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Pasión y pureza: Aprende a someter tu vida amorosa bajo la autoridad de Cristo
Pasión y pureza: Aprende a someter tu vida amorosa bajo la autoridad de Cristo
Pasión y pureza: Aprende a someter tu vida amorosa bajo la autoridad de Cristo
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Pasión y pureza: Aprende a someter tu vida amorosa bajo la autoridad de Cristo

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About this ebook

En este libro clásico, Elisabeth Elliot comparte su historia de amor con Jim Elliot a través de cartas, anotaciones en su diario y recuerdos. Ella es honesta sobre las tentaciones, dificultades, victorias y sacrificios de dos jóvenes cuyo compromiso con Cristo fue la prioridad sobre su amor por el otro. Sus destellos personales, combinados con enseñanza bíblica relevante recordará a los lectores que solo al pasar su pasión humana y deseo por el fuego de Dios, Él podrá purificar su amor. En una cultura obsesionada con las citas, el sexo y la intimidad, la necesidad de el mensaje liberador de Elliot es más grande que nunca. Esta bella edición será atractiva para los jóvenes de hoy.

In her classic book, Elisabeth Elliot candidly shares her love story with Jim Elliot through letters, diary entries, and memories. She is honest about the temptations, difficulties, victories, and sacrifices of two young people whose commitment to Christ took priority over their love for each other. These revealing personal glimpses, combined with relevant biblical teaching, will remind readers that only by putting their human passion and desire through His fire can God purify their love. In a culture obsessed with dating, sex, and intimacy, the need for Elliot's freeing message is greater than ever. This beautifully repackaged edition will appeal to today's young people.
LanguageEspañol
Release dateFeb 15, 2022
ISBN9781087740065
Pasión y pureza: Aprende a someter tu vida amorosa bajo la autoridad de Cristo
Author

Elisabeth Elliot

Elisabeth Elliot (1926-2015) was one of the most perceptive and popular Christian writers of the last century. The author of more than twenty books, including Passion and Purity, The Journals of Jim Elliot, and These Strange Ashes, Elliot offered guidance and encouragement to millions of readers worldwide. For more information about Elisabeth's books, visit ElisabethElliot.org.

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    Pasión y pureza - Elisabeth Elliot

    1

    Yo, Señor, ¿soltera?

    No había una gran vista desde la ventana. La característica principal eran los basureros detrás del comedor. Las ventanas cerradas no bloqueaban ni el tremendo estrépito y estruendo de la recolección temprano en la mañana ni el ofensivo efluvio de la cocina diaria. Sin embargo, estaba muy contenta de tener ese pequeño cuarto. Era particular, lo que había deseado y finalmente obtuve cuando estaba en mi último año universitario. Tenía una cama, un armario, un librero, y en la esquina, cerca de la ventana, un escritorio con una silla y una lámpara. Un lugar para el silencio y la soledad, un «retiro», como al que Jesús dijo teníamos que ir a orar.

    Hacía mi estudio y algo de mi oración en el escritorio. Había árboles de arce y un viejo olmo detrás de los basureros y con frecuencia me distraía por la multitud (¿el rebaño? ¿la manada?) de ardillas que allí vivían. Las observaba prepararse para el invierno, subiendo y bajando, transportando provisiones frenéticamente; rezongando, chirriando y moviendo sus colas. Veía las hojas del arce cambiar de color y caer, veía que la lluvia las pegaba en la negra entrada para los vehículos. Veía la nieve caer sobre esos árboles y los basureros.

    No es nada difícil colocarme de nuevo en la silla de ese escritorio. Ahora, cuando me siento en un escritorio distinto y leo cartas de jóvenes confundidos, una vez más me convierto en esa joven que contemplaba la nieve. Lo que vestía no era muy diferente a lo que ahora visten: los estilos fácilmente retornan en 35 años. Tenía dos faldas, tres suéteres y unas pocas blusas, con las cuales hacia lo mejor que podía para combinarlas y dar la impresión de que usaba diferentes vestidos. Los miércoles eran fáciles. Todos en la clase usábamos la misma chaqueta de lana, con el emblema de la universidad cosido sobre el bolsillo del pecho.

    Mi cabello me hacía batallar muchísimo: Era rubio, no tenía rizo alguno y crecía cerca de 2,54 centímetros al mes. Cuán fácil hubiera sido usarlo suelto y liso, pero eso era impensable en ese entonces. Mis rizos eran todos «una farsa». Solo podía pagar un permanente al año. Entretanto dependía del viejo sistema de tubos, rizando mechones de cabello alrededor de mis dedos cada noche antes de acostarme, asegurándolos con un broche para el cabello.

    Si no podía hacer mucho con mi cabello, menos podía hacer con mi rostro. Como la mayoría de las jóvenes, deseaba ser hermosa, pero parecía en vano manipular mucho lo que se me había dado, aparte de usar un discreto toque de un pálido lápiz labial (algo llamado Tangee, que costaba 10 centavos) y un toque de polvo en mi nariz.

    Ese año necesitaba aquel pequeño y acogedor cuarto, quizás más que nunca. Tenía que lidiar con algunos asuntos que habrían de dar rumbo a mi vida. Durante el verano anterior había terminado de orar respecto a si habría de ser misionera. Sí lo haría. Luego de lo que mis amigos, los Hermanos de Plymouth, llamarían un ejercicio y lo que ahora las personas llaman una lucha, por fin estaba claro. La lucha no era sobre cualquier renuencia por cruzar un océano o vivir bajo un techo de paja, sino sobre si esto era idea mía o de Dios y si debía ser cirujana (me encantaba disecar cosas) o lingüista. Llegué a la conclusión de que era Dios quien me llamaba y que el llamado era a la lingüística. Pedí certeza del Señor y la obtuve, así que eso fue.

    Pero había otro asunto que no se había terminado de manera alguna. Dios sabía que para ese asunto me haría falta un lugar a solas. Era respecto a estar sola, por el resto de mi vida. Decía: «Yo, Señor, ¿soltera?». Parecía entremeterse entre mí y mis libros de texto griego cuando me sentaba en el escritorio, entre mí y mi Biblia cuando trataba de escuchar a Dios hablar. Era una obstrucción a mis oraciones y el tema de mis sueños recurrentes.

    Con frecuencia le hablaba a Dios acerca de esto. No recuerdo habérselo mencionado a nadie por muchos meses. Las dos jóvenes que compartían la suite de la cual mi cuarto era un tercio, no eran del tipo salvajemente popular a las cuales hubiera envidiado. Eran jóvenes calladas y sensibles, un tanto mayores que yo. Una era estudiante de música que pasaba la mayor parte de su tiempo practicando órgano en el conservatorio, la otra había sido WAVE (la rama femenina de la marina estadounidense), y era una experta en tejer calcetines de rombos. Ambas tejían incontables pares de calcetines y guantes y los enviaban a otros lugares por correo. Un día Jean me dijo: «Cuando tomas una aguja en tu mano, estás completamente perdida, ¿no es así?». Comparada con ellas dos, sí lo estaba.

    Al terminar la universidad, Jean se casó. Bárbara todavía está soltera. No recuerdo ninguna conversación con ellas acerca del amor y el matrimonio (aunque debemos haber tenido alguna), pero estoy completamente segura de que para las tres la soltería significaba una cosa: virginidad. Si estabas soltera, no te habías acostado con ningún hombre. Si habrías de ser soltera permanentemente, jamás estarías en la cama con un hombre.

    Por supuesto, eso era hace cien años. Pero aun cien años atrás, para muchas personas, cualquiera que creyera seriamente eso y lo cumpliera hubiera sido vista como extravagante. Quizás éramos la minoría. No puedo estar segura en cuanto a eso. Ciertamente la mayoría profesaba creer que era mejor limitar la actividad sexual a esposos y esposas, aunque sus vidas privadas demostraran esta convicción o no. Ahora, sin embargo, en los últimos años del siglo veinte, los tiempos han cambiado, según nos dicen. Por miles de años la sociedad dependió de cierto orden en el asunto del sexo. Un hombre tomaba una esposa (o esposas) de acuerdo a reglas reconocidas, y vivía con ella (o ellas) bajo reglas reconocidas. El que jugueteaba con la esposa o las esposas de otros hombres lo hacía bajo su propio riesgo. Una mujer sabía que poseía un tesoro invaluable: su virginidad. Lo resguardaba celosamente para el hombre que pagara un precio por ella (un compromiso al matrimonio con ella y solo ella). Hasta en las sociedades en donde la poligamia era permitida, había reglas que gobernaban las responsabilidades de los cónyuges, de las cuales dependía toda la estabilidad de la sociedad.

    De alguna manera, hemos adquirido la idea de que podemos olvidar todas las reglas sin que nos pase nada. Decimos que los tiempos han cambiado. Por fin estamos «liberadas» de nuestras inhibiciones. Ahora tenemos «Sexo y la mujer soltera». Tenemos libertad. Podemos, en efecto, «tenerlo todo y no quedar enganchadas». Las mujeres pueden ser depredadoras si lo desean, tanto como los hombres. Estos no lo son, a menos que lo hayan probado seduciendo tantas mujeres como les sea posible, o tantos hombres, porque ahora se puede elegir de acuerdo a la «preferencia sexual». Podemos acostamos con aquellos del sexo opuesto o los del nuestro. No importa. Es una mera cuestión de gusto, y todos tenemos el «derecho» a nuestros gustos. Todos son iguales. Todos son libres. Nadie se amilana ni necesita privarse de nada. Es más, nadie debe negarse nada que realmente desee: es peligroso. No es saludable. Es enfermizo. Si se siente bien, y no lo haces, eres paranoico. Si no se siente bien y lo haces, eres masoquista.

    Mis compañeras de cuarto y yo creíamos que soltería era sinónimo de virginidad no porque éramos estudiantes universitarias de hace cien años cuando todos creían eso. No era porque no conocíamos nada mejor. No era porque éramos muy inocentes como para no haber oído que las personas han estado cometiendo adulterio y fornicación por milenios. No era porque todavía no estábamos liberadas ni siquiera porque éramos estúpidas. La razón es que éramos cristianas. Valorábamos la santidad del sexo.

    Me senté en el escritorio junto a la ventana y pensé mucho y arduamente acerca del matrimonio. Sabía la clase de hombre que deseaba. Tendría que ser un hombre que valorara la virginidad, la suya, así como la mía, tanto como yo.

    ¿Qué desean las mujeres hoy en día? ¿Qué desean los hombres? Es decir, en lo profundo. ¿Qué desean en realidad? Si «los tiempos» han cambiado, ¿habrán cambiado también los anhelos humanos? ¿Qué de los principios? ¿Han cambiado los principios cristianos?

    Respondo con un no las últimas tres preguntas, un no enfático. Estoy convencida de que el corazón humano tiene hambre de constancia. Al cambiar la santidad del sexo por aventuras casuales, sin discernimiento alguno, perdemos algo que realmente necesitamos. Cuando ya no se valoran ni se protegen la virginidad y la pureza, hay aburrimiento, monotonía y letargo en todo en la vida. Al tratar de encontrar satisfacción en todas partes, no la encontramos en ­ningún lugar.

    2

    La vida que debo

    Un joven predicador británico llamado Stephen Olford habló en la capilla de nuestra universidad durante una semana. Dos cosas que dijo se quedaron conmigo. Una de ellas fue una cita de Cantar de los Cantares: «Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén […] Que no despertéis ni hagáis velar al amor, Hasta que quiera» (Cant. 2:7). Él interpretó esto en términos de que nadie, hombre o mujer, debe agitarse en cuanto a la elección de un compañero, sino que debe estar «dormido», por decirlo así, en la voluntad de Dios, hasta que a Él le agrade «despertarle». La otra cosa que nos recomendó fue que debíamos llevar un diario espiritual. Me propuse seguir ambos consejos.

    Compré un pequeño cuaderno de notas color marrón, casi exactamente del tamaño de mi pequeña Biblia encuadernada en piel de color marrón que mis padres me dieron en la Navidad de 1940. Las mantenía juntas en todo momento. Escribí en la cubierta del cuaderno las palabras griegas que significan: «Porque para mí el vivir es Cristo…». En la primera página escribí una estrofa del himno de Annie R. Cousin, tomado de las palabras de Samuel Rutherford:

    Oh Cristo, Él es la fuente,

    ¡El profundo, dulce pozo del amor!

    Los arroyos de la tierra he probado

    Arriba beberé más profundamente:

    Allí Su misericordia se expande

    En un océano de plenitud,

    Y mora la gloria, la gloria

    En la tierra de Emanuel.

    Llamé a mi libreta el «Gomer de Maná», tomando la idea de Éxodo 16:32: «Y dijo Moisés: Esto es lo que Jehová ha mandado: Llenad un gomer de él, y guardadlo para vuestros descendientes, a fin de que vean el pan que yo os di a comer en el desierto, cuando yo os saqué de la tierra de Egipto».

    «Señor, ¿qué es el amor?».

    … Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios…

    1 Juan 4:16

    Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado.

    Juan 15:12

    «Padre, ¿cómo es esto posible?».

    … porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.

    Romanos 5:5

    ¡Oh Amor! Que no me dejarás

    Descansa mi alma siempre en Ti;

    Es tuya y Tú la guardarás,

    Y en el océano de tu amor

    Más rica al fin será.

    George Matheson

    «Te devuelvo la vida que te debo. ¿Debo? ¿Por qué debo? Es mi vida, ¿no es así?».

    «¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio» (1 Cor. 6:19).

    El sentido de destino: alguien ha pagado por mí con sangre. ¡Este pensamiento eleva mi vista más allá del momento de candente deseo!

    Ahora, así dice Jehová,

    Creador tuyo, oh Jacob,

    y Formador tuyo, oh Israel:

    No temas, porque yo te redimí;

    te puse nombre, mío eres tú.

    Isaías 43:1

    Allí se define mi destino: ser creada, formada, redimida, llamada por nombre. Lo que fue cierto para Israel es cierto para el cristiano que es «hijo de Abraham» por

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