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A mis padres,

que me enseñaron tantas respuestas


y sobre todo tantas preguntas

Autor del texto: José Antonio López López (2015).

This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial 4.0 International


License.
Para contactar con el autor: alfanui@hotmail.com
ÍNDICE
Introducción: Que te vaya bien, pero no mejor que a mí ............................................................................ 1
1. La envidia que nos une ........................................................................................................................ 9
2. La obstinación del perdedor .............................................................................................................. 17
3. Miedo, tristeza y cólera ..................................................................................................................... 26
4. Tanto puedes, tanto vales .................................................................................................................. 37
5. Lo que cuenta es no quedarse atrás .................................................................................................. 43
6. Hambre y carencia ............................................................................................................................. 51
7. La construcción de la envidia ............................................................................................................. 56
8. Envidias buenas y malas..................................................................................................................... 60
9. La constelación envidiosa .................................................................................................................. 67
10. El gran teatro del mundo ................................................................................................................... 73
11. Escenografía de la envidia .................................................................................................................. 79
12. El rol del envidiado............................................................................................................................. 85
13. Hostilidad y conflicto ......................................................................................................................... 90
14. La envidia como lucha ........................................................................................................................ 95
15. Escasez y competencia ....................................................................................................................... 99
16. El dilema del envidioso .................................................................................................................... 105
17. Diferencias de valor ......................................................................................................................... 110
18. Envidia y justicia ............................................................................................................................... 117
19. La envidia en los grupos ................................................................................................................... 128
20. ¿Qué suele hacer la gente con la envidia? ....................................................................................... 139
21. Conclusiones .................................................................................................................................... 150
Qué es la envidia .................................................................................................................................. 150
Por qué envidiamos ............................................................................................................................. 153
Qué envidiamos ................................................................................................................................... 157
Susceptibilidad a la envidia .................................................................................................................. 161
Efecto de relevancia ........................................................................................................................ 161
Efecto de proximidad ....................................................................................................................... 163
Efecto de semejanza ........................................................................................................................ 164
Otros factores .................................................................................................................................. 167
22. Apuntes para una ética de la envidia ............................................................................................... 172
23. Respuesta a Salieri ........................................................................................................................... 188
Epílogo ...................................................................................................................................................... 197
Agradecimientos....................................................................................................................................... 199
Notas y referencias ................................................................................................................................... 200
Bibliografía................................................................................................................................................ 211
Índice de ilustraciones .............................................................................................................................. 216
Introducción: Que te vaya bien, pero no mejor que a mí
Mueren los envidiosos, pero la envidia jamás. Molière.1

Suponiendo que nos preguntaran en abstracto si preferimos que los


demás triunfen o fracasen en su vida, tanto usted como yo nos
encogeríamos de hombros y seguramente responderíamos que, por
nosotros, que les vaya bien, ¿no? Referida a nuestros vecinos, la
afirmación aun nos parecerá más decidida. Y si se trata del destino de
nuestros familiares y amigos, no nos cabrá la menor duda, ¿verdad? Y, sin
embargo, cuando asistimos en persona al espectáculo de su prosperidad, la
de cualquiera, es probable que notemos una punzada en el estómago, y
algo dentro de nosotros, quizá muy dentro, reclamará con nostalgia o con
enojo: ―¿Y yo qué?‖
Percibimos algo incómodo, cuando no humillante, en una felicidad
exclusivamente ajena, una felicidad que se nos muestra pero no nos incluye.
Y entonces nos damos cuenta de que nuestros buenos deseos tenían una
cláusula secreta, una condición de la que ni siquiera éramos conscientes al
afirmarlos, y que podría resumirse en la divisa: Que te vaya bien, pero no
mejor que a mí. Esa nota al pie de nuestra buena voluntad (o nuestra
indiferencia) hacia los demás, esa ―letra pequeña‖ de nuestros deseos
benévolos, es la carta de fundación de la envidia.
La envidia viene a recordarnos la complejidad de la vida humana; lo
laberíntico que puede resultar el hecho de que la evolución nos haya
convertido en animales sociales. Convivir organizados socialmente ofrece
grandes ventajas, pero hay que pagarlas al precio de nuevos e intrincados
desafíos. La vida se vuelve, irremediablemente, un asunto más
complicado. Desde el momento en que nuestra existencia nos inserta
obligadamente entre los otros, la gente pasa a significar, a la vez, una
bendición y un problema. Conseguir lo que deseamos de los demás
requiere arte o fuerza; los mismos que ellos manejan con nosotros. La
vida es un fuego cruzado de delicias y dolores. Sartre tenía razón al opinar
que el infierno son los otros, pero porque los otros lo abarcan casi todo,
porque tampoco hay gozo posible sin ellos. La sociabilidad nos ha exigido

1
inventar y aprender estrategias, siempre recreadas y siempre defectuosas:
la seducción, la mentira, la lealtad, la traición... La envidia es una de ellas,
y desde esa perspectiva se plantea explorarla este ensayo.
Si el estudio de la envidia parece interesante es, ante todo, porque
nos obliga a asomarnos a esos entresijos centrales de lo humano. Se trata
de tirar de uno de los innumerables cabos de la madeja de nuestra
naturaleza, y ver si nos permite dar algunos pasos en la dirección que
aconsejaba el oráculo de Delfos: ―Conócete a ti mismo‖. Entre todos los
caminos por los que podríamos adentrarnos en esa tarea, la envidia parece
un sendero enrevesado y sombrío. Como sus primos el rencor y la ira, se
pierde por quebradas inciertas y recovecos siniestros, siempre con una
promesa de dolor. Pero tal vez por eso resulte más apremiante su examen.
Como decía Rilke, los dragones del corazón no nos pertenecen menos que
las princesas, y quizá no deberíamos empeñarnos en matarlos, sino
preguntarles qué hacen ahí.

Es habitual encontrar al comienzo de todos los tratados sobre la


envidia, incluidos los científicos, una alusión a su condición de pecado o de
vicio. Pocos como ella han sido objeto de una mala prensa tan unánime.
Pero ese enfoque no conduce muy lejos, y desde luego no permite
comprender, si es que es posible, algo de lo que realmente es la envidia.
Aun adoptando ese discurso desde un punto de vista cultural, sigue
quedando sin explicación por qué habríamos sido dotados con un vicio
tan insidioso que, a diferencia de otros como la lujuria o la soberbia, ni
siquiera parece compensarnos con algún placer, que se diría diseñado
exclusivamente para sufrir y hacer daño.
Este ensayo defiende la tesis de que la envidia constituye un sistema
de procesos cognitivos, emocionales y conductuales que no solo resultan
adaptativos para el sujeto, sino que juegan un papel clave en su
desempeño en el medio social. Como todos los mecanismos que favorecen
la adaptación, en ocasiones fracasa en su intento, e incluso puede alcanzar
dimensiones disfuncionales o hasta patológicas. Pero esos extremos no
invalidan la funcionalidad de su esquema básico, del mismo modo que
una conducta violenta no menoscaba lo que la agresividad tiene en
general de adaptativo, o una posesividad obsesiva hacia la persona amada
no desautoriza lo valioso del amor.
Un examen psicológico y social debe partir de esa evidencia: la
envidia cumple una función. Otra cosa bien distinta es juzgar hasta dónde,
y en qué circunstancias, tal fenómeno resulta conveniente, adecuado y
2
realmente fecundo o nocivo. Esa ya no sería tarea de la observación
objetiva, sino de la ética; más particularmente, de lo que los griegos
llamaban la eudaimonia, la vida plena y satisfactoria para el individuo y los
que le rodean. El presente ensayo se propone partir del análisis para
culminar en la ética, pero procurando tratarlos por separado, eludiendo la
tradicional óptica prejuiciosa que tantas veces ha juzgado antes de
entender.

En una primera aproximación, la envidia resulta desconcertante.


Asombra que una pasión tan encendida, a veces obsesiva, parezca volcada
en la vida de otro. La suerte de los demás discurre en mundos paralelos,
que no tendrían por qué perturbar el mío. Sin embargo, la chocante
envidia sugiere que los universos humanos no son tan autónomos como
queríamos creer, que están entrelazados en una apelmazada urdimbre
donde las fronteras entre el yo y lo otro se desvanecen. El destino de los
demás forma parte del nuestro porque los humanos, decíamos, somos
irremediablemente sociales, porque nos construimos en el encuentro.
En estas páginas proponemos partir del encuentro, de la envidia en
tanto que modo de vincularse con los demás. Tal vez se trate de un vínculo
destructivo, pero no se puede negar que lo es de un modo apasionado, no
menos vehemente, por ejemplo, que el enamoramiento. Solo una persona
amada —u odiada: el odio es el reverso del amor— nos resulta tan
decisiva como alguien a quien envidiamos; en ambos casos quedamos
fascinados, como hechizados, dando vueltas, sin poder escapar, en un
universo cuyo centro ya no parecemos ser nosotros. Algo ha irrumpido y
ha trastocado el equilibrio en el que creíamos reposar seguros; y como
resultado nos descubrimos transformados en unos extraños. La aparición
del otro nos ha convertido en otros.
No podemos, por consiguiente, observar la envidia situándonos
únicamente en el marco del individuo, de sus sentimientos y sus
conductas: hay que contextualizarla más bien en el espacio de las
transacciones entre dos o más individuos, de esas estructuras dinámicas
regidas por normas, roles y convencionalismos que son los grupos
humanos en los que las personas se relacionan. Como escribe el
antropólogo Michael Carrithers, ―las personas están tan profundamente
comprometidas recíprocamente que solo podemos entenderlas de forma
adecuada si interpretamos incluso sus nociones y actitudes aparentemente
íntimas como algo interpersonal‖2. La envidia tiene una semántica, que se
desarrolla en forma de espacios teatrales de conducta, y que condiciona
3
los argumentos y los papeles que juegan los implicados al interactuar. ¿Y
qué historia, como diría José A. Marina, nos está contando la envidia? La
historia de un conflicto, de una fricción, de una rivalidad; la envidia forma
parte de la gran familia de situaciones sociales que consisten en una
competición por lo escaso. Su despliegue constituye lo que Ortega llamó un
uso, una forma de conducta colectiva asentada en la cultura, y remite
incluso, en intersección con la biología, a la selección natural. Si no
contemplamos la envidia en su contexto, nos perderemos buena parte de
su sentido, posiblemente la parte más significativa.
La envidia tiene también una poética: es la poética del deseo, que,
como señaló Spinoza, constituye el mismo cogollo de la condición
humana. El deseo y su reverso, la carencia. Deseamos porque
necesitamos, pero sobre todo porque nos sabemos incompletos y
vulnerables, y, como diría Spinoza, queremos perseverar.
Se ha hablado mucho de la experiencia interna del envidioso, de su
tortura íntima, de sus crueles fantasías de venganza, de las posibles
circunstancias que lo habrían hecho propenso a quedar atrapado en esa
contemplación tan envenenada como la de la Hidra, que convertía en
piedra a todo aquel que la miraba a los ojos. La envidia es, en efecto,
nuestra propia mirada, que nos petrifica al volverse hacia nosotros
reflejada en el escudo de Perseo, y su icono tradicional recuerda
curiosamente los rasgos de la mortal Gorgona griega: la piel cetrina, el
manojo de serpientes en lugar de cabellos, la expresión ceñuda y acre…
Sin embargo, muchos olvidan que esa metamorfosis sucede siempre en
presencia de otro, con respecto a otro, y en medio de muchos otros.
Cuando envidiamos, como cuando amamos, nunca estamos solos,
nuestro sentimiento es siempre una referencia a alguien más. Es como si
lo que somos por dentro se volcara por entero hacia fuera, como si de
repente nos vaciáramos de nosotros mismos y solo pudiéramos
encontrarnos en otra persona. Nuestra identidad se ha convertido en
alteridad. En ese brusco derrame en el mundo encuentra la envidia su
razón de ser y su sentido, a veces pasajero como la hojarasca, a veces
porfiado como un espectro que nos persigue. Un espectro con nombre y
apellidos, que para el Salieri de Pushkin se llamaba… Mozart.

El escritor ruso Aleksandr Pushkin publicó en 1830 cuatro ―pequeñas


tragedias‖, entre las que se incluía Mozart y Salieri3. En este drama tan
breve como turbador, el personaje de Salieri —basado libremente en un
músico real contemporáneo del genio austríaco—, atormentado por la
4
envidia y por el resentimiento hacia un Dios que no ha premiado sus
esfuerzos, decide librarse de su rival envenenándolo. La obra está imbuida
de los apasionados excesos del Romanticismo, pero aun así el autor sabe
ahondar con perspicacia en las sutilezas de los dolorosos anhelos
humanos. Por eso aquí nos servirá de observatorio privilegiado desde el
que interrogar al sentimiento.
La ―pequeña tragedia‖ de Pushkin tendría un largo recorrido
posterior. Rimski-Korsakov la adaptó en una ópera. Ciento cincuenta
años después, en 1979, el inglés Peter Shaffer se inspiró en ella para
escribir otra obra de teatro, Amadeus, de considerable éxito de público, y
que posteriormente sería llevada a la gran pantalla de la mano del director
Milos Forman. El drama teatral y la película desarrollan, desde una óptica
más actual, algunos aspectos muy sugerentes de la envidia que Pushkin
apenas dejó entrever en su exiguo escrito, por lo que también
aprovecharemos aquí para mencionarlos. En cualquier caso, Shaffer y
Forman acabaron de consagrar el personaje de Salieri como un auténtico
arquetipo del envidioso, incómodo homenaje que difícilmente habría
agradecido el modelo histórico.

Antonio Salieri (1750-1825) fue un músico


prolífico y brillante, que en vida alcanzó un gran
reconocimiento y los más altos cargos en la corte del
emperador austríaco José II. Probablemente su falta
más destacada fuera compartir época con el rutilante
genio de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791),
circunstancia que le relegaría sin remedio a un
Figura 1. Retrato de A. puesto secundario en la historia de la música.
Salieri, obra de Joseph
W. Mahler.
Ambos autores se cruza-
ron en Viena en 1781, donde
Salieri era ya un artista de prestigio consagrado
cuando Mozart irrumpió aparatosamente en la
escena de la capital, buscando mejores opor-
tunidades que en su Salzburgo natal. El choque
entre ambos es inmediato: el italiano le sustrae a
Mozart el puesto de profesor de música de la Figura 2. Retrato de W.
princesa de Wurtemberg. Se sabe de más fricciones. A. Mozart, obra de
Barbara Krafft (1819)
En 1786 se estrena Las bodas de Fígaro, y tanto
Wolfgang como su padre incriminan a los manejos de Salieri el poco éxito
cosechado. Más tarde, en 1790, un Mozart ya de gran fama vuelve a
5
acusar al italiano, esta vez de plagio y nada menos que de atentar contra
su vida. No tenemos ningún indicio de la autenticidad de estas
acusaciones, pero la enemistad entre los dos músicos es evidente, lo cual,
unido a la repentina muerte de Mozart poco después con solo 35 años, ha
dado pie a esas sospechas sobre Salieri que perfilan su leyenda negra.
Valgan estos apuntes como desagravio por disponernos a abundar en ella.

Ignoramos las sombras de la vida del Salieri real, pero quien nos
interesa aquí es justamente el personaje de la leyenda, el atormentado
protagonista de esos dramas de los que esperamos aprender bastante. Si
hemos elegido esta obra como guía para nuestro buceo por los entresijos
de la envidia es porque, dentro de su concisión y relativo esquematismo,
muestra de un modo prototípico los principales elementos que nos
interesan para nuestro análisis4. Su versión original es bella, contundente e
inspiradora; y cuenta con la reinterpretación contemporánea de Shaffer,
que la completa con otras perspectivas y enriquece con nuevos matices
ciertos aspectos que Pushkin solo sugiere. Aun a riesgo de complicar un
poco el análisis, no hemos podido resistirnos a añadir, en segundo plano,
la presencia de otro envidioso ilustre, el Joaquín Monegro de la novela
Abel Sánchez. En ella, Miguel de Unamuno describe con detalle el contexto
y la evolución de una vida marcada por la envidia, y se adentra con
minucioso escalpelo en la anatomía íntima del envidioso; más que una
narración, nos ofrece un sagaz estudio psicológico, ―una historia de
pasión‖, como anuncia el subtítulo del libro. Joaquín nos servirá de
contrapunto de Salieri.
Hacer lo que los psicólogos llaman un estudio de casos con personajes
literarios plantea sus riesgos evidentes. Puede que a veces la realidad imite
al arte, pero discurren por dos dimensiones distintas. La literatura
pretende emocionar y sugerir desde la belleza más que ofrecer un retrato
fiel de la vida. Salieri y Monegro son dos seres desaforados en sus
pasiones, personajes imaginarios dentro de unos dramas que, aunque
sugestivos, no dejan de ser ficticios. Muestran con trazo grueso lo que el
común de los mortales vivimos dentro de ese bullicio de trivialidades que
es nuestra cotidianidad, mucho más prosaica y a la vez más enmarañada.
La intensidad de la literatura actúa como los espejos del callejón del Gato,
nos devuelve una imagen más contrastada, pero también sujeta a
deformidades. Hemos de ser cautos al contemplar a través de las hermosas
exuberancias del arte nuestras envidias de andar por casa.

6
Son multitud los envidiosos de fama en la literatura, algunos de ellos
quizá mejores modelos que los ofrecidos, y todos sin duda interesantes.
Ya en la Odisea, los compañeros de Ulises abren por envidia el saco de los
vientos que Eolo le había regalado, y con ello provocan una tempestad
que los aleja de Ítaca justo cuando tenían sus costas a la vista. En La
Celestina, los criados de Calixto matan a la alcahueta indignados porque
esta recibiera mejores regalos que ellos sin compartirlos. Egregios
envidiosos deambulan de acá para allá por las tragedias de Shakespeare:
hijas y lacayos del rey Lear, el Casio de Julio César, el Yago de Otelo, el
deforme hermano del rey conspirando por el trono en Ricardo III y hasta
los amorosos desdeñados del Sueño de una noche de verano… Lope de Vega
crea una comedia de enredo tan feliz como El perro del hortelano en torno a
una envidia y unos celos que, por obra y gracia del poeta, no dejan
indemne a nadie y concluyen venturosamente para todos. Milton glosa el
espeluznante resentimiento del ángel caído en su Paraíso perdido. Melville
nos cuenta las sofocantes envidias a bordo de un barco del Imperio
Británico en Billy Budd, marinero; algo más tarde, Conrad concibe a sus
Duelistas, soldados de Napoleón, enzarzados entre guerra y guerra en una
vida entera de periódicas disputas, como si lo imperdonable —y lo
ineludible— fuese la mera existencia del otro. Lorca, con La casa de
Bernarda Alba, retrata los desmanes de la envidia en una deprimida y
atrasada España rural. ¡Y qué decir de la generosa nómina de envidiosos
de Tolkien en El Señor de los Anillos! Boromir envidia a Aragorn, Saruman
envidia a Sauron, el Señor Oscuro envidia a los poderes antiguos que le
aguan una y otra vez la fiesta de ―gobernarlos a todos‖, y, cómo no,
Gollum envidia a los hobbits que le quitaron su anillo, su ―tesoro‖…
Y todo esto sin contar la considerable nómina de mitos y relatos
bíblicos dedicados a la envidia, entre los que destacan la historia del más
célebre envidioso, Caín, y la de José y sus hermanos. Hay algo del aroma
de la envidia, incluso, en esa curiosidad nada inocente que impulsa a Eva
a comer del fruto prohibido. Todos ellos habrían merecido nuestra
atención minuciosa, pero habría sido demasiado tumulto para unos pagos
tan pequeños, y tendremos que limitarnos a referirlos ocasionalmente. De
momento nos dejaremos conducir por nuestro Salieri, como si de un
Virgilio de las tinieblas humanas se tratara, por los abigarrados círculos
del infierno de la envidia.5

7
Figura 3. Edvard Munch: Envidia.

8
1. La envidia que nos une
La envidia es una forma de parentesco. Miguel de Unamuno6.

En la tragedia de Pushkin, Salieri arranca con un monólogo en el que


confiesa explícitamente su tormento: ―Siento envidia y sufro
horriblemente… ¡Oh, Mozart, Mozart!...‖ Su confidencia es
estremecedora y patética. Asistimos al estallido de una maldad sufriente,
una perversidad no deseada, impuesta como una condena por el destino.
Igual que muchos héroes griegos, Salieri preferiría ser inocente, pero sabe
que ya no puede, que es demasiado tarde porque está atrapado. Es
prisionero de una fascinación. Se ha convertido en la sombra de otro, y no
solo porque su rival lo haga palidecer bajo su fulgor, sino, ante todo,
porque está condenado a venerarle y a odiarle, porque ya no puede haber
en el universo un Salieri libre de Mozart.
La escena es grandiosa y terrible como una tempestad. Es el
momento atroz en que una persona cobra conciencia de que su identidad
ya no le pertenece, que le ha sido arrebatada. En el grito de Salieri, la
cólera se funde con el lamento: ―Nunca conocí la envidia. ¡Nunca,
nunca!‖ Antes de Mozart, la vida era llevadera, o al menos le parecía
suya. ¿Qué asomo de dignidad le queda ya a quien no puede concebirse
sino como un apéndice, como una referencia a otro? ―¡Oh, Mozart,
Mozart!...‖ Esa exclamación nos sacude porque adivinamos que en ella
laten, a partes iguales, el amor y el odio, la admiración y el reproche, el
embeleso y la repugnancia. Bajo ella, podemos imaginar un alma que
inquiere, atormentada: ¿Por qué? ¿Por qué tuviste que aparecer y manchar
con tu excelencia el sereno lienzo de mi mediocridad? En el trasfondo
palpita la pregunta clave que, según el psicólogo Richard Smith, arroja al
mundo todo envidioso: ¿por qué él y no yo?7, la misma que leemos en los
turbios ojos de ese desposeído que E. Munch pinta en primer plano, sobre
un fondo inalcanzable de amores y placeres (Fig. 3).
Solo el rencor parece capaz de mantener los rescoldos del orgullo de
sí. Hay que odiar a la grandeza que nos aplasta si no queremos que nos
reduzca a un polvo de insignificancia. Consentir, en este caso, sería

9
desvanecerse, arrastrados por el vendaval de aquel que nos supera.
Acorralado, Salieri se rebela. Opta por detestar. ―¡No puedo luchar más
contra mi destino!‖ Se rinde, mal que le pese, en brazos de la irresistible
dama verde.

Con esos pocos trazos magistrales, Pushkin pinta un vivaz retrato de


la envidia. Nos revela, en primer término, su esencia de relación. Casi
podemos palpar los grilletes que encadenan a Salieri con Mozart. Su
envidia es un vínculo, un ser y un existir volcado hacia alguien, tan
poderoso y tan incontestable como un enamoramiento. Es una manera de
emplazarse con respecto a otro —por debajo de otro—, el cual, desde ese
momento, se convierte en el ineludible referente de nuestra inferioridad.
―La envidia implica siempre una forma de relación interpersonal, remite
al vínculo con los demás, pero es un vínculo en el que no deseamos
relacionarnos, al contrario del amor, de la amistad o del enojo‖, escribe el
psicólogo Bénédicte Vidaillet8.
El individuo no es nunca solo un individuo. Su existencia no se
define más que al relacionarse con otros, con relación a otros. Sus
pensamientos, sus sentimientos, sus actos se desarrollan en interacciones.
Y estas interacciones cuentan con una entidad propia que precede y
arrastra a la persona. Tienen sus propias estructuras, sus códigos, sus
rituales, sus dinámicas. Somos primero, vino a decirlo Sartre, lo que las
relaciones hacen de nosotros, y luego lo que hacemos con eso. El ser no
puede ser más que en relación. El ser es un estar. La interacción modela al
individuo y lo dota de identidad.

Puede costar admitir la idea de interacción en la envidia debido a su


carácter asimétrico. Carlos Castilla del Pino ha desarrollado esta noción: la
envidia es asimétrica en su origen, ya que consiste en una inferioridad
enfrentada a un superior; y es asimétrica en su desarrollo, puesto que las
emociones y los actos de los sujetos implicados son radicalmente distintos,
y hasta opuestos9. Pero la principal reticencia debe responder más bien a
su naturaleza unidireccional: muchas veces, solo el envidioso siente, y suele
hacerlo en silencio.
Sin embargo, nada se habría desatado sin la presencia del otro. Una
presencia tan avasalladora que es el envidioso el que queda desvaído ante
ella. La envidia no está solo en la cabeza o en el corazón del envidioso,
sino en el lazo que de repente le encadena al envidiado con una violencia
inquebrantable. El enamoramiento despechado también configura una
10
asimetría, y difícilmente se discutirá su naturaleza de vínculo. ―Déjame en
paz, amor tirano‖, se lamenta Góngora, y lo mismo les pediríamos a
nuestras envidias, que tanto tienen de amores imposibles.
Quien envidia, como quien ama, pierde su condición de ser-para-sí y
la ve transformada en un ser-para-otro. Sartre explicó este proceso: el otro
siempre está inserto en el drama que me define, aunque sea de un modo
interiorizado y simbólico, aunque sea como mera alusión, aunque él
mismo lo ignore10. En la envidia, este carácter social resulta definitorio, ya
que no solo reacciona al otro, sino que se refiere a él, y además bajo la
mirada de muchos11. ―La envidia es un modo de instalarse en el mundo‖,
dice Castilla del Pino12; habría que añadir: con respecto a alguien.

El propio término con que la


designamos nos da pistas sobre su
naturaleza vincular. La palabra envidia
procede del latín invidia, derivado a su vez
de invidere, que significaba ―mirar con malos
ojos‖13. Un mirar avieso que no es distante,
como el de un espectador, sino apasionado,
arrojadizo, casi palpable: ―Aquel que
envidia lo que es envidiable, lo viola con los
ojos‖, escribe en el siglo II el erudito
romano Marco Terencio Varrón, y, por la
misma época, el médico Dionisio de Samos
Figura 4. T. Géricault: La loca de la
envidia. 1819-1921. aseguraba que el envidioso irradia por los
ojos los nocivos humores de su
14
descontento . La mirada candente de la envidia es una ballesta que nos
ancla violentamente en el otro, tendiendo la cuerda por la que se deslizará
nuestro asedio. Una cuerda que engarza sin vuelta atrás los destinos de
dos personas.
En tanto que vínculo, la envidia transforma, a veces sustancialmente,
el mundo subjetivo del envidioso, y también del que se sabe envidiado. A
este último, la envidia le sirve para confirmarse bien cotizado en el
mercado de las relaciones sociales; pero también, y por lo mismo, para
identificar a quién hay buenas razones para temer. Al que la siente, la
envidia le introduce en una historia en la que se mezclan anhelos,
desafíos, carencias, búsquedas, modelos y enemigos. Para ambos, pero
sobre todo para este último, el mundo se presenta bajo una nueva luz, y
suenan tambores de guerra de una rivalidad naciente, quizá breve, o tal
11
vez tan larga como la vida, como les sucede a D‘Hubert y Feraud en El
duelo de Joseph Conrad. Pocos ejemplos más rotundos de cómo la
rivalidad puede llegar a cimentar entre dos personas un vínculo tan febril
como el amor.
El sentimiento actúa como catalizador de esa alquimia, impulsándola
y dándole contenido. ―Sufro horriblemente‖, se lamenta Salieri: con la
tristeza, con el odio, con el rencor… Al envidiar entramos en un estado,
como poco, incómodo, y que puede llegar a atraparnos en una espiral
obsesiva. En esto el lenguaje es explícito: ―El envidioso se corroe, se
reconcome. Hay expresiones como ‗roerse los codos de envidia‘,
‗comérsele la envidia‘‖15. De ahí la tradicional asociación con símbolos
como culebras o perros hambrientos (ver figuras 6 y 10). Pero nada de eso
define inequívocamente la envidia. La envidia propiamente dicha no se
limita a la emoción, esta solo la acompaña, la proclama, le confiere
dramatismo y urgencia. La emoción es el sobresalto, la punzada con que
tomamos posición frente a un estado de cosas. Lo que cuenta en primer
plano es la interacción: alguien, otro, acapara el significado y me
convierte en insignificante. ―¡Oh, Mozart, Mozart!...‖ Solo Mozart parece
dotado de consistencia, henchido de un Salieri que se diría reducido a
poco más que una carcasa hueca, un espectro que vaga añorando la
corporeidad perdida. Quizá si la envidia no se propusiera destruir
(siquiera mágicamente) a ese otro, acabaríamos absorbidos por él y sería
nuestro yo el devastado. La envidia quiere devorar al otro para que el otro
no nos devore.
Marcel Schwob relata la historia de Cecco Angiolieri, ―poeta
rencoroso‖. Cecco vive a la sombra de su contemporáneo Dante Alighieri,
a quien, aunque no lo conoce personalmente, emula sin éxito; y de su
padre, al que odia. Su envidia hacia Dante crece a medida que fracasa en
sus intentos de imitarlo. Se diría que Cecco es incapaz de ser algo por sí
mismo, de crear una identidad propia. Y, en efecto, cuando Dante es
desterrado y su padre muere, cae sobre él el vacío de su existencia. Ya no
tiene contra quien vivir. Como para confirmar su nulidad, la historia
concluye en ese punto16. El Joaquín Monegro de Unamuno tampoco logra
hacer de sí mismo otra cosa que una sombra: ―Empecé a odiar a Abel con
toda mi alma —confiesa al enterarse de que Abel le ha quitado su novia—,
y a proponerme a la vez ocultar ese odio, abonarlo, criarlo, cuidarlo en lo
recóndito de las entrañas de mi alma".17

12
Al concebirse por debajo del otro, el envidioso se somete por sí
mismo en ese lugar subalterno. Se construye según una nueva cualidad
que pasa a primer plano y lo define: la inferioridad. Un observador externo,
evaluando la distancia entre envidioso y envidiado, podría opinar que
apenas hay diferencia, o que no es para tanto. Inmediatamente, Salieri le
replicará que lo es para él, y que con eso le basta para sufrir. Shaffer se lo
hace decir: ―¡Iba a convertirme en el músico más famoso de Europa!...
¡Pero por un trabajo que yo sabía que no valía absolutamente nada! Esta
era mi sentencia: ¡debía soportar, durante treinta años, el ser llamado
‗Distinguido‘ por gente incapaz de distinguir!‖18 El hecho de que el
detonante de la envidia sea una apreciación subjetiva, una situación en
desventaja tantas veces sobrevalorada, ha sido uno de los argumentos en
que se ha sustentado su tradicional descrédito. El cristianismo enfatiza la
condición errada de la envidia, que crea la apariencia falsa de que el bien
ajeno disminuye el propio19, y diversos pensadores insistirán en el carácter
ilusorio de los juicios del envidioso, desde exagerar el bien ajeno hasta ver
en el envidiado a un enemigo20.
Estas consideraciones, sin embargo, no hacen justicia al ardiente
malestar que invade al envidioso: desde su punto de vista, la superioridad
del oponente constituye una amenaza muy real, y parece legítimo que lo
declare su enemigo. Al fin y al cabo, ha destrozado su mundo y su lugar
en él. El éxito del envidiado convierte la normalidad del envidioso en
fracaso: hace que deje de ser él para reducirlo a los escombros del triunfo
ajeno; a definirse no por lo que es, sino por lo que no es —y
probablemente no será jamás—. En ese sentido, ha sido alienado. Por eso,
para el envidioso, su antagonista, sin excusa admisible, es culpable.
Shaffer lo retrata contundentemente: ―¡Nobile, nobile Salieri!... ¿Qué hizo
conmigo este Mozart? ¿Me comportaba yo así antes de que él viniera?...
Todo estaba cambiando, resbalando, pudriéndose en mi vida
progresivamente, por su culpa.‖21 Y Joaquín Monegro detalla la
perversidad que presiente en todos los triunfadores: ―Los abelitas han
inventado el infierno para los cainitas porque si no su gloria les resultaría
insípida. Su goce está en ver, libres de padecimientos, padecer a los
otros…‖22
―El envidioso no podrá ser nunca amigo‖, escribía con despecho
Juan Crisóstomo en el siglo IV23. Podría haber corregido ese menosprecio
con algo de compasión, es decir, de comprensión. ¿Cómo amar al que nos
avasalla, si nos sentimos humillados precisamente por lo que amamos en
él? ―Me pareció haber oído la voz de Dios… —gime el Salieri de Shaffer—
13
. Y esa voz emanaba de una criatura cuya voz yo también había oído… ¡Y
era la voz de un joven obsceno!‖24 ¿Cómo agradecerle sus favores, si
hurgan en nuestra ofensa? Cada virtud que adorna al rival es una
puñalada a nuestros ojos, como en el relato bíblico donde todos los logros
que David le ofrece al rey Saúl no hacen más que aumentar el encono de
este, desde que oye la afrenta de las multitudes aclamando: ―¡Saúl mató a
mil y David a diez mil!‖25. En cualquier caso, no odiamos al envidiado
por ninguna agresión intencional, sino por su mera existencia, o más bien
por su presencia: porque, como una piedra en el estanque, ha
conmocionado la plácida superficie de nuestra rutina; porque con su
irrupción escandalosa nos ha obligado a enfrentarnos a nuestra
mediocridad. ―¡Mediocres del mundo, yo os absuelvo!‖, declara el Salieri
de Amadeus, con amarga ironía26.

Es comprensible, por tanto, que en la envidia aliente siempre, como


trasfondo, una cierta sensación de injusticia. El envidioso se siente
defraudado, maltratado, estafado. Aunque encuentre fácilmente razones
para ello, en realidad la razón no es aquí relevante. Considerar que algo
que tienen los demás nos ha sido robado es un modo de apropiárnoslo,
creando la ilusión de que antes era nuestro, o debería haberlo sido. De ese
modo sustituimos un conflicto interno —nuestra carencia— por el
conflicto externo de haber sido expoliados. No ha sido nuestra torpeza,
nuestra inacción, nuestra pereza o nuestra estupidez lo que ha hecho que
fracasemos; es más: ni siquiera admitimos como definitiva la ventaja del
otro. Su victoria es ilegítima, no le corresponde porque nos pertenecía a
nosotros. Cuando Salieri acusa a Mozart de la miseria a la que le ha
relegado, está desprendiéndose de toda responsabilidad en esa miseria: el
odio a los demás es amargo pero estimulante; la decepción de mí mismo
podría devastarme. En ese sentido, la envidia es una huida. Lo malo de
las huidas es que no tienen fin: hay que seguir huyendo siempre.
Pero es cierto que la demanda envidiosa suele incluir reclamos de
justicia. Cuando envidiamos, estamos pidiendo a los demás que
compartan con nosotros su deleite, que no nos dejen demasiado atrás; que
la vida no nos ignore en el reparto de los dones. Cuando nos envidian,
están tendiéndonos las manos para que tampoco nos quedemos solos con
nuestro gozo. La han llamado ―la gran niveladora‖, y tiene algo santo en
su designio igualador. No es ella la que nos hace miserables: acompaña
nuestras miserias y conspira para redimirnos de ellas, para que quien
posee no nos convierta en desposeídos.
14
A quienes vemos el drama desde fuera, el envidiado nos parece
inocente solo porque permanece ignorante. Pero desde el punto de vista
del envidioso, el universo ha sido ciertamente trastocado, y el responsable
tiene nombre. De un modo muy real para él, es su enemigo, y el hecho de
que no lo sepa sirve apenas como atenuante en el imaginario del individuo
herido. Mientras la amargura carcome a Salieri, Mozart ni siquiera
sospecha las zozobras de su amigo. Le gasta bromas, le comenta
anécdotas, incluso ensalza su amistad. El envidioso, saturado de ego, no
puede comprender que el mundo no se estremezca con su dolor: a sus
ojos, las carcajadas del otro son como una burla cruel de su derrota. ―¡Me
parece imposible que puedas reír!‖, le replica Salieri, agrio, a su rival. Se
entiende una vez más por qué la condescendencia del rival ahonda el
sufrimiento. ―La envidia ni se amansa ni admite excusas —escribe Luis
Vives—; hasta se irrita más con los beneficios, como el fuego prendido en
la nafta que aumenta el incendio al echar agua encima‖. ¿Cómo no va a
irritar al envidioso todo lo que hace más patente la superioridad del otro,
que es precisamente lo que le duele? Tiene que odiarle, y por eso un gesto
bondadoso solo lo humillaría más, sería como hurgar en la herida que se
le ha infligido. ―Aunque reciban beneficios de los afortunados, [los
envidiosos] se atormentan envidiando su intención y su poder. Pues la una
procede de la virtud, el otro de la felicidad y ambas cosas son buenas‖,
escribe Plutarco, y para José Ingenieros ―los bienes que el envidioso recibe
constituyen su más desesperante humillación‖27.

―Nadie se atreve a decir que envidia a otro‖28, añade Vives. Ovidio


imaginaba la morada de la Envidia en ―una casa oculta al fondo de un
valle, una casa donde nunca da el sol ni sopla el viento, en la que siempre
falta el fuego y abunda la niebla espesa‖29. Otra vuelta de tuerca en el
drama del envidioso, en efecto, es la necesidad de mantener oculto su
vínculo, la imposibilidad de poder expresarlo y tener que guardarlo
royéndole las entrañas. Su revelación pondría en evidencia tanto la
vulnerabilidad como la aversión, y la demostración de ambas sería
peligrosa. ―No solo ha cometido una transgresión, sino que tácitamente
ha reconocido la disminución de su valor‖30, puntualizan los psicólogos
Mauri Silver y John Sabini. La envidia es una declaración de guerra: el
silencio la mantiene unilateral, y le proporciona la seguridad de
permanecer agazapada, aguardando el mejor momento para actuar.

15
Así pues, el vínculo entre envidioso y envidiado es, desde el universo
del primero, una colisión, un conflicto. Afinando un poco más: un
conflicto de rivalidad. El envidiado es un rival porque ha acaparado un
bien escaso, un bien por el que no hay más remedio que competir: la valía.
Salieri está definitivamente fundido a Mozart porque este se ha apropiado
una parte de él, tal vez la esencial: aquello en lo que se sustentaban su
amor propio y el reconocimiento de los demás. Se entiende aquí el
carácter persecutorio de la envidia: hay que ir a la zaga del ladrón, hay
que disputarle lo que nos ha robado; hay que luchar con él,
inagotablemente, hasta que nos devuelva lo que es nuestro. En toda
envidia alienta un estupor porque las cosas están fuera de su lugar, hay
una dislocación entre el deseo y lo deseado, y por ello un afán de
restitución. De ahí que proclame Joaquín Monegro: ―Tenía que aplastar,
con la fama de mi nombre, la fama ya incipiente de Abel; mis
descubrimientos científicos, obra de arte, de verdadera poesía, tenían que
hacer sombra a sus cuadros.‖31

16
2. La obstinación del perdedor
Quien desea lo ajeno, quiere otro parecer, / y siempre con lo de otro quiere resplandecer, /
lo suyo y lo del otro todo lo va a perder. Arcipreste de Hita.32

Con la irrupción de Mozart, Salieri ya no puede seguir siendo el que


era —el que creía, el que esperaba, el que había planeado ser—: todo su
universo, que antes giraba en torno a sí, pasa a orbitar a otro. Cuando se
trata de la valía, la pérdida que sufre el envidioso es existencial: ―La
persona envidiosa se enfrenta a un vacío y a la sensación de que ya no
existe. La gente envidiosa se siente ‗transparente‘‖, expresa con acierto el
psicólogo B. Vidaillet, y el sociólogo Francesco Alberoni menciona
también esta ―carencia de ser‖33. El envidioso se va haciendo pequeñito en
la medida en que su rival gana en estatura, siente que su presencia se
adelgaza al ensancharse la del otro.
En realidad, el que envidia sigue obsesionado consigo mismo, pero
ahora resulta que ese preciado sí mismo está de repente fuera, en manos
de un usurpador, como cuando Gollum, en El Señor de los Anillos de
Tolkien, se desespera al ver arrebatado su precioso anillo, el tesoro que
acariciaba a solas en su recóndita cueva. Salieri también evoca con
nostalgia el tiempo en el que su vida aún era suya: ―Y fui dichoso por mi
trabajo, los éxitos, la fama y la obra de amigos y colaboradores en nuestro
arte sublime‖. Ahora todo aquello parece lejano e improbable. Ante esa
amenaza de anulación, como frente a cualquier peligro, el envidioso
puede quedarse inmóvil y empantanado en la impotencia, pero también
puede huir o atacar, y el odio envidioso tiene mucho de ambas cosas. La
envidia sería entonces el último reducto del orgullo herido, los restos de
rebeldía ante un mundo que no nos ha elegido. Caín envidiaba a Abel
porque Dios prefería las plegarias de este: la envidia fue para Caín un
antídoto frente a la humillante discriminación.
En la envidia, el otro se convierte en una especie de negativo nuestro,
un espejo, como el de la madrastra de Blancanieves, en el que solo
encontramos lo que nos falta, un portavoz de nuestra carencia. El otro se
parece tanto a lo que queremos ser y no somos, que su mera existencia

17
invalida la nuestra; es a nuestros ojos una especie de impostor, un
sustituto que ocupa nuestro destino y por ello nos expulsa de él. Nos
identificamos con el envidiado, pero no en indicativo, sino en subjuntivo:
―Si yo fuera...‖ Si fuera, pero no lo soy: ahí reside el doloroso estupor, la
urgencia con que la envidia nos sacude. En palabras de Alberoni, la
envidia ―es una rebelión contra nuestra carencia metafísica de
autonomía‖34.
Es una visión espantosa, insoportable. ¿Cómo no vamos a querer que
ese amenazante prójimo sufra una pérdida que nos restituya nuestra
realidad, nuestra entereza, nuestra existencia? Alguien —otro: un
extraño— ha roto el idilio conmigo mismo y me ha convertido en un ser
mísero, confundido, tambaleante. Solo la destrucción del valor de esa
imagen romperá el hechizo y ofrecerá un camino de regreso. ―Un
individuo envidioso está tratando de menospreciar a otra persona… con el
fin de proteger su propia valía‖35, postulan Silver y Sabini. Mi rechazo, mi
odio, son el poder que mágicamente empezará a demoler a ese impostor,
ese enemigo.
El envidioso tiene algo de lo que Camus llama un rebelde metafísico:
―La rebeldía metafísica es el movimiento por el que un hombre se levanta
contra su condición y la creación entera‖36. En ese gesto, el envidioso se
nos presenta como un transgresor, y no debe extrañarnos que sea
censurado. Por supuesto, declararse rebelde, alimentar ese desafío
permanente que conlleva la envidia, implica abrir la puerta a nuevos, tal
vez largos, sufrimientos. Podríamos ahorrárnoslos con solo admitirnos
perdedores. Sin embargo, esa perspectiva puede antojársenos aún más
dolorosa. ¿Cómo aceptar el desmoronamiento de esa imagen tan preciada,
que nos hace amigos de nosotros mismos? ―Se envidia lo que no se tiene,
mientras que el hombre en rebeldía defiende lo que es‖37, afirma Camus;
sin embargo, para la envidia, ser es tener: un objeto, una cualidad, una
circunstancia, marca la diferencia entre la plenitud y el vacío.
Salieri empieza con un monólogo en el que nos conmueve repasando
el esforzado camino recorrido para convertirse en músico. Más que de su
carrera, nos habla de la construcción de su destino, de su identidad.
―Gracias a mi perseverancia logré alcanzar un grado bastante elevado en
el arte infinito‖. Entonces viene la vida y hace tambalearse una obra tan
duramente conquistada: la obra, insistamos, de ser uno mismo. Ya hemos
señalado que, desde el punto de vista del envidioso, hay algo de traición
del destino en esa decepción: ―¿Dónde está la justicia si la genialidad
imperecedera, el divino don, no se le otorga en premio al que, rebosante
18
de amor, trabaja olvidándose a sí mismo, sino que ilumina el cerebro de
un demente, de un holgazán cualquiera?‖ Shaffer hace aún más hincapié
en esta noción de injusticia cósmica, de traición del destino, personificado
en Dios, que no ha correspondido como merecían sus desvelos por
glorificarle; indignado, declara la guerra a ese Dios pérfido y cruel:
―¡Desde este momento somos enemigos, tú y yo!... Dicen que nadie se
burla de Dios. ¡Yo te digo que nadie se burla del Hombre!... ¡Nadie se
burla de mí!‖38

Lo mío está en otro, y debo encontrarle un camino de vuelta. Y en


este caso se ha disfrazado de goce robado, de espectáculo de placer
perverso, tatuado con un sello que no es el nuestro; un placer que solo ha
venido a anunciarnos que no nos pertenece, y por ello a frustrarnos, y por
tanto a humillarnos. ¡Si al menos no insistiera en la burlona posibilidad de
ser nuestro, si fuera definitivamente otro! Pero sigue ahí, llamándonos, y
hay que responderle.
En esa imposición, en esa urgencia ineludible, comprendo que he
perdido la libertad, que ya no me pertenezco. He quedado prendido ahí
fuera, y solo conseguiré regresar si me apropio de lo deseado o si al menos
destruyo el objeto que me apresa. En cualquiera de los dos casos, el otro
es un enemigo, es mi rival: tengo que derrotarle. Se interpone entre mi
equilibrio y yo. Tengo que expulsarlo, conseguir que me vuelva a resultar
indiferente. Y para ello no hay otro camino que interrumpir la obscenidad
insoportable de su dicha.
Así es como la envidia transfigura el abatimiento del acorralado en
lucha y autoafirmación. Es un intento desesperado de convertir la
impotencia en potencia, de preservar el propio ser frente a aquello que lo
vulnera. Los psicólogos nos han enseñado que la preservación del yo —de
una imagen positiva de nosotros mismos— es una necesidad imperiosa de
la psique humana. Sin la envidia quizá sucumbiríamos al propio desprecio
y a esa indefensión autodestructiva de la que nos habló Seligman. La
envidia traiciona la verdad para salvar la vida, nuestra vida, nuestra
percepción de sentido, eficacia y autoestima. Según Cecilio Paniagua, ―se
odia a otro para no sentir odio contra uno mismo‖39. Sin la envidia
quedaríamos más expuestos a la depresión: si nuestra rabia no declarase
culpable al otro, solo quedaría nuestra culpabilidad40. Al menos odia, ya
que no puedes amar(te), viene a decir la envidia.
Esa parece ser la divisa de Ricardo de Glóster en la tragedia
shakespeariana Ricardo III. Su monólogo al principio de la obra resulta tan
19
estremecedor como el del Salieri de Pushkin. Acabada la guerra, Glóster
no encuentra su sitio en un mundo en el que reinan la alegría y el amor,
enfrentado a su naturaleza de ser deforme y feo: ―Yo, que no nací para el
retozo, / Ni hago la corte al amoroso espejo; / Yo, mal fraguado, que de
amor no luzco / La majestad ante donosa ninfa‖, se lamenta con
nostalgia. Anegado de resentimiento, decide entonces pasar a la acción, y
afanarse en desbaratar una felicidad de la que no puede participar: ―Y así,
pues ser amado no es posible, / Ni entretener tan agradables días, /
Determinado tengo ser infame‖. Ese será su violento modo de ganar un
lugar en un universo que no le reservaba ninguno. Desde ahí, Ricardo
desata un torbellino de crímenes y traiciones que le conducen al trono
pero acaban por dejarle solo. En ese patético grito final, tan célebre, de
―¡Mi reino por un caballo!‖, vemos, más que a un guerrero derrotado en la
batalla, a un hombre descalabrado por la vida; un hombre que ha
cumplido el único destino que era capaz de concebir para no ser reducido
a la nada: hacer mucho daño y sucumbir41.

En vano buscaremos heroísmo en la rebeldía envidiosa. Ningún


héroe tiene envidia, ni siquiera cuando, como Perseo o Hércules, es
sometido a crueldades. Sentirán furia, pero envidia no. Esto es así porque
su narcisismo es perfecto, primitivo: viven en sí mismos y para sí mismos;
para su misión y su aventura. La envidia, en cambio, requiere un
narcisismo vulnerable, asediado, y por ello parece una emoción más
evolucionada que la ira o la ambición; una emoción más social.
Los héroes ignoran lo que es la derrota, la verdadera humillación de
tener que encajar que han perdido ante otro; conmueven esa parte infantil
nuestra que aún no ha admitido del todo la imposibilidad de
omnipotencia, la capitulación de la vida ante la muerte. Pero nos resultan
lejanos y fríos, como las estrellas donde moran: no podemos identificarnos
con ellos, porque su rebelión no dignifica lo humano, sino que despliega
lo divino. No podemos permitirnos el lujo de mantener, como ellos,
nuestra inocencia intacta, nuestra primitiva ingenuidad sin impurezas.
Hemos sido ensuciados por la tierra, por la subsistencia, por la
enfermedad, por el contacto con los otros. Nos sabemos impuros, seres de
la tierra, de la lucha cotidiana por las pequeñas cosas. La Celestina, el
Quijote y el Lazarillo poseen la belleza de reflejar nuestra miseria real,
nuestra patria de barro. El idealista Casio es derrotado por el oportunista
Antonio en el Julio César de Shakespeare. Tal vez, lo que el capataz
Claggart no le perdona al peón Billy Budd sea su inocencia insultante de
20
efebo estatuario: vertiéndose por la pluma de Melville, el pragmatismo del
mundo moderno, que ya no quiere héroes ni aun menos eternos
adolescentes como Billy, le hace a este acabar colgando del mástil. Y
Kurosawa supo entender bien, en El tren del infierno, la única oportunidad
de grandeza que puede esperar la ―bestia rubia‖ de Nietzsche: su
inmolación al destino42.
El envidioso es un obstinado de la suerte. Igual que el jugador, se
resiste a darse por vencido, exige una nueva ronda. Lo único que cabe
reprocharle, si acaso, es que, atrapado entre la obstinación y la
perplejidad, no tenga el valor de hacerlo hasta sus últimas consecuencias.
Y no lo hace porque sospecha que será derrotado, que su rebelión es en el
fondo ilusa; vislumbra el peligro de llegar al final, allí donde ya no podrá
guarecerse del destino y será arrasado por él, como Casio o Claggart. Por
eso la incuba, la alimenta, la compone una y otra vez en su imaginación,
renegando en sueños y callando al despertar. Tal vez se limite a pequeñas
escaramuzas sin esperanza, solo por hostigar, o quizá su edificio acabe por
ser tan alto y tan delirante que se le desmorone encima, como a Abel
Sánchez. Pero el envidioso promedio pocas veces llegará a esos extremos.
Casi siempre optará por adormecer su pasión, por resignarse o por
sobrellevar su fastidio; eso hacemos casi todos, y por eso nuestra vida
suele ser tan poco deslumbrante, tan opaca de blandos hastíos y de sordos
rencores. Hacemos bien. No somos héroes. Pero haríamos mejor si
pudiésemos aceptar sin amargura, si pudiésemos reírnos como Colas
Breugnon, y decirnos: ―El hombre es un buen animal‖, pero ―no hay que
pedirle demasiado‖43.

Incluso mientras nos defiende, la envidia está respondiendo a un


deseo. Cada deseo es una llamada. Sentimos su poder desde más allá,
desde fuera, desde lo extraño. Penetra como un atacante en las sombras, y
quiere llevarse parte de lo nuestro, de nosotros. Nos hechiza con su canto
de sirena, con su belleza diabólica. Como remarcó Spinoza, somos
máquinas de desear, y el deseo es necesario para que se prolongue la
aventura de la vida. El deseo es la fuerza que, al interrumpir abruptamente
la plenitud —o la indiferencia—, nos impulsa a movernos. ¿Realmente
quiero yo eso que quiero, o es eso lo que me despierta con voz ansiosa, y
me pide ser querido? Me reclama que yo vuelva a ser alguien que quiere,
porque tal es mi manera de ser.
Al responder al deseo envidioso, al intentar cumplirlo, hacemos
magia en sentido contrario: procuramos apropiarnos del ladrón, y con él
21
de todo lo que pretendía robarnos. Si lo conseguimos, se callan los cantos;
se esfuma el hechizo. Quería poseernos y ahora lo poseemos. Volvemos a
ser nosotros mismos. ¿Qué sucede si no lo conseguimos? El
encantamiento permanece. Mientras estábamos luchando, el hechizo no
nos hacía daño, porque éramos nosotros los que luchaban. Pero termina la
contienda y hemos fracasado. Algo de nuestro poder se ha perdido.
Sentimos la tristeza, la depresión, el pesar. Una parte de nosotros ya no es
nuestra. Podemos entregarnos a su imperio. Un amor frustrado, por
ejemplo, se lleva siempre un fragmento de nosotros, y nos obliga a
reinventarnos después de su paso; quizá nunca lo consigamos del todo,
quizá nos deje un vacío que jamás se llenará. Por otra parte, al optar por
seguir luchando podemos perdernos aún más, o bien acabar venciendo.
La envidia interviene aquí, es un clamor a la batalla, una resistencia a
darnos por vencidos; su deseo es rescatar un bien de su secuestrador, el
otro, y devolverlo al hogar, es decir, nosotros.
La envidia, cuando no se traduce en depresión, es una intensidad, y,
como avisa J. A. Marina, ―estamos dispuestos a entregar nuestro corazón
a cualquier situación o persona que intensifique nuestra vida‖44. Es algo
frente a la espantosa nada: una definición, un saber a qué atenerse, un
situarse activamente con respecto a lo frustrante. Es la rebelión ante un
deseo malogrado que llama a la potencia, que no se resigna, que perpetúa
el intento. Como su pariente la venganza, deja pendiente lo que parecía
perdido, y de ese modo lo recupera: la impotencia queda conjurada
mediante la dilación. No es, por tanto, y en contra de lo que cree la
mayoría, una impotencia, sino un resistirse a ella, un nuevo esfuerzo de la
potencia para no perderse. Ciertamente, ha habido en primer lugar un
fracaso, una carencia dolorosa, una victoria de lo otro, lo que empezó por
despojarnos, lo deseado. Pero si sentimos envidia es que aún no hemos
renunciado, aún no nos hemos resignado. Sufrimos, sí, pero porque la
batalla continúa.
Desear es batallar, es sufrir: el budismo lo reitera. También señala
otros aspectos impertinentes de los deseos: que, al proceder de la
imaginación, son virtualmente infinitos, se suceden unos a otros, trabados
entre sí como limaduras de hierro en un imán; que ese brillo azul con el
que iluminan nuestras noches nos deslumbra a veces hasta el desatino;
que bajo él se esconden a veces la viscosidad y el sobresalto; y que, en fin,
cuanto mayor es su afán, más desamparados nos dejan al cumplirse, o al
renunciar. Pero Spinoza tenía razón, y no hay remedio: vivir es desear.
Por tanto, si la envidia es un sufrimiento, no lo es más que cualquier otro
22
deseo que intenta realizarse, que insiste, que resiste, que persiste. Solo si se
convierte en una rumiación insidiosa y autodestructiva, si no encuentra el
modo de luchar, cabe considerarlo un verdadero fracaso.

La irrupción del deseo nos introduce en el insólito territorio de la


esperanza. Z. Bauman se asombra con razón de la noción humana de
futuro, ―ese extraño (si uno lo piensa) tiempo verbal futuro que nos
impulsa más allá de lo inmediato y de lo dado. Los seres humanos no
podemos dejar de imaginar cómo hacer que las cosas sean diferentes de lo
que son en el momento presente‖45.
La esperanza es una postergación de la gratificación, es una espera en
el sentido de que lo único que parece separarnos de lo deseado es el
tiempo. En un cierto plano simbólico, el deseo ya se ha realizado, puesto
que el objetivo se encuentra ya al final de una línea por la que transitamos.
En castellano lo expresamos muy gráficamente con una popular frase
hecha: ―Estamos en ello‖. Lo único que necesita la esperanza es esperar,
en el sentido de aguardar. La esperanza cumple exactamente la
consideración de Sartre de que las emociones son transformaciones
mágicas de la percepción de la realidad46.
Podemos explorar la envidia desde este punto de vista, ya que la
envidia es una esperanza, es la espera de conseguir lo que tiene el otro, o,
lo que es lo mismo en dirección contraria, de lograr que el otro pierda lo
que tiene. El sujeto se siente en proceso, se siente disparado desde el
presente al futuro como si el futuro fuese real, puesto que la única
distancia entre ambos es el tiempo. Claro que el futuro esperado es solo
una posibilidad, que se cumplirá o no, pero desde la esperanza esa
distinción se diluye en una frontera difusa, la frontera entre lo dado y lo
posible parece más un tránsito que un muro.
La envidia, en tanto que esperanza, no cambia nada en el mundo,
pero sí lo cambia todo en el individuo. Para este, envidiar no es solo
mantener viva la creencia de que lo vedado es accesible, sino algo mucho
más sutil y más valioso: que en cierto modo ya está a su alcance, ya está
realizándose. El incentivo se mantiene intacto y fresco, conserva todo su
poder de atracción y de motivación; el yo queda preservado, puesto que
ya no es el que fracasó, sino el que está en vías de triunfar. Entregarse a la
esperanza de la envidia es sentir que, en lugar de perder la guerra, solo se
ha perdido una batalla, solo se ha cerrado una etapa en un camino que,
aunque resulte largo, permanece abierto para el deseo. La envidia es una
estrategia para superponer el deseo a la realidad.
23
Pero en la ventaja del otro hay en juego, también, otras pérdidas más
tangibles. Está en riesgo el lugar entre los demás. Somos, ante todo, lo que
somos en sociedad; valemos, sobre todo, en la medida en que los demás
reconocen nuestro valor. La envidia desea lo que ve precisamente porque lo
ve en otro: algo que tal vez nos resultaba indiferente o nos pasaba
desapercibido cobra una dramática importancia al ser poseído por alguien,
porque desde ese momento la posesión ajena nos excluye. De ahí nuestro
anhelo de reconocimiento ajeno, y nuestro terror a ser ignorados. Salieri
recuerda con deleite el dulce momento del éxito, cuando por fin se
convirtió, literalmente, en alguien, en el único alguien que valía la pena
ser: ―La suerte me sonrió. Otros comprendieron mis creaciones
musicales‖. Y ahora, de repente, ese grato abrazo de la tribu amenaza
soltarlo, dejarle desamparado e inerme.
Sin duda aún reverberan, ante ese peligro, ecos del pánico que la
exclusión del grupo despertaba en nuestros ancestros, cuando ser relegado
podía implicar no tener acceso a la comida y a la colaboración de los
otros; en última instancia, nos jugábamos la vida, y nuestros genes se
jugaban su persistencia. La psicología evolucionista ha enfatizado
recientemente esta función social de la envidia, intentando explicarla
desde el enfoque filogenético.
La envidia más primitiva, como la ira, debía ser un recurso
competitivo. De hecho, la envidia es más sofisticada que la ira, porque, al
manejarse simbólicamente, preserva al sujeto con más eficacia, lo deja
menos expuesto a ser herido, sojuzgado o marginado. Todo el mundo
simbólico humano, incluyendo el lenguaje, la mentira, la religión y el arte,
se desarrolla cuando se establece la vida en comunidad, y los
enfrentamientos son sometidos a reglas. La envidia pudo ser un eficaz
medio de canalizar los conflictos en las comunidades primitivas; conflictos
que debían girar, básicamente, en torno a la comida, la seguridad y la
reproducción. Más tarde, el deseo se iría ampliando a otros ámbitos, es
decir, a otros conflictos.
Pongamos que el amor sea una apropiación simbólica de lo amado.
Entonces, quizás el odio y la envidia sean modos de apropiación
alternativos al amor. El odio se apropia a través de un rechazo fascinado:
es la inversión del deseo, el deseo vuelto del revés. La envidia es un tipo
de odio, quizás un odio ambivalente, un odio al que se le derrama el
deseo, es decir, el amor47. ¿Qué tienen los tres en común? La fijación en
un objeto. El amor lo quiere para poseerlo; el odio, para destruirlo; la
24
envidia quiere destruirlo para poseerlo. En los tres casos el sujeto está
atrapado, hechizado, volcado hacia el objeto.

Poco a poco, pues, vamos entendiendo la angustia de nuestro


protagonista. No se trata de Mozart, sino de Salieri; lo que cuenta no es,
en el fondo, la superioridad del otro, sino la peligrosa desventaja que esa
superioridad supone. Salieri había construido pacientemente un lugar
dentro de un mundo que le resultaba tranquilizador y satisfactorio.
Inesperadamente, del cielo ha caído un meteorito que ha hecho añicos esa
supuesta estabilidad. La imagen de sí mismo se resquebraja porque ya solo
puede estar convencido de una cosa: que es inferior a alguien. Y esa
inferioridad no solo le afecta a él como individuo, sino que trastoca todos
los equilibrios de su contexto: Dios ya no está de su lado; el mundo pasa a
ser un lugar incierto y amenazante; la misma música que le prodigaba un
puesto en él, ahora lo exilia.
Lo más inquietante de la experiencia de Salieri es descubrir la
insoportable levedad de aquello que nos parecía más consistente, hasta qué
punto lo que creemos ser y tener, lo que nos parece familiar y asentado,
puede desmoronarse en un momento, con un cambio aparentemente
ínfimo. Porque, ¿qué ha cambiado realmente en su vida? Sigue teniendo
su música, sigue contando con los amigos y colaboradores que tanto
apreciaba; incluso permanece intacto el reconocimiento general como
gran compositor. ¿No debería seguir sintiéndose feliz, como lo había sido
hasta ahora? No, ya no puede. En el escenario idílico de su vida ha
irrumpido alguien que ha trastocado todos los sentidos, que ha
reordenado todos los papeles. Aunque los demás no lo sepan, él lo sabe:
―Esta noche, en una fonda, en algún lugar de esta ciudad, hay un niño que
se ríe por nada y que puede escribir música sin soltar su taco de billar;
notas fortuitas que convierten mis mejores composiciones en rayajos sin
vida.‖48 Salieri ya no puede pensar en sí mismo como músico, sino solo
como un músico peor que Mozart. Y tampoco puede permitirse el lujo de
transigir con esa caída.

25
3. Miedo, tristeza y cólera
Desde que llega el celo en tu alma a arraigar, / enojos y suspiros te parecen ahogar; /
de ti mismo ni de otro no te puedes pagar; / el corazón te salta, nunca encuentras vagar.
Arcipreste de Hita.49

Las emociones confieren a nuestra presencia en el cosmos una


profundidad, una complejidad y un dramatismo de proporciones trágicas.
Imprimen intensidad y poesía en la indiferencia absurda de nuestra
presencia. Es posible que sin emociones ni siquiera deseáramos
perseverar, pero en cualquier caso lo que es seguro es que no habríamos
sobrevivido. Porque las emociones convierten nuestra persistencia en un
pathos, una lucha, un anhelo, una urgencia. Y ese matiz, contra toda
lógica, nos pone angustiosamente de parte de nosotros mismos. Quizá se
pueda vivir sin la envidia, pero no está claro que nuestra vida fuera así
mejor, como no lo sería, probablemente, sin la tristeza, o la rabia, o el
miedo.
¿Qué siente, exactamente, Salieri? ¿Qué sentimos cualquiera de
nosotros cuando se estremecen los cimientos de nuestro mundo y de
nuestra identidad? Desde luego, muchas sensaciones a la vez, y algunas de
ellas incluso discordantes. El corazón humano es siempre un torbellino de
tinturas emocionales, que se revuelven, se invaden, se fusionan, se
separan, y no alcanzan quietud más que en los iluminados o en los
muertos. Cualquier simplificación de la afectividad humana traiciona
nuestra verdad convulsa.
W. Gerrod Parrott estipuló seis posibles sentimientos en la envidia:
anhelo (de lo que tiene el otro), tristeza angustiada, rabia, resentimiento,
vergüenza y/o culpa y admiración; como buen psicólogo cognitivo,
atribuye el predominio de unas u otras a nuestro modo de interpretar la
situación50. Pero incluso una perspectiva tan completa del laberinto
emocional de la envidia se nos antoja esquemática: las pasiones humanas
tienen muchas caras. El presente epígrafe se limitará a ofrecer una concisa
aproximación a algunas de ellas.

26
En el principio siempre fue el miedo. Se diría que el miedo es la
emoción más primitiva, más inmediata, más aguda. Es la emoción natural
ante lo extraño, luego amenazante; el núcleo de todas las tribulaciones
humanas. Curiosamente, queda enmascarada con facilidad tras otras
emociones, y a primera vista puede sorprender que impliquemos al miedo
en la envidia. Sin embargo, es fácil rastrearlo entre los pliegues de otros
sentimientos, tal vez más aparentes, menos primitivos, pero que en última
instancia remiten a él. Si la envidia es la respuesta a un detrimento en
nuestra identidad, si de pronto nos encontramos perdidos en un mundo
que hasta ahora nos era familiar, ¿cómo no vamos a estar aterrados? ―Al
ver Saúl que David tenía éxito, le entró mucho miedo‖51. Hasta que
encontremos un camino de vuelta, somos unos exiliados; vivimos en una
súbita intemperie, estamos desamparados, no sabemos a qué atenernos.
El envidioso se siente vulnerable y vulnerado: es un ser amedrentado
que tantea desesperadamente una nueva seguridad; el odio y el rencor son
seguridades, porque nos señalan un enemigo y una tarea. Es preferible
luchar a temer. Salieri evoca con nostalgia aquel mundo seguro y
luminoso de su lugar en la música; ese paraíso perdido en el que era
alguien por sí mismo, en el que podía tener sueños y esperanzas y sentirse
orgulloso de sus logros. Ahora que camina entre las ruinas de aquella
edad de oro, es el miedo el que confiere mayor intensidad a su patético
grito: ―¡Oh, Mozart, Mozart!...‖

La tristeza es el sentimiento propio de las pérdidas. Toda merma


conlleva un duelo, nos recuerdan los psicólogos: primero, la resistencia a
admitirla, la obstinada negación; luego, poco a poco, el lánguido ejercicio
de asentir a lo ineludible. La tristeza es la desembocadura del miedo, el
enclave en que reconocemos que el mundo nos ha vencido; rendirse es
descansar. También puede ser una rabia contenida que, como indica R.
Smith, puede volverse hacia uno mismo52. Intuimos conexiones secretas
entre sentimientos que nos parecen distintos, y que quizá no lo sean tanto.
Salieri clama abatido: ―¿Quién hubiera dicho que Salieri era un envidioso
digno de desprecio, que, sintiéndose impotente, mordía como una
serpiente la dura roca?...‖. Vislumbramos el gemido de la tristeza.
Y hay mucho de tristeza en la envidia. Tanto que, a veces, la envidia
no llega más allá. Se repliega en su derrota, entre sus tinieblas de
decepción. Todo envidioso está un poco deprimido; algunos nunca dejan
de estarlo: ―la tristeza del envidioso posee un tinte persecutorio‖, dice
Castilla del Pino53. Pero eso sucede solo cuando la rendición no es total,
27
cuando se oscila entre la aspiración y el desánimo. Salieri podría
resignarse a una vida a la sombra de Mozart, una vida de gris melancolía,
dedicada a la nostalgia de los buenos tiempos perdidos, rumiando la
penosa convicción de no ser y no poder ser más que un mediocre. No
intuye que por ese camino muchos han alcanzado la paz y se han hecho
sabios. Si se animara a profundizar en su duelo, aunque él no lo presienta
ahora, tendría la oportunidad de acercarse a la sabiduría de Epicuro y de
Séneca, de Epicteto y de Buda: la serena aceptación de lo inevitable, la
ataraxia.
Pero la paz de la tristeza pasa por el retiro y la renuncia. Alcanzar la
serenidad de la rendición es una tarea perturbadora e incierta, una
esperanza demasiado remota para calmar angustias tan apremiantes. Por
eso, hay que ser muy valeroso, o tal vez muy viejo, para dejar que
maduren sus frutos otoñales sin destruirnos. Hablábamos de sus peligros:
anclarse en ella puede conllevar el destino de las estatuas petrificadas en
los jardines sombríos, de los pantanos en cuyas arenas movedizas se
hunde uno lentamente, como el caballo de Atreyu en La historia
interminable54. Para casi todos, la vida requiere no detenerse, invocar
nuevos entusiasmos, nuevas intensidades. De ahí que tampoco la envidia
se sienta cómoda en ella, que prefiera sobreponerse a la tristeza por un
camino también penoso, pero más corto y más inmediato. El envidioso
que trasciende la congoja, decíamos, suele convertirse en un rebelde, en
un luchador.

Y aquí nos encontramos con la tercera gran emoción de la envidia: la


ira. El sentimiento propio del guerrero. Se acallan los lamentos y se llama
a las armas. La rabia enfatiza la rivalidad envidiosa, la convierte en
apremio. Salieri se sobrepone a su tristeza, deja de reclamar justicia al
cielo y se dispone a ejecutarla por sí mismo: ―¡No puedo luchar más
contra mi destino! Tengo que matarlo…‖
Para Parrott, que la envidia conduzca a un sentimiento de tristeza o
de ira depende de si atribuimos la causa de nuestra desventaja a nuestras
propias cualidades o a haber sido tratados injustamente55. Como
generalización parece acertada, pero rudimentaria. La tristeza puede
encubrir mucha rabia que aprieta los dientes, y la rebeldía encuentra su
fuerza dándose la razón: ―¿Qué provecho sacará el mundo de Mozart?
Vino a la tierra como un querubín trayéndonos algunas canciones del
paraíso para turbar nuestros míseros deseos privados de alas y para
desaparecer luego y dejarnos en el mayor abandono... ¡Qué se vaya, pues,
28
cuanto antes!‖ Precisamente el genio de Mozart es el que sirve de alegato
para condenarle. ¡Demasiada perfección!, exclama la envidia indignada.
―¿Tú crees que los afortunados, los agraciados, los favoritos, no tienen
culpa de ello? —despotrica Joaquín Monegro ante su propio rival—... Los
que se creen justos suelen ser unos arrogantes que van a deprimir a los
otros con la ostentación de su justicia. Ya dijo quien lo dijera que no hay
canalla mayor que las personas honradas…‖56 Hay virtudes que someten y
ofenden.

En realidad, la ira, como la envidia, no es una emoción de una pieza;


su naturaleza calidoscópica abarca una extensa familia de sentimientos, y
todos ellos tienen un asiento en la heredad de la envidia: los celos, el odio,
el rencor o resentimiento, la satisfacción por el mal ajeno (que en alemán
tiene palabra propia, schadenfreude)…
Se ha dedicado un considerable esfuerzo, por parte de filósofos y
psicólogos, a distinguir estas emociones o ―pasiones‖. Plutarco ya
analizaba las diferencias entre odio y envidia: esta sería ilimitada, mientras
que aquel obedecería a fundamentos más precisos; una suerte o un
infortunio muy grandes extinguirían la envidia, pero no necesariamente el
odio… En el fondo, sin embargo, esas divergencias no hacen más que
estrechar la asociación entre ambos; nos sugieren que la envidia tal vez sea
un tipo concreto de odio57.

Mayor ahínco se ha dirigido a perfilar la distinción entre envidia y


celos, sobre todo debido a la llamativa confusión que en el lenguaje
cotidiano se aprecia entre ambos términos, y que en el fondo nos sugiere,
de nuevo, cuánto tienen en común: ambas se relacionan con una
desventaja —cumplida o posible— en la posesión y en el valor; ambas se
afligen por ese agravio comparativo, y casi siempre se sobreponen a través
del odio. Según el sociólogo Georg Simmel, celos y envidia tienen ―la
mayor importancia para la estructura de las relaciones humanas… En
ambas se trata de un valor cuya consecución o conservación es impedida
real o simbólicamente por un tercero‖58. Cuando se trata de conseguir, lo
apropiado es la envidia; si se pretende conservar, los celos.
Los celos y la envidia forman parte de la familia de la rivalidad, es
decir, del conflicto por la apropiación. Son dos sentidos de un mismo
movimiento, en el que un sujeto posee y otro aspira a arrebatarle la
posesión. En los celos somos el que posee, el retado; en la envidia
jugamos como aspirante, antagonista. Los celos son conservadores, la
29
envidia es desafiante. Los celos quieren preservar un orden, la envidia
trastocarlo. Los celos son defensivos, la envidia ofensiva. Micelli y
Castelfranchi citan a Olsson: ―La envidia comienza con las manos
vacías‖, mientras que los celos se inician con las manos ―llenas‖59.
No obstante, esta distinción no deja de pecar de cierto esquematismo.
Ya hemos visto que la envidia también se preocupa por conservar. Desde
el punto de vista del envidioso se da una viva experiencia de pérdida, o al
menos amenaza de pérdida; y, ¿a qué obedece el temor del celoso sino a
carecer de las cualidades de su rival?60 El aspecto clave que diferencia
ambos tipos de interacción podría ser, más bien, el rol de las partes en
conflicto: en un caso, el envidioso es un perdedor, ha sido objeto de una
frustración consumada frente a su adversario, que es un triunfador; en el
otro, el celoso es un triunfador cuyo bien parece estar peligrando, mientras
que el adversario es o podría ser, únicamente, un aspirante. En la tragedia
de Shakespeare, Yago envidia a Casio, que acapara los favores de Otelo:
―A ese ha preferido, y yo, que delante de Otelo derramé tantas veces mi
sangre… le he parecido inferior a ese necio sacacuentas.‖61; y, debido a los
manejos de Yago, Otelo acaba sintiendo celos de Casio, porque teme que
le esté robando el amor de Desdémona.
También ha gozado de considerable éxito la opinión de que la
envidia es una emoción diádica (entre alguien y otro) mientras que, en
cambio, los celos serían triádicos (implican a un tercero)62. Cabría replicar
que en la envidia el tercero es el público ante quien aparecemos como
fracasados, o la propia vida que nos escatima el valor; ya vimos que para
Salieri, como para Caín, el trágico y odiado tercero era Dios mismo. En
cualquier caso, por unas u otras razones, la mayoría de los especialistas
insisten en la importancia de distinguir entre ambos sentimientos en aras
de la precisión, pero también admiten la intensa asociación de fondo que
los vincula y la dificultad para diferenciarlos de un modo concluyente.

No siempre la envidia produce resentimiento, ni todos los rencores se


despiertan por envidia, pero la íntima relación entre ambos resulta más
notoria que su divergencia. De entrada, se diría que el resentido ha sido ya
derrotado, mientras que el envidioso aún está en pie de guerra; esta
diferenciación es sucinta pero imprecisa: el propio resentimiento conlleva,
como la venganza, una contienda larvada, una retirada que se lleva la
guerra dentro; y la envidia que se repliega es difícil de distinguir de ese
resentimiento. Salieri está resentido porque envidia, y viceversa.

30
Para Max Scheler, el resentimiento es una autointoxicación psíquica,
resultado de la represión de la ira; comprendería, por tanto, una especie de
cólera que, al no encontrar salida, satura la propia psique. Se explicaría la
rabia, explica Marguerite La Caze, por haber recibido algún tipo de daño
u ofensa que uno (cree que) no merece63. Scheler, por consiguiente,
interpreta la envidia como una de las puertas de acceso al resentimiento,
siempre que implique incapacidad para conseguir lo deseado: la
frustración, la imposibilidad de acceder al bien envidiado, se traduciría en
un deseo de perjuicio para su poseedor64. No obstante, la propia
impotencia —impregnada de tan malas connotaciones— debe ser
matizada: a menudo no solo no es posible expresar la hostilidad y actuar
en consecuencia, sino que ni siquiera resultaría recomendable. Frente a un
matón, lo más beneficioso, de momento, puede que sea callarse. La
represión, en tales circunstancias, sería el modo de actuar más adaptativo,
y por tanto más inteligente. La dilación y la interiorización simbólica
favorecidas por la envidia y el resentimiento se nos aparecen aquí como
útiles recursos. En lugar de deprimirnos a causa de nuestra impotencia,
guardamos una especie de potencia aplazada, continuamos la lucha dentro
de nosotros, a la espera de mejores tiempos para sacarla fuera. Operación
eficaz, pero arriesgada si dura mucho tiempo: los perros de la envidia y
del rencor pueden acabar hincando los dientes en propia carne.
Muchos especialistas, como veremos, entienden que solo la envidia
que desea el perjuicio ajeno es envidia propiamente dicha, por lo que, al
menos en esto, envidia y resentimiento deberían ir asociados. Parrott, en
cambio, prefiere distinguir entre ambos, argumentando que el segundo
responde a injusticias objetivas, mientras que en la primera la ira no es
resultado de ninguna injusticia real, se trataría de una ira inapropiada. El
filósofo John Rawls, en la misma línea, enfatiza que el resentimiento, a
diferencia de la envidia, es un afecto moral, dada su preocupación por lo
justo y lo injusto65. Sin embargo, Maria Miceli y Cristiano Castelfranchi
señalan acertadamente lo discutible de tales aseveraciones: ―la precisión
de las creencias de la gente, es decir, su correspondencia con el estado real
del mundo, no tiene ninguna relevancia para el tipo y la calidad de sus
emociones, estos son función de las valoraciones, motivaciones y
preocupaciones de las personas‖66. Más relacionada que el resentimiento
con la valoración ―objetiva‖ o ―moral‖ de la injusticia parecería la
indignación. Para La Caze, la envidia se centra en lo deseable, mientras
que la indignación atiende a lo incorrecto. Más adelante abordaremos en

31
detalle estos complicados conceptos fronterizos entre la emoción y la
ética.

Otra emoción íntimamente asociada a la envidia y cuya relación de


fondo con esta ha merecido la atención de numerosos estudios es la
schadenfreude, la ―alegría del mal de otros‖. ―Todos poseemos la fuerza
suficiente para soportar los males ajenos‖, ironiza La Rochefoucauld.
Platón ya mencionaba en el Filebo que ―el envidioso se va a revelar
gozando con las desgracias ajenas‖, de ahí que incluya la envidia, junto a
la ira y el amor, entre las afecciones del alma que son a la vez placenteras
y dolorosas. Según Ovidio, ―no conoce la risa, salvo la que despierta la
vista del dolor‖. Aristóteles también ve en la alegría por el daño en los
demás un reverso de la envidia: ―Está claro por qué se alegran los
envidiosos… El estado de ánimo con el que nos afligimos será el mismo
con el que nos alegramos de las cosas contrarias‖. Spinoza la incluye
como definitoria de la envidia, ya que entiende esta como un odio ―en
cuanto considerado como disponiendo al hombre a gozarse en el mal del
otro, y a entristecerse con su bien‖67.
Su enlace parece irrefutable. En un estudio, la psicóloga Nancy
Brigham y sus colaboradores68 concluyen que la schadenfreude suele
presentarse junto a la envidia, a veces —pero no siempre— con mayor
intensidad cuando la ventaja del beneficiado es inmerecida. La gente
normalmente recibe con satisfacción el perjuicio de quien goza de una
situación mejor en algún aspecto relacionado con el autoconcepto, ya que,
según los autores, de ese modo se reduce el sentimiento de inferioridad; si
la desgracia ajena no afecta a ningún elemento relacionado con nuestra
autoestima, según Brigham, hay más probabilidades de que sintamos
compasión. Caitlin Powell y colaboradores señalan ese mismo efecto de
―alivio‖ del sufrimiento envidioso cuando se contempla un mal ajeno, así
como la congruencia entre la hostilidad propia de la envidia y la alegría
malsana. Smith explica ese alivio como una especie de reparación de una
injusticia, pero, como replican Miceli y Castelfranchi, ―la simple mala
voluntad y el objetivo consecuente de que el envidiado sufra algún daño
pueden bastar para justificar el placer del envidioso ante la desgracia del
envidiado‖69. En el fondo, más que frente a dos sentimientos distintos,
parece que estemos ante dos caras de la misma moneda emocional. Como
ironizó Gore Vidal, ―no basta con tener éxito; otros deben fracasar‖70.
Salieri ya nos ha enseñado por qué: una condición del verdadero éxito

32
parece ser la exclusividad; solo se está por encima cuando los otros están
por debajo.

No podemos considerar completo este inventario de las emociones


de la envidia sin aludir a dos sentimientos muy peculiares que suelen ir
asociados a ella. Se trata de la vergüenza y la culpa. Ambas son de una
filiación fuertemente social, y dependen en alto grado de las costumbres y
las tradiciones. Sus diferencias son sutiles, puesto que las dos se someten a
un dedo acusador y se relacionan con el rechazo moral: la vergüenza
censura, la culpa condena. La vergüenza previene un veredicto
humillante, tiene que ver con un peligro para la dignidad y el
reconocimiento; la culpa proclama una transgresión. Se ha señalado que
hay culturas, como las orientales, más promotoras de la vergüenza,
mientras que otras, como la cristiana, son más propensas a la culpa71.
El vivo desprecio que la moral de nuestra sociedad (inspirada en el
cristianismo) ha dispensado tradicionalmente a la envidia hace que el
envidioso se sienta a menudo avergonzado por su odio y, en ocasiones,
culpable por su maldad. Salieri insinúa un atisbo de vergüenza cuando
lamenta admitir su envidia: ―¿Quién hubiera dicho que Salieri era un
envidioso digno de desprecio?‖ Sin embargo, como sabemos, en seguida
se desprende de esas tristezas, indignado por la injusticia con que le ha
tratado el destino y convencido de estar haciendo un servicio a la
humanidad al librarla de Mozart. Las mismas convicciones parecen
mantenerlo a salvo de la culpa, incluso después de materializar su crimen:
es la asepsia moral del fanatismo. Bandura llamó desvinculación moral a
esta racionalización justificatoria y atenuadora de la culpa cuando
infligimos un perjuicio72, operación cognitiva que llega a la
deshumanización del rival: atribuirle toda clase de perversiones y
maldades; convertirlo, en definitiva, en objeto, permite calmar cualquier
remordimiento de conciencia que pueda despertar su maltrato. En los
ejércitos se promueve esta visión del otro desposeída de sus atributos
humanos, con el fin de crear soldados sin escrúpulos, y los crímenes nazis
constituyen modelos extremos de desvinculación moral73.

Por mayor precisión que se crea alcanzar al diferenciarlas, estas


―familias de emociones‖, como las llama J. A. Marina, siempre
encuentran maneras de imbricarse las unas con las otras. Tal vez habría
que admitir que el complejo tapiz emocional está trenzado con unos pocos
tipos de hebras, y que bajo la diversidad de formas subyazca la profunda
33
simpleza de la vida y de la muerte: el tesón por medrar que alienta en todo
lo vivo, eso que Spinoza llamó conatus. Para el filósofo holandés, lo que
realmente cuenta es si nuestras vivencias (cabría decir: interacciones)
aumentan nuestra fuerza vital (potencia, o poder) o la desvirtúan. El afecto
propio de las primeras sería la alegría en sus diversas formas: felicidad,
satisfacción, amor…; en cuanto a las segundas, las que pueden reducir el
propio poder, suscitarían emociones adversas: tristeza, odio, ira, miedo…
Todos los sentimientos se urden, por tanto, a partir de la matriz de la
sensación de aumento de poder (que Spinoza denomina de modo amplio
alegría) o la sensación de su pérdida (a lo que Spinoza llama tristeza)74.
Proponemos por nuestra cuenta esta caracterización de las segundas en
función de sus pulsos de poder:
 La tristeza, en su concepto moderno, sería la sensación de la
disminución del propio poder (así es como viene a entenderla Spinoza,
solo que de un modo más amplio).
 El miedo podría ser considerado el malestar que me causa una
amenaza de un poder que podría superar al mío.
 La ira sería la reacción a recibir perjuicio de otro, es decir, ser víctima
del ejercicio de su poder. Para reafirmar mi propio poder y disminuir
la capacidad perjudicial del poder del otro, la ira me impulsa a
hacerle frente y, eventualmente, eliminarlo.
 La envidia podría entenderse como un tipo de ira (pero también
tristeza y miedo), el malestar que me causa el hecho de que otro me
haya arrebatado poder, sin que yo pueda evitarlo.
 La vergüenza sería el malestar que me causa una pérdida pública de
poder, es decir, sucedida ante la mirada de los otros (mirada que
puede ser real o interiorizada).
 La culpa sería el malestar que me causa la transgresión de una norma
grupal y la expectativa de ser objeto del poder punitivo de los demás,
en forma de reproche o sanción.
Aquí hemos elegido el término ―poder‖ en lugar de ―potencia‖ (esta
última preferida por algunos autores al traducir a Spinoza), porque sus
connotaciones en español nos parecían más sugerentes en lo que atañe a
las interacciones humanas. En el siguiente epígrafe ahondaremos en la
relación entre envidia y poder social propiamente dicho.
Es importante remarcar que la capacidad simbólica del ser humano
matiza y enriquece el repertorio de emociones. Así, por ejemplo, el odio
equivale a una ira contenida, una contienda imaginaria. La envidia, ya lo

34
sabemos, sirve también como apropiación simbólica de algo que, aunque
nunca fue nuestro, sentimos simbólicamente que nos ha sido arrebatado.

La teoría actual suele distinguir entre unas emociones primarias,


innatas y universales, y unas emociones secundarias, que procederían de
hibridaciones o concreciones de las anteriores y estarían más influidas por
el contexto social y por la cultura. Esta es la postura que sostiene, entre
otros, el sociólogo Theodore Kemper, para quien las emociones primarias
serían el miedo, la ira, la tristeza y la satisfacción.75 Dentro de su tipificación
de las emociones secundarias, Kemper considera la envidia asociada al
miedo y a la ira, dejando fuera a la tristeza, lo cual parece cuando menos
discutible. Por otra parte, ¿se puede considerar la envidia en sí misma una
emoción, como hace prácticamente toda la literatura psicológica y social,
cuando vislumbramos la compleja amalgama de afectos implicados en
ella? El propio concepto de emoción resulta operativamente problemático,
ya que cuesta distinguir el sentimiento propiamente dicho de sus
condiciones antecedentes y sus actos subsecuentes; de ahí que teóricos
como W. Parrott y B. Vidaillet propongan hablar de la envidia como de
un ―episodio emocional‖76. Por su parte, Kemper hace una aportación
realmente brillante: lo que llamamos emociones secundarias ―son
producto de la construcción social a través de la fijación de las
definiciones sociales, etiquetas y significados, a las condiciones diversas de
interacción y de organización social‖.77 Con esto, el sociólogo entreabre la
puerta a un reclamo cada vez más extendido de entender muchas
emociones (si no todas) como construcciones sociales, armadas por el
individuo en su interacción con otros individuos dentro de su comunidad
y su cultura. Como propone Marina Biniari, ―las emociones ejercen
influencia en las interacciones sociales y son eventos sociales en sí
mismos, ya que tienden a ocurrir en un contexto de significados
socialmente compartidos‖78.
En cualquier caso, parece oportuno entender que las emociones se
presentan en verdaderas constelaciones emocionales, influyéndose entre sí
e imprimiéndose mutuamente infinitos matices. Ello explicaría también
por qué tenemos la sensación de que se transmutan con tanta fluidez unas
en otras79: cabría especular que, en realidad, todas se hallan presentes
siempre en algún grado, y que lo único que cambia es el predominio
relativo, la combinación que marca la pauta y sus infinitos matices en
cada ocasión, del mismo modo que todos los colores están presentes en la
luz, pero al mover un cristal poliédrico los vemos sucederse de uno en
35
uno. Algo así es lo que concibió Spinoza, una fuerza emocional dinámica
cuya evolución aumenta a veces nuestra potencia (alegría) o la disminuye
(tristeza). Sin duda, Salieri está furioso y resentido en su dolorosa envidia
hacia Mozart; pero también atemorizado y triste; y, lo que resulta más
enigmático: fascinado, embelesado, rabiosamente enamorado del genio
del músico rival. Hasta el punto de llorar al verle beber el veneno que le ha
puesto en la copa con la que Mozart brinda por la amistad: ―Es como si
hubiese cumplido con mi deber… o como si me hubiesen amputado un
miembro doliente‖.

Cuando se habla de envidia, en definitiva, no se hace alusión a un


sentimiento cerrado y compacto, sino extremadamente complejo y
poroso. De todos modos, se tiende a exagerar la intensidad emocional de
la vivencia envidiosa, haciendo hincapié en su tormento y su arrebato
descontrolado. Lo que subyace en esta visión de la envidia es su
consideración moderna de patología, heredera de la perspectiva cristiana
que la entendía como vicio o pasión. Como ya apuntamos, contadas veces
nuestras envidias son tan obcecadas como las del Salieri de Pushkin y
Shaffer, del Joaquín Monegro de Unamuno o del Casio de Shakespeare.
Las envidias de la gente se parecen más a la simple y primitiva rabia que
impulsa a los pedestres Sempronio y Pármeno a arrinconar a la Celestina
para que comparta con ellos el premio recibido: ―¡Pues guárdese del
diablo que sobre el partir no le saquemos el alma!‖80; aunque incluso en
este caso la literatura impone sus exuberancias, y la lógica de la tragedia
hace que la disputa acabe en asesinato. La mayoría de nuestras envidias
cotidianas —como nuestros otros ―vicios‖— no suelen pasar de
inquietudes pasajeras que se disipan en cuanto la vida nos impone otras
más inmediatas. Por fortuna, no somos personajes de tragedia, y
normalmente la sangre no llega al río.

36
4. Tanto puedes, tanto vales
Ahora conocemos su poder; también el nuestro. John Milton81.

La envidia es una rivalidad cargada de amargura; un sinvivir que casi


siempre se retira y espera, rumiando su congoja. A menudo por la
desventaja en detalles nimios, en los que no nos va la vida. ¿Por qué
nuestra naturaleza se dotó de un mecanismo tan enmarañado de reacción
a la inferioridad? ¿Por qué nos duele tanto la ventaja de otros? ¿Qué es, en
última instancia, lo que hace que se atormente Salieri ante el genio de
Mozart, y que Monegro no pueda dar un paso en su vida sin que
sobrevuele el espectro de Abel Sánchez? ―No puedo olvidarle… Me
persigue… Su fama, su gloria me sigue a todas partes…‖82
Ya hemos apuntado la sensación de pérdida, de expoliación
existencial que el envidioso siente ante la ventaja del envidiado. Unas
cualidades superiores desplazan la valía de uno a otro, como en una
especie de principio de vasos comunicantes de valor. Lo que uno acapara,
el otro lo pierde. Es el tipo de intercambio que los teóricos llaman ―de
suma cero‖.
Pero, ¿en qué consiste exactamente ese valor que se gana y que se
pierde? ¿Por qué nos importa tanto? ¿Es cierto que la ganancia de uno
implica necesariamente la pérdida en el otro, o se trata solo de una
sugestión del envidioso, como suelen afirmar los moralistas? Y, ¿qué es lo
que hace que aumente o que decrezca? Tenemos que apelar a nuestra
naturaleza social y simbólica para buscar respuesta a estas cuestiones.

El valor de las cosas humanas tiene una doble vertiente: externa e


interna, social y personal.
Existe, por un lado, el valor que, como individuos, se nos atribuye
dentro de nuestro entorno social: el aprecio, el reconocimiento, el
prestigio…, todo eso que se ha reunido dentro del término de estatus. El
estatus se otorga gratuitamente, de modo espontáneo, en función de las
afinidades, los afectos y las evaluaciones que la gente hace de nosotros. Se

37
configura mediante la atribución de determinadas cualidades, socialmente
valoradas. La belleza de Marilyn Monroe, el encanto personal de Cary
Grant o la precisión narrativa de Alfred Hitchcock, por ceñirnos al cine
clásico, ejemplifican tres fuentes de ese magnetismo que atrae y seduce.
Lo significativo del estatus es que, al proporcionarnos una ubicación
privilegiada, nos permite el acceso a muchos recursos convenientes. Por
consiguiente, gozar de estatus es estar imbuido de un cierto poder. Estatus
y poder no son exactamente lo mismo, aunque estén íntimamente
relacionados y se desarrollen paralelamente en el ámbito del valor social.
El poder es la capacidad de influir en las conductas de los otros; como
diría Spinoza, de afectarles. Así que el estatus siempre otorga algún grado
de poder, pero se puede ganar poder sin pasar necesariamente por el
estatus: en general, accediendo a determinadas instituciones de autoridad
(que son mecanismos de poder socialmente establecidos) o, en última
instancia, imponiéndolo por la fuerza. Una fuerza que puede ser física o
simbólica (por ejemplo, la del dinero). El poder suele aprovechar su lugar
privilegiado para dotarse de recursos que incrementen también su estatus,
ya que el aprecio y el reconocimiento le confieren estabilidad. Maquiavelo
aconsejaba al príncipe que fuese temido y querido: ―Las injusticias se
deben hacer todas a la vez a fin de que, por gustarlas menos, hagan menos
daño, mientras que los favores se deben hacer poco a poco con el objetivo
de que se saboreen mejor‖. Tomás Moro, más estoico, sueña con una
utopía en la que despreciemos los signos de superioridad: ―¿No es acaso
signo de imbecilidad el estar preocupado por honores vanos y baladíes?
¿Qué placer natural y verdadero puede ofrecer la testa descubierta de otro
hombre inclinado de rodillas?... ¿Te quita el dolor de cabeza?‖83
Por más que se los desprecie, lo cierto es que estatus y poder cobran
relevancia en virtud de la naturaleza social del ser humano84. Como en el
caso de otros animales cooperadores, nuestras comunidades suelen estar
organizadas en jerarquías, y nuestro lugar en esas jerarquías viene
condicionado por el estatus y el poder, es decir, por el valor que se nos
atribuye y que se nos reconoce y por la posesión de recursos. La jerarquía
no es más que la institucionalización de los diversos grados de estatus y
poder. Como explica Irenäus Eibl-Eibesfeldt, el orden jerárquico es
resultado de luchas periódicas y competencias permanentes, nunca es algo
acabado, pero confiere temporalmente una cierta estabilidad al grupo: al
ordenar los rangos de un modo más o menos asumido por todos, reduce
también las tendencias agresivas y la intensidad de las peleas85.

38
En un contexto jerárquico, resultan evidentes las ventajas que reporta
un valor social elevado, que básicamente consisten en la posibilidad de
obtener beneficios de la gente (más beneficios y más gente cuanto más
arriba en la escala social) y, en definitiva, la seguridad. En tales entornos,
hallarse en los lugares centrales o periféricos influye directamente en el
grado de inclusión o exclusión del que goza cada individuo, y el valor
social jerárquico funciona como un bien escaso. Poder (simbólico) y
posesión (material) se incrementan uno a otro: el rico hace siempre
ostentación de lujo y derroche. De ahí que vivamos en guardia,
compitiendo por el prestigio, por el afecto y por las posesiones, y que nos
alarme la perspectiva de ser relegados. La envidia es el testigo de un
peligro de pérdida de valor, a la vez que un acicate para ganarlo o
restaurarlo.

Salieri recuerda que trabajó duro para conquistar un prestigio como


músico. Su valor social se ha visto cuestionado por un rival imbatible.
Para Salieri, que suponemos ambicioso —aunque también podríamos
adivinarlo profundamente inseguro—, parece no bastar con un puesto
destacado en la comunidad musical: tiene que estar entre los primeros, y
eso es precisamente lo que le veda la existencia de alguien como Mozart.
Tal vez Salieri hubiera podido soportar no estar en la vanguardia si
alguien tan superior como Mozart no le hubiese revelado lo que en
realidad significa el genio. Mozart, de repente, ha subido el listón de lo
que implica ser un gran músico. Y Salieri comprende que mientras haya
un Mozart él no podrá ser grande. Salieri es un exiliado, formó parte de
los grandes y ahora se sabe expulsado de su Olimpo. El destierro hace que
la envidia lo atraviese como un hierro candente.

La otra vertiente del valor que Salieri ha perdido, o teme perder,


reside en ese constructo ambiguo, pero que percibimos con rotunda
nitidez en nuestro interior, que es la autoestima. Todos mantenemos un
concepto de nosotros mismos, y todos necesitamos que ese concepto sea
favorable. No solo precisamos amarnos: hemos de darnos constantemente
razones para considerarnos dignos de ese amor, porque es un amor
siempre provisional, una estima frágil que hay que confirmar una y otra
vez. En suma: nos evalúan los otros, nos evaluamos nosotros mismos —
muy influidos por la opinión ajena—, y nos resulta dramáticamente
imperioso que el resultado de ambas valoraciones sea positivo. Igual que
los enamorados se preguntan sin tregua: ―¿Me quieres?‖; cada cual se
39
inquiere a sí mismo cada día, ante el espejo de sus vivencias: ―¿Me
quiero?‖, o, más bien: ―¿Merezco ser querido?‖ Y hay pocas experiencias
más angustiosas que responderse ―No‖.
La envidia sale al paso de las sacudidas a nuestra autoestima. Fuera
de la calidad como compositor, Salieri no encontraría argumentos que
ofrecerle a su dignidad. La envidia le permite convertir ese dolor en odio,
abandonar los reproches a sí mismo y desviarlos hacia un enemigo
externo, sea Mozart o Dios. Al menos no se queda solo, empantanado en
la decepción: cuenta con la compañía de alguien a quien dirigir su
resentimiento. Sacrificar a otro le permite evitar —aunque sea de un modo
simbólico— ser él la víctima; rebajar al adversario restaura la dignidad que
la preponderancia de este cuestionaba. Cuando en la película Amadeus
Salieri descubre que el emperador bosteza durante la representación de
una ópera de Mozart, vemos en su rostro una sonrisa de satisfacción
malévola, que a la vez es un gesto de profundo alivio: después de todo, el
divino enemigo no era un dios, sino lo suficientemente humano como
para estar expuesto al fracaso. Por supuesto, la satisfacción es efímera:
aunque el emperador sea tan ignorante como para opinar que en la obra
había ―demasiadas notas‖, Salieri sabe que ―estaba contemplando, a
través del entramado que formaban aquellos meticulosos rasgos de tinta,
una Belleza Absoluta.‖86 Por eso tendrá que seguir confirmando la
humillación de Mozart, incluso propiciándola él mismo, y, en última
instancia, destruyéndolo.
Unamuno se muestra muy sagaz al relacionar directamente la
envidia de Joaquín Monegro y su recalcitrante falta de autoestima. ―No
soy simpático a nadie —se lamenta, con abusiva pose trágica—; nací
condenado.‖87 Unamuno nos hace preguntarnos: ¿es Monegro un
envidioso porque no logra quererse a sí mismo, o no consigue construir
ese amor propio precisamente por vivir siempre a la sombra de Abel
Sánchez? ¿Se es envidioso por falta de autoestima, o resulta imposible una
verdadera autoestima mientras envidiamos? La pregunta es evidentemente
retórica: cuando nos empantanamos en la envidia, esta no hace sino
sancionar nuestra dolorosa inferioridad, nuestra herida narcisista, como la
llama el psicoanálisis. En el caso de Joaquín resulta más patética porque
ni siquiera conoció un tiempo anterior a su rival: a diferencia de Salieri,
no fue expulsado del paraíso, puesto que jamás habitó en él. ―Ya desde
entonces era él simpático, no sabía por qué, y antipático yo, sin que se me
alcanzara mejor la causa de ello, y me dejaban solo.‖88 La envidia llega a
marcar la pauta de su vida entera, hasta el punto de que, como Cecco
40
Angiolieri, ni siquiera consigue crear una identidad al margen de ella: ―Y
yo, ¿quién quiero ser?‖89, se pregunta desconcertado en uno de los escasos
instantes en que puede pensar en sí mismo sin referirse a Abel. Su
existencia, como la de Caín, parecía marcada desde el principio; por
repulsivos que nos parezcan sus odios y rencores, no podemos evitar
entrever en él a una víctima.

A primera vista, desconcierta que nuestra naturaleza lleve grabada a


fuego esta tendencia a juzgarnos, a subirnos al estrado para, tantas veces,
condenarnos. ¿Qué extraño alambicamiento del ser lo induce a retirarse el
apoyo a sí mismo? Se entiende que necesitemos contar con un valor social
contundente y estable. Sin embargo, ¿de qué nos sirve reclamarnos ese
valor a nosotros mismos? O, en cualquier caso, ¿no nos convendría
siempre atribuirnos un alto valor? ¿Por qué tantas veces nos convertimos
en nuestros críticos más acérrimos, en nuestros déspotas más crueles? ¿Por
qué el valor con que nos sancionamos es tan condicional como el que nos
otorgan los otros, o incuso más?
Tal vez la respuesta se insinúe en la relación entre ambos mundos y
ambos valores, el de fuera y el de dentro. Del mismo modo que
construimos la identidad a partir de lo que nos dicen los otros y lo que nos
vemos actuar entre los otros, tal vez el autoconcepto sea una
interiorización del hecho de ser permanentemente evaluados por los
demás. Las figuras y las voces que nos juzgan allá fuera acaban por
filtrarse en nuestra mente, imbricándose en nuestro yo, que de este modo
se divide en dos y adquiere el hábito de juzgarse a sí mismo. La
comunidad externa se traduce en una comunidad interna merced a la
sacrosanta capacidad humana de convertir las cosas en símbolos, y de
manejarlas simbólicamente. Somos un guirigay de voces que se dan la
razón o que riñen entre ellas, que se aprueban entre sí con satisfacción o se
censuran.
Pero aun admitiendo que la interiorización fuera el proceso mediante
el cual construimos nuestro multitudinario yo, faltaría preguntarse si tal
mecanismo nos reporta alguna ventaja: de lo contrario, no cabría esperar
que la implacable selección del tiempo lo hubiese respetado. Se nos ocurre
una hipótesis: el trabajo interno que hacemos con nuestro autoconcepto
intenta adelantarse a la tarea externa de adaptación al contexto social. Del
mismo modo que ensayamos mil veces con la imaginación las palabras
que dirigiremos a nuestro superior para pedir un aumento de sueldo o
protestar por una situación injusta, tal vez nuestro autoconcepto sea un
41
ensayo continuo del modo en que nos desenvolveremos en el exigente e
inseguro mundo de los demás. Una y otra vez, nos estamos poniendo a
prueba, estamos calibrando la validez de nuestras estrategias para encajar
en los grupos donde transcurre nuestra vida. Nuestro autoconcepto es a la
vez la versión interiorizada del concepto que nos dispensan los otros, y el
ensayo íntimo de la conquista de sus evaluaciones. El yo se gesta fuera,
pero se acrisola dentro antes de cada regreso al exterior. Y lo que
llamamos identidad quizá no sea otra cosa que el eco de esos viajes de ida
y vuelta.

Parece manifiesta, por consiguiente, la implicación de la envidia en


la defensa de nuestro valor (estatus, poder, prestigio entre los demás) y
nuestra autoestima (la necesidad humana de un autoconcepto positivo);
en definitiva, en el modo de vincularnos con los otros. La envidia actuaría
como detector de un desajuste en el valor social y en la autoestima, o, más
directamente, en el acceso a los recursos necesarios para nuestra
existencia: lo deseable es, en efecto, envidiable. Jugaría también un papel
de motivador de acciones para corregir o compensar ese desajuste.
Profundizaremos en cómo actúa la envidia para ejercer esas funciones.
Para empezar, analizaremos su mecanismo de detección de desajuste: la
comparación social.

42
5. Lo que cuenta es no quedarse atrás
En las desgracias de nuestros amigos siempre hay un punto de contento. Diderot.90

Un aspecto incómodo de la identidad es su carácter poroso. Nos


gusta creer que sabemos quiénes somos, que conocemos bien nuestros
puntos fuertes y débiles, que tenemos una idea clara de nuestras virtudes y
nuestros defectos. Sin embargo, nuestra identidad, con todas sus
cualidades, es mucho más inconsistente de lo que admitimos.
Si de pronto nos plantearan la pregunta: ―¿Quién eres?‖, lo más
probable es que tartamudeáramos, como si nos hubieran propinado un
súbito empujón. La interpelación nos resultaría tan amplia, tan indefinida,
que probablemente la consideraríamos absurda. Tal vez diríamos dos o
tres vaguedades de carné de identidad (hombre o mujer, tantos años…),
describiríamos alguno de nuestros rasgos físicos más característicos…
Para cuando llegásemos a los rasgos de carácter o personalidad, y a los
valores implícitos en estos, nos sentiríamos en un terreno aún más
pantanoso: por más convencidos que nos mostremos, si somos honestos,
nunca estamos del todo seguros de ser rotundamente buenos o malos,
amables o ariscos, honrados o tramposos… En cuanto creemos saberlo,
una circunstancia inesperada viene a desmentir nuestras convicciones,
revelando hasta qué punto seguimos siendo un extraño para nosotros
mismos. Apenas tenemos una idea aproximada de lo que nos gustaría ser
(lo que se ha llamado el ―yo ideal‖) o de las cualidades que los otros nos
atribuyen. Pero al ponernos delante del espejo, lo más probable es que
acabemos con dolor de cabeza.
Y, no obstante, esa es la apremiante pregunta que nos estamos
haciendo sin cesar: ―¿Quién soy?‖ A cada instante ensamblamos una
respuesta irremediablemente provisional: soy creativo, inseguro, tenaz…
¿en relación a qué? A falta de referencias objetivas, nos vemos obligados a
ir perfilando nuestra identidad por contraste con los otros. Esta verdad tan
obvia, pero tan olvidada, es la que el psicólogo Leon Festinger postuló en
su teoría de la comparación social. Festinger enunció algo tan simple como
43
que estamos comparándonos constantemente con los otros porque es el
único modo de obtener información sobre nosotros mismos: ―En la
medida en que no disponen de medios objetivos fuera del ámbito social,
las personas evalúan sus opiniones y capacidades comparándolas,
respectivamente, con las opiniones y las habilidades de los demás… Se
puede averiguar cuántos segundos tarda una persona en recorrer cierta
distancia, pero ¿qué significa esto con respecto a su capacidad, es lo
adecuado o no?‖91 Aunque él estipuló esta tendencia en los ámbitos de las
opiniones y las capacidades, podríamos extenderlo sin dificultad a toda la
construcción —y permanente reconstrucción— del autoconcepto: en
definitiva, lo que valida la imagen que mantenemos de nosotros mismos,
y en especial la evaluación que hacemos de ella, es su grado de ajuste con
respecto al modelo que nos ofrecen los demás. Por eso prestamos más
atención a las comparaciones que nos dejan en mal lugar: porque son más
informativas y más inquietantes.92

Puede que la teoría de Festinger peque de reduccionista, al limitarse


a las operaciones cognitivas y pasar por alto la fuerte carga emocional que
solemos poner en nuestras comparaciones. Ya ha quedado claro que no
nos dedicamos a un burocrático seguimiento de rutina de nuestra
adecuación al entorno, sino que lo hacemos con verdadera pasión, lo
hacemos anhelando angustiosamente que el resultado de nuestras
comparaciones nos resulte favorable, o al menos no desfavorable. Y la
perspectiva de que no sea así nos significa más que una mera
contrariedad, nos inspira un drama cargado de ruido y furia, una
verdadera amenaza.
La divergencia conlleva siempre un cierto sabor amargo de
exclusión; de ahí que los grupos suelan tender a la homogeneidad interna.
Por los mismos años 50 en que Festinger enunciaba su teoría, otro
psicólogo social, Solomon Asch, demostraba el poder de la conformidad
con el grupo en una serie de experimentos tan simples como asombrosos.
¿Usted diría que dos líneas con varios centímetros de diferencia son
iguales? No se precipite en la respuesta: ¿qué pasaría si varias personas lo
afirmaran sin dudarlo? Puede que usted formara parte de ese tercio de
personas que niegan la evidencia ante la presión de la mayoría, con tal de
mantenerse en un buen lugar dentro del grupo.93
Como explica G. Deleuze, Spinoza ya señaló este carácter
angustioso de las comparaciones humanas: ―La esencia en acto no
puede… determinarse en la existencia sino como esfuerzo, o sea en
44
continua comparación con otras potencias que siempre pueden
prevalecer‖94. La existencia humana no es nunca un mero procesamiento
de información, es ante todo un pathos, una pasión, un estremecimiento:
somos seres mortales llenos de carencias y vulnerabilidades, y nuestro
principal interés no es la verdad, sino vivir.
A pesar de estas acertadas objeciones de los críticos al paradigma
cognitivo del hombre-robot, el innegable mérito de Festinger y de sus
muchos seguidores fue hacernos notar nuestra tendencia pertinaz a
cotejarnos con otros, y apuntar una explicación simple y razonable de por
qué necesitamos hacerlo. ¿De dónde sale la envidia, sino de la
comparación?95

Otros teóricos han añadido nuevos matices a ese porqué,


enriqueciéndolo y, por decirlo así, humanizándolo. En su modelo del
mantenimiento de la autoevaluación, Abraham Tesser ha hecho hincapié en
lo comprometidos que estamos en nuestras comparaciones: al
contrastarnos con otros, aspiramos siempre a salir bien parados; lo que
perseguimos en el fondo es recabar una y otra vez razones para querernos.
―Las personas se comportan de modos que mantengan o aumenten su
autoevaluación; las relaciones con los demás influyen sustancialmente en
la autoevaluación‖.96 La autoestima sería, en cierto modo, una
comparación social interiorizada. Por eso, argumenta Tesser, podemos
sentir alegría ante las ventajas de otros, pero siempre y cuando sea en un
ámbito que no nos resulte definitorio: yo puedo admirar sin inquietud los
excelentes logros de un amigo atleta, porque jamás me he sentido
interesado por el atletismo; sin embargo, me incomoda reconocer que un
compañero es mejor docente que yo. Parrott lo resume así: la envidia
aparece ―cuando la discrepancia entre el éxito de otra persona y el propio
fracaso de uno sirve para demostrar o llamar la atención sobre los propios
defectos‖97. En definitiva: cuando está implicado algún aspecto
significativo de mi identidad, un déficit de valor me resulta doloroso; y
siempre que hay dolor aparece un esfuerzo por reducirlo. Es comprensible
que Salieri, que ha edificado todo su destino en torno a la música, sienta el
genio de Mozart como una contrariedad muy personal.
A modo de ejemplo, la dramática biografía de la escritora
estadounidense Sylvia Plath apunta detalles en la línea del modelo de
Tesser. De temperamento apasionado y frágil, sus diarios la revelan desde
muy joven como un ser contradictorio, vulnerable, abrumado por las
sinuosidades de la existencia. A los veinte años intenta suicidarse y es
45
internada en un hospital psiquiátrico. Acabada la carrera, conoce al poeta
Ted Hughes; se enamoran apasionadamente, la luz parece volver al
mundo, se casan. Pero bajo la mutua admiración discurre una rivalidad
soterrada, en la que la luz de cada uno hace sombra al otro. Tesser habría
dicho que, al ser ambos escritores, ―competían en el mismo dominio‖.
Plath, la más vulnerable, es la que lo acusa más ostensiblemente: queda
incapacitada para escribir, y sumida en arrebatos de envidia y celos. Ted
la abandona. Ella vive en soledad los dos años más fecundos de su obra, y
luego se suicida98. Por perturbados que podamos juzgar los actos de Sylvia
Plath, pueden servirnos a todos para reflexionar sobre lo inestable que
puede llegar a ser una relación con demasiadas aspiraciones comunes.
En la balanza de la comparación, la envidia procura restituir el
equilibrio entre nuestro platillo y el del mundo. Hay algo ofensivo en la
desproporción entre el bien del otro y la carencia que, por contraste,
denuncia en mí. Cuentan que el humorista E. Jardiel Poncela, que era
más bien bajito, exclamó un día, molesto por la presencia de alguien que
le aventajaba en altura: ―¡No hace falta ser tan alto!‖ De ahí que la
disminución de la ventaja ajena pueda entenderse como una restitución
del equilibrio frente a ese indignante ―exceso de bien‖. Podemos rastrear
este anhelo de no quedar atrás en el inconfesable alivio que nos inspiran
las desgracias ajenas. Diderot hacía alusión a ese destello de satisfacción
de las desgracias de los amigos, y para La Rochefoucauld ―la ruina del
prójimo gusta a los amigos y a los enemigos‖. Romain Rolland hace
declarar a su campechano Colas Breugnon: ―Nos contamos los duelos y
los daños… Los de los vecinos divierten y distraen de los nuestros‖99.
Ante el espectáculo de las adversidades y los fracasos ajenos, por más
que compartamos su dolor, a menudo también nos sentimos
reconfortados en nuestro destino y apoyados en la valía de nuestro yo.
Lucrecio afirmaba que ―ver males de que se está exento es grato‖, y
Rousseau contraponía acertadamente piedad y envidia: ―Dulce es la
piedad, porque identificándonos con el que padece, sentimos, no obstante,
el consuelo de no sufrir como él, y amarga es la envidia, porque el aspecto
de un hombre feliz se convierte en una tortura‖100. Pequeñas
mezquindades de lo humano que tenemos que excusarnos, porque nos
ayudan a vivir: hay alegría en sentirnos de algún modo vencedores
(aunque solo sea provisionalmente, ya que algún día sufriremos, algún día
moriremos). O, en su versión más benévola, nos sirve para sentir más
llevaderas nuestras propias desgracias: comprobamos que no hay ninguna
saña personal del mundo contra nosotros, todos sufrimos. Quizá suceda
46
también, como menciona Savater101, que muchos alentamos en el
inconsciente una ilusoria economía de los males, como si el destino los
distribuyera según una cuota prefijada y el hecho de que le haya tocado a
otro nos resguardara momentáneamente de que recaigan sobre nosotros;
es una ilusión parecida a la creencia de que, al salir un número a los
dados, se diría menos probable su repetición en el siguiente tiro, por más
que matemáticamente las probabilidades sean idénticas.

La propuesta de Tesser nos aproxima a un interesante aspecto de las


comparaciones sociales que ya mencionara Festinger: tendemos a
compararnos con aquellos que están más próximos a nosotros y con los
que más nos identificamos. Si al compararnos buscamos datos para
evaluar nuestra adecuación, es congruente que resulte más apropiado
como modelo alguien cercano y parecido a nosotros, alguien que de hecho
podríamos ser nosotros. Envidiamos ―a los que nos son próximos en el
tiempo, en el espacio, la edad y el prestigio‖, precisa Aristóteles, y nos
recuerda con Esquilo que ―también sabe envidiar lo que nos es más
familiar‖. María Zambrano hace alusión a ese juego de espejos en el que
se pierde el envidioso: ―en lo más íntimo de su vida algo sucede que le
mantiene ligado a eso otro, extraño, y más yo que su propio yo. ¿No será
que el envidioso se ve a sí mismo vivir en él?‖102 En efecto: nos vemos
vivir en los demás, ya que la única idea de lo que somos la urdimos en
relación a ellos. Por eso, porque estamos comprometidos personalmente
en lo que vemos en la gente, nuestra observación de los que nos rodean es
inquieta y apasionada; una pasión que, como en el caso de Salieri y de
Joaquín Monegro, puede resultar demasiado intensa para soportarla.

El pensador francés René Girard ha propuesto una sugerente


interpretación de esa perpetua vigilancia de los demás. Según Girard, los
deseos que mueven a los humanos cobran forma como imitación de los
deseos ajenos. En rigor, no existen deseos propios, sino una intrincada red
deseosa en la que los anhelos, como los virus, se contagian de unos a
otros. Don Quijote sueña ser Amadís, y el bachiller Sansón Carrasco tal
vez quiera parecerse a Don Quijote. ―Lo que constituye el valor de un
objeto no es su precio real sino los deseos que se adhieren a él y que lo
convierten en el único atractivo para los deseos que todavía no se han
adherido.‖103 Para que alguien quiera algo ―basta con convencerle de que
este objeto ya es deseado por un tercero que tenga un cierto prestigio. En
tal caso, el mediador es un rival... El mismo mediador desea el objeto, o
47
podría desearlo: mejor dicho, este deseo, real o presunto, es lo que hace
que el objeto sea infinitamente deseable a los ojos del sujeto… O sea:
siempre nos encontramos con dos deseos competidores. El mediador ya no
puede interpretar su papel de modelo sin interpretar igualmente, o
aparentar que interpreta, el papel de un obstáculo.‖104 A todos nos ha
sucedido desear algo que nos pasaba desapercibido, o que incluso
despreciábamos, precisamente porque lo disfruta otro. Los demás son, en
efecto, modelos o mediadores, pero también algo más: son el referente de
nuestro valor, y lo que a ellos les inviste de valía nos la roba a nosotros a
través de los vasos comunicantes de la comparación. En El perro del
hortelano, tal vez lo que está en juego no sea solo el atractivo que Teodoro
gana a los ojos de Diana, sino también lo intolerable que resulta para el
amor propio de Diana el hecho de que él la sustituya fácilmente por una
criada cuando lo rechaza.
Sabemos ya cuánto de fascinación —de ―avidez de lo otro‖, en
palabras de Zambrano— tiene la envidia. El odio de Salieri emana de una
admiración incondicional hacia su oponente, un agravio por lo que le
usurpa, pero también un afán inconfesable de convertirse en él. De ahí que
nos estremezca la inmensa soledad de su despedida de Mozart cuando se
marcha con el veneno corriéndole ya por el cuerpo: ―¡Adiós! ¡Dormirás
mucho tiempo!‖ Porque también Salieri quedará condenado a vivir en un
duermevela, en una penumbra donde permanecerá el tormento, herido
para siempre por el paso de su rival por el mundo, sin haber aprendido a
amarlo sin dolor. Y es precisamente el no haber sabido amar lo que
Joaquín Monegro, al final de su vida, comprende que fue lo que no le dejó
vivir: ―Pude quererte —le escribe a su esposa—, debí quererte, que habría
sido mi salvación, y no te quise.‖105 No podía querer, puesto que no era él
mismo, no era más que un espectro ―ávido del otro‖.
Girard da cuenta diáfanamente de ese proceso que lleva de la
fascinación a la destrucción. ―Solo el ser que nos impide satisfacer un
deseo que él mismo nos ha sugerido es realmente objeto de odio‖106. Se
trata de una asimetría de apropiación: nos impregnamos del deseo del
otro, pero no poseemos el objeto de ese deseo, que permanece en sus
manos. De ese modo, quedamos condenados a la carencia, tanto más
punzante cuanto más se nos presente el otro como feliz poseedor. De ahí a
considerarle culpable de nuestra falta y por tanto enemigo, rival, solo hay
el paso de nuestra tendencia humana, demasiado humana, a creer lo que
nos conviene. Esta es la ruta que transita la envidia, que es la hija pródiga
del deseo.
48
Ambivalencia, por tanto, de amor y odio, de fascinans y tremendum107,
en esa apropiación simbólica, en esa ―avidez‖ hacia el otro que es la
envidia. Construcción, en cierto modo, de una identidad vicaria, un
diluirse en el prójimo ante la imposibilidad de ser nosotros mismos.
Zambrano es quien ha plasmado con más lucidez la angustia de esta
identidad cautiva: ―Verse vivir en otro, sentir al otro de sí mismo sin
poderlo apartar. El envidioso que parece vivir fuera de sí es un
ensimismado... Mirar y ver a otro no fuera, no allí donde el otro realmente
está, sino en un abismal dentro, en un dentro alucinatorio donde no
encuentra el secreto que hace sentirse uno mismo, en inconfundible
soledad.‖108
La envidia nos aboca a un cierto parasitismo existencial, a través del
cual nos parece apropiamos simbólicamente del destino de otros, nos
incrustamos en él, nos camuflamos en él. Saltamos por encima de la
otredad para no quedarnos solos en nuestro lado de la mismidad, pero
entonces la perdemos. Es como una simbiosis psicológica que evita, pero
también impide, el duro y solitario trabajo de componer una identidad
propia. El amor intenta un prodigio simbólico parecido. El amante no se
contenta con gozar del amado, aspira a gozar en el otro, dentro de él o con
el otro dentro: hay un canibalismo envidioso, como seguramente también
amoroso. ―Sin ti no soy nada‖, dice, como en la canción, el amante, e
igual podría decirlo el envidioso. Y ambos están atrapados en la misma
trampa irresoluble: necesito ser tú, pero sin dejar de ser yo.
La única salida es entonces recuperar nuestra libertad, restituir
nuestra soledad. Crear una identidad, como han señalado reiteradamente
los psicoanalistas, es diferenciarse, atreverse a la aventura incierta, penosa
y difícil, de quedarse solo. De nuevo Zambrano: ―La envidia está en el
camino de la soledad y si el que está acometido por ella la lograra, cesaría.
No cabe envidia en soledad, porque únicamente adquiere soledad el que
de algún modo y en algún sentido ha logrado identidad, que es quietud y
reposo y certidumbre‖109.
La identidad es también narración. Nuestra mente narrativa procura
urdir un relato coherente de nuestra vida, una historia en la que el pasado
nos parezca un antecedente plausible del futuro. ―El pensamiento
narrativo permite que las personas capten un complejo flujo de acción y
actúen en consonancia con el mismo —postula Carrithers—… Es el
proceso mismo de que hacemos uso para comprender la vida social en
torno nuestro‖110. Sin embargo, esa supuesta coherencia de nuestro relato
49
vital podría no constituir más que una construcción de la memoria. Es
fácil concebir líneas causales hacia atrás, y entender lo que somos como
producto de lo que fuimos. La aversión al azar nos conmina a inventar
sentidos, de ahí el pensamiento mágico y la idea de destino: ―Ahora sé
que asistí a aquel baile porque teníamos que conocernos‖, dice el amante,
dejando de lado la infinitud de encuentros perdidos en los bailes a los que
no acudió. Cuando Salieri rememora sus largos años de entrega devota a
la música, lo hace desde la amarga decepción del fracaso en que Mozart
ha sumido su tesón. ¿No será la presencia de Mozart la que le hace
explicarse así su pasado? ¿No será Mozart el que ha dado una forma final,
cerrada y concluyente, al relato de su vida como fracaso? ―Los verdaderos
paraísos son los paraísos que hemos perdido‖, reflexiona Proust111. ¿No
será el dolor de no poder ser Mozart el que le impulsa a Salieri a entender
toda su vida como un anhelo de ser Mozart? La teoría mimética de Girard
es tan insólita, y a la vez tan convincente, que sobrecoge.

En definitiva, el modelo de la comparación social es algo así como la


teoría de la relatividad en psicología: no existen referentes absolutos, el
juicio sobre nuestra adecuación tiene que basarse en el contraste con los
demás. De ahí que, como escribe W. James, ―se da la paradoja de un
hombre mortalmente humillado porque él no es más que el segundo
boxeador o el segundo remero en el mundo‖112. Y la comparación resulta
tanto más significativa y eficaz cuanto mayor la semejanza. Es lógico y es
útil: lógico porque solo tendrá sentido compararme con aquel que podría
ser yo; funcional, porque la adecuación que cuenta es aquella que me
aporta valor en sociedad, valor con respecto a los que me rodean —y
pueden, por ello, ser cooperadores y rivales—.
La comparación social se relaciona, por tanto, con nuestra tendencia
a la mimesis: al imitar a los que nos rodean evitamos peligrosas
diferencias que podrían aislarnos o excluirnos. La envidia y la mimesis
son dos fuerzas reguladoras de la homogeneidad social. Una y otra buscan
disminuir la distancia con respecto a los demás, mantenernos
ensamblados en el grupo, dotarnos de valor y fortalecer los vínculos con la
tribu. Ambas hacen que no nos quedemos demasiado atrás, y a la vez
presionan desde fuera para que no nos adelantemos demasiado. Son las
fuerzas de la gloriosa mediocridad (aurea mediocritas), fiel aliada de la
supervivencia.

50
6. Hambre y carencia
La envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come. Francisco de Quevedo.113

Los humanos, siguiendo el hilo de lo expuesto, nos sometemos unos


a otros a un escrutinio constante y apasionado, y lo que sabemos —y tal
vez hacemos— de nosotros mismos se configura en relación a los demás.
Compararnos es un apremio existencial. Girard ha tenido el mérito de
implicar el deseo en este mimetismo, en esta construcción vicaria de
nuestro yo y de nuestros motivos. Con ese paso extiende nuestro análisis a
un ámbito del que no se puede prescindir si se pretende comprender la
envidia.
La envidia, decíamos, responde a un anhelo primordial: a un hambre,
y en concreto a un hambre de valor. Ese valor social que más arriba
cifrábamos en el estatus y en el poder, y que, dado que somos animales
sociales, necesitamos para ser. ―El otro —expresa con precisión
Alberoni— señala la barrera insuperable que no permite alcanzar la región
del valor, que está más allá, inaccesible‖, lo que conduce a la vivencia ―del
sí mismo en el exilio, en inútil espera frente a la puerta cerrada del ser‖114.
Se trata, también, de un hambre de amor. El amor, en definitiva, es a la
vez una fuente y una forma de estatus: ser amado es saber que se dispone
de un manantial de significación, seguridad y reconocimiento. Sin esa
agua nos marchitamos, porque ya no sabemos lo que somos y lo que
podemos esperar ser, porque nos falta el principal fundamento de valor y
el vínculo que lo sustenta.
Eso es lo que Monegro descubre demasiado tarde: quien ama está
salvado, porque ya posee la más genuina fuente de valor. ―Debí quererte‖.
¿Habría atormentado Mozart del mismo modo a un Salieri enamorado?
Debemos suponer que no. Salieri enamorado habría dispuesto de tanta
esperanza de valor que la ventaja de su rival se le habría disipado en un
humo de insignificancia. Al fracasar en su ambición, no habría
naufragado su única fuente de sentido, no habría necesitado defender con
uñas y dientes lo único significativo que ha hecho de sí mismo. Eso no

51
hace sino reafirmar la enorme carga de amor impotente —incapaz de
realizarse como tal—, de hambre insatisfecha, que hay en su envidia. Un
amor fascinado por el genio, y frustrado por la carencia.

La complejidad de la sociabilidad humana conlleva un abigarrado


repertorio de mecanismos de control de la afiliación y del poder. La
envidia parece ser uno de esos mecanismos, como lo son la seducción, la
lucha, la imposición, el ruego o la compasión. En concreto, la envidia
juega dos importantes papeles que en definitiva han sido atribuidos a las
emociones en general: es una señal que centra la atención en un estímulo
significativo, y también un impulso motivador de respuestas apropiadas a
ese estímulo.
En tanto que señal, la envidia cumple la función de resaltar lo
deseable de una ganancia social según el modelo de otro (envidio a
alguien porque me gustaría tener algo que él tiene), o bien alerta del
peligro de una pérdida de valor social debida a la presencia de otro con un
valor supuestamente superior115. La profesora que envidia la promoción
de una colega está cobrando conciencia de lo importante que sería para
ella obtener esa promoción; el muchacho que envidia a otro su atractivo
está poniéndose en guardia ante la posibilidad de que su rival acapare la
atención de las chicas.
Esta función de señal en las experiencias dolorosas es remarcada por
D. Buss en su teoría de la interferencia estratégica116: las emociones adversas
podrían haberse impuesto en la evolución para indicar que algo interfiere
en la eficacia de un comportamiento adaptativo, obligando al individuo a
centrar en ello su atención. El sufrimiento emocional, como el dolor
físico, estaría ahí para denunciar que algo va mal. La envidia centra
nuestra atención en las amenazas al prestigio y a la autoestima. Esta
última, en concreto, es calificada por el psicólogo social Luis Gómez-
Jacinto de sociómetro, entendido como testigo del ―grado de pertenencia
social/exclusión social en los grupos de referencia. Las personas se
motivan para comportarse de tal modo que conserven su autoestima,
puesto que las conductas de mantenimiento de la autoestima suelen
reducir la posibilidad de ser ignorado, evitado o excluido por los
demás‖117.
Como consecuencia de ese efecto sensibilizador, la envidia actúa
también de acicate para movilizarse. Si se trata de apropiarse de un valor
percibido, la conducta resultante será la emulación del modelo, como ya
propuso Aristóteles; el muchacho del que hablábamos podría imitar a su
52
exitoso amigo en las maneras, la forma de mostrarse atractivo… Si se trata
de defenderse, la envidia motivará a una actitud ofensiva hacia el rival, en
un esfuerzo por minimizar la pérdida y, en la medida de lo posible,
restaurar lo perdido. El envidioso adoptará una posición de conflicto (o de
lucha, como abiertamente consideraba G. Simmel118) con respecto a ese
otro cuya superioridad es percibida como amenazante. Nuestro muchacho
puede intentar desprestigiar al otro, procurando aislarlo, criticándolo,
haciendo correr bulos sobre sus defectos, denigrándole de algún modo
humillante…
Parece, pues, plausible que la envidia presenta ventajas evolutivas.
La envidia es un buen aliado del gen egoísta, no solo por sus efectos de
sociómetro y de motivador, sino también porque, cuando no puede actuar
de inmediato, mantiene una conducta de espera atenta. Richard Dawkins,
acuñador del término ―gen egoísta‖, nos pone un curioso ejemplo en los
animales de cómo esta conducta de espera puede resultar en ocasiones
más adaptativa que luchar. Los urogallos rojos macho se reparten las
parcelas de territorio disponible a la vieja usanza, es decir, luchando; los
que pierden, se quedan sin territorio y por tanto sin hembras. Estos pobres
vagabundos, ¿insistirán, ya que lo han perdido todo, en retar de nuevo a
los ganadores, y así sucesivamente aunque se arriesguen a un desgaste que
les cueste la vida? La respuesta es no: se limitan a retirarse y a dejar a los
afortunados disfrutar de su merecida paz hogareña. Los desheredados
viven su vida solitaria (preservándose, de paso, ellos mismos) pero, si un
día un rival muere, vuelven a disputar con otros la oportunidad de ocupar
su lugar. Moraleja: ―La mejor estrategia para un jugador puede, en
ocasiones, ser una estrategia de aguardar y esperar, más que una estrategia
similar a la de un toro frente a un portón.‖119 Salvando las distancias,
muchas veces la envidia nos convierte en pacientes urogallos que
aguardan su oportunidad.

No resulta exagerado, pues, hablar de hambre de valor y entender la


envidia como respuesta a esa necesidad básica. El entroncamiento con los
impulsos más profundos del ansia humana por perseverar, del conatus
spinoziano, explicaría su vivencia como algo apremiante y dramático.
También podría dar cuenta del temor y la condena que la envidia
despierta invariablemente a su alrededor. El hecho de que reaccione a una
carencia (y por tanto la revele), su carácter doloroso, su tendencia a la
hostilidad y a la lucha y su peligro de descontrol y de daño a la estabilidad
de la red vincular de los grupos, todo parece conspirar para convertirla en
53
una pasión indeseable. Los moralistas la proscriben considerando que es el
único vicio que solo provoca sufrimiento, que no llega al menos
acompañado por algún placer120. Cervantes hace lamentar al Quijote:
―¡Oh, envidia, raíz de infinitos males, y carcoma de las virtudes! Todos los
vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo; pero el de la envidia
no trae sino disgustos, rancores y rabias.‖121
En el fondo del temor y el rechazo a la envidia se encuentra la misma
prevención que afecta a todas las ―hambres‖ humanas, las cuales se
resuelven invariablemente en abulia o enfrentamiento (competencia)
cuando los recursos son escasos y el acceso a ellos por parte de un
individuo reduce las probabilidades de acceso por parte de los demás. La
envidia no es de entrada una lucha, sino una sensación de carencia, pero
puede impulsar a la lucha, del mismo modo que el hambre no es una
rivalidad o una agresión, pero puede conducir a ellas.
La envidia es un recurso del hambre social para convertirse en
conducta (conducta dirigida a saciar esa hambre, conducta consumatoria),
y está regida por las mismas dinámicas de deseo y necesidad que el apetito
alimentario, la sed o el impulso sexual. Algunos estudios neurofisiológicos
apoyan esta correspondencia: un equipo del Instituto Nacional de
Radiología de Japón encontró, mediante técnicas de resonancia
magnética, que la envidia y la schadenfreude activan los mismos circuitos
cerebrales que el dolor y el placer físicos, respectivamente122.
Ahondando en el paralelismo biológico, el hambre de alimentos es
un estado en que el organismo tiene necesidad de aquellos; esa hambre se
concreta en unos mecanismos corporales que hacen patente la necesidad
(detección del descenso de glucosa en sangre, por ejemplo) y unas
conductas dirigidas a incorporar nuevos nutrientes (conductas de
búsqueda, de ataque, de colaboración, etc.; o bien de disminución de la
actividad y progresivo debilitamiento, en caso de no lograrlo
exitosamente). Se trata de un modelo manifiestamente homeostático,
basado en la restauración de unos determinados equilibrios óptimos
interrumpidos. La envidia, siguiendo el símil, sería un detector del
descenso de ―glucosa social‖, y se traduciría en comportamientos que
promuevan la recuperación de esos ―nutrientes sociales‖ (recordemos:
estatus o poder), o, en caso de no resultar accesibles, de un retraimiento
impotente.
Sin embargo, el hombre es el ser que va más allá de la mera
necesidad y, a partir de ella, funda el deseo, es decir, la aspiración a
niveles de satisfacción más elevados que los que aseguran la mera
54
supervivencia, niveles que entran ya dentro del ámbito del puro placer. Por
lo que respecta a los alimentos, comemos más de lo imprescindible solo
por el placer de comer, por la satisfacción del mero hecho de comer (el
goce de los sabores, los olores, las texturas...; la alegría de probar,
masticar, deglutir, y por supuesto de hacerlo junto a otros, en un contexto
ceremonioso y social). Ese afán de placer se convierte en algunos casos en
exceso (con el consiguiente daño para el equilibrio corporal) o en fijación
abusiva (el tradicional vicio de la gula). Pues bien: el ―hambre social‖
(hambre de posesión y de valor) también puede ir más allá de la necesidad
y situarse en la esfera del placer, aun en mayor medida por tratarse de un
ámbito más ambiguo, menos palpable, más imbuido por el simbolismo y
la imaginación.
Así, nos encontramos con que la envidia también responde al placer
puro, es decir, al mero deseo: envidiar un bolso bonito o un ordenador
sofisticado solo porque nos atraen, porque nos gustarían. Es característico
del deseo no tener límites y, según las circunstancias y la personalidad del
sujeto, poder elevarse a la intensidad del anhelo y a la morbosidad del
vicio. Resulta obvio que en este caso no nos encontramos con una
estructura homeostática, sino alostática, es decir, con una dinámica que no
va dirigida a restaurar un estado previo, sino a fundar un nuevo estado
porque es percibido como más conveniente o simplemente porque resulta
más grato123.

55
7. La construcción de la envidia
Que yo só más rico et más poderoso que él, et comoquier que él non lo da a entender, só
cierto que ha ende envidia, et cada que yo he mester su ayuda et que faga por mí alguna cosa,
dame a entender que lo dexa de fazer porque sería pecado. Don Juan Manuel.124

Sea por deseo (―¡Quién tuviera su aplomo!‖) o por amenaza de


pérdida (―¡Ahora me tomarán por un pardillo!‖), la envidia abarca desde
la percepción del hambre social hasta su concreción en una respuesta dirigida
a saciarla o a cultivar el placer. Suele considerarse que la envidia
propiamente dicha consiste solo en la percepción (la emoción), que el
estado carencial o apetitivo es su antecedente causal y la conducta
motivada su consecuencia. Pero, al tratarse de un hambre social,
establecida en interacción, y en buena parte de tipo simbólico, en ella todo
nos aparece entrelazado en un complejo donde causas y consecuencias se
confunden y fluyen a la par. Como propone la antropóloga C. Lutz, las
emociones no pueden entenderse como una mera experiencia individual,
sino como construcciones sociales vinculadas a la cultura125.

La situación de la que arranca, lo que podríamos llamar la matriz de


la envidia, tiene una disposición objetiva y siempre consiste en una
interacción desventajosa, un vínculo de rivalidad. Sin embargo, si bien el
descenso de glucosa en sangre, por debajo de determinados niveles, es un
umbral objetivo (y prácticamente universal) para el desencadenamiento
del hambre, el hecho de que una interacción sea percibida como
significativamente desventajosa depende en buena parte de la subjetividad
del individuo (de su personalidad, de su situación previa, de sus metas, de
sus convicciones, de su cultura...). A estas alturas ya comprendemos que
la función del sesgo envidioso no es responder a la realidad, sino favorecer
la adaptación y la defensa: lo que cuenta no es que sea objetivo, sino que
sea eficiente. Tal subjetividad es aún mayor en el caso del mero deseo,
puesto que este, por definición, depende de un complejo de factores que
varían de un individuo a otro. En definitiva, y aunque al margen de su
voluntad, el sujeto construye la envidia, individual y socialmente,
56
definiendo la interacción como envidiosa a la vez que siente o piensa su
envidia.
La emoción de la envidia, por consiguiente, no es una consecuencia
derivada de la situación, sino que crea la propia situación a la que
responde. Salieri se descubre envidioso al constatar que Mozart posee un
don que siempre anheló para sí, y al admitir, como consecuencia, un odio
irrefrenable hacia él: ―Debo reconocerlo. ¡Siento envidia! Siento envidia y
sufro horriblemente.‖ Situación y emoción actúan, así, como un círculo
que se retroalimenta, son ambas causa y consecuencia la una de la otra. El
hombre que envidia el coche nuevo de su vecino lo hace porque es mejor,
pero si le da importancia a esa diferencia es precisamente porque lo
envidia.
Tal vez resulte impropio pensar en términos de causa y consecuencia.
¿A partir de dónde, exactamente, la emoción se traduce en conducta? ¿En
qué consiste, por ejemplo, la tristeza, sino en un retraimiento, una
ralentización del metabolismo anímico, una atenuación de la tendencia a
actuar? El enfrentamiento agresivo al que conduce la ira, ¿no es ira en sí
mismo? Las emociones se caracterizan, precisamente, por ese carácter
conminatorio, por ese apremio a tomar partido y a actuar o no (y no actuar
es también un acto). Además, la envidia no suele resolverse en sus hechos,
sino, si acaso, cuando estos hechos conducen con éxito al objetivo de
restaurar el valor perdido o satisfacer el deseo que se despertó. Las
fronteras, también en este punto, resultan más sutiles de lo que parece de
entrada.
En cualquier caso, lo que parece innegable es que, por más afán de
precisión que se ponga para separar el proceso envidioso de sus conductas
resultantes, es imposible hablar de aquel prescindiendo de estas, puesto
que son definitorias del propio concepto. No tiene sentido hablar del
sentimiento de envidia (que, por cierto, no es un sentimiento, sino un
complejo de ellos) sin incluir la expresión ceñuda, el gesto encogido, la
mirada ardiente (recordemos que la envidia es una mirada, por eso Dante
les cosió con alambres los párpados a los envidiosos en su Infierno126), el
esfuerzo por contenerla o disiparla, o bien el susurro maledicente, el ardor
competitivo o la sonrisa maliciosa ante el perjuicio del envidiado. Las
emociones solo se realizan, y por tanto se identifican, en una determinada
conducta. De ahí la mencionada consideración de la envidia como
episodio127.

57
Amor y odio, fácilmente intercambiables, responden a un mismo
impulso de involucrar al otro en nuestra historia, de darle un papel
destacado como otro significativo; y tan afectivamente intensa es la
interacción de amistad como la de enemistad: ni el amado ni el odiado
pueden ya resultarnos indiferentes. Shakespeare nos lo muestra en Romeo
y Julieta: igual de estrecho es el nudo que ata a la pareja en sus amores
como el que encadena a Capuletos y Montescos en sus disputas sin fin;
una pasión se mira en el espejo de la otra, y ambas discurren paralelas.
―Frecuentemente —sentencia el Zaratustra de Nietzsche— nos creamos
un enemigo para disimular que somos vulnerables‖128. Joseph Conrad, en
El duelo, retrata con agudeza a dos oficiales de Napoleón que pasan años
enzarzados en combates periódicos, debidos a un supuesto agravio nunca
del todo explícito; tan inseparables como dos grandes amigos, el lector
tiene la impresión de que su relación destructiva es en el fondo un modo
de construir un candente vínculo, una misteriosa intimidad que parece
reclamar exclusividad: que se aparten todos, esto es un asunto entre mi
enemigo y yo. ―¡Sé cuando menos mi enemigo! —continúa Zarathustra—.
Así habla el auténtico respeto, cuando no se atreve a solicitar amistad‖. Y
nadie tan fiel como un enemigo, se ha dicho alguna vez.
Amistad y hostilidad parecen sostener una larvada ambivalencia.
Insiste Zarathustra: ―Muy frecuentemente, bajo el amor intentamos
ahogar la envidia‖. Igual podríamos esperar que, inversamente, detrás de
la enemistad envidiosa se agazapara un cierto tipo de amor. Una máxima
atribuida de modo apócrifo a La Rochefoucauld nos advierte: ―Si quieres
tener enemigos, supera a tus amigos‖129. El amor (si se quiere, la
fascinación) se desliza con rapidez hacia el odio cuando se encuentra con
una traba insalvable, al descubrirse frustrado e impedido. Y Sartre nos
explicó que necesitar a los demás los convierte inevitablemente en
obstáculos, ya que siempre encontraremos en ellos alguna resistencia. Así,
en la envidia, la aversión puede derivarse de la admiración, que es una
modalidad de aprecio: aversión y admiración son dos respuestas posibles,
y próximas entre ellas, a la ventaja de otro, dentro de un contexto de
hambre de valor.

¿Es, entonces, la aversión solo una admiración incapaz de hacer


propio lo admirado en el otro, como han postulado algunos? Parece más
bien que el vínculo entre ambas es complejo y desde luego no lineal, pero
tampoco cabe duda de que existe, y que eso hace difícil distinguirlas
rigurosamente, como pretenden muchos teóricos. Del mismo modo que
58
no todos los amores frustrados conducen necesariamente al odio, tampoco
toda admiración frustrante desemboca necesariamente en la envidia. De
nuevo nos encontramos con una gran variabilidad, fruto del carácter
sistémico de la psicología humana. Esta se nos presenta parecida al jardín
de senderos que se bifurcan que soñó Borges, y el transitar en una u otra
dirección —o por varias a la vez— depende de muchos factores, entre los
que hay que contar con la voluntad y la libertad del individuo, pero
también con sus regiones interiores de penumbra y con el entorno al que
procura adaptarse.
Todo sucede a la vez dentro de mí y en el vínculo que
inesperadamente me adhiere a mi venerado enemigo; es decir, lo que pasa
―dentro‖ está indisolublemente tramado con lo que pasa ―entre‖ otros y
yo. La envidia, de nuevo, se nos presenta como un fenómeno
interaccional, en el que cada elemento que refiero a mí mismo debo
referirlo también a los demás, y viceversa. Parrott y Rodríguez-Mosquera
nos explican que los griegos clásicos nunca entendían las emociones
(pathé) como algo distintivamente personal, sino como fenómenos dentro
de un contexto de interacción social130. En la interacción —al interactuar,
siquiera simbólicamente— es donde construyo una relación de envidia, de
resentimiento, de tristeza o de ira, de vergüenza o de culpa, de miedo o de
fascinación; cada una de esas emociones, que siento como algo tan propio
y tan íntimo, suele desencadenarse con respecto a alguien, y siempre se
establece enmarcada en el entorno donde se juega mi valor. Hay una
frontera, una tierra de nadie, un punto de encuentro —o más bien de
impacto— en el que lo otro y yo nos interpenetramos, nos construimos y
nos destruimos mutuamente. Ese es el ámbito de la envidia y de toda su
familia de experiencias.

59
8. Envidias buenas y malas
Hermia: Su pasión insensata no es culpa mía, Elena.
Elena: No; pero lo es de vuestra hermosura. ¡Ojalá fuera mía esa falta!
W. Shakespeare131.

El análisis funcional de la envidia sugiere, como hemos visto, la


existencia de dos grandes tipos de envidia, incluidos en las acepciones
tanto populares como eruditas: una que aspira a ganar el valor de alguien,
y otra que parece limitarse a defender el propio valor ante una superioridad
ajena que amenaza disminuirlo. La primera, que podríamos llamar
envidia-deseo, equivaldría aproximadamente a la admiración y, a primera
vista, se nos presentaría como constructiva. Es la que popularmente se
conoce como ―envidia buena‖. ¿Cómo sería más apropiado denominar a
la segunda, envidia-defensa, o más bien envidia-lucha? La tradición ha
enfatizado la dimensión de lucha —en realidad, de agresividad u ofensa—,
ignorando o despreciando lo que esa disputa puede tener de protección.
Pero siempre hay algo de ambas: como reza el adagio popular, el ataque
puede ser la mejor defensa. El Cecco Angiolieri de Schwob imitaba y
odiaba a Dante porque le hacía sentir su propia insignificancia.
Considerar el tormento de Salieri como mera maldad, como simple
perversión, es recurrir a una fácil censura que desvirtúa cualquier
oportunidad de comprenderlo. Confundiríamos así moral con psicología:
Salieri, en efecto, es condenable por asesino, pero no por envidioso; no
por establecer, sin pretenderlo, un vínculo de inferioridad fascinada,
temerosa y resentida con Mozart.
Existe una larga tradición teórica que plantea la distinción entre una
envidia ―benigna‖ y una envidia ―maliciosa‖ u hostil132. ¿Está justificada
la diferenciación de esos dos tipos de envidia? La polémica sigue abierta, y
no se le ha dado una solución satisfactoria.

La psicología popular es de este parecer, y resulta habitual oír


confesar de modo amistoso ―Te envidio sanamente‖, frente a un
despectivo ―Se muere de envidia‖ o ―Lo hace por envidia‖ (ya sabemos

60
que la hostilidad no suele reconocerse en primera persona), refiriéndose a
alguien que quiere perjudicar a otro, o procura hacerlo. Silver y Sabini han
analizado la atribución de envidia a los demás, y su uso como razón para
explicar la conducta de la gente. ―Cuando una persona ejerce
indebidamente una meta de autoprotección, el sentido común es probable
que utilice el epíteto ‗envidia‘. Esto es especialmente cierto si lo ha hecho
quitándole importancia al éxito de otra persona o devaluándola de
cualquier otro modo… Solo aquellas situaciones en las que las ventajas,
logros, etc., de las demás personas degradan a un individuo proporcionan
un contexto para la acusación de envidia.‖ Según estos autores, observar a
alguien jactarse en exceso frente a otro, o atribuirle un sentido frágil de la
propia valía, también hace que se le considere más propenso a la
envidia133.
Hay que reconocer que la distinción entre envidia benigna y
maliciosa tiene sentido desde el punto de vista fenomenológico. La
mayoría hemos experimentado los dos tipos, y muchas veces hemos
notado con claridad una diferencia en nuestra actitud hacia la persona que
envidiábamos. Casi todos hemos dicho alguna vez: ―Te envidio‖,
sobreentendiendo que lo expresamos en el ―buen‖ sentido, con un matiz
próximo a la admiración, confesando que percibimos en el otro una
superioridad que, aunque desearíamos para nosotros mismos, admitimos
que no nos pertenezca. Hay en esa declaración un reconocimiento
―cortés‖ de la ventaja del otro, un mensaje de complicidad que, a la vez
que elogia, reafirma nuestra actitud amistosa, transmite implícitamente
nuestra intención de no competir y por tanto de no convertirnos en un
rival. Verbalizar la envidia tiene también un efecto consolidador de
propósitos en nosotros mismos, exorciza de algún modo mágico el
fantasma de nuestra propia inquietud y apacigua al exponer nuestra
resignación.
Pero no siempre es una declaración (del todo) sincera, y es posible
que la manifestación amistosa encubra el hecho de estar reservándonos la
opción de conspirar, siquiera en el futuro. La envidia surge de un modo
automático, se desata casi siempre a pesar del individuo: como explican
Silver y Sabini, ―puede ser un sentimiento que posee a una persona, se
apodera de su conciencia, a menudo a su pesar. Los pensamientos
envidiosos pueden venir a nosotros de forma espontánea, aunque nos
gustaría poder participar en la celebración del éxito de un amigo‖134.
Habrá quien, por debajo del elogio, esté deslizando: ―aún no es el
momento de competir, ya veremos más adelante‖. Pocas veces admitimos
61
nuestra envidia sin una cierta carga de amargura, sin una sensación de
pérdida.
Esta envidia tan llevadera, tan cívica, tan sana, como se le califica
habitualmente, parece que ni siquiera sea envidia, y así lo consideraba ya
Aristóteles, que en su Retórica distinguía entre envidia y emulación. Ya
hemos visto que esta diferenciación es problemática, puesto que la
emulación comparte todos los rasgos de la envidia: surge de una
interacción asimétrica que implica una desventaja, se traduce en una
vivencia adversa por parte del sujeto y conlleva una reacción en la que la
persona intenta corregir la interacción para ponerla más a su favor.
Incluso cuando la tristeza de la envidia no va más allá de sí misma y se
traduce en resignación o aceptación, parece claro que seguimos inmersos
en el mismo fenómeno. Por asumida que se muestre la desventaja,
siempre se adivinará en alguna parte una cierta tensión, una vocación de
transformar, una potencialidad de intervenir activamente para corregir ese
diferencial que resulta insatisfactorio; en definitiva, aunque de un modo
nebuloso y recóndito, la rivalidad permanece latente.

Por lo que respecta a los especialistas, sigue sin culminarse un


acuerdo sobre la pertinencia de distinguir las dos envidias. Los psicólogos
que sostienen esa dicotomía la apoyan en los sentimientos específicos de
hostilidad y la intención destructiva de la envidia maliciosa,
supuestamente ausentes en la benigna. Según Parrott, esta última expresa
un deseo de apropiación, mientras que la otra está enfocada en que el rival
pierda su ventaja, por lo que la ira, el resentimiento y la schadenfreude
serían más propios de ella. Niels Van de Ven ha ofrecido posibles
evidencias empíricas a favor de esa distinción: los sujetos caracterizados
por una envidia benigna pretendían ―igualarse hacia arriba‖, es decir,
estaban motivados a la propia superación, a fin de aproximarse a sus
modelos envidiados; en cambio, la envidia maliciosa parece afanarse más
bien en una ―igualación hacia abajo‖, o sea, busca o promueve el perjuicio
del envidiado para que pierda su ventaja135.
Otros estudiosos, en cambio, siguiendo a Aristóteles, han
cuestionado que la envidia benigna sea envidia verdadera, considerando
que esta implica por definición la aspiración al perjuicio —la pérdida de la
ventaja— del envidiado. Miceli y Castelfranchi argumentan que ―la
envidia maliciosa, que consideramos que es la envidia propiamente dicha,
implica… no solo el sufrimiento del envidioso por la comparación social
desfavorable y el consecuente sentido de inferioridad, sino también sus
62
sentimientos dolorosos de desamparo y desesperanza en cuanto a la
superación de su inferioridad, así como su mala voluntad hacia el
envidiado‖. Para Rawls, ―la verdadera envidia, en contraste con la envidia
amable que expresamos libremente, es una forma de rencor, que tiende a
perjudicar tanto a su objeto como a su sujeto‖. R. Smith y Sung Hee Kim
opinan que ―la envidia benigna es una envidia desnaturalizada, y carece
de un ingrediente básico de esa emoción, es decir, alguna forma de mala
voluntad‖. Estos autores coinciden en que el componente hostil resulta
central para un concepto estricto de envidia, y por lo tanto la llamada
envidia benigna se ceñiría a lo que entendemos como ―admiración‖.
Diversos estudios sugieren que mucha gente opina del mismo modo, y es
más probable atribuir envidia ante la presencia de hostilidad136.

En una u otra versión, todos estos especialistas estarían de acuerdo


en diferenciar la intención de igualarse ―hacia abajo‖ de la que aspira a
hacerlo ―hacia arriba‖, tal como se resume en la sencilla e ingeniosa
representación gráfica de Lorenz Graf (Figura 5). Interesa especialmente,
para el enfoque que venimos defendiendo, que la propuesta de Graf sea
situacional, es decir, que represente los fenómenos desde el punto de vista
de la situación relativa de sus protagonistas. El individuo P se halla en una
determinada interacción con respecto al individuo Q, y responde a ella
según diversas intenciones. La envidia queda perfectamente retratada
como una situación de desventaja, que puede resolverse procurando que el
otro pierda la superioridad o esforzándose por alcanzar su nivel.

Figura 5. Concepción situacional de la envidia y afines. Traducido de Graf (2010).

63
Sin embargo, la constatación de dos modos de resolver la inferioridad
no prueba que se trate de dos tipos diferentes de envidia; podríamos
interpretarlo como una diversidad de manifestaciones del mismo
fenómeno. Lo realmente significativo para P (el envidioso) es el hecho
problemático de estar en inferioridad, y a ese desafío es al que responde la
envidia con su pretensión de anular la ventaja. Aunque hacerlo ―hacia
abajo‖ o ―hacia arriba‖ conlleva distintas circunstancias y merece sin
duda una evaluación moral diferente, desde un punto de vista
estrictamente pragmático el resultado perseguido es el mismo: que deje de
haber diferencia. Se trataría de dos posibles caminos, hasta cierto punto
superpuestos e intercambiables, de manifestarse un idéntico proceso de
fondo. Perjudicar no es el fin de la envidia, sino el medio que permite
llegar al verdadero objetivo: mejorar la propia suerte con respecto al
otro137. De admitir esta propuesta, habría que ampliar el concepto, en
lugar de restringirlo; consentir una mayor ambigüedad a cambio de no
renunciar a la complejidad inherente a él, como a todo lo humano.

Las experiencias que aquí hemos llamado envidia-deseo y envidia-


defensa pertenecen a una misma familia de situaciones, reacciones y
emociones; a una similar esfera de motivación y de actuación. Envidia y
admiración, como hemos visto, se transforman fácilmente la una en la
otra, puesto que ambas responden a una idéntica hambre de valor, a un
mismo brete para el acceso al valor social. Las dos se gestan en la carencia
o en el deseo —heraldo de la carencia—, y ninguna de ellas quiere
renunciar, en definitiva, a compensar esa insuficiencia o a satisfacer ese
anhelo. La frontera que las delimita es tenue y permeable, y cabría pensar
en un continuo trasiego entre ambos lados, si no en un solapamiento.
Desde el momento en que una presencia nos inspira hambre o deseo
de valor, lo más probable es que sintamos la punzada de la carencia y que
conspiremos para compensarla, obviamente a costa del otro. No sería un
disparate entender que entre la envidia ―benigna‖ y la envidia
―malintencionada‖ solo se dé una diferencia cuantitativa: el grado de
hambre que se nos ha despertado ante un bien ajeno superior al nuestro y
que desearíamos para nosotros. Ambas, entonces, se dispondrían a lo
largo de un continuo, y al desplazarnos por él resultaría fácil transitar de la
una a la otra. Con un cambio de circunstancias, lo que al principio
resultaba una envidia insignificante puede ganar realce y convertirse en
una prioridad; y al revés, por supuesto. La mayor parte de nuestras
envidias no se están quietas, sino que se deslizan por ese continuo,
64
ganando y perdiendo intensidad en función de la importancia que les
atribuimos y de lo que nos jugamos en ellas.
El que nos hallemos ante el mismo fenómeno no quita que,
atravesado un determinado umbral, consumado lo que se ha llamado una
transición de fase, la vivencia cobre nuevas cualidades y se manifieste de un
modo radicalmente distinto. En el ―nivel bajo‖ podemos mostrarnos
relativamente benévolos y condescendientes, puesto que la desventaja no
nos perturba en exceso, o el objeto no compromete demasiado nuestros
deseos. Pero hay un punto a partir del cual hay que tomar cartas en el
asunto, urge intervenir para reducir la desventaja. Si la frustración resulta
central y dolorosa, la ―mordedura‖ emocional será mayor y es muy
posible que reaccionemos a ella con agresividad.

¿Cuáles son los factores que marcan la diferencia? Muchos teóricos la


atribuyen al hecho de sentirnos capaces o no de cambiar ese estado, lo que
llaman la creencia en el potencial de control138. Sin embargo, aunque las
investigaciones muestran que el bajo control percibido aparece asociado
con una actitud hostil, esto solo sucede en determinadas circunstancias. El
efecto de este factor no es unívoco. Creerme capaz de pintar tan bien
como mi vecino podría hacer que lo envidiara menos cuando me invita a
su exposición (al fin y al cabo, si me pongo en serio mis cuadros pueden
ser tan buenos como los suyos, o incluso mejores), pero el efecto podría
ser el contrario (lo cierto es que él lo ha logrado y yo no, lo cual me pone
en evidencia); del mismo modo, saber que por mucho que me esfuerce
jamás pintaré tan bien como Antonio López no tiene por qué empujarme
a desear su fracaso, todo lo contrario: como veremos, el hecho de que lo
considere inalcanzable hace más probable una admiración sin pena ni
resentimiento.
En realidad, a la hora de explicar por qué nuestra envidia es
―benigna‖ o ―malintencionada‖, parece más significativa la distinción
entre centrarse en el objeto —lo cual afecta menos a nuestra autoestima— o
considerar cómo la desventaja concierne a nuestra identidad —el estatus, el
autoconcepto—. Sea como fuere, lo innegable es que hay envidias
llevaderas y envidias insoportables, envidias pasivas y envidias activas,
envidias periféricas y envidias centrales, pero que estas son los extremos,
poco habituales, de un continuo en el que se disponen la mayoría de
nuestras ambiguas envidias cotidianas.
Probablemente nunca podamos predecir lo que sentirá una persona
basándonos en unas pocas variables, incluida su hambre de valor, entre
65
otras razones porque esta, a su vez, se ve condicionada por muchos
factores, resulta difícil de caracterizar con precisión y además es inestable.
Sin embargo, sí podemos postular una correlación entre hambre de valor y
hostilidad, lo cual significa que esta será tanto más probable cuanto mayor
sea aquella. En los asuntos humanos, la probabilidad es la mayor
aproximación a la que puede aspirar nuestro conocimiento.

Lo pertinente aquí es que a veces la envidia se establece como


conflicto y transforma la interacción desventajosa en una interacción de
rivalidad. Esta rivalidad podrá dirigirse al propio progreso o a perjudicar
al otro, y tal vez discurra paralelamente por esas dos vías. En ambas, por
otra parte, se dará probablemente una cierta carga de hostilidad, más o
menos explícita.
La hostilidad de Salieri hacia Mozart es evidente por sí misma, pero,
¿se puede dudar de su admiración, de su embeleso, de su deseo secreto de
parecerse a Mozart o, mejor, de convertirse en Mozart? Desde ese punto
de vista, el asesinato del rival trasciende la mera perversidad del asesino, y
cobra las proporciones de un ritual sagrado, que nos recuerda los antiguos
sacrificios en los que se mezclaba la ofrenda a los dioses y una
antropofagia que pretendía incorporar, mágicamente, las cualidades de la
víctima. La envidia-deseo y la envidia-defensa se confunden en la
grandiosidad de la inmolación.

66
9. La constelación envidiosa
¿Por qué habría de ser ese nombre más ruidoso que el vuestro? W. Shakespeare139.

No solo se es envidioso con respecto a otros: ante todo, se es


envidioso entre los otros. Como retrata elocuentemente el cuadro de
Munch (figura 3), el envidioso sufre solo, pero su drama está repleto de
presencias y alusiones. La envidia, decíamos, se construye socialmente.
Como sostiene Kenneth Gergen, el sentido y el desarrollo de las vivencias
emocionales se perfilan en un escenario relacional140, en el cual confluyen
la biología, la historia y la cultura. Tenemos que insistir en esta dimensión
social de la construcción de las emociones, ya que, aunque parezca obvia,
tradicionalmente ha sido ignorada, o al menos relegada a mero aspecto
secundario. Como todas las emociones, la envidia se siente dentro, y esa
topografía hace que tendamos a considerarla un fenómeno casi
exclusivamente íntimo y personal. De ahí que su estudio parezca
reservado a la psicología, es decir, al ámbito del individuo.
Sin embargo, si la miramos con atención, comprobaremos que tal
reduccionismo traiciona la naturaleza de la envidia, y deja en su
comprensión muchas zonas de penumbra. La envidia se siente dentro,
pero su relato se escenifica fuera. Al ampliar nuestro radio de observación
al ámbito de los intercambios humanos, nos encontramos con importantes
aportaciones teóricas de la antropología, la sociología e incluso la
economía que nos proponen perspectivas muy sugerentes.

La envidia no es, en primera instancia, una experiencia íntima. Nos


lo parece porque la vivencia interior —a grandes rasgos, la emoción— es
lo que en primer plano percibimos de ella. La envidia llega a nuestra
conciencia como algo que sentimos. Los fenómenos emocionales son tan
invasivos que parecen acabar en sí mismos, enmascarando su articulación
dentro de otros fenómenos. No es de extrañar, puesto que esa es su
función, y la cumplen eficazmente, como resultado de un largo proceso de

67
afinamiento evolutivo. Las emociones no están orientadas hacia la
realidad ni interesadas en el conocimiento, sino en lo que conviene a
nuestra convivencia y, en última instancia, a nuestra supervivencia. Por
comentar solo las cuatro emociones básicas que propone Kemper (ver
epígrafe 3), es fácil apreciar el servicio que nos brindan. La satisfacción es
la señal de que todo va bien. Y si algo falla, el miedo nos previene del
peligro, la tristeza nos inmoviliza momentáneamente y la ira nos
predispone a defendernos o a atacar.
Así, nos encontramos dotados con unos dispositivos excelentes y
útiles en lo que les corresponde, pero en los cuales las culturas han
desdibujado las referencias a su génesis. Las emociones nos dirigen por la
vía rápida al meollo de lo inmediato, de un modo a veces rudimentario,
pero a grandes rasgos eficaz. Establecen pautas de comportamiento que,
aunque no siempre son adecuadas, lo son o lo han sido en promedio. El
valor funcional de las emociones es, por tanto, estadístico. Tan grandes
son sus beneficios generales como los inconvenientes que a veces nos
causan en determinadas circunstancias.

El complejo emocional que llamamos envidia es, decíamos, una


respuesta al hambre de valor, sea para ganarlo, sea para defenderlo. El
contexto en el que surge, caracterizado por la desventaja, y la posición de
rivalidad en que nos emplaza, constituyen estructuras de interacción con
otras personas. Se podría hacer el paralelismo con el juego, por ejemplo
una partida de ajedrez: una determinada disposición de las piezas,
pongamos un jaque mate, conlleva un limitado repertorio de movimientos
apropiados. La envidia es uno de los movimientos que ejecutamos en el
complicado juego de nuestra vida social. Podríamos optar por otro, pero
eso no quita que la envidia forme parte del abanico de opciones, ni que se
nos aparezca como una respuesta apropiada.
Hay que aclarar aquí, aunque reservamos para más adelante las
disquisiciones sobre ética, que el hecho de que algo sea apropiado no
implica necesariamente que sea bueno. El único modo de comprender la
envidia es partir de esa diferencia, limpiándola todo lo posible del lastre de
siglos que la han condenado antes de entenderla. El filósofo Justin
D'Arms ha planteado brillantemente la distinción entre lo eficaz y lo ético
en las emociones; confundir ambas cosas es lo que llama ―falacia
moralista‖141. Así, al margen de que moralmente sea considerada
censurable, la envidia ejerce unas funciones apropiadas para el individuo
—y tal vez para los grupos—, ya que defiende sus intereses con respecto a
68
los demás. Salieri sabe que su crimen es despreciable, pero lo elige porque
la perspectiva de continuar a la sombra de Mozart se le hace insufrible.
Esto no le excusa moralmente, por supuesto: sigue siendo un criminal, un
asesino. Pero, aunque no le disculpemos, debemos comprenderle: el
motivo de su conducta malvada no es el mal en sí mismo (noción absurda
desde la lógica), sino un impulso a defenderse, que forma parte de ese
anhelo universal a medrar que Spinoza, tan comprensivo con la necesidad
humana, llamó conatus.
Por otra parte, hay que tener presente que la envidia, como casi todas
las experiencias y las conductas humanas, integra un repertorio que el
individuo no inventa, sino que le viene dado por la biología y la cultura.
La dimensión genética de la respuesta envidiosa parece cada vez más
fuera de duda: no solo ha sido identificada en prácticamente todas las
culturas, sino que incluso se han encontrado indicios de ella en otros
mamíferos sociales y cooperativos, como los chimpancés, los monos
capuchinos y hasta los perros; estos animales muchas veces rechazan
recompensas cuando descubren que otro animal ha recibido un premio
mejor142. En el hombre, las culturas modelan este impulso a través de los
conceptos, valores y prácticas socialmente compartidos. Cuando Salieri
exclama ―Debo reconocerlo. ¡Siento envidia!‖, está aplicándose a sí
mismo un concepto que le ha sido transmitido a través del lenguaje y en
general de la educación recibida.
Este sustrato biológico y cultural es el material con el que el
individuo construye su experiencia. El envidioso, siguiendo las pautas
estructurales de lo que se le ha enseñado que es envidia, la compone en sí
mismo y se emplaza dentro de ella como en el interior de un marco
(frame). Es evidente que Salieri envidiaba antes de confesarlo, y eso no
hace más que reafirmar hasta qué punto la envidia le venía asignada,
hasta qué grado se encontraba inmerso en ella sin que interviniesen ni su
voluntad ni su conciencia. Pero la envidia cobra carta de naturaleza
cuando se identifica con ella: ―Debo reconocerlo‖. Su mente se ha
iluminado en un ¡eureka, era eso!, en la convicción que surge al cobrar
forma algo que permanecía en una nebulosa indiferenciada. ―Nunca
conocí la envidia‖, reflexiona, ―pero ahora sí‖. Ahora ocupa
rotundamente un lugar definido, consistente, entre los roles que le ofrece
la tribu. Es entonces cuando se apropia su envidia, cuando culmina su
construcción y se dispone a actuar en consecuencia.

69
En tanto que hecho social y compartido, el contexto condiciona
todos los aspectos de la construcción de la envidia: qué se envidia,
cuándo, a quién y por supuesto cómo. Al hablar de contexto nos referimos
a la sociedad a la que pertenece el individuo (con sus valores, preferencias,
normas…, resultado de una evolución histórica) y al lugar que ocupa en
ella (su clase social, su grupo de referencia, los roles en los que suele
desenvolverse…). Todos estos elementos no solo influyen en la envidia
como en cualquier vivencia humana, sino que son las piezas con las que
es construida, y además afectándose continuamente unas a otras,
articulándose en un todo dinámico y complejo.
No podríamos comprender cabalmente la angustia de Salieri si no
tuviéramos en cuenta que él y Mozart vivieron en el corazón de la Europa
del siglo XVIII, en una Viena señorial y burguesa que era sede de la corte
del emperador. Allí y entonces, la protección del arte en general y en
concreto de la música era una señal de grandeza y un elemento de
prestigio por el que competían los poderosos, a la sombra de cuyo
mecenazgo estaban obligados a vivir los artistas si querían ganar fama y
riqueza. Antonio Salieri —el verdadero, en el que se basa el personaje de
Pushkin— ocupó en la corte imperial los destacados cargos de compositor
oficial y maestro de capilla. Todo eso es lo que está en juego ante la
irrupción de Mozart. Salieri —el personaje— es un producto genuino de
su tiempo, también en su envidia atormentada.

Nos encontramos, por tanto, con que la envidia —como cualquier


otra vivencia humana— es un universo en sí misma, una amalgama en la
que confluyen la personalidad del individuo, su sociedad, su cultura y su
tiempo. Lo que llamamos envidia no es en realidad un mero sentimiento,
sino un complejo de afectos, cogniciones, actitudes, metas y actos, un
verdadero artefacto psicológico y social que cumple diversas funciones en
los dos ámbitos. Parece oportuno hablar de esa complejidad articulada
con el término de sistema, tal como es definido por Ludwig von
Bertalanffy: los sistemas son conjuntos de elementos en interacción,
conjuntos dotados de organización en los cuales el todo es más que la
simple suma de las partes, porque ―el sistema se conduce como un todo, y
los cambios en cada elemento dependen de todos los demás‖143.
La teoría de sistemas es un paradigma científico muy fecundo que se
mantiene en segundo plano pero revolotea sin cesar en la tarea teórica de
muchas disciplinas. Bertalanffy expone cómo la ciencia ha ido

70
descubriendo sistemas isomórficos (con estructuras equivalentes) en
campos muy diversos, desde la física hasta la economía, la sociología y
por supuesto en la psicología. ―En última instancia, estructura (orden de
partes) y función (orden de procesos) pudieran ser la mismísima cosa"144.
Los sistemas se caracterizan por la organización, y se autorregulan en
dirección a una meta.
Frente a la imagen del hombre-robot que responde mecánicamente a
determinados estímulos, predominante durante mucho tiempo en la
psicología académica, Bertalanffy defiende la perspectiva del hombre
como sistema activo. ―El hombre no es un receptor pasivo de estímulos
que le llegan del mundo externo, sino que, en un sentido muy concreto,
crea su universo‖145. El universo creado por el hombre es de naturaleza
simbólica, es lo que llamamos cultura, algo que trasciende con mucho la
simplificación mecanicista del esquema estímulo-respuesta. Por otra parte,
ya discutíamos que los procesos psicológicos humanos no son de tipo
homeostático, no se dirigen a restaurar determinados estados óptimos,
sino que más bien tienden al ―mantenimiento de desequilibrios‖,
oscilando entre la tensión y la distensión. El comportamiento humano se
caracteriza por el juego y la creatividad, por la emoción y la
contradicción, y por eso no puede ser explicado —ni pronosticado—
completamente por ningún principio racional.
Cualquier interacción humana, desde la compra de un producto
hasta la competición por un premio, desde una pareja que se enamora a
dos niños que se pelean, podría ser considerada como un microsistema:
conjuntos binarios (o ternarios, si se cuenta con el objeto al que se
refieren, o aun más complejos si se incluye al público) organizados en los
que los procesos se articulan con respecto a un elemento central, a
menudo de tipo simbólico, que los define. En los ejemplos anteriores,
respectivamente, el elemento central podría ser el intercambio, el torneo
en que se compite, la mutua atracción o la agresividad. A su vez, estos
sistemas están integrados en sistemas más amplios junto a otros
microsistemas con los que interactúan. Bertalanffy ya menciona la
inclusión de sistemas en otros de nivel superior. En el caso de los
fenómenos sociales resulta evidente que cada pequeño fenómeno está
integrado en un contexto más amplio que lo condiciona, y que también se
articula en niveles progresivamente más inclusivos hasta alcanzar el
conjunto de una sociedad o una cultura y, en el actual mundo
globalizado, la humanidad entera.

71
La interacción envidiosa también puede ser entendida como un
microsistema. Su complejidad interactiva, sujeta a una variabilidad
constante, influiría en la sensación de que experimentamos diversas
envidias, por ejemplo la ya discutida dicotomía entre envidia ―benigna‖ y
envidia ―maliciosa‖. Puedo sentir envidia y a la vez admiración o
inseguridad, y esa envidia parecerá ―envidia benigna‖; en cambio, en otra
ocasión a la envidia pueden acompañarle temor, rabia, aversión,
amenaza..., y entonces percibiré el conjunto como ―envidia destructiva‖.
Es en su construcción social donde se evidencia con mayor claridad
el carácter sistémico de la envidia. Lo señalan explícitamente Parrott y
Rodríguez-Mosquera: ―La envidia tiene lugar dentro de un sistema social,
dentro de una díada por lo menos y, potencialmente, dentro de un grupo
social más amplio. La envidia en una de las partes, incluso la mera
posibilidad de que una persona pueda llegar a ser envidiosa, altera el
sistema‖146. Cada persona está construyendo una y otra vez su ensamblaje
social, en función de su personalidad, su contexto y sus vivencias. Lo que
llamamos envidia sería un proceso que se desencadena cuando se ha
rebasado el umbral que para el individuo marca el límite de la asimetría
tolerable. ―Habiendo pasado un estado crítico, el sistema emprende un
nuevo modo de comportamiento‖147, dirigido en nuestro caso a restablecer
el valor dañado, si bien nunca se tratará de un regreso, sino de la creación
de un estado nuevo, inevitablemente distinto del anterior. Desde que la
aparición de Mozart trastoca el universo vital de Salieri, ninguna acción
de este podrá ya hacerle recuperar aquel paraíso perdido que evoca con
nostalgia. Y ninguna menos, desde luego, que la que escoge finalmente, el
asesinato de su rival.
Tampoco nuestras humildes envidias cotidianas, aunque no resulten
apropiadas como material de literatura, tienen por objeto la tarea
imposible de restaurar los que éramos antes de ellas. En realidad, su
función es transformarnos para poder afrontar adaptativamente un cambio
en las condiciones del juego, una nueva disposición de las piezas en el
tablero. Alguien nos está ganando y preferiríamos ser nosotros los
ganadores. La situación ha cambiado y nosotros tenemos que cambiar
para hacer frente al desafío. La envidia, en contra de las acusaciones de
sus enemigos moralistas, no es conservadora, sino creativa; egoístamente
creativa.

72
10. El gran teatro del mundo
¡Venid, mortales, venid / y adornaros cada uno / para que representéis /
en el teatro del mundo! Pedro Calderón de la Barca148

El teatro es un buen símil del sistema social, tal vez porque lo imita.
La vida está trenzada de situaciones, de escenas. La vida es una secuencia.
Hasta aquí no hay nada de extraordinario, ni siquiera nada que diferencie
al ser humano de cualquier animal. Pero las escenas humanas tienen al
menos dos características que las hacen singulares. En primer lugar, son
significativas, cuentan con una semántica, lo cual las convierte en
episodios. En segundo lugar, buena parte de esta semántica está fijada
socialmente; de ahí que los asuntos, los argumentos y los roles resulten en
buena parte estereotipados.
Casi todos nuestros actos siguen un guion, desarrollan un drama —o
una comedia— socialmente estipulado. Hay que considerar siempre los
comportamientos dentro de un contexto ritualizado, repleto de
significados compartidos; hay que contemplar al hombre en interacción,
como un ente dinámico dentro de unas estructuras dinámicas de relación.
Cada acto humano es una relación, y eso significa, sobre todo, que
implica siempre mucho más que el individuo. Cuando actúa, el individuo
no es un sujeto: es un actor.
Las líneas generales del libreto se nos proporcionan escritas por
nuestra cultura. Cada escenario tiene aparejados un argumento (un
―relato‖) y unos papeles, y nuestro margen de maniobra, una vez
establecidos uno y otros, es relativamente limitado. Sin embargo, existe, y,
como señaló el gran teórico de la dramaturgia social Erving Goffman149,
eso es precisamente lo que hace la vida humana entre los otros tan
rabiosamente enmarañada… e interesante. En este capítulo vamos a
exponer el concepto dramatúrgico de la vida social humana, ya que nos
aportará significativos elementos para profundizar en el carácter
interactivo de la envidia.

73
La metáfora de la vida como un escenario y los individuos como
actores se remonta quizá hasta el propio origen del teatro en Grecia; no
debe ser casual, como señala R. Park, que la palabra persona, que en el
teatro griego designaba las máscaras de los actores, haya acabado
refiriéndose a los seres humanos: ―es un reconocimiento del hecho de que,
más o menos conscientemente, siempre y por doquier, cada uno de
nosotros desempeña un rol... Es en estos roles donde nos conocemos
mutuamente; es en estos roles donde nos conocemos a nosotros mismos…
En cierto sentido, y en la medida en que esta máscara representa el
concepto que nos hemos formado de nosotros mismos —el rol de acuerdo
con el cual nos esforzamos por vivir—, esta máscara es nuestro ‗sí mismo‘
más verdadero, el yo que quisiéramos ser… Venimos al mundo como
individuos, logramos un carácter y llegamos a ser personas.‖150 El mérito
de Goffman fue utilizar esa imagen teatral para describir la complejidad
de las relaciones humanas, siguiendo la tradición de la teoría del rol y,
más en concreto, del interaccionismo social.
Estas corrientes teóricas se gestan desde comienzos del siglo XX en
aportaciones procedentes tanto de la sociología como de la psicología. En
general, utilizan el concepto de estatus en un sentido más amplio del que
proponíamos más arriba al referirnos al valor, aludiendo a la posición —
no solo jerárquica, pero también— que ocupa la persona en los distintos
ámbitos sociales en que se desenvuelve, ubicación que condiciona sus
relaciones y en general sus conductas151. En el ámbito familiar, una
persona ocupa el estatus de padre; en el ámbito laboral, de empleado; en
su grupo de amigos, de líder. Se postula así la complejidad de los papeles
que un individuo puede jugar en función de sus diversos ámbitos, papeles
que se diferencian unos de otros pero que a la vez se articulan entre sí en
un sistema, el sí mismo o yo, que constituye el sustrato de la identidad.
El concepto de sí mismo o autoconcepto resulta central en esta línea
teórica. William James ya señaló esta capacidad humana de disociación
interna entre el conocedor (―yo‖) y lo conocido (―mí‖). Charles Cooley
contribuyó con su noción del sí mismo espejo, enfatizando el peso de lo que
creemos que los demás piensan de nosotros en nuestro concepto de
nosotros mismos. George Mead profundizaría en esta idea de
construcción social del sí mismo, que considera fruto de la experiencia y la
acción sociales, a través de actividades simbólicas entre las que destacan el
juego y el lenguaje. En el juego, por ejemplo, el niño explora las actitudes
de los otros hacia él, y utiliza esos elementos para ir perfilando la imagen

74
de sí. ―El individuo se experimenta a sí mismo como tal, no directa sino
indirectamente, desde los puntos de vista particulares de otros individuos
miembros del mismo grupo, o desde el punto de vista generalizado del
grupo social al que pertenece‖152. Robert Merton enriqueció estos
principios desarrollando el concepto de individuo o grupo de referencia: cada
uno de nosotros ―trata de aproximarse al comportamiento y valores de ese
individuo en sus diversos roles‖153. Encontramos vivos ecos de estas
nociones, salvando las distancias, en la idea de Girard de deseo mimético
centrada en un mediador, y sin duda en la teoría de la comparación social
de Festinger.
Al ser atribuidos socialmente, los roles conllevan un conjunto de
prescripciones y normativas sobre lo que se espera que cada cual haga y
no haga en función de su rol. El rol equivaldría, pues, a un nicho en el
orden relacional establecido dentro de una determinada cultura, desde el
cual la persona realiza unos determinados desempeños y espera ser objeto
de otros según los roles de aquellos con los que se relaciona. Por poner un
ejemplo simple, del rol de padre se espera amor, protección,
responsabilidad; y a cambio el padre espera ser querido, respetado y hasta
excusado en otros desempeños. Cada grupo social dispone de mecanismos
de presión (recompensas y sanciones) con los que motiva a sus integrantes
a cumplir con los roles que se les atribuyen. En definitiva, la mayor parte
de lo que somos y hacemos al relacionarnos con los otros está prefijado
por estos guiones en los que nos hemos ido —y sobre todo se nos ha ido—
situando.
El individuo puede experimentar conflictos entre sus diversos roles154.
La mayoría de nosotros nos hemos acostumbrado a aislar nuestros roles,
ciñéndolos al ámbito que les corresponde y procurando que unos no
interfieran con otros. El severo directivo de empresa puede ser a la vez el
amable y divertido compañero en su grupo de amigos: le basta trasladarse
de contexto para cambiar su postura, su expresión, su actitud. Sin
embargo, esta disgregación de identidad resulta a veces difícil de sostener,
sobre todo cuando afecta a aspectos centrales del yo, como valores o
creencias, o cuando distintos roles se superponen en el tiempo y el
contexto. Por otra parte, ―una persona es un todo integrado y coherente y
no meramente una suma de un conjunto de roles departamentalizados‖155.
La persona puede entonces sentirse acorralada por unas contradicciones
que le resultan conflictivas. La teoría de la disonancia cognitiva de
Festinger, por ejemplo, recoge esta necesidad humana de congruencia.
Merton, por su parte, hizo una importante contribución al efecto que
75
pueden tener los conflictos entre individuo y contexto. Según él, una
cultura estructuralmente estable debería mostrar una integración
razonable entre las metas propuestas y los medios legítimos para
alcanzarlas; de lo contrario, esa cultura se encontraría en un estado
disfuncional que el autor denomina anomia, y que dará lugar a
comportamientos de retraimiento y rebelión.
Roles y personalidad se influyen mutuamente. Nuestra personalidad
puede predisponernos a determinados roles, y a la vez el ejercicio de los
roles puede infiltrarse en rasgos de la personalidad. En este intercambio se
perfila, de nuevo, la posibilidad de conflictos internos, si roles y
personalidad presentan elementos incongruentes.

La principal aportación de estos teóricos del interaccionismo simbólico


con respecto a vivencias humanas como la envidia es habernos revelado
hasta qué punto experiencias que a primera vista nos parecen puramente
íntimas y personales son gestadas y desarrolladas desde los otros y entre
los otros, por lo que resulta imposible comprenderlas sin contextualizarlas.
Como expresa el sociólogo Herbert Blumer de modo sintético, ―el ser
humano orienta sus actos hacia las cosas en función de lo que estas
significan para él… El significado de estas cosas se deriva de o surge como
consecuencia de la interacción social‖156. Pero, aunque los significados
sean construidos socialmente, el agente de esa construcción sigue siendo
el individuo, que crea y recrea los significados en cada interacción: ―los
significados se manipulan o modifican mediante un proceso interpretativo
desarrollado por la persona al enfrentarse con las cosas‖.
Salieri no inventa ni el concepto de envidia ni el guion
correspondiente, pero al cobrar conciencia de ellos en sí mismo se
incorpora como actor en una interacción en la que a él le corresponde el
papel de envidioso. Desacreditado abruptamente su rol de músico
prestigioso, se presiente un impostor, y para conjurar ese desgarro interno
lo vuelve contra el otro, inviste a Mozart como enemigo y le declara una
guerra que escenifica exteriormente esa otra pugna paralela que sostiene
contra sí mismo.

Nadie como Goffman ha retratado las sinuosidades del gran teatro de


la vida humana, esa función cotidiana en la que a cada paso nos lo
jugamos todo. Cada persona recibe el papel establecido socialmente, pero
puede manipular con habilidad el modo como se presenta ante los demás,
―la ‗imagen‘ que uno proyecta y otros llegan a aceptar‖157. De ahí que
76
Goffman centre su esfuerzo en identificar las estrategias de presentación y
las variables que las afectan.
A través de lo que el autor llama performance, palabra traducida como
actuación o desempeño, el individuo o actor procura influir en los demás, y
sobre todo en la imagen que tienen de él. Buena parte de los desempeños
se basan en rutinas, pautas preestablecidas de acción en función de un rol
determinado, y se muestran como fachadas según las expectativas de los
demás. Un cierto modo de vestir, de hablar, de comportarse, nos informa
inmediatamente de cuál es el estatus de la persona que tenemos delante —
un médico, una profesora, un vendedor—, y también de cuáles son sus
pretensiones de interacción —nos quiere ayudar o controlar, desea
caernos bien o proponernos un negocio…—.
Así, en nuestra ―presentación‖ ante los demás, consciente o
inconscientemente, todos desplegamos una sofisticada dramaturgia con
objeto de que el tipo de interacción y nuestro rol en ella redunden en
nuestro propio beneficio. Y puesto que, al encontrarnos, todos estamos
haciendo lo mismo, las interacciones se convierten en un pulso de
estrategias para desentrañar las verdaderas intenciones ocultas tras las
aparentes, para influirnos y ser influidos mutuamente según la dirección
que a cada cual le conviene. Debido a nuestra naturaleza social, los seres
humanos hemos necesitado convertirnos en expertos ―lectores‖ de los
rasgos (expresiones, gestos…) que puedan servirnos como indicios de lo
que piensan y sienten los demás. Por eso, los detalles no controlados, los
momentos en que algo se escapa al actor, son casi siempre más
informativos que las interpretaciones impecables. Es más: el buen actor
procurará manejar con habilidad incluso sus actos aparentemente no
controlados, de modo que transmitan información favorable ante los
demás. Una indiscreción fortuita, por ejemplo, puede ser aprovechada
como garantía de espontaneidad, o de sinceridad, o de confianza…
Los individuos cooperan a menudo en la ejecución de las rutinas,
formando equipos, que se articulan en torno a determinadas interacciones.
Un equipo sería, por ejemplo, el conjunto de empleados de un restaurante.
Todos los equipos realizan su desempeño ante los demás en la región del
frente —el salón de comensales—, pero necesitan disponer de una región del
fondo, a la que el público no tiene acceso —la cocina y todas esas
dependencias enigmáticas en cuyas puertas pone ―Privado‖—.
El público, la audiencia, es otro elemento clave en la escenografía
social. Toda representación va dirigida a unos espectadores, y se

77
construye también en función de ellos: de sus expectativas, de sus
necesidades, de sus propios roles. Puesto que el objetivo es ganar de la
audiencia una predisposición apropiada a los fines perseguidos por el
actor, este reconducirá continuamente su desempeño para que resulte
adecuado a su público. No actuamos del mismo modo ante nuestros hijos,
ante los compañeros de trabajo o ante un tribunal de oposiciones.
Realizar un desempeño conveniente y adecuado da mucho trabajo al
actor ante la audiencia. Pero, lo que resulta menos obvio, también ante sí
mismo, dado que el individuo compone su identidad a partir de sus
desempeños y de las expectativas de los demás.

La principal virtud del modelo escenográfico para nuestro trabajo es


lo elegantemente que encaja en él un concepto interaccionista de la
envidia. En lugar de limitarnos a ver en ella una emoción íntima de una
persona frente a determinados sucesos de su entorno, podemos concebirla
como una manera de ensamblarse en ese entorno y de desenvolverse en él.
El modelo escenográfico nos permite enfatizar el carácter social y
simbólico de la envidia, y describir sus elementos desde un enfoque
estructural, es decir, como artefactos culturales que preceden al sujeto —
aunque él cuente con su propio estilo a la hora de desarrollarlos— y que la
sociedad le proporciona en forma de opciones de encuentro y relación con
otras personas.
Las relaciones humanas de tú a tú, vistas desde el enfoque
escenográfico, se nos aparecen al mismo tiempo como tremendamente
complejas e increíblemente simples. Si nuestras interacciones son
representaciones, el éxito consistirá en manejar con habilidad la colección
de herramientas que nos ofrece la cultura de modo que permitan alcanzar
el fin perseguido. Si estamos inmersos en una continua interpretación, las
relaciones se convierten en un juego de espejos infinitos que nos
devuelven imágenes de la verdad —la nuestra y la de los otros— por
detrás de la impostura, y viceversa. Tenemos que ser buenos actores, pero
también buenos descifradores de las sutilezas de la interpretación de los
demás. Como dice Goffman, ―paradójicamente, cuanto más se interesa el
individuo por la realidad que no es accesible a la percepción, tanto más
deberá concentrar su atención en las apariencias‖158. En realidad, verdad e
impostura se imbrican de tal modo que cuesta distinguir una de otra,
incluso para el propio sujeto, y en nuestros escenarios mentales la función
continúa.

78
11. Escenografía de la envidia
Seremos, yo el autor, en un instante, / tú el teatro, y el hombre el recitante.
Pedro Calderón de la Barca.159

Si, como ya había sugerido Calderón, podemos concebir la vida en


forma de teatro, obras dramáticas como Mozart y Salieri constituyen
pequeños observatorios privilegiados de las estructuras y las dinámicas
que las personas ponen en juego en su permanente representación. Las
buenas obras de arte, aunque busquen el efecto mediante la exageración o
incluso rayen lo grotesco, se moldean siempre con la materia prima de la
realidad; a cambio, como sabemos, la realidad imita al arte.
El individuo siente envidia, pero ―ser‖ envidioso es más que sentir
envidia: es quedar emplazado, en cierto modo atrapado, en una
determinada dramaturgia, ocupar un lugar concreto en ella y actuarlo
según las opciones de papeles correspondientes. En cierto modo, somos
envidiosos antes de sentir envidia. Porque la envidia no es una mera
reacción a un contexto, o una mera respuesta a un estímulo: es una
verdadera creadora de realidad, en tanto le confiere significado a una
determinada estructura. El envidioso no solo ―reacciona‖ frente al
envidiado: se sitúa con respecto a él, establece un vínculo, una puesta en
escena. La envidia es una relación, es relativa.
La preeminencia del rol sobre el individuo se aprecia con especial
claridad en las situaciones que implican relaciones de poder. Una persona
que habitualmente se muestra activa, inteligente y decidida, puede verse
literalmente anulada en presencia de alguien que se apropia
impetuosamente ese lugar, relegada a un papel pasivo porque el rango de
la iniciativa fue ocupado por otro. El tímido del baile ve desvanecerse sus
oportunidades cuando irrumpe el gallito pintiparado. Las relaciones
humanas están constantemente marcadas por este reparto, espontáneo o
reñido, de papeles en función del poder, del interés o de la oportunidad.
Se podría especular, por tanto, que el envidioso se encuentra su papel
preparado en la relación de poderes, valores o categorías en la que se ve

79
sumido frente al envidiado. Cuando un actor acapara el valor social,
resulta creíble que el vecino sienta disminuido el propio, por una mera
distribución de fuerzas relativas. Del mismo modo que en una familia ―la
oveja negra‖ es el hijo al que se le reserva ese papel, tal vez por el hecho
de que otro hermano ha sido asimilado al papel de ―bueno‖ (proceso que
puede distinguirse palpablemente en cualquier grupo humano, por
ejemplo en un grupo escolar), el envidioso se ve constreñido a ser
envidioso, dada la correlación de fuerzas y valores en la que se encuentra
inmerso. Si Dios hubiese mostrado algo más de mano izquierda,
manifestándose, como haría un buen padre, tan complacido con las
ofrendas de Caín como con las de Abel, tal vez les hubiese ido mejor a los
dos.

La envidia no cuenta con un medio rigurosamente propio, pero sí


con unos contextos que aumentan su probabilidad. Puede esperarse
envidia, como veremos con más detalle, en cualquier lugar en el que haya
bastante proximidad psicológica entre las personas, donde los individuos
se parezcan o compartan cosas, y donde estén en juego jerarquías,
prestigio, prebendas, posesiones y otras señales de valor; todos ellos son
ingredientes de lo que podríamos llamar un escenario de rivalidad. Así, en
nuestra sociedad encontramos algunos ámbitos que cumplen estas
características y que han sido reconocidos por los estudiosos como
entornos abonados para la envidia, por ejemplo la familia y el lugar de
trabajo.
El escenario está directamente relacionado con la narrativa de la
envidia. Es una historia que, culmine o no sus metas, va de la frustración
al sueño de empoderamiento, del desposeimiento a la aspiración, de la
desventaja a la esperanza. El envidioso se siente un rebelde ―con causa‖,
que lucha por recuperar algo que le arrebataron, pero, a la vez, se sabe
censurado y condenado por los demás. Los relatos de envidia están
poblados de personajes criminales: asesinos, ladrones, proscritos,
traidores, todos ellos a menudo perseguidos y ajusticiados —siquiera por
el destino o por la conciencia—, por lo que transmiten un cierto aroma a
chivo expiatorio. El guion del envidioso no es más destructivo que
potencialmente autodestructivo. ―El envidioso es más desdichado que
malo‖, arguye Fernando Savater160.
Hablando de chivos expiatorios, este peligro de acoso lo comparten
por igual envidioso y envidiado, ya que los dos son, cada uno a su
manera, transgresores de la norma; los dos se destacan demasiado sobre el
80
fondo de las multitudes anónimas. En Billy Budd, marinero, ambos se nos
aparecen como seres excepcionales y por ello arrinconados: el apuesto y
bueno de Billy, al que sarcásticamente apodan ―Belleza‖, y el siniestro
maestro de armas Claggart, ―Patas de carnero‖. Sus roles, tan opuestos,
parecen pergeñados por el conjunto de los tripulantes para una inevitable
colisión, y están a la vez dotados de tal intensidad que acabarán por
convertirlos a ambos, de un modo no menos fatal, en víctimas, chivos
expiatorios de las tensiones a bordo del barco. Girard rastrea en los mitos
esta tendencia atávica de los grupos humanos a la persecución y el
linchamiento de determinados individuos, que suelen desmarcarse del
resto por rasgos singulares. ―En el límite —plantea Girard—, todas las
cualidades extremas atraen, de vez en cuando, las iras colectivas.‖161 De
más está insistir en el papel que puede jugar la envidia a la hora de señalar
posibles víctimas.
Las escenas o sucesivos desempeños se articulan unas con otras
formando estructuras más amplias, que a su vez las definen y
condicionan. La envidia se ciñe a ese guion más amplio que establece
nuestro modo de situarnos en determinadas interacciones humanas. El
actor de la envidia está interpretando una escena dentro de una gran obra
marcada por su modo de situarse ante la carencia, ante la ventaja ajena,
ante sí mismo (según su autoconcepto y su autoestima). Por eso, cabe
esperar que la actitud ante un diferencial de valor desfavorable sea
complementaria del modo de manejar un diferencial favorable: el orgullo
que se siente al destacar debería ser proporcional a la humillación ante
una desventaja. Cuanto más celebre un éxito el envidioso, más le dolerán
los fracasos, porque ambos extremos están dotados de la misma
significación. El tipo de interacción es equivalente, solo que desde lugares
—papeles, roles— divergentes. Si Salieri está tan turbadamente dolido por
el genio de Mozart es porque antes celebraba presuntuosamente que ese
genio le perteneciera a él; ahora, en cambio, se ve a sí mismo en el lugar
que antes despreciaba desde su pedestal.

Siguiendo la terminología de Goffman, Salieri juega en realidad dos


roles superpuestos, que se corresponden con su lugar en dos interacciones
paralelas. Por un lado, la interacción explícita con Mozart es la de una
relación de amistad, y en ella el rol aparente de Salieri se ciñe a los
desempeños propios de un amigo: charlan, intercambian confidencias y
consejos, beben vino; Salieri escucha los últimos compases que ha
compuesto Mozart y le expresa su admiración. Oculta bajo esta
81
interacción, a los ojos del italiano —y a los nuestros— se está
desarrollando otra de signo opuesto: una interacción de rivalidad en la que
Salieri ha asumido el rol de envidioso y, actuando en consecuencia, trama
y ejecuta el plan de envenenar a su rival. En la primera interacción, el
desempeño va dirigido a un público muy concreto: Mozart, a quien hay
que seguir convenciendo de la amistad. ¿A quién dirige Salieri el
desempeño oculto? Sin duda a sí mismo, a la parte de sí mismo que le
otorga el valor y le reclama su defensa. Pero también a nosotros, los
espectadores, es decir, a la sociedad, o a la vida —personificada en Dios,
su más alto administrador—, ante la cual Salieri puede permitirse actuar
como un criminal, pero no como un mediocre. El desempeño de la
envidia, aun manteniéndose agazapado en las sombras del disimulo, al
final resulta que cuenta con su propio público: ese tercero que observa y
juzga, ese ―gran Otro‖, como lo llamaba Lacan; una audiencia que,
mediante su veredicto, tiene el poder de conceder o retirar el valor. Isabel
Sanfeliu lo expresa con acertada concisión: ―La envidia nunca es cosa de
dos‖162.

Los esfuerzos del envidioso para mantener oculta su actitud tendrán


que ser mayores en situaciones socialmente consideradas como propicias
a la envidia, puesto que en ellas los otros se hallarán más prevenidos ante
indicios de su presencia. En cualquier interacción competitiva, siempre
que alguien destaque sobre los que le rodean, el triunfador y el público
esperarán vislumbrar señales (gestos, expresiones, palabras…) que escapen
al control de probables envidiosos163; la tradición ha convertido algunas de
ellas en símbolos arquetípicos: la mirada candente, la expresión ladina, la
piel oscurecida por el sofoco que ha llevado a asociarla con el color
ceniciento ("lívido" de envidia) o verde. Voltaire ridiculizó a Descartes por
imaginar la envidia consecuencia de cierta bilis negra producida por el
bazo, que sería responsable de la lividez del rostro. ―Pero como en el bazo
no se forma ninguna clase de bilis —concluye el mordaz ilustrado—, al
hablar Descartes de ese modo no merece que envidiemos su física.‖164
El envidioso, para no ser descubierto, tendrá que echar mano de un
repertorio de estrategias de disimulo: escabullirse para que nadie pueda
ver su reacción, cambiar de tema, insistir en que comparte la satisfacción
por el beneficio del otro (―¡Cómo me alegro de que te hayan subido el
sueldo!‖, ―Te felicito por haber ganado el concurso, te lo mereces‖),
utilizar elogios para reafirmar su buena voluntad (―Siempre he dicho que

82
tú vales mucho‖), o confesar su envidia dándole apariencia benigna (―Te
envidio, me gustaría ser capaz de organizarme tan bien como tú‖).
Todas estas estrategias tienen su contrapartida en el esfuerzo del
exitoso por dilucidar hasta qué punto los mensajes de su prójimo son
sinceros; no se trata tanto de efectuar un juicio moral, de decidir si el otro
es bueno o malo, como de esclarecer si merece confianza o conviene
prevenirse frente a él. Silver y Sabini, ya lo reseñamos, estiman probable la
atribución de envidia a alguien que haga demasiados aspavientos de
reafirmación personal, especialmente si los hace a costa de devaluar a
otro165. El antropólogo George Foster señala que muchas sociedades,
sobre todo campesinas, desconfían del halago, y ven en él una
probabilidad considerable de envidia166. Menciona una generosa colección
de ejemplos documentados: en Tzintzuntzan (México), los
comportamientos corteses suelen evitarse debido a que provocan
suspicacia; en la Grecia rural se manifiesta una prevención abierta ante
cualquier alabanza; en pueblos de Italia se responde a los cumplidos
negando cualquier mérito, y en Filipinas se insiste en que cualquier logro
ha sido solo cuestión de suerte; en algunos países árabes una madre
negará que su hijo sea atractivo o saludable. Foster nos recuerda que
también en la sociedad occidental los halagos son recibidos con
prevención, ya que, al insinuar el deseo de posesión por parte del
adulador, expresan una velada posibilidad de agresión; razón suficiente
para que la mayoría solamos responder a la alabanza quitándole
importancia o negando el mérito. En Abel Sánchez, Unamuno hace decir al
cínico Felipe Cuadrado: ―¿Contra quién va ese elogio?‖167
La clandestinidad le sirve al envidioso, por consiguiente, para reducir
al máximo las pérdidas sociales y los conflictos internos que pueda
causarle el hecho de envidiar. Otro recurso habitual frente a estos últimos
es convencerse de la injusticia del perjuicio recibido, de la mala intención
o el poco merecimiento del envidiado con respecto a su beneficio. Justificar
la envidia es una racionalización que alivia la disonancia interna del
individuo, presentándola ante sí mismo como una reacción razonable.
Salieri promete que jamás había envidiado a nadie antes de que Mozart le
hiciera sentirse humillado por Dios o el destino.

Como ya hemos apuntado, el argumento de la injusticia puede serle


útil al envidioso, además, para ganar la aquiescencia de otros. El
envidioso suele acudir a un público de confidentes y cómplices con los que
puede llegar a formar lo que Goffman llama un ―equipo‖. La envidia es
83
proselitista, suele anhelar la complicidad y aprovecharla para lo que
Alberoni llama el ―trabajo de envidia‖168, una conspiración contra el
envidiado —el rival, el enemigo— que vaya erosionando lentamente el
suelo bajo sus pies. La obra de Pushkin es demasiado condensada para
recoger este detalle, pero sí podemos verlo en Amadeus: aquí, Salieri utiliza
hábilmente diversos recursos para desprestigiar a Mozart a ojos de los
demás —por ejemplo, del emperador—, y para lograrlo fomenta la
complicidad de otros personajes influyentes de la corte. El conde Orsini-
Rosemberg, director de la Ópera del emperador, rezonga en un momento
dado: ―Mozart es un joven que trata de impresionar por encima de su
talento.‖ Y, recordando las sorprendentes habilidades que el músico había
exhibido de niño por toda Europa, sentencia dirigiéndose a Salieri:
―Todos los prodigios son odiosos, ¿verdad, Compositor?‖ ―Con la edad se
hacen estériles‖, remata el italiano.169
Tradicionalmente se ha atribuido a la perversión o a la venganza ese
afán del envidioso por el desprestigio ajeno. El modelo escenográfico nos
permite entender mejor la verdadera ganancia de esta conducta, que
venimos sosteniendo en este ensayo: al desgastar el rol ventajoso del
envidiado, el envidioso ve su propio rol comparativamente rehabilitado.

84
12. El rol del envidiado
Causemos, pues, envidia hasta donde nos sea posible. Voltaire.170

Hemos hablado mucho del envidioso, pero, ¿qué entresijos tiene el


rol del envidiado? La vocación clandestina de la envidia hace que este,
como supuestamente le sucede a Mozart, desconozca muchas veces el
papel que le ha reservado el otro; podemos considerarlo un envidiado
ingenuo. No obstante, una mirada atenta puede hacernos sospechar que la
mayoría de los envidiados ―ingenuos‖ no son tan estrictamente ajenos a la
conciencia de sus efectos, y que a menudo, de modos más o menos sutiles,
no solo descubrimos que somos envidiados, sino que incluso, como
Voltaire, aspiramos a serlo.

Los principales criterios de valor son compartidos en una sociedad, y


por tanto el que se beneficia suele ser consciente tanto de su ocasional
ventaja como de los efectos que esta puede despertar en los demás. El que
se compra un coche nuevo sabe que gana una señal de estatus socialmente
valorada, y en muchas ocasiones la adquisición está motivada
directamente por esa pretensión. El acicalamiento personal (maquillaje,
ropa, perfumes, peinado, joyas...) es una práctica ancestral que obedece
siempre a una intención de resultar socialmente deseable, y por tanto nos
sirve para ratificar nuestro estatus a través de la imagen. Cuando uno se
presenta a un concurso busca abiertamente el reconocimiento de los
demás. Podríamos sugerir que la inmensa mayoría de las acciones que
conducen a ser envidiado guardan la intención, si no de serlo, al menos de
poder serlo: merecer envidia es una señal de estatus, y como tal muchas
veces es buscada activamente. No en vano una manera de elogiar algo es
calificarlo de ―envidiable‖. ―Envidia me tengan y no me compadezcan‖,
dice el refrán popular, y ―Tanto hace por tu fama quien te envidia como
quien te alaba‖. Y para La Rochefoucauld, ―Señal de mérito
extraordinario es ver que aquellos que más nos lo envidian se ven
obligados a alabarlo‖171.
85
En la Grecia antigua, donde sabemos de una profusa presencia de la
envidia, esta aparece asociada a la dignidad y el orgullo, como sentencia
Esquilo en Agamenón: ―El que no es envidiado no es digno de envidia‖; el
dramaturgo Epicarmo resulta si cabe más explícito: ―¿Quién no desearía
ser envidiado, amigos? Está claro que el hombre que no es envidiado, no
es nada‖; Píndaro, por su parte, coincidía en que ―constituye un destino
más noble ser envidiado que compadecido‖172. Mucho más tarde,
Schopenhauer reafirmaría este paralelismo entre lo envidiado y lo
deseable, aunque por el ángulo contrario, desde su pesimista opinión
sobre la condición humana: ―Nada hay verdaderamente digno de envidia,
¡y cuántos merecen lástima!‖173.
La envidia siempre se ha
entendido, y utilizado, como
señal de distinción. La publicidad
promueve el deseo de ser
envidiado. Desde el Renacimien-
to, cuando el artesano dejó de ser
anónimo y la fama en el arte se
convirtió en un importante valor
añadido, los artistas se esforzaron
por hacer pública ostentación de
ser objeto de envidia. Javier
Portús recoge numerosos ejem-
plos de nuestro Siglo de Oro. El
pintor Miguel March aparece
retratado en un pedestal, a cuyos
pies se enrosca una culebra; en la
parte superior del cuadro, un
cuarteto incluye los versos:
―…porque al correr sus pinceles /
Figura 6. Alegoría “El pintor diligente”, de
Francisco López. En Portús (2008).
saca a la Envidia colores‖. Un
grabado alegórico muestra un
pintor sentado sobre un plinto, en cuya base lo acosan monstruos y
alimañas, bajo un cartel que reza en latín: ―Se esforzarán en vano‖ (figura
6). En algunas de las obras de Lope de Vega aparecen grabados con
alusiones a la envidia (ver figura 7), y él mismo la hizo explícita en sus
textos, como en este significativo diálogo de La doncella Teodora:

Beliano: ¿Cómo ha de ser un gran sabio?


86
Teodor: Humilde.
Beliano: ¿Y un gran poeta?
Teodor: Envidiado de los otros.174

Para concluir este friso cultural,


baste aludir a las famosas rencillas,
no exentas de encarnizada envidia,
que enfrentaron a Lope, Cervantes,
Quevedo, Góngora y Ruiz de
Alarcón. ¡Demasiados genios
compartiendo época y ciudad!
En definitiva, podemos
conjeturar que el envidiado pocas
veces es completamente ajeno a su
efecto, y que, por tanto, suele haber
en él al menos algo de actuación, en
el sentido que Goffman le da al
término. Es curioso que la intención
de provocar envidia sea menos
reprobada socialmente que la envidia
resultante; eso nos dice mucho del
maniqueísmo, bastante hipócrita, de
nuestros códigos sociales: los Figura 7. Retrato anónimo de Lope de Vega
ganadores siempre tienen razón. en su libro La Arcadia. En Portús (2008).

En el otro extremo encontramos la motivación de procurar no causar


envidia, debido a las consecuencias perjudiciales que ello pueda reportar.
―La envidia es el adversario de los más afortunados‖175, avisa Epicteto, y
Leonardo da Vinci lamenta que ―En cuanto nace la virtud, nace contra
ella la envidia‖176.
Hablábamos de que el temor a la envidia está presente en casi todas
las culturas (sobre todo en las llamadas culturas de privación), que suelen
contar con recursos socialmente establecidos para desviar la mirada
envidiosa, y para apaciguar la mala intención177. Hay buenas razones para
ello, puesto que el envidioso no deja de ser un potencial enemigo, un
conspirador contra nuestra suerte. En comunidades de subsistencia, un
paisano que atraviesa un mal trance será inmediatamente considerado
candidato a envidioso (―A mala suerte, envidia fuerte‖, sentencia el refrán
entre nosotros), y en contrapartida cualquiera con muy buena situación
87
suscitará seguramente alianzas envidiosas en contra suya. De ahí que
convenga mantener las posesiones en torno a un promedio, que equivale a
una ―pobreza compartida‖: ―la envidia se agrava cuando cualquiera de las
dos situaciones se desarrolla: (1) alguna persona o familia se eleva muy
por encima de la media, o (2) alguna persona o familia queda muy por
debajo de la media‖, afirma J. Foster178. Es comprensible que en estos
ámbitos la posibilidad de ser foco de envidia suscite grandes temores, e
impulse a echar mano de medios para evitarla o apaciguarla.
Foster describe los principales. Las estrategias más utilizadas se
basan en el aislamiento y la ocultación. Entre los Siorono, el cazador
exitoso procura comer aparte de los demás; podríamos intuir una
reminiscencia de esta práctica en la tendencia generalizada a comer en la
intimidad, y el pudor que provoca ser visto comiendo si el otro no
comparte nuestro alimento. El aislamiento puede obtenerse también
mediante las cortinas en las ventanas, que ocultan convenientemente los
bienes de que se disfruta. Pero ya vimos que se dan versiones más
sofisticadas del disimulo: quitar importancia al bien adquirido, desviar la
atención del otro, devolverle el elogio… En diversas culturas se
menosprecia públicamente aquello que se teme que pueda ser objeto de
envidias: el hijo ha salido feo, el campo es un pedregal incultivable…
Frankel relata cómo un jefe de tribu en Ghana, asediado siempre por
familiares por el hecho de ser más pudiente, hizo construir una casa y la
dejó deliberadamente a medias para convencerles de que estaba
completamente arruinado179.
Ya señalábamos que también en nuestra propia sociedad,
pretendidamente avanzada, procuramos constantemente apaciguar la
mala predisposición ajena hacia nuestras ventajas: respondemos a los
elogios quitándonos mérito, agasajamos a nuestros familiares con
banquetes en bodas o nacimientos, y procuramos, ante los allegados,
quejarnos mucho más a menudo de nuestros gastos que hacer ostentación
de nuestros lujos. La mayoría solemos hacer caso del refrán: ―Si tu dicha
callaras, tu vecino no te envidiara‖.
Cuando la ocultación es inviable o insuficiente, el posible envidiado
procura ganar la buena predisposición de los demás mediante regalos o
invitaciones a compartir los recursos. En algunas comunidades el cazador
o pescador con éxito comparte lo obtenido hasta el punto de quedarse
prácticamente sin nada. Cuando la abundancia lo permite, puede
favorecerse la buena voluntad mediante fiestas y banquetes. Actualmente
aún se les dice a menudo a las visitas: ―Estás en tu casa‖. Esa misma
88
generosidad pacificadora se practica en la vieja costumbre de la propina.
En el extremo opuesto a la ocultación, una demostración abierta de las
posesiones puede convencer a los demás de que no hay nada más que lo
que se ve, previniendo posibles sospechas. La vieja costumbre de enseñar
el ajuar de la novia antes de la boda podría ser una aplicación de este
principio.

Muchas investigaciones, por obvias razones económicas, han


dedicado su atención a los procesos de envidia en el ámbito del trabajo.
Michelle Duffy y colaboradores mencionan el síndrome de la amapola alta,
que consiste en la tendencia a envidiar a todo aquel trabajador que
destaque entre sus iguales por desempeño, promoción, trato de favor de
los directivos, etc. El empleado que juegue el papel de ―amapola alta‖
tiene muchas probabilidades de enfrentarse con diversas actitudes
perjudiciales por parte de sus compañeros: menor propensión a la
colaboración, alejamiento, sabotaje, socavamiento del prestigio a través de
la murmuración… Podemos comprender que los integrantes de equipos
de trabajo cuenten con una intensa motivación para evitar una imagen
demasiado diferenciada de sus compañeros180.
Frente a estos desempeños, también el envidioso potencial atenderá
las señales que puedan revelar hasta qué punto el conciliador está siendo
sincero o se trata de una simple artimaña para distraerle. Cada interacción
tendrá su propia lógica y requerirá de sus propias tácticas, y los implicados
deberán decidir continuamente qué artefactos les resultan más
convenientes entre todos los que les ofrece su contexto social,
manejándolos con la mayor habilidad posible, en un toma y daca que
recuerda las fintas de un duelo de esgrima. ¿Quién ganará esta vez?

89
13. Hostilidad y conflicto
Entras en la pelea y no puedes salir, / estás flaco y sin fuerza y no puedes herir: /
ni la puedes vencer, ni puedes de ella huir. Arcipreste de Hita.181

La asociación entre envidia y hostilidad es clásica, y ha sido destacada


por la mayoría de los estudiosos. De hecho, se ha llegado a considerar la
discordia la principal característica de la envidia, hasta el punto de obviar
otras actitudes no menos propias de ella como la sumisión y la depresión.
Sin embargo, el principal descuido que se suele encontrar con respecto a la
dimensión hostil de la envidia ha sido recluirla en el individuo, señalando
sus aspectos cognitivos (pensamientos hostiles), emocionales (ira,
agresividad) y conductuales (actos de enfrentamiento con el rival o
realizados con la intención de perjudicarle), sin llegar en esta explicación
más allá de las motivaciones y las actuaciones personales. La noción de
conflicto nos permite sacar la envidia de su restricción al interior del
individuo, enmarcándola en un contexto interactivo.

La propia teoría sociológica del conflicto tendió durante mucho


tiempo a juzgarlo como una faceta humana indeseable que había que
evitar a toda costa, a la vez que restringía sus causas al ámbito individual.
Sin embargo, ―actualmente se considera que el conflicto es inevitable y no
necesariamente negativo; también se considera que las variables
individuales tienen un peso mucho menor que las situacionales y, en
cualquier caso, están mediatizadas por ellas… Lo que se busca es que el
conflicto se desarrolle de manera que se maximicen sus efectos
beneficiosos‖182.
¿Cuáles son los efectos beneficiosos del conflicto? Roberto
Domínguez y Silvia García señalan algunos de ellos: evita el
estancamiento, promueve el cambio personal y social, colabora en el
establecimiento de la identidad, favorece el aprendizaje de nuevos modos
de resolver los problemas…183 Por lo que respecta a la envidia, una mirada
exenta de prejuicios puede detectar fácilmente estos efectos, sobre todo en

90
su vertiente de envidia-deseo, donde son más explícitos. En ese caso, el
envidioso se ve estimulado a un esfuerzo por aproximarse a determinados
aspectos de su rival que considera valiosos, lo cual es para él un progreso.
En esa línea, el psicólogo Albert Bandura identificó la modalidad de
aprendizaje que llamó vicario, que se efectúa por mera observación e
imitación de otros184. Por otra parte, todo aprendizaje requiere una
motivación, y la emoción envidiosa no deja de ser un poderoso aliciente
para el cambio. De ahí que algunos teóricos asuman el carácter positivo
de la supuesta ―envidia benigna‖.
Pero también la llamada "envidia maliciosa" (lo que aquí preferíamos
llamar envidia-lucha), observada sin prejuicios, parece apuntar algunos
efectos benéficos para los individuos y los grupos. De entrada, como
vimos, le sirve al envidioso para defender, y eventualmente mejorar, su
estatus entre los demás, manteniendo paralelamente la integridad de su
autoconcepto. La envidia es una movilización de la persona para
preservar y promover su valor, psicológico y social, por lo que, como
todos los conflictos, siempre ofrece una oportunidad de evolución y de
aprendizaje. Por otro lado, cuando los bienes disponibles son escasos y
responden a una necesidad, no hay más remedio que rivalizar por ellos e
intentar apropiárselos.
La envidia de Salieri es comprensible y le impulsa a defender su
prestigio y su autoestima. Su problema es el carácter obsesivo y ofuscado
de su pasión, la incapacidad de traducir el conflicto en una actitud que le
favorezca. Salieri peca de exceso de fascinación, de fatalismo y de falta de
sentido práctico. En esto se revela como personaje romántico en estado
puro. En cuanto a Joaquín Monegro, la envidia le sirve de acicate para
convertirse en un buen médico e incluso escribir un tratado de medicina,
pero su obcecación neurótica le impide disfrutar de ello, porque no puede
hacer nada más que odiar: ―Y me sobrecogí de espanto al pensar en vivir
siempre para aborrecer siempre. Era el Infierno.‖185 Son el desafuero y la
ofuscación los que transforman la envidia en tortura.
Por fortuna, la mayoría de nosotros podemos aproximarnos a la
noción de conflicto de un modo menos sentimental y más pragmático que
los personajes de Pushkin y Unamuno. Sin embargo, estamos imbuidos de
otro exceso al que nos ha conducido el crudo mercantilismo: la
competitividad a ultranza, el impulso de superar a los demás a toda costa.
El afán de ganar nos convierte fácilmente en envidiosos compulsivos: el
hecho de que nuestra envidia sea instrumental, y no existencial como la de
Salieri y Monegro, no hace que nos resulte menos nociva o amenazante
91
que la suya. Debemos reconocer que a menudo tenemos en común con
ellos la falta de sentido del humor.

Domínguez y García destacan dos definiciones de conflicto en las


que podemos encuadrar sin dificultad la envidia186. Por una parte, según
Kenneth Thomas, el conflicto es ―un proceso que comienza cuando una
parte percibe que la otra afecta negativamente o está próxima a afectar
negativamente a algo que le concierne‖. Resulta interesante entenderlo
como un proceso, un fenómeno que sigue una determinada evolución en el
tiempo en función de unos factores; la envidia no se da de una vez, de un
modo acabado, sino que se desarrolla en diversas direcciones y casi nunca
se cierra del todo. Es un relato, como diría Michel Foucault, o una
narrativa, según las propuestas del antropólogo M. Carrithers, al referirse a
―esa capacidad de conocer no solo las relaciones inmediatas entre uno
mismo y otra persona, sino también las interacciones humanas
multidimensionales que se realizan a lo largo de un amplio período de
tiempo.‖187 Por lo que respecta a ese ―algo que nos concierne‖ del que
habla Thomas, afectado negativamente por el otro en el conflicto
envidioso, ya ha quedado claro que se trata en definitiva del valor social,
vinculado a la autoestima.
En segundo lugar, Domínguez y García resaltan la definición
propuesta por Evert Van de Vliert: hay conflicto cuando ―al menos una de
las partes siente que está siendo obstruida o irritada por la otra‖188.
Entender la ―irritación‖ como ―frustración‖ nos remite a la teoría de la
frustración-agresión de J. Dollard y N. Miller, matizada posteriormente
por L. Berkowitz, según la cual parece haber un vínculo consistente entre
ambos fenómenos, aunque no unívoco: la frustración puede conducir
también a actitudes de retraimiento e impotencia189. En su aplicación a la
envidia, vale la pena destacar dos aportaciones muy sugerentes de la
definición de Van de Vliert: por una parte, la posibilidad de que un
conflicto sea unilateral (como, en efecto, lo es a menudo la envidia), y por
otra el énfasis en considerar el sentimiento en lugar de la percepción o la
cognición, subrayando así el carácter a menudo irracional de la envidia.

Van de Vliert propone también una interesante explicación del


desarrollo de los conflictos. Básicamente, un conflicto puede tomar dos
caminos: si va a más (en intensidad, en polarización) plantea una escalada,
si va a menos tiende a la desescalada190. Cada comportamiento de los
actores puede redundar en una dirección o en otra. Desde el punto de
92
vista del envidioso, la primera opción supondría, básicamente, plantear un
enfrentamiento, sea de un modo directo o solapado; se puede esperar que
el elija esta opción cuando percibe en sí mismo recursos superiores o al
menos iguales a los del antagonista, es decir, cuando considera que
dispone de posibilidades de triunfar sobre el oponente con un mínimo de
riesgo.
En caso contrario, lo más probable es que opte por la desescalada,
que puede traducirse en tres opciones concretas: resignación (represión del
conflicto sin anularlo), enfrentamiento simbólico (interiorización del
conflicto, mediante procesos fantasiosos y mágicos) o bien renuncia
definitiva a su aspiración y por tanto a la rivalidad. La resignación suele ir
acompañada de un ánimo depresivo y resentido, y pone en peligro la
estabilidad interna del sujeto, amenazando a la integridad de su yo. El
enfrentamiento simbólico puede materializarse en sentimientos de ira y
odio, y expresarse mediante intentos más o menos encubiertas de debilitar
al oponente. La renuncia conlleva la disolución de la situación de
rivalidad y tal vez la elección de otros ámbitos de competencia más
favorables al sujeto.

La escalada envidiosa entraría también en la categoría de conflicto


destructivo —¡que se lo digan a Mozart!—: ―conflictos cuyos resultados solo
pueden ser evaluados como satisfactorios para alguna de las partes si esa
parte considera como criterio de satisfacción la pérdida que sufre la otra
parte aunque no obtenga bien alguno‖191. Ya vimos la solución a esta
aparente paradoja: en la envidia, la pérdida del otro es en sí misma un bien
para uno, puesto que, al no basarse en niveles absolutos sino
comparativos, restablece el estatus y el autoconcepto amenazados.
La forma más directa, más espontánea de materializarse ese objetivo
de provocar la pérdida en el otro es el ataque abierto, la lucha; hablaremos
de ella en el siguiente epígrafe. Sin embargo, es interesante comprobar que
esa meta puede propiciarse de un modo indirecto, incluso a través de la
actitud opuesta: el comportamiento altruista, por paradójico que parezca,
puede encubrir un sutil perjuicio del otro. Ofrecer consejos o ayudas,
sobre todo cuando no han sido reclamados, es un modo de adoptar una
posición de superioridad frente a la otra persona, situándola en un lugar
de dependencia y aumentando la propia percepción de valor a costa suya.
―La lástima siempre sana la envidia‖192, nos recuerda Bacon, y es fácil
sentir lástima por quien nos parece que nos necesita. Vives lo explica
magistralmente: ―se convierte la envidia en misericordia si en vez de la
93
dicha sobreviene el infortunio; así se explica que los envidiosos sean
propensos a la compasión, e inversamente los compasivos a la envidia. El
desprecio, como parte que es de la desgracia, atenúa la envidia…
Envidiamos menos a los enfermos, viejos y niños por apiadarnos de su
debilidad‖193.
Pero tal vez haya sido Nietzsche, con su audaz inversión de valores,
quien mejor haya desvelado estas entretelas egoístas agazapadas tras
algunos actos altruistas. Como a propósito de sus ideas explica Luis Ratia,
―en la renuncia del Yo no existe sino una acción al servicio del Yo
disfrazada de ofrenda al otro… Tanto para el altruista como para el
envidioso, el otro es necesario para depositar en él una intensa necesidad
de su presencia‖194. La envidia, como todo lo humano, no solo tiene
muchas caras, sino también sorprendentes máscaras.

94
14. La envidia como lucha
Un coraje que jamás se rinde o cede:
¿Y qué otra cosa es no estar vencido? John Milton.195

La lucha es, en cierto modo, la esencia del conflicto. Lewis Coser,


por ejemplo, cifra en esta dimensión su concepto de conflicto social, que
consistiría en una ―lucha por los valores y por el estatus, el poder y los
recursos escasos, en el curso de la cual los oponentes desean neutralizar,
dañar o eliminar a sus rivales‖196. Así, cuando la rivalidad envidiosa entra
en escalada, parece justificado que nos refiramos a ella con el término más
preciso de lucha. Al fin y al cabo, en la envidia hay un pulso de poderes
que de entrada beneficia a una de las partes (el envidiado) a costa o para
perjuicio del otro (el envidioso), convertido por tanto, a priori, en el
perdedor. Lo que el envidioso persigue, precisamente, es que esta
distribución de los papeles triunfador-perdedor se invierta a favor de sus
intereses.
Una de las características habituales de la rivalidad es que, a medida
que el proceso avanza en el tiempo, los rivales experimentan una
progresiva polarización de su antagonismo. Es una tendencia lógica,
totalmente coherente con la teoría de la disonancia cognitiva: el enemigo
tiene que consolidarse cada vez más como enemigo, confirmando y
reforzando los motivos de la rivalidad; eso hará la lucha más encarnizada.
Se exagera la ventaja del rival, llegando a idealizarla; se le degrada
moralmente, negando su legitimidad y atribuyéndole malas intenciones
que tal vez no existan, que quizá no sean más que una proyección de las
que alienta el envidioso.
Aunque la lucha de la envidia no suela manifestarse de un modo
explícito, el envidioso pelea mil veces en su fantasía, experimenta el
conflicto reprimido de un modo simbólico. A veces el envidioso se desliza
fuera del fortín de lo simbólico y se aventura en pequeñas (o grandes)
escaramuzas contra el enemigo, sometiéndolo a diversas agresiones reales.
Son episodios clave en los que la envidia cruza la línea de seguridad de su
ocultación y, actuando, se expone. Podemos considerarlos como verdaderas
95
microdisputas, como leves y más o menos disimulados combates. La
maledicencia, por ejemplo, no solo tiene un valor simbólico, sino que
ejerce un papel muy real de socavamiento del entorno social del
envidioso, al que intenta degradar el estatus público, a la vez que lo
arrincona y lo aísla. Pero podríamos pensar en incontables ejemplos de
estos ataques solapados: disparar dardos sarcásticos, estropear ―por
accidente‖ el juguete nuevo, criticar ―con intención constructiva‖ la obra
del artista rival, poner trabas a la realización de un proyecto, ―perder‖
inexplicablemente un objeto querido por el envidiado... Se trata de una
tarea a la vez penosa (porque el envidioso sufre vivamente en esa ansiosa
persecución al envidiado) y gratificante, por cuanto realiza el objetivo de
toda rivalidad: deteriorar el disfrute del oponente.
En realidad, el envidioso actúa como perseguidor porque se siente
perseguido. Lo persigue ese objeto deseado que en él sería un bien, pero que
poseído por el otro —o sea, del lado de fuera— es un mal, un objeto dañino
que lo humilla y lo amenaza. Lo persigue el propio envidiado, que se
convierte a sus ojos en el artífice de su carencia. Lo persigue ese tercero
del que hablan algunos autores, el que convierte el bien del otro en una
sentencia del valor del envidioso: el Dios que nos desprecia, el padre
crítico que fue interiorizado en forma de superyó aplastante, la familia que
nos reservó un rol de sometidos, el grupo que nos observa, nos juzga y nos
coarta con sus normas, la sociedad entera con sus valores y sus
instituciones... En definitiva, la propia vida que nos mantiene sitiados.
Así pues, la persona en situación de envidia es un campo en el que se
dirimen múltiples batallas: tensiones del grupo y de la especie, conflictos
de ideas y de sentimientos, choques de deseos confusos que atormentan
más que realizan, contiendas de las viejas historias de la humanidad y de
las historias nuevas que se han ido incorporando a lo largo de la Historia.
La envidia, que parece limitarse a un individuo o como mucho a una
interacción entre individuos, llega de mucho más lejos y se dirige mucho
más allá, es una vasta retícula en la que se ve emplazada la persona,
debatiéndose como enredada en una telaraña; es un patrón de la mente y
de la conducta que se ejecuta en individuos concretos dentro de
determinados contextos. El envidioso, como sugeriría T. Moore siguiendo
a Jung197, está escenificando dramas cósmicos, gigantescos arquetipos en
los que está en juego lo más primitivo, lo más elemental de un ser vivo: su
propia supervivencia. Darwin lo comprendió cuando consideró las
emociones como artefactos de la evolución.

96
Las célebres aportaciones del sociólogo Georg Simmel acerca del
fenómeno social de la lucha resultan muy oportunas en nuestro enfoque
de la envidia. Para este autor, la lucha es una forma de socialización, un
modo de pasar de la disociación a la unidad, o, mejor, un antagonismo
que persigue la unidad. En toda competencia hay un enorme poder
socializador: ―obliga al competidor a salir al encuentro del tercero, a
satisfacer sus gustos, a ligarse a él, a estudiar sus puntos fuertes y débiles
para adaptarse a ellos, a buscar o construir todos los puentes que pueden
vincular su propio ser y obra con el otro… La concentración de la
inteligencia en el querer, sentir y pensar del prójimo‖198.
Inevitablemente pensamos en la sugestión de Salieri por Mozart, en
su anhelo latente por incorporarlo a sí mismo mediante su destrucción. Por
otra parte, el antagonismo conlleva sus propias satisfacciones: ―Provoca
en nosotros el sentimiento de no estar completamente oprimidos; nos
permite adquirir conciencia de nuestra fuerza y proporciona así vivacidad
a ciertas relaciones que, sin esta compensación, en modo alguno
soportaríamos‖199. Salieri tiene que luchar para seguir siendo algo por sí
mismo, frente a la aplastante entidad de su rival.
Para Simmel, la hostilidad bien podría ser un instinto, una tendencia
de la naturaleza humana que nos predispone al antagonismo200. Lo que
solemos considerar su causa sería entonces solo un detonante, o incluso
un pretexto, como suele suceder con algunos animales, que cada cierto
tiempo ―buscan pelea‖ para calmar sus impulsos agresivos201. ―En las
culturas primitivas, la guerra constituye casi la única forma de contacto
con grupos extraños‖202, asevera Simmel. Odiar, entonces, constituiría una
actitud necesaria frente a los otros: es conveniente odiar al adversario con
el que hay que luchar, y luchar es a menudo un modo más de
relacionarse; tal vez el único de que disponemos en determinadas
circunstancias, como podría ser una insoportable ventaja del otro.
Podemos especular que nada habría complacido más a Salieri que
incorporar a Mozart a su círculo de amigos y colaboradores, ése en el que
supuestamente era tan feliz. Mozart, de hecho, le ofrece su amistad, si
bien lo hace desde un cómodo lugar preferente, desde la conciencia de que
su ―amigo‖ no constituye una amenaza para él. Aunque no lo reconozca,
Mozart se sabe superior a ese ―amigo‖: Pushkin no explicita este
importante detalle, porque en el fondo está demasiado interesado en el
tormento íntimo de Salieri, en su pathos personal, para señalar que lo que
está en juego es una transacción entre dos actores complementarios. Pero
al ignorar ese matiz cae en un cierto maniqueísmo y pasa por alto,
97
precisamente, uno de los elementos que hacen más doloroso el suplicio
del italiano: la humillación de que nuestro rival no solo nos venza, sino
que, por añadidura, pretenda que no le odiemos… o ni siquiera, por su
parte, se digne odiarnos, como expresa el lamento de Monegro: ―Y esta
idea de que ni siquiera pensasen en mí, de que no me odiaran,
torturábame aún más que lo otro. Ser odiado por él con un odio como el
que yo le tenía era algo, y podía haber sido mi salvación.‖203 El Amadeus
de Shaffer, en cambio, con sensibilidad más moderna, sí retrata una
rivalidad contundente entre ambos músicos, y vemos a Mozart declarar
abiertamente: ―¡Salieri, musicalmente, es un idiota!‖204
Simmel comparte la vieja opinión de que una actitud ofensiva puede
ser, en realidad, un modo de defenderse205: Si vis pacem, para bellum. Es
obvio que el envidioso se defiende atacando, o queriendo atacar, en un
confuso intercambio de papeles donde se pierde de vista quién es en
realidad la víctima y quién el verdugo. La misma ambivalencia, como
vimos más arriba, reina entre las relaciones de amor y odio: a menudo, el
uno empieza manifestándose en la forma del otro, y tal vez no se pueda
sostener una relación amistosa sin una saludable dosis de aversión:
―Cuando reina un ambiente de paz y afecto, la hostilidad constituye un
excelente medio para proteger y conservar la asociación‖206. Podría ser
que la envidia odiara porque no encuentra el modo de amar, o porque ése
es justamente su modo —desesperado— de amar. Pero Simmel también
admite otras funciones más sutiles del odio: a menudo nos permite ―echar
la culpa al otro‖, preservando la integridad de nuestro yo. Para la
sociedad, el envidioso es el malo; pero él siempre ve en su rival un cierto
grado de iniquidad y de merecimiento de mal. Salieri no solo está
convencido de que la presencia de Mozart le perjudica a él, sino que
además es un lastre para la humanidad entera; una muestra más de su
delirio, pero también un tipo de justificación que, de modos menos
extremos, todos usamos para legitimar nuestras envidias.

En definitiva, de la noción de conflicto de Simmel nos interesa


particularmente su carácter de vínculo, que ya señalábamos con respecto a
la envidia. Un conflicto puntual, centrado en algún objeto concreto, puede
estar configurando o incluso salvaguardando el núcleo de la relación. Así
es como la lucha constituye un vínculo, y un factor que mantiene
vínculos.

98
15. Escasez y competencia
Pármeno: ¡Así, así! A la vieja todo, porque venga cargada de mentiras como abeja
y a mí que me arrastren. Fernando de Rojas.207

Concebir la envidia como conflicto, y, más específicamente, como


rivalidad, nos aproxima a otro concepto ya apuntado por Simmel que
parece esencial para comprender su dinámica: la competencia. En tanto que
rivales, envidioso y envidiado están enzarzados en una interacción
competitiva, en un enfrentamiento en pos de intereses excluyentes. Tal
vez el envidiado aún no lo sepa —a veces ni siquiera lo sabe, o lo quiere
saber, el envidioso—, pero la guerra ha comenzado y es de prever que
continuará, a no ser que alguno de los contendientes se retire, hasta que el
envidioso —el aspirante— se erija en triunfador y desbanque al campeón
de su trono, o renuncie a hacerlo. La envidia es terca en esa obstinación, y
ya sabemos que tiene buenas razones para serlo208.
Sean de valor material o social, los objetos que disputa la envidia no
solo suelen ser recursos escasos, sino que, al establecerse de un modo
relativo, su posesión por parte de alguien implica, casi siempre y en la
misma medida, una carencia para los próximos. En el drama La casa de
Bernarda Alba, de Federico García Lorca, las cinco hermanas se
encuentran por igual prisioneras de su casa, su tiránica madre y la rigidez
de las costumbres; la única esperanza de liberación que se les ofrece es
casarse. El enfrentamiento se desencadena cuando se prepara la boda de
Angustias, la mayor: es entonces cuando se desata ―una tormenta en cada
cuarto‖. Adela, la más joven, seduce a escondidas al novio, vigilada y
finalmente denunciada por otra hermana, Martirio. ―¡Es que son malas!‖,
las desprecia a todas una criada; ―Son mujeres sin hombre, nada más —
replica otra—. En estas cuestiones se olvida hasta la sangre‖209. Lo que le
inquieta a la envidia, más que tener o no tener, es poseer —y por tanto
ser— menos. El peor mal es el que nos toca en mayor medida que a los
demás. Como proclama el adagio popular, ―mal de muchos, consuelo de
tontos‖: tal vez todos seamos más tontos de lo que creemos, cuando se
99
trata de no quedarnos atrás. Vicente Brox transcribe así las palabras de un
paciente adicto: ―Tengo un problema e intento que lo tengan otros…
Como he pasado ese dolor, que lo pasen otros, que sientan lo mismo; así,
por un momento me siento bien, al ver que yo lo paso mal y él también, y
a veces se me va mi malestar, como que se lo traslado‖210.

Los estudios antropológicos han recogido numerosos ejemplos de


este rechazo a la ventaja, o a la pérdida de esta; la escasez hace más
vejatoria la diferencia. R. Karsten menciona cómo los jíbaros de Ecuador
y Perú, después de atravesar un río con muchas dificultades debido a la
lluvia, practicaban magia negra para que la lluvia continuase y perjudicase
del mismo modo a todos los que quisieran cruzar después. Muchos
pueblos, como los bantús, procuran atenuar mediante rituales la envidia
de los primogénitos a sus hermanos recién nacidos. I. Suttie explica que
en ciertas tribus aborígenes de Guatemala, el hermano mayor exterioriza
sus celos hacia el neonato golpeando una gallina hasta matarla; aun más
espeluznante —aunque es probable que tenga también relación con el
control demográfico— resulta la costumbre de algunos aborígenes del
centro de Australia, entre los cuales la madre y el primogénito devoraban
al nuevo hermano recién nacido. Algunos antropólogos interpretan
también los rituales de iniciación, a veces realmente feroces, como una
muestra de envidia a las nuevas generaciones211. Los espíritus de los
muertos, que lo han perdido todo, son temidos desde antiguo como firmes
candidatos a la envidia —Foster lo interpreta como una extensión
simbólica de la envidia de los viejos—; a los dioses también puede
molestarles demasiada fortuna en los mortales212.
Los griegos pusieron en su panteón divino a Némesis, encargada de
la cruel tarea de vengar el ―exceso de éxito‖, en especial cuando este no
viene acompañado por agradecimiento, humildad y ofrendas: nada resulta
más imperdonable para las divinidades que la hibris, el orgullo
presuntuoso en un mortal213. El Agamenón de Esquilo se resiste, por
temor a la envidia humana y divina, a pisar la alfombra púrpura que le ha
preparado su esposa Clitemnestra como símbolo de su gloria: ―A los
dioses hay que honrar así; pero, siendo yo mortal, no puedo caminar sin
miedo en medio de bordadas maravillas‖. Clitemnestra le insiste y le
tienta, y al final Agamenón cede, no sin antes suspirar: ―Que al pisar esta
púrpura ninguno de los dioses alce contra mí desde lejos una mirada
envidiosa‖214. No sabemos si algún dios llegó a verlo, pero Clitemnestra ya
tenía a punto el cuchillo de su venganza.
100
Ante amenazas tan siniestras por los celos de los seres superiores, no
es de extrañar que Epicuro, en su Jardín ateniense, se esforzara por
tranquilizar a sus contemporáneos con respecto a la ira de los dioses. Su
argumento es tan sencillo como impecable: si en verdad se trata de seres
perfectos, no puede comprenderse que les afecten las insignificancias de
los mortales. Más bien cabe esperar su indiferencia: ―Habituados a sus
propias virtudes en cualquier momento acogen a aquellos que les son
semejantes, considerando todo lo que no es de su clase como extraño‖215.
El Dios judeocristiano, por su parte, parece vigilar con suspicacia
cualquier atisbo de orgullo en sus criaturas. Expulsa del cielo a los ángeles
rebeldes que pretenden igualarse a él, y más tarde exilia del Paraíso, por la
misma razón, a una Eva y un Adán que comen del prohibido árbol de la
ciencia, con la esperanza de ―ser como dioses‖: ―Ved ahí al hombre que se
ha hecho como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal; no vaya
ahora a alargar su mano, y tome también del fruto del árbol de la vida, y
coma de él, y viva para siempre‖216. Un día castigará la arrogancia de los
constructores de la Torre de Babel, que pretendían llegar al cielo y ―hacer
célebre su nombre‖: ―Si esto es solo el comienzo de su actividad, nada de
lo que se propongan hacer les resultará imposible, mientras formen un
solo pueblo y tengan una misma lengua. Será mejor que bajemos a
confundir su lengua para que no se entiendan entre ellos mismos‖217.
La moral cristiana, tan preocupada por evitar que el hombre se
enaltezca, mira con sospecha toda muestra de orgullo, y teme en ella la
sombra de la soberbia. ―Al que se ensalce a sí mismo, Dios lo humillará;
pero al que se humille a sí mismo, Dios lo ensalzará‖218. Se trata, pues, de
no destacar demasiado por encima del rebaño. Nietzsche encontraba en
esa moral una prueba del resentimiento del impotente; para él es ―el
resentimiento de aquellos individuos a quienes les está impedida la
verdadera reacción, la reacción de la acción.‖219 Nietzsche soñaba,
precisamente, con una humanidad liberada del miedo a la grandeza, y a la
vez de la envidia y el resentimiento por el hecho de que otros lleguen más
arriba: ―Se requeriría un tipo de espíritus diferentes… Espíritus
robustecidos por guerras y victorias, que necesiten imperiosamente la
conquista, la aventura, el peligro y hasta el dolor; para ello se necesitaría
estar habituado al aire cortante de las alturas…, así como una especie de
maldad sublime, una malicia definitiva y segura de sí a causa del
conocimiento, todo lo cual forma parte de la gran salud‖220. Un proyecto
sublime, y una voz necesaria contra los apacentadores de rebaños… Pero
la vida cotidiana del hombre no discurre en esas soledades heroicas, sino
101
en la mediocridad de una vida en común donde la valía es un bien escaso,
y la ventaja de uno, muchas veces, solo puede obtenerse en detrimento de
los otros.

Foster estaba de acuerdo con Davis en distinguir una envidia entre


iguales y una envidia entre socialmente diferentes221. La primera suele
contar con medios culturalmente establecidos para canalizar su
manifestación competitiva: por ejemplo, en combates y torneos
ritualizados, como las justas medievales. Lo que le preocupa a la
estructura social es el control; por eso, según Alberoni, ―la sociedad no
condena la agresividad… Quiere que la confrontación se realice según sus
reglas‖. ―Muchos pueblos —escribe I. Eibl-Eibesfeldt— han inventado
válvulas de escape de algunas costumbres que les permiten desfogar su
agresividad y hasta solucionar las disputas de modo incruento, mediante
duelos cantados o competencias deportivas‖222. En cambio, cuando se
trata de envidia entre desiguales, las culturas prefieren promulgar un
conjunto de normas y usos conservadores, que otorguen estabilidad a los
privilegiados frente a posibles aspirantes: jerarquías establecidas por edad,
por casta o por clase social. Cécile Gouy-Gilbert habla por ejemplo de los
cargueros de algunas comunidades mexicanas, personajes destacados que
organizan costosas celebraciones religiosas; de ese modo, hacen
ostentación de la riqueza y a la vez promueven una cierta redistribución
de bienes en la comunidad.223 En cualquier caso, como confirman algunas
investigaciones224, la mayor parte de las rivalidades suelen establecerse
entre iguales, primero porque ellos son nuestra referencia en la
comparación social, y segundo porque es más fácil competir con alguien
de situación social similar que con individuos de los que nos separa una
gran distancia.
Cuando la rivalidad no encuentra un modo de materializarse en un
enfrentamiento abierto, el envidioso puede conducirla simbólicamente y
echar mano de la magia. Así, en muchas sociedades agrarias
(especialmente las mediterráneas o latinoamericanas) está
institucionalizada la creencia del mal de ojo, cuyo efecto suele asociarse
con perjuicios diversos. ―El mal de ojo es la más extendida de las
definiciones culturales de las situaciones en las que la envidia está
presente, y en las que deben evitarse sus efectos nocivos‖225. Ya hemos
visto que la envidia, desde el propio origen etimológico de la palabra,
consiste en un modo de mirar, y es en la mirada donde se materializa su
potencia maléfica. Como explica la antropóloga Fabiola Chávez, el mal
102
de ojo es concebido como la acción perjudicial de un ―fluido negativo
emanado por el envidioso, que contagia a la víctima —es decir el
envidiado— sea minimizando los frutos de su trabajo, sea atacando su
propia persona‖. Bacon también describió el mal de ojo como una
―secreción o irradiación‖ con la que el envidioso ―golpea‖ a su rival226. Se
pueden atribuir al mal de ojo prácticamente todas las desgracias de la vida
cotidiana: arruinar animales o cosechas, o hacer enfermar directamente al
envidiado o a sus allegados, especialmente a los niños; puede estropear la
comida y provocar enfrentamientos entre los cónyuges. E. Habimana y L.
Massé encontraron que en ciertas comunidades de Ruanda la mayoría de
la gente atribuía diversos trastornos psicóticos a la envidia, y para los
indios Navajos no sucede ninguna desgracia sin que algún influjo
envidioso esté detrás227. Acentuando su dimensión de rivalidad, ―el fluido,
la energía de la envidia, es más fuerte cuanto más fuerte es el carácter del
envidioso y actúa tanto más potentemente cuanto más débil es el carácter
del envidiado‖.228
De modo complementario, en estos sistemas de creencias se han
desarrollado también procedimientos mágicos de signo contrario, es decir,
para resguardarse del mal o contrarrestarlo. En nuestra cultura están
vigentes al menos desde la Antigüedad clásica, y algunos de ellos han
llegado casi hasta nuestros días, engastados en el imaginario popular. Los
antiguos griegos protegían del mal de ojo a sus hijos trazando en su frente
señales con barro. Entre los romanos, la creencia en el mal de ojo
(fascinum) estaba muy extendida, y dio lugar a diversos rituales, entre los
que destacan los amuletos fálicos y el culto a Príapo, dios de la fertilidad.
Otros elementos apotropaicos (defensivos ante lo maléfico) eran las
representaciones de la Medusa —tan llamativamente similar a la
iconografía de la envidia— y otras figuras grotescas. También el Corán
recomienda protegerse del ―mal de un envidioso cuando envidia‖.229
Los estudios antropológicos actuales proporcionan numerosos
ejemplos de defensa de las influencias maléficas del mal de ojo. Chávez, a
modo de ejemplo, menciona el uso de amuletos y oraciones en pueblos
italianos, y S. Shimmel habla del hamsa hebreo, amuleto que imita una
mano con los dedos extendidos para desviar los rayos de la envidia. La
magia, como es sabido, suele ser administrada desde antiguo por figuras
especializadas en su ejercicio, a las que se atribuye poderes distintivos, que
ejercen de un modo oculto y secreto. Ulises Contreras, en un estudio sobre
las pequeñas comunidades de Chiapas, expone el destacado papel del

103
chamán o ilol en la detección del maleficio y en los rituales adecuados
para contrarrestar sus efectos230.
Pero no hace falta acudir a comunidades remotas: en España,
nuestras abuelas aún rezaban oraciones para librar del mal de ojo, sobre
todo a los niños, y les untaban la frente con aceite (en esto eran más
pulcras que los antiguos griegos); y entre las hebras de ese revoltijo místico
posmoderno que se ha llamado new age se incorporan a menudo ―trabajos
de limpieza‖ contra otros ―trabajos‖ malintencionados. En nuestra
sociedad occidental, aparentemente tan descreída, hay quien aún pone sal
debajo de la cama, consulta a un curandero o entrega a un pae de santos
una botella de whisky —además de pagar un nutrido donativo— para que
aligere los sortilegios de sus enemigos. La envidia, una vez más, se nos
perfila agazapada entre inquietantes y primitivas sombras.

104
16. El dilema del envidioso
Amelia: Lo que sea de una será de todas. F. García Lorca231.

Los bienes caracterizados por la escasez suelen denominarse de suma


cero, acentuando así el hecho de que quien los disfruta lo hace a costa de la
carencia de los demás. Los principios de la teoría de juegos han dado pie a
investigaciones muy interesantes sobre las complejas dinámicas de la
escasez y la competencia. En definitiva, se trata de estudiar cuáles son las
condiciones de intercambio más ventajosas para el individuo y, a la vez,
más estables para que pueda mantenerse la interacción. La psicología
evolucionista postula que esos serán los factores que a la larga impondrán
unas u otras conductas.
En el caso de la envidia, se parte de la hipótesis de que si prevaleció
fue porque debe suponer algún tipo de beneficio para la supervivencia y la
transmisión genética. Formulándola en forma de instrucciones de
conducta, al estilo de Richard Dawkins232, podría expresarse más o menos
así: ―Asegúrate de que en sociedad obtienes al menos lo mismo que los
otros‖. Es obligado enfatizar su estrecha relación con la sociabilidad, con
esa tensa dialéctica que caracteriza el encuentro de los individuos, su
colaboración y su conflicto.

Dejando al margen la discutible y discutida suposición de que las


elecciones humanas son básicamente racionales —axioma que la teoría de
juegos comparte con algunas de las teorías del intercambio—, este
paradigma es muy fecundo para la investigación sobre conflictos, ya que
permite aislar variables muy concretas en situaciones muy definidas.
Establece interacciones simples en las que los sujetos se ven obligados a
elegir en función de las posibles elecciones del otro; los participantes
cuentan, por consiguiente, con un grado de conocimiento —de qué
opciones se dispone, y cuáles son sus consecuencias— pero a la vez con

105
un margen de incertidumbre —ya que se ignora qué es lo que el otro
escogerá—.
El juego de suma cero más simple es el del reparto del pastel233. Uno
parte el pastel y el otro elige el trozo que se queda. Para el que corta el
pastel, la opción más lógica es cortar dos partes iguales, ya que de ese
modo se asegura el trozo más grande posible, dado que el otro querrá
también el más grande. Un principio tan sencillo podría estar en la base de
la importancia que las personas damos a la equidad como criterio de un
intercambio admisible y estable. En la envidia hay implícito un reclamo
de equidad; por supuesto, en ella protesta únicamente el que se ha
quedado con el trozo más pequeño.
Hasta aquí nos encontraríamos con una conducta que podría
considerarse ―racional‖ desde el punto de vista económico: la opción
elegida procura maximizar los beneficios para el sujeto. Sin embargo,
cuando las condiciones de los juegos se complican empiezan a suceder
cosas que, a simple vista, parecen poco racionales. Uno de los
descubrimientos más interesantes de estas investigaciones es que, en
juegos de suma no cero (donde ambos podrían maximizar ganancias o
minimizar pérdidas), las personas solemos comportarnos con una
expectativa de suma cero, es decir, priorizando la desconfianza e
intentando minimizar el peligro de las pérdidas que el otro podría
infligirnos, aun cuando al hacerlo se perjudicara también a sí mismo en un
cierto grado.
El llamado dilema del prisionero234 nos proporciona un ejemplo de ello.
Ambos jugadores son presos aislados entre sí, y tienen dos opciones:
confesar o no confesar su culpabilidad. Pero las consecuencias de elegir
una u otra dependen también de lo que haga el otro prisionero:
 Si ninguno de los dos confiesa, la pena será baja para ambos (en
una escala de 0 a 10, pongamos 4-4). Es lo que los economistas
llaman un óptimo de Pareto: una situación en la que ningún
participante puede mejorar su posición sin perjudicar al otro.
 Si uno confiesa y el otro no, el que confiesa tendrá una pena
mínima, y el que no lo hace sufrirá la pena máxima (pongamos 2-
10); esta sería la estrategia ideal desde el punto de vista de cada
individuo, si no fuera porque
 Si ambos confiesan, habrá una pena considerable para los dos
(aunque no máxima: 7-7). Los economistas lo llaman equilibrio de
Nash: minimiza las pérdidas de ambos, haga lo que haga el otro.

106
Es una especie de seguro contra la traición, porque, a cambio de
pagar un precio alto, evita la posibilidad de pagar el máximo.

Parece obvio que, dado que conocen las reglas del juego, ambos
participantes deberían colaborar, optando por no confesar y
beneficiándose así mutuamente. En cambio, los resultados observados
muestran una clara tendencia a confesar. En condiciones de
incertidumbre, parece que Nash gana a Pareto, tal vez por aquel refrán tan
conservador de ―más vale malo conocido‖. ¿Tememos que el otro no
coopere, con la esperanza de conseguir el mayor beneficio a costa nuestra?
¿Somos nosotros los que lo intentamos? ¿O más bien nos aseguramos de
que, ya que hay que pagar, no nos toque ser los que más pagan?
¿Qué sucede si la situación del dilema del prisionero se repite un
determinado número de veces (dilema del prisionero iterado)? Esto daría
pie a que cada uno pudiera ―premiar‖ las decisiones del otro que menos le
perjudicaran, y asimismo ―castigar‖ las contrarias. No olvidemos que
cada jugador tiene siempre la posibilidad de asegurarle al otro una pena
grande (confesando) o una pena pequeña (no confesando). ¿Podemos
pronosticar un tipo de comportamiento que maximice los beneficios de
ambos y que, por tanto, acabe por imponerse a la larga? La investigación
de R. Axelrod demostró que sí: la estrategia más estable parece ser el
"toma y daca" (tit for tat), que consiste en empezar colaborando —es decir,
no confesando— y, a partir de ahí, elegir lo mismo que haya escogido el
otro en la partida anterior.
¿Cuál es la virtud de esta decisión, si se sigue desconociendo lo que
hará el otro? Domínguez y García la expresan con claridad: ―El objetivo
es provocar la cooperación de la otra parte, para lo cual lo mejor es dejar
bien claro que responderemos a la cooperación cooperando y al fraude
defraudando.‖235 Así, cada una de las elecciones se convierte en un
mensaje para el otro, a la vez una invitación y un aviso: donde las dan las
toman. Al comportarnos de un modo aparentemente irracional (puesto
que nos puede costar una sanción elevada), estamos empujando a la otra
parte a cooperar según la opción más racional (que beneficie a ambos por
igual, aun a costa de perder un poco). Parece que, a medida que
disminuye la incertidumbre, Pareto va ganando puntos sobre Nash: se
abandona el equilibrio de mínimos y se va instituyendo otro equilibrio
que, aunque más arriesgado, ofrece un beneficio a cada individuo sin
perjudicar a los demás. De nuevo, la equidad se revela como el criterio
que a la larga resulta más conveniente.
107
Aunque al final hayamos regresado a la racionalidad, tampoco se
trata de magnificarla. Lo cierto es que en este juego no siempre se impone
la estrategia de toma y daca, y que, en la vida real, nuestras decisiones se
ven influidas por muchos elementos que no están contemplados en un
intercambio tan esquemático. Pero si se tiene en cuenta a muchos
jugadores, a lo largo de muchas partidas, parece que una estrategia
altruista se revela más útil para el individuo que una estrictamente
―egoísta‖. Robert Axelrod señala este resultado como una posible
explicación de que la competencia evolutiva haya dado lugar a conductas
altruistas, definidas por algunos como equivalentes a un intercambio
retardado, útil estrategia en condiciones de incertidumbre, donde uno no
sabe si mañana necesitará la ayuda de otro.236
Desde un punto de vista evolutivo, uno podría esperar que el
egoísmo fuese la actitud más favorable para medrar, y así es hasta cierto
punto. Sin embargo, el problema del egoísmo es que su exceso lo vuelve
contraproducente. Cuanto más egoísta sea una especie, y menos dada al
altruismo, más egoísmo puede esperar el sujeto de los demás individuos.
Un egoísmo excesivo provoca una lucha sin cuartel en la que todos
pueden salir perjudicados, y por tanto no parece una probable candidata a
estrategia evolutivamente estable. La conducta social es un tipo de
interacción en la que los egoísmos tienen que ser reprimidos para que el
grupo beneficie a todos. Trasladando este razonamiento a la envidia,
también esta tiene que contar con sus reglas y sus límites. El impulso a
apropiarse de los bienes de otro tiene que estar limitado, sobre todo
porque de lo contrario provocaría unas constantes y costosas disputas que
desgastarían a todos los contendientes. Kai Konrad argumenta, basándose
en experimentos con el dilema del prisionero, que altruismo y envidia
podrían haberse complementado en la evolución. Ninguno de los dos
tipos de interacción se sostiene a la larga por sí solo, pero un equilibrio
entre ambos se perfila como una estrategia evolutivamente estable. Por
eso el autor habla de una ―simbiosis‖ entre altruismo y envidia: el altruista
triunfa entre los envidiosos, y el envidioso gana ventaja entre altruistas237.
En la misma línea, psicólogos como Bernd Lahno insisten en que,
para sernos útil, la envidia debe ser moderada, es decir, debe estar dispuesta
a renunciar a algunos beneficios con el fin de cooperar. Una envidia
―razonable‖ tenderá a restablecer el equilibrio ante una ventaja
considerada injusta, basándose en el principio de equidad. La necesitamos
como mecanismo de detección y contención de oportunistas, y en este
108
sentido es útil, incluso necesaria. ―El sentimiento que aquí se presenta
solo exige equidad hasta un cierto grado, a saber, el grado en que cada
ventaja (desleal) de otra persona en comparación conmigo requiere una
compensación‖.238 La equidad no responde a criterios de satisfacción
absoluta, sino de equivalencia relativa: esto explicaría fenómenos
aparentemente irracionales, como la venganza o que la envidia persiga a
veces el perjuicio del otro aun a costa del propio perjuicio.
Así, la envidia sería una especie de garantía (probabilística) de que
las pérdidas globales no resultarán excesivas. Saber que existe la
posibilidad de envidia y de venganza hace más probable la predisposición
a compartir y a no abusar de otros. Pero solo una envidia moderada
impulsará a reclamar compensación por las ventajas unilaterales del
adversario y, a la vez, predispondrá a la cooperación y a asumir que el
adversario tenga por su parte el mismo derecho a equilibrar las propias
ventajas. Dicho en pocas palabras: solo una envidia moderada acepta la
equidad, puesto que la equidad implica necesariamente admitir un cierto
grado de pérdida (o, más bien, de no maximización de la ganancia).
Volviendo al dilema del prisionero iterado, uno tiene que estar dispuesto a
renunciar a la pena mínima para sí a cambio de que ambos se beneficien
de una pena baja (pero no mínima). Tal vez hayamos desarrollado ese
juez interior que llamamos conciencia para contener inclinaciones
asociales que, a la larga, nos perjudicarían.

Nada menos aceptable que la equidad, sin embargo, para nuestro


sufriente Salieri. Su envidia no es moderada, ni puede serlo: no está
dispuesto a compartir con Mozart el Parnaso. No vamos a reprochárselo:
la gloria, al lado de alguien que le lleva tanta ventaja, estaría siempre
condenada a ser una gloria ―de segunda‖. Pero ahora entendemos que, si
no se hubiera obcecado tanto, tal vez su envidia le hubiese reportado
algún beneficio —esforzarse por ser aún mejor, aprender del otro,
asegurar sus privilegios en la corte…, quién sabe—. En cambio, al no estar
dispuesto a ceder un poco y resignarse a no ser Mozart, Salieri se impide a
sí mismo, sobre todo, ser Salieri, condenándose a seguir a Mozart a la
destrucción.

109
17. Diferencias de valor
Diana: ¡Que aqueste amase a Marcela, / y que yo no tenga partes /
para que también me quiera! Lope de Vega239.

Ahondemos un poco más en los mecanismos del intercambio, y en su


elemento de regulación, el valor. A estas alturas, ya debe quedar claro que
no envidiamos objetos, envidiamos a personas. En realidad, la envidia a la
persona se corresponde con el deseo del objeto. ¿En qué consiste
exactamente esta superposición? ¿Cómo se justifica? Al fin y al cabo,
parece que lo único que debería contar es apropiarse de lo deseado. ¿Por
qué el sentimiento se traslada hacia el otro, inviste al individuo, en lugar
de quedarse adherido al objeto? ¿Por qué odiar en vez de limitarse a
despojar?
Lo que hay detrás de esa deslocalización de nuestro punto de mira
es, según venimos defendiendo, el establecimiento de una rivalidad. El
otro, en tanto que dueño de lo que nosotros deseamos, deja de ser un
sujeto anónimo para adquirir la cualidad de obstáculo, y por tanto de
enemigo. Lo que está en juego aquí, en el fondo, no es el objeto, sino su
posesión; más en concreto, la relación (de rivalidad) deja de ser entre
individuos para ser entre categorías. El otro se convierte en un personaje
significativo dentro de nuestra historia, como lo era Dante, aun sin
siquiera conocerlo personalmente, en la de Cecco Angiolieri. El otro es
alguien con el que hay que competir, y al que hay que derrotar, para dejar
de ser el perdedor y conquistar la categoría de triunfador; es decir: para
ocupar su sitio. Porque, en un contexto social, el poder (la capacidad de
procurar cualidad, o de socavarla) está en los roles y las relaciones, y los
objetos no son más que su instrumento.

Esto se aprecia con especial claridad en el caso del dinero. El dinero,


en sí, es solo una señal simbólica de valor, es un descriptor social de
ventajas; y lo es porque se le ha dado ese significado socialmente. El
dinero tiene valor, únicamente, por un acuerdo humano en concedérselo.

110
Cuando uno se esfuerza por conseguir dinero, en realidad lo que quiere
apropiarse es el valor social que se le atribuye, lo que quiere poseer es el
trabajo de las personas que simboliza. El dinero es un contrato por el cual
alguien ofrece lo que tiene de valor (sus posesiones, su trabajo, su
prevalencia en la jerarquía) a cambio del valor que ofrecen otros.
Intercambiar dinero es intercambiar esa predisposición ajena, que en el
sujeto poseedor del dinero se traduce en poder.
La esencia del dinero, la estructura que le confiere valor y por lo
tanto poder, es el intercambio: lo que alguien está dispuesto a ofrecer a
cambio de obtener otra cosa. Existen otros mecanismos de poder: por
ejemplo, la fuerza física o la belleza. Son cualidades que permiten a su
poseedor imponer su voluntad, obtener servicios de los otros, ganar
preeminencia en la jerarquía. Pero en estos mecanismos no hay
intercambio, obedecen a una mera imposición, a una fuerza bruta y
unidireccional que, para seguir siendo efectiva, tiene que mantenerse a sí
misma. Alguien que me apunta con un arma puede hacerme trabajar para
él, pero si lo que quiere es una colaboración estable tendrá que negociar
conmigo, tendrá que ofrecer un intercambio. El dinero es solo un
cuantificador, convencional y universal, del valor de intercambio que
puede ofrecer cada persona a las demás. El poder que otorga está en las
personas, en lo que cada cual ofrece, sea en forma de objetos o de
servicios. Claro que cuantos más objetos posea mayor será el valor de
intercambio que puedo ofrecer (y por tanto el poder de que dispongo),
pero solo porque existen otras personas que los desean y no los tienen:
―La evaluación de los otros es la que determina si se prefiere interactuar
con nosotros, aceptar nuestra oferta de cooperación e intercambio,
cumplir con nuestras peticiones, y ser influenciado por nuestro juicio y
comportamiento‖240. El valor de intercambio es el diferencial entre mi
abundancia y la abundancia del otro, o, visto desde el otro extremo, entre
mi grado de escasez y necesidad y el grado de escasez y necesidad de los
demás. Los objetos no tienen más valor que el que les atribuyen las
personas que los desean o los necesitan, tienen el valor del deseo y la
necesidad, que son atributos personales, no objetales.

Llevemos estos conceptos al terreno de la envidia. Diversas


investigaciones han comprobado que las personas se preocupan por la
diferencia relativa en el nivel de bienestar material. Se ha experimentado
con el juego del ultimátum: hay que repartir algo (por ejemplo, 100 dólares);
uno de los dos jugadores hace una oferta al otro; si este no acepta, ambos
111
se quedan sin nada. Cabría esperar que el destinatario de la oferta la
acepte, sea cual sea, ya que algo es mejor que nada. Pero en la mayoría de
los casos no sucede así: a partir de cierta proporción, alrededor de una
relación 75/25 %, la oferta es rechazada. Ese parece ser el umbral de lo
tolerable en el diferencial de valor; dicho de otro modo: el valor atribuido
a una diferencia mayor del 50 % equivale al de una diferencia del 100
%241.
¿Por qué nos comportamos de ese modo? Cualquier diferencia nos
perjudica, puesto que reduce nuestra capacidad de intercambio; pero si la
diferencia es excesiva, el valor social del que está en desventaja, en la
práctica, es anulado por completo. Un diferencial de valor absoluto
convierte al individuo en un indigente social, al menos con respecto al que
posee el valor máximo y en el aspecto en el que dispone de ese valor. No
puede competir con el otro, y queda privado de toda posibilidad de
intercambio y colaboración con terceros.
En una situación de competencia, el obtener o no un beneficio deja
de ser cuestión de grado a partir de cierto diferencial: sencillamente, la
ventaja es excesiva para que pueda competir con mi rival, y no tengo la
menor probabilidad de éxito si me enfrento a él. Uno puede estar
dispuesto a pagar un poco más en una tienda que en otra por diversas
razones (para no perder más tiempo, para evitarse la molestia de
trasladarse hasta la otra tienda, etc.), pero esta flexibilidad tiene un límite,
y a partir de un cierto punto una diferencia de precios marca claramente la
preferencia en la decisión. Por eso los precios de venta, en un determinado
contexto, tienden a aproximarse mucho, y al comprador no le cabe
esperar excesivas gangas, por lo que desconfiará de estas.
La envidia, por consiguiente, nos ayuda a poner un tope al
diferencial de desventaja que estamos dispuestos a asumir. Pero también
puede estar favoreciéndonos en otro aspecto: al rechazar ofertas bajas, nos
induce a sobreponernos a lo que se ha llamado la ―aversión al riesgo‖, y
por tanto a conseguir, eventualmente, mayores beneficios242.

La evolución entera se basa en la ventaja relativa: le da igual ganar o


perder, siempre que gane más o pierda menos; una pérdida relativamente
menor como la que propicia la envidia puede constituir, en la práctica,
una manera de evitar pérdidas mayores243. De ahí que la envidia no se
limite a desear lo que el otro posee, sino que más bien busca privarlo de su
ventaja, incluso a costa de la propia pérdida. A. Cabrales pone como
ejemplo un mono que come un plátano frente a otro mono que come dos.
112
Aunque el primero esté saciado, ―¿y si ambos intentan emparejarse y el
más gordito y de pelo más reluciente se lleva la hembra?... Pues el
primero preferirá que ninguno de los dos coma nada y llegar a la segunda
etapa en las mismas condiciones.‖244
La sorda disputa de los monos que refiere Cabrales recuerda un
ejemplo moral que relata Juan de Salisbury en el siglo XII. ―Un rey pidió
a dos hombres, uno avaro y otro envidioso, que le pidieran lo que
quisieran, porque se lo concedería, y daría al otro el doble. El avaro decide
no pedir el primero, porque así recibirá más. El envidioso, después de
larga meditación, pide que le arranquen un ojo, porque así al otro le
sacarán los dos‖245. ¿Habría envidiosos si no hubiera avariciosos?
La equidad consiste en eliminar, o reducir todo lo posible, el
diferencial de valor. La teoría de juegos nos sugiere que en la equidad se
alcanzará la relación más estable. ―¿Vale la pena tener envidia? —plantean
los biólogos József Garay y Tamás Móri— La respuesta es positiva, si la
disminución media de la aptitud de un individuo envidioso es menor que
la de un estratega neutro. La envidia es una pasión cara, pero una buena
inversión si el costo de los daños es menor que el grado de daño
causado‖246. Observemos que en eso se traduce el trabajo de la envidia: en
reducir activamente la ventaja del otro (por medios directos, indirectos o
incluso simbólicos), empujada por la ira y el odio, o bien en alimentar la
esperanza de que los avatares de la vida los reduzcan por su cuenta, y en
ese caso las emociones motivadoras asociadas son el resentimiento y la
schadenfreude. Hay una envidia que trabaja y una envidia que espera, una
envidia activa y una envidia pasiva, pero el objetivo de ambas es el
mismo: reducir el diferencial de valor, de tal modo que se conserve la
capacidad de intercambio. Insistamos en que el sujeto no está
esforzándose tanto por apropiarse del valor del otro cuanto por evitar que
este le anule su propio valor. Desde tal punto de vista, tiene sentido
considerar la envidia como una estrategia evolutivamente estable, tanto en
el plano biológico como en el histórico-cultural.

Analicemos con estos criterios una situación concreta de envidia. Un


rasgo clásicamente envidiado es el atractivo físico. Sus implicaciones
evolutivas son evidentes. Lo interesante de los adjetivos ―bello‖ y ―feo‖ es
precisamente su polaridad, su carácter absoluto, que está revelándonos la
vivencia que hay detrás. Mientras, al compararme, se diga de mí que no
soy tan guapo como Fulano, se me está otorgando un cierto valor dentro
de la escala de la belleza, y por tanto sigo teniendo posibilidades de gustar
113
a algunas personas, o al menos de gustarles algo. Pero si, en relación con
otro próximo, yo soy considerado feo, el diferencial de valor con respecto a
él me desposee por completo de mi potencial de intercambio en ese
aspecto. Una desventaja relativa se convierte, a todos los efectos, en
absoluta debido a la presencia del otro: si esa persona y yo hemos de
competir en atractivo, yo no tengo ninguna posibilidad. Así le sucede a
Salieri: la genialidad de Mozart lo reduce a él a la categoría de los
mediocres. Lo que hace mi envidia es alertarme de esa situación, y
además me motiva para reducir ese diferencial, para conseguir que, al
menos, no quede anulado todo mi potencial de intercambio. Mi envidia
suscitará en mí una esperanza, una espera atenta de la ocasión en que,
como los urogallos vagabundos, pueda recuperar parte de mi potencial.
Este modelo, por otra parte, sugiere pistas de por qué tendemos a
rodearnos de gente que se nos parece: solo cuando el diferencial es bajo
tenemos oportunidad de competir, o, dicho de otro modo, solo entonces
conservamos nuestro potencial de intercambio. Una joven de belleza
mediocre, probablemente, evitará ir a la discoteca acompañando a una
amiga deslumbrante. Tampoco a esta le conviene la compañía de aquella,
ya que, aunque no sea una rival, difícilmente podrá esperar de ella
simpatía o complicidad. Obviamente, hablamos de generalizaciones, de
tendencias: lo humano es siempre mucho más complejo. Tal vez estas dos
muchachas sean cómplices por otros motivos (compañeras de estudios,
amigas desde la infancia, integrantes de la misma pandilla…); tal vez la
personalidad de una compense la belleza de la otra. No obstante,
podemos contar con una cierta tensión de fondo cuando, en una
determinada situación, una de ellas aventaje a la otra tanto como para
anular su potencial de intercambio.

Sin embargo, hay que hacer una importante puntualización,


aparentemente contradictoria con lo expuesto: al agruparnos por
semejanza para tener oportunidad de competir, estamos asegurándonos,
por lo mismo, la presencia de competidores. La rivalidad y la envidia son
más probables entre semejantes, y eso confiere a los grupos homogéneos
otro tipo de inestabilidad. Pero si no hubiera una cierta estabilidad de base
no serían posibles las agrupaciones humanas (sean parejas, familias,
pandillas o tribus). ¿Cómo se resuelve esta paradoja?
El principal cimentador de los grupos es el interés común, la
colaboración; mientras exista un objetivo compartido suficientemente
poderoso para todos, sea conseguir comida o tener con quién salir los fines
114
de semana, las disputas internas pasarán muchas veces a un segundo
plano. Con todo, aunque el objetivo común es condición necesaria para la
colaboración de las personas, no es suficiente para mantener a raya la
rivalidad cuando se comparte ―demasiado‖. Hacen falta estrategias que
suavicen la propia rivalidad.
Tesser nos da una valiosa pista con su modelo del mantenimiento de la
autoevaluación: la confluencia entre semejantes será más fácil cuando no
compitan en los mismos campos, cuando los dominios relevantes para su
valor personal y social no se superpongan exactamente. De ahí que el
recurso esencial para la estabilidad en los grupos homogéneos sea,
probablemente, la diversificación de roles: cada integrante se ―especializa‖ en
algún aspecto más o menos exclusivo en el que siente asegurado su
potencial de intercambio, y por el cual se percibe como valioso y
significativo entre los demás; cada cual admite la superioridad de los otros
en sus respectivos campos, y evita la competencia con ellos. Tú eres el
guapo, yo el listo; tú el simpático, yo el formal. Las buenas amistades y las
parejas estables, probablemente, han sabido fundar ese equilibrio entre
compartir y repartir, entre confluir y divergir, entre estar juntos y darse
espacio propio.
No obstante, las asociaciones humanas son el resultado siempre
provisional de fuerzas centrípetas y centrífugas, de coincidencias y
diferencias que evolucionan con el tiempo. La fascinación que nos atrae
contiene siempre cierta ambivalencia, y en toda admiración, lo hemos
visto, suele haber algo de rivalidad —envidia— más o menos contenida.
Los intereses humanos cambian con el tiempo, y constantemente aparecen
nuevos conflictos que hay que ir puliendo; a veces se consigue y a veces
no, y en tal caso las asociaciones se desvirtúan y pueden acabar por
romperse. Como explicaba Simmel, la lucha aparece casi siempre de uno
u otro modo; puede ser un saludable modo de vincularse, o derivar hacia
un enfrentamiento abierto. La estabilidad en las relaciones humanas
requiere de la confluencia de muchos factores, es una conquista diaria que
hay que considerar excepcional. Tal vez lo más valioso y desconcertante
del amor y de la amistad sea ese carácter raro y frágil, esa inquietante
posibilidad de que el otro siempre pueda ser nuestro enemigo.

Parece claro que la comparación social en general, y la envidia como


consecuencia particular de esta, constituyen poderosos distribuidores
sociales. El principio que rige la condensación de núcleos sociales podría
enunciarse así: ―Busca a gente bastante parecida a ti, y, a ser posible, a los
115
que lleves una pequeña ventaja‖. Del acierto o el error en esa evaluación
depende nada menos que la adaptación social de la persona, su éxito o su
fracaso en la interacción, su potencial de intercambio. La envidia es un
indicador importante de lo adecuado de esa evaluación, y por ello se
presenta, una vez más, como un recurso esencial para la socialización
humana.

116
18. Envidia y justicia
Pues si los demás nacieron, / ¿qué privilegios tuvieron / que yo no gocé jamás?
Pedro Calderón de la Barca247.

La reclamación de justicia emana del principio de equidad. En el


dilema del prisionero, un jugador se venga del otro cuando este lo trata
―injustamente‖, es decir, cuando no actúa en justa correspondencia a lo
recibido. El propio Salieri, al entregarse a la envidia, ya vimos que
proclamaba su indignación por el hecho de que Dios lo hubiera tratado
injustamente, prodigándole la gracia de la composición musical a alguien
que la merecía menos que él. En la obra de Shaffer presenta una similar
reclamación a Dios: ―Pusiste en mí la percepción de lo incomparable…
¡Que la mayoría de los hombres nunca conoce!... Y después te ocupaste de
que yo mismo tuviera que reconocerme como un mediocre para toda la
eternidad.‖248 Parece así que la guerra que declara Salieri no estuviese
dirigida en el fondo contra Mozart, sino al mismo Dios que lo ha tratado
con deslealtad. Ya señalamos que muchos teóricos han creído ver en la
pretensión de justicia una motivación esencial para comprender la
envidia. ¿Hasta qué punto, y en qué sentido, están relacionadas ambas
cosas?

Hay que empezar por distinguir la creencia en la justicia de la idea de


justicia. Esta remite a un principio de tipo ético, hasta cierto punto
racional: consiste en la intención de que la vida en sociedad se organice de
un modo satisfactorio para todos; el hombre sabe que tal justicia no le
viene dada, que si la quiere habrá que establecerla entre todos, que
siempre será precaria y relativa y habrá que rehacerla una y otra vez. En
cambio, creer que el mundo se rige con justicia por sí mismo es una
expectativa, una esperanza, una proyección de los deseos de que el
universo sea un lugar ordenado y no caótico y azaroso. La justicia
cósmica sería tal vez la marca más innegable de la existencia de Dios, la
prueba de que el mundo no es absurdo y que tiene sentido; no es de

117
extrañar que su ostensible ausencia constituya uno de los más inmediatos
argumentos del ateísmo: solo un Dios miserable permitiría, por ejemplo,
el sufrimiento de los inocentes.
Ese reproche es el que subyace en la queja de Salieri, como en la de
tantos envidiosos: Dios o el destino están traicionando lo que justamente
nos correspondería por merecimiento249. A menudo, el fraude percibido es
doble, ya que se considera al afortunado indigno del don recibido:
Descartes habla de esta especie de envidia correctora que nosotros
llamaríamos más bien indignación250. La rebeldía estaría entonces
legitimada, y por eso Salieri le declara la guerra a Dios, aunque sería más
coherente, como expone A. Camus, renunciar a Dios y admitir el absurdo
mismo251. Todas las religiones se esfuerzan por corregir esa inquietante
contradicción que las traiciona: el católico cree en el juicio que al final de
los tiempos restituirá, a través de un burocrático sistema de premios y
castigos, la suerte de cada cual según sus méritos; la doctrina oriental del
karma trasluce la vieja confianza en que el propio orden de las cosas
provoca que cada uno acabe recibiendo el premio o la factura por lo que
hace. El antropocentrismo perdura dramáticamente en esta ingenua
expectación de que el cosmos deba regirse por un reglamento, como si se
tratara de un gigantesco círculo social.
La idea de justicia, por su parte, solo cobra sentido en un contexto
social regido por unas reglas que se basan en el pacto. Se supone, en tal
caso, que la sociedad consiste en un compromiso entre individuos que
renuncian a parte de su libertad a cambio de que se les retribuya de algún
modo. Las nociones de intercambio y de equidad parecen fundamentar
manifiestamente esta expectativa, que tiene también algo de creencia, pero
que sobre todo responde a la propia lógica de la vida en común. Dentro
del contrato social tiene pleno sentido el principio de do ut des, esperar en
justa compensación según lo que uno haya puesto. De ahí que la envidia a
una ventaja que consideramos merecida resulte más hiriente que cuando
puede atribuirse al mero azar: ―¡Qué suerte ha tenido!‖ nos deja
indemnes, pero el que recibe por lo mucho que ha invertido evidencia lo
poco que hemos puesto nosotros, o lo mal que lo hemos hecho; en
definitiva, nuestro menor merecimiento. Hay que odiar mucho, como
Salieri, para librarse de esa dolorosa responsabilidad.

Conviene subrayar que ―lo justo‖ no tiene por qué remitir a una
igualdad absoluta: de hecho, mucha gente considera justas determinadas
desigualdades consagradas por la cultura, por ejemplo las de las jerarquías
118
de estatus, poder o riqueza. Solo los rebeldes y los revolucionarios han
puesto en duda, a lo largo de la historia, estas desigualdades sancionadas
por la estructura social: es probable que a la mayoría de los esclavos no les
pareciera injusta su condición, ni a los siervos las diferencias en derechos
a las que les sometían sus señores. En la sociedad capitalista, pocos
cuestionan el derecho a enriquecerse con la propia iniciativa, aunque esta
conlleve el expolio de otros.
Pero las mismas reglas que consagran la desigualdad son puntillosas
con las equidades. Un trabajador admitirá sin conflicto que sus jefes
cobren un sueldo astronómico, pero no aceptará una pequeña diferencia
frente a otro trabajador de su mismo rango. Los niños son especialmente
transparentes en esta noción, y protestarán a sus padres o a sus maestros
ante el más mínimo trato de preferencia. ―No es justo que a él le dejes
hacer tal cosa y a mí no‖, plantean con razón —aunque con una razón
muy elemental, incapaz aún de tener en cuenta posibles diferencias, más
sutiles, en las características de cada cual—. Una situación así despertará
inmediatamente celos y envidias, como señalaba Freud, para quien la
familia era el ámbito primario de aprendizaje de la envidia252.
Ya hemos destacado hasta qué punto vivir en sociedad conlleva una
perpetua vigilancia de unos a otros, una mirada que, además de rastrear
oportunidades y amenazas, nos compara con los próximos
incesantemente, susceptible al menor rastro de divergencia. Sin embargo,
¿es la pretensión de justicia lo que subyace a esta comparación, o más bien
la injusticia constituye un concepto abstracto que hemos inventado para
referirnos a una diferencia ilegítima desde el punto de vista de las reglas
sociales? Dicho de otro modo: ¿buscamos justicia o más bien satisfacción,
y solo echamos mano de la idea de injusticia cuando nos consideramos
perjudicados? Pocos cuestionan que sea justa una ventaja, cuando la
disfrutan ellos. ¿Cuántas veces no usamos la justicia como arma
arrojadiza en nuestro conflicto de intereses con otros?
Es cierto que muchos nos esforzamos por establecer una ética
coherente, que delimite la frontera entre lo justo y lo injusto de un modo
objetivo, al margen de nuestros intereses ocasionales. Pero esto es así
porque necesitamos un código moral que confiera estabilidad a nuestras
evaluaciones de la conducta propia y la de los demás. Las reglas morales
resultan imprescindibles como recurso para mantener un orden social,
pero su función es legitimarlo, no crearlo; la moralidad, en contra de lo
que pueda parecer, no precede a la estructura social, sino que emana de
ella. Una vez establecida, por costumbre o por imposición, será
119
apuntalada, en el mejor de los casos, mediante argumentos racionales, y
en el peor acudiendo al ejercicio de la fuerza o a entidades sobrehumanas
como los dioses.

Cuando el decálogo cristiano establece el mandamiento de ―No


matarás‖, se está instaurando un tabú imprescindible para que la vida
social sea llevadera. Sin embargo, lo que se hace en realidad no es prohibir
el asesinato, o el robo, o la represión; lo que pretenden las reglas sociales
es establecer quién ostenta su monopolio, que siempre corresponde a la
jerarquía dominante, y más en concreto, en nuestra sociedad, al Estado,
ese Leviatán imprescindible, según Hobbes, para que los hombres no
acaben destruyéndose unos a otros, pero que en realidad funciona como
garante del orden social que les conviene a las clases dominantes.
Ese inmenso paso de la humanidad que fue la declaración de los
derechos del hombre por parte de los revolucionarios norteamericanos
(1776) y franceses (1789), obedece sin duda a la voluntad de poner los
cimientos de una sociedad que pudiera considerarse más justa, pero
también a los intereses de una burguesía que pretendía desmantelar las
bases jurídicas e ideológicas del feudalismo. Los burgueses no querían
abolir las diferencias sociales, sino los privilegios hereditarios de los
nobles; jamás cuestionaron las prerrogativas del dinero ni de la propiedad
privada, que Tomás Moro, en cambio, ya había desterrado en su Utopía
trescientos años antes (aunque preservando un curioso esclavismo): ―He
llegado a la conclusión de que si no se suprime la propiedad privada, es
casi imposible arbitrar un método de justicia distributiva… Mientras
aquella subsista, continuará pesando sobre las espaldas de la mayor y
mejor parte de la humanidad, el angustioso e inevitable azote de la
pobreza y de la miseria‖253.
La declaración universal de derechos humanos de la ONU, en 1948,
mantiene a grandes rasgos esas mismas reglas de juego, si bien
promoviendo una mayor equidad al proclamar derechos tan esenciales
como la no discriminación, el trabajo, la vivienda… Este cuerpo teórico
fue el fundamento de la denominada sociedad del bienestar, que parecía
llamada a compensar los excesos del capitalismo monopolista,
favoreciendo una cierta redistribución general de sus beneficios. Era el
viejo postulado de que el enriquecimiento de las élites redundaría en un
mejor nivel de vida para todos. Pero el desarrollismo basado en la
producción, a la larga, no hizo más que ahondar la brecha entre países
pobres y ricos, y, en todos ellos, entre las oligarquías y el resto de la
120
población. Desde los años 70 los monopolios volvieron a la ofensiva, y los
Estados fueron desmantelando paulatinamente su papel redistributivo
para descubrir su verdadero rostro de instrumento al servicio de las élites.
El neoliberalismo salvaje de comienzos del siglo XXI ha consagrado un
cínico discurso en el que los principios de la justicia colectiva han sido
sustituidos por los de la supervivencia individual, como excusa para
aniquilar avances históricos en la vida de la mayoría de la población: es el
triunfo del beneficio sobre el derecho.

Si hemos dado este rodeo teórico ha sido simplemente para apuntar,


a grandes rasgos, la compleja dialéctica que subyace a la idea de justicia.
En el ámbito macrosocial, lo justo es, institucionalmente, lo que
establecen las religiones y las leyes instauradas por el poder; frente a ellas
suele resistir, con sus más y sus menos, una justicia de los sometidos que
se esfuerza por limitar las prerrogativas de los dominadores. No existe el
contrato social con el que soñó Rousseau, sino la ineluctable lucha de
clases postulada por Marx. No puede darse un pacto equitativo entre
lobos y corderos.
El reclamo social de mayor justicia igualitaria ha sido interpretado por
muchos teóricos —en general, conservadores— ¡como una consecuencia
de la envidia! Freud ya consideraba la envidia responsable de la aspiración
humana a la justicia, como explica Alberoni: ―También para Freud, la
justicia se identifica con la igualdad y surge del deseo envidioso. Re-
cordemos su modelo: todos los hermanos se identifican con el padre y
desean ser amados por él de manera privilegiada y exclusiva. Ninguno de
ellos soporta que el otro tenga algo más. Se escrutan recíprocamente
guiados por la envidia. Esta envidia es tanto más feroz y radical cuanto
más parecidos, equivalentes, sean; cuanto más se los considere pares… Es
justo que nadie se eleve por sobre los demás. Es justo todo cuanto indica
la envidia. Esta manera de pensar identifica a la justicia con la
igualdad.‖254 Freud habla así del ―espíritu de grupo‖, una especie de
compromiso tácito de igualdad para evitar conflictos y hacer viable la
convivencia.255 Esta presión hacia la uniformidad, por parte de la masa
―mediocre‖, hace que los teóricos conservadores la consideren un
elemento entorpecedor del progreso, puesto que corta las alas a la
innovación triunfante.
Bertrand Russell, por ejemplo, califica la envidia de ―fatal para todo
lo que sea excelente‖256, y Helmut Schoeck va más lejos: ―La mayor parte
de los logros que distinguen a los miembros de las sociedades modernas,
121
altamente desarrolladas y diversificadas, de los miembros de las
sociedades primitivas —el desarrollo de la civilización, en definitiva—, son
el resultado de innumerables derrotas infligidas a la envidia, es decir, en el
hombre como un ser envidioso‖257. Por esta razón, de acuerdo con Adam
Smith, le parece imprescindible que las culturas provean de mecanismos
de represión y control de la envidia, tales como la religión y la moral, y
normas que legitimen la desigualdad258. Schoeck admite que la envidia
puede haber jugado antiguamente un necesario papel cohesionador en los
grupos, e incluso puede haber servido para controlar los excesos de poder,
pero le parece que los recientes movimientos igualitarios han ejercido un
efecto pernicioso en la sociedad occidental: ―Hoy podemos afirmar de
manera empírica [!] mejor de lo que hubiera sido posible cincuenta o cien
años antes que el mundo no puede pertenecer a la envidia, y tampoco las
causas de la envidia pueden ser erradicadas de la sociedad. La sociedad
desprovista de todo rastro de clase o condición, y similares refugios para el
pensamiento ingenioso y los sentimientos incómodos, ya no deben ser
considerados dignos de una discusión seria… Ha llegado sin duda el
tiempo en el que debemos dejar de comportarnos como si la envidia fuese
el criterio principal para la política económica y social.‖259 Impactante
ejemplo de confusión tendenciosa entre ciencia e ideología.
Schoeck menciona a otros teóricos que coinciden en su consideración
de la envidia como motor del igualitarismo. Habla, por ejemplo, del
francés E. Raiga, que en su libro L'envie: son rôle social (1932) escribe,
aludiendo a los socialistas y en general a los revolucionarios que reclaman
justicia para todos: ―El sentimiento de dolor y rabia inducido por la vista
de la abundancia de cosas buenas que gozan los otros, que se expresa en el
grito de ‗¿Por qué ellos y no nosotros?‘ merece un nombre, y uno solo, y es
envidia.‖260 Según Schoeck, José Ortega y Gasset comparte con Raiga la
preocupación ―contra la rebelión de las masas envidiosas‖. Es cierto que
Ortega se hacía eco de la preocupación nietzscheana por que la
mediocridad de los muchos pudiera ahogar la excelencia de los mejores,
pero no nos consta que asimilara las aspiraciones igualitarias a la envidia.
Algunos han llegado a ver en los reclamos igualitarios de la envidia el
antecedente directo de la democracia: Savater la califica irónicamente nada
menos que de ―virtud democrática por excelencia‖261. Russell, abundando
en la misma idea, se lamenta de que todas las sirvientas de su casa se
negaron a llevar cargas pesadas desde que se dispensó de hacerlo a una
porque estaba embarazada; para él, además, no solo ―la envidia es la
principal fuerza motriz que conduce a la justicia‖, sino que, a su vez, la
122
democracia es el más fértil caldo de cultivo de este sentimiento, ya que, al
desvaírse las fronteras sociales consagradas, todos nos convertimos en
potenciales envidiosos de todos: ―La inestabilidad de la posición social en
el mundo moderno y la doctrina igualitaria de la democracia y el
socialismo han ampliado enormemente la esfera de la envidia. Por el
momento, esto es malo, pero se trata de un mal que es preciso soportar
para llegar a un sistema social más justo‖. Aunque mejor no ser
demasiado optimista, porque, como se apresura a puntualizar: ―también
es cierto que la clase de justicia que se puede esperar como consecuencia
de la envidia será, probablemente, del peor tipo posible, consistente más
bien en reducir los placeres de los afortunados y no en aumentar los de los
desfavorecidos.‖262
Ese supuesto bucle vicioso entre democracia y envidia, ya señalado
por Tocqueville hace siglo y medio en sus viajes por Norteamérica, se
remonta para Russell a su propio origen histórico en la Grecia clásica. ―El
movimiento democrático en los estados griegos debió de inspirarse casi
por completo en esta pasión‖263. Ilustra esta tesis con la anécdota de
Heráclito de Éfeso pidiendo que se ahorque a todos sus conciudadanos
por pretender que ninguno sea el primero. Cuesta creer que aquel filósofo
de la inestabilidad, el místico anacoreta, defendiera con tanta saña la
conservación de los privilegios mundanos. En cualquier caso, los griegos
antiguos son, probablemente, la civilización que más estudios sobre la
presencia de la envidia (phthonos) ha merecido264. Por poner un ejemplo,
numerosos autores han señalado el ostracismo como una
institucionalización de la encarnizada envidia ateniense. Recordemos que
el ostracismo consistía en un destierro de diez años, acordado por
votación en la Asamblea, de personalidades que destacaran ―demasiado‖,
es decir, hasta el punto de considerarse una amenaza para la igualdad
política de todos los ciudadanos. Es comprensible que, como opinan ya
Aristóteles y Plutarco, tan siniestra medida acabara por convertirse en un
instrumento de pulsos y desquites entre enemigos. Este sería su principal
defecto como procedimiento, más que dar pábulo a la envidia entre
atenienses. Aunque de vez en cuando, ciertamente, sirviera para ensañarse
en chivos expiatorios, como en el caso del juicio a Arístides el Justo (482
a. C.). Plutarco nos relata la anécdota de que uno de los votantes, que no
sabía escribir, le pidió al propio Arístides que anotase su nombre; cuando
este le preguntó cuál era el agravio por el que lo acusaba, el otro replicó:
―Ninguno, ni siquiera lo conozco, sino que ya estoy fastidiado de oír que
continuamente le llaman el justo‖265. Destacar tiene su precio.
123
Parece evidente que la intención de fondo de esta línea ideológica
conservadora, que denuncia en la pretensión de justicia social una envidia
larvada, es ante todo convencernos de que el capitalismo global que
padecemos es la mejor de las sociedades posibles, o al menos, como
repetía otro de sus gestores, la menos mala. Argumento que, por otra
parte, se ha reiterado hasta la saciedad para defender el neoliberalismo
tras la caída del bloque soviético. El igualitarismo no solo está
desprestigiado, no solo resulta contraproducente incluso para los
oprimidos: en tanto que fruto de la envidia, es además perverso. La
demanda de justicia social, por argumentada que se presente, por
vindicadora del derecho que se proclame, brota siempre de las
motivaciones más oscuras y egoístas: no puede, por tanto, atribuirse a sí
misma una superioridad moral. Si Bernard Mandeville aseguraba en su
Fábula de las abejas que ―los vicios privados hacen la prosperidad pública‖,
estos moralistas del capital, herederos de los escolásticos, nos proponen,
con mucha erudición, que practiquemos una resignación ascética mientras
respetamos los vicios de las oligarquías y les dejamos a ellos dirigirnos
para que sigan enriqueciéndose; solo así podremos disfrutar de sus
migajas. Es la culminación del cinismo.

Algunos autores, por fortuna, han objetado esa jaleada asociación de


la envidia con el reclamo de justicia social. Para J. Rawls, por ejemplo, un
autor poco sospechoso de revolucionario pero interesado en una sociedad
justa y estable, el conflicto social no procede necesariamente de la envidia,
y distingue una ira apropiada (centrada en la injusticia) de la envidia
propiamente dicha (centrada en uno mismo). Hay ocasiones en que los
reclamos de justicia son legítimos y simplemente tienen razón: ―Que las
personas tengan intereses opuestos y traten de imponer su propia
concepción del bien no quiere decir, en absoluto, que sean impulsadas por
la envidia y por el recelo‖266. No obstante le preocupa que sea fuente de
inestabilidades sociales, y plantea que una sociedad ideal debería tener
procedimientos para compensarla: igualdad de derechos, mecanismos
redistributivos, respeto a la diversidad, recato en la ostentosidad... Claro
que Rawls se refiere a una teórica sociedad donde los bienes no fuesen
escasos y prevalecieran principios racionales, modelo al que,
lamentablemente, está muy lejos de corresponder la nuestra.
También para el psicólogo Colin Leach, la asociación entre
injusticia y envidia resulta discutible. Según los autores que defienden esta
relación, la idea de justicia se basa en la creencia en un mundo en el que la
124
fortuna debería estar distribuida de un modo equitativo, por lo que la
percepción de una ventaja inmerecida por parte de otro, o más merecida
por uno, explicaría la aparición del sentimiento de envidia como reclamo
de justicia. Por el contrario, según Leach, la mayoría de la gente se
considera merecedora de la mejor suerte, ya que ―para creer que uno se
merece la buena fortuna que posee otro solo hace falta desearla‖267. De ahí
que proponga distinguir entre tres tipos de ira por desigualdad: la envidia
(frustración al sentirse desposeído por parte de otro), la rabia causada por
sensación de inferioridad (que más bien conduciría al resentimiento) y la
comprensible indignación debida a una injusticia.

En el ámbito microsocial, es decir, el del individuo en interacción


con otros individuos, lo justo para cada cual es, desde el propio punto de
vista, lo que salvaguarda sus intereses, según un código enmarcado en la
ideología de la sociedad. Como necesitamos a los demás y ellos nos
necesitan a nosotros, la estructura básica de los encuentros humanos cara a
cara es el intercambio, cabría esperar que regido por el principio elemental
(en promedio) de maximizar el propio beneficio con el mínimo coste. Ya
vimos en los dilemas del pastel y del prisionero y en el juego del
ultimátum que la solución más estable para este principio es la equidad, y
que la envidia podría funcionar como un mecanismo restablecedor de
esta; en tal sentido, y solo en él, podríamos considerarla un ―guardián de
la justicia‖. Pero la envidia, muchas veces, va más allá. La restauración de
equidad marca, por así decirlo, el mínimo de la aspiración envidiosa; se
trata de no estar en desventaja, sí, pero, en muchas ocasiones, lo que se
persigue es precisamente la ventaja.
Descartes ya diferenciaba entre una sensación de injusticia subjetiva
y una rabia por injusticia objetiva, es decir, realmente fundamentada en
circunstancias indignas. En tal caso, ―la envidia solo surge en nosotros
porque, amando naturalmente la justicia, nos enojamos al ver que esta no
se cumple en la distribución de dichos bienes‖268. Según autores como
Parrott o Smith, esta ―ira justificada‖ estaría más asociada al resentimiento,
mientras que una convicción arbitraria de desmerecimiento se relacionaría
con la envidia maliciosa, impregnándola con su matiz hostil; Smith, no
obstante, hace la salvedad de que a menudo la frontera que las distingue
no es clara, y que desde el punto de vista de la experiencia del individuo
ambas son muy similares: ―puede haber muchos casos en que la sensación
de injusticia de la persona envidiosa roce la legitimidad‖. Aaron Ben-
Ze‘ev y Ortony también dan al merecimiento una importancia central
125
como factor de la envidia. Sin embargo, otros teóricos, como Miceli y
Castelfranchi, han hecho notar que los sentimientos no obedecen a la
realidad, sino a las opiniones de las personas; para nuestras emociones lo
que cuenta es lo que pensamos y lo que sentimos. Según ellos no hay una
relación clara entre envidia y justicia, ni tenemos por qué envidiar más a
quienes no merecen su ventaja; cabría incluso esperar lo contrario: que
una ventaja merecida por otro pusiera en evidencia nuestros deméritos y
nos hiciera reaccionar con mayor virulencia269.
Desde nuestro punto de vista, como ya hemos argumentado, envidia
y resentimiento son emociones superpuestas que derivan fácilmente la una
en la otra y forman parte de un gran sistema emocional relacionado con el
valor social, por lo que insistir en diferenciarlos no parece muy fecundo.
Por otra parte, puesto que la envidia es un mecanismo de competición y
de apropiación, la idea de justicia le sirve ante todo como coartada. Como
escribe Simmel, la envidia no se preocupa por lo justo, sino por lo
puramente apetecible; de ahí que no sea objeto de argumento, sino de
lucha. ―El querer tiende a añadir al derecho de su fuerza la fuerza de un
derecho.‖270 Ya vimos que eso es lo que hace Salieri al reprocharle a Dios
no haber repartido el genio según los méritos, y cómo tal racionalización
le permite eximirse de responsabilidad: consigue así sentirse víctima de la
injusticia divina.

Vemos, pues, que la imbricación de justicia y envidia es tan reiterada


como problemática. La sensación de injusticia quizá pueda conducir a la
envidia, pero de ningún modo todas las envidias obedecen a una
valoración de injusticia. Plutarco ya lo señalaba: ―Los hombres envidian,
aun estando persuadidos desde el principio de no sufrir injusticias‖271. A
Sempronio y a Pármeno les debe parecer injusto que su señor premie a la
Celestina con más generosidad que a ellos; pero, en El perro del hortelano,
¿qué injusticia achacaría Diana a Teodoro por marcharse con Marcela
cuando ella lo ha rechazado? Simplemente, se le despierta el capricho, se
ve arrastrada por lo que Girard llama el mimetismo del deseo.
Inversamente, tampoco todas las reclamaciones por injusticia obedecen a
una motivación envidiosa. Por envidia, sí, le parecen injustos a Monegro
los triunfos de Abel Sánchez; pero, ¿qué envidia hay en los humildes
campesinos de Novecento, que acaban levantándose contra sus amos solo
por desesperación?
En cualquier caso, lo que sin duda no puede aceptarse es aplicar esta
hipótesis psicológica al ámbito de los procesos macrosociales. Se antoja
126
poco creíble que las masas actúen por los mismos motivos y sentimientos
que los que operan entre los individuos. Aunque las analogías en este
sentido resulten cautivadoras (multitudes enamoradas, motines
resentidos), es probable que obedezcan a una inoportuna proyección de lo
individual sobre lo colectivo. Un enfoque de este tipo estaría
enmascarando las verdaderas dinámicas que actúan en las sociedades,
como los conflictos de clases; de ahí que suene a sospechosamente
tendencioso.

127
19. La envidia en los grupos
…En este maldito pueblo sin río, pueblo de pozos, donde siempre se bebe el agua con el
miedo de que esté envenenada. F. García Lorca.272

Aunque rechacemos enmarcar la envidia en los movimientos de


masas, no se puede negar su presencia como dinámica dentro de grupos y
entre grupos. Este ámbito de la envidia ha merecido una considerable
investigación, sobre todo por parte de los psicólogos sociales. Si bien el
objeto de este ensayo es la envidia como interacción entre individuos,
analizar su dinámica intragrupal e intergrupal nos procurará elementos
complementarios para su comprensión.
Desde el punto de vista filogenético, no es descabellado especular
que en nuestra especie la identidad grupal precediera a la del individuo.
En tal caso, ¿no podría suceder que la identidad individual se hubiese
construido como una interiorización de las estructuras y las dinámicas
grupales? Las voces del yo son múltiples, y tienen algo de colectividad
interna. Freud lo plasmó en sus conceptos —arbitrarios, pero plausibles—
del Yo, el Superyó y el Ello; él pretendía presentarlos como fuerzas de la
psique, pero su propio desarrollo acabó por darles la apariencia de
personajes. Teatro externo y teatro interno. Envidia como interacción que
la persona incorpora como actitud; y la emoción haciendo de puente entre
ambas. Quizá seamos tribus andantes sin darnos cuenta. Quizá dentro de
nosotros tengan lugar luchas, rituales y tensiones que proceden de una
multitud ancestral.
A veces hay que pelear por el valor social, pero los antropólogos nos
muestran que esa competencia suele desarrollarse más bien de un modo
simbólico o ritual, sobre todo en sociedades pequeñas y rudimentarias
donde lo esencial para la supervivencia es la cooperación: ―Los animales
agresivos que viven en grupos están continuamente en acción para
mantener la paz‖, asevera Eibl-Eibesfeldt273. En las primeras etapas de
estas sociedades el esfuerzo consiste precisamente en evitar que alguien se
desmarque de lo igualitario: ―Cuando un hombre joven sacrifica mucha
128
carne llega a creerse un gran jefe o gran hombre, y se imagina al resto de
nosotros como servidores o inferiores suyos‖, le explican los !kung a R.
Lee274. La envidia puede actuar en este ámbito reducido como una
prevención ante la posibilidad de que el igualitarismo del conjunto se
resquebraje; también como defensa frente a oportunistas. Los brujos o
chamanes están a cargo de estos procesos de control.
En muchas sociedades tribales, la envidia podría servir para
redistribuir el éxito o la suerte, presionando sobre los agraciados para que
compartan su beneficio. El miedo a la envidia es una poderosa reticencia
que teje una red colectiva de pequeños poderes y temores, mediante los
cuales el conjunto retiene al individuo. Algunos grupos la contrarrestan
mediante la intimidad, otros con la mentira y el disimulo, y muchos la
institucionalizan con creencias mágicas como el mal de ojo. Suele darse
un pacto que permite la tensa convivencia. Si la vida es temor, la
convivencia no puede dejar de serlo. Competir implica correr el riesgo de
perder. Compartir es perder un poco para no perderlo todo, para no ser
marginado, odiado y sujeto a magia negra. La generosidad es un
compromiso que intenta calmar las mordeduras de la envidia.
Sin embargo, en las culturas fuertemente individualistas, donde cada
familia es rival de todas las demás, puede que la envidia juegue el papel de
asegurar lo que uno tiene y de estimular la competencia con los otros. En
estos grupos prácticamente se desconocen la generosidad y las fórmulas de
cortesía: por el contrario, se trata de mantenerse en pie de guerra, dejando
bien claro que el otro es siempre considerado un enemigo. Charles
Lindholm describe la sociedad Pukhtun de Swat, en el norte de Paquistán,
una red de clanes orgullosos donde los señores de la guerra, cada uno con
su propio séquito armado, pelean sin cesar unos contra otros por cualquier
bien que reafirme la superioridad: la tierra, el honor, las mujeres…275
Dentro del grupo, el envidiado teme la marginación por éxito; el
envidioso, la disminución por fracaso. Si la ventaja no reside en bienes de
subsistencia, tal vez se trate de deseos más simbólicos, aunque casi
siempre relacionados con el valor público: el prestigio, el liderazgo, el
lugar que se nos atribuye... Desposeer al otro es apropiarse mágicamente
de su valor, humillarlo es conquistarlo un poco. La envidia es solo un
modo de orientar la lucha, de procurar no quedar atrás. Es un pulso
indirecto para acceder a lo valioso: la comida, las hembras (o los machos),
el reconocimiento... Se esfuerza para que no nos quedemos atrás, para
evitar que nos resignemos o nos sumamos en la depresión.

129
Ya comentábamos algunas de las aportaciones de la antropología
sobre la presencia de envidia en pequeñas comunidades. Como describe
Foster, en un contexto grupal, el esfuerzo del envidioso se centra, por una
parte, en ocultar su envidia, borrando todos los indicios que pudieran
revelarla y predisponer así a los demás en contra suya. En segundo lugar,
el envidioso puede buscar maneras de perjudicar a su rival, que irían desde
la lucha abierta o la damnificación directa a recursos más sutiles y
simbólicos como la magia negra, el chismorreo, la incorporación de
cómplices, el vacío social… También hemos señalado que a veces la
comunidad favorece actos colectivos en los que se pueden expresar de una
manera controlada la competitividad y el conflicto.
Garay y Móri proponen una curiosa manera de perjudicar al
envidiado, que demuestra lo rebuscada y fascinante que puede resultar la
sociabilidad humana. La llaman ―estrategia de Clitemnestra‖, en alusión a
la mujer de Agamenón que, en el drama de Esquilo, provocó
deliberadamente la ira de los dioses ofreciendo a su marido honores
excesivos para un humano. Igual que Clitemnestra, se ha demostrado que
hay personas que consiguen atraer sobre otras la saña de los envidiosos
haciendo más aparente la ventaja de estos, por ejemplo colaborando en su
éxito o alabándolos en público. Hay favores que traen su propio veneno276.
Ya hablamos también de las actitudes del envidiado. Siguiendo a
Foster, existe una ambivalencia entre la satisfacción frente a una envidia
moderada, que no deja de ser señal de prestigio y triunfo, y el temor a
sufrir perjuicios por parte de los envidiosos. Casi todas las culturas
cuentan con recursos similares para apaciguar o compensar los efectos
nocivos de la envidia, basados en la cortesía, el regalo y prácticas de
redistribución de bienes, así como sortilegios de tipo mágico como los
explicados con respecto al mal de ojo. La propia limosna, tradición
alabada por tantas religiones como acto compasivo, puede tener por
objeto reducir la envidia de los que están peor que nosotros; uno piensa
inevitablemente en los clubs de señoritas acomodadas que dedican ratos
libres a ofrecer caridad a los menesterosos, o en los lotes de Navidad que
los empresarios solían regalar a sus empleados (actualmente, el
neoliberalismo salvaje ha prescindido incluso de estas formas
rudimentarias de redistribución). Otra estrategia complementaria señalada
por Foster es lo que llama la encapsulación, que consiste en
institucionalizar la separación entre grupos. El establecimiento de castas o
estamentos, como sucede con los brahmanes hindúes, suele estar
sancionado por las creencias, y permite a los sectores privilegiados
130
mantener una distancia lo bastante radical como para privar a los demás
del espectáculo de sus ventajas, y favorecer que estas parezcan fuera del
alcance de posibles aspirantes. La ilusión de una diferencia de calidad
disfraza lo que no es más que un desequilibrio distributivo de la
cantidad277.
Un elemento cultural importante, que no podemos dejar de
comentar, es la consideración prácticamente universal de la envidia como
una actitud censurable. Resulta verosímil que este reproche moral al
envidioso haya sido promovido por las jerarquías dominantes, como un
recurso más para controlar y reprimir sus posibles actos díscolos con
respecto al status quo. Las religiones han ejercido un papel esencial como
instrumentos de regulación e inculcación de valores, favoreciendo la
interiorización de tabúes contrarios a la rebeldía social. La Iglesia católica,
al menos desde Gregorio Magno (siglo VI) inventarió la envidia como
pecado capital, es decir, de enorme gravedad puesto que es causa de
muchos otros pecados.
Pero no solo los privilegiados están interesados en el control de la
envidia. Foster menciona hasta qué punto los conflictos de envidia
podrían perturbar la estabilidad de las pequeñas comunidades, y lo
considera una razón para que hayan tenido que canalizarla de modo
simbólico y reglamentado. Sin embargo, en la vertiente opuesta de esta
demonización de la envidia, debemos insistir en su fuerte vínculo con la
sociabilidad. La envidia cobra sentido y muestra su eficacia en este meollo
central de lo humano que es el impulso a agruparse y asociarse: por su
tendencia a la imitación, favorece la rápida extensión de las innovaciones;
por su efecto vigilante, atenúa y a menudo orienta los impulsos a
competir. Ya vimos que Freud hablaba del ―espíritu de grupo‖ como un
compromiso de equidad gestado desde la envidia, idea reafirmada por
Schoeck. La antropóloga Christiane Bougerol opina que, al homogeneizar
los deseos y las necesidades, la envidia favorece la articulación de los
grupos278. También hemos discutido las propuestas de que la envidia pone
límite al exceso de poder y favorece el igualitarismo; si bien
considerábamos problemático este papel en grandes sociedades, parece
apropiado aplicarlo a los pequeños grupos en los que vivieron nuestros
antepasados durante miles de años. Para el profesor de economía Phillip
Grossman, nuestra naturaleza envidiosa ―puede ayudar a explicar por qué
los humanos son comparativamente menos jerárquicos que otras especies
de primates, más propensos al igualitarismo y a rebelarse contra los que
tienen más de su ‗justa‘ parte‖279. Ya hemos visto que el temor a la envidia
131
puede fomentar la cortesía y ser un estímulo para compartir y repartir. De
hecho, uno de sus efectos favorecedores de la sociabilidad es posponer la
resolución del conflicto, dilatarla en el tiempo, atenuando la amenaza
para el grupo de que un exceso de lucha ponga en peligro la cooperación.
―La envidia sirve de lubricante social y fomenta la cohesión‖, postula el
psicólogo N. Van de Ven, confirmando con resultados empíricos cómo el
posible envidiado tiende a mostrarse más predispuesto a colaborar con los
demás (conducta prosocial). Van de Ven menciona un estudio
antropológico de R. Firth en Polinesia, donde si un pescador tiene más
suerte que los demás les entrega toda su captura; es lo que llaman
compartir te pi o te kaimea, para ―apaciguar la envidia‖.280 En definitiva,
tiene sentido que, como leemos en la Biblia, nadie sea profeta en su tierra:
son precisamente nuestros paisanos los que no pueden tolerar que nos
demarquemos demasiado del rebaño.
Se juzgará indeseable el hecho de que la envidia logre estos efectos de
cohesión en los grupos mediante un clima de conflicto permanente, sea
latente o explícito; pero, dado que el conflicto resulta inevitable, al menos
una envidia moderada lo encauza e incluso lo contiene: en definitiva, lo
humaniza. No olvidemos que la envidia, como todo conflicto, crea
intensos vínculos, en los que la rivalidad se mezcla con la fascinación, y la
animosidad con la admiración. Podemos esperar que la misma presión
evolutiva que seleccionó a los más colaboradores, impusiera a la vez a
quienes disponían de medios para asegurarse la colaboración y la
reciprocidad de los demás281. Recordemos la teoría de juegos: si la fuerza
de la tribu se basa en la cooperación de todos, es comprensible que existan
mecanismos para detectar a los tramposos, a fin de persuadirles para que
cambien su actitud. Catherine Lutz, por ejemplo, en su estudio sobre los
ifaluk, habla del song, una especie de indignación colectiva dirigida contra
el que muestra conductas antisociales (por ejemplo, apropiándose más de
lo debido)282. El novelista Aksel Sandemose inventó la ―ley de Jante‖, en
la que condensa la actitud típica de los pueblos escandinavos, que valoran
la igualdad y consideran la humildad una virtud: nunca está justificado
que alguien se considere más que los otros283. Nietzsche, como sabemos,
veía en estas costumbres una presión del débil contra el fuerte: ―Si
observamos los trasfondos de las familias, las corporaciones y las
comunidades, descubriremos en todos ellos la lucha de los enfermos
contra los sanos, una lucha silenciosa, emprendida a veces con pequeños
venenos, con alfilerazos, con un fingido aire de resignados, pero en
ocasiones también con ese fariseísmo de enfermo que recurre a los gestos
132
estruendosos y al que le encanta representar el papel de ‗noblemente
indignado‘‖284; pero el filósofo del superhombre no tuvo en cuenta que
para el pequeño grupo lo prioritario es la armonía colectiva, y en cambio
lo individual, comúnmente, representa más bien una fuente de problemas.
Así pues, como explica el antropólogo Marvin Harris, el principio
que sostiene la colaboración en las comunidades pequeñas es la
reciprocidad: ―Con 50 personas por banda o 150 por aldea, todo el mundo
se conocía íntimamente, y así los lazos del intercambio recíproco
vinculaban a la gente. La gente ofrecía porque esperaba recibir y recibía
porque esperaba ofrecer… Los individuos que estaban de suerte un día, al
día siguiente necesitaban pedir. Así, la mejor manera de asegurarse contra
el inevitable día adverso consistía en ser generoso‖285. Pero para que la
reciprocidad sea efectiva debe controlar minuciosamente su
cumplimiento; y la envidia es una fiel garante de la reciprocidad. Se ha
sugerido, incluso, que la necesidad de ese control de reciprocidad en los
grupos igualitarios o poco jerarquizados podría ser una de las causas de su
división cuando se hace inviable debido a un número excesivo de
integrantes, como en el caso de las colonias de huteritas, mencionado por
Stroup y Baden. Los huteritas pertenecen a la familia de los anabaptistas,
la misma de los amish y los menonitas. Les distingue su ideal pacifista y la
comunidad de bienes. El límite de miembros de un grupo huterita es,
como el que propone Harris, el mágico número de 150; cuando alcanzan
esa cantidad, se dividen en dos grupos. ¿Podría ser porque ya son
demasiados para conocerse y controlarse personalmente?286
Harris se basa en este igualitarismo de las sociedades sencillas de
bandas y aldeas para opinar que la tendencia a formar grupos jerárquicos
y a acaparar prestigio no es innata en nuestra especie. Sin embargo, podría
suceder, como con tantos otros ―instintos‖, que una tendencia innata se
viera regulada por la cultura, y se manifestara o no dependiendo de esta:
las jerarquías están presentes en casi todos los mamíferos sociales (donde
el liderazgo lo ejercen los machos y hembras alfa), y en la inmensa
mayoría de las sociedades humanas. Con el tiempo, a menudo sucede que
en las sociedades igualitarias los liderazgos se institucionalizan,
sustituyendo la reciprocidad por la redistribución: el acaparamiento de
recursos por parte de unos pocos es tolerado siempre que estos organicen
periódicamente grandes festines en los que, además de ganarse la simpatía
del resto, hacen ostentación de su poder y su riqueza, lo cual les sirve para
competir con otros ―grandes hombres‖ y establecer su grupo de acólitos.
Cabe especular que en estas sociedades protojerárquicas la envidia ya no
133
juega tanto un papel colectivo de control sobre los que destacan como un
mecanismo de ajuste social del individuo. Harris menciona los ejemplos
de la ceremonia muminai, entre los siuais de las islas Salomón, y el bien
estudiado caso del potlatch entre los kwakiutl de Vancouver. El discurso
inaugural del potlatch era explícito en su intención de humillar a los
rivales y provocar su envidia: ―Soy el gran jefe que avergüenza a la
gente… Llevo la envidia a sus miradas‖287. Nuestra sociedad cuenta con
sus propias reminiscencias del potlatch, desde la boda de los hijos
celebrada por todo lo alto hasta la cena a la que un empresario boyante
invita a sus trabajadores. No hace tanto que algunos terratenientes
sufragaban festejos anuales a sus deudos; podemos verlo en películas
como Novecento, de Bernardo Bertolucci, o Bearn, de Jaime Chávarri.

Ya hablamos de que el vínculo envidioso tiene un lugar destacado en


la familia. Para Schoeck, una de las causas de que nuestra especie sea tan
envidiosa es la larga duración de la infancia, ―que expone al individuo
humano durante mucho más tiempo que cualquier otro animal a la
experiencia de los celos del hermano dentro de la familia‖288. Sin
embargo, Schoeck se queda corto al señalar solo el conflicto entre
hermanos: también hay envidia entre padres e hijos. Es conocida la tesis
de Freud del complejo de Edipo, y lo que resulta indudable es que los
hijos necesitan reafirmarse frente a sus padres, y en cierto modo ocupar su
lugar, para poder crecer. ―Los niños entran en conflicto con los propios
padres —escribe Alberoni—. Terminan así por odiar y repudiar los
propios objetos de amor y de identificación y este desgarramiento interior
es la base misma de la psicología. Freud llamó ambivalencia a esta
presencia simultánea de amor y de odio. Puede sentirse envidia del propio
padre, de la propia madre, de los propios hermanos, aunque exista amor,
incluso un gran amor.‖289 Y la misma ambivalencia debe darse a menudo
en el amor de los padres hacia los hijos, cuando estos se convierten en sus
rivales y, por implacable ley de vida, en sus suplentes.
Sorprendentemente, Alberoni no considera probable la envidia en los
vínculos de enamoramiento o de amistad. Haciéndose eco de la teoría
mimética de Girard, opina: ―En la envidia, la persona envidiada es el me-
diador, quien nos señala lo que debemos desear, lo que tiene valor y
quien, al mismo tiempo, nos obstruye el camino, nos impide el acceso a
ese valor… Todo esto no puede ocurrir durante el enamoramiento, porque
el otro es la meta misma. Y cuanto más grande, espléndido y deseable se
hace, más crece nuestro amor.‖ Por lo que respecta a la amistad, ―en esta
134
relación entre iguales, de dignidad pareja y de valor parejo, habitualmente
no hay envidia. Y, cuando esta aparece, se la aplasta rápidamente.‖290 Ni
en un caso ni en otro sus argumentos resultan convincentes. Alberoni
habla de estas relaciones de un modo idealizado y abstracto, casi
platónico. En el mundo real, las relaciones humanas son sinuosas y
poliédricas, y ninguna está exenta de temores, frustraciones y rivalidades.
Tanto Salieri como Monegro ya nos enseñaron lo mucho que tiene la
envidia de fascinación e intensidad, y lo mucho que nos recuerda, por
ello, al enamoramiento.
Ya Aristóteles había señalado que la amistad no está exenta de
envidias, y el refrán popular nos avisa: ―Más te debes guardar de la
envidia de un amigo, que de la emboscada de un enemigo‖; Sebastián de
Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana, lo reafirma: ―Lo peor
es que este veneno suele engendrarse en los pechos de los que nos son más
amigos, y nosotros los tenemos por tales fiándonos dellos; y son más
perjudiciales que los enemigos declarados‖291. J. D‘Arms opina, a su vez:
―La idea de que alguien sea un rival o un amigo, pero nunca las dos cosas,
es una visión infantilmente simple de las relaciones sociales, el hecho de
que alguien es su amigo no demuestra que no es también, en cierto
sentido, su rival‖292. En definitiva, todos los vínculos humanos, como los
sentimientos asociados a ellos, muestran ambivalencia y variabilidad: de
ahí su complejidad, tan llena de matices, su carácter problemático.

Un ámbito grupal al que recientemente se ha dedicado un


considerable esfuerzo de investigación, por obvios intereses económicos,
ha sido la envidia en el trabajo. Como explican Duffy y cols., el lugar de
trabajo suele ser un microcosmos de gente numerosa, próxima y a
menudo competitiva, por lo que constituye un terreno abonado para la
envidia, que suele tener efectos más perniciosos en situaciones de suma
cero293. En el trabajo, además, suelen presentarse interconectados el logro,
el prestigio y la jerarquía (expresada esta tanto en poder como en dinero),
aspectos en los que se hallan implicados bienes materiales (capacidad
adquisitiva) y simbólicos (el valor social y la autoestima). Siguiendo los
principios de la teoría de la comparación social, podemos esperar que el
trabajador evalúe como adecuado recibir lo mismo que aquellos de su
mismo rango y esfuerzo (teoría de la equidad de J. Adams)294; en caso de
recibir menos de lo que esperan o consideran justo —siempre en función
de su grupo de referencia—, se puede prever una reacción de frustración y
descontento (teoría de la privación relativa). Un estudio de Shaubroeck y
135
Lam da apoyo a la privación relativa: la comparación frustrante era más
probable cuando el individuo tenía expectativas de promoción y esta era
concedida a otro percibido como similar295.
Igualmente cabría esperar que las estructuras de recompensa
competitivas o promotoras de la excelencia fuesen más propensas a
provocar envidia; sin embargo, este efecto no está del todo claro. Lo que sí
se suele practicar es el llamado ―impuesto de envidia‖, según el cual los
sueldos de los trabajadores cualificados son algo inferiores a lo que les
correspondería, mientras que los de otros trabajadores menos cualificados
—pero necesarios— están ligeramente por encima de su rango. También
hay cierta evidencia de que la envidia es más probable cuanto más
interdependientes son las tareas, tal vez porque la proximidad ofrece más
ocasiones para la comparación y la rivalidad. Parece que no hay que
abusar del ―espíritu de equipo‖, aunque sí es importante fomentar la
identificación con la empresa y el hecho de sentirse valioso en ella. Los
superiores tienen un papel importante en este aspecto296.
Los abundantes estudios sobre la envidia en el trabajo confirman
efectos que ya conocemos. Envidiar no siempre tiene como consecuencia
el abandono, la disminución del rendimiento o el perjuicio al adversario,
también puede servir como incentivo para la propia superación, incluso
imitando al modelo aventajado. Se ha señalado que tal vez el factor que
marque la diferencia entre una envidia constructiva y una destructiva sea
lo afectada que pueda quedar la autoestima en la comparación
desventajosa297; parece más significativo el sentirse o no capaz de imitar al
modelo. En cualquier caso, en el trabajo como en cualquier otro ámbito,
el hecho de destacar siempre favorecerá la aparición de envidiosos (el
llamado "síndrome de la amapola alta"298, al que ya hicimos alusión).

¿Y qué hay de la envidia entre grupos? Tanto en la identidad como en


la autoestima del individuo juega un papel importante su grupo de
referencia299. Por otro lado, es probable que las pequeñas colectividades
compitan con otras equivalentes en determinados aspectos, y, como
sabemos, la rivalidad es el terreno abonado de la envidia. También en esta
dimensión rigen los efectos de proximidad y semejanza: podemos
imaginar fácilmente la envidia entre dos equipos de fútbol enfrentados en
un mismo torneo, entre dos asociaciones culturales de pueblos vecinos,
entre las escuelas de una misma localidad… En las películas americanas
se ha reflejado a menudo el enfrentamiento entre pandillas de
adolescentes, buena parte del cual podría achacarse a la envidia.
136
Basándose en el modelo del contenido de los estereotipos, Mina Cikara y Susan
Fiske han encontrado que la envidia grupal suele dedicarse a exogrupos
percibidos como altos en competencia (destacados en el desempeño) y
bajos en cordialidad. Por otra parte, envidia y schadenfreude suelen
aparecer asociadas, en especial cuando las ventajas del grupo rival se
consideran inmerecidas.300
Los conflictos entre comunidades y pueblos se remontan a su mismo
origen, y en un principio estaban relacionados, indudablemente, con el
acceso a recursos de supervivencia y la prosperidad (o carencia) relativa.
Es probable que, en situaciones de necesidad, exista una especie de
umbral de tolerancia para la riqueza comparativa de los grupos, a partir
del cual el enfrentamiento resulte inevitable. Harris menciona un estudio
de Good sobre las aldeas yanomami de la Amazonia según el cual
concluye que ―la guerra enfrenta necesariamente a aldeas en diferentes
fases de crecimiento y de agotamiento de recursos; los grupos con niveles
de consumo más bajos y poblaciones más numerosas escogerán como
objetivos a grupos más reducidos con niveles de consumo más
elevados‖301. Ya superado el nivel de mera supervivencia, lo que se busca
es precisamente hacer ostentación de riqueza, como un modo de
establecer claramente las diferencias de fortuna y de poder. Aparece
entonces, como sucedió en las ciudades de la Antigüedad, el gusto por
levantar grandes edificios y templos fastuosos. A finales de la Edad
Media, las ciudades también hacían alarde de su prosperidad compitiendo
por levantar una catedral más grande y asombrosa que la de las otras. Los
rascacielos vienen a ser las catedrales modernas del capitalismo.
Aunque en la actualidad las comunidades rurales se enfrentan al
peligro de su desaparición frente a la presión de intereses foráneos
(monopolistas y corporaciones, como en el caso de madereras y petroleras
en el Amazonas), la misma disminución de los recursos accesibles
incrementa los conflictos entre etnias e incluso entre grupos de una misma
etnia, especialmente por el uso y tenencia de la tierra. En México, por
ejemplo, estudios de diversas organizaciones documentan hasta 30.000
conflictos por la tierra. Según el Alto Comisionado de las Naciones
Unidas para los derechos humanos, ―las luchas campesinas por la tierra y
sus recursos se agudizan por las ambigüedades existentes en torno a los
derechos y títulos agrarios… La defensa de la tierra conduce con
frecuencia a enfrentamientos con otros campesinos, o con propietarios
privados, autoridades públicas y a veces con las fuerzas del orden (policías
y militares).‖302 Aunque en este tipo de conflictos lo que se defiende es la
137
supervivencia, cuando se trata de disputarse la tierra es probable que
surjan rivalidades de tipo envidioso entre personas y grupos.
También entre los grupos se ejecutan diversas prácticas para inhibir
la agresión y la envidia. Es casi universal la costumbre de agasajar al
visitante extranjero, utilizando el recurso de compartir con él las
posesiones a fin de evitar su posible envidia, o la de su comunidad de
origen. En el otro extremo está el apaciguamiento mediante la ocultación:
entre el pueblo bantú Lovedu, en el que está mal vista la acumulación de
bienes, existe la convención, cuando regresa alguien que ha visitado otra
aldea, de preguntarle qué están ocultando, a lo que el viajero contesta por
sistema: ―No son más que unos muertos de hambre‖303. Eibl-Eibesfeldt
habla de los encuentros periódicos de contacto entre distintas
comunidades. En ellos suelen organizarse festejos y rituales con la doble
pretensión de intimidar y conciliar a los visitantes. Un recurso
particularmente vinculante en estos casos es el comercio, cuya función
ambivalente es a la vez intercambiar objetos necesarios y ofrecerse
mutuamente regalos304. Un ejemplo célebre, y asombroso, de estas visitas
ritualizadas es el Kula de las islas Trobriand, descrito por B. Malinowski
en 1922. Miles de nativos de una amplia red de islas se lanzan al mar en
sus canoas y, siguiendo un circuito prescrito, visitan otras comunidades en
las que realizan intercambios de objetos. Sin embargo, es probable que la
motivación de fondo no sea tanto el comercio como el estrechamiento de
vínculos cooperativos y el apaciguamiento de posibles conflictos. En sus
desembarcos, los visitantes exhiben actitudes amenazantes, llegando a
escenificar verdaderos ataques con destrozo de bienes en los poblados
receptores, cuyos habitantes se mantienen igualmente a la defensiva hasta
que, concluida la escenificación, todos se reúnen festivamente y hacen sus
intercambios, que son considerados un honor305. Encontramos aquí la
habitual ambigüedad entre intimidación y conciliación que parece
acompañar los contactos rituales entre grupos, sugiriendo que, si se quiere
convivir en paz con los vecinos, hay que mostrarse a la vez cooperador y
persuasivo. Toda una lección para lidiar con (posibles) envidiosos.

138
20. ¿Qué suele hacer la gente con la envidia?
La acción libra del mal sentimiento, y es el mal sentimiento el que envenena el alma.
M. de Unamuno306.

En general, solemos arreglárnoslas con la mayoría de nuestras


envidias para que no perturben demasiado nuestra vida cotidiana, y pocas
pasan de significarnos una llamada de atención sobre algo que podemos
mejorar, el malestar al comprobar que el vecino se ha comprado un coche
nuevo o la incómoda nostalgia de una vieja aspiración que dimos por
perdida entre suspiros. Pronto solemos olvidarlo todo, arrastrados por la
vorágine de los requerimientos cotidianos. Lo cual es una suerte, porque si
cada vez que se nos despierta el gusanillo de la envidia la convirtiéramos
en una conmoción tan apasionada como la de Salieri, nuestra vida sería
una perpetua amargura, y nuestras relaciones resultarían un verdadero
tormento. ¡Eso sí que sería vivir ―peligrosamente‖!
¿Cómo hacemos para quitarle veneno a la mordedura de la envidia,
incluso cuando duele de veras? Las estrategias son las mismas que
utilizamos frente a otras situaciones y emociones enojosas, y que
básicamente consisten, como propone el filósofo Jon Elster, en aprovechar
que la envidia puede ser ―suprimida, reprimida o transmutada a alguna
otra emoción‖307. Algunos psicólogos las llaman mecanismos de
afrontamiento, enfatizando su función defensiva308. Duffy remarca el hecho
de que estos comportamientos están destinados a reparar la autoestima y
el estatus social dañado, evitando así tanto el deterioro social como la
ansiedad y la depresión309. En cualquier caso, como muestran los estudios
de neuroanatomía funcional, todos ellos están relacionados con el control
y la regulación de las conductas que puedan desencadenarse como
respuesta a una intensa vivencia emocional310. Veámoslos con detalle.

Aunque es dudoso que podamos suprimir por completo un proceso


que en buena parte escapa a nuestra voluntad, tanto por su carácter social
como por su impronta emocional, es evidente que disponemos de recursos
139
cognitivos para cambiar el modo en que lo percibimos, de manera que nos
parezca menos grave. Podemos transformar algunos elementos del relato
de la envidia que nos contamos a nosotros mismos, buscando enfoques
que refuercen la idea de que ―no es para tanto‖.
Las posibilidades son infinitas, y dependen de las creencias, los
valores y los hábitos de cada persona. En general, responden a lo que los
psicólogos llaman reducir la disonancia cognitiva311. Por un lado, yo me
esfuerzo por mantener una imagen de mí mismo que me reafirme como
alguien valioso; por otro lado, la ventaja de alguien pone en cuestión este
autoconcepto. La disonancia consiste en la contradicción entre ambos
hechos. Para disminuirla, puedo centrarme en un polo o en el otro,
echando mano de pensamientos que refuercen mi valía o bien procurando
disminuir la importancia de la ventaja ajena. Como dice Van de Ven, de
lo que se trata es de ―reducir la brecha frustrante percibida‖312.
Así, si me centro en mi propio valor, podría confeccionar un
inventario de cuántas cosas hago bien e incluso mejor que mi rival. Es la
estrategia del vaso medio lleno: ―Reconozco que en esto últimamente ando
algo bajo, pero siempre he conseguido muy buenos resultados, como
aquel año que… ¡Cuántas veces me han felicitado!, y de hecho sigo
teniendo un gran prestigio merecido‖. No se trata solo de centrar la
atención en lo bueno, sino que podemos incluso sobrevalorarlo,
destacando nuestro mérito por encima del ajeno: ―Será el mejor en
elegancia, pero es un antipático‖, ―Será muy inteligente con los números,
pero yo lo soy con las letras‖, ―Si hubiésemos competido de aquella otra
manera que se me da mejor habría ganado yo‖... Jan Crusius, siguiendo a
otros autores, llama a este recurso el efecto de los limones dulces313, lo cual
recuerda la vieja máxima de Dale Carnegie, referida a aprovechar lo
funesto cuando es inevitable: ―Si tiene un limón, hágase una limonada‖.
En la misma línea, puedo reafirmar mi convencimiento de que ―si me lo
propusiera, sería capaz‖, o echarle la culpa a algún factor exterior por
cuya influencia esté pasando una mala racha: ―¿Qué habrían hecho otros
si se les hubiesen juntado la operación de mi madre, los problemas de los
niños, la depresión de mi mujer..?‖ En definitiva, puedo llegar a
convencerme de que yo sigo siendo el mismo, y que la vida es difícil para
todo el mundo.
Restar significación personal a la supuesta ventaja ajena es lo que se
ha llamado efecto de las uvas agrias314, en alusión a la famosa fábula de
Esopo "La zorra y las uvas", que rehízo Samaniego. Una zorra quería
comerse unas apetitosas uvas, y
140
Miró, saltó y anduvo en probaduras;
pero vio el imposible ya de fijo.
Entonces fue cuando la zorra dijo:
“¡No las quiero comer! ¡No están maduras!‖315

Como la zorra, siempre podemos convencernos de que lo


inalcanzable no valía la pena, y con ello nos desprendemos de la
frustración: ―¿De qué le sirve ser el mejor?‖, ―¿Y para eso tanto
esfuerzo?‖... Curiosamente, la estrategia contraria, exagerar las
capacidades del rival (el llamado efecto genio), también puede funcionar,
puesto que nos aligera de responsabilidad: ―Es imposible competir con él,
no hay quien le alcance‖316.
Otro recurso cognitivo es deslegitimar directamente los supuestos
méritos del rival: ―No se puede considerar una victoria, tenía demasiada
ventaja‖, ―Lo ha conseguido haciendo trampas, así cualquiera‖, ―No sabe
cómo llamar la atención‖, ―Siempre es él el que tiene suerte‖, ―Ha sido un
éxito aislado‖... Y también, en fin, podemos oponer a la mala voluntad
envidiosa argumentos para una buena predisposición: ―Ante todo es mi
amigo‖, ―Sería una vergüenza impropia de mí que lo envidiara‖... Por
supuesto, en todas estas estrategias lo relevante no es la verdad, sino que
nuestro ego quede indemne, y nuestro ánimo libre de la amargura
envidiosa. Su eficacia depende de hasta qué punto consigamos
convencernos con ellas. Epicteto, como Buda, opinaba que el sufrimiento
no proviene de las cosas, sino de nuestro modo de verlas, por lo que
recomendaba cambiar el punto de vista y, por ejemplo, ignorar aquello
que nos perturba. Peter Salovey y Judith Rodin opinan que otro modo de
atenuar el rigor de la envidia es centrar la atención en el estímulo, en lugar
de hacerlo en el propio valor317: tal vez Salieri no habría sufrido tanto si,
en lugar de darle tantas vueltas a su orgullo herido, se hubiese volcado con
más ahínco en la música.
Muchas de estas estrategias de reorientación cognitiva están
relacionadas con los factores propuestos por B. Weiner en su teoría de la
atribución: a) si la causa de la ventaja es interna o externa, b) hasta qué
punto puede considerarse estable o pasajera y c) si el individuo ha
intervenido deliberadamente o su logro ha sido fortuito318. Nos incomoda
más la superioridad en el otro, y la inferioridad en nosotros, cuando nos
parecen internas y estables: en ambos casos, se nos antojan más vinculadas
a la capacidad personal y menos susceptibles de cambio. El papel de la
141
controlabilidad es ambiguo: si nos creemos capaces de cambiar la relación
de fuerzas con respecto a otro, podemos sentirnos más motivados y
esperanzados (lo cual podría disminuir la tendencia a la envidia), pero
también más responsables de no hacerlo (lo cual podría resultarnos más
frustrante e inclinarnos a envidiar con más probabilidad).
Las creencias y los valores pueden ser un buen refugio para las
disonancias cognitivas. ¿Hay alguna fuente de alivio más universal que la
religión? Según Schoeck, ―lo que los marxistas han llamado el opio de la
religión, la capacidad de proporcionar esperanza y felicidad para los
creyentes en las circunstancias materiales más diversas, no es nada más
que la provisión de ideas que liberan a la persona envidiosa de la envidia,
y a la persona envidiada de su sentimiento de culpa y su temor a la
envidia‖319; cabe replicarle que, en efecto: opio… Una buena actitud ante
la envidia es la magnanimidad, esa grandeza de miras que reserva las
fuerzas para lo realmente grande, y desprecia lo insignificante: ―¿Qué más
me da su éxito de ventas, si yo soy el más apreciado por los clientes?
Menos dinero, menos problemas‖. Es algo parecido a la insistencia
budista en la compasión: todos sufrimos de un modo u otro, y todos
hemos de morir; ¿qué sentido tiene alterarse por la superioridad de los
demás? Lo importante es la paz de espíritu.
Una de las creencias que se suponen más vinculadas a la dinámica de
la envidia es el binomio fatalismo/voluntarismo. Schoeck asegura que las
culturas fatalistas —que creen en un destino ineludible— son menos
envidiosas, puesto que se resignan más fácilmente, y sobre todo porque el
hombre queda eximido de toda responsabilidad: ―Las culturas tribales
más sometidas por la envidia —como los Dobu y los Navajo— carecen de
hecho del concepto de la suerte en absoluto, como del concepto de azar.
En estas culturas nadie es alcanzado por un rayo, por ejemplo, sin un
vecino culpable de haberlo querido por envidia‖320. Un fatalista coherente
no se sentirá culpable de nada, puesto que considerará cualquier
acontecimiento consecuencia de las leyes del cosmos o del capricho de los
dioses. De ahí que el calvinismo, que afirmaba la predestinación, parezca
a algunos el arquetipo de una religión curada de envidia. Si Salieri hubiera
sido calvinista, quizá se habría resignado a la ventaja de Mozart,
aceptando sin rechistar la arbitrariedad de Dios en lugar de reclamarle una
justicia que no le correspondería al hombre evaluar.

De la represión como estrategia poco podemos decir, salvo que


solemos aplicarla —porque de lo contrario la sociedad sería inviable,
142
como nos hizo ver Freud— y que su abuso suele tener muy malas
consecuencias para la salud. Sartre quería ver en todos los sentimientos
una transformación mágica del mundo, una ―pequeña comedia… que
puede servir de sustitutivo a la conducta que no puedo llevar a cabo‖321.
Nos parece más bien al contrario: la envidia realmente fracasada, la
envidia rigurosamente impotente, traslada al interior un conflicto que
estaba fuera, pudiendo abocar al deterioro del yo y a la depresión. La
envidia es una rebeldía de la vida contra algo que la amenaza, pero acaba
siendo una rebeldía fallida si se empantana en sí misma, si no sirve para
llegar a otra cosa. Solo es útil si resulta motivadora. El repliegue no hace
más que consagrar el desamparo, y, como demostró M. Seligman, hay
pocas cosas más devastadoras que el aprendizaje de la indefensión.
No obstante, al menos desde Freud sabemos que a veces las personas
no solo pueden quedarse atrapadas en una situación que las perjudica,
sino que incluso se empeñan en mantener activamente su rol de
perdedores, por más que les haga sufrir. A menudo, estas actitudes
autodestructivas se sostienen inconscientemente: la persona suele darse
cuenta de la contradicción entre sus deseos y sus actos, pero no sabe ni por
qué lo hace ni cómo superarlo. Probablemente existen contradicciones
más profundas, relacionadas quizá con ―ganancias secundarias‖, como
castigar simbólicamente a figuras críticas interiorizadas, reclamar
atenciones o cuidados, evitar afrontar desafíos que causan temor… ―Hasta
que una persona mentalmente orientada al déficit no esté dispuesta a
correr el riesgo de llevar a cabo el cambio —avisan Julie Exline y Anne
Zell—, incluso los esfuerzos de los terapeutas más entusiastas y
bienintencionados pueden conducir a la frustración‖322.
En cualquier caso, cuando la envidia es ―de estar por casa‖,
aguantarse tal vez sea un modo de minimizarla y facilitar su olvido. Pero,
¿quién se atrevería a pedirle a Salieri que reprimiera su torturada envidia?
De hacerlo, tal vez hubiésemos conseguido que Mozart sobreviviera al
final del drama de Pushkin, pero a costa de cargar de ansiedad al sufrido
Salieri. Mozart habría salido ganando —¡otra vez!—, pero desde el punto
de vista de Salieri no habría resultado muy inteligente.

El tercer grupo de estrategias de las que hablaba Elster sería procurar


convertir la envidia en otra emoción. ¿Se pueden transmutar las emociones
como los alquimistas pretendían transformar el plomo en oro? Resulta
dudoso que podamos concebir unas ―emociones a la carta‖. Lo que se
siente, se siente. Sin embargo, ya sabemos que los sentimientos son
143
susceptibles a las creencias y a los hábitos. Del mismo modo que la zorra
despreciaba las uvas que en realidad no podía alcanzar, tal vez con algo de
entrenamiento y voluntad se pueda favorecer que unos sentimientos den
paso a otros.
Richard Smith, no obstante, nos avisa de los peligros de esta
alquimia de aprendiz de brujo: perder de vista lo que realmente sentimos y
convencernos de que en realidad es otra cosa puede conducirnos a las
peores iniquidades disfrazadas de altos ideales. Pone el ejemplo del Casio
de Shakespeare, que organiza la revuelta contra César en nombre de la
libertad de Roma, cuando lo que está en juego parece ser más bien una
mezcla de envidia y ambición323. Todos los fanatismos responden a este
maquiavélico esquema, aunque eso nos muestra, más que la capacidad
para transmutar las emociones, la facilidad con que nuestra razón
encuentra un modo tendencioso de justificarlas.
La lógica del movimiento new age se basa en la premisa: cambia tus
pensamientos para cambiar tu vida: ―Lo que crees lo creas‖. Dejando de
lado algunos excesos que rozan lo grotesco —―Piense y hágase rico‖, se
titula un conocido libro de esta orientación324—, tal principio encierra
buena parte de verdad, y recoge una sabiduría milenaria que se remonta a
Epicuro y los estoicos, por no hablar del propio Buda. Sin embargo,
ninguno de ellos pretendía transformar directamente las emociones, sino
poner las bases —en forma de ideas, actitudes y formas de vida— que
favorecieran un estado de ánimo sereno en lugar de afligido.

¿Cómo es posible que unas emociones se ―transmuten‖ en otras?


Tendemos a pensar en los afectos de un modo discreto y lineal: cada
emoción estaría claramente diferenciada de las demás, y se irían
sucediendo una tras otra como los vagones de un tren: ahora alegría,
ahora tristeza, ahora rabia…, ahora envidia. En cambio, desde una
perspectiva sistémica, podríamos imaginar que las emociones están todas
a la vez, o, dicho mejor, que hay un continuo emocional donde lo que va
variando es la proporción de los valores de cada elemento, tal como
propusimos en el epígrafe 3.
Tal vez desde este modelo tendría más sentido pensar en una
―transmutación‖ de las emociones que fuese más allá de las meras ideas
que nos hacemos sobre ellas. Diana Cohen y J. A. Marina325, por ejemplo,
proponen esforzarse por decantar la envidia hacia la admiración y la
emulación, lo cual no es sino un modo simbólico de apropiarse de las
prebendas del envidiado, de lograr, en palabras del psicoanalista C.
144
Paniagua, una fusión fantaseada con él326. En realidad, como ya discutimos,
la envidia destructiva y la admiración se mueven en el mismo terreno
emocional, pero es cierto que al esforzarnos por canalizar la envidia a
través de la emulación quizá logremos convertirla en un impulso que
puede ser más constructivo para nosotros, y menos destructivo para los
demás.

Hasta aquí sobre lo que hace la gente para evitar la perturbación de la


envidia. ¿Cómo nos las arreglamos cuando eso no es posible, o cuando ni
siquiera lo deseamos? ¿Qué hacemos cuando se impone la envidia y toca
jugar el rol de envidiosos?
En primer lugar, procuramos justificarnos. No tenemos más remedio,
porque la envidia forma parte de las actitudes socialmente consideradas
reprobables, y ese es el código moral que probablemente hayamos
interiorizado en nuestra propia conciencia. Necesitamos creer, y
eventualmente hacer creer, que nuestra envidia es legítima. Por eso, en
nuestro relato, habrá que cargar las tintas sobre la inocencia propia y el
escaso merecimiento de la ventaja por parte del otro. Es lo que los
psicólogos llaman racionalización de las emociones: encontrar razones
que avalen lo que sentimos.
Una de las más típicas racionalizaciones de la envidia, como hemos
desarrollado, es la idea de injusticia. En el Amadeus de Shaffer, la rebelión
de Salieri contra la injusticia divina cobra las proporciones de una batalla
cósmica, dirigida contra el gran traidor, contra ese Dios que se sirve
arbitrariamente de los hombres como simples marionetas de su gloria. Es
indudable el eco del Paraíso Perdido de John Milton, donde el ángel
predilecto, sometido tras su rebelión contra el Dios tirano, promete no
cejar:

Pensemos cómo desde ahora ofender mejor


Al Enemigo, o remediar la pérdida,
Cómo superar tan fiera desventura,
Qué auxilio extraer de la esperanza
O qué resolución del desespero.327

También el Salieri de Pushkin se proclama un rebelde justiciero que,


en nombre de la humanidad, pretende eliminar ese fruto anómalo que es
Mozart. Hallamos pues en el imaginario del envidioso el arquetipo del
hombre enfrentado contra su destino, el mismo que animaba a los héroes
145
griegos que se alzaban contra los dioses para disputarles una grandeza que
aplastaba a los humanos: Sísifo, Perseo, y sobre todo Prometeo, protector
de la humanidad que se atrevió a robar para nosotros el fuego. Pero ya
dijimos que el envidioso no es precisamente un héroe, no es un fundador
sino un tembloroso pedigüeño, y no roba más que lo que teme perder.
La envidia apunta su dedo acusador a los dioses y a los hombres
culpables de aventajarnos. ―¿Paciencia? —le reprocha Joaquín Monegro al
siempre triunfante Abel—. ¿Y qué es mi vida sino continua paciencia,
continuo padecer? Tú el simpático, tú el festejado, tú el vencedor, tú el
artista… Y yo…‖328 Para ganar razón, el envidioso necesita certificar el
demérito del envidiado: desacreditarlo, dice Alberoni; demostrar su
inferioridad moral, según Smith329. De modo complementario, el
envidioso se atribuirá los méritos que deberían haberle procurado el bien
del otro: Salieri dedicó toda su vida al duro trabajo de conquistar el genio,
y fue a encontrárselo en alguien que le parecía un patán. Se puede llegar
incluso a proyectar la propia envidia en el otro, como hacen los demonios
de Milton —―el Omnipotente por envidia / Yermo tiene este lugar: no ha
de echarnos de él‖330— y Monegro en una de sus obsesivas disquisiciones
—―dio en creer que toda la pasión que bajo su aparente impasibilidad de
egoísta animaba a Abel era la envidia, la envidia de él a Joaquín…‖331—.
Todo este arsenal justificador mostrará el envidioso a quienes le reprochen
su perfidia, empezando por su propia conciencia, en un esfuerzo por
sortear la vergüenza y la culpabilidad: ―Nunca conocí la envidia. ¡Nunca,
nunca!‖
Pero ya apuntamos que la principal baza defensiva de la envidia es la
ocultación332. Según Vives, el envidioso ―antes confiesa que siente ira, odio
o temor, afectos menos torpes e inicuos‖333. Porque, como vimos, si el
envidioso mostrara sus cartas correría muchos riesgos: provocar la
enemistad del envidiado, la desconfianza y el reproche de los otros, y,
quizá lo peor, hacer pública su vulnerabilidad334. Envidiar es vivir en la
trinchera, es actuar en escaramuzas silenciosas y nocturnas, es urdir en la
clandestinidad planes para perjudicar al oponente, como el Salieri de
Shaffer… o acabar inmolándose matando, como el otro Salieri más
romántico de Pushkin, cuando la rabia y la angustia son tan grandes que
no pueden soportarse.
Castilla del Pino remarca que el envidioso no solo oculta su envidia
ante los demás, sino que se esfuerza también en hacerlo ante sí mismo; de
ahí que el vínculo de envidia pueda permanecer inconsciente. Admitir
internamente su envidia equivaldría a asumir sus carencias y, en
146
definitiva, su inferioridad, incrementada por el propio hecho, socialmente
despreciable, de sentirla. Recordemos lo doloroso que resulta el deterioro
de la autoimagen. Para evitarlo, se recurre a la negación de la envidia, a su
racionalización mediante la idea de injusticia o desmerecimiento por parte
del rival, o al camuflaje tras supuestas buenas intenciones (―Hago todo
esto por tu bien‖)335.
Para aliviarse sufrimientos, el envidioso cuenta también con el
recurso activo de eludir todo lo posible la presencia del envidiado336. Así se
evita asistir una y otra vez al espectáculo de su ventaja, y mitiga la
virulencia de la frustración que le provoca. ―Ojos que no ven, corazón que
no siente‖. Pero ya sabemos que la envidia suele dirigirse precisamente
hacia los que tenemos cerca: familiares, vecinos, compañeros de
trabajo…, personas con las que es difícil mantener una distancia, y con las
que estamos obligados a interactuar muy a menudo. Salieri no puede dejar
de cruzarse con Mozart, sea por la amistad que los une (en la obra de
Pushkin) o porque ambos transitan por la corte de Viena (en la de
Shaffer). En esta última se presenta, además, la morbosa tendencia a
seguir todos los pasos del rival, demostrando un embeleso tan poderoso
como el rencor. Una vez más, la envidia se revela como un odio muy
íntimo.

Y, en fin, lo último que le queda al envidioso es asumir su envidia y


actuar en consecuencia. Si no se apropia simbólicamente de su valor
mediante la competencia o la emulación —que, insistamos, es otro modo
de competir—, el objetivo será desposeer al adversario de él. Esta es la cara
que más desprecio —y fama— le ha valido a la envidia, y tiene algo de
venganza. Pero este posible afán de revancha no debe hacernos olvidar
que el verdadero esfuerzo de la envidia va dirigido a restaurar el valor
disminuido, y que, si no sabe o no quiere hacerlo aumentando el propio
valor, lo que le queda es minar el del otro, especialmente ante los demás.
Desde un punto de vista funcional, como explican los psicólogos Sarah
Hill y David Buss337, es algo perfectamente coherente.
La lucha, decíamos, tenderá a ser larvada, y pocas veces plantará
cara mediante una agresión abierta. El envidioso buscará cómplices que
refuercen su legitimidad y colaboren en su tarea de zapa. Es lo que
Alberoni y Marina llaman ―el proselitismo envidioso‖338. Para ello,
procurará desacreditar al rival, criticando sus méritos y haciendo correr
sobre él habladurías y calumnias339. N. Nicholson340 explica cómo el
chisme, entre otras funciones, sirve para influir en el entorno y crear
147
alianzas, promoviendo eso que Alberoni denomina ―consenso social‖341:
no hay mayor consenso que el de compartir un enemigo común. El
envidioso además procurará sabotear los éxitos del envidiado342, entre
otros modos de erosionar sus vínculos sociales. En última instancia, su
objetivo sería aislar completamente al otro, arrinconarlo e incluso
promover su linchamiento colectivo en forma de chivo expiatorio; a veces
lo consigue.
En la obra de Shaffer, Salieri echa mano de todos estos recursos:
desacredita a Mozart ante el emperador, conspira para que no alcance el
éxito, le empuja a actuar de un modo que le granjeará la expulsión de la
logia masónica… En la película de Milos Forman incluso trama un
retorcido plan para alimentar una culpabilidad por la muerte de su padre
que le conducirá a la locura. Pero una de las escenas más impactantes, por
lo que tiene de perversa simbología de la apropiación y la humillación, es
cuando se aprovecha de la necesidad económica por la que está pasando
el matrimonio Mozart y obliga a su mujer a ofrecerle sus favores, para
luego rechazarla y expulsarla de su casa como a una prostituta. Nos queda
la duda de si esa reacción final se debió a un resto de pudor, un deseo de
que la humillación fuese más enconada o, tal vez, una metáfora de esa
impotencia que para Scheler es consustancial a la envidia.

¿Gana alguna vez el envidioso? ¿Se calma alguna vez su sentimiento,


consigue transformar su penoso rol? Si nos atenemos al objetivo de la
envidia que hemos propuesto, la restauración del valor social, nuestra
respuesta deberá ser afirmativa. El envidioso gana cuando acaba con la
ventaja de su rival; su envidia, si no entra en la patología, se agota cuando
el valor ha sido restituido. Unas veces se consigue, otras no. El problema
es lo que esa querella ha roto en nosotros por el camino, o si, como en el
caso de Salieri, el aparente éxito ha sido a costa de provocar nuevas
contrariedades. Hay triunfos que nos conducen a fracasos más grandes.

148
Figura 8. Edvard Munch: La danza de la vida (1899-1900).

149
21. Conclusiones

En el cuadro de Munch ―La danza de la vida‖ (figura 8), vemos un


grupo de parejas bailando. Una de ellas, en primer plano, se estrecha
embelesada por la pasión. Dos mujeres solas flanquean esta pareja: la de
la izquierda, joven y sonriente, vestida con el blanco de la pureza,
extiende sus manos hacia unas flores; la de la derecha, madura, vestida de
negro, observa a la pareja con expresión contrariada. Se ha querido ver en
esta secuencia tres etapas del amor: el embeleso platónico, la pasión
sexual, el desengaño. Pero, ¿y si resultase que nadie ha sacado a bailar a la
mujer de la derecha? ¿Y si solo estuviera esperando que alguien la viniese
a buscar, una oportunidad para librarse de la onerosa envidia?
Es hora de hacer inventario y organizar lo hallado.

Qué es la envidia
Porque el envidioso enclava unos ojos tristazos y encapotados, en la persona de quien
tiene embidia, y le mira como dizen de mal ojo. Sebastián de Covarrubias343.

La mayoría de los autores encaran la envidia considerándola una


vivencia emocional. En general, las definiciones enfatizan este aspecto, sea
de un modo amplio, calificándola de sufrimiento o tristeza, sea destacando
más bien el de hostilidad. Aristóteles inauguró la primera tradición:
―Sufrimiento que sentimos por quienes son parejos a nosotros, a causa de
su manifiesta fortuna‖344, propuso el estagirita. Tomás de Aquino invoca
la definición del Damasceno: ―Tristeza del bien ajeno… [porque] el bien
ajeno se considera como mal propio‖345, debido a que, según precisa el
Compendio Moral Salmaticense, es ―como si uno se entristece del bien
ajeno, en cuanto excede al propio bien, y lo disminuye, non efective, sed
aparenter‖346. ―Llora quando los demás ríen, y ríe quando todos lloran‖,
escribe Covarrubias en su diccionario de 1611. Más tarde, filósofos como
Spinoza y Hume347 destacarían lo que la envidia tiene de odio, y Kant puso
el acento cognitivo definiéndola como un ―disgusto de ver eclipsado

150
nuestro propio bien por el bien ajeno‖348, porque, en lugar de evaluarlo
según su valor intrínseco, lo hacemos por comparación.
También los psicólogos y pensadores contemporáneos tienden a
remarcar, bien los sentimientos relacionados con la tristeza, bien los
implicados en el odio. Los primeros la caracterizan como incomodidad
(Sullivan), aflicción (Cohen), dolor o sufrimiento [pain] (D‘Arms)…349.
Los segundos se decantan más hacia su vertiente de resentimiento (G.
Clanton), sentimiento de cólera (Melanie Klein), propensión a mirar con
hostilidad (Rawls) o actitud negativa (Ben Ze‘ev)350. Pero parece haber un
consenso cada vez mayor en incluir ambas dimensiones. Unos
especialistas de la talla de Hill y Buss la definen como ―mezcla
subjetivamente desagradable de descontento y hostilidad‖, y Smith,
siguiendo a Parrott, habla de una ―emoción desagradable, a menudo
dolorosa, caracterizada por sentimientos de inferioridad, hostilidad y
resentimiento, producidos por la conciencia de que otra persona o grupo
de personas disfrutan de un bien deseado‖. Jeremy Celse nos recuerda que
en la envidia se aúnan, por un lado, insatisfacción y reacciones depresivas,
y por otro hostilidad351.
Un pequeño grupo de autores destacan, por su parte, lo que la
envidia tiene de deseo: Parrott y Smith la plantean directamente como un
deseo de apropiación del bien del otro o de que lo pierda. María
Zambrano ofrece la definición más breve, y una de las más impactantes:
―Avidez de lo otro‖; perspectiva que nos recuerda la teoría mimética de
Girard, para quien la envidia aparecería como un conflicto inevitable
cuando la incorporación de los deseos del otro hace que ambos deseemos
lo mismo352. Finalmente encontramos algunas conceptualizaciones que
enfatizan la complejidad del universo emocional envidioso: Alberoni la
califica de ―nebulosa de experiencias emotivas‖, La Caze la considera un
―complejo de sentimientos‖, D‘Arms la califica de ―síndrome‖ y el
psicoanalista Nicolás Caparrós habla de ―compositum afectivo… que
presupone el interjuego estructurado de una serie de emociones más
fundamentales‖353.
Así, desde el punto de vista emocional, la envidia parece implicar un
movimiento defensivo o de repliegue (con sentimientos de dolor, inquietud,
ofensa, disgusto, padecimiento, frustración, vergüenza, culpa...) y un
movimiento expansivo y de reafirmación (en el que predominarían la
hostilidad, el odio, la rabia, el resentimiento…, pero también el deseo). En
realidad, como hemos ido viendo a lo largo de este ensayo, ambas
actitudes son dos caras de la misma moneda emocional, y cabe
151
considerarlas simultáneas. El envidioso se predispone hostilmente contra
el envidiado porque la superioridad de este le provoca un fuerte malestar
—al tiempo que una intensa atracción—. Ya vimos que Salieri exhibe con
claridad ambas emociones.

Sin embargo, en este ensayo hemos intentado demostrar que las


emociones son solo una dimensión más en la envidia, y que esta consiste
ante todo en una interacción, un modo de situarse en relación a los otros,
un vínculo caracterizado por la rivalidad, y construido socialmente354.
Solo un enfoque interaccionista explica satisfactoriamente la génesis y el
proceso de la envidia, y resuelve perplejidades como: por qué el envidioso
se siente tan afectado por algo que en realidad corresponde a la vida de
otro y por qué desea su perjuicio; por qué se aúnan en ella la atracción y la
aversión; por qué se puede llegar a envidiar incluso lo que nunca se había
deseado; por qué envidiamos más a los próximos y a los que se nos
parecen; cómo es posible sentir a la vez temor, tristeza y odio, y la
relación de estos sentimientos con otros como la vergüenza y la culpa…
Desde el interaccionismo y el construccionismo social podemos
contemplar la envidia como un fenómeno objetivo y natural, que cumple
una función básica en las relaciones humanas, liberándola al fin del lastre
moralista que durante siglos se ha empeñado en considerarla un mero
fruto de la maldad o de su versión moderna, la patología.
La envidia nace y se hace. Es más que probable que la llevemos en
los genes como una prevención ante las ventajas ajenas, pero le damos
forma cuando la construimos en una interacción concreta, inmersos en un
contexto determinado. La envidia se gesta en nuestras tendencias a la
comparación y a la imitación, consecuencias de la naturaleza social de
nuestra especie, en virtud de la cual la colaboración debe contar con
garantías de reciprocidad. La envidia es, en definitiva, no solo algo que se
siente o se piensa, sino sobre todo algo que se vive y se actúa.

En conclusión, proponemos definirla como

Un vínculo de rivalidad desencadenado por la ventaja de otro, acompañado


de un conjunto variable de sentimientos entre los que destacan la fascinación, la
frustración, la tristeza y la hostilidad.

152
Por qué envidiamos
Cuantas hoy son nacidas, que de ella tengan noticia, se maldicen, querellan a Dios
porque no se acordó de ellas cuando a esta mi señora hizo. Consumen sus vidas, comen sus
carnes con envidia, danles siempre crudos martirios, pensando con artificio igualar con la
perfección, que sin trabajo dotó a ella natura. Fernando de Rojas355.

Tradicionalmente, la envidia se explicaba por una maldad intrínseca


unida a una distorsión evaluativa. Es, como señalábamos, el significado
etimológico de la palabra latina invidia: ―mirar con malos ojos‖, entendido
ese mal mirar como equívoco y también como cargado de animosidad. El
error de valoración consiste, según la tradición escolástica, en creer que un
bien ajeno que nos parece superior disminuye el nuestro. La idea clave
aquí reside en ese aparenter escolástico, que demuestra lo errado del
criterio del envidioso, el cual ―finge un detrimento propio que no padece,
sino en su depravado ánimo, y afecto desordenado, y así lo es también su
tristeza‖356. Vives insiste en esta ―perversión del juicio‖, que le parece
mayor en la envidia que en las otras pasiones357. Bacon, en cambio, menos
empeñado en despreciarla y por ello más ecuánime, da en el clavo al
relacionar la envidia con un ardor por reducir distancias: ―El espíritu de
los hombres, o bien se alimenta de su propio bien o del mal de los demás,
y cuando le falta el uno, acecha el otro, y quien pierde la esperanza de
alcanzar la virtud del otro, tratará de acercársele, al menos, pisando la
fortuna ajena‖358.

En la actualidad, a medida que pierde fuerza la idea de la envidia


como una mera iniquidad o una patología, poco a poco se van perfilando
sus probables funciones. Después de todo, la evolución nos había hecho
envidiosos para algo, y la psicología evolucionista lo ha explicado: para
mejorar nuestras oportunidades de supervivencia y reproducción, al
evaluar nuestra posición en la competencia por los recursos y motivarnos
para preservarla o mejorarla359. La envidia jugaría, como otras emociones,
un doble papel en la adaptación: aporta al individuo información y
motivación; es señal de alerta de que algo va mal (estar en desventaja) y
fuerza motivadora para cambiar esa situación360. Según los psicólogos
cognitivos, esta evaluación se efectúa de un modo rápido y poco
elaborado, y que a menudo, en efecto, implica una distorsión de la
realidad, si bien es una distorsión útil para salvaguardar el
autoconcepto361.

153
Sin negar la existencia de este procesamiento evaluativo, la
inmediatez de la respuesta envidiosa —vinculada a reacciones tan
primitivas como el miedo o la ira— parece apuntar a mecanismos
elementales del sustrato biológico que nos predisponen a prevenirnos
inmediatamente ante cualquier diferencia (lo que se ha llamado aversión a
la desigualdad), sobre todo cuando se ven afectados recursos esenciales y
escasos362. Como Mandeville y Spinoza, son muchos los teóricos que
consideran la envidia universal e innata.
Pero, más allá de la predisposición biológica, la envidia se construye
socialmente en forma de interacción, y se basa en la estructuración de un
sistema de elementos sociales que va más allá del mero individuo; el
envidioso actúa como tal dentro de un escenario que le reserva
determinados papeles, en cierto modo envidia porque es lo que le
corresponde, dado el rol que ocupa entre los otros; un rol en buena parte
adquirido por aprendizaje. Por consiguiente, parece que la envidia se
desarrolla en distintos niveles superpuestos: el biológico, el cognitivo-
emocional y el sociocultural. Una vez más se nos presenta como un
fenómeno complejo y poliédrico, que hunde sus raíces más allá de la
consciencia y desde luego de la voluntad.

La teoría de juegos, como vimos, también nos ha permitido ahondar


en las posibles funciones de la envidia. En una secuencia de interacciones
en las que desconocemos cuál será la respuesta del otro, la reciprocidad
maximiza la probabilidad de ganancias y minimiza la de pérdidas, y la
envidia es una importante valedora de la reciprocidad, ya que castiga los
abusos (lo que se ha llamado el ―toma y daca‖). Lo curioso es que
solamos mostrarnos colaboradores también en interacciones de ―una sola
vez‖, cuando teóricamente el otro no tendrá oportunidad de castigarnos.
Según Delton y otros, la causa sería de nuevo la incertidumbre: no hay
seguridad de que la interacción no pueda repetirse en algún momento363.
En definitiva, nos sale más a cuenta no ganarnos enemigos y, por el
contrario, invertir en posibles colaboradores futuros. La equidad, como en
el dilema del pastel, sería una especie de mecanismo de compromiso;
Rawls apuntaba con acierto que, cuando se desconoce la posición que uno
ocupará en una distribución, todo el mundo prefiere una distribución
equitativa364. Y la envidia es la centinela de la equidad, que según Smith
reclama en nombre de la justicia; para Ortony y Ben-Ze‘ev, sin embargo,
no respondería tanto a la equidad como al merecimiento365. Ya discutimos
estos puntos de vista: los criterios de justicia y de merecimiento son
154
subjetivamente muy maleables; lo que cuenta es el deseo, o la amenaza: lo
demás son racionalizaciones.
Así pues, en tanto que guardiana de la equidad, la envidia estaría
preparada para reaccionar ante cualquier desventaja. ¿Cualquiera? En
realidad, cubiertas las necesidades básicas, las desventajas que más
cuentan son aquellas que pueden afectar a nuestro valor social (estatus,
poder, reconocimiento) y, paralelamente, al valor que nos atribuimos a
nosotros mismos (autoconcepto). Si algo importante para nosotros se ve
afectado en alguno de esos dos aspectos, es muy probable que la envidia
extienda las garras. Recordemos que, como nos explicó Festinger, no
existen criterios absolutos en la evaluación del estatus o de la autoestima,
y que lo único que cuenta entonces es mantener una buena posición
relativa con respecto a los otros. Salieri quería ser uno de los mejores
músicos, y creyó serlo hasta que la superioridad de Mozart le hizo
descubrir su error. Tal vez si Mozart hubiese sido un músico legendario de
algún país lejano, en lugar de residir en la corte de Viena, en las mismas
narices del pobre Salieri, este no se hubiese sentido atormentado por su
humillante genialidad.
Lo doloroso es la cercanía, porque es con lo que nos comparamos.
Avi Berman explica que la envidia en los niños aparece alrededor de los
dos años, más o menos al mismo tiempo que la tendencia a compararse
con otros366. En un estudio sobre la felicidad, Boyce halló que para
sentirse feliz la gente no necesitaba una gran riqueza o una fama mundial,
sino que le bastaba con gozar de una cierta ventaja sobre sus vecinos. Otro
estudio de R. Frank muestra que mucha gente aceptaría un sueldo menor
siempre que fuera mayor que el de sus vecinos367. Y ya vimos que, para
Girard, nuestros deseos son solo una copia de los deseos que muestran los
que nos rodean.

Los psicoanalistas, como de costumbre, han explicado con poéticas


imágenes el porqué de la envidia. M. Klein, en su célebre Envidia y
gratitud, opinaba que la envidia es uno de los primeros sentimientos que
experimentamos, como consecuencia de que todo lo bueno —el pecho
materno: lo nutricio, lo que da la vida e inspira amor— está fuera de
nosotros y nos parece imposible incorporarlo. Para el psicoanalista
Macario Giraldo, nos pasamos la vida buscando fuera lo que pueda llenar
el vacío que dejó la pérdida del objeto primordial, intentando recuperar
esa agalma o virtud preciosa que nos hace únicos y valiosos, y que

155
Alcibíades, en una famosa escena de El banquete de Platón, atribuía a
Sócrates —con envidia, según Lacan—368.
Envidiaríamos, pues, por un empacho de amor, pero, ¿por qué
destruir eso que amamos tanto? Según la opinión más extendida en el
Psicoanálisis, precisamente para conjurar el dolor de no poder hacerlo
nuestro. Algo externo acapara la maravilla y contraviene nuestras
fantasías de omnipotencia; por eso, en lugar de honrarlo con nuestra
gratitud, nos empeñamos en destruirlo. Esta ambivalencia de amores,
odios y culpas, proyectada en el otro, lo convierte en amenazante y
persecutorio. De ahí que además, según Lacan, intentemos llenar el vacío
del ser con el tener. Para Paniagua, la envidia es un mecanismo de
defensa: odiamos al otro para no odiarnos a nosotros mismos por ser
inferiores a él369. Todas parecen brillantes intuiciones, pero el conjunto
resulta más bien confuso.
Resulta llamativo el paralelismo de las explicaciones psicoanalíticas
con las ideas de Nietzsche, para quien la envidia era resultado directo de
una inferioridad resentida: el débil envidia al fuerte para destruir una
fortaleza que no puede alcanzar. Algo parecido escribe José Ingenieros: la
incapacidad de crear empuja a destruir. Y Max Scheler hace suya esta
idea de que la envidia emana de la impotencia370. Frente a estos
postulados, ya hemos defendido que el envidioso es el que se rebela contra
la impotencia, el que no ha renunciado, el que deja la contienda pendiente
y se mantiene, como los urogallos rojos, a la espera de su oportunidad.
¿No es entonces su lucha, a su manera, una fortaleza? ¿No es un modo de
crear? Russell, después de denostarla, acaba admitiendo: ―La envidia, por
mala que sea y por terribles que sean sus efectos, no es algo totalmente
diabólico. En parte, es la manifestación de un dolor heroico, el dolor de
los que caminan a ciegas por la noche, puede que hacia un refugio mejor,
puede que hacia la muerte y la destrucción.‖371

Concluimos considerando que

La envidia tiene como principal función proteger o fomentar el valor social


(estatus) y personal (autoconcepto) del individuo, ambos de un modo relativo con
respecto a modelos significativos del entorno.

156
Qué envidiamos
Te burlas de ese Dante, pero tú no podrías escribir versos tan hermosos para mí.
Marcel Schwob372.

―Deseamos lo que vemos‖, escribe Alberoni373, y aquí ―desear‖


podemos considerarlo equivalente a ―envidiar‖. Lo que vemos, se
entiende, en los otros, en lugar de descubrirlo en nosotros mismos. En
realidad, podemos envidiar prácticamente cualquier cosa, porque, como
reflexiona Foster, la envidia no va dirigida a posesiones, sino a personas:
―el envidioso no es envidioso de lo que le gustaría tener, sino que envidia
a la persona que tiene la suerte de poseerlo. La posesión es el
desencadenante, pero no el objetivo, de la envidia‖374. Más
específicamente, defendemos en este ensayo, va dirigida al valor social que
las personas ganan con sus posesiones, sus cualidades o sus actos. Y el
potencial de valor social que tiene cada uno de esos elementos viene
mediado por la escala de valores dominantes de la sociedad a la que
pertenece el individuo, por la cultura, con su sistema de derechos y
obligaciones: como sostienen David Patient y colaboradores, ―los sistemas
culturales dominantes definen lo que es envidiable‖375.
Pero no nos pasemos de simbólicos: es cierto que existen bienes cuyo
valor puede considerarse universal, puesto que tienen que ver con
necesidades primarias. Cuando escasea el alimento, sin ir más lejos,
parece casi inevitable que el que lo posee, o cuenta con los medios para
procurárselo, sea objeto de envidia del hambriento. Pero, incluso en el
caso de bienes que afectan a la supervivencia, las personas muestran una
considerable tendencia al conformismo si la diferencia está consagrada
socialmente por reglas o jerarquías. En una pequeña comunidad, los
grandes privilegios de un dirigente serán en general asumidos con
resignación, mientras los desahuciados reservan sus odios más acérrimos
hacia las menores distancias con los iguales.
En las sociedades que Foster llama ―de privación‖376, es decir,
aquellas caracterizadas por la escasez de los recursos básicos, algunas
costumbres revelan la fuerte tensión que rodea a la ventaja. Ya vimos que
en estas sociedades de gran escasez de recursos los bienes más envidiados
suelen ser, comprensiblemente, aquellos más imprescindibles, que son a la
vez los que más faltan y más repercusión pueden tener en la
supervivencia: el alimento, la tierra, la cosecha, la casa, los niños, el
ganado, la salud… En torno a estas posesiones pueden encenderse las más
virulentas disputas, a menudo entre los próximos, como hermanos o

157
vecinos. El temor a tales rivalidades, como ya mencionamos, puede
canalizarse simbólicamente a través de creencias como el mal de ojo, y sus
correspondientes prácticas apotropaicas.

En sociedades opulentas, la lista de bienes y cualidades envidiables


resulta inagotable, siempre impregnada por los valores predominantes y
las modas. De hecho, como señala Z. Bauman en su Vida líquida, el juego
del consumismo se basa en una permanente insatisfacción alimentada por
la perpetua sustitución de las cosas por otras nuevas. Se trata de
―satisfacer cada necesidad/deseo/carencia de manera que solo pueda dar
pie a nuevas necesidades/deseos/carencias‖377. En tal contexto, la
publicidad tiene un importante papel en la fijación y la extensión
(provisionales) de lo que resulta envidiable, remarcando no solo su
condición de objetos deseables, sino su vinculación con el valor social.
En líneas generales, las aspiraciones de las clases medias y bajas se
basan en la imitación de los signos más claramente asociados a las clases
altas: la marca de coche, el tipo de casa, la ropa y sus complementos…
Muchos interpretan esta imitación al opulento como envidia; sin embargo,
parece más creíble que se trate solo de modelos de valor que se imponen a
la sociedad entera a través del marketing y los medios de comunicación;
provocarán envidia, sí, pero con mucha mayor probabilidad si los
descubrimos en el vecino que si los vemos a un famoso televisivo. Se ha
hablado de la ―prima de envidia‖, el incremento de precio que se está
dispuesto a pagar para no quedarse atrás y tener lo que tienen otros;
habría que referirla ante todo a los que se nos parecen, como mucho a los
que cuentan con un nivel económico ligeramente superior al nuestro378.
Esos personajes tan lejanos, casi míticos, de los periódicos, las revistas y el
cine, no suelen ser el blanco de envidias propiamente dichas; lo que hacen
es marcar el modelo de las tendencias que el resto imitaremos en nuestro
consumo, y en este caso, más que de prima de envidia, habría que hablar
de ―prima de emulación‖.
De cualquier modo, esta emulación del opulento plantea sin duda un
precio muy alto, que hay que pagar en forma de pluriempleo, de horas
extras en el trabajo o de un endeudamiento excesivo… con el peligro de
acabar escarmentados porque ni siquiera así sea suficiente. Como dice
Russell Belk, el marketing, con su profuso espectáculo de modelos
inalcanzables, ha favorecido una ―generalización de la frustración‖379. La
crisis económica no solo ha pinchado burbujas inmobiliarias o financieras:
también ha dado al traste con muchos sueños de lujo para la clase media.
158
Decíamos que todas las situaciones de nuestra vida en las que está
implicado el valor social son susceptibles de despertar envidias. Un
estudiante envidiará seguramente a los compañeros de promoción que
hayan obtenido mejores calificaciones que él —sobre todo cuando son
ligeramente mejores—. Un trabajador tendrá una alta tendencia a envidiar a
los compañeros de su misma categoría que lo dejen atrás al
promocionarse en la empresa; pero también puede envidiar al que cuente
con un sueldo superior al suyo, si las razones de la empresa no le parecen
justificadas380. Para Descartes, ―lo que habitualmente produce más envidia
es la gloria; pues, aunque la de los demás no impide que nosotros
podamos aspirar a ella, hace su acceso más difícil y más costoso‖381; es
obvio que aquí el filósofo estaba hablando de sus propios intereses.
¿Existen diferencias de género en las preferencias de la envidia?
Puesto que los valores personales emanan en su mayor parte de los que
comparte toda la sociedad, y al margen del polémico tema de las
diferencias innatas, podemos especular que las envidias masculinas y
femeninas se distribuirán mayoritariamente según el papel que cada
cultura atribuya a hombres y mujeres, y por tanto a lo que unas y otros
deben considerar deseable. Algunos estudios en nuestra sociedad (aún tan
machista) lo confirman: muchas mujeres parecen reservar sus envidias a
las rivales más atractivas, en tanto que los hombres, mayoritariamente,
dedican sus desvelos al prestigio en el trabajo382.
Las apreciaciones de diferencia suelen estar fuertemente marcadas
por la subjetividad. El envidioso, decíamos, tiende a idealizar la situación
de su rival. En general envidiamos al que nos parece más exitoso o más
satisfecho que nosotros con su vida, incluso cuando no haya criterios
objetivos de ventaja. Un hijo que parece más listo o más guapo que el
nuestro, una ropa que se reconoce como más cuidada, el elogio de los
superiores en una empresa, pueden despertar en nosotros enconadas
rivalidades. Dos amigos que estuvieron muy unidos en la adversidad (por
ejemplo, dos compañeros de clase rechazados por la mayoría) ven cómo
se abre una brecha a veces insalvable si uno de ellos ―traiciona‖ al otro
encontrando maneras de desmarcarse de la problemática común. En estos
casos, la presión del envidioso puede dirigirse a ―hacer regresar‖ al otro al
terreno previamente compartido, desacreditando el valor de los logros o
haciendo hincapié en los defectos. Vives señaló la aparente paradoja, que
atribuía a la iniquidad del agente, de este insidioso perjuicio ―sin mira
alguna de nuestras utilidades‖383; no tenía en cuenta que para el envidioso
159
están en juego amenazas subjetivamente muy reales: la pérdida de un
cómplice, la disgregación de un vínculo en el que se desvanecen los
puntos de unión, el resquebrajamiento de la propia autoestima; en
definitiva, la angustia de quedarse atrás. Así es como se urden conflictos
más o menos latentes entre hermanos, amigos y vecinos, tensiones que
pueden traducirse a la larga en una disputa o un distanciamiento entre
personas que durante un tiempo estuvieron muy unidas.
En definitiva, podemos envidiar, desde el deseo, cualquier objeto o
cualidad que prometa un mayor reconocimiento o un aumento de la
autoestima; y, desde el temor, cualquier elemento repentino que nos
sugiera una amenaza para el prestigio o el autoconcepto. Aristóteles ya lo
mencionaba: ―por las acciones o posesiones que afectan a nuestro
pundonor, ambición o deseos de gloria, así como por las que se ganan por
suerte, por casi todas ellas se suscita la envidia, sobre todo por las que
ambicionamos o creemos que deben ser nuestras o cuya posesión nos
permitiría destacar un poco o quedarnos un poco menos por debajo‖384.
Hay que remarcar lo de ―un poco menos‖. Como hemos visto, la envidia
es una pasión de distancias cortas.
Para Scheler, envidiamos aquello que deseamos pero no creemos
poder llegar a poseer. En su encendida prosa: ―El mero disgusto porque
otro posea el bien a que aspiro, no es ‗envidia‘… La envidia no surge
hasta que, fracasado el intento de adquirir dicho bien…, nace la
conciencia de la impotencia‖385. Ya hemos tenido oportunidad de discutir
esta idea: quizá la impotencia y la desesperanza alimenten las peores
envidias, las más recalcitrantes y abrumadoras, como la de Salieri hacia su
inalcanzable Mozart. Pero a la mayoría de nuestras envidias cotidianas —
incluidas las que arrastramos como una llaga durante años— les basta con
desear o con temer una ventaja de otro, y quizá las peores son las que no
logramos alcanzar a pesar de considerarnos perfectamente capaces de ello.

Jan Crusius ha demostrado que la envidia puede desencadenarse, de


hecho, por los motivos más triviales, confirmando de nuevo que el objeto
es lo de menos, que lo que realmente cuenta es el hecho puro de sentirnos
en desventaja, el rol de inferioridad. Incluso cabe pensar, con Girard, que
suceda al revés: que sea la envidia la que haga las cosas deseables. Crusius
también apunta que se trata de una respuesta emocional básica, que se
despierta a menudo automáticamente y hasta de un modo inconsciente386.

En resumen,
160
La envidia se interesa por las diferencias entre las personas. Por consiguiente,
la posesión por parte de otro de cualquier objeto o cualidad que le confiera una
ventaja en valor social a ojos del envidioso, puede actuar como motivo de envidia.

Susceptibilidad a la envidia
Los celos y la envidia —hermana suya— me parecen los peores de los vicios. De la última no
puedo hablar, porque es pasión que, aunque se pinte tan grande y potente,
no ejerce efecto sobre mí. Montaigne.387

A estas alturas de nuestra investigación parece bastante claro que la


envidia es una experiencia prácticamente universal, y que existe una
matriz de factores que actúan como desencadenantes casi automáticos.
Sin embargo, tanto las conclusiones de los teóricos como nuestra
experiencia cotidiana nos sugieren que algunas culturas y personas son
más propensas que otras a implicarse en estructuras envidiosas, e incluso
en uno mismo la susceptibilidad a la envidia varía a lo largo del tiempo.
¿Qué factores psicológicos y sociales nos hacen más o menos proclives a
este tipo de interacción?
Desde un enfoque interaccionista, cabe entender que, puesto que la
envidia se establece socialmente, los principales factores que influyen en
ella deberían ser de tipo social. Sin embargo, es el individuo el que, al
encontrarse con otros, construye la rivalidad ante la desventaja, es la
persona la que se compara de un modo u otro ante la diferencia. Puesto
que la arquitectura de la interacción tiene una dimensión subjetiva, basada
en las valoraciones y los sentimientos del sujeto, deberíamos contar
también con la presencia de rasgos individuales que influyen en su
tendencia a la envidia.
A continuación describiremos los principales ―factores‖ de la
envidia, que han sido señalados por los estudiosos y que cuentan con un
considerable apoyo empírico388.

Efecto de relevancia
Sempronio: Harto mal es tener la voluntad en un solo lugar cautiva. F. de Rojas389.

Aunque resulta tan obvio que parece que podríamos prescindir de su


mención, el hecho de que la diferencia que estimule nuestra envidia se

161
refiera a un aspecto que nos resulte importante ha sido destacado por
muchos teóricos390. ―Yo, que hasta ahora lo he apostado todo para ser
psicólogo, me siento mortificado si otros tienen muchos más
conocimientos de psicología que yo, pero me jacto alegremente del más
absoluto desconocimiento del griego‖, confiesa W. James391.
Las personas basamos nuestro valor social y nuestra autoestima en
determinados dominios con los que nos identificamos y en los que nos
sentimos competentes. Es comprensible que una amenaza al valor en esos
dominios nos afecte más que una ventaja ajena en otros en los que no nos
sentimos comprometidos. Para Salieri su valor y su autoestima se
sustentaban en ser un gran músico, no un pintor o un filósofo; por eso le
obsesionaba el genio de Mozart y no el de Rubens o el de Kant:
sencillamente, por grandes que sean, no son sus rivales, no están
compitiendo por lo mismo. Tesser ha demostrado cómo podemos
compartir la alegría del triunfo de alguien cercano siempre que su ámbito
no nos concierna392.
Sin embargo, un principio que parece tan de sentido común presenta
también importantes matices. ¿Qué es lo que hace significativo un
dominio para el valor social y la autoestima? En parte la elección del
sujeto, pero, en una porción no menor, los valores predominantes en la
propia sociedad. Tiene sentido que Salieri eligiera la música si quería fama
y reconocimiento, pero habría sido absurdo que se hiciera pastelero —a
pesar de su debilidad por los pasteles, al menos en la obra de Shaffer—.
De ahí que incluyamos este efecto entre los factores modulados por el
contexto social. Relacionado con ello, Girard nos recordaría que los
deseos son compartidos, y muchos de ellos surgen de la pura mimesis.
Podemos comprobarlo palpablemente en los niños: basta que uno tenga
cromos de una colección para que los demás quieran tenerlos también.
Los adultos no somos muy diferentes: ¡cuántas veces le hemos atribuido
valor a algo que nos pasaba desapercibido, simplemente porque otro se lo
daba! Los líderes de los grupos marcan las pautas del estilo de sus
integrantes. La envidia, lo hemos dicho, es siempre hija del deseo, y a
menudo también su madre.
Por lo tanto, podemos afirmar que la envidia será tanto más probable
cuanto más vinculado esté su objeto a dominios que puedan afectar al estatus o a la
autoestima del sujeto, siempre teniendo en cuenta que esa relevancia de
dominio se construye socialmente.

162
Efecto de proximidad
Por la privança et bienandança que aquel su privado había, otros privados daquel rey
habían dél muy grant envidia et trabajábanse del' buscar mal con el rey su señor.
Don Juan Manuel.393

La envidia parece especialmente sensible a las diferencias con


respecto a personas cercanas al individuo, y, como si de una fuerza
magnética se tratara, va perdiendo intensidad a medida que aumenta la
distancia. Habimana informa, sobre ciertos pueblos de Ruanda, que las
atribuciones de envidia más recalcitrantes se distribuyen a partes iguales
entre los familiares y los vecinos394. Aristóteles ya señalaba este principio:
―envidiamos en efecto a los que nos son próximos en el tiempo, en el
espacio, la edad y el prestigio‖, puesto que ―nadie rivaliza con personas de
hace diez mil años o venideras, ni con los de las columnas de Hércules‖395.
Hume lo menciona a su vez: ―No es una gran desproporción entre
nosotros y los otros lo que produce la envidia, sino por el contrario, la
proximidad‖396.
La importante influencia de la vecindad en la envidia es fácilmente
explicable desde el punto de vista de la tendencia humana a compararse
con los demás: lógicamente, esta comparación resulta más eficaz y más
significativa cuando se refiere a alguien cercano, una persona que, al estar
presente, pueda servir de modelo de comparación o, como dice Girard, de
mediador del deseo. Alguien cercano resulta más amenazante para el
estatus y la autoestima que una persona con la que tenemos pocas
ocasiones, o ninguna, de cruzarnos. Aún más: desde un punto de vista
evolutivo, será con los próximos con los que tendremos que competir,
como explican Hill y Buss: ―el objetivo adaptativo no consiste en la
superación en general, sino en ser mejor que los rivales con los cuales uno
está compitiendo por el acceso a los mismos recursos en un dominio
dado‖397.
Pero hay otra razón más simple y quizá más inmediata: la
proximidad aumenta las ocasiones de contacto, y por tanto de
comparación, entre envidioso y envidiado; la mirada de la envidia escruta
más a menudo y con mayor detalle a quien está cerca398. ―La malicia se
crea detrás de las vallas del jardín, o en calles estrechas, donde los
hombres se codean sin cesar, y donde la huerta de este hombre
ensombrece el viñedo de ese hombre. Es un elixir preparado por el
contacto cercano… La indiferencia no produce malicia‖399. ―En el roce
está el cariño‖, afirma con acierto el refrán popular, pero no menciona

163
que también ahí está el desencuentro y por la misma razón. Como
explicaba Simmel, casi todos los conflictos cotidianos que nos afectan
profundamente tienen lugar con la pareja, los hijos, los amigos, los
vecinos, los compañeros de trabajo…, sencillamente porque son estas
personas las que están presentes y las que nos resultan significativas, y es
con ellas con las que nos jugamos la mayoría de nuestras satisfacciones o
frustraciones400. Varias historias bíblicas nos proveen de ejemplos de la
envidia entre hermanos: Caín y Abel, Esaú y Jacob, José... Recordemos
los sangrientos rituales de algunas culturas para atenuar la envidia de los
primogénitos. La novela Abel Sánchez, de Unamuno, retrata la envidia
incrustada en una amistad que dura toda la vida: ―Vivieron y se hicieron
juntos amigos desde nacimiento, casi más bien hermanos de crianza‖401.
Salieri no se interesó por Mozart mientras este permaneció en Salzburgo,
lejos de su santuario en la corte del emperador. Pushkin incluso nos los
muestra como amigos, que comparten juergas e intimidades, haciéndonos
pensar en esa ironía del destino que hace que nuestros mayores éxitos
suelan traer aparejados nuestros más incómodos rivales.
Resumiendo: La envidia será tanto más probable cuantas más ocasiones
tenga el sujeto de interaccionar con otro, ya que eso hace al otro más significativo y
aumenta la probabilidad de que en algún momento la interacción implique una
desventaja.

Efecto de semejanza
Un artista no soporta la gloria de otro, y menos si es su propio hijo o su hermano.
Antes la de un extraño. Unamuno.402

Aunque esté estrechamente relacionado con el anterior y responda a


las mismas causas, vale la pena destacar algunos detalles que distinguen
ambos efectos. No todos los que nos rodean se nos parecen, ni los
tomamos en la misma medida como referentes de valor, ni tememos por
igual que vayan a hacernos sombra. La clave parece residir en la
semejanza403, es decir, en que el otro nos recuerde a nosotros mismos lo
suficiente como para que podamos identificarnos con él y considerarlo un
rival en potencia404. Como dice Simmel, ―personas que tienen muchas
cosas en común se hacen frecuentemente más daños y mayores injusticias
que los extraños... principalmente, porque habiendo entre ellos pocas
cosas diferentes, el menor antagonismo adquiere una importancia mucho
mayor que entre extraños‖405.

164
Para Aristóteles, este era uno de los factores centrales de la envidia,
hasta el punto de considerarlo definitorio: ―Envidiamos, pues, a quienes
son semejantes a nosotros o lo parecen‖. Por eso, la envidia se inspira en
una diferencia moderada, que no llegue tan lejos como para considerar al
otro inalcanzable: no se rivaliza con ―aquellos que en nuestra opinión o en
la de otros quedan muy por debajo de nosotros o muy por encima‖. Nos
recuerda que ya Hesíodo planteaba este principio: ―El vecino envidia al
vecino que se apresura a la riqueza…, el alfarero tiene inquina del alfarero
y el artesano del artesano, el pobre está celoso del pobre…‖. Valga añadir
la buena consideración que a Hesíodo le merecía la envidia —o la diosa
Discordia—, la cual le parecía ―útil para los hombres‖, ya que ―estimula al
trabajo incluso al holgazán‖406. Este pragmatismo al juzgar los vicios
habría hecho las delicias de Mandeville.
Bacon también destaca la importancia de la semejanza en la envidia,
y lo explica relacionándola acertadamente con la tendencia humana a la
comparación: solo tiene sentido envidiar a alguien comparable, y por eso
―los reyes no son envidiados sino por los reyes‖. Para Spinoza, ―nadie
envidia por su virtud a alguien que no sea su igual…, cuya naturaleza
supone ser la misma que la suya‖. Vives, aun admitiendo el principio de
modo general, añade el matiz de que ―tampoco es la verdad, sino la
apreciación y el juicio de cada cual, quien mide aquella semejanza o
diferencia‖, por lo que nuestra evaluación equivocada podría llevarnos a
considerarnos comparables a alguien muy superior: ―sabemos de uno que
sin haber apenas pasado de los primeros rudimentos de la instrucción, se
vanagloriaba de no ser inferior en erudición a Tomás Moro ni a Erasmo
de Rotterdam.‖407
Como es obvio, no todos los rasgos de los demás tienen a nuestros
ojos la misma importancia a la hora de considerarnos sus iguales.
―Entendemos aquí por iguales y semejantes a los que lo son ante la
comparación de algún bien determinado‖408, escribe Vives, hay que
suponer según el punto de vista del envidioso. De hecho, podemos esperar
que los rasgos principales que determinan que nos sintamos equiparables a
los otros consistan en aquellos que así son reconocidos socialmente:
pertenecer a un nivel socioeconómico similar, a una categoría próxima en
el oficio (como los duelistas de Conrad, Yago y Otelo en la tragedia de
Shakespeare, Billy Budd y Claggart en el relato de Melville…), y, por
supuesto, a una misma ocupación pública, como sucede muchas veces
entre artistas.

165
La antropología nos provee de muchos ejemplos ilustrativos de que
la competencia suele reservarse casi exclusivamente a los iguales409. Por
otra parte, un etólogo como Lorenz informa de que los conflictos
competitivos solo se dan entre animales del mismo rango, o de rango
inmediato. Pone el ejemplo de las colonias de grajos: ―no son agresivos
hacia los pájaros que se destacan muy por debajo de ellos: es solo en sus
relaciones hacia sus inferiores inmediatos donde se muestran
constantemente irritables.‖410 Y los psicólogos lo confirman con diversas
investigaciones. Ya Festinger había señalado la clave, estipulando que la
comparación social elige a los similares debido a que son ellos los que
transmiten información relevante para la autoevaluación: ―La tendencia a
compararse con otra persona concreta disminuye a medida que aumenta
la diferencia entre su opinión o su capacidad y las propias.‖411 En la
misma línea, Smith remarca la preferencia de la envidia por personas
equiparables, y añade que sucede cuando el dominio de comparación
influye en el autoconcepto positivo; es en esas circunstancias cuando la
información de una diferencia comparativa resulta más relevante, ya que
pone de manifiesto llamativamente nuestra inferioridad. Grossman lo
relaciona con la teoría del grupo de referencia, según la cual nos valoramos en
función del grupo con el que nos identificamos, y en su investigación
demuestra que la probabilidad de envidia disminuye a medida que
aumenta la distancia percibida. Otros psicólogos han encontrado
resultados similares: la envidia se preocupa sobre todo de las pequeñas
diferencias412.
En el fondo, lo que parece no perdonar la envidia es la ruptura de
una supuesta paridad. Para Smith, la similitud proporciona una sensación
de posibilidad, una expectativa de poder alcanzar lo mismo que el otro
que, al ser decepcionada, provoca la frustración. Heider ya lo había
señalado, proponiendo la creencia de que los similares deberían conseguir
resultados equivalentes. Según Parrott y Vidaillet, nos afecta más el
contraste con los semejantes porque hace más difícil achacar la causa de la
diferencia a algo que no sean nuestras propias cualidades, descubrimiento
ciertamente incómodo para nuestra autoestima413. A ninguno de nosotros
nos dolerá admitir la superioridad de Mozart, puesto que su genio nos
parece excepcional e inalcanzable para el común de los mortales; sin
embargo, para otro gran compositor como era Salieri, comprobar la
superioridad de Mozart equivalía a reconocerse el ―Santo Patrón de los
Mediocres‖, tal como le hace definirse Shaffer414.

166
Uno de los puntos álgidos de la Ilíada es el enfrentamiento de
Héctor, máximo luchador de Troya, contra Aquiles, el imbatible guerrero
hijo de Tetis. Es el desproporcionado duelo de un hombre contra un
semidiós, y las cartas del destino están echadas de antemano. ¿Sintió
Héctor envidia de Aquiles? Podemos creer que no, porque sabía que este
tenía unas habilidades divinas, muy por encima de las suyas. Iniciado el
duelo, Héctor, a pesar de sus leves esperanzas, sabe que sucumbir será
cuestión de un breve lapso: solo siente resignación a su deber de honor,
tristeza por lo que va a perder, vergüenza porque su cuerpo no recibirá un
sepelio honroso, y por supuesto miedo. Pero no envidia: no tiene sentido
envidiar a un héroe415.
En conclusión: La envidia será más probable cuando el rival es percibido
como semejante en valor social, puesto que es justamente esa expectativa de
semejanza la que se ve contravenida por la constatación de la superioridad del otro.

Otros factores
Rodéame de hombres gordos; hombres de poca cabeza, que duermen bien toda la noche.
Allí está Casio con su aspecto escuálido y hambriento. Piensa demasiado.
Hombres así son peligrosos. W. Shakespeare: Julio César.416

Además de las mencionadas, se ha señalado la influencia de otras


circunstancias en la predisposición a la envidia.

Los valores y las creencias del individuo y de su entorno tienen, como


ya hemos visto, una importante repercusión, tanto en la construcción del
intercambio envidioso como en la intensidad del sentimiento y en sus
actos consecuentes. Según Schoeck, la creencia en la fatalidad del destino
tiende a atenuar la envidia. Unos valores dominantes que estimulen la
competición, y que aplaudan el éxito incluso a costa de los otros, estarán en
consonancia con el carácter competitivo de la envidia. En este aspecto,
nuestra sociedad contemporánea se revela despreciablemente hipócrita,
considerando legítimo el triunfo personal —aun a costa de los demás— y,
a la vez, censurando la ambición y la competencia; es obvio que un valor
está reservado a las élites, y el otro a los que deben someterse a ellas.
El establecimiento de jerarquías rígidas y de leyes que consagran la
estratificación en clases sociales podría tener un efecto atenuador de la
envidia entre individuos de distinto rango, al consolidar una percepción de

167
distancia entre las personas e instituirla como norma. En sintonía con el
efecto de similitud, tenderemos a envidiar menos a quien creamos de una
naturaleza cualitativamente muy superior… o inferior. ―Decae la envidia
—escribe Vives— cuando aumenta hasta tal grado la felicidad, en nosotros
o en el rival, que se quite toda igualdad; así era con la fortuna de
Alejandro, a quien muchos podían odiar, pero ninguno envidiar.
Sofócase, en efecto, aquella pasión con la grandeza‖417. Y, según Bacon,
―las personas de sangre noble se ven menos envidiadas por su
prosperidad. Porque ello puede ser considerado justo por su
nacimiento‖418. El mero hecho de que alguien se desmarque
rotundamente, como sucede en la actualidad con estrellas y famosos,
tiende a alejarlo del entorno que los demás consideran como propio…
siempre y cuando no pertenezcan a su rango.

Filósofos y psicólogos han propuesto otros rasgos personales que


pueden incrementar la tendencia a la envidia. Aristóteles opinaba que las
personas ambiciosas —―en general quienes aman la gloria en algún
terreno‖419— suelen ser más propensas a la envidia. Bacon también
consideraba probable la envidia entre los que aspiran a ―sobresalir en
demasiadas cosas.‖420 Es un efecto razonable: la ambición aumenta el
hambre de valor y, por consiguiente, la sensibilidad a la desventaja. Se
envidia a quienes nos recuerdan nuestra carencia, y por eso los viejos
pueden envidiar a los jóvenes, los que obtienen algo con dificultades a los
que lo consiguieron fácilmente, los que perdieron una oportunidad a los
que la aprovecharon…
En una sentencia brillante, el estagirita da a entender que muchas
veces la envidia es una cuestión de mezquindad, de empecinarse en cosas
insignificantes: suelen envidiar también ―los pobres de espíritu, pues todo
les parece grande‖. ―Un hombre que no tiene en sí mismo la virtud,
siempre envidia la virtud en los demás‖, postula Bacon. Esta idea es
retomada por Vives: ―tanto más envidia uno, cuanto más carece de los
bienes que desea y menos es lo que afecta parecer; por eso son envidiosos
en general los pusilánimes, según dijo Job: ‗Mata al pequeño la envidia‘ y
elocuentemente Cicerón: ‗Ninguno que confíe en su virtud envidia los
bienes de otro.‘‖421 Sin embargo, ¿quién confía siempre en su virtud?
En la misma línea, para el épico José Ingenieros, la envidia es una
cuestión de mediocridad. Oponiéndolos a los grandes hombres, carga tanto
las tintas contra los envidiosos, los considera tan viles y rastreros que
acaba por reducirlos a una caricatura. Es cierto que ―el que envidia… se
168
confiesa subalterno; esta pasión es el estigma psicológico de una
humillante inferioridad, sentida, reconocida‖422; en el caso de Salieri, la
apreciación no podría resultar más exacta. Ingenieros, incluso, vislumbra
la fascinación detrás de esa miseria; pero no llega a entender el anhelo
desesperado de ese hombre que sufre porque aún no ha renunciado a ser
más de lo que se supone que es. El pathos que describe se limita a la cara
del alma humillada y resentida, y pasa por alto la rebeldía que intenta ir
más allá.
Bacon engrosa aún la nómina de los candidatos a envidiosos. El
curioso, por su tendencia al ―juego placentero de mirar la suerte de los
demás… Porque la envidia es una pasión ambulante, que vaga por las
calles, y no la practica el que se queda en casa‖. Extraña invitación a la
apatía y el aislamiento. Como Scheler e Ingenieros, cree que la impotencia
es un ingrediente básico de la envidia: ―El que no pueda reparar su propia
suerte, hará lo que pueda para perjudicar la de otro‖; de ahí que el ejército
de los envidiosos se nutra de ―las personas deformes, y los eunucos, y los
ancianos, y los bastardos‖, el abanico de poseedores de lo que Goffman
llamó estigmas; como si no tuviésemos todos nosotros aspectos que no
sabemos reparar, o como si, aun pudiendo superarnos en ellos, no
fuésemos por igual susceptibles a la envidia. Aristóteles se muestra más
perspicaz al señalar la inclinación a la envidia de aquellos ―a quienes poco
falta para tenerlo todo‖423: el deseo mira siempre hacia arriba, y por eso
hay que tener cuidado con él, porque buscando lo mejor puede arruinar lo
bueno. Bacon es de los pocos que señalan también un curioso tipo de
envidioso, el que está arriba y ve ascender a otro —o sea, el que ve
consolidarse un posible rival—; incluso el que se recuperó de una
desgracia y espera ahora con satisfacción la calamidad en los demás.
Russell asegura que la fatiga es una causa muy frecuente de envidia,
ya que ―todas las cosas malas están relacionadas entre sí‖424. Aunque su
apreciación nos suene de entrada a moralina, puede que no anduviera tan
desencaminado: hoy sabemos que la fatiga y el estrés, además de
ponernos malhumorados por lo que tienen de desagradable, disminuyen
nuestra capacidad de autocontrol, y nos hacen más propensos a la
impulsividad: ―las reacciones de envidia surgen sobre todo en situaciones
en las que las limitaciones fisiológicas o cognitivas reducen la capacidad
de las personas para ejercer el autocontrol‖, estipulan psicólogos
contemporáneos.425 Una ventaja ajena ligeramente molesta puede
resultarnos imperdonable cuando estamos ―bajos de moral‖, aún más si se
suma a otras frustraciones. Sin embargo, volviendo a Russell, considerar
169
por eso que la fatiga es causa de la envidia refleja la frivolidad propia de
un dandi. Dándole la vuelta, pocas cosas cansan más que encontrarse en
un estado de envidia recalcitrante; que se lo pregunten a Salieri.
Hablando de control, algunos psicólogos han visto precisamente en
la baja capacidad de control —en este caso de los sucesos de nuestra vida, no
de nuestras reacciones a ellos— un rasgo que favorece la envidia426.
Envidiaríamos más, o de un modo más hostil, cuanto menos capaces nos
percibimos para cambiar nuestra situación. Se trata de otra versión de la
vieja idea de la impotencia. Para Cohen, por ejemplo, se envidia cuando
uno puede imaginarse en posesión del atributo deseado, y sin embargo
cree imposible alcanzarlo: ―lo deseado se encuentra próximo en la
imaginación pero inalcanzable como predicción‖427. También para Smith,
una condición de la envidia es ―creer que la obtención del atributo
deseado está más allá de sus posibilidades‖428. Sin embargo, este postulado
contradice la necesaria convicción que el envidioso debe sostener para
creer que ―podría haber sido él‖429, puesto que, como dice Russell, ―no
envidiamos la buena suerte que consideramos totalmente fuera de nuestro
alcance‖430. Es contrario, además, al enfoque funcional evolucionista: ¿de
qué habría servido a nuestros antepasados envidiar si no hubiesen tenido
la opción de apropiarse de lo deseado? No se envidia a quien ya no es un
rival, por mucho que lo haya sido; se envidia siempre hacia delante. Para
envidiar tiene que haber expectativa, potencialidad; aunque más no sea,
como en el caso de Salieri, la de la destrucción.
Los psicólogos han explorado otros posibles factores disposicionales de
la envidia. Hay muchos mecanismos de defensa y reafirmación del yo. Tal
vez la baja predisposición a unas se compense con una mayor tendencia a
otras. Quien sufre de una baja autoestima, de un yo frágil, quizá tenga que
generar una envidia más intensa para reafirmarse (aunque ello comporte
el riesgo de caer en un nivel de envidia abusivo y por tanto inadaptado).
Y, a la inversa, tener un temperamento o una educación poco inclinados a
la envidia podría ser compensado por recursos como un profundo
narcisismo, una fuerte tendencia a la afiliación, el desarrollo de
determinados ―encantos‖ socialmente reconocidos, etc. Estaríamos, por
tanto, ante una economía de la envidia, que no es, en última instancia, sino
una economía de la autoafirmación.
En el envidioso, la baja autoestima se retroalimenta como causa y
consecuencia. Podemos esperar que la persona de autoconcepto frágil sea
más sensible a las comparaciones que puedan confirmar ese temor, y
también es probable que esté más predispuesta a desmentirlo buscando
170
ocasiones de comparación, o de competición. Diversos autores han
señalado que el envidioso suele ser propenso a la comparación
desfavorable431. Para Payton, la envidia enmascara ―un profundo
sentimiento de indignidad y vulnerabilidad‖. B. Vidaillet menciona
investigaciones que sugieren que ―el hecho de tener tendencia a sentirse
inferior a los demás y a construir el éxito de otro como una pérdida o un
fracaso personal, más que como una ganancia de la que uno puede
también beneficiarse…, predispone a ser envidioso‖. Rawls también cree
en la presencia de ―una falta de confianza en el propio valor, combinada
con una sensación de impotencia‖. Smith plantea la relación entre
inferioridad, vergüenza y hostilidad, todas ellas más o menos asociadas
con la envidia. Para Russell, ―la gente modesta se cree eclipsada por las
personas con que trata habitualmente. En consecuencia, es especialmente
propensa a la envidia.‖ Todo ello nos recuerda lo que, desde el
psicoanálisis, Erikson llamaba ―falta de generatividad‖, es decir, bloqueo de
la capacidad —supuestamente inagotable— para la creación de lo valioso.
Van de Ven es otro partidario de la correlación entre baja autoestima y
envidia, y junto a ella menciona la tendencia a la depresión, el
neuroticismo y la poca satisfacción con la vida432.

Sin embargo, desde una perspectiva interaccionista, la baja


autoestima solo explica la mitad de la propensión a la envidia: las
personas engreídas tampoco aceptarán fácilmente una comparación
desventajosa433. Para ellos, la vida es un constante juego de suma cero.
Este tipo de envidioso suele valorarse a sí mismo desde la postura de "O
César o nada": como no ha conseguido ser César, se siente nada, pero no
se resigna; es el eterno aspirante, el pertinaz opositor. Salieri se nos antoja
más bien respondiendo a esta segunda casuística, aunque adivinamos en
él, también, a alguien profundamente neurótico, celoso de sus logros y
capaz de la mayor beligerancia por defenderlos; es decir, en el fondo,
inseguro. Tal vez el antagonismo entre ambas posibilidades sea solo
aparente, y podamos unificarlas bajo el concepto de ―vulnerabilidad del
yo‖: un ego puede resultar frágil tanto por la convicción de falta de valía
como por una excesiva autoexigencia. Simmel, en esta línea, propone una
fórmula ecléctica en su habitual estilo, elegantemente conciso: las luchas
internas serían un intento desesperado de recuperar la integridad del yo434.
Eso es justo lo que pretende Salieri, y a lo que aspiramos todos los
envidiosos que en el mundo hemos sido.

171
22. Apuntes para una ética de la envidia
Podemos librarnos de la envidia disfrutando de los placeres que salen a nuestro paso, haciendo
el trabajo que uno tiene que hacer y evitando las comparaciones con los que suponemos, quizá
muy equivocadamente, que tienen mejor suerte que uno. B. Russell.435

El hombre es el ser que no se detiene en lo que le viene dado, sino


que, hasta donde alcanza, aspira a construirse a sí mismo. Sartre lo
explicó con precisión: el hombre es el ser que elige, que no puede dejar de
elegir; que es ―lo que hace con lo que otros hicieron de él‖. La naturaleza
pone los límites: la tarea humana —parafraseando a Ortega— consiste en
maniobrar dentro de esas fronteras. Y la ética surge del intento de elegir
bien, de elegir lo mejor, de utilizar la libertad de un modo inteligente.
La ética es un proyecto siempre frágil, siempre provisional; un
caminar por el filo de la navaja, haciendo equilibrios entre el sueño y lo
posible. No podemos evitar sentir lo que sentimos, ni ser lo que somos, ni
cruzarnos en la vida con quien despierta nuestra rivalidad. El propio
anhelo de mejorarnos, tan de moda en este tiempo, emana de un sustrato
de nuestro ser que no controlamos, y encuentra en él su techo. Por
inspiradas que sean nuestras pretensiones, jamás podrán llegar más allá de
nosotros mismos. No se trata de humildad, sino de sentido común;
aunque el verdadero sentido común debería hacernos más humildes. El
neurótico pasa años en una terapia para dejar de serlo, sin darse cuenta de
que esa es su aspiración más neurótica. Sin embargo, no podemos
renunciar a ser buenos, remitirnos a una moral o una ética que nos
impulsen hacia arriba, en ese movimiento ascendente que José Antonio
Marina, inspirándose en Jenofonte, denomina anábasis436.
La aspiración que alienta en toda ética auténtica es que medre
nuestra vida: en su génesis —Spinoza supo verlo como pocos—, la ética es
siempre autorreferente. Tal vez resultaría más racional, o más encomiable,
una ética del deber, como la que quería Kant, una ética de principios
precisos y cristalinos, universales e inamovibles. Pero los principios y los
deberes son abstracciones que quedan demasiado lejos de nuestra

172
existencia a ras de suelo. También la ética, como todo lo humano, tiene
que ensuciarse con nuestro barro. Queremos, como Montaigne, escoger
aquello que redunde en nuestro ―bien vivir y bien morir‖. Esa es la ética
que nos interesa aquí: la de la felicidad humana, la de la eudaimonia
aristotélica. A Marina le gusta repetir que el proyecto humano se parece a
aquella escena de El barón de Munchhausen en la que el protagonista se
rescata a sí mismo de un pantano tirando de su propia cabellera437. Puede
que se trate de una pretensión excesiva —e incluso descabellada,
literalmente— para la modesta naturaleza humana. Las personas reales
nos parecemos más a Salieri, somos obcecados y egoístas, arrogantes e
inseguros, insensatos y… envidiosos. Cuando caemos en un pantano, nos
hundimos. La ética vendría a ser el arte de flotar.
Así pues, aunque la ética se presente como una tarea compleja, sus
fundamentos generales resultan bastante simples, porque, como predicó
hasta la saciedad Epicuro, es sencillo todo lo que hace nuestra vida más
satisfactoria. Abraham Maslow dispuso nuestros anhelos en una pirámide:
satisfechos los requerimientos de la supervivencia, buscamos seguridad,
amor y realización, es decir, un ajuste social satisfactorio. Si de convivir e
intercambiar se trata, la equidad es el compromiso más estable. Y la
equidad me obliga a la empatía, a ponerme en el lugar del otro y tratarlo
como si fuera yo, como alguien equivalente a mí; a reconocer en él a un
ser dotado de la dignidad y del merecimiento que reclamo para mí. Es la
famosa regla de oro: ―Trata a los demás como querrías que te trataran a ti‖,
que emana directamente del principio de reciprocidad.
No se trata de caer en una ingenuidad metafísica: yo soy siempre —
no debo olvidarlo— el punto de partida y la motivación. ―Toda amistad es
en sí misma deseable, pero ha tenido su origen en el provecho‖, admite
Epicuro438. ¿Por qué esa génesis habría de restarle valor? Si yo no le
negaría lo mejor a nadie, ¿por qué habría de negármelo a mí mismo, a
quien reconozco como un ser tan digno como cualquiera? ―Mi piel está
más cerca de mí que mi camisa‖, recita Colas Breugnon439. Es lugar
común que solo quien se ama —quien empieza por amarse— es capaz de
amar, y de atraer el amor de otros. ―¿Me preguntas qué progresos he
realizado? He comenzado a ser amigo de mí mismo‖, escribe Séneca
citando a Hecatón, y añade: ―Puedes estar cierto que este hombre es
amigo de todos‖440. El egoísmo eficaz evoluciona hacia el altruismo, y ese
es el camino que recorremos de la infancia a la madurez. Este arduo
trabajo de empatía resulta estrictamente humano, y sin duda es la base de

173
toda ética. Aunque tendamos a hacerlo de forma espontánea, fruto de
miles o millones de años de cooperación, siempre nos requiere un
esfuerzo, una atención, una insistencia. Y la ética hunde sus raíces en esa
obstinación pertinaz en lo que creemos mejor.

Si la ética consiste en la habilidad de jugar con las cartas que nos


reparte la vida, hay que empezar por saber cuáles son esas cartas. Este
ensayo ha sido un intento de aproximarse a un ámbito de la naturaleza
humana, de averiguar a qué debemos atenernos con respecto a la envidia.
En tanto que experiencia, la envidia se nos revela como ingrediente de lo
humano, es decir, ni buena ni mala, simplemente natural. Tal perspectiva
rompe diametralmente con una tradición milenaria, y aún vigente, que la
considera una mezquindad del alma, un defecto que hay que corregir, o
una patología que hay que sanar. Considerarla natural, en cambio, es
entenderla como una experiencia intrínseca de lo humano, es reconocer
que forma parte ineludible de la vida y que cumple alguna función a su
favor.
No vale la pena dedicarle mucha discusión al rancio concepto
pecaminoso de la envidia, salvo por cuanto, como todo el andamiaje
ideológico cristiano, sigue muy enraizado en los puntos de vista y las
valoraciones de nuestra sociedad. Los viejos códigos de bondad y maldad
absolutas, la añoranza de una perfección trascendente, las ideas rígidas
sobre el altruismo y el egoísmo siguen vigentes en la moral predominante,
por más que tantas veces se trate de fórmulas superficiales e hipócritas que
enmascaran, a muy poca profundidad, actitudes completamente
contrarias de explotación y crueldad. La envidia sigue pareciendo fea y
despreciable, y sin duda lo es, aunque no por las razones que solemos
aducir.
No tiene sentido considerar la envidia mala en sí misma. Los
maestros de la virtud censuran que sea una muestra de debilidad y una
actitud injusta hacia la legítima suerte del prójimo. Los moralistas la
consideran un pecado por atentar contra el bien ajeno, es decir, por ser
contraria a la compasión y a la caridad. Muchos le reprochan su
mezquina persecución de los mejores, que paga con rencores la virtud. Sin
embargo, la envidia no es un juicio engañoso fruto de la ignorancia, como
ya pretendía Platón, o de la patología, como estima buena parte de la
teoría psicológica: es algo tan normal como desear y competir; como el
sano derecho a reafirmar nuestra valía.

174
No hay, desde luego, nada noble, ni heroico, ni prometeico en la
envidia. Kant la consideraba odiosa porque causa desdicha al que la siente
y a los que le rodean, contraviniendo todos los deberes morales441. Sin
embargo, precisamente por eso se nos parece tanto. Por eso nos resulta
familiar y hogareña. La envidia viene a recordarnos que no somos héroes
y no estamos tejidos de sueños, sino de una carne temblorosa y
hambrienta. Esa ilusión primigenia de omnipotencia, que todos
arrastramos desde la germinación de nuestro yo, encuentra en los
testimonios contrarios de la realidad unos enemigos, y les declara la
guerra442. La envidia es la angustia del yo, que lucha por perpetuar su
excelsitud. Con ello el envidioso revela su profunda vulnerabilidad;
demuestra hasta qué punto no es capaz de amarse por lo que es, sino por
lo que quiere ser; pone su valor en algo externo a sí mismo, en algo
imaginario e inalcanzable. Lo más detestable de la envidia cerril no es que
demuestre cuán poco amamos, sino lo poco que nos amamos. Por eso no
la excusamos, por eso la obligamos a ocultarse y a reptar entre sombras.
Pero ahí está, para recordarnos que también estamos hechos de
insignificancia.
La envidia, y en esto hay que darles la razón a los moralistas,
también puede ser un hábito. Un mal hábito: aquí estaría justificado
calificarla de vicio. Lo es sin duda cuando adquiere un carácter excesivo y
obsesivo. Es creíble, por otra parte, que algunas personas hayan
incorporado la envidia, por educación o por talante, a su modo habitual
de encarar las interacciones con los otros. Cada proceso envidioso hace
más probable el siguiente: una buena razón para desprendernos cuanto
antes de ellos.

El hecho de que algo sea natural es un necesario punto de partida


para la ética, pero no de llegada. Como decíamos, a partir de ahí, se nos
plantea un nuevo trabajo: se trata de juzgar y elegir. Admitir o defender
algo solo porque es natural resultaría frívolo, cuando no perverso o cínico:
es lo que han hecho los criminales de todos los tiempos para eximirse de
su responsabilidad. Se justificó la esclavitud como una supremacía natural
de unas razas sobre otras; el fascismo pretendía natural el exterminio de
los inferiores; se ha sometido a la mujer aduciendo una supuesta debilidad
propia de su sexo; toda discriminación al ―diferente‖ —desde el
inmigrante al homosexual— se ha amparado en una presunta distorsión
de lo natural. Pero la ética y la moral no son naturales, y los estoicos se
equivocaban en eso. Primero, porque el proyecto humano se encara con
175
su naturaleza, la interroga, la desafía; por el hecho de ser personas, ni
somos naturales ni podemos saber exactamente qué es lo natural en
nosotros; comimos del fruto del árbol de la ciencia y se nos cerraron para
siempre las puertas del paraíso. Segundo, porque la naturaleza no tiene
nada que ver con la moral: se basta a sí misma en sus leyes ciegas. La
moral y la ética son el artificial resultado de una decisión, de elegir e
inventar, de formular un código que distinga lo que se considera deseable
de lo que se rechaza como inaceptable.
Así pues, que la envidia forme parte de la naturaleza humana no es
ningún aval a su favor. También forman parte de nosotros la violencia, la
crueldad, la humillación y el sometimiento, y pocos de nosotros los
desearíamos, por lo menos para nosotros mismos. Mandeville estaba
convencido de que si se deja a cada cual libre con sus vicios, el resultado
sería una sociedad próspera; pensaba, sobre todo, en la avaricia burguesa,
que en su tiempo se prometía como el motor de la riqueza universal.
Tendría que darse una vuelta por la actualidad para comprobar cómo ha
dejado el mundo la codicia desatada. Sade, por su parte, fue de los más
consecuentes abanderados de tomar por bueno todo lo que proporcione
placer, es decir, todo lo aparentemente natural; sin embargo, olvidó que
para la condición humana ni siquiera el placer es solo natural: la
imaginación hace que se difuminen las fronteras entre placer y dolor.

En cualquier caso, por natural que sea, ninguna ética puede ponerse
de parte del sufrimiento. Y la envidia es un dolor. ―De la cuerda de medir
tiran algunos con exceso, y se clavaron delante herida dolorosa en propio
corazón‖, canta Píndaro en sus Píticas; ―Con razón han afirmado algunos
que la envidia es una cosa muy justa porque lleva consigo el suplicio que
merece el envidioso‖, sentencia Vives443. Y son numerosos los refranes
que nos previenen del daño de envidiar: ―Como al hierro la herrumbre, la
envidia al hombre consume‖, ―La envidia es como el agua salada: cuanto
más se bebe, más sed da‖...
Su imagen tradicional revela la doble naturaleza de perjudicar a los
otros mientras se carcome a sí misma, tal como la describe Ovidio:

La palidez ocupa su semblante y la escualidez todo su cuerpo demacrado;


nunca una mirada franca; los dientes están lívidos de sarro, su pecho verde de hiel,
su lengua hinchada de veneno. No conoce la risa, salvo la que despierta la vista del
dolor, ni tampoco goza del sueño, siempre desvelada por su vigilante ansiedad, sino

176
que ve con desagrado los éxitos de la gente y al verlos se aflige, y se corroe por dentro
y corroe a los demás, y ese es su tormento.444

La envidia hace sufrir, agrieta el amor por


nosotros mismos, conspira y se disfraza,
enturbia las aguas limpias de la vida, pone
veneno en las relaciones y carcome la
cordialidad, entorpece los proyectos
comunes… Quizá su peor dolor resida en
despertar el deseo para luego abandonarnos a
la carencia, en restaurar la vitalidad para
después traicionarla, en convertirnos en
rebeldes para, tantas veces, darnos de bruces
con nuestra impotencia. Al observar lo que
otro tiene y decidir quererlo, la envidia instaura
muchas veces su propia insuficiencia. Siempre
habrá alguien que tenga más, alguien que nos
llevará ventaja; siempre se puede desear otra
cosa. Por eso, dice Russell, el éxito no la cura:
―Seguro que al hombre que gana el doble que
yo le tortura pensar que algún otro gana el
doble que él, y así sucesivamente. Si lo que
Figura 9. Alegoría de la envidia
deseas es la gloria, puedes envidiar a
en el libro de Lope de Vega El
peregrino en su patria. En
Napoleón. Pero Napoleón envidiaba a César,
Portús (2008).
César envidiaba a Alejandro y Alejandro, me
atrevería a decir, envidiaba a Hércules, que nunca existió.‖445 La envidia
obcecada, por su propia naturaleza, nunca descansa. Y nunca deja
descansar. Si no logramos resolverla, cuantos más saltos damos, más nos
hunde.

Sin embargo, la vida nos enseña a respetar el sufrimiento. Hay


dolores que no solo nos guían, sino que incluso nos evitan otros mayores.
Por eso, una vez desatada la envidia, hay que escucharla. La sabiduría
tiene mucho de esfuerzo por hacer consciente lo inconsciente: ―Las
pasiones sobre cuyo origen uno se engaña son las que más tiranizan‖, nos
recuerda Oscar Wilde446. Como todos los dolores, la envidia está ahí para
llamarnos la atención sobre algo. En este caso, algo que nos falta y tiene
otro. Al menos puede inspirarnos para reflexionar ―sobre lo que realmente
somos, y lo que realmente queremos de la vida‖447. Nos señala el camino a
177
seguir, nos dice: ―como ese‖. Tal mensaje, en un momento dado, puede
resultarnos útil, puede incluso hacernos falta. Los rabinos hebreos, que tan
bien saben aunar el moralismo con el sentido práctico, señalan sin pudor
el efecto catalizador de la envidia que ya aprobaran Hesíodo y
Mandeville: ―Si no fuera por la envidia el mundo no existiría, el hombre
no se casaría con una mujer, no construiría una casa y no plantaría un
árbol‖.448 ―La fuerza de la envidia motiva a la gente‖, concluye Peter
Salovey de sus investigaciones.449
Nuestras envidias cotidianas cumplen su función sensatamente bien,
siempre que se mantengan dentro de lo razonable. Nos enseñan nuestros
deseos, nos advierten importantes amenazas. Convierten en rabia un
abatimiento que podría devastarnos450. Como arguye Diana Cohen:
―podemos tender sobre todas estas emociones indignas un manto de
piedad… Una envidia moderada ofrece una salida a la depresión, una
ocasión para crecer y cierta esperanza en superar los obstáculos‖.451
También nos protege al evitar el enfrentamiento directo, tan arriesgado y
tan expuesto, trasladando el conflicto a la memoria y manteniendo viva la
llama en espera de mejores oportunidades.
Es cierto que a todos nos resulta más grato desenvolvernos entre
nuestros semejantes en un ambiente cordial, afable, de mutua confianza y
colaboración, eso que los hebreos llaman firgun452; todos buscamos
entornos impregnados de firgun, en los que se nos acepte y se nos aprecie,
y puede resultarnos devastador un medio —como sucede fácilmente en el
trabajo— marcado por la rivalidad, el acoso o la marginación. Sin
embargo, recordemos con Simmel que las relaciones humanas también
están hechas de conflicto: el desafío es aprender a capearlo con eso que
está de moda llamar inteligencia emocional. La envidia se convierte en un
problema cuando pierde la medida. La única envidia rigurosamente
perjudicial es la que no se resuelve, la que se encanalla y se hace crónica
como un animal petrificado ante una amenaza, bullendo por dentro de
espanto y rabia.
El envidioso obsesivo está prisionero, empantanado, incapacitado
para retroceder o avanzar. Como nos enseñó Zambrano, ha fracasado en
la tarea de ser él mismo, no puede ir más allá del empeño imposible de ser
otro. La envidia invasiva, la que roba la libertad, es paralizante, alienante,
descendente; nos sume en la facticidad y, como un lastre, imposibilita el
vuelo de la anábasis. Salieri es con toda evidencia un hombre desquiciado,
perturbado por el miedo y por la ira. Monegro no consigue hacer nada
fuera de la larga sombra de Abel Sánchez. Claggart, en lugar de
178
enfrentarse a su frustración, opta por ensañarse con la inocencia, ofensiva
de tan pura, de Billy Budd. Casio disfraza sus ambiciones políticas con un
supuesto afán de justicia frente a la tiranía de César. Si Ricardo III se
hubiese reconciliado con sus defectos, tal vez hubiese podido amar en vez
de matar. Y el propio Satán de Milton, poseído por una especie de
complejo de Edipo cósmico, es incapaz de imaginarse a sí mismo como
otra cosa que un permanente aspirante a lo único que jamás podrá ser:
Dios. En todos estos envidiosos célebres hay una desmesura pavorosa.
Una discordia de ese calibre, explican psicólogos como Smith y Kim,
puede encerrarnos en un círculo vicioso, ya que ―la persona envidiosa
puede esperar generar mayor hostilidad en los demás y [debido a esa
expectativa] sentir más hostilidad hacia ellos‖453.

Muchos consideran, con razón, que una vida satisfactoria y colmada


es un buen antídoto contra la envidia; lo difícil es saber en qué consiste
eso exactamente. Russell, con británica parsimonia, prescribe el placer —
eso sí, moderado— y mucho descanso; lástima que la mayoría tengamos
que trabajar. Epicuro lo suscribiría, aunque, más sagaz, recomendaría
placeres pequeños y accesibles, y el desprecio de los que no están a
nuestro alcance. Para Alberoni, todo lo que nos identifique con los otros,
mitigando las diferencias y haciendo que nos olvidemos
momentáneamente de nuestro yo, hace que tengamos menos
predisposición a envidiarlos: habría menos envidias en las celebraciones y
en las fiestas, en los rituales y los entusiasmos colectivos, en la amistad y
el enamoramiento454…
Sea cual sea la medicina preventiva frente a la envidia, todo lo que
podemos hacer es intentar crear una actitud que la atenúe, que nos haga
menos predispuestos a ella; su desencadenamiento no depende de nuestra
voluntad. ―Como se aloja en el corazón y no en el cerebro, ningún grado
de inteligencia es garantía suficiente en su contra‖, escribe Melville455. Se
trata, por tanto, de pensar qué actitudes conviene mantener ante la envidia
—como ante cualquier otra experiencia humana, por natural que sea—
para que nos dañe lo menos posible, incluso para que juegue a nuestro
favor. Si lográramos detectarlas, se trataría de insistir en su ejercicio hasta
consolidarlas en forma de hábito. El hábito es tal vez el principal
instrumento de la voluntad para tomar el timón de la naturaleza. No
olvidemos que tanto los actos cotidianos como los pensamientos, incluso
en parte las emociones, consisten en hábitos modelados por la cultura, el
aprendizaje y la historia de cada individuo. A través de la difícil
179
transformación de los hábitos podemos, al menos en parte, reorientar el
rumbo de nuestra vida. Del mismo modo que la valentía no es no sentir
miedo, sino controlarlo cuando surge espontáneamente y trascenderlo
mediante la voluntad y el dominio de uno mismo, lo importante tampoco
es dejar de sentir envidia —tarea, por otro lado, inalcanzable—, sino
identificarla, comprenderla y encauzarla de modo que sirva a la vida, a la
dignidad, a la anábasis.

Ya vimos qué convicciones y actitudes pueden ayudarnos a romper


esos círculos viciosos, componiendo por tanto las opciones fundamentales
de una ética de la envidia: ante cualquier circunstancia que nos contraría,
o actuamos para cambiarla, o bien cambiamos la perspectiva, sea para verla
de un modo más llevadero, sea, simplemente, para aceptarla. Todas estas
estrategias, más que el objetivo casi imposible de suprimirla, pretenden
moderar su punzada, aplicando el principio que formuló Aristóteles:
evitar los excesos, seguir el camino medio. Y mejor aún si, además de
disminuir su dolor, aprovechamos para bien general las energías que
moviliza; aunque quizá ese logro esté reservado a los más sabios.
Aristóteles demostraba su genio al señalar la moderación como la
piedra angular de toda ética. La mesura es la que hace que el placer se
prolongue y no se transforme en morboso; que el amor acaricie sin
apresar; que el trabajo tenga la oportunidad de realizarnos, en lugar de
alienarnos; que las experiencias nos sepan a aventura y no a hastío; que la
vida, en definitiva, sea calidoscópica y tenga sitio para la variedad en
equilibrio, evitando que el exceso la rebose hasta dejarnos sin aire. La
mesura nos sana de criterios del bien cuya rigidez los degeneraría hasta el
fanatismo; y de conceptos del mal que podrían convertirnos en verdugos.
La mesura, en fin, no es un relativismo cómodo que evita comprometerse,
sino todo lo contrario: la posibilidad del compromiso razonable. Lo más
difícil, obviamente, es descubrir dónde se encuentra el equilibrio;
Aristóteles apelaba al sentido común, pero ya sabemos lo fácilmente que
nos engañamos a nosotros mismos. La desesperación es diestra en
sustituir las trampas por otras peores. Hay que darse tiempo, afinar la
intuición, pedir orientación, apelar a la prudencia y a veces a la osadía,
para sortear con un cierto éxito esos campos minados de la vida. Hace
falta mucha atención y mucho esfuerzo para persistir en la frágil lucidez.

Cuando la envidia nos hace destructivos y amenaza destruirnos, lo


prioritario es librarse de ella y recuperar el control. Puesto que la envidia
180
es un vínculo, se requeriría, en definitiva, desvincularse del otro, restituirlo
al ámbito de lo indiferente, renunciar a mirarnos en su espejo. Pero la
renuncia, sea o no el camino más sabio, es casi siempre el más difícil. Si
no se inspira, como aconseja Scheler, en la grandeza moral, si no es
sincera y completa, solo servirá para profundizar la amargura de nuestra
impotencia, incluso para volverla contra nosotros mismos. A la hora de
elegir entre nuestro daño o el del otro, está claro lo que tendemos a
preferir. Nietzsche lo aplaudiría, y Scheler, aunque preferiría la grandeza
moral de la renuncia, lo comprendería como un modo de conjurar la
impotencia: para ambos, luchar es ya, al menos, sobreponerse a la envidia
y al resentimiento.
Sin embargo, la opción de reducir la desventaja propia perjudicando al
otro, minando su primacía, plantea sus propios problemas éticos. Dañar a
los demás, aun haciéndolo desde el legítimo objetivo de restaurar el
principio de equidad, plantea una contradicción transgresora, puesto que
no los estamos tratando como preferiríamos ser tratados nosotros. Puede
resultar contraproducente incluso desde un ángulo estrictamente egoísta.
Lo hemos visto en el caso de Salieri y de Joaquín Monegro: dañar a los
demás, también de un modo indirecto y clandestino, suele conllevar un
cierto daño a nosotros mismos, básicamente porque somos seres sociales y
uno de los principios del pacto de convivencia es contener la agresión.
Conspirar es una inquietud que enturbia la paz de nuestro ánimo.
Perjudicar es crearnos enemigos y fomentar la desconfianza de los demás,
perfilando, en nuestras interacciones, un rol disruptivo y distorsionador de
la convivencia armónica, la cual solo puede fundamentarse en la
sinceridad, la confianza y el buen trato mutuos. La iniquidad, en fin,
erosiona incluso el valor que nos atribuimos a nosotros mismos, tan
dependiente del que nos atribuyen los otros. Hay que tener presente el
precio que se cobrarán las decisiones.
Es importante que nuestra ética distinga con claridad el daño
morboso, obcecado o abusivo, del mero conflicto, porque muchas
orientaciones morales, y en especial la cristiana, tienden a confundirlos,
como si entre ellos solo hubiese una diferencia de grado. Lo cierto es que
se trata de dos fenómenos cualitativamente divergentes. No es lo mismo
una disputa abierta y honrada que un asedio agazapado, una agresión sutil
pero ensañada, que con razón es la cara más despreciada de la envidia. El
enfrentamiento y la lucha, recordemos una vez más a Simmel, no solo
forman parte de la vida en común, sino que incluso ayudan a articularla.
Forma parte de las reglas del juego el hecho de que, constantemente, parte
181
de aquello que perseguimos nosotros no coincida con lo que juzgan
deseable los demás. Los intereses comunes nos impulsan a cooperar, pero
no siempre son comunes, o precisamente porque lo son nos llevan, más
tarde o más temprano, a colisionar. Entonces aparece el conflicto.
Establecer los principios personal y socialmente adecuados del conflicto es
uno de los principales desafíos de la tarea ética. De nuevo, la clave parece
consistir en la mesura.
Crecemos tanto en la cooperación como en el conflicto; en él nos
reafirmamos y vamos afinando el conocimiento de nuestra propia medida.
Aprendemos, sobre todo, a superar esos afanes egocéntricos y
omnipotentes que caracterizan la primera infancia, cuando nuestro
pequeño mundo gira a nuestro alrededor. El conflicto nos enseña nuestros
límites y a planteárselos a los demás, y pone a prueba nuestras
potencialidades; nos educa, particularmente, en el descubrimiento del
otro, ese otro que, como reflexionaba Sartre, es a la vez un problema y
una oportunidad, y no necesariamente aquel lobo sediento de nuestra
sangre que lúgubremente advertía Hobbes. El conflicto muestra el carácter
dialéctico de las relaciones humanas, que conjugan la armonía con la
discordancia para engendrar las nuevas síntesis que hacen evolucionar la
vida, también la vida en común. Simmel lo remarcaba: la lucha no es
menos vinculante que el amor.
Quizá la verdadera ―inteligencia emocional‖ –aunque yo preferiría
llamarla sabiduría— consista no tanto en echar mano de una serie de
fórmulas que nos hagan más ―felices‖, sino en poder atravesar lo
conflictivo y lo ingrato de la vida con un enfoque constructivo,
vislumbrando lo que esos recodos amargos tienen de oportunidad.
―Entender por qué algunos individuos pueden usar las comparaciones
sociales poco favorecedoras como fundamento para impulsos emuladores
constructivos, mientras que otros parecen sumirse en sentimientos de odio
destructivo, es un importante problema socio-psicológico‖, concluye R.
Smith456.
No podemos elegir ser dichosos, ni considerar la felicidad, como
hace nuestra moral hipócrita, una obligación. Ni la vida nos debe nada (y
menos aún hacernos ―felices‖) ni nosotros estamos sometidos a una ley de
la dicha. Los gurús de la autoayuda, paradójicamente, nos hacen sentir
culpables por no conquistar la satisfacción, puesto que, según ellos,
conseguirlo solo requiere hacer los deberes que nos ponen. Esta postura
recuerda las ilusiones de nuestra infancia, cuando estábamos seguros de
que bastaba con desear con suficiente fuerza una cosa para que sucediera.
182
Tiene algo de pensamiento mágico. No resulta creíble: la vida es
demasiado complicada, demasiado difícil, demasiado improbable. Pero sí
podemos elegir nuestro modo de encarar las vicisitudes que nos plantee,
convertirlas en un desafío apasionante, encajarlas como un camino de
experiencia y sobre todo de aprendizaje de la futilidad. Epicuro, Epicteto,
Montaigne, Spinoza... Todos ellos nos invitan a mirar cara a cara a la
verdad y gozar por la mera grandeza de hacerlo; sufriendo cuando nos
toque, pero no más de lo debido, y alegrándonos todo lo posible, pero sin
más recurso que la lucidez.

A partir de esta consideración de la vertiente conflictiva de nuestra


convivencia tenemos la oportunidad de encarar la agresividad de la
envidia desde nuevos ángulos, más allá del tradicional rechazo
terminante. En el fondo de la envidia alienta aquella incómoda pregunta
tan legítima: ¿Por qué no yo? Es decir: el temor a quedarse atrás y el
intento de evitarlo. El envidioso se defiende y quiere más, y no oculta que
su referente en estas valoraciones es el otro. En esa interacción lo
configura como rival y, por consiguiente, queda enfrentado a él. No creo
que pueda sostenerse como despreciable ninguna de estas tareas de la
envidia. Incluso el hecho de que haga sufrir es su modo de alertarnos y
movilizarnos en la corrección de nuestro perjuicio.
La clave sigue estando en esa medida que reclamaban los griegos, ese
justo camino medio aristotélico, regido por el sentido común, la phrónesis
o prudencia. Si la envidia se presenta, hagámonos cargo de ella, aunque
nos incomode; escuchemos su mensaje, permitamos que nos cuestione,
valoremos su propuesta de superación; tal vez el esfuerzo que nos plantea
nos parezca excesivo, o prefiramos dedicarlo a otras cosas: tengamos
entonces la valentía de renunciar y admirar, aunque sea a regañadientes.
Aristóteles ya sugería que emular podía ser un modo inteligente y
constructivo de canalizar nuestras envidias. Tal vez haya pocas cosas más
felices que entregarse y admitir la derrota, como sugiere Kierkegaard con
belleza: ―La admiración es feliz entrega, la envidia es infeliz
reafirmación‖457. ―Nuestra parte admirable es la que admira a los demás
—escribe Savater—. Tenemos que ser agradecidos con lo sublime‖458; y
Lluis Llach lo canta en su composición Si arribeu:

Como ya sé que vosotros


llegaréis más lejos que yo,
estoy celoso y contento,
183
muy celoso y contento,
de la suerte que tuvisteis,
de la suerte que tendréis,
pues, en el fondo, sé
que nunca fui un fornido atleta,
ni siquiera un digno amante,
tan solo un caminante.

Aceptar es la magnífica tarea de la ética frente a los deseos


inalcanzables, una actitud que fundamenta toda la ética estoica: ningún
anhelo merece nuestra perturbación, por eso hay que aprender a
―contenerse y abstenerse‖. Buda también nos lo indicó hace más de dos
mil años, y la mística y la meditación son los caminos más directos hacia
esa paz mental. El desapego, en definitiva, es como volver a casa, es dejar
ir lo que nos atrapa desde fuera y nos impide disfrutar de lo que tenemos,
enredados como estamos en el otro: ―la envidia convierte en sombra de
una vida ajena la vida propia‖, nos avisa María Zambrano459.
Perpetuar la batalla, siendo infructuosa, puede acabar por arrasarnos,
y por eso es cierto que la envidia persistente es devastadora. En algún
momento hay que ceder, y deberíamos ser inteligentes para no esperar a
que la guerra nos haya destrozado sin remedio. Podemos ceder
cambiando un deseo por otro; o podemos renunciar por completo,
liberándonos, dejando marchar el deseo con todo su poder. ―Desesperar‖,
en el sentido de ―dejar de esperar‖, tal como utiliza el término A. Comte-
Sponville460. Una renuncia inteligente es la salida de la envidia que mejor
nos preserva. Hay en ella una cierta tristeza inevitable, o más bien una
melancolía, un sabor de fracaso; pero todo ello se irá con la arroyada de la
vida que se escapa y que dejamos ir. Cuando ya no quede deseo, ya no
habrá algo externo que nos posea. Habremos recuperado nuestra libertad.
La pereza también puede ayudarnos, porque la envidia es un trabajo muy
cansado; ante el exceso de nuestras pasiones, arrellanémonos en la
indolencia, como aquel del que La Rochefoucauld escribía: ―Es incapaz
de envidia, ni de avaricia, ya sea por virtud o por falta de aplicación‖461.

Sin embargo, a veces no estamos dispuestos a renunciar; y entonces


es la hora de luchar, de enfrentarse, de disputar al otro su ventaja. Desde
luego, lo ideal sería poder beneficiarnos todos, pero cuando los bienes son
escasos puede no haber más remedio que rivalizar. Tampoco esto es
éticamente censurable, siempre que discurra dentro de unos cauces
184
honestos, entendiendo por honestos una lucha leal —los adversarios leales
nos honran— y, como pedía Kant, tratando al otro como persona y no
como medio. Para Spinoza, la envidia era una tristeza porque nos
abocaba al odio y limitaba nuestras alegrías al mal ajeno. La envidia que
nace de la impotencia es, en efecto, una tristeza inapelable, y Nietzsche
tenía razón en despreciarla. Pero plantar cara al contrincante no es una
impotencia, sino justo lo contrario, una aspiración, y en ese caso la
envidia, como propone P. Salovey entre otros, nos indica la dirección de
nuestros deseos.462
Ya hemos visto que perjudicar al otro es un modo de ganar, aunque
parece mucho mejor dejarle en paz con sus triunfos y centrarse en los
propios. Responderíamos así al imperativo categórico de Kant: obra
siempre de tal modo que puedas desear que todos actúen según tu
principio. Disputar no está mal, pero todos preferiríamos que nos dejaran
disfrutar tranquilamente de nuestros éxitos. Tendríamos entonces la
oportunidad de practicar virtudes como la generosidad y la compasión,
esa noble amplitud de miras que los antiguos llamaban magnanimidad.
Procurar mirar al otro con benevolencia tiene la virtud de sustituir un
vínculo que puede ser dañino por otro amigable. Los budistas también
insisten en la bodichita, el amor compasivo, que en el cristianismo
encuentra su equivalente en la misericordia. El judaísmo invita a farginen,
la alegría por el bien del otro463. Después de todo, y aunque resulte
paradójico, tal vez la envidia nos facilite la compasión: para Spinoza,
envidia y misericordia emanan ―de la misma propiedad de la naturaleza
humana‖, y Vives también lo señala: ―así se explica que los envidiosos
sean propensos a la compasión, e inversamente los compasivos a la
envidia‖. Ambos lo decían con precaución: compadecer puede estar
encubriendo una secreta satisfacción con la desgracia del otro, nos avisaba
de ello una máxima que cita Plutarco: ―Los envidiosos sienten mayor
placer al apiadarse‖464. Y, aun así, incluso mezclada con la mezquindad
—¡como casi todo lo humano!—, la compasión puede tener sus vetas de
virtud.

Y si, con todo, luchamos, al cabo nos queda, en caso de derrota,


saber perder y reconocer la victoria del otro. Siempre se ha visto en ello
honor y valor; y por lo menos tranquilidad. No olvidemos que envidiar es
construir un enemigo. No se puede vivir siempre en guerra, y, en
cualquier caso, probablemente no vale la pena.

185
Lo que sin duda no vale la pena y es contrario al buen vivir, es que
algo, por valioso que resulte y aunque nos pertenezca, se convierta en
nuestro tirano y nos robe la libertad. En esto puede resultar muy útil echar
mano de ese viejo amigo que es el sentido del humor. Reírse de los demás
y, sobre todo, de nosotros mismos, nos permite relativizar los disgustos,
retornar a la simpleza básica de esta aventura, tan loca y tan absurda, que
es la vida. El humor nos salva de la rigidez que nos haría quebradizos, y,
como se ha dicho, extiende sobre el mundo una pátina de compasión que
lo hace más ligero y nos predispone a reconciliarnos con sus fastidios.
Tenía razón Epicuro: en el fondo necesitamos muy poco para ser felices.
El fanático ha perdido el sentido del humor y la capacidad de elegir;
el obsesivo también. Por eso, fanatismo y obsesión son malos, en cuanto
que se oponen a la dignidad básica de la persona, la vacían de lo
esencialmente humano y la transforman en autómata. Un autómata
sufriente y muchas veces peligroso. Este es, en última instancia, el criterio
de la ética, lo que separa lo correcto de lo incorrecto, lo bueno de lo malo,
lo vivo de lo muerto. Nuestra libertad será tan limitada y condicionada
como se quiera, pero al final hay que poder elegir. La envidia que nos
permite elegir, que nos permite vivir, forma parte de la vida y hay que
hacerle un sitio, aunque sea para acabar expulsándola de él; pero cuando
es la envidia la que toma el control y nos expulsa, la que lo inunda todo
hasta dejarnos sin aire, la que convierte en infiernos nuestras jornadas, la
que nos impide la amistad y el amor y nos empantana en la amargura,
entonces esa envidia es un veneno y hay que declararla enemiga. Envidiar
puede ser un gesto de rebeldía; pero ni siquiera la rebeldía debe convertirse
en un fin en sí mismo. El fin, siempre, es el ser humano.

A estas alturas parece casi inevitable que sintamos algo de simpatía


por ese grandilocuente perdedor, ese abrumado criminal, que nos ha
acompañado a lo largo de nuestra investigación, y que nos ha dado
permiso para observarlo casi con bisturí. No estoy hablando de que Salieri
nos caiga bien, de que pueda ser alguien que despierte nuestro aprecio y
que deseemos tener como amigo. Me refiero a que, al menos, debería
inspirarnos compasión —palabra de etimología gemela a la de simpatía— su
sufrimiento, tan crudamente humano que no podemos dejar de
reconocernos en él. Por más excedidos que nos deba presentar sus rasgos
la literatura, por pasado de moda que nos pueda parecer el conflicto
concreto en el que se debate, tanto Pushkin como Shaffer han sabido dotar
a su personaje de una autenticidad universal que hace que todos podamos
186
sentirnos los Salieris de nuestros propios dramas vitales. El italiano, como
todos, es también un títere del destino: de nuestra naturaleza anhelante e
intimidada, de la belleza y del espanto en los encuentros con los otros, de
esa cosa frágil y absurda que es la vida. La Envidia viaja desde sus
regiones oscuras para buscarle, como a la desdichada Aglauros por orden
de Minerva en Las metamorfosis de Ovidio:

Y tocando el pecho de Aglauros con su mano teñida de herrumbre llenó su


corazón de congojas que se clavaron como anzuelos, le insufló una ponzoña nefasta
y negra como la pez y la disolvió en sus huesos, y esparció veneno en sus
pulmones… [Entonces ella] siente la mordedura de un dolor oculto, y roída por la
ansiedad noche y día, gime y se consume lentamente en la triste ponzoña…, y la
venturosa felicidad de Herse la abrasa465.

Culminado nuestro modesto recorrido, ¿podemos decirle algo nuevo


a nuestro personaje? ¿Hemos aprendido algo que nos sirva para
aplicárselo a esa parte de nosotros que se debate entre lamentos y pataleos
cuando nos encontramos en una desventaja insoportable con respecto a
otros? ¿Podemos atravesar los dolores de la vida y salir airosos por nuestro
propio pie? ¿Tenía Salieri la opción de envidiar sin destruirse? Solo si es
así, si nuestro estudio nos ha hecho al menos un poco más diestros en la
dirección de nuestro destino, habrá valido la pena el esfuerzo, y este
ensayo quedará justificado.

187
23. Respuesta a Salieri
Es algo muy natural y ordinario el deseo de adquirir y cuando lo hacen hombres que
pueden, siempre serán alabados y nunca censurados; pero cuando no pueden y quieren hacerlo
de cualquier manera, aquí está el error y las justas razones de censura. Maquiavelo.466

A la atención de Antonio Salieri,


compositor de la corte y Kapellmeister.
Viena, 182…

Signore:

Como si fuera posible usar de un correo del tiempo, que, atravesando


brumas de fantasmas, lograra hacer llegar nuestros mensajes a los
muertos, lanzo estas palabras en dirección a ese pasado que fue presente
para usted. Y ya que la fantasía me permite elegir, dirigiré mi carta a
algún momento de esos últimos años tan penosos que sufrió internado en
un hospital, ciego y enfermo, tal vez lo suficientemente trastornado como
para proclamar, según dicen, haber sido el artífice de la muerte de
Wolfgang Amadeus Mozart.
Le prevengo que no he venido a traerle buenas noticias. Escribo
desde una época que sabe menos de su obra que de su leyenda. El tiempo
acaba siempre con las personas, y no deja de ellas más que el trazo grueso
de la biografía. Pero en su caso el tiempo ha sido especialmente traidor,
sepultando la memoria bajo un tapiz de elucubración. Si en algún
momento le carcomió la perspectiva de ser recordado como parte de un
amasijo de sombras sobre las que relumbraría el genio de Mozart, lamento
participarle que en esos arrecifes ha naufragado, y por partida doble. La
fantasía ha ganado a la memoria. La música, la literatura y el cine han
modelado con tal fuerza el personaje, que ha acabado por superponerse a
los vestigios de la historia verdadera. Para la mayoría de mis
contemporáneos es usted el morboso arquetipo de una envidia
atormentada y una crueldad grotesca. Es decir: apasionante. Lo afirmo sin
asomo de cinismo y hasta con pesar, y por eso espero que sepa usted
disculpárnoslo a todos; disculpar a los artistas que lo convirtieron en

188
espejo de nuestros fantasmas; disculparme también a mí que haya
escudriñado ese espejo y, sobre todo, que a partir de este punto deje de
dirigirme a usted, al gran maestro Antonio Salieri de la corte del
emperador José II, para hablarle a ese otro Salieri que pergeñaron algunos
autores posteriores al hilo de sus desencuentros con Mozart. Como ellos,
me apropio de su nombre, de un modo ilegítimo pero respetuoso, dejando
indemne su gloria, y a usted, intacto, durmiendo el sueño de los justos.

Debo empezar, signore imaginario, avisándole que, si he de juzgarle,


será por sus actos, no por sus sentimientos. Las emociones no pueden ser
objeto de moral, puesto que no son voluntarias; a menudo, ahora lo
sabemos, ni siquiera son conscientes. Los filósofos han mostrado de modo
convincente que la envidia no tiene nada que ver con la maldad, ni
siquiera en su motivo central, que es el propio interés. Aunque pueda
parecer algo de sentido común, la tradición eclesiástica nos ha
impregnado a todos de sospecha y repugnancia hacia la envidia,
negándole la compasión que pretende prodigar al sufrimiento humano.
Usted mismo necesita empezar la declaración de su envidia
argumentándola frente a un Dios injusto. Un Dios que no solo le
defrauda, sino que además pretende que se resigne a su frustración con un
sometimiento inmaculado. La rebeldía ante ese Dios perverso parece no
solo legítima, sino ante todo ineludible, en nombre de la dignidad. Pero
aquí no necesitábamos pronunciar alegatos a su favor, porque, como le
digo, no hemos venido a juzgarle por lo que siente; estamos más
interesados en intentar comprenderle.
No lo hacemos desapasionadamente. La envidia duele, y nos
declaramos enemigos del dolor. Sin embargo, comprendemos que el
sufrimiento tiene su función y su sentido. Muchas veces necesitamos sufrir
para espabilar de los marasmos cotidianos, para reunir fuerzas en contra
de los hábitos que, de no ser cambiados, nos harán sufrir aún más. Lo que
desearíamos es sufrir lo menos posible, o, lo que es lo mismo, sufrir
inteligentemente. El dolor tiene que servir de señal y de acicate, y luego
marcharse por donde ha venido. Si se queda, como una enfermedad que
no cura, es porque algo va mal.
Quiero comunicarle, por lo tanto, que, en contra de lo que se nos ha
inculcado, su dolor es natural. Hemos sido hechos para compararnos
continuamente y reaccionar ante la desventaja. Cuando nos parece que
otro nos supera, nos convertimos en sus rivales y conspiramos para
apropiarnos de esa superioridad, o al menos para arrebatársela. Porque de
189
lo que se trata, ante todo, es de no rezagarse; y, si puede ser, incluso ir un
poco por delante. Todas las relaciones humanas están marcadas por esta
aspiración a la equidad: sin tenerla presente, no podríamos colaborar con
otros, puesto que careceríamos de un medio para valorar si esa
cooperación nos beneficia o nos perjudica. Los intercambios, para
mantenerse, tienen que ser —o, al menos, parecer— equilibrados: recibo
en proporción a lo que doy; lo cual significa: recibo, por lo menos, en la
misma proporción en que reciben los otros. Pero no cualesquiera otros,
sino justamente los que tomo como modelo, los que están cerca de mí y se
parecen a mí y a los que quiero asemejarme.
A primera vista, parece que no sea la equidad lo que usted persigue;
se diría que no le basta, que lo que reclama es ser el mejor. Sí, es evidente,
signore, que es usted ambicioso: no en vano ha llegado a convertirse en el
compositor de la corte y en el maestro de capilla, dos de los cargos más
codiciados en el entorno del emperador. Pero la ambición fue para usted
un estímulo; le impulsó a trabajar y a prosperar. No solo le procuró
prestigio, sino incluso complicidad, un grato lugar entre los otros. Cuando
recuerda sus esfuerzos y sus logros se siente feliz, orgulloso. Y con razón.
El dolor aparece cuando, con la irrupción de un adversario
incontestable, ese edén se derrumba como un castillo de naipes. El
sufrimiento nace ante la quiebra de esos equilibrios tan cuidadosamente
armados, dando cuenta, de paso, de cuán frágiles resultan siempre. A
partir de ahí, usted ya no puede seguir siendo un igual entre iguales —un
mejor entre mejores—, porque ha aparecido alguien rotundamente
superior e inalcanzable. Ha habido un cataclismo y hay que responder a
él. Su llanto es conmovedor y comprensible; su preocupación, necesaria.
Hasta aquí, la envidia juega a su favor. ¿Por qué, entonces, se convierte en
una trampa para usted?

Lo que más llama la atención, tanto en su discurso como en sus


actos, es que todo usted, desde sus emociones a sus actos, está transido
por la desmesura, y eso, que de entrada le hace a nuestros ojos tan
profundamente humano, acaba por rayar en lo grotesco y creo que le
impide mirarse a sí mismo con una cierta ecuanimidad.
Su envidia, como le decía, nos parece apropiada: al fin y al cabo, se
trata de defenderse de un intruso que pone en peligro los fundamentos de
su vida. Frente a la luz cegadora de un genio, lucha usted por reponerse al
deslumbramiento, por no acabar reducido a mera sombra. Mozart es,
definitivamente, su enemigo, y se impone una conjura contra él, contra su
190
demoledora perfección. Pero admita que el modo en que usted mismo
había compuesto su vida le hacía vulnerable al menor vendaval. Al
dedicar su existencia a un único proyecto, cifrando en él todo el sentido,
todo el esfuerzo, toda la valía, era solo cuestión de tiempo que surgiera
una contrariedad. Apareció en forma de rival, porque, como en los viejos
relatos, todo héroe trae consigo su antagonista. Lo único que puede
achacarse a la suerte, o al destino, es que ese rival fuese un genio absoluto;
eso favoreció que la colisión también fuese absoluta.
Recuerde que los griegos ya nos previnieron contra los excesos.
Hemos de ser cautos con nuestras pasiones. Si nos entregamos solo a una,
corremos el peligro de que, al no triunfar en ella, ya no nos quede nada a
que aferrarnos. Por alcanzar las cimas de la música, usted se desentendió
de todo lo demás. Una ambición hermosa, maestro, repleta de poesía,
pero demasiado arriesgada. Me dirá que esa es la única manera de hacer
algo realmente grande, y tendría razón. Es admirable esa fuerza de
voluntad, esa claridad de metas que le hizo volcarse por completo en la
música: ―Me aparté de todo, consagrándome solo a ella‖. Su carrera fue
un ejemplo de constancia y de tenacidad. Sin embargo, ¿no le parece que
se trasluce en ello una melancólica tristeza? Su devoción tan exclusiva,
¿no le llevó al triunfo a costa de muchas miserias? Le convirtió en un
tirano de su propia vida. ―Pronto rechacé los fútiles pasatiempos‖.
¿Cuántos juegos infantiles, cuántos entusiasmos ingenuos, cuántos dulces
amores tuvo que sacrificar en el altar del arte? ¿A cuánta sencilla
humanidad tuvo que aplastar para escalar al heroico Parnaso? ―Más de
una vez, después de permanecer dos o tres días recluido en mi silenciosa
celda olvidando alimentarme y tras haber saboreado la exaltación y las
lágrimas propias de la divina inspiración, echaba mi obra al fuego
contemplando, fríamente, cómo desaparecían transformados en humo los
sones que había engendrado‖. ¡Fríamente! Tres días de su juventud
desperdiciados, ¿no merecían siquiera una lágrima? Su devoción es tan
digna de elogio, tan exigente e insobornable, que parece inhumana y
probablemente lo sea: ni el menor resquicio de un capricho, ni la menor
distracción de una dulce pereza; abruma tanto que en mi tiempo, con
todos los respetos, muchos habrían pensado que era usted un enfermo o
un fanático, que su obcecada carrera ocultaba, en realidad, una huida. Y
si le parece injusto que tanto esfuerzo acabara en un fracaso, el primer
déspota, el primer dios arbitrario con usted, fue usted mismo.
Porque, signore, nunca es injusto que fracasemos, por más denuedo
que hayamos entregado a nuestros anhelos. El mundo no tiene ninguna
191
obligación de plegarse a nuestros sueños, ni siquiera cuando se lo
entregamos todo, ni siquiera cuando nos parece que le pedimos poco. La
existencia carece de contrato, es una cosa imprevisible, absurda, loca. Eso,
naturalmente, no significa que todo sea válido por igual; no debe serlo.
Entre las personas, hay cosas que sencillamente están mal, dadas unas
reglas mínimas de juego —aunque lo que imponga las reglas, tantas veces,
sea la lucha, donde lo malo queda reducido a perder—. Pero entre las
personas y el mundo no hay más que el esfuerzo, la esperanza y la
aceptación: ninguna garantía. ¿A qué viene tanta indignación? Usted se
equivocaba, maestro, al creer en un mundo a su medida que le premiara
según su criterio. Quizá necesitaba creerlo para justificar —justificarse—
tanta violencia como se había infligido a sí mismo, y como se proponía
ocasionar a los demás.
Porque lo que en realidad estaba haciendo era aprestarse a la lucha;
una pugna encarnizada para acabar con su oponente. No se trataba del
destino ni de Dios, de la humanidad ni de la justicia, sino de librarse de un
obstáculo en sus apetencias. Usted estaba compitiendo. Y tal vez si lo
hubiese admitido abiertamente, sin retóricas ni subterfugios, su pelea
habría sido limpia y explícita, y desde luego menos cruel. Tal vez habría
logrado convertir su envidia en algo creativo, en lugar de destruir a su
adversario y destruirse con él. Usted disculpará mi atrevimiento, pero su
demolición de Mozart sabe a inmolación, el asesinato del otro desprende
aquí un cierto hedor a suicidio. ¿Sería ese, en realidad, su objetivo
inconfesado? ¿No sería de usted mismo de quien angustiosamente se
estaba vengando, usted, que ya no podía figurar como el mayor genio
universal, y por tanto ya no le quedaba suelo bajo los pies para esa
obcecación de todo o nada? ¿O estaría castigando al ―padre‖ —su feroz
padre interior, capaz de quemar sin una lágrima un esfuerzo de varios días
porque no es ―perfecto‖—, como hacen los niños, desbaratando en sí
mismo toda esperanza de logro? Esa sombra del padre que en la película
de Forman atormenta a Mozart, ¿no estaría, en realidad, persiguiéndole a
usted?
Una lucha limpia habría podido llevarle a nuevos esfuerzos por
superarse, incluso a la imitación de su adversario, pues todo rival es un
modelo. No hay que descartar esta manera de vencer. Imagine la
grandeza de un duelo de óperas entre Mozart y Salieri. Pero, claro, para
poder hacer eso habría tenido que aceptar la posibilidad de la derrota, más
que probable dada la superioridad del contrincante. Habría tenido que
soportar un mundo en el que podría no ser el mejor. No estaba preparado,
192
o dispuesto, para eso: al otro lado no le quitaba su ojo amenazante el
padre tiránico. Tal mundo le habría resultado invivible. Lo cual es una
pena, porque todos habrían salido ganando. Pero cuando uno está
desesperado, la urgencia no es ganar, sino evitar perder. Imposible
competir con un genio: solo se puede admitirlo —asumir la propia
inferioridad— o destruirlo.
Si hubiese tenido la grandeza —lo que los antiguos llamaban
―magnanimidad‖— de admitir no ser el más grande músico de la corte del
emperador, se le habrían abierto otras muchas posibilidades. Tal vez la
Música, con esa mayúscula de demasía, habría dejado de sojuzgar a todos
los demás asuntos de su vida. Quedaría entonces capacitado de nuevo
para gustar de los muchos placeres que prodiga una existencia serena: una
dulce siesta al sol, un juego con los hijos, una buena lectura. Cuando uno
se libra de sus obcecaciones, recupera la imaginación. Es posible que
descubriera, por ejemplo, que prefería ser un buen padre a un músico
inmortal; o que se le daba mejor escribir poesías que óperas. Es posible, en
definitiva, que recuperara el sentido de la medida: de la pequeña medida
del hombre y de su finitud; de la trascendencia verdadera de las cosas.
Signore, reconozca que le faltó sabiduría; la sabiduría más simple que
nos capacita para vivir, esa que a menudo conocen mejor las gentes
sencillas, las que no tienen grandes pretensiones. Descuide, no vamos a
caer en la mitificación, tan hipócrita, de la felicidad de los descamisados;
no: mejor que todos tengamos camisa. Pero hay que ser un verdadero
genio para ser feliz incluso cuando uno tiene poco. Hay que ser, en cierto
modo, un filósofo. Le faltó filosofía. Como la de Epicuro, para quien un
trozo de queso era una fiesta.
De haber contado con algo de sentido del humor, le habría resultado
más fácil escapar de la ofuscación. Nada como una buena carcajada para
restituir la verdadera medida de las cosas, sobre todo cuando está
dedicada a uno mismo, a lo ridículos que podemos llegar a ser en la farsa
de la vida. ―¡Me parece imposible que puedas reír!‖, le replica usted a
Mozart cuando bromea. ¡Ojalá le hubiera parecido posible reír usted! Se
habría dado cuenta de que no había para tanto, que se podía seguir
viviendo incluso en un mundo donde uno no es el compositor más
brillante. Se habría dado cuenta, seguro, de la monstruosidad del precio
que estaba pagando en el intento. Y, en cualquier caso, habría podido
envidiar con más soltura, con más deportividad, como decimos —a
menudo con cierta hipocresía— en mi época. Quizás usted tenía razón y
Mozart resultaba insoportable, comportándose como un eterno
193
adolescente, caprichoso y arrogante: habría podido entonces mandarlo a
hacer puñetas. El desprecio no es de los peores remedios contra la envidia.
Mozart, Mozart, Mozart… Lo realmente insufrible es que ese
hombre lo ocupara todo, que no hubiera para usted nada más en el
mundo, que los límites de su vida hubiesen quedado constreñidos a la
brevedad de un nombre. Estaba usted hechizado, meister, caminaba como
un sonámbulo sin poder soñar con otra cosa que su ampuloso adversario.
Esa fascinación le hacía prisionero, y una vez más, sobre todo, era así
porque usted no quería darse cuenta, porque el odio cubría como una capa
de pez la admiración que en el fondo le inspiraba. Signore, habría podido
amar a Mozart, encontrar la alegría —y no solo la amargura— de
exclamar: ―¡Eres un dios, Mozart!‖ Disfrutar del don que le permitía a
usted, como a pocos, captar la perfección de sus obras, y celebrarla con él,
en lugar de acudir de incógnito a sus conciertos. Tal vez entonces habría
descubierto que también esa fascinación era excesiva, que su ídolo no era
un dios, sino una persona, un ser sufriente hecho para morir, como todos.
¿No se humilló él para pedirle que le recomendara como profesor de
música a damas importantes, agobiado por la estrechez económica? ¿No
le confesó su inquietud por el misterioso visitante de negro que le encargó
un Requiem? Esos temores, apenas insinuados como un presentimiento en
el drama de Pushkin, se convierten para el Mozart de Shaffer en un
espectro obsesivo, una trampa de su mente que lo irá minando, y que
usted alimenta como instrumento de destrucción. En lugar de eso, habrían
podido servirle a usted para idealizarle un poco menos, e incluso para
sentir compasión. La misericordia es otro de las mejores antídotos de la
envidia.
Pero solo está dotado para la compasión el que es capaz de ponerse
en el lugar de los otros, el que siente junto a ellos (co-pasión). En
definitiva, hay que amar, y este es el punto de llegada de todos los
caminos, y la encrucijada en la que usted siempre toma el camino
equivocado. Otro envidioso imaginario, Joaquín Monegro, lo comprende
amargamente al final de su vida. Herr Salieri: la estrecha celda que ve en
Mozart es, en realidad, usted mismo convirtiéndose en su propia cárcel.
Su envidia es tan aguda porque no puede pensar más que en sí mismo: en
su conmovedor esfuerzo por triunfar, en el peligro que corren sus logros,
en el temor que le inspira perder el prestigio y el amor propio, en la
indignación por la injusticia divina… Su yo es tan vasto que lo ocupa
todo, y así le acorrala y le hace imposible ver más allá de él. Está usted
atrapado en ese yo omnipresente, recalcitrante, un yo que se mira en otro
194
y sigue viéndose a sí mismo. Por eso ni siquiera le queda la opción de
alejarse de Mozart, de esquivarlo para evitar el sufrimiento de su
presencia: lo necesita para seguir contemplándose en él como en un espejo
diabólico, como en un camino que siempre lleva de regreso al mismo sitio
del que no podemos escapar. Mozart —lo que de usted ve en él— es el
único tema de su vida, reducida a la mínima expresión como un esqueleto
viviente, o, mejor, un espectro. Por eso no puede vivir sin él y, a la vez,
tiene que matarlo.

No hace falta que condenemos su iniquidad, signore: es usted el que


se condena a sí mismo. En tanto que criminal, inspira desprecio; en tanto
que ser sufriente, pena. Como el ángel caído, no puede usted hacer otra
cosa que conspirar contra el paraíso; le bastaría hacerlo con algo menos de
pasión para encontrar alguna portezuela por la que colarse en él de
incógnito. Pero tiene demasiado miedo, o demasiada tristeza, o
demasiada ira, y esas demasías le impiden vislumbrar aquel camino medio
que recomendaba Aristóteles para la vida virtuosa. Incluso al proclamar
su mediocridad tiene que hacerlo desde la grandilocuencia: nada menos
que el santo patrón de los mediocres. ¡Desaforado hasta en el defecto!
Más allá de consideraciones morales, que necesariamente le
condenan, convertirse en asesino no le salva; al contrario: si de rebelarse
contra el fracaso se trataba, el momento más patético de su historia
imaginaria es aquel en el que la culminación de su lucha lo hunde aun
más en el lodazal de los perdedores. Eliminar a Mozart no le ha servido
para librarse de él, sino para incorporarlo definitivamente en forma de
fantasma. El tiempo le ha dado la razón al genio de su víctima, mientras
que consagraba la mediocridad de usted. Los grandes cargos de la corte,
las selectas amistades, no sirven para refugiarse del olvido, y menos ante
la posteridad. Al final solo le quedó el triste privilegio de haber sido quien
más había odiado —¡y amado!— a ese que todos amarían tanto.
Pushkin, de un modo magistral, hace que Mozart le lance a usted,
involuntariamente, la más irónica maldición concebible antes de beber el
veneno: ―La genialidad es incompatible con el crimen… ¿No es cierto?‖
¡Una espantosa semilla de duda para quien se ha convertido en criminal
para no dejar de creerse genio! ―¿Será cierto lo que ha dicho? Según sus
palabras, no soy un genio… No…, ¡no puede ser!‖ El dramaturgo ruso
cierra su obra con usted entregado a ese nuevo tormento, y yo concluyo
mi carta, signore, confiando a la demencia o a la muerte que le libraran de
él.
195
Figura 10. Envidia. Grabado de Jacob Matham (Haarlem, 1571-1631)

196
Epílogo
Quien mira mal, llore bien. Lope de Vega.467

Agradezco al lector la paciencia de haber llegado hasta el final de este


ensayo, compartiendo conmigo la curiosidad por este fenómeno complejo,
poliédrico y candente de la vida humana que es la envidia. Lo que
pretendía ser una aproximación ha acabado convirtiéndose en un análisis
que en algunas partes temo un poco alambicado. Solo espero que, si me
he ido por las ramas, mis devaneos hayan sido cortos y pertinentes.
En estas páginas creo haber recogido algunas de las aportaciones más
significativas que con respecto al tema de interés se han realizado desde la
filosofía, la psicología, la antropología y la sociología. He procurado
articularlas en un conjunto coherente, pero siempre desde un punto de
vista crítico, y desde el criterio inexcusable de comprender para actuar:
averiguar cómo la envidia influye en nuestra vida y tenerlo en cuenta para
concebir una vida mejor. Espero haber logrado en esto algunas
aportaciones útiles.
Supongo que la tesis central del ensayo ha quedado sobradamente
clara: la envidia se comprende mejor como vínculo entre personas que
como simple emoción privada. No es una idea original, pero merece más
desarrollo del que se le ha dado, y desde luego se halla poco presente aún
en el concepto predominante en la mayoría, tanto académica como no
especializada. Otra propuesta clave que confío haber demostrado es que la
envidia forma parte de la interacción cotidiana, y que juega en ella un
papel ineludible y útil, siempre que se mantenga dentro de los márgenes
de la moderación y el control.
La envidia nos une, y preserva nuestro valor social en las relaciones.
Tiene más de actitud que de emoción, aunque la experimentemos
personalmente como algo que sentimos. Si la observamos con detalle
comprobaremos que no es un afecto compacto, sino un verdadero
complejo o síndrome de múltiples sentimientos. Cuando se despierta, lo
hace para avisarnos de que algo anda mal en nuestro ajuste social, y para
motivarnos a transformarlo.

197
En particular, la envidia es sensible a los diferenciales de valor, y
responde a la tendencia humana a evaluar la propia adecuación
comparándose con los demás. Todo lo que nos sitúa en desventaja con
respecto a los otros constituye, de entrada, un inconveniente que reclama
nuestra revisión. No queremos quedarnos atrás. Por eso, una interacción
que nos sitúa en un rol de inferioridad nos inspira el afán de cambiar ese
papel. La envidia, en contra de lo que se le ha achacado, no constituye, de
entrada, una impotencia, sino un modo de no conformarse, de no transigir
aún con la inferioridad que se nos impone. El movimiento subsecuente es
la lucha, y al luchar convertimos al otro, a la vez, en un modelo y un rival.
Pero el conflicto envidioso no suele manifestarse abiertamente, entre
otras causas porque no siempre estamos en condiciones de hacernos valer
frente a los demás. Nuestra capacidad simbólica nos permite entonces
interiorizar esa lucha, aplazarla a modo de proyecto. Dentro de nosotros,
la mayoría de nuestras envidias se disipan por los vericuetos de lo
cotidiano. Otras, en cambio, prevalecen obstinadamente. No podemos
ignorarlas, pero tampoco permitir que nos avasallen. La envidia es un
malestar conveniente que no debe derivar en sufrimiento insidioso ni en
crueldad ensañada. En esa fórmula tan simple y difícil se resume toda su
ética.
Muchas de nuestras vivencias cotidianas tienen que ver con envidiar
o con ser envidiados. Hay en ellas rabia y orgullo, pero también muchos
temores. El encuentro con los otros es siempre ambivalente: nuestros
prójimos se nos presentan invariablemente como amigos y como rivales,
como oportunidad y como amenaza. La envidia forma parte destacada de
ese complejo teatro que es la sociabilidad humana. Desenvolvernos en él
con pericia resulta un aprendizaje clave para forjar una existencia
satisfactoria. Con envidia o sin ella, que no nos falten nunca el amor y el
humor.

Olesa de Montserrat
Febrero de 2015

198
Agradecimientos

Aunque la envidia no ha sido mi mayor desafío para el buen vivir, de


vez en cuando, como a casi todos, me ha reservado algunos desvelos.
Siempre me pareció insidiosa, pero sobre todo desconcertante y
enigmática, y ella y yo teníamos pendiente un encuentro cara a cara.
Se trataba de un asunto personal, y por eso empecé a escribir este
ensayo con la única intención de recopilar conocimientos y reflexiones
que me ayudaran a hacer la vida mejor. La tarea se fue extendiendo a
medida que unas lecturas me conducían a otras; disponía de un material
cada vez más rico, que me sugería meditaciones cada vez más
apasionantes. El tema tiró de mí y me decidí a dedicarle un ensayo
formal.
En seguida me di cuenta de que el trabajo, tanto de documentación
como de redacción, sería largo. Han pasado más de tres años y si no he
sucumbido al desánimo ha sido, como siempre, gracias a la fuerza de los
que quiero y me quieren y dan sentido al empeño en ser mejor; en
especial, mis padres, a los cuales va dedicada, y mi hijo Alonso. Mi
hermana Ana supo transmitirme su entusiasmo, su reconfortante humor y
sus propuestas, siempre interesantes.
La tarea de documentación se ha visto facilitada por la amable
colaboración de las encargadas de la Biblioteca Pública de Olesa de
Montserrat. Gracias por su profesionalidad y su paciencia a la hora de
buscar y pedir libros a otras bibliotecas.
Algunos amigos me han hecho sugerencias valiosas para la reflexión.
Jesús de los Mozos (in memoriam) y Esteban Espín me brindaron, como de
costumbre, el impagable don de la conversación serena e inspiradora.
Daniel Perales tuvo la paciencia de leer mi texto con esa mirada exigente
que impregna de valor las cosas, y Jaime Romero me dispensó útiles
consejos. Mi agradecimiento a todos ellos.
Y al desocupado lector, compañero de páginas y esfuerzos.

199
Notas y referencias
1
Molière: Tartufo.
2
Carrithers (2010). Págs. 27-28.
3
Pushkin (2006). Mozart y Salieri.
4
El psicólogo Richard Smith, uno de los mayores especialistas actuales en el tema que nos ocupa,
también utiliza la obra de Pushkin como referencia en su artículo "Envidia y sentido de injusticia" (1991).
Compartimos algunas de sus reflexiones, pero aquí ofrecemos nuestra propia interpretación.
5
Por tratarse de una obra de pocas páginas, las citas de la obra de Pushkin aparecerán sin referencia.
6
Unamuno (2010). Abel Sánchez. Pág. 188.
7
Ver Smith (2004), pág. 50; también Alberoni (2006), pág. 18.
8
Vidaillet (2006). Pág. 19.
9
Ver Castilla del Pino (2009). Págs. 300-301.
10
Sartre describe estos procesos en su célebre obra El ser y la nada.
11
Ver Parrott y Rodríguez-Mosquera (2008). Pág. 117.
12
Castilla del Pino (2009). Pág. 318.
13
Para esta etimología, consultar, por ejemplo, el Breve diccionario etimológico de Joan Coromines
(2008). Madrid: Gredos. . Ya citada en 1611 por Sebastián de Covarrubias en el Tesoro de la lengua
castellana o española (entrada "invidia").
14
Citado en Chávez (2009).
15
Marina y López Penas (2007). Pág. 315.
16
Relato en Schwob, M. (1980).
17
Unamuno, op. cit. Pág. 97.
18
Shaffer (1982). Amadeus. Pág. 60.
19
Ver, por ejemplo, Santa Teresa (1805).
20
Por ejemplo, Scheler (1972). Págs. 27-28.
21
Shaffer (1982). Amadeus. Pág. 34.
22
Unamuno, op. cit. Pág. 122.
23
Citado por Marina (2011), pág. 101.
24
Shaffer, op. cit. Pág. 16
25
1 Samuel, capítulos 17-31. La mención de este episodio es clásica, ver por ejemplo Schimmel (2008),
pág. 21.
26
Shaffer, op. cit. Pág. 62
27
Plutarco (1996), pág. 76; Ingenieros (2005), pág. 121. Este efecto es señalado a menudo y cuenta con
apoyo empírico, ver, por ejemplo, Smith (1991), pág. 96; Exline y Zell (2008), pág. 327.
28
Para las dos citas: Vives (2003). Págs. 152-153.
29
Ovidio (2012). Metamorfosis. Barcelona: Espasa Libros. (Libro electrónico: epub). Libro II, 760-764.
Pág. 95.
30
Silver y Sabini (1978). Pág. 321. Traducción propia.
31
Unamuno, op.cit. Pág. 102.
32
Arcipreste de Hita (1983). Libro de Buen Amor. Barcelona: Orbis. Pág. 54.
33
Scheler ya habla de la “envidia existencial”, ver 1972, pág. 32. Citas de Vidaillet (2008), pág. 282
(traducción propia); Alberoni (2006), pág. 64.
34
Alberoni (2006). Pág. 14
35
Silver y Sabini (1978). Pág. 324. Traducción propia.
36
Camus, A. (2011). El hombre rebelde. Madrid: Alianza Editorial. Pág. 35.
37
Ibídem, pág. 26.
38
Shaffer, op. cit. Pág. 34
39
Paniagua (2002). Pág. 36.
40
Miceli y Castelfranchi (2007) proponen que cuando consideramos a los demás causantes de nuestro
perjuicio, tendemos a sentir ira; en cambio, atribuirnos la responsabilidad a nosotros mismos hace más
probable que sintamos depresión. Ver pág. 458.
41
Los fragmentos están extraídos de Shakespeare, W. (1997): Ricardo III. Madrid: Edaf. Pág. 37.
42
Los guionistas de esta película de A. Konchalovsky se basaron un un guión original de Akira Kurosawa.
43
Combinación de dos fragmentos en Rolland, R. (1992): Colas Breugon; Barcelona: Círculo de Lectores;
págs. 138 y 206.

200
44
Marina (2009). Pág. 182
45
Bauman, Z. (2013). Vida líquida. Barcelona: Espasa Libros. Pág. 198.
46
Ver Sartre, J.-P (1973). Bosquejo de una teoría de las emociones. Madrid: Alianza. Págs. 85-89.
47
Ver Castilla del Pino (2009). Pág. 312.
48
Shaffer, op. cit. Pág. 34.
49
Arcipreste de Hita (1983). Libro de Buen Amor. Barcelona: Orbis. Pág. 52.
50
Ver Parrott (1991). Págs. 11-15.
51
1 Samuel, 18:15. Versión "La Palabra", de la Sociedad Bíblica de España, recuperada de
http://www.biblegateway.com
52
Ver Smith (1991). Págs. 95-96.
53
Castilla del Pino (2009). Pág. 315.
54
Ver Ende, Michael (1989). La historia interminable. Madrid: Alfaguara. Págs. 57-59.
55
Ver Parrott (1991). Pág. 15.
56
Unamuno, op. cit. Pág. 121
57
Ver Plutarco (1996).
58
Simmel (1927), pág. 40. El autor analiza la dinámica de envidia y celos entre esta página y la 44.
59
Miceli y Castelfranchi (2007). Pág. 471. Traducción propia.
60
Sobre el criterio diferenciador apuntado, ver también Smith y Kim (2007), pág. 47; Parrott (1991), pág.
4.
61
Shakespeare, W. (1995). Otelo, el moro de Venecia . Pág. 327.
62
Ver, por ejemplo, Salovey (1988); Smith y Kim (2007), págs. 47-48; Castilla del Pino (2009), págs. 302-
303.
63
Ver La Caze (2001), págs. 32-33.
64
Ver Scheler (1972). Págs. 23-26.
65
Ver Parrott (1991), págs. 10-11; Rawls (2006), págs. 481-482.
66
Miceli y Castelfranchi (2007). Pág. 463. Traducción propia.
67
La Rochefoucauld (1984). Reflexiones o sentencias y Máximas morales. Barcelona: Bruguera; pág. 33.
Platón (1992). Diálogos VI: Filebo. Madrid: Gredos. Pág. 89. Ovidio (2012). Metamorfosis. Op cit., II, 778,
pág. 96. Aristóteles (2002), págs. 177-178. Spinoza (2011): Tercera parte, escolio de la proposición XXIV,
pág. 175.
68
Ver Brigham et al (1997).
69
Miceli y Castelfrachi (2007). Pág. 468. Traducción propia.
70
Ver Powell et al (2008). Págs. 151-154. La cita de Gore Vidal en la pág. 151 del mismo, traducción
propia.
71
Ver cita de Gouldner en Foster (1972), pág. 171.
72
Mencionado en Duffy (2008), pág. 178.
73
No podemos extendernos aquí en un tema tan candente que, por otra parte, ha sido estudiado en
detalle por pensadores, psicólogos sociales, sociólogos y antropólogos. Nos limitaremos a mencionar, a
modo de referencia bibliográfica, dos estudios clásicos en los que se analiza la deshumanización del
contrario a partir del fenómeno nazi: La personalidad autoritaria, de T. Adorno y cols., y La banalidad del
mal, de Hannah Arendt.
74
Ver Spinoza (2011), escolio de la proposición XI (tercera parte), pág. 162.
75
Ver Kemper (1987).
76
Ver Parrott (1991), pág. 4; Vidaillet (2006), pág. 16.
77
Kemper (1987). Pág. 276. Traducción propia.
78
Ver Biniari (2012). Traducción propia.
79
Sobre la "transmutación" de la envidia en otras emociones, ver Smith (2004), págs. 53 y ss., y Smith y
Kim (2007), pág. 56.
80
Rojas (1976). Pág. 98
81
Milton (2005). Paraíso perdido. Libro I. Pág. 83.
82
Unamuno, op. cit. Pág. 116
83
Maquiavelo, N. (1988). El Príncipe. Madrid: Alianza Editorial. Pág. 62. Moro, T. (1987). Utopía. Madrid:
Alianza Editorial. Pág. 150.
84
Ver Harris (2011). Págs. 362-365. Harris discute la opinión de teóricos como T. Veblen que postulan un
anhelo innato de prestigio y rango en el ser humano, y lo considera fruto del proceso histórico de
formación de clases dirigentes.

201
85
Ver Eibl-Eibesfeldt (1972). Págs. 61-83.
86
Shaffer, op. cit. Pág. 34
87
Unamuno, op. cit. Pág. 96
88
Ibídem. Pág. 86
89
Ibídem, pág. 176
90
Citado en Savater (2012). Pág. 139.
91
Festinger (1954), págs. 118-119. Traducción propia.
92
Ver Parrott (1991), págs. 7-8.
93
Ver Deutsch y Krauss (1984), págs. 35-36.
94
Deleuze, G. (2009): Spinoza: filosofía práctica. Barcelona: Tusquets. Pág. 123.
95
Ver, por ejemplo, Parrott (1991), págs. 7 y 11; Crusius (2012), pág. 143; Miceli y Castelfranchi (2007),
pág.452.
96
Tesser (1988), págs. 182-183. Traducción propia.
97
Parrott (1991). Pág. 7.
98
Ver artículo de Fietta Jarque en El País (2000): “El arte de morir, según Sylvia Plath”. Recuperado de
http://elpais.com/diario/2000/03/19/cultura/953420411_850215.html.
99
La Rochefoucauld (1984). Reflexiones o sentencias y Máximas morales. Barcelona: Bruguera; pág. 115.
Rolland, R. (1992): Colas Breugon; Barcelona: Círculo de Lectores; pág. 33.
100
Cita de Lucrecio (De rerum natura, II, V. 1, 4) en Marina y López Penas (2007), pág. 316. En el mismo
libro y página se propone la cita de Rousseau, que aquí se ha extraído de Rousseau, J. J. (1976): Emilio o
la educación. Barcelona: Bruguera. Libro IV, pág. 319.
101
Savater (2012). Págs. 139-140.
102
Zambrano (1996). Pág. 89. Texto perteneciente al libro María Zambrano en Orígenes (1987). México:
Ediciones del Equilibrista.
103
Girard, R. (1986). El chivo expiatorio. Barcelona: Anagrama. Pág. 189.
104
Girard (1985). Págs. 13-14.
105
Unamuno, op. cit. Pág. 207
106
Girard, op. cit. Pág. 17.
107
Términos que le aplica Alberoni (2006), pág. 66, asimilándola a la ambivalencia de lo sagrado.
108
Zambrano (1996). Composición de diversos fragmentos.
109
Ibídem. Pág. 94.
110
Carrithers (2010). Págs. 122-123.
111
Proust, Marcel: El tiempo recobrado. Recuperado en Abril de 2014 de: http://www.bsolot.info/wp-
content/uploads/2011/02/Proust_Marcel-7_El_tiempo_recobrado1.pdf. Pág. 111.
112
Citado en Salovey y Rothman (1991), pág. 271. Traducción propia.
113
Aforismo rescatado de internet, por ejemplo en http://akifrases.com/frase/139439.
114
Alberoni (2006). pág. 62.
115
Según J. Exline y Zell (2008, pág. 316), la envidia puede estar señalizando deseo, déficit o desconexión
social.
116
Ver Crusius (2009). Pág. 9.
117
Gómez-Jacinto (2005). Pág. 2.
118
Simmel (1927).
119
Ver Dawkins, R. (1993). El gen egoísta. Barcelona: Salvat. Págs. 132-137.
120
Ver, por ejemplo: La Caze (2001), pág. 34; Marina (2011), pág. 102; Epstein (2005), pág. 29.
121
Cervantes, Miguel (1969). El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Segunda parte, capítulo 8.
Barcelona: Círculo de lectores. Pág. 478.
122
Referencia en Gil (2012) del artículo de Takahashi et al. (2009).
123
Para una exposición más detallada de los conceptos de homeostasis y alostasis, ver Fernández-
Abascal (2003); volumen I: La adaptación humana, págs. 22-25.
124
Don Juan Manuel (1998). El Conde Lucanor. Barcelona: Losada. Enxemplo XLVII. Pág. 210.
125
Ver Contreras (2001), pág. 54.
126
Alighieri (1982). Divina Comedia. Barcelona: Orbis-Origen. Canto XIII, verso 70: "que un alambre sus
párpados perfora / y cose".
127
Ver Parrott (1991), pág. 4.
128
Nietzsche, Friedrich (1982). Pág. 95. Las citas posteriores en este apartado pertenecen a la misma
página.

202
129
Esta máxima se halla muy extendida por internet, pero no he conseguido encontrarla en las obras de
La Rochefoucauld. Dale Carnegie se la atribuye en su libro Cómo ganar amigos e influir sobre las
personas. Ver, por ejemplo, http://www.escueladeriqueza.org/fullaccess/descarga/CarnegieDale-
CmoGanarAmigoseInfluirsobrelasPersonas.PDF
130
Ver Parrott y Rodríguez-Mosquera (2008). Págs. 117-118.
131
Shakespeare, W. (1993). Sueño de una noche de verano. Madrid: Club Internacional del Libro. Acto I,
escena I. Pág. 146.
132
Para una exposición de los autores que han defendido esta distinción, así como una discusión sobre
el tema, ver Parrott (1991), págs. 9-11, así como Miceli y Castelfranchi (2007), págs. 456 y ss.
133
Ver Silver y Sabini (1978). Págs. 321-323. Traducción propia.
134
Silver y Sabini (1978). Pág. 316. Traducción propia.
135
Ver Parrott (1991), pág. 10; Van de Ven (2009), pág. 53.
136
Autores reseñados: ver Miceli y Castelfranchi (2007), pág. 456; Rawls (2006), pág. 481; Smith y Kim
(2007), pág. 47. Celse (2010) menciona que en investigaciones de Silver y Sabini y Parrott y Rodríguez-
Mosquera se encontró mayor atribución de envidia cuando la reacción incluía hostilidad.
137
Así lo afirma acertadamente A. Ben-Ze’ev, mencionado por J. Celse (2010), pág. 17.
138
Sobre la asociación de envidia hostil con bajo control percibido, ver, por ejemplo, Van de Ven (2009),
pág. 58; Duffy (2000), pág. 20; Berman (2007b), pág. 19; Celse (2010), págs. 28-32. Destacan las
investigaciones de Cohen-Charash et al. (2008), Testa y Major (1990) y Lockwood y Kunda (1997).
139
Shakespeare, W. (1883). Julio César. Acto I escena II. Pág. 9.
140
Ver Patient (2003). Pág. 1025.
141
Ver D'Arms (2000).
142
Ver artículo de A. Thompson sobre los experimentos de Friederike Range en
http://www.livescience.com/3124-dogs-feel-envy.html. También son ampliamente mencionados los
experimentos de Waal; ver, por ejemplo, Van de Ven (2009), pág. 10.
143
Bertalanffy (1993). Págs. 38 y 68.
144
Ibídem, pág. 26.
145
Ibídem, pág. 203.
146
Parrott y Rodríguez-Mosquera (2008). Pág. 117. Traducción propia.
147
Bertalanffy (1993). Pág. 46.
148
Calderón de la Barca, P. (1997). El gran teatro del mundo. Barcelona: Crítica. Pág. 12.
149
Este capítulo está inspirado en las propuestas de E. Goffman en su obra señera (1989).
150
Citado en ibídem. Pág. 31.
151
Ver Deutsch y Krauss (1984), pág. 164.
152
Citado en ibídem, pág. 179.
153
Citado en ibídem, pág. 182
154
Ver ibídem, pág. 167.
155
Ibídem, pág. 169.
156
Blumer (1982). Pág. 2.
157
Deutsch y Krauss, op. cit., pág. 191.
158
Goffman, op. cit., pág. 266.
159
Calderón de la Barca (1997), op. cit. Pág. 5.
160
Savater (2012). Pág. 137
161
Girard, R. (1986). El chivo expiatorio. Barcelona: Anagrama. Pág. 28.
162
Sanfeliu (2000). Para el análisis de los postulados de Lacan, ver Vidaillet (2008), pág. 280 ss.
163
Algunas circunstancias de atribución de envidia fueron propuestas en el artículo pionero de Silver y
Sabini (1978).
164
Voltaire (2007). Página web. Para la explicación cartesiana sobre la bilis negra como causa de la
envidia, ver Descartes (2005), págs. 172-173.
165
Ver Silver y Sabini (1978), pág. 321.
166
Foster (1972). Pág. 173
167
Unamuno, op. cit., pág. 154.
168
Alberoni (2006). Pág. 73.
169
Shaffer, op. cit. Pág. 13
170
Voltaire (2007). Página web.
171
La Rochefoucauld (1984), op. cit. Reflexiones morales, 95. Pág. 43.

203
172
Esquilo (1999). Agamenón: pág. 146. La máxima de Epicarmo es mencionada por Parrott y Rodríguez-
Mosquera (2008), pág. 117. El aforismo de Píndaro ha sido rescatado de internet, por ejemplo en
http://akifrases.com/frase/197238
173
Schopenhauer, A. (1987). El amor, las mujeres y la muerte. Madrid: Edaf. "Dolores del mundo", pág.
121
174
Consultar el excelente estudio de Portús (2008).
175
Aforismo rescatado de internet, por ejemplo en http://akifrases.com/frase/110547
176
Aforismo recatado de internet, por ejemplo en http://akifrases.com/frase/136397
177
Para una exposición exhaustiva de estos recursos inhibidores de la envidia desde la antropología,
consultar el artículo clásico de Foster (1972). A él pertenecen la mayoría de los ejemplos citados a
continuación.
178
Foster (1972). Pág. 169. Traducción propia.
179
Estos dos últimos ejemplos son mencionados por Schoeck (1987), págs. 39 y 74.
180
Ver Duffy et al. (2008), págs. 174-179.
181
Arcipreste de Hita (1983). Libro de Buen Amor. Barcelona: Orbis. Págs. 52-53.
182
Domínguez y García (2003). Pág. 1.
183
Ver ibídem, pág. 2
184
Ver Deutsch y Krauss, op. cit. Págs. 94-95.
185
Unamuno, op. cit. Pág. 125.
186
Domínguez, op. cit. Pág. 2.
187
Carrithers (2010). Pág. 129.
188
Domínguez, op. cit. Pág. 3.
189
Ver Blanch (1986). Págs. 27-31. Para una discusión sobre la relación entre el otro como obstáculo y la
ira subsecuente, ver Smith (1991), págs. 80-81.
190
Domínguez y García (2003). Pág. 25.
191
Ver ibídem, pág. 4.
192
Bacon (1908). Pág. 39.
193
Vives (2003). Pág. 154.
194
Ratia (2000). Pág. 300.
195
Milton (2005). Libro I. Pág. 53.
196
Citado en Giner, S. (1974). Sociología. Barcelona: Península. Pág. 79.
197
Ver Moore, T. (1994). El cuidado del alma. Barcelona: Círculo de lectores.
198
Simmel (1927). Pág. 48.
199
Ibídem. Pág. 14.
200
Ver ibídem. Págs. 21-24.
201
Ver Eibl-Eibesfeldt (1972). Pág 66.
202
Simmel (1927). Pág. 25.
203
Unamuno, op. cit. Pág. 128.
204
Shaffer, op. cit. Pág. 25.
205
Ver Simmel (1927). Págs. 28-29.
206
Ibídem, pág. 34.
207
Rojas (1976). Pág. 63.
208
D’Arms (2008, pág. 40) defiende esta “concepción competitiva” de la envidia, que la concibe como
una motivación a mejorar la propia posición relativa en el sistema social.
209
García Lorca, F. (1979). La casa de Bernarda Alba. Madrid: Espasa-Calpe. Págs. 109-110.
210
Brox (2000). Pág. 180.
211
Todos estos ejemplos están extraídos del artículo de Cohen (2010), consultado en su versión digital
en http://www.lanacion.com.ar/1219076-antropologia-de-la-envidia
212
Ver Foster (1972) Págs. 171-172.
213
Ver Graves Graves, R. (2005). Los mitos griegos. Barcelona: RBA. Pág. 141.
214
Esquilo (1999), págs. 145-146.
215
García Gual, Carlos (2011). Epicuro. Madrid: Alianza Editorial. Pág. 141.
216
Génesis, 3:22. Versión "La Palabra", de la Sociedad Bíblica de España, recuperada de
http://www.biblegateway.com
217
Génesis, 11:6-7. Ibídem.
218
Mateo, 23:12. Ibídem.

204
219
Nietzsche (2005). Pág. 65.
220
Ibídem, pág. 132.
221
Foster (1972) Págs. 170-171.
222
Eibl-Eibesfeldt (1972). Págs. 72-73.
223
Ver Gouy-Gilbert (1996).
224
Ver, por ejemplo, Habimana y Massé (2000), pág. 16.
225
Foster (1972). Pág. 174. Traducción propia.
226
Bacon (1908). Págs. 35-36. Traducción propia.
227
Ver Habimana y Massé (2000), pág. 18; Schoeck (1987), págs. 23-24.
228
Chávez (2009), consultado en http://www.dimensionantropologica.inah.gob.mx/?p=4032
229
Ejemplos extraídos del riguroso estudio de Antón Alvar (2012).
230
Shimmel (2008), pág. 37. Contreras (2001), pág. 58.
231
García Lorca, F. (1979). La casa de Bernarda Alba. Madrid: Espasa-Calpe. Pág. 44.
232
Ver Dawkins, R. (1993). El gen egoísta. Barcelona: Salvat.
233
Ver Domínguez y García (2003), pág. 11.
234
Ibídem, págs. 12-13.
235
Ibídem, pág. 13.
236
Ver, por ejemplo, Borders (2012).
237
Ver Konrad (2002), especialmente págs. 2-4.
238
Lahno (2000). Pág. 103. Traducción propia.
239
Lope de Vega, F. (1997). Pág. 70.
240
Miceli y Castelfranchi (2007). Pág. 452. Traducción propia.
241
Ver Bergman (2000), y reseña del experimento de A. Cabrales en Gil (2012).
242
Ver Bergman (2000).
243
Ver Garay y Móri (2011), pág. 29.
244
Ver Gil (2011).
245
Citado por Marina (2011), pág. 104.
246
Garay y Móri (2011), pág. 30. Traducción propia.
247
Calderón de la Barca, P. (1978). La vida es sueño. Madrid: Espasa-Calpe. Pág. 34.
248
Shaffer, op. cit. Pág. 34.
249
Muchos autores han hablado de estas “reclamaciones de justicia al destino”, propias de un idealismo
antropocéntrico que traslada lo humano a lo cósmico. Ver, por ejemplo, Exline (2008), pág. 326; Leach
(2008), págs. 96-97.
250
Ver Descartes (2005), pág. 172.
251
Camus dedica dos obras a analizar este impacto existencial entre el hombre y un universo
indiferente: El mito de Sísifo y El hombre rebelde, ambas editadas en español en Alianza.
252
Ver Schoeck (1987), págs. 81-82.
253
Moro, T. (1987). Utopía. Madrid: Alianza Editorial. Pág. 104.
254
Alberoni (2006). Pág. 171.
255
En Psicología de las masas y análisis del yo, ver Shoeck (1987), págs. 78-82.
256
Russell (2003). Pág. 79.
257
Shoeck (1987), pág. 5. Traducción propia.
258
Ibídem, ver págs. 3-5; 200; 423-424.
259
Ibídem, pág. 427. Traducción propia.
260
Ibídem, pág. 231. Traducción propia.
261
Savater (2012). Pág. 137.
262
Russell (2003). Pág. 83.
263
Ibídem. Pág. 77.
264
Epstein (2005, pág. 118) menciona la obra de P. Walcot Envy and The Greeks, y entre nosotros
contamos, por ejemplo, con el documentado libro Envidia y política en la Antigua Grecia, de J. Márquez
(2005), LibrosEnRed.
265
Las informaciones de todo el párrafo están extraídas del artículo de Treviño (2002).
266
Rawls (2006). Pág. 487.
267
Leach (2008). Pág. 95. Traducción propia.
268
Descartes (2005). Pág. 172.

205
269
Ver Parrott (1991), pág. 7; Smith (1991), pág. 89; Ben-Ze’ev (2001), págs. 282-283; Miceli y
Castelfranchi (2007), pág 463.
270
Ibídem, pág. 43.
271
Plutarco (1996). Pág. 76.
272
García Lorca, F. (1979). La casa de Bernarda Alba. Madrid: Espasa-Calpe. Pág. 24.
273
Eibl-Eibesfeldt (1972). Pág. 99.
274
Citado en Harris (2011). Pág. 347.
275
Ver Lindholm (2008).
276
Ver Garay y Móri (2011), pág. 31.
277
Ver Foster (1972), págs. 185-186.
278
Citada por Gouy-Gilbert en Chamoux y Contreras (1996).
279
Grossman y Komai (2013). Pág. 3. Traducción propia.
280
Van de Ven (2009). Págs. 120-131.
281
Ver Hill y Buss (2008), págs. 60-61; Harris (2011), págs. 344 ss.; Borders (2012).
282
Ver Marina (2011), pág. 110.
283
Ver Wikipedia, http://es.wikipedia.org/wiki/Ley_de_Jante, consultado en abril de 2014.
284
Nietzsche (2005). Pág. 167.
285
Harris (2011). Pág. 345.
286
Ver Borders (2012).
287
Para una exposición de este proceso que va del igualitarismo a la redistribución, así como una
explicación más detallada de los ejemplos mencionados, ver Harris (2011), págs. 344-361.
288
Schoeck, op. cit. Pág. 10.
289
Alberoni (2006). Pág. 218.
290
Ibídem, págs. 223 y 226, respectivamente.
291
Covarrubias, Sebastián de (1611). Tesoro de la lengua castellana o española. Consultado en Biblioteca
virtual Miguel de Cervantes, http://www.cervantesvirtual.com/
292
D’Arms (2000). Pág. 83.
293
Duffy et al. (2008). Págs. 167-168. Ver también Harris y Salovey (2008).
294
Ver Blanch (1983). Pág. 38.
295
Ver Duffy et al. (2008). Págs. 169-170.
296
Ver ibídem, págs. 170-173.
297
Ver ibídem, págs. 176-177.
298
Ver ibídem, pág. 177.
299
Así lo estipula la Teoría de la identidad social de H. Tajfel, ver Alicke y Zell (2008), pág. 88.
300
Cikara y Fiske (2011). Págs. 2 y 7.
301
Harris (2011). Pág. 313.
302
Consultar http://132.247.1.49/ocpi_/conflictos/docs/Cap2.pdf
303
Ver Schoeck (1987). Pág. 50.
304
Eibl-Eibesfeldt (1972). Págs. 173-183.
305
Ver Malinowski (1986). Los argonautas del Pacífico Occidental. Barcelona: Planeta-De Agostini. Como
introducción, vale la pena consultar la reseña que hace del libro el colombiano Saúl Fernando Uribe,
disponible en http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=55703620
306
Unamuno, op. cit. Pág. 161.
307
Smith y Kim (2007). Pág. 56. Ver una exposición general de estas estrategias en Alicke y Zell (2008),
págs. 83 ss., y en todo el artículo de Exline y Zell (2008).
308
Por ejemplo, ver: Smith y Kim (2007), pág. 60.
309
Duffy y Shaw (2000). Pág. 5.
310
Para una revisión de los hallazgos en neuroanatomía funcional relacionados con la envidia, ver
artículos de Joseph y otros (2008) y de Takahashi y otros (2009).
311
Ver explicación de la teoría de la disonancia cognitiva de Festinger en Deutsch y Krauss (1984), págs.
71-78. Ver explicación de su función como estrategia de control en Crusius (2009), pág. 21.
312
Van de Ven (2009). Pág. 17. Traducción propia.
313
Crusius (2009). Pág. 21.
314
Ibídem, pág. 21.
315
Samaniego (2009). Página web.

206
316
Señalado por Alicke y Zell (2008), pág. 87. Por su parte, Vidaillet (2008, pág. 276) menciona que Klein
propone la idealización como un modo de reducir la envidia.
317
Citado en Smith y Kim (2007), pág. 60.
318
La teoría de Weiner se considera un esfuerzo integrador relativamente reciente de diversas teorías
sobre la atribución que se remontan a las propuestas pioneras de Heider (1958), pasando por las
destacadas aportaciones de Kelley (1967-1973), Jones y Davis (1965). Para una exposición de estos
modelos, consultar por ejemplo Bermúdez y otros (2003): Psicología de la personalidad: teoría e
investigación. Madrid: UNED. Págs. 432-447.
319
Schoeck (1987). Pág. 5. Traducción propia.
320
Schoeck, op. cit. Pág. 9.
321
Ver Sartre, J.-P (1973). Bosquejo de una teoría de las emociones. Madrid: Alianza. Págs. 88-89.
322
Exline y Zell (2008). Pág. 320. Traducción propia.
323
Smith (2004). Pág. 55.
324
Hill, N. (2012). Piense y hágase rico. Barcelona: Obelisco.
325
Ver Cohen (2010); Marina (2011), pág. 108.
326
Paniagua (2002). Págs. 41-42.
327
Milton (2005). Pág. 57.
328
Unamuno, op. cit. Pág. 95.
329
Alberoni (2006). Pág. 15. Smith (2004). Pág. 54.
330
Milton (2005). Libro I. Pág. 61.
331
Unamuno, op. cit. Pág. 185.
332
Ver, por ejemplo, Smith y Kim(2007), págs. 47 y 60; Hill y Buss (2008), págs. 62-63.
333
Vives (2003). Pág. 152.
334
Ver Silver y Sabini (1978). Pág. 321.
335
Ver Castilla del Pino (2009), págs. 303-304. Sobre la posible inconsciencia de la envidia, ver Vidaillet
(2006), págs. 17-18.
336
Ver Van de Ven (2009), pág. 17; Lim (2010), pág. 10; Schoeck (1987), pág. 8.
337
Ver Hill y Buss (2008). Pág. 63.
338
Alberoni (2006), pág. 125; Marina (2011), pág. 100.
339
Ver Smith y Kim (2007), pág. 54; Alberoni (2006), pág. 125
340
Citado en Hedges (2012).
341
Alberoni (2006). Pág. 142.
342
Ver Duffy et al. (2008), págs. 177-179.
343
Covarrubias, Sebastián de (1611). Tesoro de la lengua castellana o española. Consultado en Biblioteca
virtual Miguel de Cervantes, http://www.cervantesvirtual.com/
344
Aristóteles (2002). Pág. 175.
345
Aquino (1990). Pág. 323.
346
Santa Teresa (1805). Consultado en página web.
347
Ver Spinoza (2011), escolio de la proposición XXIV (tercera parte), pág. 175; Hume (2006), nota al pie
en la pág. 134.
348
Kant (2008). Pág. 330.
349
Ver: Sullivan en Castilla del Pino (2009); Cohen (2010); D'Arms y Kerr (2008), pág. 39.
350
Ver: Clanton (2007), pág. 412; Rawls (2006), pág. 480; Ben-Zeev citado en Celse (2010), pág. 14.
351
Ver: Hill y Buss (2008), pág. 62; Smith y Kim (2007), pág. 47; Celse (2010), pág. 5.
352
Ver: Parrott y Smith en Van de Ven (2009); Zambrano (1996); Girard (1995).
353
Ver: Alberoni (2006), pág. 29; La Caze (2001), pág. 32; D’Arms (2008), pág. 40; Caparrós (2000), pág.
72.
354
Vidaillet (2006), por ejemplo, desarrolla las nociones de la envidia como episodio emocional y como
vínculo (rapport, págs. 16-19). Silver y Sabini (1978) ofrecen uno de los primeros estudios de amplia
repercusión sobre la construcción social de la envidia. Para un análisis desde el construccionismo social
propiamente dicho, ver por ejemplo Patient et al. (2003).
355
Rojas (1976). La Celestina. Pág. 66.
356
Santa Teresa (1805). Compendio moral salmaticense. Consultado en página web.
357
Ver Vives (2003), pág. 153.
358
Bacon (1908). Pág. 36. Traducción propia.
359
Ver: Hill y Buss(2008), págs. 60 ss.

207
360
Ver: Van de Ven (2009), pág. 9.; Smith y Kim (2007), pág. 50; Habimana y Massé, pág. 16.
361
Smith (2004). Págs. 44-45.
362
Ver alusiones a la investigación de A. Cabrales en Sanz (2010) y Gil (2012).
363
Ver Delton et al. (2007). Pág. 2.
364
Citado en Van de Ven (2009), pág. 140.
365
Ver Ben-Ze'ev (2001). Págs. 281-283
366
Ver Berman (2007b). Pág. 17.
367
El estudio de Boyce citado en Gil (2012). El de Frank citado en Epstein (2005), pág. 64.
368
Ver Giraldo (2007).
369
Ver un análisis sobre Envidia y gratitud de M. Klein (1975) y en general sobre el paradigma
psicoanalítico de la envidia en F-Villamarzo (2000), Caparrós (2000), y en todos los artículos del libro de
Caparrós, ed. (2000). La cita en Paniagua (2002). Pág. 36.
370
Ver Scheler (1972). Pág. 23.
371
Russell (2003). Pág. 86.
372
Schwob (1980). Pág. 22.
373
Alberoni (2006). Pág. 9.
374
Foster (1972). Pág. 168. Traducción propia.
375
Patient et al (2003). Págs. 1036-1037. Traducción propia.
376
Ver Foster (1972), pág. 168. Traducción propia.
377
Bauman, Z. (2013). Vida líquida. Barcelona: Espasa Libros. Pág. 109.
378
Ver Van de Ven (2009), págs. 99 y siguientes.
379
Para una revisión de las relaciones entre consumo y envidia, ver Belk (2008).
380
La envidia entre estudiantes es de las mejor documentadas, no en vano las investigaciones suelen
hacerse en las universidades. Ver por ejemplo los estudios de Parrott y Smith y de Salovey y Rodin,
comentados en Leach (2008). Sobre la envidia en el trabajo ya apuntamos, entre otros, el artículo de
Duffy (2008).
381
Descartes (2005). Pág. 172.
382
Ver, por ejemplo, Habimana y Massé (2000), pág. 20.
383
Vives (2003). Pág. 152.
384
Aristóteles (2002). Pág. 173
385
Scheler (1972). Págs. 31-32.
386
Ver Crusius (2012), pág. 151.
387
Montaigne, M. (1984). Ensayos completos. Barcelona: Orbis. Libro III, cap. 5. Págs. 69-70.
388
Ver una exposición general del efecto de estos factores en Alicke y Zell (2008) y en las conclusiones
finales de Harris y Salovey, en la misma obra.
389
Rojas (1976). Pág. 22.
390
Los psicólogos suelen llamarlo “relevancia de dominio”. Ver, por ejemplo, Smith y Kim (2007), pág.
50; Hill y Buss (2008), pág. 62; Miceli y Castelfranchi (2007), págs. 454-455; Parrott (1991), pág. 8.
391
Citado por Salovey y Rothman (1991), pág. 271. Traducción propia.
392
La teoría del mantenimiento de la autoevaluación de Tesser es mencionada por la mayoría de los
autores contemporáneos consultados. Para una exposición muy amena sobre sus implicaciones, ver
Vedantam (2008).
393
Don Juan Manuel (1998). El Conde Lucanor. Barcelona: Losada. Enxemplo I. Pág. 24.
394
Ver Habimana y Massé (2000), pág. 18.
395
Aristóteles (2002), págs. 176-177.
396
Citado en Celse (2010), pág. 11. Traducción propia.
397
Hill y Buss (2008). Pág. 61.
398
Ver, por ejemplo, Duffy et al. (2008), pág. 167.
399
Cita de F. Steiner en Schoeck (1987), pág. 26. Traducción propia.
400
Desarrollado a lo largo de Simmel (1927).
401
Unamuno (2010). Pág. 85.
402
Unamuno (2010). Pág. 149.
403
Este efecto ha sido señalado por muchos autores, y objeto de diversas investigaciones que lo avalan.
Ver, por ejemplo, Smith (2004), pág. 45; D'Arms (2008), pág. 43;
404
Ver Van de Ven (2009). Pág. 15.
405
Simmel (1927). Págs. 34-35.

208
406
Aristóteles (2002). Págs. 176-177. Hesíodo (1978). Pág. 123.
407
Bacon (1908). Pág. 38. Traducción propia. Spinoza (2011): Tercera parte, proposición LV, págs. 208-
209. Vives (2003). Pág. 153.
408
Ibídem. Pág. 153.
409
Ver Foster (1972). Pág. 170.
410
Schoeck (1987). Pág. 97. Traducción propia.
411
Festinger (1954). Hipótesis III, pág. 120.
412
Ver Smith y Kim (2007), pág. 50; Grossman y Komai (2013); Miceli y Castelfranchi (2007), pág. 453;
Habimana y Massé (2000), págs. 16-17; Schaubroeck y Lam (2004), citado por Celse (2010), pág. 24.
413
Ver Smith y Kim (2007), pág. 51; Silver y Sabini (1978), pág. 313; Parrott (1991), págs. 7-8; Vidaillet
(2006), pág. 21.
414
Shaffer, op. cit. Pág. 61.
415
Ver Homero (1976). Ilíada. Madrid: Espasa-Calpe. Canto XXII, págs. 230-239.
416
Shakespeare, W. (1883). Julio César. Barcelona: E. Domenech. Acto I escena II. Pág. 11.
417
Vives (2003). Pág. 154.
418
Bacon (1908). Pág. 39. Traducción propia.
419
Aristóteles (2002). Pág. 176.
420
Todas las citas de este párrafo en Bacon (1908). Págs. 36-37. Traducción propia.
421
Aristóteles (2002). Pág. 176. Bacon (1908). Pág. 36. Traducción propia. Vives (2003). Pág. 152.
422
Ingenieros (2005). Pág. 111.
423
Aristóteles (2002). Pág. 176.
424
Russell(2003). Pág. 84.
425
Crusius y Mussweiler (2012). Pág. 142. Traducción propia.
426
Sobre la influencia de la percepción de baja controlabilidad, ver por ejemplo Miceli y Castelfranchi
(2007), pág. 452. También Harris y Salovey (2008).
427
Cohen (2010).
428
Smith (2004). Pág. 46. Traducción propia.
429
Ver Van de Ven (2009). Pág. 15.
430
Russell (2003). Pág. 83.
431
Por ejemplo: Berman (2007a), págs. 92-93; Lim (2010), págs. 9-10.
432
Cita de Payton en Lim (2010), pág. 11; Vidaillet (2006), pág. 20; Rawls (2006), pág. 483; Smith y Kim
(2007), pág. 54; Russell (2003), pág. 82; Berman (2007a), pág. 85; Van de Ven (2009), pág. 16
433
Habimana y Massé (2000, pág. 16) informan que “la autoestima como rasgo no se correlaciona
consistentemente con la propensión a experimentar envidia”. (Traducción propia).
434
Simmel (1927). Pág. 40.
435
Russell (2003). Pág. 82.
436
Ver Marina (2011). Pág. 28 ss.
437
Ver, por ejemplo, Marina (2011). Pág. 70.
438
Epicuro (1994). Obras. Madrid: Tecnos. Sentencias vaticanas, núm. 23.
439
Rolland, R. (1992): Colas Breugon; Barcelona: Círculo de Lectores; pág. 124.
440
Séneca (1984): Cartas morales a Lucilio. Tomo I, carta VI. Barcelona: Orbis. Pág. 22. Sin embargo, en
la versión de Ismael Roca en Editorial Gredos (1986, pág. 112), la última frase cobra un sentido muy
distinto: “Ten presente que un tal amigo es posible a todos”. Aunque esta última parece más acorde con
la doctrina de Séneca, que recomendaba la independencia del sabio con respecto a todas las cosas,
hemos reproducido la traducción de Jaime Bofill en Orbis por corresponderse con nuestra
argumentación.
441
Ver Kant (2008), págs. 330-331.
442
Ver Vidaillet (2008), pág. 283.
443
Píndaro (1984). Odas y fragmentos. Madrid: Gredos. Pítica II, verso 90. Pág. 153. Vives (2003). Pág.
153.
444
Ovidio (2012). Metamorfosis. Op. cit., II, 775-782. Pág. 96.
445
Russell (2003). Pág. 81.
446
Citado por Marina (2011), pág. 104.
447
Cita de Coles en Lim (2010). Pág. 3.
448
Midrash Tehilim, citado en Berman (2007), pág. 15. Traducción propia.
449
Salovey (1988). Traducción propia.

209
450
Para una defensa de las funciones positivas de la envidia, ver, por ejemplo, La Caze (2001), págs. 41-
44.
451
Cohen (2010).
452
Mencionado por Duffy y Schaubroeck (2008). Pág. 185.
453
Smith y Kim (2007). Pág. 59. Traducción propia.
454
Alberoni (2006). Págs. 255-266.
455
Melville (2005). Pág. 24.
456
Smith (1991). Pág. 96. Traducción propia.
457
Citado por Parrott (1991). Pág. 14. Traducción propia.
458
Savater (2012). Pág. 143.
459
Zambrano (1996). Pág. 94.
460
Ver Comte-Sponville, A (2003). La felicidad, desesperadamente. Barcelona: Paidós.
461
La Rochefoucauld (1984), op. cit. Pág. 171.
462
Ver Salovey (1988).
463
Ver Bonder (2006). Pág. 108.
464
Vives (2003), pág. 154; Plutarco (1996), pág. 75.
465
Ovidio (2012). Metamorfosis. Op. cit. Págs. 96-97.
466
Maquiavelo, N. (1988). El Príncipe. Madrid: Alianza Editorial. Pág. 41.
467
Lope de Vega (1997). Pág. 94.

210
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215
Índice de ilustraciones
Figura 1. Retrato de A. Salieri, obra de Joseph W. Mahler. .......................................................... 5
Figura 2. Retrato de W. A. Mozart, obra de Barbara Krafft (1819)............................................... 5
Figura 3. Edvard Munch: Envidia. ................................................................................................. 8
Figura 4. T. Géricault: La loca de la envidia. 1819-1921. ............................................................ 11
Figura 5. Concepción situacional de la envidia y afines. Graf (2010) ......................................... 63
Figura 6. Alegoría “El pintor diligente”, de Francisco López. En Portús (2008). ......................... 86
Figura 7. Retrato anónimo de Lope de Vega en su libro La Arcadia. En Portús (2008). ............. 87
Figura 8. Edvard Munch: La danza de la vida (1899-1900)....................................................... 149
Figura 9. Alegoría de la envidia en el libro de Lope de Vega El peregrino en su patria. En Portús
(2008). ....................................................................................................................................... 177
Figura 10. Envidia. Grabado de Jacob Matham (Haarlem, 1571-1631) .................................... 196

Referencias de las ilustraciones:

Ilustración de portada: Guardias con espada larga, representados en el fechtbuch Cod.


44 A 8, de 1452. Licencia de dominio público, extraída de:
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:MS_44_A_8_1v.jpg
Figura 1: Licencia de dominio público, extraída de:
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Joseph_Willibrod_M%C3%A4hler_001.jpg
Figura 2: Licencia de dominio público, extraída de:
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Wolfgang-amadeus-mozart_1.jpg
Figura 3: Licencia de dominio público, extraída de:
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Edvard_Munch_-_Jealousy_(1895).jpg
Figura 4: Licencia de dominio público, extraída de:
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/6/6a/The_mad_woman-
Theodore_Gericault-MBA_Lyon_B825-IMG_0477.jpg
Figura 5: Elaboración propia, a partir del original referenciado.
Figura 6: Extraída del original referenciado, página 137.
Figura 7: Extraída del original referenciado, página 141.
Figura 8: Licencia de dominio público, extraída de:
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Edvard_Munch_-_The_dance_of_life_(1899-
1900).jpg
Figura 9: Extraída del original referenciado, página 143.
Figura 10: Licencia de dominio público, por iniciativa del LACMA (Los Angeles County
Museum of Art), extraída de:
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Envy_LACMA_M.83.318.56.jpg

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