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inventar y aprender estrategias, siempre recreadas y siempre defectuosas:
la seducción, la mentira, la lealtad, la traición... La envidia es una de ellas,
y desde esa perspectiva se plantea explorarla este ensayo.
Si el estudio de la envidia parece interesante es, ante todo, porque
nos obliga a asomarnos a esos entresijos centrales de lo humano. Se trata
de tirar de uno de los innumerables cabos de la madeja de nuestra
naturaleza, y ver si nos permite dar algunos pasos en la dirección que
aconsejaba el oráculo de Delfos: ―Conócete a ti mismo‖. Entre todos los
caminos por los que podríamos adentrarnos en esa tarea, la envidia parece
un sendero enrevesado y sombrío. Como sus primos el rencor y la ira, se
pierde por quebradas inciertas y recovecos siniestros, siempre con una
promesa de dolor. Pero tal vez por eso resulte más apremiante su examen.
Como decía Rilke, los dragones del corazón no nos pertenecen menos que
las princesas, y quizá no deberíamos empeñarnos en matarlos, sino
preguntarles qué hacen ahí.
Ignoramos las sombras de la vida del Salieri real, pero quien nos
interesa aquí es justamente el personaje de la leyenda, el atormentado
protagonista de esos dramas de los que esperamos aprender bastante. Si
hemos elegido esta obra como guía para nuestro buceo por los entresijos
de la envidia es porque, dentro de su concisión y relativo esquematismo,
muestra de un modo prototípico los principales elementos que nos
interesan para nuestro análisis4. Su versión original es bella, contundente e
inspiradora; y cuenta con la reinterpretación contemporánea de Shaffer,
que la completa con otras perspectivas y enriquece con nuevos matices
ciertos aspectos que Pushkin solo sugiere. Aun a riesgo de complicar un
poco el análisis, no hemos podido resistirnos a añadir, en segundo plano,
la presencia de otro envidioso ilustre, el Joaquín Monegro de la novela
Abel Sánchez. En ella, Miguel de Unamuno describe con detalle el contexto
y la evolución de una vida marcada por la envidia, y se adentra con
minucioso escalpelo en la anatomía íntima del envidioso; más que una
narración, nos ofrece un sagaz estudio psicológico, ―una historia de
pasión‖, como anuncia el subtítulo del libro. Joaquín nos servirá de
contrapunto de Salieri.
Hacer lo que los psicólogos llaman un estudio de casos con personajes
literarios plantea sus riesgos evidentes. Puede que a veces la realidad imite
al arte, pero discurren por dos dimensiones distintas. La literatura
pretende emocionar y sugerir desde la belleza más que ofrecer un retrato
fiel de la vida. Salieri y Monegro son dos seres desaforados en sus
pasiones, personajes imaginarios dentro de unos dramas que, aunque
sugestivos, no dejan de ser ficticios. Muestran con trazo grueso lo que el
común de los mortales vivimos dentro de ese bullicio de trivialidades que
es nuestra cotidianidad, mucho más prosaica y a la vez más enmarañada.
La intensidad de la literatura actúa como los espejos del callejón del Gato,
nos devuelve una imagen más contrastada, pero también sujeta a
deformidades. Hemos de ser cautos al contemplar a través de las hermosas
exuberancias del arte nuestras envidias de andar por casa.
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Son multitud los envidiosos de fama en la literatura, algunos de ellos
quizá mejores modelos que los ofrecidos, y todos sin duda interesantes.
Ya en la Odisea, los compañeros de Ulises abren por envidia el saco de los
vientos que Eolo le había regalado, y con ello provocan una tempestad
que los aleja de Ítaca justo cuando tenían sus costas a la vista. En La
Celestina, los criados de Calixto matan a la alcahueta indignados porque
esta recibiera mejores regalos que ellos sin compartirlos. Egregios
envidiosos deambulan de acá para allá por las tragedias de Shakespeare:
hijas y lacayos del rey Lear, el Casio de Julio César, el Yago de Otelo, el
deforme hermano del rey conspirando por el trono en Ricardo III y hasta
los amorosos desdeñados del Sueño de una noche de verano… Lope de Vega
crea una comedia de enredo tan feliz como El perro del hortelano en torno a
una envidia y unos celos que, por obra y gracia del poeta, no dejan
indemne a nadie y concluyen venturosamente para todos. Milton glosa el
espeluznante resentimiento del ángel caído en su Paraíso perdido. Melville
nos cuenta las sofocantes envidias a bordo de un barco del Imperio
Británico en Billy Budd, marinero; algo más tarde, Conrad concibe a sus
Duelistas, soldados de Napoleón, enzarzados entre guerra y guerra en una
vida entera de periódicas disputas, como si lo imperdonable —y lo
ineludible— fuese la mera existencia del otro. Lorca, con La casa de
Bernarda Alba, retrata los desmanes de la envidia en una deprimida y
atrasada España rural. ¡Y qué decir de la generosa nómina de envidiosos
de Tolkien en El Señor de los Anillos! Boromir envidia a Aragorn, Saruman
envidia a Sauron, el Señor Oscuro envidia a los poderes antiguos que le
aguan una y otra vez la fiesta de ―gobernarlos a todos‖, y, cómo no,
Gollum envidia a los hobbits que le quitaron su anillo, su ―tesoro‖…
Y todo esto sin contar la considerable nómina de mitos y relatos
bíblicos dedicados a la envidia, entre los que destacan la historia del más
célebre envidioso, Caín, y la de José y sus hermanos. Hay algo del aroma
de la envidia, incluso, en esa curiosidad nada inocente que impulsa a Eva
a comer del fruto prohibido. Todos ellos habrían merecido nuestra
atención minuciosa, pero habría sido demasiado tumulto para unos pagos
tan pequeños, y tendremos que limitarnos a referirlos ocasionalmente. De
momento nos dejaremos conducir por nuestro Salieri, como si de un
Virgilio de las tinieblas humanas se tratara, por los abigarrados círculos
del infierno de la envidia.5
7
Figura 3. Edvard Munch: Envidia.
8
1. La envidia que nos une
La envidia es una forma de parentesco. Miguel de Unamuno6.
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desvanecerse, arrastrados por el vendaval de aquel que nos supera.
Acorralado, Salieri se rebela. Opta por detestar. ―¡No puedo luchar más
contra mi destino!‖ Se rinde, mal que le pese, en brazos de la irresistible
dama verde.
12
Al concebirse por debajo del otro, el envidioso se somete por sí
mismo en ese lugar subalterno. Se construye según una nueva cualidad
que pasa a primer plano y lo define: la inferioridad. Un observador externo,
evaluando la distancia entre envidioso y envidiado, podría opinar que
apenas hay diferencia, o que no es para tanto. Inmediatamente, Salieri le
replicará que lo es para él, y que con eso le basta para sufrir. Shaffer se lo
hace decir: ―¡Iba a convertirme en el músico más famoso de Europa!...
¡Pero por un trabajo que yo sabía que no valía absolutamente nada! Esta
era mi sentencia: ¡debía soportar, durante treinta años, el ser llamado
‗Distinguido‘ por gente incapaz de distinguir!‖18 El hecho de que el
detonante de la envidia sea una apreciación subjetiva, una situación en
desventaja tantas veces sobrevalorada, ha sido uno de los argumentos en
que se ha sustentado su tradicional descrédito. El cristianismo enfatiza la
condición errada de la envidia, que crea la apariencia falsa de que el bien
ajeno disminuye el propio19, y diversos pensadores insistirán en el carácter
ilusorio de los juicios del envidioso, desde exagerar el bien ajeno hasta ver
en el envidiado a un enemigo20.
Estas consideraciones, sin embargo, no hacen justicia al ardiente
malestar que invade al envidioso: desde su punto de vista, la superioridad
del oponente constituye una amenaza muy real, y parece legítimo que lo
declare su enemigo. Al fin y al cabo, ha destrozado su mundo y su lugar
en él. El éxito del envidiado convierte la normalidad del envidioso en
fracaso: hace que deje de ser él para reducirlo a los escombros del triunfo
ajeno; a definirse no por lo que es, sino por lo que no es —y
probablemente no será jamás—. En ese sentido, ha sido alienado. Por eso,
para el envidioso, su antagonista, sin excusa admisible, es culpable.
Shaffer lo retrata contundentemente: ―¡Nobile, nobile Salieri!... ¿Qué hizo
conmigo este Mozart? ¿Me comportaba yo así antes de que él viniera?...
Todo estaba cambiando, resbalando, pudriéndose en mi vida
progresivamente, por su culpa.‖21 Y Joaquín Monegro detalla la
perversidad que presiente en todos los triunfadores: ―Los abelitas han
inventado el infierno para los cainitas porque si no su gloria les resultaría
insípida. Su goce está en ver, libres de padecimientos, padecer a los
otros…‖22
―El envidioso no podrá ser nunca amigo‖, escribía con despecho
Juan Crisóstomo en el siglo IV23. Podría haber corregido ese menosprecio
con algo de compasión, es decir, de comprensión. ¿Cómo amar al que nos
avasalla, si nos sentimos humillados precisamente por lo que amamos en
él? ―Me pareció haber oído la voz de Dios… —gime el Salieri de Shaffer—
13
. Y esa voz emanaba de una criatura cuya voz yo también había oído… ¡Y
era la voz de un joven obsceno!‖24 ¿Cómo agradecerle sus favores, si
hurgan en nuestra ofensa? Cada virtud que adorna al rival es una
puñalada a nuestros ojos, como en el relato bíblico donde todos los logros
que David le ofrece al rey Saúl no hacen más que aumentar el encono de
este, desde que oye la afrenta de las multitudes aclamando: ―¡Saúl mató a
mil y David a diez mil!‖25. En cualquier caso, no odiamos al envidiado
por ninguna agresión intencional, sino por su mera existencia, o más bien
por su presencia: porque, como una piedra en el estanque, ha
conmocionado la plácida superficie de nuestra rutina; porque con su
irrupción escandalosa nos ha obligado a enfrentarnos a nuestra
mediocridad. ―¡Mediocres del mundo, yo os absuelvo!‖, declara el Salieri
de Amadeus, con amarga ironía26.
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Así pues, el vínculo entre envidioso y envidiado es, desde el universo
del primero, una colisión, un conflicto. Afinando un poco más: un
conflicto de rivalidad. El envidiado es un rival porque ha acaparado un
bien escaso, un bien por el que no hay más remedio que competir: la valía.
Salieri está definitivamente fundido a Mozart porque este se ha apropiado
una parte de él, tal vez la esencial: aquello en lo que se sustentaban su
amor propio y el reconocimiento de los demás. Se entiende aquí el
carácter persecutorio de la envidia: hay que ir a la zaga del ladrón, hay
que disputarle lo que nos ha robado; hay que luchar con él,
inagotablemente, hasta que nos devuelva lo que es nuestro. En toda
envidia alienta un estupor porque las cosas están fuera de su lugar, hay
una dislocación entre el deseo y lo deseado, y por ello un afán de
restitución. De ahí que proclame Joaquín Monegro: ―Tenía que aplastar,
con la fama de mi nombre, la fama ya incipiente de Abel; mis
descubrimientos científicos, obra de arte, de verdadera poesía, tenían que
hacer sombra a sus cuadros.‖31
16
2. La obstinación del perdedor
Quien desea lo ajeno, quiere otro parecer, / y siempre con lo de otro quiere resplandecer, /
lo suyo y lo del otro todo lo va a perder. Arcipreste de Hita.32
17
invalida la nuestra; es a nuestros ojos una especie de impostor, un
sustituto que ocupa nuestro destino y por ello nos expulsa de él. Nos
identificamos con el envidiado, pero no en indicativo, sino en subjuntivo:
―Si yo fuera...‖ Si fuera, pero no lo soy: ahí reside el doloroso estupor, la
urgencia con que la envidia nos sacude. En palabras de Alberoni, la
envidia ―es una rebelión contra nuestra carencia metafísica de
autonomía‖34.
Es una visión espantosa, insoportable. ¿Cómo no vamos a querer que
ese amenazante prójimo sufra una pérdida que nos restituya nuestra
realidad, nuestra entereza, nuestra existencia? Alguien —otro: un
extraño— ha roto el idilio conmigo mismo y me ha convertido en un ser
mísero, confundido, tambaleante. Solo la destrucción del valor de esa
imagen romperá el hechizo y ofrecerá un camino de regreso. ―Un
individuo envidioso está tratando de menospreciar a otra persona… con el
fin de proteger su propia valía‖35, postulan Silver y Sabini. Mi rechazo, mi
odio, son el poder que mágicamente empezará a demoler a ese impostor,
ese enemigo.
El envidioso tiene algo de lo que Camus llama un rebelde metafísico:
―La rebeldía metafísica es el movimiento por el que un hombre se levanta
contra su condición y la creación entera‖36. En ese gesto, el envidioso se
nos presenta como un transgresor, y no debe extrañarnos que sea
censurado. Por supuesto, declararse rebelde, alimentar ese desafío
permanente que conlleva la envidia, implica abrir la puerta a nuevos, tal
vez largos, sufrimientos. Podríamos ahorrárnoslos con solo admitirnos
perdedores. Sin embargo, esa perspectiva puede antojársenos aún más
dolorosa. ¿Cómo aceptar el desmoronamiento de esa imagen tan preciada,
que nos hace amigos de nosotros mismos? ―Se envidia lo que no se tiene,
mientras que el hombre en rebeldía defiende lo que es‖37, afirma Camus;
sin embargo, para la envidia, ser es tener: un objeto, una cualidad, una
circunstancia, marca la diferencia entre la plenitud y el vacío.
Salieri empieza con un monólogo en el que nos conmueve repasando
el esforzado camino recorrido para convertirse en músico. Más que de su
carrera, nos habla de la construcción de su destino, de su identidad.
―Gracias a mi perseverancia logré alcanzar un grado bastante elevado en
el arte infinito‖. Entonces viene la vida y hace tambalearse una obra tan
duramente conquistada: la obra, insistamos, de ser uno mismo. Ya hemos
señalado que, desde el punto de vista del envidioso, hay algo de traición
del destino en esa decepción: ―¿Dónde está la justicia si la genialidad
imperecedera, el divino don, no se le otorga en premio al que, rebosante
18
de amor, trabaja olvidándose a sí mismo, sino que ilumina el cerebro de
un demente, de un holgazán cualquiera?‖ Shaffer hace aún más hincapié
en esta noción de injusticia cósmica, de traición del destino, personificado
en Dios, que no ha correspondido como merecían sus desvelos por
glorificarle; indignado, declara la guerra a ese Dios pérfido y cruel:
―¡Desde este momento somos enemigos, tú y yo!... Dicen que nadie se
burla de Dios. ¡Yo te digo que nadie se burla del Hombre!... ¡Nadie se
burla de mí!‖38
25
3. Miedo, tristeza y cólera
Desde que llega el celo en tu alma a arraigar, / enojos y suspiros te parecen ahogar; /
de ti mismo ni de otro no te puedes pagar; / el corazón te salta, nunca encuentras vagar.
Arcipreste de Hita.49
26
En el principio siempre fue el miedo. Se diría que el miedo es la
emoción más primitiva, más inmediata, más aguda. Es la emoción natural
ante lo extraño, luego amenazante; el núcleo de todas las tribulaciones
humanas. Curiosamente, queda enmascarada con facilidad tras otras
emociones, y a primera vista puede sorprender que impliquemos al miedo
en la envidia. Sin embargo, es fácil rastrearlo entre los pliegues de otros
sentimientos, tal vez más aparentes, menos primitivos, pero que en última
instancia remiten a él. Si la envidia es la respuesta a un detrimento en
nuestra identidad, si de pronto nos encontramos perdidos en un mundo
que hasta ahora nos era familiar, ¿cómo no vamos a estar aterrados? ―Al
ver Saúl que David tenía éxito, le entró mucho miedo‖51. Hasta que
encontremos un camino de vuelta, somos unos exiliados; vivimos en una
súbita intemperie, estamos desamparados, no sabemos a qué atenernos.
El envidioso se siente vulnerable y vulnerado: es un ser amedrentado
que tantea desesperadamente una nueva seguridad; el odio y el rencor son
seguridades, porque nos señalan un enemigo y una tarea. Es preferible
luchar a temer. Salieri evoca con nostalgia aquel mundo seguro y
luminoso de su lugar en la música; ese paraíso perdido en el que era
alguien por sí mismo, en el que podía tener sueños y esperanzas y sentirse
orgulloso de sus logros. Ahora que camina entre las ruinas de aquella
edad de oro, es el miedo el que confiere mayor intensidad a su patético
grito: ―¡Oh, Mozart, Mozart!...‖
30
Para Max Scheler, el resentimiento es una autointoxicación psíquica,
resultado de la represión de la ira; comprendería, por tanto, una especie de
cólera que, al no encontrar salida, satura la propia psique. Se explicaría la
rabia, explica Marguerite La Caze, por haber recibido algún tipo de daño
u ofensa que uno (cree que) no merece63. Scheler, por consiguiente,
interpreta la envidia como una de las puertas de acceso al resentimiento,
siempre que implique incapacidad para conseguir lo deseado: la
frustración, la imposibilidad de acceder al bien envidiado, se traduciría en
un deseo de perjuicio para su poseedor64. No obstante, la propia
impotencia —impregnada de tan malas connotaciones— debe ser
matizada: a menudo no solo no es posible expresar la hostilidad y actuar
en consecuencia, sino que ni siquiera resultaría recomendable. Frente a un
matón, lo más beneficioso, de momento, puede que sea callarse. La
represión, en tales circunstancias, sería el modo de actuar más adaptativo,
y por tanto más inteligente. La dilación y la interiorización simbólica
favorecidas por la envidia y el resentimiento se nos aparecen aquí como
útiles recursos. En lugar de deprimirnos a causa de nuestra impotencia,
guardamos una especie de potencia aplazada, continuamos la lucha dentro
de nosotros, a la espera de mejores tiempos para sacarla fuera. Operación
eficaz, pero arriesgada si dura mucho tiempo: los perros de la envidia y
del rencor pueden acabar hincando los dientes en propia carne.
Muchos especialistas, como veremos, entienden que solo la envidia
que desea el perjuicio ajeno es envidia propiamente dicha, por lo que, al
menos en esto, envidia y resentimiento deberían ir asociados. Parrott, en
cambio, prefiere distinguir entre ambos, argumentando que el segundo
responde a injusticias objetivas, mientras que en la primera la ira no es
resultado de ninguna injusticia real, se trataría de una ira inapropiada. El
filósofo John Rawls, en la misma línea, enfatiza que el resentimiento, a
diferencia de la envidia, es un afecto moral, dada su preocupación por lo
justo y lo injusto65. Sin embargo, Maria Miceli y Cristiano Castelfranchi
señalan acertadamente lo discutible de tales aseveraciones: ―la precisión
de las creencias de la gente, es decir, su correspondencia con el estado real
del mundo, no tiene ninguna relevancia para el tipo y la calidad de sus
emociones, estos son función de las valoraciones, motivaciones y
preocupaciones de las personas‖66. Más relacionada que el resentimiento
con la valoración ―objetiva‖ o ―moral‖ de la injusticia parecería la
indignación. Para La Caze, la envidia se centra en lo deseable, mientras
que la indignación atiende a lo incorrecto. Más adelante abordaremos en
31
detalle estos complicados conceptos fronterizos entre la emoción y la
ética.
32
parece ser la exclusividad; solo se está por encima cuando los otros están
por debajo.
34
sabemos, sirve también como apropiación simbólica de algo que, aunque
nunca fue nuestro, sentimos simbólicamente que nos ha sido arrebatado.
36
4. Tanto puedes, tanto vales
Ahora conocemos su poder; también el nuestro. John Milton81.
37
configura mediante la atribución de determinadas cualidades, socialmente
valoradas. La belleza de Marilyn Monroe, el encanto personal de Cary
Grant o la precisión narrativa de Alfred Hitchcock, por ceñirnos al cine
clásico, ejemplifican tres fuentes de ese magnetismo que atrae y seduce.
Lo significativo del estatus es que, al proporcionarnos una ubicación
privilegiada, nos permite el acceso a muchos recursos convenientes. Por
consiguiente, gozar de estatus es estar imbuido de un cierto poder. Estatus
y poder no son exactamente lo mismo, aunque estén íntimamente
relacionados y se desarrollen paralelamente en el ámbito del valor social.
El poder es la capacidad de influir en las conductas de los otros; como
diría Spinoza, de afectarles. Así que el estatus siempre otorga algún grado
de poder, pero se puede ganar poder sin pasar necesariamente por el
estatus: en general, accediendo a determinadas instituciones de autoridad
(que son mecanismos de poder socialmente establecidos) o, en última
instancia, imponiéndolo por la fuerza. Una fuerza que puede ser física o
simbólica (por ejemplo, la del dinero). El poder suele aprovechar su lugar
privilegiado para dotarse de recursos que incrementen también su estatus,
ya que el aprecio y el reconocimiento le confieren estabilidad. Maquiavelo
aconsejaba al príncipe que fuese temido y querido: ―Las injusticias se
deben hacer todas a la vez a fin de que, por gustarlas menos, hagan menos
daño, mientras que los favores se deben hacer poco a poco con el objetivo
de que se saboreen mejor‖. Tomás Moro, más estoico, sueña con una
utopía en la que despreciemos los signos de superioridad: ―¿No es acaso
signo de imbecilidad el estar preocupado por honores vanos y baladíes?
¿Qué placer natural y verdadero puede ofrecer la testa descubierta de otro
hombre inclinado de rodillas?... ¿Te quita el dolor de cabeza?‖83
Por más que se los desprecie, lo cierto es que estatus y poder cobran
relevancia en virtud de la naturaleza social del ser humano84. Como en el
caso de otros animales cooperadores, nuestras comunidades suelen estar
organizadas en jerarquías, y nuestro lugar en esas jerarquías viene
condicionado por el estatus y el poder, es decir, por el valor que se nos
atribuye y que se nos reconoce y por la posesión de recursos. La jerarquía
no es más que la institucionalización de los diversos grados de estatus y
poder. Como explica Irenäus Eibl-Eibesfeldt, el orden jerárquico es
resultado de luchas periódicas y competencias permanentes, nunca es algo
acabado, pero confiere temporalmente una cierta estabilidad al grupo: al
ordenar los rangos de un modo más o menos asumido por todos, reduce
también las tendencias agresivas y la intensidad de las peleas85.
38
En un contexto jerárquico, resultan evidentes las ventajas que reporta
un valor social elevado, que básicamente consisten en la posibilidad de
obtener beneficios de la gente (más beneficios y más gente cuanto más
arriba en la escala social) y, en definitiva, la seguridad. En tales entornos,
hallarse en los lugares centrales o periféricos influye directamente en el
grado de inclusión o exclusión del que goza cada individuo, y el valor
social jerárquico funciona como un bien escaso. Poder (simbólico) y
posesión (material) se incrementan uno a otro: el rico hace siempre
ostentación de lujo y derroche. De ahí que vivamos en guardia,
compitiendo por el prestigio, por el afecto y por las posesiones, y que nos
alarme la perspectiva de ser relegados. La envidia es el testigo de un
peligro de pérdida de valor, a la vez que un acicate para ganarlo o
restaurarlo.
42
5. Lo que cuenta es no quedarse atrás
En las desgracias de nuestros amigos siempre hay un punto de contento. Diderot.90
50
6. Hambre y carencia
La envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come. Francisco de Quevedo.113
51
hace sino reafirmar la enorme carga de amor impotente —incapaz de
realizarse como tal—, de hambre insatisfecha, que hay en su envidia. Un
amor fascinado por el genio, y frustrado por la carencia.
55
7. La construcción de la envidia
Que yo só más rico et más poderoso que él, et comoquier que él non lo da a entender, só
cierto que ha ende envidia, et cada que yo he mester su ayuda et que faga por mí alguna cosa,
dame a entender que lo dexa de fazer porque sería pecado. Don Juan Manuel.124
57
Amor y odio, fácilmente intercambiables, responden a un mismo
impulso de involucrar al otro en nuestra historia, de darle un papel
destacado como otro significativo; y tan afectivamente intensa es la
interacción de amistad como la de enemistad: ni el amado ni el odiado
pueden ya resultarnos indiferentes. Shakespeare nos lo muestra en Romeo
y Julieta: igual de estrecho es el nudo que ata a la pareja en sus amores
como el que encadena a Capuletos y Montescos en sus disputas sin fin;
una pasión se mira en el espejo de la otra, y ambas discurren paralelas.
―Frecuentemente —sentencia el Zaratustra de Nietzsche— nos creamos
un enemigo para disimular que somos vulnerables‖128. Joseph Conrad, en
El duelo, retrata con agudeza a dos oficiales de Napoleón que pasan años
enzarzados en combates periódicos, debidos a un supuesto agravio nunca
del todo explícito; tan inseparables como dos grandes amigos, el lector
tiene la impresión de que su relación destructiva es en el fondo un modo
de construir un candente vínculo, una misteriosa intimidad que parece
reclamar exclusividad: que se aparten todos, esto es un asunto entre mi
enemigo y yo. ―¡Sé cuando menos mi enemigo! —continúa Zarathustra—.
Así habla el auténtico respeto, cuando no se atreve a solicitar amistad‖. Y
nadie tan fiel como un enemigo, se ha dicho alguna vez.
Amistad y hostilidad parecen sostener una larvada ambivalencia.
Insiste Zarathustra: ―Muy frecuentemente, bajo el amor intentamos
ahogar la envidia‖. Igual podríamos esperar que, inversamente, detrás de
la enemistad envidiosa se agazapara un cierto tipo de amor. Una máxima
atribuida de modo apócrifo a La Rochefoucauld nos advierte: ―Si quieres
tener enemigos, supera a tus amigos‖129. El amor (si se quiere, la
fascinación) se desliza con rapidez hacia el odio cuando se encuentra con
una traba insalvable, al descubrirse frustrado e impedido. Y Sartre nos
explicó que necesitar a los demás los convierte inevitablemente en
obstáculos, ya que siempre encontraremos en ellos alguna resistencia. Así,
en la envidia, la aversión puede derivarse de la admiración, que es una
modalidad de aprecio: aversión y admiración son dos respuestas posibles,
y próximas entre ellas, a la ventaja de otro, dentro de un contexto de
hambre de valor.
59
8. Envidias buenas y malas
Hermia: Su pasión insensata no es culpa mía, Elena.
Elena: No; pero lo es de vuestra hermosura. ¡Ojalá fuera mía esa falta!
W. Shakespeare131.
60
que la hostilidad no suele reconocerse en primera persona), refiriéndose a
alguien que quiere perjudicar a otro, o procura hacerlo. Silver y Sabini han
analizado la atribución de envidia a los demás, y su uso como razón para
explicar la conducta de la gente. ―Cuando una persona ejerce
indebidamente una meta de autoprotección, el sentido común es probable
que utilice el epíteto ‗envidia‘. Esto es especialmente cierto si lo ha hecho
quitándole importancia al éxito de otra persona o devaluándola de
cualquier otro modo… Solo aquellas situaciones en las que las ventajas,
logros, etc., de las demás personas degradan a un individuo proporcionan
un contexto para la acusación de envidia.‖ Según estos autores, observar a
alguien jactarse en exceso frente a otro, o atribuirle un sentido frágil de la
propia valía, también hace que se le considere más propenso a la
envidia133.
Hay que reconocer que la distinción entre envidia benigna y
maliciosa tiene sentido desde el punto de vista fenomenológico. La
mayoría hemos experimentado los dos tipos, y muchas veces hemos
notado con claridad una diferencia en nuestra actitud hacia la persona que
envidiábamos. Casi todos hemos dicho alguna vez: ―Te envidio‖,
sobreentendiendo que lo expresamos en el ―buen‖ sentido, con un matiz
próximo a la admiración, confesando que percibimos en el otro una
superioridad que, aunque desearíamos para nosotros mismos, admitimos
que no nos pertenezca. Hay en esa declaración un reconocimiento
―cortés‖ de la ventaja del otro, un mensaje de complicidad que, a la vez
que elogia, reafirma nuestra actitud amistosa, transmite implícitamente
nuestra intención de no competir y por tanto de no convertirnos en un
rival. Verbalizar la envidia tiene también un efecto consolidador de
propósitos en nosotros mismos, exorciza de algún modo mágico el
fantasma de nuestra propia inquietud y apacigua al exponer nuestra
resignación.
Pero no siempre es una declaración (del todo) sincera, y es posible
que la manifestación amistosa encubra el hecho de estar reservándonos la
opción de conspirar, siquiera en el futuro. La envidia surge de un modo
automático, se desata casi siempre a pesar del individuo: como explican
Silver y Sabini, ―puede ser un sentimiento que posee a una persona, se
apodera de su conciencia, a menudo a su pesar. Los pensamientos
envidiosos pueden venir a nosotros de forma espontánea, aunque nos
gustaría poder participar en la celebración del éxito de un amigo‖134.
Habrá quien, por debajo del elogio, esté deslizando: ―aún no es el
momento de competir, ya veremos más adelante‖. Pocas veces admitimos
61
nuestra envidia sin una cierta carga de amargura, sin una sensación de
pérdida.
Esta envidia tan llevadera, tan cívica, tan sana, como se le califica
habitualmente, parece que ni siquiera sea envidia, y así lo consideraba ya
Aristóteles, que en su Retórica distinguía entre envidia y emulación. Ya
hemos visto que esta diferenciación es problemática, puesto que la
emulación comparte todos los rasgos de la envidia: surge de una
interacción asimétrica que implica una desventaja, se traduce en una
vivencia adversa por parte del sujeto y conlleva una reacción en la que la
persona intenta corregir la interacción para ponerla más a su favor.
Incluso cuando la tristeza de la envidia no va más allá de sí misma y se
traduce en resignación o aceptación, parece claro que seguimos inmersos
en el mismo fenómeno. Por asumida que se muestre la desventaja,
siempre se adivinará en alguna parte una cierta tensión, una vocación de
transformar, una potencialidad de intervenir activamente para corregir ese
diferencial que resulta insatisfactorio; en definitiva, aunque de un modo
nebuloso y recóndito, la rivalidad permanece latente.
63
Sin embargo, la constatación de dos modos de resolver la inferioridad
no prueba que se trate de dos tipos diferentes de envidia; podríamos
interpretarlo como una diversidad de manifestaciones del mismo
fenómeno. Lo realmente significativo para P (el envidioso) es el hecho
problemático de estar en inferioridad, y a ese desafío es al que responde la
envidia con su pretensión de anular la ventaja. Aunque hacerlo ―hacia
abajo‖ o ―hacia arriba‖ conlleva distintas circunstancias y merece sin
duda una evaluación moral diferente, desde un punto de vista
estrictamente pragmático el resultado perseguido es el mismo: que deje de
haber diferencia. Se trataría de dos posibles caminos, hasta cierto punto
superpuestos e intercambiables, de manifestarse un idéntico proceso de
fondo. Perjudicar no es el fin de la envidia, sino el medio que permite
llegar al verdadero objetivo: mejorar la propia suerte con respecto al
otro137. De admitir esta propuesta, habría que ampliar el concepto, en
lugar de restringirlo; consentir una mayor ambigüedad a cambio de no
renunciar a la complejidad inherente a él, como a todo lo humano.
66
9. La constelación envidiosa
¿Por qué habría de ser ese nombre más ruidoso que el vuestro? W. Shakespeare139.
67
afinamiento evolutivo. Las emociones no están orientadas hacia la
realidad ni interesadas en el conocimiento, sino en lo que conviene a
nuestra convivencia y, en última instancia, a nuestra supervivencia. Por
comentar solo las cuatro emociones básicas que propone Kemper (ver
epígrafe 3), es fácil apreciar el servicio que nos brindan. La satisfacción es
la señal de que todo va bien. Y si algo falla, el miedo nos previene del
peligro, la tristeza nos inmoviliza momentáneamente y la ira nos
predispone a defendernos o a atacar.
Así, nos encontramos dotados con unos dispositivos excelentes y
útiles en lo que les corresponde, pero en los cuales las culturas han
desdibujado las referencias a su génesis. Las emociones nos dirigen por la
vía rápida al meollo de lo inmediato, de un modo a veces rudimentario,
pero a grandes rasgos eficaz. Establecen pautas de comportamiento que,
aunque no siempre son adecuadas, lo son o lo han sido en promedio. El
valor funcional de las emociones es, por tanto, estadístico. Tan grandes
son sus beneficios generales como los inconvenientes que a veces nos
causan en determinadas circunstancias.
69
En tanto que hecho social y compartido, el contexto condiciona
todos los aspectos de la construcción de la envidia: qué se envidia,
cuándo, a quién y por supuesto cómo. Al hablar de contexto nos referimos
a la sociedad a la que pertenece el individuo (con sus valores, preferencias,
normas…, resultado de una evolución histórica) y al lugar que ocupa en
ella (su clase social, su grupo de referencia, los roles en los que suele
desenvolverse…). Todos estos elementos no solo influyen en la envidia
como en cualquier vivencia humana, sino que son las piezas con las que
es construida, y además afectándose continuamente unas a otras,
articulándose en un todo dinámico y complejo.
No podríamos comprender cabalmente la angustia de Salieri si no
tuviéramos en cuenta que él y Mozart vivieron en el corazón de la Europa
del siglo XVIII, en una Viena señorial y burguesa que era sede de la corte
del emperador. Allí y entonces, la protección del arte en general y en
concreto de la música era una señal de grandeza y un elemento de
prestigio por el que competían los poderosos, a la sombra de cuyo
mecenazgo estaban obligados a vivir los artistas si querían ganar fama y
riqueza. Antonio Salieri —el verdadero, en el que se basa el personaje de
Pushkin— ocupó en la corte imperial los destacados cargos de compositor
oficial y maestro de capilla. Todo eso es lo que está en juego ante la
irrupción de Mozart. Salieri —el personaje— es un producto genuino de
su tiempo, también en su envidia atormentada.
70
descubriendo sistemas isomórficos (con estructuras equivalentes) en
campos muy diversos, desde la física hasta la economía, la sociología y
por supuesto en la psicología. ―En última instancia, estructura (orden de
partes) y función (orden de procesos) pudieran ser la mismísima cosa"144.
Los sistemas se caracterizan por la organización, y se autorregulan en
dirección a una meta.
Frente a la imagen del hombre-robot que responde mecánicamente a
determinados estímulos, predominante durante mucho tiempo en la
psicología académica, Bertalanffy defiende la perspectiva del hombre
como sistema activo. ―El hombre no es un receptor pasivo de estímulos
que le llegan del mundo externo, sino que, en un sentido muy concreto,
crea su universo‖145. El universo creado por el hombre es de naturaleza
simbólica, es lo que llamamos cultura, algo que trasciende con mucho la
simplificación mecanicista del esquema estímulo-respuesta. Por otra parte,
ya discutíamos que los procesos psicológicos humanos no son de tipo
homeostático, no se dirigen a restaurar determinados estados óptimos,
sino que más bien tienden al ―mantenimiento de desequilibrios‖,
oscilando entre la tensión y la distensión. El comportamiento humano se
caracteriza por el juego y la creatividad, por la emoción y la
contradicción, y por eso no puede ser explicado —ni pronosticado—
completamente por ningún principio racional.
Cualquier interacción humana, desde la compra de un producto
hasta la competición por un premio, desde una pareja que se enamora a
dos niños que se pelean, podría ser considerada como un microsistema:
conjuntos binarios (o ternarios, si se cuenta con el objeto al que se
refieren, o aun más complejos si se incluye al público) organizados en los
que los procesos se articulan con respecto a un elemento central, a
menudo de tipo simbólico, que los define. En los ejemplos anteriores,
respectivamente, el elemento central podría ser el intercambio, el torneo
en que se compite, la mutua atracción o la agresividad. A su vez, estos
sistemas están integrados en sistemas más amplios junto a otros
microsistemas con los que interactúan. Bertalanffy ya menciona la
inclusión de sistemas en otros de nivel superior. En el caso de los
fenómenos sociales resulta evidente que cada pequeño fenómeno está
integrado en un contexto más amplio que lo condiciona, y que también se
articula en niveles progresivamente más inclusivos hasta alcanzar el
conjunto de una sociedad o una cultura y, en el actual mundo
globalizado, la humanidad entera.
71
La interacción envidiosa también puede ser entendida como un
microsistema. Su complejidad interactiva, sujeta a una variabilidad
constante, influiría en la sensación de que experimentamos diversas
envidias, por ejemplo la ya discutida dicotomía entre envidia ―benigna‖ y
envidia ―maliciosa‖. Puedo sentir envidia y a la vez admiración o
inseguridad, y esa envidia parecerá ―envidia benigna‖; en cambio, en otra
ocasión a la envidia pueden acompañarle temor, rabia, aversión,
amenaza..., y entonces percibiré el conjunto como ―envidia destructiva‖.
Es en su construcción social donde se evidencia con mayor claridad
el carácter sistémico de la envidia. Lo señalan explícitamente Parrott y
Rodríguez-Mosquera: ―La envidia tiene lugar dentro de un sistema social,
dentro de una díada por lo menos y, potencialmente, dentro de un grupo
social más amplio. La envidia en una de las partes, incluso la mera
posibilidad de que una persona pueda llegar a ser envidiosa, altera el
sistema‖146. Cada persona está construyendo una y otra vez su ensamblaje
social, en función de su personalidad, su contexto y sus vivencias. Lo que
llamamos envidia sería un proceso que se desencadena cuando se ha
rebasado el umbral que para el individuo marca el límite de la asimetría
tolerable. ―Habiendo pasado un estado crítico, el sistema emprende un
nuevo modo de comportamiento‖147, dirigido en nuestro caso a restablecer
el valor dañado, si bien nunca se tratará de un regreso, sino de la creación
de un estado nuevo, inevitablemente distinto del anterior. Desde que la
aparición de Mozart trastoca el universo vital de Salieri, ninguna acción
de este podrá ya hacerle recuperar aquel paraíso perdido que evoca con
nostalgia. Y ninguna menos, desde luego, que la que escoge finalmente, el
asesinato de su rival.
Tampoco nuestras humildes envidias cotidianas, aunque no resulten
apropiadas como material de literatura, tienen por objeto la tarea
imposible de restaurar los que éramos antes de ellas. En realidad, su
función es transformarnos para poder afrontar adaptativamente un cambio
en las condiciones del juego, una nueva disposición de las piezas en el
tablero. Alguien nos está ganando y preferiríamos ser nosotros los
ganadores. La situación ha cambiado y nosotros tenemos que cambiar
para hacer frente al desafío. La envidia, en contra de las acusaciones de
sus enemigos moralistas, no es conservadora, sino creativa; egoístamente
creativa.
72
10. El gran teatro del mundo
¡Venid, mortales, venid / y adornaros cada uno / para que representéis /
en el teatro del mundo! Pedro Calderón de la Barca148
El teatro es un buen símil del sistema social, tal vez porque lo imita.
La vida está trenzada de situaciones, de escenas. La vida es una secuencia.
Hasta aquí no hay nada de extraordinario, ni siquiera nada que diferencie
al ser humano de cualquier animal. Pero las escenas humanas tienen al
menos dos características que las hacen singulares. En primer lugar, son
significativas, cuentan con una semántica, lo cual las convierte en
episodios. En segundo lugar, buena parte de esta semántica está fijada
socialmente; de ahí que los asuntos, los argumentos y los roles resulten en
buena parte estereotipados.
Casi todos nuestros actos siguen un guion, desarrollan un drama —o
una comedia— socialmente estipulado. Hay que considerar siempre los
comportamientos dentro de un contexto ritualizado, repleto de
significados compartidos; hay que contemplar al hombre en interacción,
como un ente dinámico dentro de unas estructuras dinámicas de relación.
Cada acto humano es una relación, y eso significa, sobre todo, que
implica siempre mucho más que el individuo. Cuando actúa, el individuo
no es un sujeto: es un actor.
Las líneas generales del libreto se nos proporcionan escritas por
nuestra cultura. Cada escenario tiene aparejados un argumento (un
―relato‖) y unos papeles, y nuestro margen de maniobra, una vez
establecidos uno y otros, es relativamente limitado. Sin embargo, existe, y,
como señaló el gran teórico de la dramaturgia social Erving Goffman149,
eso es precisamente lo que hace la vida humana entre los otros tan
rabiosamente enmarañada… e interesante. En este capítulo vamos a
exponer el concepto dramatúrgico de la vida social humana, ya que nos
aportará significativos elementos para profundizar en el carácter
interactivo de la envidia.
73
La metáfora de la vida como un escenario y los individuos como
actores se remonta quizá hasta el propio origen del teatro en Grecia; no
debe ser casual, como señala R. Park, que la palabra persona, que en el
teatro griego designaba las máscaras de los actores, haya acabado
refiriéndose a los seres humanos: ―es un reconocimiento del hecho de que,
más o menos conscientemente, siempre y por doquier, cada uno de
nosotros desempeña un rol... Es en estos roles donde nos conocemos
mutuamente; es en estos roles donde nos conocemos a nosotros mismos…
En cierto sentido, y en la medida en que esta máscara representa el
concepto que nos hemos formado de nosotros mismos —el rol de acuerdo
con el cual nos esforzamos por vivir—, esta máscara es nuestro ‗sí mismo‘
más verdadero, el yo que quisiéramos ser… Venimos al mundo como
individuos, logramos un carácter y llegamos a ser personas.‖150 El mérito
de Goffman fue utilizar esa imagen teatral para describir la complejidad
de las relaciones humanas, siguiendo la tradición de la teoría del rol y,
más en concreto, del interaccionismo social.
Estas corrientes teóricas se gestan desde comienzos del siglo XX en
aportaciones procedentes tanto de la sociología como de la psicología. En
general, utilizan el concepto de estatus en un sentido más amplio del que
proponíamos más arriba al referirnos al valor, aludiendo a la posición —
no solo jerárquica, pero también— que ocupa la persona en los distintos
ámbitos sociales en que se desenvuelve, ubicación que condiciona sus
relaciones y en general sus conductas151. En el ámbito familiar, una
persona ocupa el estatus de padre; en el ámbito laboral, de empleado; en
su grupo de amigos, de líder. Se postula así la complejidad de los papeles
que un individuo puede jugar en función de sus diversos ámbitos, papeles
que se diferencian unos de otros pero que a la vez se articulan entre sí en
un sistema, el sí mismo o yo, que constituye el sustrato de la identidad.
El concepto de sí mismo o autoconcepto resulta central en esta línea
teórica. William James ya señaló esta capacidad humana de disociación
interna entre el conocedor (―yo‖) y lo conocido (―mí‖). Charles Cooley
contribuyó con su noción del sí mismo espejo, enfatizando el peso de lo que
creemos que los demás piensan de nosotros en nuestro concepto de
nosotros mismos. George Mead profundizaría en esta idea de
construcción social del sí mismo, que considera fruto de la experiencia y la
acción sociales, a través de actividades simbólicas entre las que destacan el
juego y el lenguaje. En el juego, por ejemplo, el niño explora las actitudes
de los otros hacia él, y utiliza esos elementos para ir perfilando la imagen
74
de sí. ―El individuo se experimenta a sí mismo como tal, no directa sino
indirectamente, desde los puntos de vista particulares de otros individuos
miembros del mismo grupo, o desde el punto de vista generalizado del
grupo social al que pertenece‖152. Robert Merton enriqueció estos
principios desarrollando el concepto de individuo o grupo de referencia: cada
uno de nosotros ―trata de aproximarse al comportamiento y valores de ese
individuo en sus diversos roles‖153. Encontramos vivos ecos de estas
nociones, salvando las distancias, en la idea de Girard de deseo mimético
centrada en un mediador, y sin duda en la teoría de la comparación social
de Festinger.
Al ser atribuidos socialmente, los roles conllevan un conjunto de
prescripciones y normativas sobre lo que se espera que cada cual haga y
no haga en función de su rol. El rol equivaldría, pues, a un nicho en el
orden relacional establecido dentro de una determinada cultura, desde el
cual la persona realiza unos determinados desempeños y espera ser objeto
de otros según los roles de aquellos con los que se relaciona. Por poner un
ejemplo simple, del rol de padre se espera amor, protección,
responsabilidad; y a cambio el padre espera ser querido, respetado y hasta
excusado en otros desempeños. Cada grupo social dispone de mecanismos
de presión (recompensas y sanciones) con los que motiva a sus integrantes
a cumplir con los roles que se les atribuyen. En definitiva, la mayor parte
de lo que somos y hacemos al relacionarnos con los otros está prefijado
por estos guiones en los que nos hemos ido —y sobre todo se nos ha ido—
situando.
El individuo puede experimentar conflictos entre sus diversos roles154.
La mayoría de nosotros nos hemos acostumbrado a aislar nuestros roles,
ciñéndolos al ámbito que les corresponde y procurando que unos no
interfieran con otros. El severo directivo de empresa puede ser a la vez el
amable y divertido compañero en su grupo de amigos: le basta trasladarse
de contexto para cambiar su postura, su expresión, su actitud. Sin
embargo, esta disgregación de identidad resulta a veces difícil de sostener,
sobre todo cuando afecta a aspectos centrales del yo, como valores o
creencias, o cuando distintos roles se superponen en el tiempo y el
contexto. Por otra parte, ―una persona es un todo integrado y coherente y
no meramente una suma de un conjunto de roles departamentalizados‖155.
La persona puede entonces sentirse acorralada por unas contradicciones
que le resultan conflictivas. La teoría de la disonancia cognitiva de
Festinger, por ejemplo, recoge esta necesidad humana de congruencia.
Merton, por su parte, hizo una importante contribución al efecto que
75
pueden tener los conflictos entre individuo y contexto. Según él, una
cultura estructuralmente estable debería mostrar una integración
razonable entre las metas propuestas y los medios legítimos para
alcanzarlas; de lo contrario, esa cultura se encontraría en un estado
disfuncional que el autor denomina anomia, y que dará lugar a
comportamientos de retraimiento y rebelión.
Roles y personalidad se influyen mutuamente. Nuestra personalidad
puede predisponernos a determinados roles, y a la vez el ejercicio de los
roles puede infiltrarse en rasgos de la personalidad. En este intercambio se
perfila, de nuevo, la posibilidad de conflictos internos, si roles y
personalidad presentan elementos incongruentes.
77
construye también en función de ellos: de sus expectativas, de sus
necesidades, de sus propios roles. Puesto que el objetivo es ganar de la
audiencia una predisposición apropiada a los fines perseguidos por el
actor, este reconducirá continuamente su desempeño para que resulte
adecuado a su público. No actuamos del mismo modo ante nuestros hijos,
ante los compañeros de trabajo o ante un tribunal de oposiciones.
Realizar un desempeño conveniente y adecuado da mucho trabajo al
actor ante la audiencia. Pero, lo que resulta menos obvio, también ante sí
mismo, dado que el individuo compone su identidad a partir de sus
desempeños y de las expectativas de los demás.
78
11. Escenografía de la envidia
Seremos, yo el autor, en un instante, / tú el teatro, y el hombre el recitante.
Pedro Calderón de la Barca.159
79
sumido frente al envidiado. Cuando un actor acapara el valor social,
resulta creíble que el vecino sienta disminuido el propio, por una mera
distribución de fuerzas relativas. Del mismo modo que en una familia ―la
oveja negra‖ es el hijo al que se le reserva ese papel, tal vez por el hecho
de que otro hermano ha sido asimilado al papel de ―bueno‖ (proceso que
puede distinguirse palpablemente en cualquier grupo humano, por
ejemplo en un grupo escolar), el envidioso se ve constreñido a ser
envidioso, dada la correlación de fuerzas y valores en la que se encuentra
inmerso. Si Dios hubiese mostrado algo más de mano izquierda,
manifestándose, como haría un buen padre, tan complacido con las
ofrendas de Caín como con las de Abel, tal vez les hubiese ido mejor a los
dos.
82
tú vales mucho‖), o confesar su envidia dándole apariencia benigna (―Te
envidio, me gustaría ser capaz de organizarme tan bien como tú‖).
Todas estas estrategias tienen su contrapartida en el esfuerzo del
exitoso por dilucidar hasta qué punto los mensajes de su prójimo son
sinceros; no se trata tanto de efectuar un juicio moral, de decidir si el otro
es bueno o malo, como de esclarecer si merece confianza o conviene
prevenirse frente a él. Silver y Sabini, ya lo reseñamos, estiman probable la
atribución de envidia a alguien que haga demasiados aspavientos de
reafirmación personal, especialmente si los hace a costa de devaluar a
otro165. El antropólogo George Foster señala que muchas sociedades,
sobre todo campesinas, desconfían del halago, y ven en él una
probabilidad considerable de envidia166. Menciona una generosa colección
de ejemplos documentados: en Tzintzuntzan (México), los
comportamientos corteses suelen evitarse debido a que provocan
suspicacia; en la Grecia rural se manifiesta una prevención abierta ante
cualquier alabanza; en pueblos de Italia se responde a los cumplidos
negando cualquier mérito, y en Filipinas se insiste en que cualquier logro
ha sido solo cuestión de suerte; en algunos países árabes una madre
negará que su hijo sea atractivo o saludable. Foster nos recuerda que
también en la sociedad occidental los halagos son recibidos con
prevención, ya que, al insinuar el deseo de posesión por parte del
adulador, expresan una velada posibilidad de agresión; razón suficiente
para que la mayoría solamos responder a la alabanza quitándole
importancia o negando el mérito. En Abel Sánchez, Unamuno hace decir al
cínico Felipe Cuadrado: ―¿Contra quién va ese elogio?‖167
La clandestinidad le sirve al envidioso, por consiguiente, para reducir
al máximo las pérdidas sociales y los conflictos internos que pueda
causarle el hecho de envidiar. Otro recurso habitual frente a estos últimos
es convencerse de la injusticia del perjuicio recibido, de la mala intención
o el poco merecimiento del envidiado con respecto a su beneficio. Justificar
la envidia es una racionalización que alivia la disonancia interna del
individuo, presentándola ante sí mismo como una reacción razonable.
Salieri promete que jamás había envidiado a nadie antes de que Mozart le
hiciera sentirse humillado por Dios o el destino.
84
12. El rol del envidiado
Causemos, pues, envidia hasta donde nos sea posible. Voltaire.170
89
13. Hostilidad y conflicto
Entras en la pelea y no puedes salir, / estás flaco y sin fuerza y no puedes herir: /
ni la puedes vencer, ni puedes de ella huir. Arcipreste de Hita.181
90
su vertiente de envidia-deseo, donde son más explícitos. En ese caso, el
envidioso se ve estimulado a un esfuerzo por aproximarse a determinados
aspectos de su rival que considera valiosos, lo cual es para él un progreso.
En esa línea, el psicólogo Albert Bandura identificó la modalidad de
aprendizaje que llamó vicario, que se efectúa por mera observación e
imitación de otros184. Por otra parte, todo aprendizaje requiere una
motivación, y la emoción envidiosa no deja de ser un poderoso aliciente
para el cambio. De ahí que algunos teóricos asuman el carácter positivo
de la supuesta ―envidia benigna‖.
Pero también la llamada "envidia maliciosa" (lo que aquí preferíamos
llamar envidia-lucha), observada sin prejuicios, parece apuntar algunos
efectos benéficos para los individuos y los grupos. De entrada, como
vimos, le sirve al envidioso para defender, y eventualmente mejorar, su
estatus entre los demás, manteniendo paralelamente la integridad de su
autoconcepto. La envidia es una movilización de la persona para
preservar y promover su valor, psicológico y social, por lo que, como
todos los conflictos, siempre ofrece una oportunidad de evolución y de
aprendizaje. Por otro lado, cuando los bienes disponibles son escasos y
responden a una necesidad, no hay más remedio que rivalizar por ellos e
intentar apropiárselos.
La envidia de Salieri es comprensible y le impulsa a defender su
prestigio y su autoestima. Su problema es el carácter obsesivo y ofuscado
de su pasión, la incapacidad de traducir el conflicto en una actitud que le
favorezca. Salieri peca de exceso de fascinación, de fatalismo y de falta de
sentido práctico. En esto se revela como personaje romántico en estado
puro. En cuanto a Joaquín Monegro, la envidia le sirve de acicate para
convertirse en un buen médico e incluso escribir un tratado de medicina,
pero su obcecación neurótica le impide disfrutar de ello, porque no puede
hacer nada más que odiar: ―Y me sobrecogí de espanto al pensar en vivir
siempre para aborrecer siempre. Era el Infierno.‖185 Son el desafuero y la
ofuscación los que transforman la envidia en tortura.
Por fortuna, la mayoría de nosotros podemos aproximarnos a la
noción de conflicto de un modo menos sentimental y más pragmático que
los personajes de Pushkin y Unamuno. Sin embargo, estamos imbuidos de
otro exceso al que nos ha conducido el crudo mercantilismo: la
competitividad a ultranza, el impulso de superar a los demás a toda costa.
El afán de ganar nos convierte fácilmente en envidiosos compulsivos: el
hecho de que nuestra envidia sea instrumental, y no existencial como la de
Salieri y Monegro, no hace que nos resulte menos nociva o amenazante
91
que la suya. Debemos reconocer que a menudo tenemos en común con
ellos la falta de sentido del humor.
94
14. La envidia como lucha
Un coraje que jamás se rinde o cede:
¿Y qué otra cosa es no estar vencido? John Milton.195
96
Las célebres aportaciones del sociólogo Georg Simmel acerca del
fenómeno social de la lucha resultan muy oportunas en nuestro enfoque
de la envidia. Para este autor, la lucha es una forma de socialización, un
modo de pasar de la disociación a la unidad, o, mejor, un antagonismo
que persigue la unidad. En toda competencia hay un enorme poder
socializador: ―obliga al competidor a salir al encuentro del tercero, a
satisfacer sus gustos, a ligarse a él, a estudiar sus puntos fuertes y débiles
para adaptarse a ellos, a buscar o construir todos los puentes que pueden
vincular su propio ser y obra con el otro… La concentración de la
inteligencia en el querer, sentir y pensar del prójimo‖198.
Inevitablemente pensamos en la sugestión de Salieri por Mozart, en
su anhelo latente por incorporarlo a sí mismo mediante su destrucción. Por
otra parte, el antagonismo conlleva sus propias satisfacciones: ―Provoca
en nosotros el sentimiento de no estar completamente oprimidos; nos
permite adquirir conciencia de nuestra fuerza y proporciona así vivacidad
a ciertas relaciones que, sin esta compensación, en modo alguno
soportaríamos‖199. Salieri tiene que luchar para seguir siendo algo por sí
mismo, frente a la aplastante entidad de su rival.
Para Simmel, la hostilidad bien podría ser un instinto, una tendencia
de la naturaleza humana que nos predispone al antagonismo200. Lo que
solemos considerar su causa sería entonces solo un detonante, o incluso
un pretexto, como suele suceder con algunos animales, que cada cierto
tiempo ―buscan pelea‖ para calmar sus impulsos agresivos201. ―En las
culturas primitivas, la guerra constituye casi la única forma de contacto
con grupos extraños‖202, asevera Simmel. Odiar, entonces, constituiría una
actitud necesaria frente a los otros: es conveniente odiar al adversario con
el que hay que luchar, y luchar es a menudo un modo más de
relacionarse; tal vez el único de que disponemos en determinadas
circunstancias, como podría ser una insoportable ventaja del otro.
Podemos especular que nada habría complacido más a Salieri que
incorporar a Mozart a su círculo de amigos y colaboradores, ése en el que
supuestamente era tan feliz. Mozart, de hecho, le ofrece su amistad, si
bien lo hace desde un cómodo lugar preferente, desde la conciencia de que
su ―amigo‖ no constituye una amenaza para él. Aunque no lo reconozca,
Mozart se sabe superior a ese ―amigo‖: Pushkin no explicita este
importante detalle, porque en el fondo está demasiado interesado en el
tormento íntimo de Salieri, en su pathos personal, para señalar que lo que
está en juego es una transacción entre dos actores complementarios. Pero
al ignorar ese matiz cae en un cierto maniqueísmo y pasa por alto,
97
precisamente, uno de los elementos que hacen más doloroso el suplicio
del italiano: la humillación de que nuestro rival no solo nos venza, sino
que, por añadidura, pretenda que no le odiemos… o ni siquiera, por su
parte, se digne odiarnos, como expresa el lamento de Monegro: ―Y esta
idea de que ni siquiera pensasen en mí, de que no me odiaran,
torturábame aún más que lo otro. Ser odiado por él con un odio como el
que yo le tenía era algo, y podía haber sido mi salvación.‖203 El Amadeus
de Shaffer, en cambio, con sensibilidad más moderna, sí retrata una
rivalidad contundente entre ambos músicos, y vemos a Mozart declarar
abiertamente: ―¡Salieri, musicalmente, es un idiota!‖204
Simmel comparte la vieja opinión de que una actitud ofensiva puede
ser, en realidad, un modo de defenderse205: Si vis pacem, para bellum. Es
obvio que el envidioso se defiende atacando, o queriendo atacar, en un
confuso intercambio de papeles donde se pierde de vista quién es en
realidad la víctima y quién el verdugo. La misma ambivalencia, como
vimos más arriba, reina entre las relaciones de amor y odio: a menudo, el
uno empieza manifestándose en la forma del otro, y tal vez no se pueda
sostener una relación amistosa sin una saludable dosis de aversión:
―Cuando reina un ambiente de paz y afecto, la hostilidad constituye un
excelente medio para proteger y conservar la asociación‖206. Podría ser
que la envidia odiara porque no encuentra el modo de amar, o porque ése
es justamente su modo —desesperado— de amar. Pero Simmel también
admite otras funciones más sutiles del odio: a menudo nos permite ―echar
la culpa al otro‖, preservando la integridad de nuestro yo. Para la
sociedad, el envidioso es el malo; pero él siempre ve en su rival un cierto
grado de iniquidad y de merecimiento de mal. Salieri no solo está
convencido de que la presencia de Mozart le perjudica a él, sino que
además es un lastre para la humanidad entera; una muestra más de su
delirio, pero también un tipo de justificación que, de modos menos
extremos, todos usamos para legitimar nuestras envidias.
98
15. Escasez y competencia
Pármeno: ¡Así, así! A la vieja todo, porque venga cargada de mentiras como abeja
y a mí que me arrastren. Fernando de Rojas.207
103
chamán o ilol en la detección del maleficio y en los rituales adecuados
para contrarrestar sus efectos230.
Pero no hace falta acudir a comunidades remotas: en España,
nuestras abuelas aún rezaban oraciones para librar del mal de ojo, sobre
todo a los niños, y les untaban la frente con aceite (en esto eran más
pulcras que los antiguos griegos); y entre las hebras de ese revoltijo místico
posmoderno que se ha llamado new age se incorporan a menudo ―trabajos
de limpieza‖ contra otros ―trabajos‖ malintencionados. En nuestra
sociedad occidental, aparentemente tan descreída, hay quien aún pone sal
debajo de la cama, consulta a un curandero o entrega a un pae de santos
una botella de whisky —además de pagar un nutrido donativo— para que
aligere los sortilegios de sus enemigos. La envidia, una vez más, se nos
perfila agazapada entre inquietantes y primitivas sombras.
104
16. El dilema del envidioso
Amelia: Lo que sea de una será de todas. F. García Lorca231.
105
un margen de incertidumbre —ya que se ignora qué es lo que el otro
escogerá—.
El juego de suma cero más simple es el del reparto del pastel233. Uno
parte el pastel y el otro elige el trozo que se queda. Para el que corta el
pastel, la opción más lógica es cortar dos partes iguales, ya que de ese
modo se asegura el trozo más grande posible, dado que el otro querrá
también el más grande. Un principio tan sencillo podría estar en la base de
la importancia que las personas damos a la equidad como criterio de un
intercambio admisible y estable. En la envidia hay implícito un reclamo
de equidad; por supuesto, en ella protesta únicamente el que se ha
quedado con el trozo más pequeño.
Hasta aquí nos encontraríamos con una conducta que podría
considerarse ―racional‖ desde el punto de vista económico: la opción
elegida procura maximizar los beneficios para el sujeto. Sin embargo,
cuando las condiciones de los juegos se complican empiezan a suceder
cosas que, a simple vista, parecen poco racionales. Uno de los
descubrimientos más interesantes de estas investigaciones es que, en
juegos de suma no cero (donde ambos podrían maximizar ganancias o
minimizar pérdidas), las personas solemos comportarnos con una
expectativa de suma cero, es decir, priorizando la desconfianza e
intentando minimizar el peligro de las pérdidas que el otro podría
infligirnos, aun cuando al hacerlo se perjudicara también a sí mismo en un
cierto grado.
El llamado dilema del prisionero234 nos proporciona un ejemplo de ello.
Ambos jugadores son presos aislados entre sí, y tienen dos opciones:
confesar o no confesar su culpabilidad. Pero las consecuencias de elegir
una u otra dependen también de lo que haga el otro prisionero:
Si ninguno de los dos confiesa, la pena será baja para ambos (en
una escala de 0 a 10, pongamos 4-4). Es lo que los economistas
llaman un óptimo de Pareto: una situación en la que ningún
participante puede mejorar su posición sin perjudicar al otro.
Si uno confiesa y el otro no, el que confiesa tendrá una pena
mínima, y el que no lo hace sufrirá la pena máxima (pongamos 2-
10); esta sería la estrategia ideal desde el punto de vista de cada
individuo, si no fuera porque
Si ambos confiesan, habrá una pena considerable para los dos
(aunque no máxima: 7-7). Los economistas lo llaman equilibrio de
Nash: minimiza las pérdidas de ambos, haga lo que haga el otro.
106
Es una especie de seguro contra la traición, porque, a cambio de
pagar un precio alto, evita la posibilidad de pagar el máximo.
Parece obvio que, dado que conocen las reglas del juego, ambos
participantes deberían colaborar, optando por no confesar y
beneficiándose así mutuamente. En cambio, los resultados observados
muestran una clara tendencia a confesar. En condiciones de
incertidumbre, parece que Nash gana a Pareto, tal vez por aquel refrán tan
conservador de ―más vale malo conocido‖. ¿Tememos que el otro no
coopere, con la esperanza de conseguir el mayor beneficio a costa nuestra?
¿Somos nosotros los que lo intentamos? ¿O más bien nos aseguramos de
que, ya que hay que pagar, no nos toque ser los que más pagan?
¿Qué sucede si la situación del dilema del prisionero se repite un
determinado número de veces (dilema del prisionero iterado)? Esto daría
pie a que cada uno pudiera ―premiar‖ las decisiones del otro que menos le
perjudicaran, y asimismo ―castigar‖ las contrarias. No olvidemos que
cada jugador tiene siempre la posibilidad de asegurarle al otro una pena
grande (confesando) o una pena pequeña (no confesando). ¿Podemos
pronosticar un tipo de comportamiento que maximice los beneficios de
ambos y que, por tanto, acabe por imponerse a la larga? La investigación
de R. Axelrod demostró que sí: la estrategia más estable parece ser el
"toma y daca" (tit for tat), que consiste en empezar colaborando —es decir,
no confesando— y, a partir de ahí, elegir lo mismo que haya escogido el
otro en la partida anterior.
¿Cuál es la virtud de esta decisión, si se sigue desconociendo lo que
hará el otro? Domínguez y García la expresan con claridad: ―El objetivo
es provocar la cooperación de la otra parte, para lo cual lo mejor es dejar
bien claro que responderemos a la cooperación cooperando y al fraude
defraudando.‖235 Así, cada una de las elecciones se convierte en un
mensaje para el otro, a la vez una invitación y un aviso: donde las dan las
toman. Al comportarnos de un modo aparentemente irracional (puesto
que nos puede costar una sanción elevada), estamos empujando a la otra
parte a cooperar según la opción más racional (que beneficie a ambos por
igual, aun a costa de perder un poco). Parece que, a medida que
disminuye la incertidumbre, Pareto va ganando puntos sobre Nash: se
abandona el equilibrio de mínimos y se va instituyendo otro equilibrio
que, aunque más arriesgado, ofrece un beneficio a cada individuo sin
perjudicar a los demás. De nuevo, la equidad se revela como el criterio
que a la larga resulta más conveniente.
107
Aunque al final hayamos regresado a la racionalidad, tampoco se
trata de magnificarla. Lo cierto es que en este juego no siempre se impone
la estrategia de toma y daca, y que, en la vida real, nuestras decisiones se
ven influidas por muchos elementos que no están contemplados en un
intercambio tan esquemático. Pero si se tiene en cuenta a muchos
jugadores, a lo largo de muchas partidas, parece que una estrategia
altruista se revela más útil para el individuo que una estrictamente
―egoísta‖. Robert Axelrod señala este resultado como una posible
explicación de que la competencia evolutiva haya dado lugar a conductas
altruistas, definidas por algunos como equivalentes a un intercambio
retardado, útil estrategia en condiciones de incertidumbre, donde uno no
sabe si mañana necesitará la ayuda de otro.236
Desde un punto de vista evolutivo, uno podría esperar que el
egoísmo fuese la actitud más favorable para medrar, y así es hasta cierto
punto. Sin embargo, el problema del egoísmo es que su exceso lo vuelve
contraproducente. Cuanto más egoísta sea una especie, y menos dada al
altruismo, más egoísmo puede esperar el sujeto de los demás individuos.
Un egoísmo excesivo provoca una lucha sin cuartel en la que todos
pueden salir perjudicados, y por tanto no parece una probable candidata a
estrategia evolutivamente estable. La conducta social es un tipo de
interacción en la que los egoísmos tienen que ser reprimidos para que el
grupo beneficie a todos. Trasladando este razonamiento a la envidia,
también esta tiene que contar con sus reglas y sus límites. El impulso a
apropiarse de los bienes de otro tiene que estar limitado, sobre todo
porque de lo contrario provocaría unas constantes y costosas disputas que
desgastarían a todos los contendientes. Kai Konrad argumenta, basándose
en experimentos con el dilema del prisionero, que altruismo y envidia
podrían haberse complementado en la evolución. Ninguno de los dos
tipos de interacción se sostiene a la larga por sí solo, pero un equilibrio
entre ambos se perfila como una estrategia evolutivamente estable. Por
eso el autor habla de una ―simbiosis‖ entre altruismo y envidia: el altruista
triunfa entre los envidiosos, y el envidioso gana ventaja entre altruistas237.
En la misma línea, psicólogos como Bernd Lahno insisten en que,
para sernos útil, la envidia debe ser moderada, es decir, debe estar dispuesta
a renunciar a algunos beneficios con el fin de cooperar. Una envidia
―razonable‖ tenderá a restablecer el equilibrio ante una ventaja
considerada injusta, basándose en el principio de equidad. La necesitamos
como mecanismo de detección y contención de oportunistas, y en este
108
sentido es útil, incluso necesaria. ―El sentimiento que aquí se presenta
solo exige equidad hasta un cierto grado, a saber, el grado en que cada
ventaja (desleal) de otra persona en comparación conmigo requiere una
compensación‖.238 La equidad no responde a criterios de satisfacción
absoluta, sino de equivalencia relativa: esto explicaría fenómenos
aparentemente irracionales, como la venganza o que la envidia persiga a
veces el perjuicio del otro aun a costa del propio perjuicio.
Así, la envidia sería una especie de garantía (probabilística) de que
las pérdidas globales no resultarán excesivas. Saber que existe la
posibilidad de envidia y de venganza hace más probable la predisposición
a compartir y a no abusar de otros. Pero solo una envidia moderada
impulsará a reclamar compensación por las ventajas unilaterales del
adversario y, a la vez, predispondrá a la cooperación y a asumir que el
adversario tenga por su parte el mismo derecho a equilibrar las propias
ventajas. Dicho en pocas palabras: solo una envidia moderada acepta la
equidad, puesto que la equidad implica necesariamente admitir un cierto
grado de pérdida (o, más bien, de no maximización de la ganancia).
Volviendo al dilema del prisionero iterado, uno tiene que estar dispuesto a
renunciar a la pena mínima para sí a cambio de que ambos se beneficien
de una pena baja (pero no mínima). Tal vez hayamos desarrollado ese
juez interior que llamamos conciencia para contener inclinaciones
asociales que, a la larga, nos perjudicarían.
109
17. Diferencias de valor
Diana: ¡Que aqueste amase a Marcela, / y que yo no tenga partes /
para que también me quiera! Lope de Vega239.
110
Cuando uno se esfuerza por conseguir dinero, en realidad lo que quiere
apropiarse es el valor social que se le atribuye, lo que quiere poseer es el
trabajo de las personas que simboliza. El dinero es un contrato por el cual
alguien ofrece lo que tiene de valor (sus posesiones, su trabajo, su
prevalencia en la jerarquía) a cambio del valor que ofrecen otros.
Intercambiar dinero es intercambiar esa predisposición ajena, que en el
sujeto poseedor del dinero se traduce en poder.
La esencia del dinero, la estructura que le confiere valor y por lo
tanto poder, es el intercambio: lo que alguien está dispuesto a ofrecer a
cambio de obtener otra cosa. Existen otros mecanismos de poder: por
ejemplo, la fuerza física o la belleza. Son cualidades que permiten a su
poseedor imponer su voluntad, obtener servicios de los otros, ganar
preeminencia en la jerarquía. Pero en estos mecanismos no hay
intercambio, obedecen a una mera imposición, a una fuerza bruta y
unidireccional que, para seguir siendo efectiva, tiene que mantenerse a sí
misma. Alguien que me apunta con un arma puede hacerme trabajar para
él, pero si lo que quiere es una colaboración estable tendrá que negociar
conmigo, tendrá que ofrecer un intercambio. El dinero es solo un
cuantificador, convencional y universal, del valor de intercambio que
puede ofrecer cada persona a las demás. El poder que otorga está en las
personas, en lo que cada cual ofrece, sea en forma de objetos o de
servicios. Claro que cuantos más objetos posea mayor será el valor de
intercambio que puedo ofrecer (y por tanto el poder de que dispongo),
pero solo porque existen otras personas que los desean y no los tienen:
―La evaluación de los otros es la que determina si se prefiere interactuar
con nosotros, aceptar nuestra oferta de cooperación e intercambio,
cumplir con nuestras peticiones, y ser influenciado por nuestro juicio y
comportamiento‖240. El valor de intercambio es el diferencial entre mi
abundancia y la abundancia del otro, o, visto desde el otro extremo, entre
mi grado de escasez y necesidad y el grado de escasez y necesidad de los
demás. Los objetos no tienen más valor que el que les atribuyen las
personas que los desean o los necesitan, tienen el valor del deseo y la
necesidad, que son atributos personales, no objetales.
116
18. Envidia y justicia
Pues si los demás nacieron, / ¿qué privilegios tuvieron / que yo no gocé jamás?
Pedro Calderón de la Barca247.
117
extrañar que su ostensible ausencia constituya uno de los más inmediatos
argumentos del ateísmo: solo un Dios miserable permitiría, por ejemplo,
el sufrimiento de los inocentes.
Ese reproche es el que subyace en la queja de Salieri, como en la de
tantos envidiosos: Dios o el destino están traicionando lo que justamente
nos correspondería por merecimiento249. A menudo, el fraude percibido es
doble, ya que se considera al afortunado indigno del don recibido:
Descartes habla de esta especie de envidia correctora que nosotros
llamaríamos más bien indignación250. La rebeldía estaría entonces
legitimada, y por eso Salieri le declara la guerra a Dios, aunque sería más
coherente, como expone A. Camus, renunciar a Dios y admitir el absurdo
mismo251. Todas las religiones se esfuerzan por corregir esa inquietante
contradicción que las traiciona: el católico cree en el juicio que al final de
los tiempos restituirá, a través de un burocrático sistema de premios y
castigos, la suerte de cada cual según sus méritos; la doctrina oriental del
karma trasluce la vieja confianza en que el propio orden de las cosas
provoca que cada uno acabe recibiendo el premio o la factura por lo que
hace. El antropocentrismo perdura dramáticamente en esta ingenua
expectación de que el cosmos deba regirse por un reglamento, como si se
tratara de un gigantesco círculo social.
La idea de justicia, por su parte, solo cobra sentido en un contexto
social regido por unas reglas que se basan en el pacto. Se supone, en tal
caso, que la sociedad consiste en un compromiso entre individuos que
renuncian a parte de su libertad a cambio de que se les retribuya de algún
modo. Las nociones de intercambio y de equidad parecen fundamentar
manifiestamente esta expectativa, que tiene también algo de creencia, pero
que sobre todo responde a la propia lógica de la vida en común. Dentro
del contrato social tiene pleno sentido el principio de do ut des, esperar en
justa compensación según lo que uno haya puesto. De ahí que la envidia a
una ventaja que consideramos merecida resulte más hiriente que cuando
puede atribuirse al mero azar: ―¡Qué suerte ha tenido!‖ nos deja
indemnes, pero el que recibe por lo mucho que ha invertido evidencia lo
poco que hemos puesto nosotros, o lo mal que lo hemos hecho; en
definitiva, nuestro menor merecimiento. Hay que odiar mucho, como
Salieri, para librarse de esa dolorosa responsabilidad.
Conviene subrayar que ―lo justo‖ no tiene por qué remitir a una
igualdad absoluta: de hecho, mucha gente considera justas determinadas
desigualdades consagradas por la cultura, por ejemplo las de las jerarquías
118
de estatus, poder o riqueza. Solo los rebeldes y los revolucionarios han
puesto en duda, a lo largo de la historia, estas desigualdades sancionadas
por la estructura social: es probable que a la mayoría de los esclavos no les
pareciera injusta su condición, ni a los siervos las diferencias en derechos
a las que les sometían sus señores. En la sociedad capitalista, pocos
cuestionan el derecho a enriquecerse con la propia iniciativa, aunque esta
conlleve el expolio de otros.
Pero las mismas reglas que consagran la desigualdad son puntillosas
con las equidades. Un trabajador admitirá sin conflicto que sus jefes
cobren un sueldo astronómico, pero no aceptará una pequeña diferencia
frente a otro trabajador de su mismo rango. Los niños son especialmente
transparentes en esta noción, y protestarán a sus padres o a sus maestros
ante el más mínimo trato de preferencia. ―No es justo que a él le dejes
hacer tal cosa y a mí no‖, plantean con razón —aunque con una razón
muy elemental, incapaz aún de tener en cuenta posibles diferencias, más
sutiles, en las características de cada cual—. Una situación así despertará
inmediatamente celos y envidias, como señalaba Freud, para quien la
familia era el ámbito primario de aprendizaje de la envidia252.
Ya hemos destacado hasta qué punto vivir en sociedad conlleva una
perpetua vigilancia de unos a otros, una mirada que, además de rastrear
oportunidades y amenazas, nos compara con los próximos
incesantemente, susceptible al menor rastro de divergencia. Sin embargo,
¿es la pretensión de justicia lo que subyace a esta comparación, o más bien
la injusticia constituye un concepto abstracto que hemos inventado para
referirnos a una diferencia ilegítima desde el punto de vista de las reglas
sociales? Dicho de otro modo: ¿buscamos justicia o más bien satisfacción,
y solo echamos mano de la idea de injusticia cuando nos consideramos
perjudicados? Pocos cuestionan que sea justa una ventaja, cuando la
disfrutan ellos. ¿Cuántas veces no usamos la justicia como arma
arrojadiza en nuestro conflicto de intereses con otros?
Es cierto que muchos nos esforzamos por establecer una ética
coherente, que delimite la frontera entre lo justo y lo injusto de un modo
objetivo, al margen de nuestros intereses ocasionales. Pero esto es así
porque necesitamos un código moral que confiera estabilidad a nuestras
evaluaciones de la conducta propia y la de los demás. Las reglas morales
resultan imprescindibles como recurso para mantener un orden social,
pero su función es legitimarlo, no crearlo; la moralidad, en contra de lo
que pueda parecer, no precede a la estructura social, sino que emana de
ella. Una vez establecida, por costumbre o por imposición, será
119
apuntalada, en el mejor de los casos, mediante argumentos racionales, y
en el peor acudiendo al ejercicio de la fuerza o a entidades sobrehumanas
como los dioses.
127
19. La envidia en los grupos
…En este maldito pueblo sin río, pueblo de pozos, donde siempre se bebe el agua con el
miedo de que esté envenenada. F. García Lorca.272
129
Ya comentábamos algunas de las aportaciones de la antropología
sobre la presencia de envidia en pequeñas comunidades. Como describe
Foster, en un contexto grupal, el esfuerzo del envidioso se centra, por una
parte, en ocultar su envidia, borrando todos los indicios que pudieran
revelarla y predisponer así a los demás en contra suya. En segundo lugar,
el envidioso puede buscar maneras de perjudicar a su rival, que irían desde
la lucha abierta o la damnificación directa a recursos más sutiles y
simbólicos como la magia negra, el chismorreo, la incorporación de
cómplices, el vacío social… También hemos señalado que a veces la
comunidad favorece actos colectivos en los que se pueden expresar de una
manera controlada la competitividad y el conflicto.
Garay y Móri proponen una curiosa manera de perjudicar al
envidiado, que demuestra lo rebuscada y fascinante que puede resultar la
sociabilidad humana. La llaman ―estrategia de Clitemnestra‖, en alusión a
la mujer de Agamenón que, en el drama de Esquilo, provocó
deliberadamente la ira de los dioses ofreciendo a su marido honores
excesivos para un humano. Igual que Clitemnestra, se ha demostrado que
hay personas que consiguen atraer sobre otras la saña de los envidiosos
haciendo más aparente la ventaja de estos, por ejemplo colaborando en su
éxito o alabándolos en público. Hay favores que traen su propio veneno276.
Ya hablamos también de las actitudes del envidiado. Siguiendo a
Foster, existe una ambivalencia entre la satisfacción frente a una envidia
moderada, que no deja de ser señal de prestigio y triunfo, y el temor a
sufrir perjuicios por parte de los envidiosos. Casi todas las culturas
cuentan con recursos similares para apaciguar o compensar los efectos
nocivos de la envidia, basados en la cortesía, el regalo y prácticas de
redistribución de bienes, así como sortilegios de tipo mágico como los
explicados con respecto al mal de ojo. La propia limosna, tradición
alabada por tantas religiones como acto compasivo, puede tener por
objeto reducir la envidia de los que están peor que nosotros; uno piensa
inevitablemente en los clubs de señoritas acomodadas que dedican ratos
libres a ofrecer caridad a los menesterosos, o en los lotes de Navidad que
los empresarios solían regalar a sus empleados (actualmente, el
neoliberalismo salvaje ha prescindido incluso de estas formas
rudimentarias de redistribución). Otra estrategia complementaria señalada
por Foster es lo que llama la encapsulación, que consiste en
institucionalizar la separación entre grupos. El establecimiento de castas o
estamentos, como sucede con los brahmanes hindúes, suele estar
sancionado por las creencias, y permite a los sectores privilegiados
130
mantener una distancia lo bastante radical como para privar a los demás
del espectáculo de sus ventajas, y favorecer que estas parezcan fuera del
alcance de posibles aspirantes. La ilusión de una diferencia de calidad
disfraza lo que no es más que un desequilibrio distributivo de la
cantidad277.
Un elemento cultural importante, que no podemos dejar de
comentar, es la consideración prácticamente universal de la envidia como
una actitud censurable. Resulta verosímil que este reproche moral al
envidioso haya sido promovido por las jerarquías dominantes, como un
recurso más para controlar y reprimir sus posibles actos díscolos con
respecto al status quo. Las religiones han ejercido un papel esencial como
instrumentos de regulación e inculcación de valores, favoreciendo la
interiorización de tabúes contrarios a la rebeldía social. La Iglesia católica,
al menos desde Gregorio Magno (siglo VI) inventarió la envidia como
pecado capital, es decir, de enorme gravedad puesto que es causa de
muchos otros pecados.
Pero no solo los privilegiados están interesados en el control de la
envidia. Foster menciona hasta qué punto los conflictos de envidia
podrían perturbar la estabilidad de las pequeñas comunidades, y lo
considera una razón para que hayan tenido que canalizarla de modo
simbólico y reglamentado. Sin embargo, en la vertiente opuesta de esta
demonización de la envidia, debemos insistir en su fuerte vínculo con la
sociabilidad. La envidia cobra sentido y muestra su eficacia en este meollo
central de lo humano que es el impulso a agruparse y asociarse: por su
tendencia a la imitación, favorece la rápida extensión de las innovaciones;
por su efecto vigilante, atenúa y a menudo orienta los impulsos a
competir. Ya vimos que Freud hablaba del ―espíritu de grupo‖ como un
compromiso de equidad gestado desde la envidia, idea reafirmada por
Schoeck. La antropóloga Christiane Bougerol opina que, al homogeneizar
los deseos y las necesidades, la envidia favorece la articulación de los
grupos278. También hemos discutido las propuestas de que la envidia pone
límite al exceso de poder y favorece el igualitarismo; si bien
considerábamos problemático este papel en grandes sociedades, parece
apropiado aplicarlo a los pequeños grupos en los que vivieron nuestros
antepasados durante miles de años. Para el profesor de economía Phillip
Grossman, nuestra naturaleza envidiosa ―puede ayudar a explicar por qué
los humanos son comparativamente menos jerárquicos que otras especies
de primates, más propensos al igualitarismo y a rebelarse contra los que
tienen más de su ‗justa‘ parte‖279. Ya hemos visto que el temor a la envidia
131
puede fomentar la cortesía y ser un estímulo para compartir y repartir. De
hecho, uno de sus efectos favorecedores de la sociabilidad es posponer la
resolución del conflicto, dilatarla en el tiempo, atenuando la amenaza
para el grupo de que un exceso de lucha ponga en peligro la cooperación.
―La envidia sirve de lubricante social y fomenta la cohesión‖, postula el
psicólogo N. Van de Ven, confirmando con resultados empíricos cómo el
posible envidiado tiende a mostrarse más predispuesto a colaborar con los
demás (conducta prosocial). Van de Ven menciona un estudio
antropológico de R. Firth en Polinesia, donde si un pescador tiene más
suerte que los demás les entrega toda su captura; es lo que llaman
compartir te pi o te kaimea, para ―apaciguar la envidia‖.280 En definitiva,
tiene sentido que, como leemos en la Biblia, nadie sea profeta en su tierra:
son precisamente nuestros paisanos los que no pueden tolerar que nos
demarquemos demasiado del rebaño.
Se juzgará indeseable el hecho de que la envidia logre estos efectos de
cohesión en los grupos mediante un clima de conflicto permanente, sea
latente o explícito; pero, dado que el conflicto resulta inevitable, al menos
una envidia moderada lo encauza e incluso lo contiene: en definitiva, lo
humaniza. No olvidemos que la envidia, como todo conflicto, crea
intensos vínculos, en los que la rivalidad se mezcla con la fascinación, y la
animosidad con la admiración. Podemos esperar que la misma presión
evolutiva que seleccionó a los más colaboradores, impusiera a la vez a
quienes disponían de medios para asegurarse la colaboración y la
reciprocidad de los demás281. Recordemos la teoría de juegos: si la fuerza
de la tribu se basa en la cooperación de todos, es comprensible que existan
mecanismos para detectar a los tramposos, a fin de persuadirles para que
cambien su actitud. Catherine Lutz, por ejemplo, en su estudio sobre los
ifaluk, habla del song, una especie de indignación colectiva dirigida contra
el que muestra conductas antisociales (por ejemplo, apropiándose más de
lo debido)282. El novelista Aksel Sandemose inventó la ―ley de Jante‖, en
la que condensa la actitud típica de los pueblos escandinavos, que valoran
la igualdad y consideran la humildad una virtud: nunca está justificado
que alguien se considere más que los otros283. Nietzsche, como sabemos,
veía en estas costumbres una presión del débil contra el fuerte: ―Si
observamos los trasfondos de las familias, las corporaciones y las
comunidades, descubriremos en todos ellos la lucha de los enfermos
contra los sanos, una lucha silenciosa, emprendida a veces con pequeños
venenos, con alfilerazos, con un fingido aire de resignados, pero en
ocasiones también con ese fariseísmo de enfermo que recurre a los gestos
132
estruendosos y al que le encanta representar el papel de ‗noblemente
indignado‘‖284; pero el filósofo del superhombre no tuvo en cuenta que
para el pequeño grupo lo prioritario es la armonía colectiva, y en cambio
lo individual, comúnmente, representa más bien una fuente de problemas.
Así pues, como explica el antropólogo Marvin Harris, el principio
que sostiene la colaboración en las comunidades pequeñas es la
reciprocidad: ―Con 50 personas por banda o 150 por aldea, todo el mundo
se conocía íntimamente, y así los lazos del intercambio recíproco
vinculaban a la gente. La gente ofrecía porque esperaba recibir y recibía
porque esperaba ofrecer… Los individuos que estaban de suerte un día, al
día siguiente necesitaban pedir. Así, la mejor manera de asegurarse contra
el inevitable día adverso consistía en ser generoso‖285. Pero para que la
reciprocidad sea efectiva debe controlar minuciosamente su
cumplimiento; y la envidia es una fiel garante de la reciprocidad. Se ha
sugerido, incluso, que la necesidad de ese control de reciprocidad en los
grupos igualitarios o poco jerarquizados podría ser una de las causas de su
división cuando se hace inviable debido a un número excesivo de
integrantes, como en el caso de las colonias de huteritas, mencionado por
Stroup y Baden. Los huteritas pertenecen a la familia de los anabaptistas,
la misma de los amish y los menonitas. Les distingue su ideal pacifista y la
comunidad de bienes. El límite de miembros de un grupo huterita es,
como el que propone Harris, el mágico número de 150; cuando alcanzan
esa cantidad, se dividen en dos grupos. ¿Podría ser porque ya son
demasiados para conocerse y controlarse personalmente?286
Harris se basa en este igualitarismo de las sociedades sencillas de
bandas y aldeas para opinar que la tendencia a formar grupos jerárquicos
y a acaparar prestigio no es innata en nuestra especie. Sin embargo, podría
suceder, como con tantos otros ―instintos‖, que una tendencia innata se
viera regulada por la cultura, y se manifestara o no dependiendo de esta:
las jerarquías están presentes en casi todos los mamíferos sociales (donde
el liderazgo lo ejercen los machos y hembras alfa), y en la inmensa
mayoría de las sociedades humanas. Con el tiempo, a menudo sucede que
en las sociedades igualitarias los liderazgos se institucionalizan,
sustituyendo la reciprocidad por la redistribución: el acaparamiento de
recursos por parte de unos pocos es tolerado siempre que estos organicen
periódicamente grandes festines en los que, además de ganarse la simpatía
del resto, hacen ostentación de su poder y su riqueza, lo cual les sirve para
competir con otros ―grandes hombres‖ y establecer su grupo de acólitos.
Cabe especular que en estas sociedades protojerárquicas la envidia ya no
133
juega tanto un papel colectivo de control sobre los que destacan como un
mecanismo de ajuste social del individuo. Harris menciona los ejemplos
de la ceremonia muminai, entre los siuais de las islas Salomón, y el bien
estudiado caso del potlatch entre los kwakiutl de Vancouver. El discurso
inaugural del potlatch era explícito en su intención de humillar a los
rivales y provocar su envidia: ―Soy el gran jefe que avergüenza a la
gente… Llevo la envidia a sus miradas‖287. Nuestra sociedad cuenta con
sus propias reminiscencias del potlatch, desde la boda de los hijos
celebrada por todo lo alto hasta la cena a la que un empresario boyante
invita a sus trabajadores. No hace tanto que algunos terratenientes
sufragaban festejos anuales a sus deudos; podemos verlo en películas
como Novecento, de Bernardo Bertolucci, o Bearn, de Jaime Chávarri.
138
20. ¿Qué suele hacer la gente con la envidia?
La acción libra del mal sentimiento, y es el mal sentimiento el que envenena el alma.
M. de Unamuno306.
148
Figura 8. Edvard Munch: La danza de la vida (1899-1900).
149
21. Conclusiones
Qué es la envidia
Porque el envidioso enclava unos ojos tristazos y encapotados, en la persona de quien
tiene embidia, y le mira como dizen de mal ojo. Sebastián de Covarrubias343.
150
nuestro propio bien por el bien ajeno‖348, porque, en lugar de evaluarlo
según su valor intrínseco, lo hacemos por comparación.
También los psicólogos y pensadores contemporáneos tienden a
remarcar, bien los sentimientos relacionados con la tristeza, bien los
implicados en el odio. Los primeros la caracterizan como incomodidad
(Sullivan), aflicción (Cohen), dolor o sufrimiento [pain] (D‘Arms)…349.
Los segundos se decantan más hacia su vertiente de resentimiento (G.
Clanton), sentimiento de cólera (Melanie Klein), propensión a mirar con
hostilidad (Rawls) o actitud negativa (Ben Ze‘ev)350. Pero parece haber un
consenso cada vez mayor en incluir ambas dimensiones. Unos
especialistas de la talla de Hill y Buss la definen como ―mezcla
subjetivamente desagradable de descontento y hostilidad‖, y Smith,
siguiendo a Parrott, habla de una ―emoción desagradable, a menudo
dolorosa, caracterizada por sentimientos de inferioridad, hostilidad y
resentimiento, producidos por la conciencia de que otra persona o grupo
de personas disfrutan de un bien deseado‖. Jeremy Celse nos recuerda que
en la envidia se aúnan, por un lado, insatisfacción y reacciones depresivas,
y por otro hostilidad351.
Un pequeño grupo de autores destacan, por su parte, lo que la
envidia tiene de deseo: Parrott y Smith la plantean directamente como un
deseo de apropiación del bien del otro o de que lo pierda. María
Zambrano ofrece la definición más breve, y una de las más impactantes:
―Avidez de lo otro‖; perspectiva que nos recuerda la teoría mimética de
Girard, para quien la envidia aparecería como un conflicto inevitable
cuando la incorporación de los deseos del otro hace que ambos deseemos
lo mismo352. Finalmente encontramos algunas conceptualizaciones que
enfatizan la complejidad del universo emocional envidioso: Alberoni la
califica de ―nebulosa de experiencias emotivas‖, La Caze la considera un
―complejo de sentimientos‖, D‘Arms la califica de ―síndrome‖ y el
psicoanalista Nicolás Caparrós habla de ―compositum afectivo… que
presupone el interjuego estructurado de una serie de emociones más
fundamentales‖353.
Así, desde el punto de vista emocional, la envidia parece implicar un
movimiento defensivo o de repliegue (con sentimientos de dolor, inquietud,
ofensa, disgusto, padecimiento, frustración, vergüenza, culpa...) y un
movimiento expansivo y de reafirmación (en el que predominarían la
hostilidad, el odio, la rabia, el resentimiento…, pero también el deseo). En
realidad, como hemos ido viendo a lo largo de este ensayo, ambas
actitudes son dos caras de la misma moneda emocional, y cabe
151
considerarlas simultáneas. El envidioso se predispone hostilmente contra
el envidiado porque la superioridad de este le provoca un fuerte malestar
—al tiempo que una intensa atracción—. Ya vimos que Salieri exhibe con
claridad ambas emociones.
152
Por qué envidiamos
Cuantas hoy son nacidas, que de ella tengan noticia, se maldicen, querellan a Dios
porque no se acordó de ellas cuando a esta mi señora hizo. Consumen sus vidas, comen sus
carnes con envidia, danles siempre crudos martirios, pensando con artificio igualar con la
perfección, que sin trabajo dotó a ella natura. Fernando de Rojas355.
153
Sin negar la existencia de este procesamiento evaluativo, la
inmediatez de la respuesta envidiosa —vinculada a reacciones tan
primitivas como el miedo o la ira— parece apuntar a mecanismos
elementales del sustrato biológico que nos predisponen a prevenirnos
inmediatamente ante cualquier diferencia (lo que se ha llamado aversión a
la desigualdad), sobre todo cuando se ven afectados recursos esenciales y
escasos362. Como Mandeville y Spinoza, son muchos los teóricos que
consideran la envidia universal e innata.
Pero, más allá de la predisposición biológica, la envidia se construye
socialmente en forma de interacción, y se basa en la estructuración de un
sistema de elementos sociales que va más allá del mero individuo; el
envidioso actúa como tal dentro de un escenario que le reserva
determinados papeles, en cierto modo envidia porque es lo que le
corresponde, dado el rol que ocupa entre los otros; un rol en buena parte
adquirido por aprendizaje. Por consiguiente, parece que la envidia se
desarrolla en distintos niveles superpuestos: el biológico, el cognitivo-
emocional y el sociocultural. Una vez más se nos presenta como un
fenómeno complejo y poliédrico, que hunde sus raíces más allá de la
consciencia y desde luego de la voluntad.
155
Alcibíades, en una famosa escena de El banquete de Platón, atribuía a
Sócrates —con envidia, según Lacan—368.
Envidiaríamos, pues, por un empacho de amor, pero, ¿por qué
destruir eso que amamos tanto? Según la opinión más extendida en el
Psicoanálisis, precisamente para conjurar el dolor de no poder hacerlo
nuestro. Algo externo acapara la maravilla y contraviene nuestras
fantasías de omnipotencia; por eso, en lugar de honrarlo con nuestra
gratitud, nos empeñamos en destruirlo. Esta ambivalencia de amores,
odios y culpas, proyectada en el otro, lo convierte en amenazante y
persecutorio. De ahí que además, según Lacan, intentemos llenar el vacío
del ser con el tener. Para Paniagua, la envidia es un mecanismo de
defensa: odiamos al otro para no odiarnos a nosotros mismos por ser
inferiores a él369. Todas parecen brillantes intuiciones, pero el conjunto
resulta más bien confuso.
Resulta llamativo el paralelismo de las explicaciones psicoanalíticas
con las ideas de Nietzsche, para quien la envidia era resultado directo de
una inferioridad resentida: el débil envidia al fuerte para destruir una
fortaleza que no puede alcanzar. Algo parecido escribe José Ingenieros: la
incapacidad de crear empuja a destruir. Y Max Scheler hace suya esta
idea de que la envidia emana de la impotencia370. Frente a estos
postulados, ya hemos defendido que el envidioso es el que se rebela contra
la impotencia, el que no ha renunciado, el que deja la contienda pendiente
y se mantiene, como los urogallos rojos, a la espera de su oportunidad.
¿No es entonces su lucha, a su manera, una fortaleza? ¿No es un modo de
crear? Russell, después de denostarla, acaba admitiendo: ―La envidia, por
mala que sea y por terribles que sean sus efectos, no es algo totalmente
diabólico. En parte, es la manifestación de un dolor heroico, el dolor de
los que caminan a ciegas por la noche, puede que hacia un refugio mejor,
puede que hacia la muerte y la destrucción.‖371
156
Qué envidiamos
Te burlas de ese Dante, pero tú no podrías escribir versos tan hermosos para mí.
Marcel Schwob372.
157
vecinos. El temor a tales rivalidades, como ya mencionamos, puede
canalizarse simbólicamente a través de creencias como el mal de ojo, y sus
correspondientes prácticas apotropaicas.
En resumen,
160
La envidia se interesa por las diferencias entre las personas. Por consiguiente,
la posesión por parte de otro de cualquier objeto o cualidad que le confiera una
ventaja en valor social a ojos del envidioso, puede actuar como motivo de envidia.
Susceptibilidad a la envidia
Los celos y la envidia —hermana suya— me parecen los peores de los vicios. De la última no
puedo hablar, porque es pasión que, aunque se pinte tan grande y potente,
no ejerce efecto sobre mí. Montaigne.387
Efecto de relevancia
Sempronio: Harto mal es tener la voluntad en un solo lugar cautiva. F. de Rojas389.
161
refiera a un aspecto que nos resulte importante ha sido destacado por
muchos teóricos390. ―Yo, que hasta ahora lo he apostado todo para ser
psicólogo, me siento mortificado si otros tienen muchos más
conocimientos de psicología que yo, pero me jacto alegremente del más
absoluto desconocimiento del griego‖, confiesa W. James391.
Las personas basamos nuestro valor social y nuestra autoestima en
determinados dominios con los que nos identificamos y en los que nos
sentimos competentes. Es comprensible que una amenaza al valor en esos
dominios nos afecte más que una ventaja ajena en otros en los que no nos
sentimos comprometidos. Para Salieri su valor y su autoestima se
sustentaban en ser un gran músico, no un pintor o un filósofo; por eso le
obsesionaba el genio de Mozart y no el de Rubens o el de Kant:
sencillamente, por grandes que sean, no son sus rivales, no están
compitiendo por lo mismo. Tesser ha demostrado cómo podemos
compartir la alegría del triunfo de alguien cercano siempre que su ámbito
no nos concierna392.
Sin embargo, un principio que parece tan de sentido común presenta
también importantes matices. ¿Qué es lo que hace significativo un
dominio para el valor social y la autoestima? En parte la elección del
sujeto, pero, en una porción no menor, los valores predominantes en la
propia sociedad. Tiene sentido que Salieri eligiera la música si quería fama
y reconocimiento, pero habría sido absurdo que se hiciera pastelero —a
pesar de su debilidad por los pasteles, al menos en la obra de Shaffer—.
De ahí que incluyamos este efecto entre los factores modulados por el
contexto social. Relacionado con ello, Girard nos recordaría que los
deseos son compartidos, y muchos de ellos surgen de la pura mimesis.
Podemos comprobarlo palpablemente en los niños: basta que uno tenga
cromos de una colección para que los demás quieran tenerlos también.
Los adultos no somos muy diferentes: ¡cuántas veces le hemos atribuido
valor a algo que nos pasaba desapercibido, simplemente porque otro se lo
daba! Los líderes de los grupos marcan las pautas del estilo de sus
integrantes. La envidia, lo hemos dicho, es siempre hija del deseo, y a
menudo también su madre.
Por lo tanto, podemos afirmar que la envidia será tanto más probable
cuanto más vinculado esté su objeto a dominios que puedan afectar al estatus o a la
autoestima del sujeto, siempre teniendo en cuenta que esa relevancia de
dominio se construye socialmente.
162
Efecto de proximidad
Por la privança et bienandança que aquel su privado había, otros privados daquel rey
habían dél muy grant envidia et trabajábanse del' buscar mal con el rey su señor.
Don Juan Manuel.393
163
que también ahí está el desencuentro y por la misma razón. Como
explicaba Simmel, casi todos los conflictos cotidianos que nos afectan
profundamente tienen lugar con la pareja, los hijos, los amigos, los
vecinos, los compañeros de trabajo…, sencillamente porque son estas
personas las que están presentes y las que nos resultan significativas, y es
con ellas con las que nos jugamos la mayoría de nuestras satisfacciones o
frustraciones400. Varias historias bíblicas nos proveen de ejemplos de la
envidia entre hermanos: Caín y Abel, Esaú y Jacob, José... Recordemos
los sangrientos rituales de algunas culturas para atenuar la envidia de los
primogénitos. La novela Abel Sánchez, de Unamuno, retrata la envidia
incrustada en una amistad que dura toda la vida: ―Vivieron y se hicieron
juntos amigos desde nacimiento, casi más bien hermanos de crianza‖401.
Salieri no se interesó por Mozart mientras este permaneció en Salzburgo,
lejos de su santuario en la corte del emperador. Pushkin incluso nos los
muestra como amigos, que comparten juergas e intimidades, haciéndonos
pensar en esa ironía del destino que hace que nuestros mayores éxitos
suelan traer aparejados nuestros más incómodos rivales.
Resumiendo: La envidia será tanto más probable cuantas más ocasiones
tenga el sujeto de interaccionar con otro, ya que eso hace al otro más significativo y
aumenta la probabilidad de que en algún momento la interacción implique una
desventaja.
Efecto de semejanza
Un artista no soporta la gloria de otro, y menos si es su propio hijo o su hermano.
Antes la de un extraño. Unamuno.402
164
Para Aristóteles, este era uno de los factores centrales de la envidia,
hasta el punto de considerarlo definitorio: ―Envidiamos, pues, a quienes
son semejantes a nosotros o lo parecen‖. Por eso, la envidia se inspira en
una diferencia moderada, que no llegue tan lejos como para considerar al
otro inalcanzable: no se rivaliza con ―aquellos que en nuestra opinión o en
la de otros quedan muy por debajo de nosotros o muy por encima‖. Nos
recuerda que ya Hesíodo planteaba este principio: ―El vecino envidia al
vecino que se apresura a la riqueza…, el alfarero tiene inquina del alfarero
y el artesano del artesano, el pobre está celoso del pobre…‖. Valga añadir
la buena consideración que a Hesíodo le merecía la envidia —o la diosa
Discordia—, la cual le parecía ―útil para los hombres‖, ya que ―estimula al
trabajo incluso al holgazán‖406. Este pragmatismo al juzgar los vicios
habría hecho las delicias de Mandeville.
Bacon también destaca la importancia de la semejanza en la envidia,
y lo explica relacionándola acertadamente con la tendencia humana a la
comparación: solo tiene sentido envidiar a alguien comparable, y por eso
―los reyes no son envidiados sino por los reyes‖. Para Spinoza, ―nadie
envidia por su virtud a alguien que no sea su igual…, cuya naturaleza
supone ser la misma que la suya‖. Vives, aun admitiendo el principio de
modo general, añade el matiz de que ―tampoco es la verdad, sino la
apreciación y el juicio de cada cual, quien mide aquella semejanza o
diferencia‖, por lo que nuestra evaluación equivocada podría llevarnos a
considerarnos comparables a alguien muy superior: ―sabemos de uno que
sin haber apenas pasado de los primeros rudimentos de la instrucción, se
vanagloriaba de no ser inferior en erudición a Tomás Moro ni a Erasmo
de Rotterdam.‖407
Como es obvio, no todos los rasgos de los demás tienen a nuestros
ojos la misma importancia a la hora de considerarnos sus iguales.
―Entendemos aquí por iguales y semejantes a los que lo son ante la
comparación de algún bien determinado‖408, escribe Vives, hay que
suponer según el punto de vista del envidioso. De hecho, podemos esperar
que los rasgos principales que determinan que nos sintamos equiparables a
los otros consistan en aquellos que así son reconocidos socialmente:
pertenecer a un nivel socioeconómico similar, a una categoría próxima en
el oficio (como los duelistas de Conrad, Yago y Otelo en la tragedia de
Shakespeare, Billy Budd y Claggart en el relato de Melville…), y, por
supuesto, a una misma ocupación pública, como sucede muchas veces
entre artistas.
165
La antropología nos provee de muchos ejemplos ilustrativos de que
la competencia suele reservarse casi exclusivamente a los iguales409. Por
otra parte, un etólogo como Lorenz informa de que los conflictos
competitivos solo se dan entre animales del mismo rango, o de rango
inmediato. Pone el ejemplo de las colonias de grajos: ―no son agresivos
hacia los pájaros que se destacan muy por debajo de ellos: es solo en sus
relaciones hacia sus inferiores inmediatos donde se muestran
constantemente irritables.‖410 Y los psicólogos lo confirman con diversas
investigaciones. Ya Festinger había señalado la clave, estipulando que la
comparación social elige a los similares debido a que son ellos los que
transmiten información relevante para la autoevaluación: ―La tendencia a
compararse con otra persona concreta disminuye a medida que aumenta
la diferencia entre su opinión o su capacidad y las propias.‖411 En la
misma línea, Smith remarca la preferencia de la envidia por personas
equiparables, y añade que sucede cuando el dominio de comparación
influye en el autoconcepto positivo; es en esas circunstancias cuando la
información de una diferencia comparativa resulta más relevante, ya que
pone de manifiesto llamativamente nuestra inferioridad. Grossman lo
relaciona con la teoría del grupo de referencia, según la cual nos valoramos en
función del grupo con el que nos identificamos, y en su investigación
demuestra que la probabilidad de envidia disminuye a medida que
aumenta la distancia percibida. Otros psicólogos han encontrado
resultados similares: la envidia se preocupa sobre todo de las pequeñas
diferencias412.
En el fondo, lo que parece no perdonar la envidia es la ruptura de
una supuesta paridad. Para Smith, la similitud proporciona una sensación
de posibilidad, una expectativa de poder alcanzar lo mismo que el otro
que, al ser decepcionada, provoca la frustración. Heider ya lo había
señalado, proponiendo la creencia de que los similares deberían conseguir
resultados equivalentes. Según Parrott y Vidaillet, nos afecta más el
contraste con los semejantes porque hace más difícil achacar la causa de la
diferencia a algo que no sean nuestras propias cualidades, descubrimiento
ciertamente incómodo para nuestra autoestima413. A ninguno de nosotros
nos dolerá admitir la superioridad de Mozart, puesto que su genio nos
parece excepcional e inalcanzable para el común de los mortales; sin
embargo, para otro gran compositor como era Salieri, comprobar la
superioridad de Mozart equivalía a reconocerse el ―Santo Patrón de los
Mediocres‖, tal como le hace definirse Shaffer414.
166
Uno de los puntos álgidos de la Ilíada es el enfrentamiento de
Héctor, máximo luchador de Troya, contra Aquiles, el imbatible guerrero
hijo de Tetis. Es el desproporcionado duelo de un hombre contra un
semidiós, y las cartas del destino están echadas de antemano. ¿Sintió
Héctor envidia de Aquiles? Podemos creer que no, porque sabía que este
tenía unas habilidades divinas, muy por encima de las suyas. Iniciado el
duelo, Héctor, a pesar de sus leves esperanzas, sabe que sucumbir será
cuestión de un breve lapso: solo siente resignación a su deber de honor,
tristeza por lo que va a perder, vergüenza porque su cuerpo no recibirá un
sepelio honroso, y por supuesto miedo. Pero no envidia: no tiene sentido
envidiar a un héroe415.
En conclusión: La envidia será más probable cuando el rival es percibido
como semejante en valor social, puesto que es justamente esa expectativa de
semejanza la que se ve contravenida por la constatación de la superioridad del otro.
Otros factores
Rodéame de hombres gordos; hombres de poca cabeza, que duermen bien toda la noche.
Allí está Casio con su aspecto escuálido y hambriento. Piensa demasiado.
Hombres así son peligrosos. W. Shakespeare: Julio César.416
167
distancia entre las personas e instituirla como norma. En sintonía con el
efecto de similitud, tenderemos a envidiar menos a quien creamos de una
naturaleza cualitativamente muy superior… o inferior. ―Decae la envidia
—escribe Vives— cuando aumenta hasta tal grado la felicidad, en nosotros
o en el rival, que se quite toda igualdad; así era con la fortuna de
Alejandro, a quien muchos podían odiar, pero ninguno envidiar.
Sofócase, en efecto, aquella pasión con la grandeza‖417. Y, según Bacon,
―las personas de sangre noble se ven menos envidiadas por su
prosperidad. Porque ello puede ser considerado justo por su
nacimiento‖418. El mero hecho de que alguien se desmarque
rotundamente, como sucede en la actualidad con estrellas y famosos,
tiende a alejarlo del entorno que los demás consideran como propio…
siempre y cuando no pertenezcan a su rango.
171
22. Apuntes para una ética de la envidia
Podemos librarnos de la envidia disfrutando de los placeres que salen a nuestro paso, haciendo
el trabajo que uno tiene que hacer y evitando las comparaciones con los que suponemos, quizá
muy equivocadamente, que tienen mejor suerte que uno. B. Russell.435
172
existencia a ras de suelo. También la ética, como todo lo humano, tiene
que ensuciarse con nuestro barro. Queremos, como Montaigne, escoger
aquello que redunde en nuestro ―bien vivir y bien morir‖. Esa es la ética
que nos interesa aquí: la de la felicidad humana, la de la eudaimonia
aristotélica. A Marina le gusta repetir que el proyecto humano se parece a
aquella escena de El barón de Munchhausen en la que el protagonista se
rescata a sí mismo de un pantano tirando de su propia cabellera437. Puede
que se trate de una pretensión excesiva —e incluso descabellada,
literalmente— para la modesta naturaleza humana. Las personas reales
nos parecemos más a Salieri, somos obcecados y egoístas, arrogantes e
inseguros, insensatos y… envidiosos. Cuando caemos en un pantano, nos
hundimos. La ética vendría a ser el arte de flotar.
Así pues, aunque la ética se presente como una tarea compleja, sus
fundamentos generales resultan bastante simples, porque, como predicó
hasta la saciedad Epicuro, es sencillo todo lo que hace nuestra vida más
satisfactoria. Abraham Maslow dispuso nuestros anhelos en una pirámide:
satisfechos los requerimientos de la supervivencia, buscamos seguridad,
amor y realización, es decir, un ajuste social satisfactorio. Si de convivir e
intercambiar se trata, la equidad es el compromiso más estable. Y la
equidad me obliga a la empatía, a ponerme en el lugar del otro y tratarlo
como si fuera yo, como alguien equivalente a mí; a reconocer en él a un
ser dotado de la dignidad y del merecimiento que reclamo para mí. Es la
famosa regla de oro: ―Trata a los demás como querrías que te trataran a ti‖,
que emana directamente del principio de reciprocidad.
No se trata de caer en una ingenuidad metafísica: yo soy siempre —
no debo olvidarlo— el punto de partida y la motivación. ―Toda amistad es
en sí misma deseable, pero ha tenido su origen en el provecho‖, admite
Epicuro438. ¿Por qué esa génesis habría de restarle valor? Si yo no le
negaría lo mejor a nadie, ¿por qué habría de negármelo a mí mismo, a
quien reconozco como un ser tan digno como cualquiera? ―Mi piel está
más cerca de mí que mi camisa‖, recita Colas Breugnon439. Es lugar
común que solo quien se ama —quien empieza por amarse— es capaz de
amar, y de atraer el amor de otros. ―¿Me preguntas qué progresos he
realizado? He comenzado a ser amigo de mí mismo‖, escribe Séneca
citando a Hecatón, y añade: ―Puedes estar cierto que este hombre es
amigo de todos‖440. El egoísmo eficaz evoluciona hacia el altruismo, y ese
es el camino que recorremos de la infancia a la madurez. Este arduo
trabajo de empatía resulta estrictamente humano, y sin duda es la base de
173
toda ética. Aunque tendamos a hacerlo de forma espontánea, fruto de
miles o millones de años de cooperación, siempre nos requiere un
esfuerzo, una atención, una insistencia. Y la ética hunde sus raíces en esa
obstinación pertinaz en lo que creemos mejor.
174
No hay, desde luego, nada noble, ni heroico, ni prometeico en la
envidia. Kant la consideraba odiosa porque causa desdicha al que la siente
y a los que le rodean, contraviniendo todos los deberes morales441. Sin
embargo, precisamente por eso se nos parece tanto. Por eso nos resulta
familiar y hogareña. La envidia viene a recordarnos que no somos héroes
y no estamos tejidos de sueños, sino de una carne temblorosa y
hambrienta. Esa ilusión primigenia de omnipotencia, que todos
arrastramos desde la germinación de nuestro yo, encuentra en los
testimonios contrarios de la realidad unos enemigos, y les declara la
guerra442. La envidia es la angustia del yo, que lucha por perpetuar su
excelsitud. Con ello el envidioso revela su profunda vulnerabilidad;
demuestra hasta qué punto no es capaz de amarse por lo que es, sino por
lo que quiere ser; pone su valor en algo externo a sí mismo, en algo
imaginario e inalcanzable. Lo más detestable de la envidia cerril no es que
demuestre cuán poco amamos, sino lo poco que nos amamos. Por eso no
la excusamos, por eso la obligamos a ocultarse y a reptar entre sombras.
Pero ahí está, para recordarnos que también estamos hechos de
insignificancia.
La envidia, y en esto hay que darles la razón a los moralistas,
también puede ser un hábito. Un mal hábito: aquí estaría justificado
calificarla de vicio. Lo es sin duda cuando adquiere un carácter excesivo y
obsesivo. Es creíble, por otra parte, que algunas personas hayan
incorporado la envidia, por educación o por talante, a su modo habitual
de encarar las interacciones con los otros. Cada proceso envidioso hace
más probable el siguiente: una buena razón para desprendernos cuanto
antes de ellos.
En cualquier caso, por natural que sea, ninguna ética puede ponerse
de parte del sufrimiento. Y la envidia es un dolor. ―De la cuerda de medir
tiran algunos con exceso, y se clavaron delante herida dolorosa en propio
corazón‖, canta Píndaro en sus Píticas; ―Con razón han afirmado algunos
que la envidia es una cosa muy justa porque lleva consigo el suplicio que
merece el envidioso‖, sentencia Vives443. Y son numerosos los refranes
que nos previenen del daño de envidiar: ―Como al hierro la herrumbre, la
envidia al hombre consume‖, ―La envidia es como el agua salada: cuanto
más se bebe, más sed da‖...
Su imagen tradicional revela la doble naturaleza de perjudicar a los
otros mientras se carcome a sí misma, tal como la describe Ovidio:
176
que ve con desagrado los éxitos de la gente y al verlos se aflige, y se corroe por dentro
y corroe a los demás, y ese es su tormento.444
185
Lo que sin duda no vale la pena y es contrario al buen vivir, es que
algo, por valioso que resulte y aunque nos pertenezca, se convierta en
nuestro tirano y nos robe la libertad. En esto puede resultar muy útil echar
mano de ese viejo amigo que es el sentido del humor. Reírse de los demás
y, sobre todo, de nosotros mismos, nos permite relativizar los disgustos,
retornar a la simpleza básica de esta aventura, tan loca y tan absurda, que
es la vida. El humor nos salva de la rigidez que nos haría quebradizos, y,
como se ha dicho, extiende sobre el mundo una pátina de compasión que
lo hace más ligero y nos predispone a reconciliarnos con sus fastidios.
Tenía razón Epicuro: en el fondo necesitamos muy poco para ser felices.
El fanático ha perdido el sentido del humor y la capacidad de elegir;
el obsesivo también. Por eso, fanatismo y obsesión son malos, en cuanto
que se oponen a la dignidad básica de la persona, la vacían de lo
esencialmente humano y la transforman en autómata. Un autómata
sufriente y muchas veces peligroso. Este es, en última instancia, el criterio
de la ética, lo que separa lo correcto de lo incorrecto, lo bueno de lo malo,
lo vivo de lo muerto. Nuestra libertad será tan limitada y condicionada
como se quiera, pero al final hay que poder elegir. La envidia que nos
permite elegir, que nos permite vivir, forma parte de la vida y hay que
hacerle un sitio, aunque sea para acabar expulsándola de él; pero cuando
es la envidia la que toma el control y nos expulsa, la que lo inunda todo
hasta dejarnos sin aire, la que convierte en infiernos nuestras jornadas, la
que nos impide la amistad y el amor y nos empantana en la amargura,
entonces esa envidia es un veneno y hay que declararla enemiga. Envidiar
puede ser un gesto de rebeldía; pero ni siquiera la rebeldía debe convertirse
en un fin en sí mismo. El fin, siempre, es el ser humano.
187
23. Respuesta a Salieri
Es algo muy natural y ordinario el deseo de adquirir y cuando lo hacen hombres que
pueden, siempre serán alabados y nunca censurados; pero cuando no pueden y quieren hacerlo
de cualquier manera, aquí está el error y las justas razones de censura. Maquiavelo.466
Signore:
188
espejo de nuestros fantasmas; disculparme también a mí que haya
escudriñado ese espejo y, sobre todo, que a partir de este punto deje de
dirigirme a usted, al gran maestro Antonio Salieri de la corte del
emperador José II, para hablarle a ese otro Salieri que pergeñaron algunos
autores posteriores al hilo de sus desencuentros con Mozart. Como ellos,
me apropio de su nombre, de un modo ilegítimo pero respetuoso, dejando
indemne su gloria, y a usted, intacto, durmiendo el sueño de los justos.
196
Epílogo
Quien mira mal, llore bien. Lope de Vega.467
197
En particular, la envidia es sensible a los diferenciales de valor, y
responde a la tendencia humana a evaluar la propia adecuación
comparándose con los demás. Todo lo que nos sitúa en desventaja con
respecto a los otros constituye, de entrada, un inconveniente que reclama
nuestra revisión. No queremos quedarnos atrás. Por eso, una interacción
que nos sitúa en un rol de inferioridad nos inspira el afán de cambiar ese
papel. La envidia, en contra de lo que se le ha achacado, no constituye, de
entrada, una impotencia, sino un modo de no conformarse, de no transigir
aún con la inferioridad que se nos impone. El movimiento subsecuente es
la lucha, y al luchar convertimos al otro, a la vez, en un modelo y un rival.
Pero el conflicto envidioso no suele manifestarse abiertamente, entre
otras causas porque no siempre estamos en condiciones de hacernos valer
frente a los demás. Nuestra capacidad simbólica nos permite entonces
interiorizar esa lucha, aplazarla a modo de proyecto. Dentro de nosotros,
la mayoría de nuestras envidias se disipan por los vericuetos de lo
cotidiano. Otras, en cambio, prevalecen obstinadamente. No podemos
ignorarlas, pero tampoco permitir que nos avasallen. La envidia es un
malestar conveniente que no debe derivar en sufrimiento insidioso ni en
crueldad ensañada. En esa fórmula tan simple y difícil se resume toda su
ética.
Muchas de nuestras vivencias cotidianas tienen que ver con envidiar
o con ser envidiados. Hay en ellas rabia y orgullo, pero también muchos
temores. El encuentro con los otros es siempre ambivalente: nuestros
prójimos se nos presentan invariablemente como amigos y como rivales,
como oportunidad y como amenaza. La envidia forma parte destacada de
ese complejo teatro que es la sociabilidad humana. Desenvolvernos en él
con pericia resulta un aprendizaje clave para forjar una existencia
satisfactoria. Con envidia o sin ella, que no nos falten nunca el amor y el
humor.
Olesa de Montserrat
Febrero de 2015
198
Agradecimientos
199
Notas y referencias
1
Molière: Tartufo.
2
Carrithers (2010). Págs. 27-28.
3
Pushkin (2006). Mozart y Salieri.
4
El psicólogo Richard Smith, uno de los mayores especialistas actuales en el tema que nos ocupa,
también utiliza la obra de Pushkin como referencia en su artículo "Envidia y sentido de injusticia" (1991).
Compartimos algunas de sus reflexiones, pero aquí ofrecemos nuestra propia interpretación.
5
Por tratarse de una obra de pocas páginas, las citas de la obra de Pushkin aparecerán sin referencia.
6
Unamuno (2010). Abel Sánchez. Pág. 188.
7
Ver Smith (2004), pág. 50; también Alberoni (2006), pág. 18.
8
Vidaillet (2006). Pág. 19.
9
Ver Castilla del Pino (2009). Págs. 300-301.
10
Sartre describe estos procesos en su célebre obra El ser y la nada.
11
Ver Parrott y Rodríguez-Mosquera (2008). Pág. 117.
12
Castilla del Pino (2009). Pág. 318.
13
Para esta etimología, consultar, por ejemplo, el Breve diccionario etimológico de Joan Coromines
(2008). Madrid: Gredos. . Ya citada en 1611 por Sebastián de Covarrubias en el Tesoro de la lengua
castellana o española (entrada "invidia").
14
Citado en Chávez (2009).
15
Marina y López Penas (2007). Pág. 315.
16
Relato en Schwob, M. (1980).
17
Unamuno, op. cit. Pág. 97.
18
Shaffer (1982). Amadeus. Pág. 60.
19
Ver, por ejemplo, Santa Teresa (1805).
20
Por ejemplo, Scheler (1972). Págs. 27-28.
21
Shaffer (1982). Amadeus. Pág. 34.
22
Unamuno, op. cit. Pág. 122.
23
Citado por Marina (2011), pág. 101.
24
Shaffer, op. cit. Pág. 16
25
1 Samuel, capítulos 17-31. La mención de este episodio es clásica, ver por ejemplo Schimmel (2008),
pág. 21.
26
Shaffer, op. cit. Pág. 62
27
Plutarco (1996), pág. 76; Ingenieros (2005), pág. 121. Este efecto es señalado a menudo y cuenta con
apoyo empírico, ver, por ejemplo, Smith (1991), pág. 96; Exline y Zell (2008), pág. 327.
28
Para las dos citas: Vives (2003). Págs. 152-153.
29
Ovidio (2012). Metamorfosis. Barcelona: Espasa Libros. (Libro electrónico: epub). Libro II, 760-764.
Pág. 95.
30
Silver y Sabini (1978). Pág. 321. Traducción propia.
31
Unamuno, op.cit. Pág. 102.
32
Arcipreste de Hita (1983). Libro de Buen Amor. Barcelona: Orbis. Pág. 54.
33
Scheler ya habla de la “envidia existencial”, ver 1972, pág. 32. Citas de Vidaillet (2008), pág. 282
(traducción propia); Alberoni (2006), pág. 64.
34
Alberoni (2006). Pág. 14
35
Silver y Sabini (1978). Pág. 324. Traducción propia.
36
Camus, A. (2011). El hombre rebelde. Madrid: Alianza Editorial. Pág. 35.
37
Ibídem, pág. 26.
38
Shaffer, op. cit. Pág. 34
39
Paniagua (2002). Pág. 36.
40
Miceli y Castelfranchi (2007) proponen que cuando consideramos a los demás causantes de nuestro
perjuicio, tendemos a sentir ira; en cambio, atribuirnos la responsabilidad a nosotros mismos hace más
probable que sintamos depresión. Ver pág. 458.
41
Los fragmentos están extraídos de Shakespeare, W. (1997): Ricardo III. Madrid: Edaf. Pág. 37.
42
Los guionistas de esta película de A. Konchalovsky se basaron un un guión original de Akira Kurosawa.
43
Combinación de dos fragmentos en Rolland, R. (1992): Colas Breugon; Barcelona: Círculo de Lectores;
págs. 138 y 206.
200
44
Marina (2009). Pág. 182
45
Bauman, Z. (2013). Vida líquida. Barcelona: Espasa Libros. Pág. 198.
46
Ver Sartre, J.-P (1973). Bosquejo de una teoría de las emociones. Madrid: Alianza. Págs. 85-89.
47
Ver Castilla del Pino (2009). Pág. 312.
48
Shaffer, op. cit. Pág. 34.
49
Arcipreste de Hita (1983). Libro de Buen Amor. Barcelona: Orbis. Pág. 52.
50
Ver Parrott (1991). Págs. 11-15.
51
1 Samuel, 18:15. Versión "La Palabra", de la Sociedad Bíblica de España, recuperada de
http://www.biblegateway.com
52
Ver Smith (1991). Págs. 95-96.
53
Castilla del Pino (2009). Pág. 315.
54
Ver Ende, Michael (1989). La historia interminable. Madrid: Alfaguara. Págs. 57-59.
55
Ver Parrott (1991). Pág. 15.
56
Unamuno, op. cit. Pág. 121
57
Ver Plutarco (1996).
58
Simmel (1927), pág. 40. El autor analiza la dinámica de envidia y celos entre esta página y la 44.
59
Miceli y Castelfranchi (2007). Pág. 471. Traducción propia.
60
Sobre el criterio diferenciador apuntado, ver también Smith y Kim (2007), pág. 47; Parrott (1991), pág.
4.
61
Shakespeare, W. (1995). Otelo, el moro de Venecia . Pág. 327.
62
Ver, por ejemplo, Salovey (1988); Smith y Kim (2007), págs. 47-48; Castilla del Pino (2009), págs. 302-
303.
63
Ver La Caze (2001), págs. 32-33.
64
Ver Scheler (1972). Págs. 23-26.
65
Ver Parrott (1991), págs. 10-11; Rawls (2006), págs. 481-482.
66
Miceli y Castelfranchi (2007). Pág. 463. Traducción propia.
67
La Rochefoucauld (1984). Reflexiones o sentencias y Máximas morales. Barcelona: Bruguera; pág. 33.
Platón (1992). Diálogos VI: Filebo. Madrid: Gredos. Pág. 89. Ovidio (2012). Metamorfosis. Op cit., II, 778,
pág. 96. Aristóteles (2002), págs. 177-178. Spinoza (2011): Tercera parte, escolio de la proposición XXIV,
pág. 175.
68
Ver Brigham et al (1997).
69
Miceli y Castelfrachi (2007). Pág. 468. Traducción propia.
70
Ver Powell et al (2008). Págs. 151-154. La cita de Gore Vidal en la pág. 151 del mismo, traducción
propia.
71
Ver cita de Gouldner en Foster (1972), pág. 171.
72
Mencionado en Duffy (2008), pág. 178.
73
No podemos extendernos aquí en un tema tan candente que, por otra parte, ha sido estudiado en
detalle por pensadores, psicólogos sociales, sociólogos y antropólogos. Nos limitaremos a mencionar, a
modo de referencia bibliográfica, dos estudios clásicos en los que se analiza la deshumanización del
contrario a partir del fenómeno nazi: La personalidad autoritaria, de T. Adorno y cols., y La banalidad del
mal, de Hannah Arendt.
74
Ver Spinoza (2011), escolio de la proposición XI (tercera parte), pág. 162.
75
Ver Kemper (1987).
76
Ver Parrott (1991), pág. 4; Vidaillet (2006), pág. 16.
77
Kemper (1987). Pág. 276. Traducción propia.
78
Ver Biniari (2012). Traducción propia.
79
Sobre la "transmutación" de la envidia en otras emociones, ver Smith (2004), págs. 53 y ss., y Smith y
Kim (2007), pág. 56.
80
Rojas (1976). Pág. 98
81
Milton (2005). Paraíso perdido. Libro I. Pág. 83.
82
Unamuno, op. cit. Pág. 116
83
Maquiavelo, N. (1988). El Príncipe. Madrid: Alianza Editorial. Pág. 62. Moro, T. (1987). Utopía. Madrid:
Alianza Editorial. Pág. 150.
84
Ver Harris (2011). Págs. 362-365. Harris discute la opinión de teóricos como T. Veblen que postulan un
anhelo innato de prestigio y rango en el ser humano, y lo considera fruto del proceso histórico de
formación de clases dirigentes.
201
85
Ver Eibl-Eibesfeldt (1972). Págs. 61-83.
86
Shaffer, op. cit. Pág. 34
87
Unamuno, op. cit. Pág. 96
88
Ibídem. Pág. 86
89
Ibídem, pág. 176
90
Citado en Savater (2012). Pág. 139.
91
Festinger (1954), págs. 118-119. Traducción propia.
92
Ver Parrott (1991), págs. 7-8.
93
Ver Deutsch y Krauss (1984), págs. 35-36.
94
Deleuze, G. (2009): Spinoza: filosofía práctica. Barcelona: Tusquets. Pág. 123.
95
Ver, por ejemplo, Parrott (1991), págs. 7 y 11; Crusius (2012), pág. 143; Miceli y Castelfranchi (2007),
pág.452.
96
Tesser (1988), págs. 182-183. Traducción propia.
97
Parrott (1991). Pág. 7.
98
Ver artículo de Fietta Jarque en El País (2000): “El arte de morir, según Sylvia Plath”. Recuperado de
http://elpais.com/diario/2000/03/19/cultura/953420411_850215.html.
99
La Rochefoucauld (1984). Reflexiones o sentencias y Máximas morales. Barcelona: Bruguera; pág. 115.
Rolland, R. (1992): Colas Breugon; Barcelona: Círculo de Lectores; pág. 33.
100
Cita de Lucrecio (De rerum natura, II, V. 1, 4) en Marina y López Penas (2007), pág. 316. En el mismo
libro y página se propone la cita de Rousseau, que aquí se ha extraído de Rousseau, J. J. (1976): Emilio o
la educación. Barcelona: Bruguera. Libro IV, pág. 319.
101
Savater (2012). Págs. 139-140.
102
Zambrano (1996). Pág. 89. Texto perteneciente al libro María Zambrano en Orígenes (1987). México:
Ediciones del Equilibrista.
103
Girard, R. (1986). El chivo expiatorio. Barcelona: Anagrama. Pág. 189.
104
Girard (1985). Págs. 13-14.
105
Unamuno, op. cit. Pág. 207
106
Girard, op. cit. Pág. 17.
107
Términos que le aplica Alberoni (2006), pág. 66, asimilándola a la ambivalencia de lo sagrado.
108
Zambrano (1996). Composición de diversos fragmentos.
109
Ibídem. Pág. 94.
110
Carrithers (2010). Págs. 122-123.
111
Proust, Marcel: El tiempo recobrado. Recuperado en Abril de 2014 de: http://www.bsolot.info/wp-
content/uploads/2011/02/Proust_Marcel-7_El_tiempo_recobrado1.pdf. Pág. 111.
112
Citado en Salovey y Rothman (1991), pág. 271. Traducción propia.
113
Aforismo rescatado de internet, por ejemplo en http://akifrases.com/frase/139439.
114
Alberoni (2006). pág. 62.
115
Según J. Exline y Zell (2008, pág. 316), la envidia puede estar señalizando deseo, déficit o desconexión
social.
116
Ver Crusius (2009). Pág. 9.
117
Gómez-Jacinto (2005). Pág. 2.
118
Simmel (1927).
119
Ver Dawkins, R. (1993). El gen egoísta. Barcelona: Salvat. Págs. 132-137.
120
Ver, por ejemplo: La Caze (2001), pág. 34; Marina (2011), pág. 102; Epstein (2005), pág. 29.
121
Cervantes, Miguel (1969). El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Segunda parte, capítulo 8.
Barcelona: Círculo de lectores. Pág. 478.
122
Referencia en Gil (2012) del artículo de Takahashi et al. (2009).
123
Para una exposición más detallada de los conceptos de homeostasis y alostasis, ver Fernández-
Abascal (2003); volumen I: La adaptación humana, págs. 22-25.
124
Don Juan Manuel (1998). El Conde Lucanor. Barcelona: Losada. Enxemplo XLVII. Pág. 210.
125
Ver Contreras (2001), pág. 54.
126
Alighieri (1982). Divina Comedia. Barcelona: Orbis-Origen. Canto XIII, verso 70: "que un alambre sus
párpados perfora / y cose".
127
Ver Parrott (1991), pág. 4.
128
Nietzsche, Friedrich (1982). Pág. 95. Las citas posteriores en este apartado pertenecen a la misma
página.
202
129
Esta máxima se halla muy extendida por internet, pero no he conseguido encontrarla en las obras de
La Rochefoucauld. Dale Carnegie se la atribuye en su libro Cómo ganar amigos e influir sobre las
personas. Ver, por ejemplo, http://www.escueladeriqueza.org/fullaccess/descarga/CarnegieDale-
CmoGanarAmigoseInfluirsobrelasPersonas.PDF
130
Ver Parrott y Rodríguez-Mosquera (2008). Págs. 117-118.
131
Shakespeare, W. (1993). Sueño de una noche de verano. Madrid: Club Internacional del Libro. Acto I,
escena I. Pág. 146.
132
Para una exposición de los autores que han defendido esta distinción, así como una discusión sobre
el tema, ver Parrott (1991), págs. 9-11, así como Miceli y Castelfranchi (2007), págs. 456 y ss.
133
Ver Silver y Sabini (1978). Págs. 321-323. Traducción propia.
134
Silver y Sabini (1978). Pág. 316. Traducción propia.
135
Ver Parrott (1991), pág. 10; Van de Ven (2009), pág. 53.
136
Autores reseñados: ver Miceli y Castelfranchi (2007), pág. 456; Rawls (2006), pág. 481; Smith y Kim
(2007), pág. 47. Celse (2010) menciona que en investigaciones de Silver y Sabini y Parrott y Rodríguez-
Mosquera se encontró mayor atribución de envidia cuando la reacción incluía hostilidad.
137
Así lo afirma acertadamente A. Ben-Ze’ev, mencionado por J. Celse (2010), pág. 17.
138
Sobre la asociación de envidia hostil con bajo control percibido, ver, por ejemplo, Van de Ven (2009),
pág. 58; Duffy (2000), pág. 20; Berman (2007b), pág. 19; Celse (2010), págs. 28-32. Destacan las
investigaciones de Cohen-Charash et al. (2008), Testa y Major (1990) y Lockwood y Kunda (1997).
139
Shakespeare, W. (1883). Julio César. Acto I escena II. Pág. 9.
140
Ver Patient (2003). Pág. 1025.
141
Ver D'Arms (2000).
142
Ver artículo de A. Thompson sobre los experimentos de Friederike Range en
http://www.livescience.com/3124-dogs-feel-envy.html. También son ampliamente mencionados los
experimentos de Waal; ver, por ejemplo, Van de Ven (2009), pág. 10.
143
Bertalanffy (1993). Págs. 38 y 68.
144
Ibídem, pág. 26.
145
Ibídem, pág. 203.
146
Parrott y Rodríguez-Mosquera (2008). Pág. 117. Traducción propia.
147
Bertalanffy (1993). Pág. 46.
148
Calderón de la Barca, P. (1997). El gran teatro del mundo. Barcelona: Crítica. Pág. 12.
149
Este capítulo está inspirado en las propuestas de E. Goffman en su obra señera (1989).
150
Citado en ibídem. Pág. 31.
151
Ver Deutsch y Krauss (1984), pág. 164.
152
Citado en ibídem, pág. 179.
153
Citado en ibídem, pág. 182
154
Ver ibídem, pág. 167.
155
Ibídem, pág. 169.
156
Blumer (1982). Pág. 2.
157
Deutsch y Krauss, op. cit., pág. 191.
158
Goffman, op. cit., pág. 266.
159
Calderón de la Barca (1997), op. cit. Pág. 5.
160
Savater (2012). Pág. 137
161
Girard, R. (1986). El chivo expiatorio. Barcelona: Anagrama. Pág. 28.
162
Sanfeliu (2000). Para el análisis de los postulados de Lacan, ver Vidaillet (2008), pág. 280 ss.
163
Algunas circunstancias de atribución de envidia fueron propuestas en el artículo pionero de Silver y
Sabini (1978).
164
Voltaire (2007). Página web. Para la explicación cartesiana sobre la bilis negra como causa de la
envidia, ver Descartes (2005), págs. 172-173.
165
Ver Silver y Sabini (1978), pág. 321.
166
Foster (1972). Pág. 173
167
Unamuno, op. cit., pág. 154.
168
Alberoni (2006). Pág. 73.
169
Shaffer, op. cit. Pág. 13
170
Voltaire (2007). Página web.
171
La Rochefoucauld (1984), op. cit. Reflexiones morales, 95. Pág. 43.
203
172
Esquilo (1999). Agamenón: pág. 146. La máxima de Epicarmo es mencionada por Parrott y Rodríguez-
Mosquera (2008), pág. 117. El aforismo de Píndaro ha sido rescatado de internet, por ejemplo en
http://akifrases.com/frase/197238
173
Schopenhauer, A. (1987). El amor, las mujeres y la muerte. Madrid: Edaf. "Dolores del mundo", pág.
121
174
Consultar el excelente estudio de Portús (2008).
175
Aforismo rescatado de internet, por ejemplo en http://akifrases.com/frase/110547
176
Aforismo recatado de internet, por ejemplo en http://akifrases.com/frase/136397
177
Para una exposición exhaustiva de estos recursos inhibidores de la envidia desde la antropología,
consultar el artículo clásico de Foster (1972). A él pertenecen la mayoría de los ejemplos citados a
continuación.
178
Foster (1972). Pág. 169. Traducción propia.
179
Estos dos últimos ejemplos son mencionados por Schoeck (1987), págs. 39 y 74.
180
Ver Duffy et al. (2008), págs. 174-179.
181
Arcipreste de Hita (1983). Libro de Buen Amor. Barcelona: Orbis. Págs. 52-53.
182
Domínguez y García (2003). Pág. 1.
183
Ver ibídem, pág. 2
184
Ver Deutsch y Krauss, op. cit. Págs. 94-95.
185
Unamuno, op. cit. Pág. 125.
186
Domínguez, op. cit. Pág. 2.
187
Carrithers (2010). Pág. 129.
188
Domínguez, op. cit. Pág. 3.
189
Ver Blanch (1986). Págs. 27-31. Para una discusión sobre la relación entre el otro como obstáculo y la
ira subsecuente, ver Smith (1991), págs. 80-81.
190
Domínguez y García (2003). Pág. 25.
191
Ver ibídem, pág. 4.
192
Bacon (1908). Pág. 39.
193
Vives (2003). Pág. 154.
194
Ratia (2000). Pág. 300.
195
Milton (2005). Libro I. Pág. 53.
196
Citado en Giner, S. (1974). Sociología. Barcelona: Península. Pág. 79.
197
Ver Moore, T. (1994). El cuidado del alma. Barcelona: Círculo de lectores.
198
Simmel (1927). Pág. 48.
199
Ibídem. Pág. 14.
200
Ver ibídem. Págs. 21-24.
201
Ver Eibl-Eibesfeldt (1972). Pág 66.
202
Simmel (1927). Pág. 25.
203
Unamuno, op. cit. Pág. 128.
204
Shaffer, op. cit. Pág. 25.
205
Ver Simmel (1927). Págs. 28-29.
206
Ibídem, pág. 34.
207
Rojas (1976). Pág. 63.
208
D’Arms (2008, pág. 40) defiende esta “concepción competitiva” de la envidia, que la concibe como
una motivación a mejorar la propia posición relativa en el sistema social.
209
García Lorca, F. (1979). La casa de Bernarda Alba. Madrid: Espasa-Calpe. Págs. 109-110.
210
Brox (2000). Pág. 180.
211
Todos estos ejemplos están extraídos del artículo de Cohen (2010), consultado en su versión digital
en http://www.lanacion.com.ar/1219076-antropologia-de-la-envidia
212
Ver Foster (1972) Págs. 171-172.
213
Ver Graves Graves, R. (2005). Los mitos griegos. Barcelona: RBA. Pág. 141.
214
Esquilo (1999), págs. 145-146.
215
García Gual, Carlos (2011). Epicuro. Madrid: Alianza Editorial. Pág. 141.
216
Génesis, 3:22. Versión "La Palabra", de la Sociedad Bíblica de España, recuperada de
http://www.biblegateway.com
217
Génesis, 11:6-7. Ibídem.
218
Mateo, 23:12. Ibídem.
204
219
Nietzsche (2005). Pág. 65.
220
Ibídem, pág. 132.
221
Foster (1972) Págs. 170-171.
222
Eibl-Eibesfeldt (1972). Págs. 72-73.
223
Ver Gouy-Gilbert (1996).
224
Ver, por ejemplo, Habimana y Massé (2000), pág. 16.
225
Foster (1972). Pág. 174. Traducción propia.
226
Bacon (1908). Págs. 35-36. Traducción propia.
227
Ver Habimana y Massé (2000), pág. 18; Schoeck (1987), págs. 23-24.
228
Chávez (2009), consultado en http://www.dimensionantropologica.inah.gob.mx/?p=4032
229
Ejemplos extraídos del riguroso estudio de Antón Alvar (2012).
230
Shimmel (2008), pág. 37. Contreras (2001), pág. 58.
231
García Lorca, F. (1979). La casa de Bernarda Alba. Madrid: Espasa-Calpe. Pág. 44.
232
Ver Dawkins, R. (1993). El gen egoísta. Barcelona: Salvat.
233
Ver Domínguez y García (2003), pág. 11.
234
Ibídem, págs. 12-13.
235
Ibídem, pág. 13.
236
Ver, por ejemplo, Borders (2012).
237
Ver Konrad (2002), especialmente págs. 2-4.
238
Lahno (2000). Pág. 103. Traducción propia.
239
Lope de Vega, F. (1997). Pág. 70.
240
Miceli y Castelfranchi (2007). Pág. 452. Traducción propia.
241
Ver Bergman (2000), y reseña del experimento de A. Cabrales en Gil (2012).
242
Ver Bergman (2000).
243
Ver Garay y Móri (2011), pág. 29.
244
Ver Gil (2011).
245
Citado por Marina (2011), pág. 104.
246
Garay y Móri (2011), pág. 30. Traducción propia.
247
Calderón de la Barca, P. (1978). La vida es sueño. Madrid: Espasa-Calpe. Pág. 34.
248
Shaffer, op. cit. Pág. 34.
249
Muchos autores han hablado de estas “reclamaciones de justicia al destino”, propias de un idealismo
antropocéntrico que traslada lo humano a lo cósmico. Ver, por ejemplo, Exline (2008), pág. 326; Leach
(2008), págs. 96-97.
250
Ver Descartes (2005), pág. 172.
251
Camus dedica dos obras a analizar este impacto existencial entre el hombre y un universo
indiferente: El mito de Sísifo y El hombre rebelde, ambas editadas en español en Alianza.
252
Ver Schoeck (1987), págs. 81-82.
253
Moro, T. (1987). Utopía. Madrid: Alianza Editorial. Pág. 104.
254
Alberoni (2006). Pág. 171.
255
En Psicología de las masas y análisis del yo, ver Shoeck (1987), págs. 78-82.
256
Russell (2003). Pág. 79.
257
Shoeck (1987), pág. 5. Traducción propia.
258
Ibídem, ver págs. 3-5; 200; 423-424.
259
Ibídem, pág. 427. Traducción propia.
260
Ibídem, pág. 231. Traducción propia.
261
Savater (2012). Pág. 137.
262
Russell (2003). Pág. 83.
263
Ibídem. Pág. 77.
264
Epstein (2005, pág. 118) menciona la obra de P. Walcot Envy and The Greeks, y entre nosotros
contamos, por ejemplo, con el documentado libro Envidia y política en la Antigua Grecia, de J. Márquez
(2005), LibrosEnRed.
265
Las informaciones de todo el párrafo están extraídas del artículo de Treviño (2002).
266
Rawls (2006). Pág. 487.
267
Leach (2008). Pág. 95. Traducción propia.
268
Descartes (2005). Pág. 172.
205
269
Ver Parrott (1991), pág. 7; Smith (1991), pág. 89; Ben-Ze’ev (2001), págs. 282-283; Miceli y
Castelfranchi (2007), pág 463.
270
Ibídem, pág. 43.
271
Plutarco (1996). Pág. 76.
272
García Lorca, F. (1979). La casa de Bernarda Alba. Madrid: Espasa-Calpe. Pág. 24.
273
Eibl-Eibesfeldt (1972). Pág. 99.
274
Citado en Harris (2011). Pág. 347.
275
Ver Lindholm (2008).
276
Ver Garay y Móri (2011), pág. 31.
277
Ver Foster (1972), págs. 185-186.
278
Citada por Gouy-Gilbert en Chamoux y Contreras (1996).
279
Grossman y Komai (2013). Pág. 3. Traducción propia.
280
Van de Ven (2009). Págs. 120-131.
281
Ver Hill y Buss (2008), págs. 60-61; Harris (2011), págs. 344 ss.; Borders (2012).
282
Ver Marina (2011), pág. 110.
283
Ver Wikipedia, http://es.wikipedia.org/wiki/Ley_de_Jante, consultado en abril de 2014.
284
Nietzsche (2005). Pág. 167.
285
Harris (2011). Pág. 345.
286
Ver Borders (2012).
287
Para una exposición de este proceso que va del igualitarismo a la redistribución, así como una
explicación más detallada de los ejemplos mencionados, ver Harris (2011), págs. 344-361.
288
Schoeck, op. cit. Pág. 10.
289
Alberoni (2006). Pág. 218.
290
Ibídem, págs. 223 y 226, respectivamente.
291
Covarrubias, Sebastián de (1611). Tesoro de la lengua castellana o española. Consultado en Biblioteca
virtual Miguel de Cervantes, http://www.cervantesvirtual.com/
292
D’Arms (2000). Pág. 83.
293
Duffy et al. (2008). Págs. 167-168. Ver también Harris y Salovey (2008).
294
Ver Blanch (1983). Pág. 38.
295
Ver Duffy et al. (2008). Págs. 169-170.
296
Ver ibídem, págs. 170-173.
297
Ver ibídem, págs. 176-177.
298
Ver ibídem, pág. 177.
299
Así lo estipula la Teoría de la identidad social de H. Tajfel, ver Alicke y Zell (2008), pág. 88.
300
Cikara y Fiske (2011). Págs. 2 y 7.
301
Harris (2011). Pág. 313.
302
Consultar http://132.247.1.49/ocpi_/conflictos/docs/Cap2.pdf
303
Ver Schoeck (1987). Pág. 50.
304
Eibl-Eibesfeldt (1972). Págs. 173-183.
305
Ver Malinowski (1986). Los argonautas del Pacífico Occidental. Barcelona: Planeta-De Agostini. Como
introducción, vale la pena consultar la reseña que hace del libro el colombiano Saúl Fernando Uribe,
disponible en http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=55703620
306
Unamuno, op. cit. Pág. 161.
307
Smith y Kim (2007). Pág. 56. Ver una exposición general de estas estrategias en Alicke y Zell (2008),
págs. 83 ss., y en todo el artículo de Exline y Zell (2008).
308
Por ejemplo, ver: Smith y Kim (2007), pág. 60.
309
Duffy y Shaw (2000). Pág. 5.
310
Para una revisión de los hallazgos en neuroanatomía funcional relacionados con la envidia, ver
artículos de Joseph y otros (2008) y de Takahashi y otros (2009).
311
Ver explicación de la teoría de la disonancia cognitiva de Festinger en Deutsch y Krauss (1984), págs.
71-78. Ver explicación de su función como estrategia de control en Crusius (2009), pág. 21.
312
Van de Ven (2009). Pág. 17. Traducción propia.
313
Crusius (2009). Pág. 21.
314
Ibídem, pág. 21.
315
Samaniego (2009). Página web.
206
316
Señalado por Alicke y Zell (2008), pág. 87. Por su parte, Vidaillet (2008, pág. 276) menciona que Klein
propone la idealización como un modo de reducir la envidia.
317
Citado en Smith y Kim (2007), pág. 60.
318
La teoría de Weiner se considera un esfuerzo integrador relativamente reciente de diversas teorías
sobre la atribución que se remontan a las propuestas pioneras de Heider (1958), pasando por las
destacadas aportaciones de Kelley (1967-1973), Jones y Davis (1965). Para una exposición de estos
modelos, consultar por ejemplo Bermúdez y otros (2003): Psicología de la personalidad: teoría e
investigación. Madrid: UNED. Págs. 432-447.
319
Schoeck (1987). Pág. 5. Traducción propia.
320
Schoeck, op. cit. Pág. 9.
321
Ver Sartre, J.-P (1973). Bosquejo de una teoría de las emociones. Madrid: Alianza. Págs. 88-89.
322
Exline y Zell (2008). Pág. 320. Traducción propia.
323
Smith (2004). Pág. 55.
324
Hill, N. (2012). Piense y hágase rico. Barcelona: Obelisco.
325
Ver Cohen (2010); Marina (2011), pág. 108.
326
Paniagua (2002). Págs. 41-42.
327
Milton (2005). Pág. 57.
328
Unamuno, op. cit. Pág. 95.
329
Alberoni (2006). Pág. 15. Smith (2004). Pág. 54.
330
Milton (2005). Libro I. Pág. 61.
331
Unamuno, op. cit. Pág. 185.
332
Ver, por ejemplo, Smith y Kim(2007), págs. 47 y 60; Hill y Buss (2008), págs. 62-63.
333
Vives (2003). Pág. 152.
334
Ver Silver y Sabini (1978). Pág. 321.
335
Ver Castilla del Pino (2009), págs. 303-304. Sobre la posible inconsciencia de la envidia, ver Vidaillet
(2006), págs. 17-18.
336
Ver Van de Ven (2009), pág. 17; Lim (2010), pág. 10; Schoeck (1987), pág. 8.
337
Ver Hill y Buss (2008). Pág. 63.
338
Alberoni (2006), pág. 125; Marina (2011), pág. 100.
339
Ver Smith y Kim (2007), pág. 54; Alberoni (2006), pág. 125
340
Citado en Hedges (2012).
341
Alberoni (2006). Pág. 142.
342
Ver Duffy et al. (2008), págs. 177-179.
343
Covarrubias, Sebastián de (1611). Tesoro de la lengua castellana o española. Consultado en Biblioteca
virtual Miguel de Cervantes, http://www.cervantesvirtual.com/
344
Aristóteles (2002). Pág. 175.
345
Aquino (1990). Pág. 323.
346
Santa Teresa (1805). Consultado en página web.
347
Ver Spinoza (2011), escolio de la proposición XXIV (tercera parte), pág. 175; Hume (2006), nota al pie
en la pág. 134.
348
Kant (2008). Pág. 330.
349
Ver: Sullivan en Castilla del Pino (2009); Cohen (2010); D'Arms y Kerr (2008), pág. 39.
350
Ver: Clanton (2007), pág. 412; Rawls (2006), pág. 480; Ben-Zeev citado en Celse (2010), pág. 14.
351
Ver: Hill y Buss (2008), pág. 62; Smith y Kim (2007), pág. 47; Celse (2010), pág. 5.
352
Ver: Parrott y Smith en Van de Ven (2009); Zambrano (1996); Girard (1995).
353
Ver: Alberoni (2006), pág. 29; La Caze (2001), pág. 32; D’Arms (2008), pág. 40; Caparrós (2000), pág.
72.
354
Vidaillet (2006), por ejemplo, desarrolla las nociones de la envidia como episodio emocional y como
vínculo (rapport, págs. 16-19). Silver y Sabini (1978) ofrecen uno de los primeros estudios de amplia
repercusión sobre la construcción social de la envidia. Para un análisis desde el construccionismo social
propiamente dicho, ver por ejemplo Patient et al. (2003).
355
Rojas (1976). La Celestina. Pág. 66.
356
Santa Teresa (1805). Compendio moral salmaticense. Consultado en página web.
357
Ver Vives (2003), pág. 153.
358
Bacon (1908). Pág. 36. Traducción propia.
359
Ver: Hill y Buss(2008), págs. 60 ss.
207
360
Ver: Van de Ven (2009), pág. 9.; Smith y Kim (2007), pág. 50; Habimana y Massé, pág. 16.
361
Smith (2004). Págs. 44-45.
362
Ver alusiones a la investigación de A. Cabrales en Sanz (2010) y Gil (2012).
363
Ver Delton et al. (2007). Pág. 2.
364
Citado en Van de Ven (2009), pág. 140.
365
Ver Ben-Ze'ev (2001). Págs. 281-283
366
Ver Berman (2007b). Pág. 17.
367
El estudio de Boyce citado en Gil (2012). El de Frank citado en Epstein (2005), pág. 64.
368
Ver Giraldo (2007).
369
Ver un análisis sobre Envidia y gratitud de M. Klein (1975) y en general sobre el paradigma
psicoanalítico de la envidia en F-Villamarzo (2000), Caparrós (2000), y en todos los artículos del libro de
Caparrós, ed. (2000). La cita en Paniagua (2002). Pág. 36.
370
Ver Scheler (1972). Pág. 23.
371
Russell (2003). Pág. 86.
372
Schwob (1980). Pág. 22.
373
Alberoni (2006). Pág. 9.
374
Foster (1972). Pág. 168. Traducción propia.
375
Patient et al (2003). Págs. 1036-1037. Traducción propia.
376
Ver Foster (1972), pág. 168. Traducción propia.
377
Bauman, Z. (2013). Vida líquida. Barcelona: Espasa Libros. Pág. 109.
378
Ver Van de Ven (2009), págs. 99 y siguientes.
379
Para una revisión de las relaciones entre consumo y envidia, ver Belk (2008).
380
La envidia entre estudiantes es de las mejor documentadas, no en vano las investigaciones suelen
hacerse en las universidades. Ver por ejemplo los estudios de Parrott y Smith y de Salovey y Rodin,
comentados en Leach (2008). Sobre la envidia en el trabajo ya apuntamos, entre otros, el artículo de
Duffy (2008).
381
Descartes (2005). Pág. 172.
382
Ver, por ejemplo, Habimana y Massé (2000), pág. 20.
383
Vives (2003). Pág. 152.
384
Aristóteles (2002). Pág. 173
385
Scheler (1972). Págs. 31-32.
386
Ver Crusius (2012), pág. 151.
387
Montaigne, M. (1984). Ensayos completos. Barcelona: Orbis. Libro III, cap. 5. Págs. 69-70.
388
Ver una exposición general del efecto de estos factores en Alicke y Zell (2008) y en las conclusiones
finales de Harris y Salovey, en la misma obra.
389
Rojas (1976). Pág. 22.
390
Los psicólogos suelen llamarlo “relevancia de dominio”. Ver, por ejemplo, Smith y Kim (2007), pág.
50; Hill y Buss (2008), pág. 62; Miceli y Castelfranchi (2007), págs. 454-455; Parrott (1991), pág. 8.
391
Citado por Salovey y Rothman (1991), pág. 271. Traducción propia.
392
La teoría del mantenimiento de la autoevaluación de Tesser es mencionada por la mayoría de los
autores contemporáneos consultados. Para una exposición muy amena sobre sus implicaciones, ver
Vedantam (2008).
393
Don Juan Manuel (1998). El Conde Lucanor. Barcelona: Losada. Enxemplo I. Pág. 24.
394
Ver Habimana y Massé (2000), pág. 18.
395
Aristóteles (2002), págs. 176-177.
396
Citado en Celse (2010), pág. 11. Traducción propia.
397
Hill y Buss (2008). Pág. 61.
398
Ver, por ejemplo, Duffy et al. (2008), pág. 167.
399
Cita de F. Steiner en Schoeck (1987), pág. 26. Traducción propia.
400
Desarrollado a lo largo de Simmel (1927).
401
Unamuno (2010). Pág. 85.
402
Unamuno (2010). Pág. 149.
403
Este efecto ha sido señalado por muchos autores, y objeto de diversas investigaciones que lo avalan.
Ver, por ejemplo, Smith (2004), pág. 45; D'Arms (2008), pág. 43;
404
Ver Van de Ven (2009). Pág. 15.
405
Simmel (1927). Págs. 34-35.
208
406
Aristóteles (2002). Págs. 176-177. Hesíodo (1978). Pág. 123.
407
Bacon (1908). Pág. 38. Traducción propia. Spinoza (2011): Tercera parte, proposición LV, págs. 208-
209. Vives (2003). Pág. 153.
408
Ibídem. Pág. 153.
409
Ver Foster (1972). Pág. 170.
410
Schoeck (1987). Pág. 97. Traducción propia.
411
Festinger (1954). Hipótesis III, pág. 120.
412
Ver Smith y Kim (2007), pág. 50; Grossman y Komai (2013); Miceli y Castelfranchi (2007), pág. 453;
Habimana y Massé (2000), págs. 16-17; Schaubroeck y Lam (2004), citado por Celse (2010), pág. 24.
413
Ver Smith y Kim (2007), pág. 51; Silver y Sabini (1978), pág. 313; Parrott (1991), págs. 7-8; Vidaillet
(2006), pág. 21.
414
Shaffer, op. cit. Pág. 61.
415
Ver Homero (1976). Ilíada. Madrid: Espasa-Calpe. Canto XXII, págs. 230-239.
416
Shakespeare, W. (1883). Julio César. Barcelona: E. Domenech. Acto I escena II. Pág. 11.
417
Vives (2003). Pág. 154.
418
Bacon (1908). Pág. 39. Traducción propia.
419
Aristóteles (2002). Pág. 176.
420
Todas las citas de este párrafo en Bacon (1908). Págs. 36-37. Traducción propia.
421
Aristóteles (2002). Pág. 176. Bacon (1908). Pág. 36. Traducción propia. Vives (2003). Pág. 152.
422
Ingenieros (2005). Pág. 111.
423
Aristóteles (2002). Pág. 176.
424
Russell(2003). Pág. 84.
425
Crusius y Mussweiler (2012). Pág. 142. Traducción propia.
426
Sobre la influencia de la percepción de baja controlabilidad, ver por ejemplo Miceli y Castelfranchi
(2007), pág. 452. También Harris y Salovey (2008).
427
Cohen (2010).
428
Smith (2004). Pág. 46. Traducción propia.
429
Ver Van de Ven (2009). Pág. 15.
430
Russell (2003). Pág. 83.
431
Por ejemplo: Berman (2007a), págs. 92-93; Lim (2010), págs. 9-10.
432
Cita de Payton en Lim (2010), pág. 11; Vidaillet (2006), pág. 20; Rawls (2006), pág. 483; Smith y Kim
(2007), pág. 54; Russell (2003), pág. 82; Berman (2007a), pág. 85; Van de Ven (2009), pág. 16
433
Habimana y Massé (2000, pág. 16) informan que “la autoestima como rasgo no se correlaciona
consistentemente con la propensión a experimentar envidia”. (Traducción propia).
434
Simmel (1927). Pág. 40.
435
Russell (2003). Pág. 82.
436
Ver Marina (2011). Pág. 28 ss.
437
Ver, por ejemplo, Marina (2011). Pág. 70.
438
Epicuro (1994). Obras. Madrid: Tecnos. Sentencias vaticanas, núm. 23.
439
Rolland, R. (1992): Colas Breugon; Barcelona: Círculo de Lectores; pág. 124.
440
Séneca (1984): Cartas morales a Lucilio. Tomo I, carta VI. Barcelona: Orbis. Pág. 22. Sin embargo, en
la versión de Ismael Roca en Editorial Gredos (1986, pág. 112), la última frase cobra un sentido muy
distinto: “Ten presente que un tal amigo es posible a todos”. Aunque esta última parece más acorde con
la doctrina de Séneca, que recomendaba la independencia del sabio con respecto a todas las cosas,
hemos reproducido la traducción de Jaime Bofill en Orbis por corresponderse con nuestra
argumentación.
441
Ver Kant (2008), págs. 330-331.
442
Ver Vidaillet (2008), pág. 283.
443
Píndaro (1984). Odas y fragmentos. Madrid: Gredos. Pítica II, verso 90. Pág. 153. Vives (2003). Pág.
153.
444
Ovidio (2012). Metamorfosis. Op. cit., II, 775-782. Pág. 96.
445
Russell (2003). Pág. 81.
446
Citado por Marina (2011), pág. 104.
447
Cita de Coles en Lim (2010). Pág. 3.
448
Midrash Tehilim, citado en Berman (2007), pág. 15. Traducción propia.
449
Salovey (1988). Traducción propia.
209
450
Para una defensa de las funciones positivas de la envidia, ver, por ejemplo, La Caze (2001), págs. 41-
44.
451
Cohen (2010).
452
Mencionado por Duffy y Schaubroeck (2008). Pág. 185.
453
Smith y Kim (2007). Pág. 59. Traducción propia.
454
Alberoni (2006). Págs. 255-266.
455
Melville (2005). Pág. 24.
456
Smith (1991). Pág. 96. Traducción propia.
457
Citado por Parrott (1991). Pág. 14. Traducción propia.
458
Savater (2012). Pág. 143.
459
Zambrano (1996). Pág. 94.
460
Ver Comte-Sponville, A (2003). La felicidad, desesperadamente. Barcelona: Paidós.
461
La Rochefoucauld (1984), op. cit. Pág. 171.
462
Ver Salovey (1988).
463
Ver Bonder (2006). Pág. 108.
464
Vives (2003), pág. 154; Plutarco (1996), pág. 75.
465
Ovidio (2012). Metamorfosis. Op. cit. Págs. 96-97.
466
Maquiavelo, N. (1988). El Príncipe. Madrid: Alianza Editorial. Pág. 41.
467
Lope de Vega (1997). Pág. 94.
210
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215
Índice de ilustraciones
Figura 1. Retrato de A. Salieri, obra de Joseph W. Mahler. .......................................................... 5
Figura 2. Retrato de W. A. Mozart, obra de Barbara Krafft (1819)............................................... 5
Figura 3. Edvard Munch: Envidia. ................................................................................................. 8
Figura 4. T. Géricault: La loca de la envidia. 1819-1921. ............................................................ 11
Figura 5. Concepción situacional de la envidia y afines. Graf (2010) ......................................... 63
Figura 6. Alegoría “El pintor diligente”, de Francisco López. En Portús (2008). ......................... 86
Figura 7. Retrato anónimo de Lope de Vega en su libro La Arcadia. En Portús (2008). ............. 87
Figura 8. Edvard Munch: La danza de la vida (1899-1900)....................................................... 149
Figura 9. Alegoría de la envidia en el libro de Lope de Vega El peregrino en su patria. En Portús
(2008). ....................................................................................................................................... 177
Figura 10. Envidia. Grabado de Jacob Matham (Haarlem, 1571-1631) .................................... 196
216