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I.

ENTRE LA INSOPORTABLE REALIDAD DE LA CORDURA Y LA


DROGADICCIÓN:

El sujeto, cuyos problemas le hacen proclive al conflicto emocional y psíquico,


muchas veces cae en el error al tratar de solucionar estos por medio de las
drogas, creyendo que sólo van a ingerir una vez la sustancia, pero en realidad
se genera la costumbre y la adicción. Esto ocasiona que los problemas
familiares aumenten, ya que la droga consumida es más fuerte, y al no querer o
poder dejarla, a veces los sujetos optan por abandonar el hogar, convirtiéndose
en niños de la calle o en vagabundos, exponiéndose a riesgos de gran
magnitud como contraer enfermedades, ser golpeados, soportar abusos,
explotación, hambre y abandono.

Es posible la aparición de una amplia gama de trastornos psicológicos, estados


de ánimo negativos e irritabilidad, actividades defensivas, pérdida de
autoestima e intenso sentimiento de culpa, así como alucinaciones visuales y
auditivas, disminución de la capacidad intelectual, lenguaje confuso, y la
destrucción de neuronas.

El Adicto deambula, así, errabundo por una tierra que no le satisface, a la que
no pertenece, dueño de una “realidad imaginaria” donde lo objetivo se
distorsiona para su horror o beneplácito, que lo oprime desde dentro y lo
reprime desde fuera.

Ese estado psicofísico que le sorprende cuando el colmillo de la serpiente de la


droga le destila su veneno, y le lleva por un sendero de impulsos irreprensibles
donde el sueño de la feria le marea y la risa y la violencia, lo precipitan hasta el
borde de la depresión o la euforia.

Es allí donde experimenta los efectos de una psicodelia colorida, volátil, que en
medio de alivio de un “viaje”, o de una evasión, se transporta a un mundo
donde con estirar la mano o pensarlo se hace dueño de un cosmos oculto al
que él y solo quien él lo permita, pueden llegar.
El adicto necesita de algo o alguien que lo rescate de su soledad, del dolor y se
vuelve dependiente de amigos, padres, cónyuge y se olvida de sí mismo
abandonándose, aislándose, olvidándose de lo bueno que pudiera poseer y
buscando un leve consuelo en los logros de los demás.

Poco a poco su conducta obsesiva, aderezada de desconfianza, vulnerabilidad


social y psíquica le confieren comportamientos compulsivos que hacen de su
vida de relación un proceso disfuncional donde la comunicación hacia fuera se
torna débil o nula y la introversión aniquila el único resquicio de cordura y
coherencia que lo mantenían ligado al mundo de afuera.

El aislamiento, familiar primero, social después y de sí mismo por último, se va


generando lentamente, silenciosa, pero constante, perseverante, escondida en
sus circunvoluciones cerebrales, agazapada entre sus pensamiento, oscura
detrás de su sombra. Pegada a sus carencias, insatisfacciones, dolores,
temores y ausencias.

Se suicida lenta y voluntariamente y quizá nadie en su derredor se ha dado


cuenta: Sus seres cercanos, metidos en sus “broncas”, no se han percatado de
su conducta, porque quizá nunca se han familiarizado con ella. Y es quizá este
lugar donde se cuece el caldo de cultivo, sazonado de incomprensión, de
maltrato, de rechazo, de abandono, en medio de una guarnición de pobreza, de
dificultades escolares y adornadas con el insufrible desamor.

Un lugar común a muchos de nosotros, un lugar que forma parte de nuestra


psicodinamica familiar y social del mexicano pobre (o debiera decir quizá, del
pobre mexicano).

II. LA TANATOLOGÍA Y LAS ADICCIONES:

El tanatólogo debe preocuparse de la persona que tiene delante de sí, nunca la


debe tomar como un caso interesante, un expediente o un número, esto es
válido tanto para el adicto como para sus familiares. A cada persona se le debe
dar un espacio independiente para que pueda manifestar su problemática,
reacciones y sentimientos de forma individual.

Para el tanatólogo el adicto no sólo es un ser que vive en una irrealidad


constante o el individuo que optó por salirse por la puerta mas cercana, la que
se le abrió cuando él tocó a tantas otras; es un enfermo que se muere
lentamente, que se encuentra en la cama de la ausencia, recargado en la
almohada del olvido.

El adicto se muere en vida, lo corroe el dolor del alma y le destruye el cuerpo el


combustible que supuestamente le da vida. El tanatólogo se enfrenta al reto de
permearlo, de indagar en la familia, de lograr la confianza de los suyos para
encontrar la llave y la puerta donde este se encuentra.

Debería, el tanatólogo, empezar su labor de prevención en las escuelas, las


familias y sobre todo en los ámbitos donde es propicio caer en las garras de la
droga. Coadyuvando la labor de otros profesionales de la conducta, el
tanatólogo, debería iniciar el duelo y el acompañamiento con los seres queridos
de adicto para tratar desde ahí de tender redes, de colocar andamios, de
acercarse al sujeto que sufre la perdida de la voluntad de seguir vivo.

En la adicción no solo se pueden perder las funciones de los órganos vitales,

no solo cesa la vida y el latido se desvanece en el silencio, se muere el anhelo,

la ambición y la esperanza, el motivo que impulsa a conseguir las metas

propuestas, se pierde el “cómo” al no tener “un porqué” para estar vivo.

Quizá la única salida a una espera tan larga en la desesperanza sea la de


poder brindar un poco de paz interior en el alma del adicto y lograr por lo
menos un momento de solaz en la relación de la familia y el paciente. Quizá lo
avanzado del caso no permita otra cosa que acompañar a la familia hasta el
desenlace de la vida del adicto, afrontando la realidad de una culpa quizá no
comprendida o una responsabilidad no compartida. Después de todo “el batir
de las alas de una mariposa pueda causar estragos en otra parte del
mundo”.

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