ciro, que en griego significa Señor, Gran Rey. El Gran

Rey de la Alegría. Un tipo con ese nombre y se le ocurre ese título. Siempre que me

he visto obligada a tomar una ruta no marcada previamente, a trazar un desvío a la

carrera, recuerdo el título fascinante y atroz, y el nombre, un nombre que como un eco

repite no está todo perdido, no está todo perdido.

Estaba escribiendo un relato sobre él. Empezaba por su nombre. Un mes más tarde me

contaron que se había suicidado. Con eso me basta. Me basta para no volver a

pronunciar su nombre ni mucho menos a escribirlo, a mí que me gustaba tanto. No me

queda otra que reformularlo todo. Si recordar es reconstruir, reescribir es como

arrancarse la piel y ponerse la ropa de otro. En definitiva, El mundo es ancho y ajeno,

de Ciro Alegría. Con eso me basta.

Lo conocí hace quince años. Me olvidé de él algún tiempo. Practico el desapego

porque me sale solo. He podido querer a alguien hasta el dolor y luego olvidarlo sin

más como a una triste lata de calamares vacía. Sin embargo, él ha ido y venido a lo

largo del tiempo a intervalos desiguales y con distinta intensidad. Pero he acabado

recordándolo siempre al final porque me encanta Neil Young, y Neil Young está

ligado indefectiblemente a él. En cuanto lo escucho, lo veo acariciándome la frente o

tomándome de la mejilla o sonriéndome rígidamente como siempre sonreía. Hay otras


músicas que me atan a él. Pero sobre todo, Neil Young.

Muchas veces me pregunté a lo largo de los años si sentiría la leve caricia de la

eternidad después de él. Imposible. Para eso hay que ser una niña. Una niña sin afanes

y con aires de tormenta. Para eso hay que encontrarse con unos ojos como los suyos,

ojos que miraban despacio y sin escudriñar, ojos que destilaban los humores de una

vida puesta todavía entre interrogantes. Hace un par de años volví a verlo.

Nos conocimos en el instituto. Éramos diferentes. Por qué no decirlo, éramos

especiales. Dos bichos raros bastante guapos y muy mal vestidos. Éramos tontos, eso

sin duda. Tontos y tiernos. Teníamos inquietudes, unas inquietudes indefinidas y

abstractas que no teníamos prisa por ver eclosionar ni hacerse carne, sino que nos

limitábamos a ver pasar la vida y a sentirnos terriblemente hermosos, ostentando

impúdicamente los dones de la atemporalidad y de la fiereza, los dos tan jóvenes y tan

tontos, implacables como los preparativos a una catástrofe que se sabe por llegar y

exultantes como la felicidad más dulce que certeramente nos hará reír. Coincidimos en

quedarnos dormidos. Y coincidimos a las puertas del instituto. Nos miramos. Nos

sonreímos. Me dijo algo que no comprendí. Yo lo miré divertida y le dije adiós con la

sensación de que algo había sucedido.

Una noche, nos encontramos. Los dos íbamos borrachos y sucios. Él estaba en el suelo

con un grupo de chicos que yo no conocía. Me descolgué de mi grupo de amigas y me

acerqué a él. Hola, le dije. Eh, respondió, y se levantó torpemente con sus piernas

como el alambre y su pelo castaño hecho una maraña de nudos. Se acercó a mí y con

una ternura casi infantil me cogió suavemente una mejilla mientras me sonreía. Su

sonrisa era torpe, como si no la practicara a menudo o como si en el diseño de su

rostro se hubieran esforzado en negarle el regalo de la sonrisa. Muchacha, muchachita,


ven conmigo a tomar algo. Y nos pusimos a caminar juntos y yo no podía creer lo alto

que era. Tenía que levantar mucho la cabeza para verle la cara. Cuando entramos en el

bar sonaba Old man de Neil Young, pero eso lo supe más tarde. Me pareció la canción

más bonita que había oído en mi vida. Nos sentamos a la barra. Lo miraba y lo miraba,

y no podía creer que tuviera esos ojos. ¿Cómo te llamas? Alma. ¿Dónde vives? Al

lado del instituto, le dije. Yo también, repuso, alguna tarde podemos quedar y tocar la

guitarra. Yo no toco la guitarra, le contesté. Yo sí, me dijo, quedamos y te canto

canciones. Después bebimos mucho y jugamos a los dados. Todas las partidas las

gané yo. Luego echamos a andar y me acompañó hasta la puerta de mi casa.

Al día siguiente, mientras retiraba los libros de historia de mi escritorio y ensayaba la

redacción de un poema ridículo en el que mi cabeza se había hecho ola, nube, alga y

río como consecuencia de mi resaca monumental y mi felicidad idiota, el timbre sonó.

¡Alma!, gritó mi madre, es para ti, un chico. Miré discretamente por la ventana y allí

estaba él, con una guitarra en la mano, quieto, sonriendo, esperando. Hola, dije. Hola,

me respondió, vengo a tocarte unas canciones. Yo le invité a entrar; él me apresó la

mejilla entre sus dedos.

Ya no nos separamos hasta agosto. Jamás nos besamos ni cometimos la vulgaridad de

hablar de amor. Fumábamos porros, hablábamos de revolución, de hacer pintadas, de

quemar papeleras, de romper escaparates. Después de eso nos quedábamos más

tranquilos y permanecíamos juntos hasta que nos entraba el hambre y cada uno se iba

a su casa. Otros días, me cantaba canciones de Neil Young, de Scorpions, de Faith no

more, de Dylan mientras yo hojeaba algún libro o me tumbaba en el suelo y pensaba

que cómo podía ser tan alto, que cómo esos ojos.

A finales de agosto se marchó a EEUU para terminar sus estudios de secundaria. Los
dos sabíamos que aquello acabaría ocurriendo, pero ninguno de los dos quiso

despedirse, así que nos miramos como si nada pasara y yo sentí una pena indecible.

Apresó mi mejilla con toda la ternura de la que fue capaz y me dijo adiós. Adiós, le

dije yo, y entré en mi casa.

Recibí dos cartas a lo largo de los primeros cuatro meses. Yo escribí tres. Después,

nada.

Y casi sin darme cuenta, quince años más tarde, estaba otra vez ante él. Tanto tiempo

da para mucho. Me limitaré a decir que me dediqué a estudiar y a leer con gran

empeño y a evitar en la medida de la posible las implicaciones emocionales con el

mundo. Para qué, me decía a mí misma, qué pereza, qué agonía. Y quince años

después, apoyado en la barra del bar, sentado sin saber muy bien dónde encajar sus

largas y delgadas piernas, mirando nervioso a un lado y a otro y fumando

ansiosamente un cigarrillo aplastado por sus grandes manos, estaba él.

-Hola -le dije.

-Eh, Alma -y me acarició la mejilla.

-¡Qué contenta estoy de verte! ¿Cómo estás? -y por toda respuesta, su sonrisa torpe.

-Alma- dijo más tarde, y volvió a rozarme la mejilla.

Lo miré bien. Se le habían enturbiado los ojos, que me hicieron pensar en arenas

movedizas; tenía el pelo alborotado, como siempre, y en aquel momento me pareció el

hombre más guapo del mundo, el más triste y delicado, el más solo. Quería saber de

él. Le pregunté por su vida pero noté que no le interesaba hablar o que no podía. No

me pareció que estuviera tan borracho, aunque quién sabe, pensé. La profundidad de

sus ojos me sobrecogió. Su sonrisa de alucinado, también. Me pareció que estaba al

borde de un desastre inevitable pero en aquel momento no me importó. Allí


estábamos. Yo había quedado en el bar con una amiga pero ya no tenía ganas de verla

ni mucho menos de darle explicaciones. Nos largamos precipitadamente. En cuanto

salimos, el frío nos azotó en la cara. Entonces él se quitó la bufanda que llevaba

puesta y la enrolló delicadamente alrededor de mi cuello. De camino a casa descubrí

que su afán escrutador, era en realidad un tic nervioso. Su cabeza no paraba de

moverse y abría y cerraba los ojos compulsivamente. Fumaba sin parar. Compré unas

cervezas en un colmado y subimos a mi casa. Nos sentamos a la mesa de la sala como

dos niños buenos, cada uno con su lata. Intentó mirarme con ternura, pero se le movía

la cabeza a un lado y a otro y se arreglaba la manga izquierda del jersey cada pocos

segundos; simplemente no podía mirarme. Entonces, sin que yo le preguntara nada,

inició un relato deslavazado del que pude extraer algunas conclusiones. Entendí que

su bajada a los infiernos se inició en EEUU. Era la época de Kurt Cobain, de manera

que los muchachos sensibles se morían por alcanzar un nirvana glamouroso a través

de la ingesta masiva de drogas. Muy pronto trabó amistad con los chicos malotes del

high school. Los imaginé con sus camisas de cuadros y sus vaqueros sucios tomando

LSD, cocaína y otras drogas de las que ni el nombre supieron, bebiendo bourbon a

palo seco, hablando de música, mirando a mujeres de las que jamás se enamorarían

pero a las que de buen gusto se follarían en cualquier esquina, sintiéndose poco menos

que dioses, o mejor, ángeles caídos, y él tremendamente deslumbrado por los paraísos

artificiales, cada vez más convencido de que viviría eternamente, cada vez menos

humano y más satélite, yendo por las mañanas al high school con los ojos vidriosos y

siendo el más listo de la clase, el más educado, el más salvaje. Luego de su monólogo,

que le llevó algo más de una hora, yo le conté que había terminado la carrera con

notas excelentes, pero que aún así trabajaba de camarera en un restaurante


cochambroso y que escribía poesías y relatos el resto de mi tiempo. Me gusta mi vida

y de alguna manera hay que pasar el tiempo, dije, tapar los vacíos, mantenerse cuerda.

Pero a él no le interesaba lo que hacía o dejaba de hacer en el mundo, a él sólo le

interesaba de mí el hecho de que yo estaba allí, con él, a su lado. Y de pronto me

cogió una mano. Lo miré y comprendí que no pertenecía a este mundo. Parecía que

flotaba entre líquido amniótico. Por supuesto, se quedó a dormir. Mientras trataba de

escapar al insomnio y a su cuerpo caliente y dormido apretado contra mí, pensé que el

deseo de eternidad acarreaba algunos problemas indisolubles. El principal, el fracaso

inevitable. Aceptar, aceptar el rostro que se va ajando, aceptar la vileza del paso del

tiempo forma parte del fracaso pero también de la salvación, porque uno se sobrepone

al final y decide mantener la dignidad a pesar de todo. Para mí la dignidad es perseguir

sin descanso cualquier absurda pasión, escribir; la dignidad es escribir. Supongo que

él no pudo aceptar o no quiso. A la mierda todo, debió pensar cuando todavía era un

niño. A la mierda todo, y se quedó varado. Y entonces, un día, la eternidad se le hizo

lastre. Él de vuelta de todo, él que apenas había tenido tiempo de ir a ninguna parte.

Por un momento sentí la paradoja zumbándome en el oído. Quizás sí que había

conseguido hacerse eterno a fuerza de cerrar los ojos y quedarse quieto. Sí, pensé,

quizás sí, pero a qué precio. Después, caí rendida de cansancio.

Al día siguiente fuimos a su piso. Lo compartía con un tipo que parecía que iba a

ponerse a matar madres en cualquier momento. La casa desprendía un hedor rancio y

denso. En el sofá del salón se apilaban trozos de pizza y frutas a medio comer. Sobre

la mesa, había restos de carne pudriéndose lánguidamente. Las colillas y las botellas

vacías inundaban la casa. Me llevó a su habitación. De camino, pasamos por el baño y

el tufo me obligó a mirar. Había mierda pegada en el exterior del inodoro. El suelo era
un meadero improvisado lleno de ropa sucia y de pelos. Cerré la puerta. No quise ver

la cocina. Entré en su cuarto. Eché un vistazo rápido y no lo pude evitar: le dije que

cogiera su ropa y su guitarra. Sabía que me estaba equivocando, que pronto empezaría

a enredarme y a hacerme daño, pero qué si no podía hacer. No iba a dejarlo allí. Él me

obedeció como un niño. El tipo gruñó al irnos.

-Voy a comprarte un palacio. Eres una princesa. Voy a comprarte un palacio, eres una

princesa, mi princesa. Todavía recuerdo tus cartas. Nadie más me escribió en aquel

tiempo, sólo tú. Me daba cuenta, pero era demasiado joven, demasiado tímido e

inexperto. Así me lo soltó mientras desayunábamos. Soy una estúpida. Nunca he

creído que las palabras fueran sólo palabras ni que fuera fácil decirlas. Las palabras

son una cosa muy seria. Las palabras pueden cambiarlo todo. Las palabras atrapan,

confunden y hacen soñar; duelen, emocionan y limpian o embrutecen, se cumplen o se

abandonan, pero nunca se olvidan. Las palabras no se las lleva el viento, no. Las

palabras se adhieren a la piel, dejan marcas, surcos, cicatrices, arrugas; arrojan luz o

tinieblas; son hermosas y abominables y uno debe ser consciente de ello. Me cogió

desprotegida.

Nuestro día a día era el siguiente: yo me despertaba y preparaba el desayuno. Me

encerraba a escribir y a eso de las cuatro me iba a trabajar. Volvía a las doce pasadas.

En todo ese tiempo, él se levantaba tarde y comía cualquier cosa, lo que encontrara.

Invariablemente, después se sentaba a la mesa de la sala con cigarrillos y una guitarra,

y así pasaba los días, esperando a que yo llegara, tocando y tocando canciones, y

fumando cantidades ingentes de tabaco. Casi nunca salía de casa. Cuando volvía del

trabajo, cenábamos cualquier cosa y luego bebíamos algunas cervezas, mirábamos una

película y hablábamos, aunque mejor sería decir que yo hablaba mientras él me


acariciaba sorprendido un lunar diminuto o me miraba como si se fuera a morir

mañana, y entonces era imposible no ceder. El sexo entre nosotros siempre fue otra

cosa. Era un sexo sin carne. Era como planear sobre un abismo, como caminar muy

despacio al lado de un desconocido. Como si no hubiera reconocimiento, o como si la

sorpresa de encontrarnos juntos confundiera y difuminara los contornos conocidos.

Como si de repente tuviéramos quince años o como si fuéramos peces, escurridizos y

sin memoria, mirando hacia el mundo con un pasmo del todo comprensible. Al fin y al

cabo éramos él y yo después de tanto tiempo. A veces salíamos a pasear y acabábamos

enredados en los líos más absurdos. Es que él era muy guapo. Los hombres guapos

atraen las desgracias. Una vez, una puta quiso arrebatármelo de las manos; en otra

ocasión, un fan de OBK, esquizofrénico y muy agresivo, quería llevárselo a vivir con

él y con su madre, a cambio de que yo aceptara cien euros, todo lo que llevo, me dijo.

Otras veces era peor y tenía que rescatarlo de los tipos más siniestros del barrio, que le

prometían drogas si los acompañaba aquí al lado nomás, a la vuelta de la esquina.

Reventada de amor y muerta de pena, así me sentía; simas abriéndose bajo mis pies,

así me sentía. La vida nunca ha vuelto a ser tan perturbadora y ajena como en aquellos

días, nunca tanto. Y en medio de todo aquello, su fragilidad que me tenía atrapada, su

fango, que me ahogaba como si fuera oro.

Algunas noches estaba más nervioso que otras. Era fácil darse cuenta porque sus tics

se agudizaban y me decía que necesitaba fumar un poco de hierba. Pero si fumaba era

peor; se ponía nervioso y se lesionaba, siempre levemente, pero se lesionaba. Se daba

cabezazos contra las paredes, se arañaba hasta hacerse sangre o se rompía el jersey, la

camiseta o lo que llevara. Eso era todo. Y yo no podía hacer nada. Nada.

Un día le dije que no podía más, que yo no podía seguir, que tenía que hacer algo,
volver al mundo, buscarse un sueño, intentar realizarlo, ayudarse, hacer algo. Le dije

que era desolador verlo noche tras noche sentado a la mesa, esperando, esperando

nada, le dije. Necesito cierto orden, cierto ritmo para no enloquecer porque yo no

quiero enloquecer, no quiero, y a veces me siento tan cerca. También hay que comer,

¿sabes? Comer y beber y pagar un alquiler y vestirse y ducharse y vivir entre las

personas. Tienes que hacer algo. Toco la guitarra, respondió él con su sonrisa de

cartón piedra, toco la guitarra y te espero, eso es algo. Me dijo esas palabras y yo ya

no supe qué contestar. Creo que pensé que en el fondo tenía razón, creo que lo

envidié profundamente. Supongo que después le dije que estaba loco.

Era una pena pero todo había ocurrido demasiado tarde. No había manera. Nunca

había sido tan mío como entonces y sin embargo era demasiado tarde. Mío como

nunca, mío como nadie y sin embargo demasiado tarde. Por las noches me apretaba

contra él y me sentía bien, pero sabía que aquella felicidad era un consuelo intolerable,

y que terminaría en cuanto sonara el despertador; por eso me apretaba contra él con

toda mi rabia.

Al tiempo, como no podía ser de otra manera, la lata de calamares vacía. Una lata

vaciada a golpes. De verdad que no podía hacer otra cosa. Lo eché de casa sin

contemplaciones. Él no quería irse pero dejó que se cerrara la puerta. Un golpe seco,

pum. Días más tarde consiguió acceder al edificio e intentó colarse en mi casa por la

ventana de la cocina, que daba al descansillo. Le grité que me dejara en paz, que se

fuera, que me olvidara. Estaba angustiada; su persistencia era insoportable. ¡El

castillo, Alma, el castillo! ¡Déjame entrar!, repetía, y yo lloraba y lloraba y le decía

cada vez más bajo que se fuera, que me dejara tranquila. Así estuvimos más de media

hora hasta que opté por no hacerle caso, por enmudecer, y él acabó por marcharse.
No he vuelto a verlo. Pienso mucho en él. A medida que el tiempo pasa, su imagen

duele un poco más, siempre más clara, siempre un poco más. Me dijeron que lo vieron

con un bebé en sus brazos y acompañado por una mujer. De eso hace ya algún tiempo.

Un año aproximadamente. La semana pasada volvieron a hablarme de él. Se ha

suicidado, me dijeron.

Lo recuerdo, lo recuerdo rozándome apenas el lunar imperceptible y dando un

respingo, un susto muy grande y una grata alegría, como si no acabara de creerse que

aquella cosa tan diminuta fuera de verdad. Me gustaban sus respingos. Me gustaban

sus ojos.

Y aquí acaba todo. El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. También están las

canciones de Neil Young.

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