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CUANDO ELLAS

ISBN 978-84-93728-32-8

SAPPHIRE

ME QUIERAN
KatiePrice 9 788493 728328
Sapphire, una joven mujer británica, aprende a
manejar un negocio y buscar equilibrio entre la vida
personal y profesional.
El misterio de la conducta de una mujer nunca ha hecho reír tanto Jordi Mariscal. México DF, 1971. Escritor, periodista,

JordiMariscal
Colección: Un mundo de mujer
como en esta recopilación de relatos sobre las novias de Gerardo. JordiMariscal guionista y productor cinematográfico.
Realizó estudios de literatura en la UNAM (México
Juegos de seducción o la búsqueda de un amor duradero. Siempre, al D.F.) y en Georgetown (Washington DC).
fondo, la perplejidad y sorpresa de este hombre maduro ante la fuerza Ha participado en talleres de escritura de Daniel Sada
psicológica de sus admiradas… y Elena Poniatowska. Vivió en Madrid, donde obtuvo
un Máster de Periodismo y ejerció el reporterismo en
Carmen Boullosa, escritora mexicana: El País (Madrid, 2002). Ha escrito para publicaciones
«Narrados con soltura y voz confiable, los cuentos de Jordi Mariscal, como Reforma, el Financiero, Gatopardo, Travesías,
de prosa clara y precisa, cumplen más de lo que prometen. No todos entre otras.
son de amor infeliz, pero sí de deseo y de exploración de la mutante Fundador de la productora La Casa de Cine. Posee el
naturaleza del mismo. Libro de viajes —de París a algún rincón del diploma de guionismo de la New York Film Academy.
Trabajó para el Canal Once en documentales (México
campo mexicano—, las elusivas o las persecutorias mujeres terminan

cuando ellas me quieran


D.F., 1999). Es productor ejecutivo y guionista de la
por desaparecer siempre, burlándose del título del volumen donde se
película de ciencia ficción 2033 (estreno en febrero
reúnen: Cuando ellas me quieran».
2010). Uno de sus documentales más conocidos es
El danzón del coyote, - documental sobre la Orquesta
Sinfónica Infantil de Nezahualcóyotl (populosa zona
marginada situada en el extrarradio de México
D.F.), que muestra como la música ha ayudado a

UN MUNDO DE MUJER
los muchachos de la orquesta, niños de escasos
Colección: Intríga histórica
recursos, a aumentar su sensibilidad, crear disciplina
y, sobre todo, a superar el difícil entorno en el que
LA HIJA DE CLEOPATRA
vivían, carente de oportunidades culturales.
MichelleMoran Ha sido profesor de inglés en Katmandú, voluntario
Selene, la heredera de la reina más poderosa de la
en Calcuta y en Zambia. Apasionado de los viajes, ha
historia, busca su lugar entre la gente que llegó a recorrido con mochila al hombro la India, el sureste
derrotar al pueblo egipcio. asiático y Sudamérica.
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Jordi Mariscal

CUANDO ELLAS ME QUIERAN

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Todos los personajes y acontecimientos mencionados en este libro son
ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Derechos de autor: ©Jordi Mariscal, 2010


Dirección Editorial: Maria Rempel
Revisión: Vicente Carballido Maceda
Diseño e imagen de cubierta: ©Daniel Sproat, Utopikka, 2010
Maquetación: Barbara Di Candia Collarino
Impreso en España – Printed in Spain

Primera edición: febrero 2010


Colección: Un mundo de mujer

© de esta edición:
Flamma Editorial - Infoaccia Primera, S.L., 2010
http://www.flammaeditorial.com/

ISBN: 978-84-937283-2-8
Depósito legal:

No está permitida la reproducción total o parcial de esta publicación, ni la


transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico,
mecánico, por fotocopia, por registro u otros medios, sin el permiso previo
y por escrito de la editorial.

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Apreciado lector,

Agradecemos su interés por este libro, que forma


parte de nuestra colección Un mundo de mujer la cual
pretende reunir un amplio catálogo de obras literarias cuya
característica principal es retratar a la mujer de hoy en su
cotidianeidad: la vida afectiva, la conciliación familiar,
la difícil carrera profesional, las relaciones amorosas, las
amistades de ambos sexos, los hijos, los padres, el ocio y las
aficiones. Para mujeres, pero no exclusivamente escritas por
ellas.

Esta narrativa nos llevará, unas veces, a la visión


distanciada de vidas ajenas, otras, nos permitirá reflejarnos
en aquéllas; siempre tratando de poner a nuestro alcance
unos contenidos cercanos, expresados con sugestiva belleza
literaria.

Maria Rempel, editora

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Carmen Boullosa, escritora mexicana:

«Narrados con soltura y voz confiable, los cuentos de Jordi Mariscal,


de prosa clara y precisa, cumplen más de lo que prometen. No todos
son de amor infeliz, pero sí de deseo y de exploración de la mutante
naturaleza del mismo. Libro de viajes -de París a algún rincón del
campo mexicano-, las elusivas o las persecutorias mujeres terminan
por desaparecer siempre, burlándose del título del volumen donde se
reúnen: Cuando ellas me quieran».

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A mis ex novias

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…El problema radica en
lo siguiente: para ser felices
necesitamos s e g u r i d a d ,
cuando resulta que para estar
e n a m o r a d o s necesitamos
inseguridad.


Frédéric Beigbeder,
El amor dura tres años

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Índice

Prólogo……………………….......….17

Gloria……………………………………....21

Freya……………………………………..45

Julia……………….…………………..69

Anaïs……………………………………..97

Lidia………………………………….......123

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Anaïs



Todavía me pregunto por qué acepté
visitar a mis parientes, los Deschamps, en vez
de ir a la Costa Brava con Rafa, mi amigo de la
maestría. Era a principios de agosto y, de repente,
me encontré aterrizando en el aeropuerto de
Ginebra. Seguí las rigurosas instrucciones de
mi tía y tomé el tren hasta Chambéry. Ella me
esperaba en el aparcamiento de la estación
de tren, con los brazos cruzados, recargada
en su nuevo BMW negro, deportivo, de color
negro —era una apasionada de los coches—,
con gafas oscuras y unos pantalones ajustados,
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como de adolescente. Cumplí con la rutina de
los saludos y subimos al coche.
—Estamos muy contentos de que hayas
venido —dijo mientras manejaba rápido por
una estrecha y sinuosa carretera que se internaba
en el bosque—. El clima es buenísimo y casi
todos los días tus primos van a nadar al lago.
Te va a gustar mucho este lugar.
No era un día soleado; una masa de nubes
grises luchaba contra los rayos del sol, una
batalla desigual en la que acabaría ganando
el mal clima. Entonces se quitó las gafas y
descubrí unos ojos verdes parecidos a los de
mamá.
—No vas a reconocer a Anaïs. Creció
muchísimo y se está poniendo muy guapa
—comentó, orgullosa—. Ya va a fiestas, pero
las últimas veces ha llegado tarde y eso me
pone muy nerviosa, pero ¿qué se puede hacer?:
¿darle menos permisos?, ¿que se regrese a casa
más temprano que sus amigas? No sé, ¿qué
opinas tú?
No recuerdo qué le contesté, tal vez dije:
«Sí, tienes razón» o «Sí, tía, no se puede hacer
mucho», o alguna otra estupidez por el estilo.

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Me pareció extraño que hablara tanto de su
hija.
—¡Anaïs está en una edad muy difícil
para sus papás! Pero así es la vida, a todo nos
tenemos que acostumbrar, ¿verdad?
Me contaba esto como si yo fuera un
psicólogo o tal vez por ser uno de los sobrinos
mayores que, además, vivía, al igual que ella,
fuera de México, y podía por ello entender sus
preocupaciones.
Nunca imaginé que la casa fuera tan
grande. Tres pisos con cinco recámaras, sala,
biblioteca, comedor, cocina y un enorme jardín
adornado de pinos anchos y altos, algunos
de más de diez metros de altura. ¡Y ésta era
su casa de verano! Además todo relucía,
manteniéndose impecable, como si un ejército
de sirvientes hubiera pulido pisos, limpiado
muebles y ventanas, quizá eliminando con
líquidos especiales y brillosos hasta las huellas
digitales. Una limpieza perfecta, incluso
molesta.
—¡Yuju, ya llegamos. Nous sommes
arrivés7 ! —dijo mi tía en voz alta.

7
Ya hemos llegado. Francés. (N. de la E.).

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—Bienvenues, ya nos moríamos de
hambre —apareció Antoine, su esposo, que
ahora lucía más canas y una barriga grande en
forma de flotador—. A ver, à table, siéntate, ya
luego te diremos dónde vas a dormir.
Al fondo de la mesa estaba mi prima.
Mascaba chicle y sacaba la lengua, paseándola
por sus labios, casi infantiles, de un intenso
color rojo.
—Hola primo —saludó y, como si
estuviera peinándose sola delante de un espejo,
se acomodó coquetamente un mechón de su
pelo rubio que le cubría la frente—. Qué bueno
que viniste, lástima que el día esté feísimo
—añadió mirándome a los ojos; luego me besó
cerca de la boca, y regresó a su silla.
Permanecí un instante de pie, inmóvil, y
con el corazón acelerado, acordándome de lo
que me había dicho mi tía: «No vas a reconocer
a Anaïs».
Mi primo Jérôme me saludó sin interés,
y exclamó que tenía hambre, que ya sirvieran
la comida. Mi tía lo regañó, diciéndole que ésa
no era manera de hablar.
Miré a mi alrededor. En el comedor
había una mesa grande y circular cubierta por
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un mantel blanco. La mesa estaba bien puesta:
platos blancos con el borde dorado, cubiertos
plateados, copas altas de cristal y, en el centro,
una botella de vino tinto. Apenas me senté, me
preguntaron lo que imaginaba: «¿Cómo estuvo
el vuelo?», «¿qué tal tu maestría en Londres?»,
«cuando la termines, ¿te vas a quedar más
tiempo en Europa?», «¿cómo está tu familia?»,
«¿todos bien?». Mis respuestas fueron igual
de escuetas y aburridas. Detesto este tipo de
interrogatorios o trámites de cortesía.
Caroline, la sirvienta, nos sirvió la sopa.
Era una mujer callada, de baja estatura y cara
arrugada. Empecé a comer mientras escuchaba
a mi tío que contaba la historia de los castillos
de la región, hablaba con mucha lentitud,
como si yo estuviera todavía aprendiendo
francés. Anaïs bostezaba y Jérôme jugaba con
el tenedor, dándole vueltas, como si estuviera
enrollando espaguetis invisibles. El tío Antoine
aburría a todos. Yo le dije hipócritamente
un par de veces: «C’est très intéressant !».
Intentaba cortar el filete de res, pero la carne
era chiclosa, repleta de nervios y, para colmo,
con demasiada salsa de mostaza, de esa que
irrita el paladar y la nariz. El cuchillo, elegante
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supongo, servía de poco, ya que carecía de filo.
Y además, debía cuidar de no salpicar la salsa
fuera del plato. Mi tía me observaba.
De pronto ocurrió lo que temía: una
buenacantidad de salsa de mostaza voló
literalmente de mi plato y cayó sobre el mantel.
Los ojos de mi tía se llenaron de rabia, mi prima
estalló en carcajadas y yo me sonrojé, furioso
conmigo mismo.
—Disculpa, lo siento mucho —balbucí.
Mi tía, pestañeando con rapidez, aseguró:
—C’est pas grave. Ce sont des choses
qui passent.8
En el fondo, le hubiera gustado gritar:
«Idiota, sabía que eso te iba a pasar». Traté de
limpiar la mancha con la servilleta pero ella me
interrumpió:
—Déjalo, luego lo limpiamos.
De todo este desbarajuste, lo único
positivo fue que Antoine se calló y se dedicó
a comer. Sin embargo, mi primita seguía
riéndose, burlándose de la situación o de mi
cara de inepto.

8
No es nada grave. Son cosas que pasan. Francés. (N. de la E.).

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—Anaïs Christine, arrête ! —le gritó su
madre.
Se puso seria, pero al poco tiempo volvió
a reírse.
—Ça suffit ! —le ordenó mi tía de manera
tajante.
Comimos en silencio. Ya en el postre,
Jérôme nos contó sobre unas nuevas
computadoras que proyectan películas con la
misma calidad que en el cine. Monotemático
y aburrido como su padre. Durante el resto de
la comida observaba a menudo la mancha de
mostaza, y mi tía también.
Dos días después, cuando el cielo por fin
se despejó, fuimos al lago. Llevábamos todo
ese tiempo encerrados en la casa, mirando la
lluvia, viendo películas o comiendo chocolates
y dulces. Me moría de ganas de salir de la
casa, harto de estar siendo vigilado por mi tía,
pendiente de que no cometiera yo otro desmán.
Fuimos en bicicleta, igual que en las siguientes
ocasiones, Anaïs, Jérôme, su amigo Christophe
y yo.
Al llegar al borde del lago, tendimos
las toallas sobre el pasto de un pequeño
prado rodeado de pinos. Jérôme y su amigo
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se tumbaron boca abajo y se quedaron ahí
en silencio; tal vez dormían o lo simulaban.
Creo que en plena adolescencia hay poco que
decirse: fútbol, chavas, fiestas o algún chiste
y poco más. Anaïs me contaba de su perro, un
cocker inglés, que tuvo hace unos años, y que
murió ahogado en ese mismo lago.
—Un tiempo dejé de venir a nadar. Tenía
malos recuerdos —dijo.
Al escucharla, me di cuenta de lo que
había cambiado. Podía hablar con seriedad,
o bien sonreír de manera juguetona, deseosa
de experimentar las oportunidades que le
presentara la vida, sin miedo a ser rechazada.
Al contrario de mucha gente que, como yo
mismo, con los años y los fracasos tomamos
distancia y evaluamos a la persona de lejos
para ver si nos acercamos o alejamos. Parece
que la revisamos con una lista de acciones (ésta
sí y ésta no) para descifrar si nos acepta y nos
quiere.
Anaïs no pensaba de esa manera:
irradiaba frescura, muy segura de sí misma. Me
gustaba verla así: con una camisa color crema
que llevaba una florecita rosa estampada en el
centro, y sus piernas largas, blancas, sin vello,
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estiradas para recibir el sol; una piel inocente,
exenta de cicatrices, que parecía decir que la
vida es fácil y bonita.
Jérôme me preguntó si quería jugar
fútbol.
—No, estoy muy cansado; además ya no
juego —respondí.
Me miró con incredulidad y se fue con su
amigo a la parte más descampada. Me quedé
con la vista clavada en Anaïs, feliz de estar con
ella.
—¿Te gusta mi bikini? —me preguntó
ella tras quitarse la camisa.
—Sí, mucho —sonreí, mirando su bikini
de motitas azules— Te queda muy bien.
—Después me quedará mejor. —Se paró
y elevó la pierna derecha a la altura de sus
hombros en una posición de bailarina de ballet.
—Deja de verme, y vamos a nadar —me
jaló de la mano— ¡Vamos, vamos!
La seguí torpemente, intentando disimular
la erección que acababa de nacer en mí. Había
sido tan rápido, como cuando se iza una bandera
en segundos, y ésta ondea felizmente.
Nos metimos al agua. El lago se extendía
sin arrugas, y se parecía a una manta verde que
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se cortaba con nuestras brazadas; éramos dos
tijeras que avanzan hacia el centro rompiendo
la armonía de la mañana. Mi pene, erecto debajo
del agua como una quilla, quería acercarse a mi
prima, a sus pequeñas nalgas. Sin embargo, el
agua fría poco a poco lo fue calmando; y, junto
con el esfuerzo de nadar rápido, logró regresar
a su tamaño normal.
—¿Por qué nadas tan lento? —me dijo,
riéndose.
—No te quiero ganar, te estoy dando
chance —hablé con la voz entrecortada por el
esfuerzo.
—¡Ya, viejito, apúrale! —y volvió a reír.
Era una risa limpia como esa agua fría de las
montañas, y como todo lo que hay en la vida
antes de que los años nos contaminen.
Anaïs parecía formar parte de la
naturaleza: daba unas espléndidas brazadas,
deslizándose rápido y con suavidad. Se acercó
a la única roca que sobresalía del agua y se
subió a ella; me hizo recordar la escultura de
Copenhague llamada la Sirenita.
—¡Apúrale viejito! —decía encantada
desde ahí.

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Yo pataleaba sin coordinación como un
perro que no sabe nadar, deseando que me
lanzara un salvavidas con una cuerda y me
jalara hasta la roca. Cuando por fin la alcancé,
me faltaba aire.
—Ay, primo, no aguantas nada —dijo,
mientras me observaba con su cara angelical—
Claro, como te la pasas de borrachito en
Londres. Tienes que hacer más ejercicio.
Me dio un beso en la mejilla, y miró al
otro lado del lago, como si estuviera buscando
algo, tal vez una lancha que nos recogiera.
—¿Sabes qué quiero ser de grande?
—preguntó.
—Empresaria —contesté sin más—,
como tu papá.
—No seas tonto. Eso me da muchísima
hueva.
«Modelo, actriz, cantante ­—pensé—, o
de plano, ama de casa.»
—Una estrella de cine porno —dijo
sonriendo.


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