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ANTONIO PRIANTE

MUNDO
DEMONIO
Y
FAUSTO

TRAGICOMEDIA FANTÁSTICA

EN

TRES ACTOS

NUEVE JORNADAS

ENTREGA 5
JORNADA SEGUNDA

POR LA RUTA DE DON QUIJOTE

Trasladado a España, Fausto va a parar al palacio de los Duques de


Zaragoza, por donde acaba de pasar don Quijote. Polemiza con un
sacerdote y marcha luego con el joven Bernardo tras las huellas del
caballero.
Babieca: metafísico estáis.
Rocinante: es que no como.

Cervantes

TAXISTA.- ¿Adónde vamos?


MEFISTO.- A París, naturalmente.
TAXISTA.- Son doscientos kilómetros. Me han de pagar por adelantado.
MEFISTO.- (entregándole unos billetes). Tenga. Cuando lleguemos, y si procede, me
devuelve el cambio.

Recuérdese que Fausto y Mefisto, entre ellos, siempre hablan en alemán.

FAUSTO.- He aquí un hombre desconfiado.


MEFISTO.- Lo normal. Piensa que Europa y Norteamérica son lo que son gracias a
hombres así. Y es que, pese a lo que proclama la más ñoña literatura empresarial,
todo el mundo sabe que la desconfianza es la base de los negocios y del progreso. Los
pueblos generosos, cálidos y hospitalarios siguen apacentando sus cabras y camellos.
TAXISTA.- Alemanes ¿eh?
MEFISTO.- Bueno…mi amigo es alemán de pies a cabeza; yo, podríamos decir que
soy ciudadano del mundo.
TAXISTA.- Historias, eso son historias, sabe qué le quiero decir, ¿no? No hay
ciudadanos del mundo, no señor. Cada cual es de un país, de un pueblo, de una patria.
Que eso lo diga un negro como ese de la ONU tiene un pase, porque ya me dirá usted
de qué país, de qué patria se puede ser en África, pero un alemán…no, señor. Y no es
que me caigan bien los alemanes, Dios me libre…aunque, tras el rapapolvo que les
dimos en las dos últimas guerras mundiales, parece que finalmente se han convertido
en mercanchifles inofensivos.
MEFISTO.- Lo que usted diga, pero tenía entendido que la última guerra mundial,
antes de que la perdiese Alemania, ya la había perdido Francia.
TAXISTA.- Eso es falso, totalmente falso. Y la Resistencia ¿qué? ¿Qué me dice de la
Resistencia. Eso ¿no cuenta?
MEFISTO.- Lo que usted diga, pero tenía entendido que la Resistencia fue cosa de
cuatro comunistas y cuatro exiliados españoles; que la inmensa mayoría de los
franceses, intelectuales de izquierda incluidos, no lo pasaron mal bajo las alas de las
águilas germanas, y que algunos hasta quedaron sinceramente prendados de la
elegancia, el refinamiento y la cultura de algún que otro oficial del ejército de
ocupación como el llamado Ernst Jünger.
TAXISTA.- ¿Qué lío es ese? ¿De dónde se ha sacado todo eso? Mire, yo entonces
apenas había nacido, pero he visto infinidad de películas americanas y hasta alguna
francesa sobre la Resistencia, y de eso que usted dice, nada de nada…Alemanes…
brrr… Me está tocando las pelotas, ¿sabe?
MEFISTO.- Lo que usted diga…quiero decir que no era esa mi intención. Mejor que
dejemos la política.
TAXISTA.- Sí, mejor. (como hablando para sí mismo) Extranjeros…Y estos son los
peores, los que van con pasta por el mundo y presumen de saberlo todo. Y nos
insultan, sí nos insultan. Al menos, los otros son unos desgraciados.
MEFISTO.- ¿Decía algo?
TAXISTA.- Unos desgraciados, sí, los metecos, ya me entiende: portugueses,
españoles, italianos, árabes, turcos y toda esa ralea. Nos quitan el trabajo, chupan del
Estado, pero al menos no nos insultan como…como los que van con la cartera llena,
americanos y… y alemanes también, sí señor, y usted disculpe.
MEFISTO.- Conmigo no se tiene que disculpar. Ya le he dicho que yo no soy alemán.
TAXISTA.- Ah, sí, claro, ciudadano del mundo. ¿No te jode?
FAUSTO.- ¿Se puede saber hacia dónde vamos?
MEFISTO.- A París, a la alegre ciudad de tus años mozos…porque supongo que los
estudiantes de teología también tenían sus años mozos.
FAUSTO.- No, no, quiero decir que adónde va a parar todo esto. ¿Te das cuenta que
no hacemos más que perder el tiempo? ¿Qué significan estas historias de catedráticos,
estudiantes y taxistas? ¿Cuál es aquí mi papel? ¿Por donde puedo lanzarme en pos de
lo que sin cesar anhelo? Si al menos me hubieses concedido unas horas con
Catherine…¡qué hermosura de muchacha! Y qué temple, qué energía.
MEFISTO.- Mejor no hablemos de energías. Si supieras la de energías que los seres
humanos desperdiciáis en la historia ésa del amor, te quedarías de piedra. Porque,
piénsalo bien, ¿adónde conduce todo eso? El amor es acto; todo lo que le rodea es
comedia.
FAUSTO.- Hablas de lo que no conoces ni puedes conocer. El amor es la fuerza que
mueve el mundo, por mucho que lo pretendas negar o rebajar.
TAXISTA.- Subanestrujenbajen, la puta que los parió los entiende.. Eh, señores, que
estamos en Francia. A ver si chamullamos un poco la lengua nacional y me dicen qué
hago. ¿Sigo por la carretera o cojo la autopista?
FAUSTO.- Este hombre me resulta abominable.
MEFISTO.- Solo pretende que le indiquemos el camino que ha de seguir. Te veo muy
nervioso.
FAUSTO.- No quiero ir a París, no quiero ningún trato con este engendro.
MEFISTO.- Muy delicado estás, tú que tienes trato con el mismo Diablo.
FAUSTO.- No compares, y no es porque tú estés delante, pero el Diablo es una
potencia metafísica, que tiene su papel en la escena cósmica, mientras que este tipo es
un miserable despojado de toda cualidad humana.
MEFISTO.- Exageras. El pobre no es más que un átomo de la masa en que le ha
tocado vivir. Es cierto que no tiene ni ideas ni emociones propias, pero, qué quieres
que te diga, tampoco las necesita.
TAXISTA.- Espero una respuesta, señores Estrujenbajen.
FAUSTO.- ¡Quítamelo de mi vista!
MEFISTO.- (Siempre lo mismo, el Espíritu del Mal haciendo el trabajo sucio para los
llamados espíritus delicados). (al taxista) Oiga, buen hombre, ¿qué le dijo el médico
la última vez que le visitó? Que había de cuidar su corazón, ¿no?
TAXISTA.- ¿Eh?…Cómo sabe…
MEFISTO.- Que no fumase, que no bebiese, que no condujese muchas horas y menos
de noche… ¿Por qué no hace caso? ¿Sabe qué ocurre cuando no se hace caso de los
sabios consejos del médico?…¿Lo sabe?

TAXISTA.- (llevándose la mano al corazón, como preso de un fuerte dolor) Noooo!

El taxi se sale de la carretera y va zigzagueando hasta que queda empotrado en un


pajar. Fausto y Mefisto salen del vehículo. La noche es fría y despejada.

FAUSTO.- Todo esto no lleva a ninguna parte.


MEFISTO.- Te veo muy inquieto, muy impaciente. Hasta diría que te sales de tu
papel.
FAUSTO.- No puedo resignarme a que no se cumplan mis deseos.
MEFISTO.- Primero de todo deberías tener una idea clara de cuáles son tus deseos. Y
nadie habla aquí de resignación, sino de sentido de la oportunidad: ver lo que en cada
momento es posible, para no perder el tiempo con lo imposible.
FAUSTO.- No puedo entretenerme en esos cálculos. La impaciencia me devora.
MEFISTO.- Ahí está el mal. Recuerda lo del sabio judío: "Por la impaciencia
perdimos el paraíso; por la impaciencia somos incapaces de recuperarlo" (pérdida,
por cierto, en la que también yo tuve algo que ver).
FAUSTO.- No sé de paraísos perdidos; el paraíso está siempre por alcanzar.
MEFISTO.- Es una idea perfectamente fáustica, y se comprende. Pero deberías
aprender de los antiguos: griegos y romanos no concebían lo infinito, sino lo limitado
(¿se nota que he leído a Spengler?), y así les fue de bien…al menos comparado con
los modernos. Deberías saber que antes y después del instante presente no hay nada.
FAUSTO.- A eso aspiro, a vivir un instante al que pueda decir: detente.
MEFISTO.- Amigo, hasta aquí he llegado. Yo no puedo dar lecciones sobre el secreto
de la felicidad íntima. La felicidad que yo puedo enseñar es la que se basa en la
posesión de las cosas, del poder y del prestigio.
FAUSTO.- Enséñame al menos un mundo que no se parezca a ninguno de los que he
conocido.
MEFISTO.- Lamento comunicarte que todos los mundos son iguales. Es verdad que
las apariencias pueden ser muy diversas, pero si rascas un poco, siempre encuentras
lo mismo. Un mundo diferente es sólo una mirada diferente del observador.
FAUSTO.- Estoy harto de palabras. Tengo sed de realidades vivas.
MEFISTO.- Bien. Veremos lo que se puede hacer.

Mefisto y Fausto se dirigen hacia un árbol que se alza solitario. Mefisto apoya su
mano izquierda en el tronco del árbol.

MEFISTO.- Haz lo mismo que yo. (Fausto apoya en el tronco su mano derecha) Y
ahora, formula tu deseo preferido.
FAUSTO.- Quiero descender a lo más profundo y ascender a lo más alto. Quiero ser
y sentir lo que vagamente he presentido en sueños. Quiero ser infinito, ilimitado,
pleno, dichoso e inmortal.
MEFISTO.- Bien. Da un salto.
FAUSTO.- ¿Hacia adónde?
MEFISTO.- Hacia fuera.

Fausto da un salto. Cuando vuelve a tocar con los pies en tierra, se encuentra solo,
bajo unos álamos, próximo a la orilla de un río. Oye las notas de una guitarra que
acompañan a una voz masculina, que canta en castellano.

VOZ.- Si destas claras aguas la frescura


apaciguar pudiera mi sentir,
me perdería en ellas con premura,
que más vale morir que no vivir.
Mas temo que en las ondas tu figura
se dibuje tenaz como doquier;
que no hay agua ni cueva ni espesura
que de tu sol me pueda defender.
FAUSTO.- El amor, siempre el amor. En cualquier lugar, época o momento siempre
el mismo canto lastimero. Amor no correspondido…Si uno se guiase por los lamentos
que oye, diría que ése es el mayor mal que atenaza a los mortales. Como si todas la
miserias, guerras, hambres, pestes, injusticias, nada fuesen comparadas con la
insatisfacción de ese sentimiento sutil. Cierto que el amor se siente, y yo lo he sentido
tan poderosamente como el que más, pero ¿cómo se explica? ¿Cuál es la razón de esa
fuerza que dispara el corazón hacia otro corazón del que, a veces, apenas se conoce
el rostro, la voz o la figura? O acaso el corazón no es más que la vestidura, la palabra
púdica que encubre la tendencia animal que, al no poder satisfacerse, se inventa alas
y poemas… Quizá el hombre enamorado tenga su explicación.

Fausto se dirige al lugar de donde procedía la voz, y encuentra un joven sentado en


el suelo, con la espalda apoyada en un árbol, la guitarra en el regazo, vestido a la
usanza de los estudiantes del siglo XVII. El joven (Bernardo) lanza una piedra al río
y observa ensimismado los fugaces círculos que se forman en el agua. Al advertir la
presencia de Fausto, le habla sin apenas mirarle.

BERNARDO.- Dios os guarde. ¿Os envían de palacio?


FAUSTO.- No. Caminaba por aquí y he quedado embelesado por la belleza de
vuestro canto.
BERNARDO.- ¿Lo habéis oído?
FAUSTO.- De principio a fin, creo.
BERNARDO.- ¿Y qué opinión os merece?
FAUSTO.- Es bello, con esa terrible belleza de los sentimientos tristes y profundos.
BERNARDO.- Os pregunto por el ritmo, la rima, la cadencia, las cesuras, la
discreción del concepto, la oportunidad de la metáfora…
FAUSTO.- He olvidado el significado de esos términos de manual. Yo os preguntaba
por el poderoso sentimiento que sin duda ha encendido el fuego de esos versos.
BERNADO.- ¿Sentimiento?
FAUSTO.- El amor.
BERNARDO.- Amor…ah, sí…Una vez estuve enamorado, y no me fue nada bien.
Entonces empecé a leer, y decidí dedicarme a las letras. Ahora soy poeta, y esto que
habéis oído es el principio de la elegía que pienso presentar a las justas literarias de
Zaragoza.
FAUSTO.- Seguro que obtenéis el primer premio.
BERNARDO.- El primero no, ¡voto a! que ése es en realidad el tercero; yo ganaré el
segundo, que en verdad es el primero.
FAUSTO.- No os entiendo.
BERNARDO.- ¿De qué país venís? ¿No conocéis los usos de esta tierra? Pues sabed
que en todos los reinos de España la cosa funciona así: el primero se debe al favor de
la amistad, a la fama ya conseguida o a la esperanza de algún beneficio; el segundo, a
la justicia, y, con muy buena voluntad, se puede poner en el tercero el que se
proclama primero.
FAUSTO.- Ya os entiendo, pero me temo que eso ocurre en todos los reinos del
mundo.
BERNARDO.- Sí, pero aquí, a calderadas. Y por cierto, no me habéis dicho de dónde
venís.
FAUSTO.- De Francia.
BERNARDO.- ¿No seréis hereje?
FAUSTO.- Practico la religión verdadera.
BERNARDO.- Mejor así. ¿Tenéis aventuras y lances curiosos que contar?
FAUSTO.- A calderadas, como vos decís.
BERNARDO.- Entonces, está hecho. Os venís conmigo a palacio. Mi padre es el
secretario del Duque. El buen hombre, el Duque, quiero decir, se consume de
melancolía, y la Duquesa también. Son personas de ingenio y de humor alegre, pero
flota en palacio una atmósfera pesada que diríase que los tiene sojuzgados; es un aire
espeso y clerical que ahoga las risas y hasta las sonrisas y sólo permite los rezos y los
bostezos. ¡Ved con qué soltura me salen ahora las rimas!

Salón comedor del palacio de los Duques. Rodeados de un numeroso servicio,


sentados a la mesa: el Duque, la Duquesa, el Secretario, Bernardo, y, frente a frente,
el Eclesiástico y Fausto.

DUQUE.- (a Fausto) Sin duda el cielo os ha enviado. Ayer partía el caballero don
Quijote, y hoy llega el viajero…¿Fausto, habéis dicho?
FAUSTO.- Fausto, señor, doctor en ciencias, en filosofía y en teología.
ECLESIÁSTICO.- No se necesitan tantos títulos para ser un buen cristiano.
DUQUESA.- (al Eclesiástico) ¿Y quién ha dicho que don Fausto no es buen
cristiano?
ECLESIÁSTICO.- (a Fausto) ¿Lo sois?
FAUSTO.- Bueno soy, y cristiano me hicieron en la pila del bautismo.
DUQUESA.- ¿Satisfecho, mosén? Don Fausto, decidme, ¿cómo visten las mujeres en
Francia? ¿Es verdad que no usan esta ropilla negra y que los escotes son amplios y
bien dibujados?
ECLESIÁSTICO.- Mirad, señora Duquesa, que la curiosidad es la antesala de todos
los pecados. ¿A qué andar inquiriendo las costumbres de otros pueblos, cuyos reyes
ni siquiera saben contener la peste de la herejía?
FAUSTO.- Señora, no sabría qué responderos a esa pregunta.
BERNARDO.- Casta mirada la vuestra.
FAUSTO.- Más bien distraída. En cambio sí sabría deciros, señora, cómo son los
estudiantes y los catedráticos de filosofía y las hijas de los catedráticos y los taxistas.
DUQUE.- ¿Los qué?
FAUSTO.- Los cocheros de carruajes de alquiler, que así se llaman allá. Pero,
creedme, no vale la pena; es un mundo nervioso, agitado, rápido, huidizo y vacío,
sobre todo vacío. Aquí en cambio se respira la paz y el sosiego que toda alma necesita
(de vez en cuando).
DUQUE.- En eso tenéis razón, mucha paz y mucho sosiego, como imagino que debe
haber en las tumbas…Menos mal que la visita del caballero don Quijote alegró un
poco…
ECLESIÁSTICO.- Disculpadme, señor. Con el respeto debido quiero manifestaros de
nuevo mi total oposición al indigno espectáculo que se organizó en esta casa
alrededor del sujeto en cuestión.
FAUSTO.- Me gustaría saber quien es ese tal Quijote que tanta polémica levanta.
DUQUE.- Un loco.
BERNARDO.- Un cuerdo, con perdón.
DUQUESA.- Una extraña criatura que se cree caballero andante.
BERNARDO.- Un poeta que vive sus sueños.
FAUSTO.- ¿Un poeta como vos?
BERNARDO.- No, un poeta de verdad. Yo solo escribo versos y aspiro a un premio.
ECLESIÁSTICO.- (dando un golpe en la mesa) Un mentecato, un estúpido, un
botarate, un haragán, que se ha inventado un mundo de fantasía para no habérselas
con la realidad… la realidad de que es un pobre hombre, un desgraciado, una piltrafa
humana, una escoria.

Unos instantes de tenso silencio.

FAUSTO.- ¿Entendéis mucho de realidad, mosén?


ECLESIÁSTICO.- Todo hombre con dos dedos de frente entiende de realidad.
FAUSTO.- Pues os confieso que yo, doctor en filosofía, tengo mis dudas. ¿Qué es la
realidad?
ECLESIÁSTICO.- Parece mentira, señor don Fausto, vais a resultar tan majadero
como el otro. La realidad es esta mesa que toco, este vino que bebo, esta silla que me
aguanta, este palacio que nos alberga, y las tierras que lo sustentan, y los soldados
que las defienden, y el rey que nos gobierna, y la Santa Iglesia que nos ampara y nos
señala el camino y nos advierte de los peligros…Y todo lo que de eso se aparta o lo
niega o es locura o es pecado, o es ambas cosas.
BERNARDO.- ¿Y la poesía? ¿Qué lugar ocupa la poesía entre las cuatro esquinas de
ese mundo?
ECLESIÁSTICO.- La poesía sólo es un juego, como el ajedrez; una realidad menor
que sólo puede ser tenida en cuenta como entretenimiento y diversión.
DUQUE.- Qué sorpresa, mosén. ¿También entra la diversión en vuestra descripción
del mundo?
ECLESIÁSTICO.- Sí, la sana diversión, es decir, siempre que no sea pecado y no
ofenda el decoro y la dignidad de la persona…Y ruego a vuestra excelencia que no
me haga hablar más, que ya veo por donde va.
FAUSTO.- Debe ser consolador ver la realidad tal como vos la veis; debe ser
confortante detenerse ante los límites de lo aparente y decirse: eso es todo. Pero yo no
puedo renunciar a ir siempre más allá, un destino inexorable me empuja a traspasar
todas las fronteras, a romper todas las murallas, siempre en busca de la realidad
última y definitiva que tal vez no sea más que una fantasía. Oídme bien, en mis largos
años de investigación y experimentación con los elementos de la tierra he sido testigo
de fenómenos prodigiosos. Habéis de saber que, profundizando en el microcosmos y
en el microcosmos del microcosmos, se llega a una región fantástica donde los
elementos de las cosas se desmenuzan y desmenuzan, donde los átomos ya no son
tales sino que se dividen y se subdividen hasta perder toda entidad, y esas no
entidades, vacías finalmente de toda sustancia o materia, vagan libres por el espacio
sin ley alguna que las contenga…y habéis de saber que, sobre esas fantásticas no
entidades se levanta el edificio de lo que juzgamos indiscutible realidad. Sin contar…
ECLESIÁTICO.- Sin duda practicáis la alquimia. Pues os advierto…
FAUSTO.- Sin contar con que nuestros sentidos están hechos como están hechos y
sólo pueden percibir lo que pueden percibir, de manera que todo un mundo infinito de
realidades ignoradas se les escapa y siempre se les escapará. Teniendo en cuenta todo
esto, decidme ¿dónde empieza, dónde acaba, en qué consiste la realidad? ¿No sería lo
más discreto empezar por considerarla un sueño de nuestros sentidos para desde ahí
lanzarse a su imposible conquista?
BERNARDO.- Un sueño de nuestros sentidos…bella imagen.
ECLESIÁSTICO.- (al Duque) Excelencia, tengo la clara sensación de que el Maligno
se cierne sobre nosotros. Ayer, el loco don Quijote; hoy, el herético don Fausto. (a
Fausto) Porque no hay duda que en cuanto decís hay herejía. En todo caso, doctores
tiene la Iglesia…O mejor, decidme, para zanjar de una vez el caso, ¿creéis que Dios
es realidad o, como parece deducirse de vuestras palabras, pensáis que es sólo
fantasía?
FAUSTO.- Dios es toda la realidad y yo soy su profeta.
ECLESIÁSTICO.- ¡Herejía! ¿Vos el profeta de Dios? ¡Herejía! (se levanta de la silla
y, dirigiéndose al Duque) Con vuestro permiso, voy a retirarme a mi habitación y, con
vuestro permiso, voy a redactar un informe para el Santo Oficio.
DUQUE.- (serio y contundente) Con mi permiso, os vais a vuestra habitación; con mi
permiso, os encerráis en ella; con mi permiso, recogéis todas vuestras pertenencias
sin que se os olvide ni un cilicio ni una disciplina; con mi permiso, abandonáis desde
luego el palacio, y con mi permiso, abandonáis también la idea de ese necio informe
que, en saliendo de esta casa, lastimaría la fama de mi hospitalidad. Y cuando
juzguemos necesario que nos recuerden las enseñanzas de la madre Iglesia, que
nunca dejamos de practicar devotamente, nos concertaremos con el obispo para que
nos envíe un eclesiástico que, además de las virtudes divinas, practique también las
humanas. Au revoire, que dicen en Francia. Y, si sabéis francés, no toméis la
expresión al pie de la letra, que yo no tengo ningún deseo de volver a veros.
ECLESIÁSTICO.- (rojo de vergüenza y de ira, emprende la retirada) Es el Maligno,
sí, el Diablo se ha apoderado de esta casa. ¡No podrás conmigo, Satanás!

En el momento de girarse hacia la salida, tropieza con un camarero, uniformado de


rojo, que lleva una fuente con carne en salsa, y todo el contenido de la fuente se
derrama sobre la sotana del eclesiástico.

CAMARERO-MEFISTO. - Perdón. (¿No te enseñaron que no se debe tomar el


nombre del Diablo en vano, gilipollas?).

Ríen los Duques, ríen el Secretario y su hijo, ríe Fausto, ríen todos los criados, y a
continuación prosigue el banquete entre risas, música y cantos.
Por el camino real, en dirección a Zaragoza, Fausto y Bernardo cabalgan
lentamente. Anochece.

BERNARDO.- Por aquí debe estar la posada. No me extrañaría que don Quijote
hubiese pasado por ella hace poco. Seguro que el posadero nos podrá dar razón.
FAUSTO.- La impaciencia me devora. Espero que podamos alcanzarlo…Habéis sido
muy amable en acompañarme.
BERNARDO.- Llevaba el mismo camino. Pero os confieso una cosa. A mí, la
impaciencia me ha abandonado. Cada vez me interesa menos el laurel de los poetas.
Anoche terminé mi pobre composición, ¿os apetece que os la lea?
FAUSTO.- Antes decidme, ¿cómo se puede cultivar un arte como el de la poesía, que
saca su sustancia de lo más profundo de los sentimientos humanos, pensando que es
sólo un artificio de sones, ritmos, cesuras y todo eso de que ayer me hablabais?
BERNARDO.- Qué queréis que os diga. Si uno no puede tenerlo todo, más vale que
tenga una parte. Yo trabajo la forma, es cierto, porque el fondo…me da miedo
tocarlo.
FAUSTO.- Bien parece que lo tocáis en vuestro poema.
BERNARDO.- Será por lo perfecto del artificio.
FAUSTO.- O porque pretendéis encubrir una realidad que está muy viva con palabras
que bautizáis de mentirosas.
BERNARDO.- No sigáis por ahí…Algo de brujo tenéis, sin duda.
FAUSTO.- No hay mayor brujería que el conocimiento de las personas;
conociéndolas bien, es fácil adivinar su futuro.
BERNARDO.- ¿Y qué veis en mi futuro?
FAUSTO.- Que aún habéis de sufrir durante un tiempo; que a partir de que ella lo
sepa aún sufriréis otro tiempo, y que después… pero el después pertenece a la
decisión de la mujer, y eso no hay manera de predecirlo.
BERNARDO.- ¿La mujer? ¿Qué mujer?
FAUSTO.- La Duquesa, ¿quién si no?
BERNARDO.- ¡Por Dios! ¿Cómo sabéis?…Sois el mismo Diablo.
FAUSTO.- No digáis eso. (Sólo soy un alumno poco aventajado).
BERNARDO.- Hablando del Diablo, aquellas negras figuras que se acercan entre las
sombras deben ser sin duda sus familiares.

Aparecen dos hombres a caballo (don Jerónimo y don Juan).

BERNARDO.- Dios os guarde, caballeros. ¿Sabéis si por aquí hay una posada?
¿Podríais indicarnos el camino, caso de que así sea?
JERÓNIMO. - De allá venimos. Está a menos de una legua.
FAUSTO.- ¿Acaso os habéis encontrado con un caballero que dice llamarse don
Quijote?
JUAN.- Sí, pardiez. Y hemos pasado un buen rato con él, y os aseguro que no hay
mejor diversión en este mundo.
FAUSTO.- ¿Sigue allá?
JERÓNIMO.- No. Esta mañana ha partido camino de…
BERNARDO.- Zaragoza.
JUAN.- No. De Barcelona.
BERNARDO.- Es extraño. Estaba muy deseoso de competir en los torneos de
Zaragoza, que se celebran por San Jorge.
JERÓNIMO.- Sí, esa era su idea, pero un incidente literario ha hecho que mudara de
intención.
FAUSTO.- ¡Un incidente literario! Extraña expresión. (Raro prestigio tienen aquí las
letras).
JUAN.- Es fácil de entender. Como sin duda sabéis, hace cinco años se publicaron en
forma de libro las aventuras de don Quijote; su autor, se dice en el mismo libro, era el
historiador árabe Cide Hamete Benengeli, pero todo el mundo sabe que el verdadero
autor es don Miguel de Cervantes, entre otras cosas porque así consta en la portada de
todos los ejemplares. El caso es que don Quijote, que ha proseguido sus andanzas sin
importarle que el libro se hubiese cerrado a sus espaldas, ha sabido, como muchos
hemos sabido, que hace poco se ha publicado otro libro que afirma ser la segunda
parte de las aventuras del caballero. Su autor, que firma con el nombre falso de
Avellaneda, se muestra en él tan desconocedor del verdadero carácter de don Quijote
y de Sancho, que es como para no tenerle en cuenta. Pero es también el caso que don
Quijote ha sabido que ese falso autor le ha situado, en su falsa "segunda parte",
visitando Zaragoza. Y así, para desmentirle, ha decidido no pisar esa ciudad y
encaminarse hacia Barcelona, donde se celebran unos torneos por San Juan.
FAUSTO.- Por lo que decís, parece que nuestro caballero prefiere a su autor primero
que a ese segundo.
JUAN.- No hay duda. Y se comprende…por que es su padre.
FAUSTO.- Su padre …¿Queréis decir su creador?
JUAN.- Eso digo.
FAUSTO.- Pero ese primer libro, ¿no trata de la historia real de un caballero que, por
muy loco que esté, no deja de ser una persona real?
JUAN.- De eso trata, pero dentro del libro.
FAUSTO.- ¿Acaso me estáis diciendo que lo de dentro del libro no se corresponde
con lo de fuera, con la realidad?…Bueno, después de todo, no sería tan extraño, no
son pocos los historiadores que nos engañan o se engañan.
JUAN.- No, no. Lo que os digo es que no hay realidad fuera del libro, del de don
Quijote, de éste o de cualquiera otro. Y no me hagáis hablar más. Bastante hemos
hecho con salirnos nosotros un momento para advertiros del cambio de rumbo del
caballero.
FAUSTO.- No os entiendo. ¿Saliros? ¿De dónde?
JUAN.- ¿De dónde va a ser? De la auténtica segunda parte de Don Quijote, que en
estos momentos está escribiendo don Miguel y que se publicará así que pasen cinco
años. Allá estamos, en el capítulo 59. Allá nos podréis encontrar. Y ahora, dejad paso.

Los jinetes hincan las espuelas y desaparecen como una exhalación.

FAUSTO.- Esto debe ser, sin duda, una broma literaria de las que se usan por aquí…
Bien, parece que los caminos se separan. El joven a Zaragoza…
BERNARDO.- ¿Quién va a Zaragoza?
FAUSTO.- Las justas literarias…¿Lo habéis olvidado?
BERNARDO.- Sí, olvidado, por completo. ¿Sabéis qué os digo? Que no me importa
la gloria de las letras, que no me importa la literatura… ni el ritmo, ni la rima, ni la
cesura, ni el estrambote…
FAUSTO.- ¿Con qué, pues, pensáis deslumbrar a vuestra dama?
BERNARDO.- Ah, no había caído. ¿De verdad se escribe para deslumbrar a las
damas?
FAUSTO.- ¿Para qué si no? A cierta edad y con el cuerpo sano, todo se hace por
gozar de las mujeres. Tengo un amigo que os podría dar mil lecciones sobre esto …y
sobre muchas otras cosas.
BERNARDO.- Presentádmelo. Tengo urgente necesidad de aprender.

Pequeño relámpago con su ridículo humo, que deja en tierra a Mefisto, todavía
vestido de camarero.

MEFISTO.- Aquí estoy. Y que nadie se extrañe. Vengo a poner un poco de orden.
Porque es de todo punto improcedente, jovencito, que un ciego como tú se deje
aconsejar por un tuerto como mi amigo.
BERNARDO.- ¡El camarero! ¡Qué divertido! Hicisteis a propósito lo del mosén,
¿no?
MEFISTO.- Nada es casual, hijo mío. Y el destino de las mentes estrechas es tropezar
con alguien que las ponga en remojo.
FAUSTO.- ¡Otra vez tú! Creía que debía de arreglármelas solo.
MEFISTO.- Sí, claro, pero…¿y el jovencito? No puedo dejarlo en manos de la
incompetencia.
FAUSTO.- (Ah, gran pervertidor)
MEFISTO.- (La vida es la gran pervertidora. Yo sólo señalo los accidentes del
camino).
BERNARDO.- Así que os conocíais…Pero vos no sois un…
MEFISTO.- No, por supuesto que no soy un sirviente. Siempre me he negado a ser
un sirviente, non serviam es el lema de mi familia. Precisamente esa tozudería mía
fue lo que determinó mi curioso destino…Pero puedo ser un buen consejero.
BERNARDO.- (a Fausto) ¿Es cierto eso?
FAUSTO.- He de reconocer que de algo me ha servido, (a Mefisto) y perdón por la
expresión. Aunque sólo sea para ver mundo.
BERNARDO.- Necesito ver mundo, necesito aprender, necesito tantas cosas…
FAUSTO.- ¿No habéis aprendido en los libros, señor estudiante?
MEFISTO.- (Mira quién habla).
BERNARDO.- He leído mucho, he estudiado mucho, pero…qué queréis que os diga,
toda teoría es seca.
FAUSTO.- Y verde es el árbol de la vida.
MEFISTO.- Depende. Eso de los colores es muy engañoso… Veamos, don Bernardo,
¿qué pretendes hacer con tu vida? A los veinte años el panorama suele presentarse
muy despejado. Vamos, defínete, muchacho, el mundo es tuyo.
BERNARDO.- (melancólico) ¿Qué hay en el mundo que merezca la pena, cuando el
arte y el amor, cada uno por su lado, se muestran inalcanzables?
MEFISTO.- ¿Inalcanzable? Qué palabra tan extraña. Todo se puede alcanzar, ¿no es
cierto, Fausto?
FAUSTO.- Sí, todo se puede alcanzar. Pero sigue, no te cortes, continúa. Explica al
muchacho el final…¿Qué ocurre cuando el deseo se satisface, cuando la ambición se
cumple?
BERNARDO.- ¡La felicidad!
MEFISTO.- (Hay que reconocer que, incluso para su edad, resulta bastante ingenuo).
Cuando el deseo se satisface…cuando la ambición se cumple…bueno, bueno, todo a
su tiempo. Esa lección no toca a los veinte añitos, sino más bien a los cuarenta…
Vamos, muchacho, decídete ya. Y no es necesario que pongas toda la carne en el
asador. Limítate a lo más próximo. ¿Cuál es tu deseo inmediato?
BERNARDO.- Mi deseo inmediato…Eso lo tengo claro: acompañar a don Fausto al
encuentro de don Quijote. Estoy seguro de que sabrá encontrar en ese poeta loco algo
que nadie ha sabido ver antes.
MEFISTO.- No lo dudes. El espíritu germánico cala muy hondo: donde vosotros solo
veis risas, él adivina llantos… En fin, si es eso lo que deseas, no hay problema.
BERNARDO.- Yo diría que sí que hay problema. Y es que nos lleva casi una jornada
de distancia…
MEFISTO.- Muchacho, ¿no sabes que estás ante un especialista en transportes
rápidos? Y además, con este cachivache que me he agenciado en el palacio de los
duques no podemos fallar.

Mefisto va hacia la arboleda próxima y, tirando de una cuerda, hace aparecer un


caballo de madera, grande y tosco.

BERNARDO.- ¡Clavileño! Pero si es la mayor burla que nunca se le ha infligido al


pobre don Quijote. ¿Con eso queréis que viajemos?
FAUSTO.- Incluso sin eso puede hacerlo. Así, que si ha sacado el artefacto, por algo
será…y no precisamente algo santo.
MEFISTO.- No adelantes acontecimientos ni murmures malicias…Vamos, ¡a montar!

Siguiendo las indicaciones de Mefisto, Fausto monta delante, Bernardo en el medio y


Mefisto al final.

BERNARDO.- (volviendo la cabeza hacia Mefisto) No os apretéis tanto, demonio.


MEFISTO.- Calladito y atención, que esto empieza a levantarse…ya lo creo que se
levanta.

Una nube blanca envuelve al caballo y sus tres jinetes…

FIN DE LA JORNADA SEGUNDA

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