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hos miré. Luego, con tos carrillos hinchados, como Bolo, el dios del viento, se aceres a nosotros. Supe, en una fraccién de segundo, que no era precisamence viento ko que nos iba a caer encima. Vimonos, dije, y de un golpe lo despegué del fiunesto borde de la ace- ra. Nos perdimos calle abajo, en direccién a Reforma, yal poco rato nos separamos. Jim no abrié la boca en todo el tiempo. Nunca més lo volvi a ver. 4 EL GAUCHO INSUFRIBLE pana Rodrigo Fresdn A juicio de quienes Io trataron intimamente dos virtudes tuvo Héctor Pereda por encima de todo: fue un cuidadoso y tierno padre de familia y un abogado incachable, de probada honradea, en un pais y en una época en que le hontadez no estaba, precisamente, de moda, Ejemplo de lo primero es el Bebe y la Cuca Pereda, sus hijos, que tuvieron una infancia y adoles- cencia feliz y que luego, cargando la intensidad del reproche en cuestiones précticas, le echaron en cara a Pereda el haberles secuestraco fa realidad tal cual era De su oficio de abogado poco es lo que se puede de- cir. Hizo dinero ¢ hizo més amistades que enemista- des, que no es poco, y cuando estuvo en su mano ser juez. 0 presentarse como candidato a diputado de un partido, prefirié, sin dudarlo, la promocién judicial, donde iba a ganar, es bien sabide, mucho menos di- nero que el que a buen seguro ganaria en las lides de 1a politica Al cabo de tres aftos, sin embargo, decepcionado 15 con la judicatura, abandoné la vida piiblica y se dedi- 6, al menos durante un tiempo, que ral vez fueron aitos, ala lectura y a los viajes. Por supuesto, también hhubo una sefiora Pereda, de soltera Hirschman, de la que el abogado, segiin cuentan, estuvo locamente enamorado. Hay fotos de la época que asi lo atesti- guan: en una se ve a Pereda, de terno negro, bailando tun tango con una mujer rubia casi platino, la mujer mira al objetivo de la cémara y sontie, los ojos del abogado, como los ojos de un sonémbulo o de un camero, s6lo la miran a ella, Desgraciadamente la se- flora Pereda fallecié de forma repentina, cuando la Cuca tenia cinco afios y el Bebe siete. Viudo joven, el abogado jamés volvié a casarse, aunque tuvo amigas (nunca novias) bastante connotadas en su cfrculo so- ial, que cumplian, ademis, con todos los requisitos para convertise en las nuevas sefioras Pereda. Cuando los dos o tres amigos {ntimos del aboga- do le preguntaban al respecto, éste invariablemente respondia que no queria cargar con el peso (insopor- table, segiin su expresién) de darles una madrastra a sus retofios. Para Pereda, el gran problema de Argen- tina, de la Argentina de aquellos afios, era precisa- mente el problema de la madrastra. Los argentinos, decia, no tuvimos madre © nuestra madre fue invisi- ble o nuestra madre nos abandoné en las puertas de la inclusa. Madrastras, en cambio, hemos tenido de- masiadas y de todos los colores, empezando por la gran madrastra peronista. Y conclufa: Sbemos mas de madrastras que cualquier otra nacién latinoam 16 Su vida, pese a todo, era una vida feliz Es dificil, deca, no ser Feliz en Buenos Aires, que es la mezcla perfecta de Paris y Berlin, aunque si uno aguza la vis fa, mas bien es ja mezcla perfecta de Lyon y Praga. ‘Todos los dias se levantaba a la misma hora que sus hijos, con quienes desayunaba y a quienes iba des- pués a dejar al colegio. El resto de la mafiana lo dedi- ‘aba a la lectura de la prensa, invariablemente lefa al menos dos periddicos, y después de tomar un ten- tempié a las once (compuesto bésicamente de carne y embutidos y pan francés untado con mantequilla y dos o tres copitas de vino nacional o chileno, salvo en las ocasiones sefialadas, en las que el vino, necesaria- mente, era francés), dormfa una siesta hasta la una. La comida, que hacia solo en el enorme comedor va- cio, leyendo un libro y bajo la observacién distraida de la vieja sirvienta y de los ojos en blanco y negro de su difunta mujer, que lo miraba desde las fotos en- rmareadas en marcos de plata labrada, era ligera, una sopa, algo de pescado y algo de puré, que dejaba en- friar. Por las tardes repasaba con sus hijos las leccio- nes del colegio o asistia en silencio a las clases de pia- no de la Cuca y a las clases de inglés y francés del Bebe, que dos profesores de apellidos italianos iban a darles a casa. A veces, cuando la Cuca aprendia a tocar algo entero, acudian la sirvienta y la cocinera a oftla y el abogado, transido de orgullo, las escuchaba mut murar palabras de elogio, que al principio le parecian desmedidas pero que luego, tras pensirselo dos veces, le parectan acertadisimas. Por las noches, después de darles las buenas noches 2 sus hijos y recordarles por 7 cenésima ver a sus empleadas que no abricran la pu ta a nadie, se marchaba a su. café favorito, en Ci tientes, donde podia estar hasta la una, pero no més, escuchando a sus amigos o a los amigos de sus ami. 08, que hablaban de cosas que él desconocia y que sospechaba que, si conociera, lo aburrirfan soberana. mente, y luego se retiraba a su casa, donde todos dor. Pero un da los hijos erecieron y primeto se cass la Cuca y se fue a vivir a Rio de janeiro y luego ef Bebe se dedicd a la literatura, es decir, triunfé en Ia literatura, se convirtié en un escritor de éxito, algo que llenaba de orgullo a Pereda, que lefa todas y cada, tuna de las paginas que publicaba el hijo. menor, quien ain permanecié en casa durante unos afios (qdénde iba a estar mejor), al cabo de los cuales, como hci st herman antes que, emprendié A principio el abogado intents resignarse a la so- ledad. Tavo una relacién con una viuda, hizo wn lar- 40 viaje por Francia ¢ Italia, conocié a una jovencita llamada Rebeca, al final se conformé con ordenar su vasta y desordenada biblioteca. Cuando el Bebe vol- vi6 de Estados Unidos, en una de cuyas universidades trabajé durante un aio, Pereda se habla convertido en un hombre prematuramente avgjentado. Preocu- pado, el hijo se afané en no dejarlo solo y a veces iban al cine o al teatro, en donde el abogado solia dormirse profundamente, y otras veces lo obligaba (pero sélo al principio) a acudir junto a él a las cer- tulias fiterarias que se organizaban en la cafeteria 18 Lipiz Negro, donde los autores nimbados por al- premio municipal disertaban largamente sobre +s destinos de la patria, Pereda, que en estas tertulias abrié nunca la boca, comenz6 a interesarse por lo we dectan los colegas de su hijo. Cuando hablaban Ticeracura, francamente se aburtfa, Para él, los me “ores eseritores de Argentina eran Borges y su hijo, y jo lo que se afiadicra al respecto sobraba. Pero ay hablaban de politica nacional e internacional ‘cuerpo del abogado se tensaba como si le estuvie- “ran aplicando una descarga eléctrica, A partir de en- ‘onces ss hibitos diarios cambiaron, Empezé a e- yantarse temprano y a buscar en los viejos libros de au biblioteca algo que ni él mismo sabfa qué era. Se passba las mafianas leyendo, Decidié dejar el vino y fas comidas demasiado fuertes, pues comprendié que ambas cosas abotargaban el entendimiento. Sus habi- {08 higignicos también cambiaron. Ya no se acicalaba como antes para salir a la calle. No tardé en dejar de ducharse diariamente. Un dia se fue a leer el peridi- co a un parque sin ponerse corbata. A sus viejos ami- gos de siempre a veces les costaba reconocer en el huevo Pereda al antiguo y en todos los sentidos inta- chable abogado. Un dia se levanté mas nervioso que de costumbre. Comié con un juer.jubilado y con un periodista jubilado y durante toda la comida no paré de reirse. Al final, mientras tomaban cada uno una copa de cofiac, el jucz le pregunté qué le hacia tanta gtacia, Buenos Aires se hunde, respondié Pereda. El Viejo periodista pensé que el abogado se habia vuelto loco y le recomend la playa, el mar, ese aire tonifi- 19 cante. El juez, menos dado a las clucubraciones, pen- 6 que Peteda se habia salido por la tangente. Pocos dias después, sin embargo, la economfa ar- gentina cayé al abismo. Se congelaron las cuentas co~ rrientes en délares, los que no habfan sacado su capi- tal (0 sus ahorros) al extranjero, de pronto sc hallaron, con que no tenfan nada, unos bonos, unos pagarés que de sélo miarlos se pont la piel de gallina, vagas promesas inspiradas a medias en un olvidado tango y en la letra del himno nacional. Yo ya lo anuncié, dijo el abogado a quien quiso escucharlo, Después, acom- palado de sus dos sivientas, hizo lo que hicieron mu- chos portefios por aquel entonces: largas colas, largns conversaciones con desconocidos (que le resultaron, simpatiquisimos) en calles atestadas de gente estafada por el Estado 0 por los bancos o por quien fuera. Cuando el presidente renuncié, Pereda participé en la cacerolada. No fue la tinica. A veces, las calles le parecfan romadas por viejos, viejos de todas las clases sociales, y eso, sin saber por qué, le gustaba, le pare cia un signo de que algo estaba cambiando, de que algo se movia en la oscuridad, aunque tampoco le ha- «fa ascos a participar en manifestaciones junto con los piqueteros que no tardaban en convertirse en al- garadas. En pocos dias Argentina tuvo tres presiden- tes. A nadie se le ocurrié pensar en una revolucién, a rningéin militar se le ocurrié la idea de encabezar un golpe de Estado, Fue entonces cuando Pereda decidié volver al campo. Antes de partir habl6 con la sirvienta y la cocine- ra y les expuso su plan. Buenos Aires se pudre, les 20 dijo, yo me voy a la estancia. Durante horas estuvie zon hablando, sentados a la mesa de la cocina. La co- cinera habia estado en la estancia tantas veces como Pereda, que solia decir que el campo no era lugar para gente como él, padre de familia y con estuclios y preocupado por darles una buena educacién a sus hi- jos. La misma figura de la estancia se haba ido desdi- bujando en su memoria hasta convertirse en una casa sin un centro, un Arbol enorme y amenazador y un granero donde se movian sombras que tal vez fueran tatas. Aquella noche, sin embargo, mientras tomaba é en la cocina, les dijo a sus empleadas que ya casi no tenia dinero para pagarles (todo estaba en el co- rralito bancario, es decir todo estaba perdido) y que su propuesta, la tinica que se le ocurra, era llevirselas| con él al campo, en donde al menos comida, 0 50 querfa creer, no les iba a falta La cocinera y Ia sirvienta lo escucharon con listi- ma, El abogado en un momento de la conversacién se puso a llorar. Para tratar de consolarlo le dijeron {que no se preocupara por la plata, que ellas estaban dispuestas a seguir trabajando aunque no les pagar El abogado se opuso de tal forma que no admitia ré plica. Ya no estoy en edad de convertirme en macté, les dijo con una sonrisa en la que, a su manera, les pedia perdén. A la mafiana siguiente hizo la maleta y se fue en taxi a la estacidn. Las mujeres lo despidie- ron desde la acera. El viaje en tren fue largo y monétono, lo que le permiti6 reflexionar a sus anchas. Al principio el va- g6n iba repleto de gente. Los temas de conversacién, 21 segtin pudo colegir, eran bisicamente dos: la situ cin de bancarrora del pats y el grado de preparacién, de la seleccién argentina de cara al mundial de Corea y Japén. La masa humana le recordé los trenes que salfan de Mosci en la pelicula I doctor Zhinago, que hhabfa visto hacia tiempo, aunque en Jos trenes rusos de aquel director de cine inglés la gente no hablaba de hockey sobre hielo ni de esqut. No tenemos reme- dio, pens6, aunque estuvo de acuerdo en que, sobre el papel, el once argentino parecia imbatible. Cuando se hizo de noche las conversaciones cesaron y el abo- gaclo pensé en sus hijos, en la Cuca y en el Bebe, am- bos en el extranjero, y también pens6 en algunas mu- jeres a las que habia conocido intimamente y de las que no esperaba volver a acordarse y que surgian del olvido, silenciosas, la piel cubierta de transpiracién, insuflando en su espiritu agitado una especie de sere- nidad que no era serenidad, una disposicién a la aventura que tampoco cra precisamente eso, pero que se le parecia. Luego el tren empez6 a rodar por la pampa y el abogado junté la frente al cristal fifo de la ventana y se quedé dormido, Cuando desperts, el vagén iba medio vacio y junto a él un tipo aindiado lefa un cémic de Batman. din dénde estamos, le pregunt6, En Coronel Gutié= rez, dijo el hombre. Ah, bueno, pensé el abogado, yo voy a Capitan Jourdan. Después se levant6 y estird los huesos y se volvié a sentar. En el desierto vio a un conejo que parecfa echarle una carrera al tren. Deteis del primer conejo corrian cinco conejos. El primer 2 conejo, al que tenia casi al lado de la ventana, iba con fos ojos muy abiertos, como si la carrera contra el tren le estuviera costando un esfterzo sobrehumano (o sobreconejil, penss el abogado). Los concjos perse- guidores, por el contrario, parecian correr en tandem, como los ciclistas perseguidores en el Tour de Fran- «ia. El que relevaba daba un par de saltos y el que iba cn cabeza bajaba hasta el dlkimo puesto, el tercero se ponia en cl segundo, el cuarto en el tercero y asi el ‘grupo cada ver. iba restando més metros al conejo s0- litario que corria bajo la ventanilla del abogado. ;Co- nejos!, pensé éste, ;qué maravilla! En el desierto, por otra parte, no se vela nada, una enorme e inabarcable extensién de pastos ralos y grandes nubes bajas que hacian dudar de que estuvieran préximos a un pue~ blo, {Usted va a Capitin Jourdan, le pregunté al lec- tot de Batman. Este daba la impresién de leet las vifictas con extremo cuidado, sin perderse ningtin de- talle, como si se pascara por un musco portitil, No, le contesté, yo me bajo en El Apeadero. Pereda hizo memoria y no recordé ninguna estacién llamada ast, & eso que cs, una estacidn o una fibrica?, dijo. El tipo aindiado lo miré fijamente: una cstacién, con- test6. Me parece que se ha molestado, pensé Pereda. 1a pregunta habja sido improcedente, una pregunta dictada no por él, de comin un hombre disereto, sino por la pampa, directa, varonil, sin subterfugios, pens6. Cuando volvié a apoyar la frente en la ventanilla vio que los conejos perseguidores ya habian dado al- cance al conejo solitario y que se le arzojaban encima 23 con safia, clavindole las garras y los dientes, esos lar- gos dientes de roedores, pensé espantado Pereda, en el cuerpo. Mientras el tren se alejaba vio una masa amorfa de pieles pardas que se revolvia a un lado de hava En la estacién de Capicin Jourdan sélo se bajé Pereda y una mujer con dos nifios. El andén era mi- tad de madera y mitad de cemento y por més que bbuscé no hallé a un empleado del ferrocarril por nin- guna parte. La mujer y los nifios echaron a caminar por una pista de cartetas y aunque se alejaban y sus figuras se iban haciendo diminutas, pasé mas de tres cuartos de hora, calculé el abogado, hasta que desa- parecieron en el horizonte. Es redonda la tierra?, pensé Pereda. ;Por supuesto que es redondal, se res- pondié, y luego se sent6 en una vieja banca de made- ra pegada a la pared de las oficinas de la estacin y se dispuso a matar el tiempo. Record6, como era inevi- table, el cuento Al Sur de Borges, y tras imaginarse la pulperfa de los parrafos finales los ojos se le humede- cieron. Después recordé el argumento de la iilsima novela del Bebe, vio a su hijo escribiendo en un orde- nador, en la incomodidad de una habitacién en una universidad del Medio Oeste norteamericano. Cuan- do el Bebe regrese y sepa que he vuelto a la estan: cia..., pens6 con entusiasmo, La resolana y la brisa ti bia que llegaba a rachas de la pampa lo adormecieron y se durmié. Desperté al sentir que una mano lo re- mecfa. Un tipo tan mayor como él y vestido con un viejo uniforme de ferrocarsilero le pregunts qué esta- tba haciendo alli. Dijo que era el duefio de la estancia 24 Alamo Negro. El tipo se lo quedé mirando un rato y luego dijo: El juez. Ast es, contesté Pereda, hubo un tiempo en que fui juez. ZY no se acuerda de mi, sefior juez? Pereda lo miré con atencién: el hombre necesi- taba un uniforme nuevo y un corte de pelo urgente 'Negé con la cabeza. Soy Severo Infante, dijo l hom- bre. Su compaftero de juego, cuando usted y yo éra- ‘mos chicos. Peto, che, de eso hace mucho, cémo me podria acordar, respondié Pereda, y hasta la voz, no dligamos las palabras que empleé, le parecieron aje- nas, como si el aire de Capitin Jourdan ejerciera un efecto ténico en sus cuerdas vocales 0 en su garganta, Es verdad, tiene razén, sefior juez, dijo Severo In- fante, pero yo igual lo pienso celebrar. Dando salti- tos, como si imitara a un canguro, el empleado de la estacién se perdié en el interior de la boleterfa y cuando salié llevaba una botella y un vaso. A su sa- lud, dijo, y le ofrecié a Pereda el vaso que Ilené hasta la mitad de un liquido transparente que parecia alco- hol puro y que sabfa a tierra quemada y a piedras. Pe- reda probd un sorbo y dejé el vaso sobre la banca. Dijo que ya no bebia. Luego se levanté y le pregunt6 hacia dénde quedaba su estancia. Salieron por la puerta trasera. Capitén Jourdan, dijo Severo, queda en esa direccidn, nada més cruzar el charquito seco. Alamo Negro queda en esa otra, un poco més lejos, pero no hay manera de perderse si uno llega de dia ‘Tené cuidado con la salud, dijo Pereda, y eché a an- dar en direccién a su estancia La casa principal estaba easi en ruinas, Aquella noche hizo frfo y Pereda traté de juntar algunos pali- 25 tos y encender una fogata, pero no encontré nada y al final se artebujé en su abrigo, puso la cabeza enci- ma de la maleta y se quedé dormido pensando que Imafiana serfa otro dia. Se desperté con las primeras Iuces del alba. FI pozo avin funcionaba, aunque el balde habia desaparecido y la cuerda estaba podtida Necesito comprar cuerda y balde, pens6. Desayuné lo que le quedaba de una bolsita de mani que habia comprado en el tren ¢ inspeccioné las innumerables habitaciones de techo bajo de la estancia. Luego se dirigid a Capién Jourdan y por el camino se extraié de no ver reses y si conejos. Los observ con inquic- tud. Los conejos de vez en cuando saltaban y se le acercaban, pero bastaba con agitar los brazos para ‘que desaparecieran. Aunque nunca fue aficionado a las armas de fuego, en ese momento le hubiera gusta- do rener una, Por lo demés, la caminata le senté bien: el aire eta puro, el cielo era claro, no hacfa ni frio ni calor, de ver. en cuando divisaba un rbol perdido en la pampa y esta visibn se le antojaba poética, como el arbol y la austera escenografia del campo desierto hubieran estado alli slo para él, esperandolo con se- sgura paciencia, Capitin Jourdan no tenia pavimentada ninguna de sus calles y las fachadas de fas casas exhibian una grucsa costra de polvo, Al entrar en el pueblo vio a tun hombre durmiendo junto a unos maccteros con flores de plistico. Qué dejader, Dios mio, pensé. La plaza de armas era grande y el edificio de la municipa- lidad, de ladrillos, conferiaal conjunto de edificaciones chatas y abandonadas un ligero aire de civlizacién, 26 Le pregunté a un jardinero que estaba sentado en la plaza fumdndose un cigarillo dénde podia encontrar tuna ferteterfa, El jardinero lo mie6 con curiosidad y luego lo acompaié hasta dejarlo en la puerta de la ‘inica ferreteria del pueblo, El duefio, un indio, le vendié todo el cordel que tenia, cuarenta metros de soga trenzada, que Pereda examiné largo rato, como si buscara hilachas. Apintelo a mi cuenta, dijo cuan- do hubo elegido las mercaneias. El indio lo miré sin entender. ;A la cuenta de quién2, dijo. A la cuenta de Manuel Pereda, dijo Pereda mientras amontonaba sus nuevas posesiones en un rincén de la ferreterfa, Des- pués le pregunté al indio dénde podia comprar un caballo, El indio se encogié de hombros. Aqui ya no ‘quedan caballos, dijo, s6lo conejos. Pereda pensé que se trataba de un chiste y solté una risa seca y breve. El jardinero, que los miraba desde el umbral, dijo que en la estancia de don Dulce podia uno agenciarse tun overo rosado. Pereda le pidié las seias de la estan- cia y el jardinero lo acompanié un par de calles, hasta un solar leno de escombros. Ms allé sélo habia campo. La estancia se llamaba Mi Paraiso y no parecta tan abandonada como Alamo Negro. Unas gallinas picoteaban por cl patio. La puerta del galpén estaba arrancada de sus goznes y alguien la habia apoyado a tun lado, contra una pared. Unos nifios de rasgos aindiados jugaban con unas boleadoras. De la casa principal salié una mujer y le dio las buenas tardes. Pereda le pidié un vaso de agua. Mientras bebia le pregunts si all vendfan un caballo. Tiene que esperar 7 al patr6n, dijo la mujer, y volvié a entrar en la casa Pereda se senté junto al aljibe y se entretuve espan- tando las moscas que salfan de todas partes, como si en el patio estuvieran encurtiendo carne, aunque los Ainicos encurtidos que Pereda conocia eran los picles que hacfa muchos afios compraba en una tienda que los importaba directamente de Inglaterra. Al cabo de tuna hora, oy6 los ruidos de un jeep y se levanté. Don Dulce eta un tipo bajito, rosada, de ojos azules, vestido con una camisa blanca de manga corta pese a que a esa hora ya empezaba a refrescat, Junto a 1 se baj6 un gaucho ataviado con bombachas y chiri- pi, atin més bajo que don Dulce, que lo miré de reojo y Inego se puso a trasladar picles de conejo al galpén. Pereda se present6 a si mismo, Dijo que era el duefio de Alamo Negro, que tenia pensado hacer algunos arreglos en la estancia y que necesitaba com- prar un caballo, Don Dulce lo invité a comer. A la ‘mesa se sentaron el anfitrién, la mujer que habia vis- 10, los niffios, el gaucho y él. La chimenca la usaban no para calentarse sino para asar trozos de carne. El pan era duro, sin levadura, como el pan dcimo de los judios, pens6 Pereda, cuya mujer era judfa, como re- cordé con un asomo de nostalgia. Pero ninguno de la estancia Mi Paraiso parecfa judo. Don Dulce habla- ba como un criollo aunque a Pereda no se le pasaron por alto algunas expresiones de compadsito portefio, como si don Dulce se hubiera criado en Villa Luro y llevata relativamente poco tiempo viviendo en la pampa. No hubo ningiin problema a la hora de venderle 28 caballo, En cualquier caso Pereda no se vio en el prete de escoger, pues s6lo habia un caballo a la ven- ta, Cuando dijo que tal vez iba a tardar un mes en pagirselo don Dulce no puso objecién, pese a que el gaucho, que no dijo una palabra durance toda la ‘ena, lo miré con ojos descontfiados. Al despedirse le censillaron el caballo y le indicaron el rambo que te- fa que tomar, ;Cuinco tiempo hace que no monto2, pensé Pe- eda. Durante unos segundos temié que sus huesos, hhechos al confort de Buenos Aires y los sillones de Buenos Aires, se Fueran a romper. La noche era oscu- ra como boca de lobo. La expresién le parecié a Pere- da una estupidez. Probablemente las noches curopeas fueran oscuras como bocas de lobo, no las noches americanas, que més bien eran oscuras como el vacfo, un sitio sin agarraderos, un lugar aéreo, pura intem- perie, ya fuera por arriba o por abajo. Que le liueva finito, oyé que le gritaba don Dulce. A la buena de Dios, le respondié desde la oscuridad En el camino de regreso a su estancia se quedé dormido un par de-veces. En una vio una lluvia de si llones que sobrevolaba una gran ciudad que al final reconocié como Buenos Aires. Los sillones, de pron- to, entraban en combustién y procedian a quemarse ifuminando el cielo de la ciudad. En otra se vio a si mismo montado en un caballo, junto a su padte, ale- jndose ambos de Alamo Negro. El padre de Pereda parecia compungido. ;Cudndo volveremos?, le pre- guntaba el nifio. Nunca més, Manuelito, decfa su pa- dre. Desperté de esta titima cabezada en una calle de 29 Capicin Jourdan, En una esquina vio una pulperia abierta, Oyé voces, alguien que rasgueaba una guita- ra, gue la afinaba sin decidirse jamés a tocar una cancién determinada, tal como habia leido en Bor- ges. Por un instante pensé que su destino, su jodido destino americano, serfa semejante al de Dalhman, y no le parecié justo, en parte porque habia contraido deudas en el pucblo y en parte porque no estaba pre- parado para morir, aunque bien sabia Pereda que uno nunca esté preparado para ese trance. Una inspira- cin repentina lo hizo entrar montado en la pulperia, En cl interior habfa un gaucho viejo, que rasgucaba la guitarra, el encargado y tres tipos més j6venes sen- tados a una mesa, que dieron un salto no mas vieron, entrar el caballo, Pereda pens6, con intima satis: cin, que la escena parecia extraida de un cuento de Di Benedetto, Endureci6, sin embargo, el rostro y se arrimé a fa barra recubierta con una plancha de zine Pidié un vaso de aguardiente que bebié con una ‘mano mientras con la otra sostenia disimuladamente cl rebenque, ya que atin no se habia comprado un fa- én, que eta lo que la tradicién mandaba. Al mare charse, después de pedidle al pulpero que le anotara lt consumicién en su cuenta, mientras pasiba junto a los gauchos jévenes, para reafirmar sut autoridad, les pidié que se hicieran a un lado, que él iba a escupir. El gargajo, virulent, salié casi de inmediato dispara- do de sus labios y los gauchos, asustados y sin enten- der nada, slo aleanzaron a dat un salto. Que les llue- va finito, dijo antes de perderse una vez més en la oscuridad de Capitén Jourdan. 30 A partir de entonces Pereda iba cada dia al pue- blo montado en su caballo, al que puso por nombre josé Bianco. Generalmente iba a comprar utensilios ue le servian para reparar la estancia, pero también se entretenfa conversando con el jardinero, el pulpe- toy el feretero, cuyas existencias mermaba diariamen- tc, engordando asi la cuenta que tenfa con cada uno de ellos. A estas tertulias pronto se afiadieron otros gauchos y comerciantes, y a veces hasta los nifios iban a escuchar las historias que contaba Pereda. En cllas, por supuesto, siempre sala bien parado, aunque no eran precisamente historias muy alegees. Contaba, por ejemplo, que habia tenido un caballo muy pare- cido a José Bianco, y que se lo habfan matado en un entrevero con la policia. Por suerte yo fui juez, decta, y la policia cuando copa con los jueces 0 ex jueces suele recular, La policfa es el orden, decfa, mientras que los jue- ces somos la justicia. ;Captan la diferencia, mucha- chos? Los gauchos solfan asentit, aunque no todos sa- bian de qué hablaba. Ottas veces se acercaba a la estacién, donde su amigo Severo se entretenia recordando las travesuras de la infancia, Para sus adentros, Pereda pensaba que no era posible que él hubiera sido tan tonto como lo pintaba Severo, pero lo dejaba hablar hasta que se cansaba 0 se dormfa y entonces el abogado salta al andén y esperaba el tren que debia tracrle una carta. Finalmente la carta llegé. En ella su cocinera le cexplicaba que la vida en Buenos Aires cra dura pero que no se preocupara pues tanto ella como la sirvien- 31 ta seguian yendo una ver. cada dos dias a la casa, que relucfa. Habia departamentos en el barrio que con la crisis parecian haber caido en una entropia repentina, pero su departamento sogufa tan limpio y seforial y habitable como siempre, o puede que mas, ya que el uso, que desgasta las cosas, habia disminuido casi hasta desaparecer. Luego pasaba a contarle pequefios chismes sobre los vecinos, chismes teftidos de fatalis- ‘mo, pues todos se sentian estafados y no vislumbra- ban ninguna luz al final del viinel. La cocinera creia que la culpa era de los peronistas, manta de ladrones, mientras que la sirvienta, més demoledora, echaba la culpa a todos los politicos y en general al pueblo ar- gentino, masa de borregos que finalmente habian conseguido lo que se merectan. Sobre la posibilidad de girarle dinero, ambas estaban en ello, de eso podia tener absoluta certeza, el problema es que atin no ha- bian dado con la formula de hacerle llegar la placa sin que los crotos la sustrajeran por el camino. AL atardecer, mientras volvia a Alamo Negro al tranco, el abogado solla ver a lo lejos unas taperas que ef dia anterior no estaban. A veces, una delgada columna de humo saa de la tapera y se perdfa en el ciclo inmenso de la pampa. Otras veces se cruzaba con el vehiculo en el que se movian don Dulce y su gaucho y se quedaban un rato hablando y fumando, unos sin bajarse del jeep y el abogado sin desmoncar de José Bianco. Durante esas travesfas don Dulee se dedicaba a cazar conejos. Una ver Pereda le pregunté cémo los cazaba y don Dulce le dijo a su gaucho que le mostrara una de sus trampas, que era un hibrido 32 entre tna pajarera y una trampa de ratones, En el jeep, de todas formas, nunca vio ningyin conejo, sélo fas pieles, pues ef gaucho se encargaba de desollarlos, en el mismo lugar donde dejaba las trampas. Cuando «se despedfan, Pereda siempre pensaba que el oficio de don Dulce no engrandecia a la patria sino que la achicaba. ;A qué gaucho de verdad se le puede ocu- rit vivir de cazar conejos?, pensaba. Luego te daba ‘una palmada carifiosa a su caballo, vamos, che, José Bianco, sigamos, le decia, y volvia ala estancia. Un dia aparecié la cocinera. Le trafa dinero, El viaje de la estacién a la estancia lo hicieron ella mon- tada al anca y la otra mitad ambos a pie, en silencio, contemplando la pampa. Por entonees la estancia es- taba ms habitable que como la encontrara Pereda y comicron guisado de conejo y luego la cocinera, a la luz.de un quingueé, le hizo las cuentas del dinero que traia, de dénde lo habia sacado, qué objetos de la casa habia tenido que malvender para conseguitl. Pereda no se tomé la molestia de contar los billets. A la mafana siguiente, al despertar, vio que la co« nra habia trabajado toda la noche en adecentar alg nas habitaciones. La reprendié dulcemente por ello. Don Manuel, le dijo ella, esto parece un chiquero de chanchos. Dos dias més tarde Ia cocinera, pese a los ruegos del abogado, tomé el tren y volvi6 a Buenos Aites. Yo sin Buenos Aires me siento otra, le explicé mientras cesperaban, tinicos viajeros, en el andén. Y ya soy de- masiado vieja para sentitme otra. Las mujeres siem- pre son las mismas, pensé Pereda. ‘Todo esta. cam- 33 biando, le explicé la cocinera. La ciudad estaba Heng de mendigos y la gente decente hacia ollas comunes en los barrios para tener algo que echarse al estéma_ go. Haba como diez tipos de moneda, sin concar Ia i. Nadie se aburria. Se desesperaban, pero no se Miencras hablaba, Pereda miraba los cone. jos que se asomaban al otro lado de las vias. Los co- nnejos los miraban a ellos y luego pegaban un salto y. se perdfan por el campo. A veoes pareciera que estas tierras estén lenas de piojos 0 de pulgas, pens6 el abogado. Con el dinero que le trajo la cocinera can- cel6 sus deudas y contraté a un par de gauchos para arreglar los techos de la estancia, que se estaban vi- niendo abajo. El problema era que él no sabia nada de carpinterfay los gauchos menos, Uno se llamaba José y debfa de andar por los se- tenta aftos. No tenia caballo, Bl otro se llamaba Cam- podénico y probablemente era menor, aunque al vea fuera mayor. Los dos vestian bombachas, pero se cu brfan la cabeza con gorros hechos por ellos mismos con pieles de conejo. Ninguno de los dos tenia fami- lia, por lo que al cabo de poco tiempo sc instalaron a vivir en Alamo Negto. Por las noches, ala luz de una hoguera, Pereda mataba el tiempo conténdoles aven- turas que sélo habian sucedido en su imaginacién. Les hablaba de Argentina, de Buenos Aires y de la pampa, y les preguntaba con cual de las tres se que- daban, Argentina es una novela, les decfa, por lo fan- to es falsa 0 por lo menos mentirosa. Buenos Aires ¢s tierra de ladrones y compadritos, un lugar similar al infierno, donde lo nico que valia Ia pena eran las 34 sjeres ¥ A veces, pero muy raras veces, los escritores, jpampa, en cambio, era lo eterno. Un camposanto sin limites ¢s lo més parecido que uno puede hallar xe imaginan un camposanto sin limites, pibes?, les ntaba. Los gauchos se sonrefan y le decfan que francamente era dificil imaginar algo asf, pues los ‘eamposantos son para los humanos y los humanos, gungue numerosos, ciertamente tenfan un limite. Es que el eamposanto del que les hablo, contestaba Pere- tha, es la copia fiel de la eternidad Con el dinero que aiin le quedaba se fue a Coro- rel Gutiérrez. y compré una yegua y un potro. La ye- gua se dejaba montar, pero el potro no servia casi para nada y encima habja que atenderlo con extremo cuidado. A veces, por las tardes, cuando se aburrfa de trabajar o de no hacer nada, se iba con sus gauchos a Capitin Jourdan. £1 montaba a José Bianco y los gauchos montaban la yegua, Cuando entraba en la pulperia un silencio respetuoso se extendia por el lo- cal. Alguna gente jugaba al truco y otros a las damas. Cuando ef alcalde, un tipo depresivo, aparecia por alli, no faltaban cuatro valientes para echarse una partida de monopoly hasta el amanecer. A Pereda esta costumbre de jugar (ya no digamos de jugar al mo- nopoly) le parecia bastarda y ofensiva. Una pulperia ¢s un sitio donde la gente conversa 0 escucha en lencio las conversaciones ajenas, pensaba. Una pulpe- tx como wn ala vai, Una pulperia x una igheia Ciertas noches, sobre todo cuando aparecfan por allt gauchos provenientes de otras zonas o viajantes 35 de comercio despistados, le entraban unas ganas enormes de armar una pelea. Nada serio, un vistep, pero no con palitos tiznados sino con navajas. Otras veces se quedaba dormido entre sus dos gauchos sofiaba con st mujer que Hlevaba de la mano a sus nifios y le reprochaba el salvajismo en el que habiq caido, :¥ el resto del pats que?, le contestaba el abo. 10 eso no es una excusa, che, le teprochaba onces el abogado pensaba, que su mujer tenfa razén y se le lenaban los ojos de Ligrimas. Sus sueios, sin embargo, solian ser tranquils y nando se levantaba por las mafianas estaba animoso y con ganas de trabajar. Aunque la verdad es que en ‘Alamo Negro se trabajaba poco. La reparacién del re. chado de la estancia fue un desastre, El abogado Campodénico intentaron hacer una huerta y para tal fin compraron semillas en Coronel Gutiérrez, pero la tierra parcefa rechavar cualquier semilla extrafia. Du- rante un ticmpo el abogado intenté que el potto, al que llamaba «mi sementale, cruzara a la yegua. Silue- go ésta paria una potrilla, mejor que mejor. De esta manera, imaginaba, podia en poco tiempo hacerse con una cuadra equina que impulsaria todo lo de- nis, pero el potro no parecfa interesado en cubrira la yegua y en varios kilimetros a la redonda no en: contrd a ningtin otro dispuesto a hacerlo, pues los gauchos habjan vendido sus caballos al macadero y ahora andaban a pie o en bicicleta o pedian autostop por las interminables pistas de la pampa. Hemos caido muy bajo, decfa Pereda a su audito- 36 jos pro atin podemos levantamos como hombres y ‘ar una muerte de hombres. Para sobrevivir, él ign tuvo que poner tampas para conejos. Du- ce los atardeceres, cuando sallan de la estancia, a do dejaba que fueran José y Campodénico, mas Jnaro gaucho que se les habfa unido, apodado el Viejo, Guienes vaciaran las trampas, y él enfilaba en dircc- ign a las taperas. La gente que encontraba alli era e joven, més joven que ellos, pero al mismo po era gente tan mal dispuesta al diflogo, tan josa, que no valia la pena ni siquiera invitarla a tomer. Los cercos de alambre, en algunas partes, atin fe mantenian en pie, De ver en cuando se acercaba a linea férrea y se quedaba largo rato esperando que pasa el tren, sin desmontarse del caballo, comiendo Smbos briznas de hierba, y en no pocas acasiones el tren no pass nunca, como si ese pedazo de Argentina 4 hubiera borrado no sélo del mapa sino de la me- noria. Una tarde, mientras trataba iniitilmente de que ss potro montara a la yegua, vio un auto que atrave- cha pampa y se divigindneceamente a Aamno Ne- 0, E] auto se detuvo en el patio y de él descendie- n cuatro hombres. Le costé reconocer a su hijo. Lo Hijo de mi alma, dijo Pereda al abrazarlo, sangre le mi sangre, justficacién de mis dias, y habrfa podi- do seguir si el Bebe no lo hubiera detenido para pre ncarle a sus amigos, dos escritores de Buenos Aires 37 y el editor tharrola, que amaha los libros y la natura leza y subvencionaba el viaje. En honor a los invita- dos de su hijo, aquella noche el abogado mandé ha. cer una gran fogata en el patio y trajo de Capitén Jourdan al gaucho que mejor rasgucaba la guitarra, advirtiéndole antes que se limitara estrictamente a so, a rasguearla, sin emprender ninguna cancién en, particular, tal como correspondia hacer en el campo, De Capitén Jourdan, asimismo, le enviaron die litros de vino y un litro de aguardiente, que Campo- dénico y José trajeron en la camioneta del intendente, ‘También hizo acopio de conejos y as6 uno por perso- nna, aunque la gente de la ciudad no most16 un entu- siasmo muy grande por dicho tipo de carne. Aquella noche, ademis de sus gauchos y de los portefios, se juntaron més de treinta personas alrededor de la fo- gata, Antes de que empezara la fiesta Pereda, en vor alta, advirtié que no queria peleas, algo que estaba fuera de lugas, pues los lugarefios eran gente pacifica, ala que le costaba trabajo matar a un conejo. Pese a esto, sin embargo, el abogado pensé en habilitar uno de los innumerables cuartos para que quienes se su- maran al jolgorio deposicaran alli los cuchillicos y fa cas, pero luego pensé que tal medida, ciertamente, era un poco exagerada Alas tres de la mafiana los hombres de respeto habjan emprendido el camino de vuelta a Capitén Jourdan y en la estancia slo quedaban algunos jéve- nes que no sabfan qué hacer, pues ya se habia acaba- do la comida y la bebida y los portefios hacia rato que dormfan. Por la mafiana el Bebe intent conven- 38 cerasu padre de que regresara con él a Bucnos Aires. Ls cosas, alli le dijo, poco a poco se estaban solucio- tando y a él, personalmente, no le iba mal. Le entre- .i un libro, uno de los muchos regalos que le habia fraido, y le dijo que se habia publicado en Espatia. ‘Ahora soy un escritor reconocido en toda Latinoamé- rica, le asegurd. Fl abogado, francamente, no sabia de que le hablaba. Cuando le pregunté si se habfa casa- do y el Bebe respondié que no, le recomendé gue se puscara una india y que se vinieta a vivir a Alamo Negro. Una india, repitié el Bebe con una voz que al abogado le parecié sofiadora. Entre los otros regalos que le trajo su hijo estaba tuna pistola Beretta 92, con dos cargadores y una caja de municién. BI abogado miré la pistola con asom- bro. Francamente, zcreés que la voy a precisar?, dijo. so nunca se sabe. Aqui estis muy solo, dijo el Bebe. En lo que quedaba de mafiana le ensillaron la yegua a Ibarrola, que queria echar una miradica a los campos, y Pereda lo acompaiis montado en José Bianco. Du- rante dos horas el editor se deshizo en elogios de la vida bucdlica y asilvestrada que, segiin él, hacian los vecinos de Capitén Jourdan. Cuando vio la primera tapera eché a galopar pero antes de Hegar a ésta, que estaba mucho mas lejos de lo que habia imaginado, uun conejo le salté al cuello y le mordis. El grito del «editor se apagé de inmediato en la inmensidad. Desde su posicién, Pereda s6lo vio una mancha oscura que salfa del suelo, trazaba un arco hasta la ca- bea del editor y luego desaparccia. Vasco de mierda, 39 pens6. Espoles a José Bianco y cuando aleanzs a tba- rrola, éste se cubria el cuello con una mano y la cara con {a otra. Sin una sola palabra le apart6 la mano, Debajo de la oreja tenia un arafiazo y sangraba. Le pregunté si tenia un paftuclo. El editor respondig afirmativamente y sélo entonces se dio cuenta de que estaba Hlorando. Péngase el pafuelo en la herida, le dijo. Luego cogié las riendas de la yegua y se acerca- ron a la tapera. No habia nadie y no descabalgaron. ‘Mientras volvian a la estancia el pafiuelo que Ibarrola sujetaba contra la herida se fue tifiendo de rojo. No hhablaron. Ya en la estancia, Pereda ordend a sus gau- chos que desvistieran de cintura para arsiba al editor y lo cumbaran sobre una mesa en el patio, luego le lavé la herida, calenté un cuchillo y con la hoja al rojo vivo procedié a cauterizarla y finalmente le im- provisé un apésico con otro pafuelo que sujeté con tun vendaje improvisado: una de sus camisas vieja, que hizo empapar en aguardiente, en el poco aguar- diente que quedaba, una medida més ritual que efec- tiva, pero que con probarla nada se perdia ‘Cuando su hijo y los dos escritores regresaron de dar un pasco por Capitén Jourdan encontraron a Iba- rrola desmayado atin sobre la mesa y a Pereda senta- do en una silla junto a él, mirindolo con la misma concentracién que un estudiante de medicina. Detras de Pereda, absortos asimismo en el herido, estaban Jos tres gauchos de la estancia, Sobre el patio caia un sol inmisericorde, La ma- dre que lo parié, grité uno de los amigos del Bebe, cu pap nos ha matado al editor. Pero el editor no estaba 40 muerto y cuando se recuperd, salvo por la cicatrin, ue solla mostrar con orgullo y que explicaba era de- ida a la picadura de una culebra saltadora y a su posterior cauterizacién, dijo sentitse mejor que nun- Pr aunque est misma noche se marché con los escri- ores a Buenos Aires. ‘A partir de ese momento las visitas de la ciudad no escasearon, En ocasiones aparecia el Bebe solo, con su traje de montar y sus cuadernos en donde es- caibia historias vagamente policiales y melancélicas En otras ocasiones llegaba el Bebe con personalidades portefias, que generalmente eran escritores pero entre las que no era raro encontrar a un pintor, que era el tipo de invitado que Pereda més apreciaba, pues los pintores, vaya uno a saber por qué, sabfan mucho mds de carpinteria y albafileria que el gauchaje que solia mosconear todo el dia alrededor de Alamo Negro. ‘Una vez legs el Bebe con una psiquiatra. La psi- quiatra era rubia y tenia los ojos arules acerados y los pémulos altos, como una figurante de El anillo de los Nibelungos. Su sinico defecto, segiin Pereda, era que hhablaba mucho. Una mafiana la invité a salir a dar tun pasco. La psiquiatra acepts, Le ensillaron la yegua y Pereda monté a José Bianco y partieron en direc~ cién oeste. Durante el paseo la psiquiatra le hablo de su trabajo en un sanatorio de Buenos Aires. La gente, le dijo 0 se lo dijo a los conejos que a veces, subrepti- ciamente, acompafiaban durante un trecho a los jine- tes, estaba cada dia més desequilibrada, hecho com- probado que llevaba a la psiquiatra a deducir que tall 4l vvex el desequilibrio mental no fuera una enfermedad, sino una forma de normalidad subyacente, una nor. ‘malidad vecina a la normalidad que el comtin de los mortales admitia. A Pereda estas palabras le sonaban a chino, pero como la belleza de la invitada de su hijo lo cohibia se guard6 de realizar ningtin comentario al respecto. Al mediodia se decuvieron y comieron char- qui de conejo y vino. El vino y la carne, una carne oscura que brillaba como ef alabastro al set tocada por la luz y que parecia hervir literalmente de protej- nas, propiciaton en la psiquiatra la vena postica y 4 partir de entonces, segiin pudo apreciar con el rabillo del ojo Pereda, se desmelend, Con vor bien timbrada se puso a citar versos de Hernandez y de Lugones. Se pregunté en vor. alta donde se habia equivocado Sarmiento. Enumeré bie liografias y gestas mientras los caballos, a buen tro- te, seguian impertérritos hacia el oeste, hasta lugares adonde el mismo Pereda no habja tlegado nunca ya los cuales se alegraba de encaminarse en tan buena aunque en ocasiones latosa compafia. A eso de las cinco de la tarde divisaron en el horizonte el esquele- to de una estancia. Felices, espolearon a sus cabalga- duras en aquella direccidn, pero cuando dieron las seis ain no habian llegado, lo que llevé a la psiquia: tra a observar lo engatiosas que resultaban a veces ls distancias. Cuando por fin legaron salieron a recibit- los cinco o seis nifios desnutridos y una mujer vestida con una pollera amplisima y excesivamente abultada, como si debajo de la pollera, enroscada sobre sus piernas, portara un animal vivo. Los niftos no le qui a2 win 0j0 2 1a psiquiatra, la cual al principio insistié gn un comportamiento maternal, del que no tardarfa fen senegar al sorptender en los ojos de los pequefios fina intenciOn torva, como luego le explicé a Pereda, fn plan avieso escrito, segtin ella, en una lengua llena ‘consonantes, de gafidos, de rencores © Pereda, que cada vez estaba mis convencido de yue Ia psiquiatra no estaba muy bien de la cabeza, cept6 la hospitalidad de la mujer; la cual, durante la ina, que hicieron en un cuarto lleno de forografias stiguas les explicé que hacfa mucho tiempo que los arones se habfan marchado a la ciudad (no supo irles qué ciudad) y que los peones de la estancia, I verse privados de un jornal mensual, poco a poco fueron desertando. ‘También les hablé de un tio y tunas crecidas, aunque Pereda no tenia ni idea de inde se encontraba ese rio ni nadie en Capicin utdan le habia hablado de crecidas. Comieton, smo era de esperar, guisado de conejo, que la mujer a cocinar con mafia. Antes de marcharse Pereda indicé donde estaba Alamo Negro, su estancia, si algtin dia se cansaban dle vivir alli, Pago poco, al menos hay compafia, les dijo con voz grave, 0 si es explicara que tras la vida venia la muerte. igo reuni a su alrededor a los nifios y procedié a les tres consejos. Cuando hubo terminado de ha- w'vio que la psiquiaera y la mujer polleruda se ha- mn quedado dormidas, sentadas en sendas sillas. menzaba a amanecer cuando se marcharon. Sobre Pampa rielaba la luna lena y de canto en tanto i el salto de algiin conejo, pero Pereda no les ha- 43, cia caso y tras petmanecer largo rato en silencio se puso a canturrear una eancién en francés que a su di- funca le gustaba. La cancién hablaba de un muelle y de neblina, de amantes infieles, como son todos los amantes fin de ‘cuentas, pensé comprensivo, y de escenarios rorunda. ‘mente files. ‘A veces Pereda, mientras recorria montado en José Bianco o a pie los lindes difusos de su estancia, pensaba que nada serfa como antes si no volvia el ga nado. Vacas, grtaba, zdénde estan? En invierno la mujer polleruda llegé seguida de los nitios a Alamo Negro y las cosas cambiaron. Ale guna gente de Capitan Jourdan ya la conocia y se ale- #6 de volverla a ver. La mujer no hablaba mucho peto sin duda trabajaba més que los seis gauchos que para entonces Pereda tenfa en némina, lo cual es un decir, pues a menudo se pasaba meses sin pagatles. De hecho, algunos de los gauichos renfan una nocién del tiempo, por llamarlo asi, distinta de la normal EI mes podfa tener cuarenta dias sin que eso les cau- sara dolor de cabeza. Los afios cuatrocientos cuarenta dias, En realidad, ninguno de ellos, incluido Pereda, procuraba pensar en ese tema. Habia gauchos que hablaban al calor de la fumbre de clectroshocks y otros que hablaban como comentaristas deportivos expertos, sélo que los partidos de fiithol que menta- ban habian sucedido mucho tiempo atris, cuando llos tenian veinte afios o treinta y pertenccian a al- guna barra brava. La puta que los parié, pensaba Pe- reda con ternura, una ternura varonil, es0 si 44 Una noche, harto de ofr a aquellos viejos soltar ses deshilachadas sobre hospitales psiquidtricos fe ban sin leche tharos miserables donde los padres d {ss hijos por seguir a su cquipo en desplazamientos Jegendatios, les pregunt6 qué opinidn tenian sobre la flica. Los gauchos, al principio, se mostraron re Pientes a hablar de politica, pero, tras animarlos, al final esulté que codos ellos, de una forma o de otra, aforaban al general Perdn, Hasta aqui podemos llegar, dijo Pereda, y sacé su euchillo, Durante unos segundos pensé que los gau- hos harian lo mismo y que aquella noche se iba a ci- fiar su destino, pero los viejos reteocedieron temero- sos y le preguntaron, por Dios, qué le pasaba, qué le habian hecho ellos, qué mosca le habia picado. La Juz de la fogata concedia a sus rostros un aspecto ati- grado, pero Pereda, temblando con el cuchillo en la ‘mano, pensé que la culpa argentina o la culpa lati- noamericana los habja transformado en gatos. Por eso en ver de vacas hay conejos, se dijo a sf mismo mien- tras se daba la vuelta y se dirigia a su habitacién, No los carneo aquii mismo porque me dan pena, les grits. ‘A la mafiana sigu bieran regresado a Capitin Jourdan, pero los encon- 115 a todos, algunos trabajando en el patio, otros ma- teando junto a la fogata, como si no hubiera pasado nada. Pocos dias después llegé la polleruda de la es- tancia del oeste y Alamo Negro empers a progresar, nte temié que los gauchos hu- empezando por la comida, pues la mujer sabia emo cocinar de dies maneras diferentes un conejo, dénde 45 encontrar especias, cual era la técnica para hacer un hhuerto y asi tener verduras y hortalizas. Una noche la mujer recorrié la galeria y se metig en el cuarto de Pereda, Vestéa tinicamente unas ena. guas y el abogado le hizo sitio en su cama y se pasé ef resto de la noche mirando el cielo raso y sintiendy junto a sus costillas ese cuerpo tibio y desconocido, Cuando ya amanecia se durmis y al despertar la mu jer ya no estaba alli. Amancebado con una china, dijo el Bebe después de que su padre lo pusiera al corrien. te. Sélo técnicamente, puntualiz6 el abogado. Para entonces, pidiendo préstamos aqui y allé, habia lo- grado aumentar la cabafia caballar y conseguido cua. tro vacas. Las tardes en que estaba aburrido ensillaba, a José Bianco y salia a pasear a las vacas. Los conejos, que en su vida habian visto una vaca, las miraban con, asombro. Parecfa que Pereda y las vacas se dirigian hacia el fin del mundo, pero sélo habian salido a dar una vuelta, Una mafana aparecieron en Alamo Negro una doctora y un enfermero, Después de haberse queda- do cesantes en Buenos Aires ahora trabajaban para tuna ONG espaiiola como servicio mévil de atencién primaria. La doctora queria haceles pruebas a los gauchos para comprobar que no tuvieran hepatitis. Cuando volvieron, al cabo de una semana, Pereda los agasaj6 lo mejor que pudo. Hizo arzoz con conejo, que la doctora dijo que sabia mejor que una paella valenciana, y luego procedié a vacunar gratis a todos; los gauchos. A la cocinera le entregé un fiasco con 46 smprimidos, diciéndole que le suministrara uno a ia nifio todas las mafianas. Antes de que se mar- Gharan Pereda quiso saber cémo se encontraba su ite. Anémicos, le respondié la doctora, pero nadie fiene hepatitis B o C. Es un alivio saberlo, dijo Pere- da, Si, en cierta forma es un alivio, dijo la doctora. ‘Antes de que se marcharan Pereda le echd una jeada al interior de la camioneta en la que viajaban. zn la parte trascra habia un revoltijo de sacos de dor mir y cajas con medicinas y desinfectantes para pri- eros auxilios. zAdénde van ahora, quiso saber. Al sus le dijo la doctora. ‘Tenia los ojos enrojecidos y el abogado no supo si eta por falta de suefio @ por ha- ter estado Horando, Cuando la camioneta se alej6 y sélo queds la polvareda, pensé que los iba a echar de Esa noche les habl6 a los gauchos reunidos en la pulperia. Yo creo, les dijo, que estamos perdiendo la memoria. En buena hora, por lo demas. Los gauuchos por primera ver. lo miraron como sientendieran el alk cance de sus palabras mejor que él. Poco tiempo des- pués le Hegé una carta del Bebe en la que le anuncia- ba que tenia que ir a Buenos Aires a firmar unos papeles para proceder a ta venta de su casa. Qué hago, pens6 Pereda, tomo ef tren o voy a caballo? Aquella noche casino pudo dormit. Se imaginaba a la gente que se agolpaba en las aceras mientras él en- taba montado en José Bianco. Autos detenidos, poli- cas mudos, un canillita sonriendo, potreros desola- ddos en donde sus compatrioras jugaban al futbol con la parsimonia que provoca la malnutricién, Pereda a7 rando en Buenos Aires, bajo esta escenografia, » tee nia la misma resonancia que Jesucristo entrando ey Jerusalén o en Bruselas, segiin un cuadro de Enso. “Todos los seres humanos, pensé dando vueltas en fy cama, en alguna ocasién de nuestras vidas entramog en Jerusalén. Sin excepciones. Algunos luego ya ng) salen, Pero la mayoria sale. ¥ Inego somos prendids y luego crucificados. Maxime si se trata de un pobge gaucho. ‘También imaginé una calle del centro, una calle muy bonita que tenia lo mejor de cada calle de Bue. nos Aires, en donde él se adentraba montado en su fiel José Bianco, mientras de los pisos superiores em. pezaba a caer una Iluvia de flores blancas. ;Quiénes artojaban las flores? Eso no lo sabia, pues tanto la ca Ile como las ventanas de los edificios estaban vacias, Deben ser los muertos, reflexioné Pereda en su duer- mevela. Los muertos de Jerusalén y los muertos de: Buenos Aires, ‘A la mafiana siguiente habl6 con la cocinera y los gauichos y les comunied que iba a ausentarse durante un tiempo. Nadie dijo nada, pero por la noche, mientras cenaban, la polleruda le pregunté si ibaa Buenos Aires. Pereda movie la cabeza afirmaivamen- te. Entonces cuidese y que le Hueva finito, dijo la mujer. Dos dias después tomé el tren y rehizo de vuela ¢l camino que habia emprendido hacia mas de tres afios. Cuando Hlegé a la estacién Constitucién alguna ‘gente lo miré como si estuviera disfrazado, pero a la mayoria no parecfa importarle gran cosa ver a un vie~ 48 yestido a medias de gaucho y a medias de trampe- ide conejos. El taxista que lo Hlevé hasta su casa go saber de dénde venta y como Pereda permane- jaenclaustrado en sus cavilaciones le pregunté si st iu hablar en espafiol. Por toda respuesta Pereda ex- jo de la sisa su cuchillo y comenz6 a cortarse las 3s, que tenfa largas como gato montés. En su casa no hallé a nadie. Debajo del felpudo esaban las Haves y entré. La casa pareeia limpia, in- juso excesivamente limpia, pero olia a bolitas de al: infor. Agotado, Pereda se arrasteé a su dormiorio y tind on la cama sin sacarse las botas. Cuando des- petté habia anochecido. Se dirigié a la sala sin encen- der ninguna luz y telefones a su cocinera. Primero jabl6 con su marido, que quiso saber quin Hamaba {gue no parecié muy convencide cuando le dijo quign era. Luego la cocinera se puso al aparato. Estoy ti Buenos Aires, Estela, le dijo, La cocinera no pare- Gi6 sorprendida. Aqui cada dia ocurre algo nuevo, respondié cuando Pereda le pregunté si no le alegra- ba saberlo en casa. Luego quiso llamar a su otra em- pleada, pero una vor femenina ¢ impersonal le anuin- ié que el mimero al que acababa de amar estaba fuera de servicio, Desanimado, cal ver hambriento, quiso recordar los rostros de sus empleadas y | gen que apareci6 fue vaga, sombras que recon pall, un revolar de ropa limpia, murmullos y voces en sordina, Lo increible es que recuerde sus niimeros de telé- fono, pensé Pereda sentado a oscuras en la sala de su «asa. Poco después salié. Imperceptiblemente, sus pa- nel 49 sos lo Hevaron hasta el café donde el Bebe solfa reu. nirse con sus amigos artistas. Desde la calle vio el in. terior del local, bien iluminado, amplio y bullicioso, EI Bebe presidfa, junto a un viejo (Un viejo como yo!, pensé Pereda), una de las mesas més animadas, En otra, més cercana a la ventana desde donde espia. ba, distinguid a un grupo de escritores que més bien parecian empleados de una empresa de publicidad, Uno de ellos, con pinta de adolescente, aunque ya pasaba la cincuentena y posiblemente también los se- senta, cada cierto tiempo se untaba con polvos blan- cos la narizy peroraba sobre literatura universal. De pronto, los ojos del falso adolescente y los ojos de Pe- reda se encontraron. Durante un instante se contem- plaron mutuamente como si la presencia del otro constituyera una rajadura en la realidad circundante. Con gesto decidido y una agilidad insospechada, el esctitor con pinta de adolescente se levanté de un sal- to y salié hacia la calle. Antes de que Pereda se diera cuenta, lo tuvo encima. Qué mirés?, dijo mientras de un manotazo se quitaba los restos de polvo blanco de fa nariz, Pereda lo estudi6, Era més alto que él y mis delgado y posi- blemente también mas fuerte. Qué miris, viejo inso- lente? Qué mirds? Desde el interior del café, la pato- ta del falso adolescente contemplaba la escena como si cada noche sucediera algo parecido. Pereda se supo empufiando el cuchillo y se dejé it, Avanz6 un paso y sin que nadie percibiera que iba armado le lavé la punta, slo un poco, en la ingle. Mis tarde recordaria la cara de sorpresa del escritor, 50 I cara espantada y como de reproche. y sus palabras {que buscaban una explicacién (Qué hiciste, pelotu- do), sin saber todavia que la fiebre y la néusea no tiencn explicacién. Me parece que precisis una compresa, afadié to- davia Poreda, con vor clara y firme, indicando la en- trepiesna tinta en sangre del cocainita. Mi madre, dijo éste cuando se miré. Al levantat la vista, rodeado por sus amigos y colegas, Pereda ya no estaba. {Qué hago, pens6 el abogado mientras deambu- Iaba por la ciudad de sus amores, desconociéndola, reconociéndola, maravillindose de ella y compade- ciéndola, me quedo en Buenos Aires y me convierto en un campeén de la justicia, o me vuelvo a la pam- pa, de la que nada sé, y procuro hacer algo de prove- cho, no sé, tal vex con los conejos, tal vez con la gen- te, es0s pobres gauchos que me aceptan y me sufren sin procestar? Las sombras de la ciudad no le oftecie- ron ninguna respuesta. Calladas, como siempre, se 4quejé Pereda, Pero con las primeras luces del dia de-

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