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y otras narraciones
David Posse
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ÍNDICE
El Bosque ............................................................. 56
Pesadillas - I ......................................................... 91
Con las primeras luces se sacudió. Alzó un poco la cabeza. Ante ella,
en el mismo sitio por donde había desaparecido el menhir la noche anterior, se
alzaba otro ocupando su lugar. No era el mismo, éste era más alto y la piedra
se veía reluciente, no gastada por el tiempo, como si acabase de ser esculpido
en ese mismo instante. Pero excepto ella, nadie se daría cuenta, y menos aún
según fuese pasando el tiempo sobre la piedra. Sonrió y se desperezó. Hacía
tanto tiempo que no había podido ejercitar aquel acto, que sus huesos cru-
jieron y sus tendones restallaron con placer, arrancándole una sonrisa. Pero
pronto volvió a la realidad. Se acordó de los licántropos. Se puso en pié y echó
mano a su espada. Las primeras luces todavía eran tenues, y la luna se había
ocultado hacía ya mucho. Al ocultarse la luna, los licántropos volvían a su for-
ma humana, y podían haberla matado, pero no lo habían hecho. Y no lo habían
hecho porque sus huesos calcinados se amontonaban formando un círculo al
borde de las piedras, como lo habían formado en vida, sembrando las laderas
de la colina, perdiéndose en el interior del bosque, formando un paisaje apo-
calíptico de restos carbonizados. Se acercó a observarlos, sospechando que el
destello de luz tenía mucho que ver con todo aquello, pero algo en las extrañas
deformaciones de aquellos huesos, principalmente en cráneos y piernas, la
indujo a no pararse en muchas averiguaciones, y si no los hubiese visto bien
vivos apenas unas horas antes intentando despedazarla, hubiese jurado que
llevaban mucho tiempo pudriéndose al sol. En otras circunstancias se hubiese
sentido encantada de poder estudiar aquella extraña anatomía, pero no aho-
ra, cuando habían muerto tantos de sus compañeros desgarrados por aquellos
dientes. Alzó la cabeza y se preguntó a donde iría tras atravesar aquella alfom-
bra de cadáveres que cubrían la colina y tapizaban el bosque, impidiendo ver
el suelo. Tendría que caminar por encima de ellos como pudiese. Pero no tenía
muy claro qué hacer a partir de entonces. Si su tierra ya no existía, y no podía
regresar a ella tal y como le habían dicho, y menos aún atravesando de nuevo
las mesetas de la muerte, ahora era una apátrida. Y una apátrida tiene todo el
mundo por su tierra. Ya encontraría algo, tenía tiempo. Todavía con la espada
en la mano, tanteando con los pies sobre los carbonizados huesos que crujían
y se rompían con secos chasquidos, levantando nubes de polvo bajo su peso,
procurando no herirse, descendió la colina y se adentró en el bosque hasta que
consiguió pisar terreno firme. Y allí tomo una decisión. Hacia el sur. Siempre
hacia el sur.
Una vez en Brasil tuve que esperar un par de días para poder tomar
el avión que cubría la línea con destino a Mangantónia, así que, como tenía
tiempo suficiente, me dediqué a recabar algún tipo de información sobre aquel
país, del cual, por cierto, como es lógico comprender, no tenía ni la más mí-
nima noticia de que existiese, pues este país no me lo habían enseñado en las
clases de geografía del instituto. A ver, que levante la mano el primero que
oyese hablar alguna vez de Patánia.
Luego de hacer unas cuantas investigaciones, sobre todo entre el per-
sonal femenino del hotel, y desde luego, entre este último no todas referentes
al tal país, terminé por dar con un camarero que me dio toda la información
solicitada.
El fulano, un mulatón grande como un día sin pan y del ancho de un
armario, alegaba ser hijo bastardo del mencionado Excmo., etc. etc., y descri-
bía aquello de tal forma, lo pintaba de tal manera, que después de escucharlo
llegué a la conclusión de que Patánia era ni más ni menos que el mítico País de
Jauja, donde las fuentes manan vino de Rioja, cerveza alemana, ron cubano y
güisqui escocés, los jamones crecen en los árboles en lugar de en los chanchos
y atan a los perros con ristras de salchichas de Frankfurt del tamaño y grosor
de una litrona.
Sin embargo, más tarde comencé a preguntarme que, si todo aquello
era cierto, ¿qué carajo hacia allí en el hotel aquel fulano, trabajando de cama-
rero? Pero como digo, eso fue más tarde.
A las siete de mañana del día siguiente de la conversación con el mu-
lato, me levanté todo ilusionado para dirigirme al aeropuerto, donde una vez
allí, provisto con mi billete para Mangantónia, me introdujeron, escoltado por
dos guardias de seguridad fuertemente armados y con caras de mastín, en una
“sala de espera”, o al menos, eso rezaba el cartel de la puerta, llena ya de gen-
te. Aquello parecía una sala de espera de un centro cualquiera de salud de la
Seguridad Social. Nada nuevo bajo el sol.
Una profunda y escrutadora mirada sobre el personal allí reunido
acabó por rellenar algunas lagunas de mi información, pues, acostumbrado a
tratar con toda clase de fauna urbana, pese a mi título nobiliario, pude ver que
aquella sala, aparte de apestar a orines y sudor, tener gruesos barrotes en las
ventanas y las paredes y el suelo cubiertos de pintadas y mugre, estaba llena
de macarretes baratos, chorizos, punkis, jeviatas, rockers, mods, putas, colga-
dos, yonquis, flipados, etc., para qué seguir, un sinfín de especímenes de la ya
mencionada jungla.
Por fortuna, mi aspecto y vestimenta, a pesar de ir pulcro y limpio, no
diferían mucho del de los allí presentes y no desentonaba entre aquél hetero-
géneo grupo. De lo contrario, cualquiera sabe qué habría pasado.
Casi dos horas más tarde (y yo sin poder desayunar) entre el gran
estrépito y jolgorio que entre todos montábamos, nos abren las puertas de par
en par y nos dejan salir con la intención de que subamos a un cochambroso
autocar (vamos a denominarlo así, pues su apariencia recordaba vagamente a
un autocar), todo un cúmulo de óxido sin ningún cristal (!), petardeante, escu-
piendo una nube de gas tóxico y altamente venenoso de un presagiante color
negro por diversos puntos de la carrocería. Tras estudiarlo con ojo crítico es-
bocé un gesto de desaliento. Me veía empujando aquel trasto por toda la pista
hasta el avión. En la agencia de viajes me iban a oír. Sí señor, ya lo creo.
Es de hacer notar que un fulano con cara de loco se pegó una esnifada
del tal humo, poniendo cara de éxtasis, pero que, en cuestión de segundos,
se puso rojo, azul pitufo, verde lima, rosa con topos violetas, y finalmente,
blanco como el papel en el cual ahora escribo, y ya no llegó a subir al autocar.
Unos tipos muy raros, enfundados en unos trajes como los que se usan en las
centrales atómicas, lo agarraron con una especie de ganchos y se lo llevaron a
toda leche.
En el costado de aquel petardeante armatoste podía leerse, escrito mal
y a mano sobre una tabla sujeta con alambres a la carrocería, la leyenda de
“Patánia Aerolines”, tapando un enorme hueco. El interior de aquella carraca
no era, a todas luces, mejor que el exterior, sino más bien todo lo contrario.
Por no tener no tenía ni un asiento, excepto el del chofer, claro, y casi ni piso,
el cual estaba formado por unas tablas cubriendo unos enormes huecos donde
deberían de estar los fondos. En fin, que tras las pertinentes quejas, que como
respuesta solo recibieron unas sospechosas risitas por parte de los empleados
de la terminal, nos fuimos acomodando y por fin el invento aquel se puso en
marcha y emprendimos viaje rumbo al avión, para lo cual, que nadie se extra-
ñe, salimos del aeropuerto y nos introdujimos en plena selva.
El conductor era un viejo desdentado con pinta de loco que se reía a
mandíbula batiente. Y a saber de qué. Nadie le preguntó nada.
Conducía dando bandazos a diestra y siniestra, tomando las curvas a
toda hostia por la cuneta, metiéndose en cada bache que se le cruzaba, y eran
muchos. No se le escapaba ni uno al cabrón.
A consecuencia de todo esto, la infernal maquina de torturas que era
aquel trasto, crujía y chirriaba como si fuese a caerse en pedazos al próximo
bandazo despatarrándonos por la selva, y nosotros, sufridos pasajeros, tenía-
mos que agarrarnos a lo que podíamos y como podíamos, lo cual me costó un
piñazo cuando, al saltar por un bache, lo único a lo que pude agarrarme fueron
las grandes tetas de un putón verbenero que junto a mí viajaba. Supongo que
más por la fuerza con que las apreté que por el hecho de agarrarme a ellas.
Todo esto adornado y aderezado con los chillidos, tacos y floridos
insultos con los que obsequiábamos al conductor y su familia más allegada.
Hasta que éste se mosqueó, claro. Y nadie más abrió la boca desde entonces,
pues el tipo se levantó en un momento dado todo cabreado, con aquella cafete-
ra traqueteando a toda leche de un lado a otro por la estrecha pista de la selva,
y entre el pasmo y el pavor del aforo, extrajo el volante de su eje y comenzó a
repartir leña con él entre todos los/as que tenía a mano mientras gritaba como
un descosido, hasta que se calmó un poco el gallinero (a cojones, oiga) y el
tipo se volvió a sentar, colocó el volante en su sitio y a lo suyo, o sea, partirse
el culo de risa, cazar baches, etc. Todo esto sin detener el vehículo o reducir la
marcha, y así hasta el final del camino, en un silencio sepulcral. Y a ver quien
mentaba a sus muertos.
Finalmente, llegamos a una trocha abierta a golpe de buldócer en ple-
na selva, y más o menos allanada, es un decir, claro, en una de cuyas esquinas
estaba parado otro mamotreto que, a decir verdad, cualquier parecido con un
avión era pura coincidencia, y que en todo caso era muy anterior a la primera
guerra mundial. Más o menos debía de ser de la época de la primera Cruzada
y eso tirándole años por lo bajo, pero que, por lo menos, tenía algún que otro
asiento. La torre de control era una plataforma cubierta en lo alto de un poste,
en donde esperaba un fulano armado con un walkie-talkie y dos pequeñas
banderas de señales. Todo muy moderno y última tecnología, sí señor. Creo
que no usaban las señales de humo porque de haber prendido una hoguera en
aquella plataforma, le habrían dado candela a media selva, que si no…
El interior del tal aparato apestaba a marihuana, pues el piloto, que
a esas alturas ya estaba muy ciego, chupeteaba con ganas un canuto tamaño
Mágnum con una mano, mientras con la otra sujetaba una botella de tequila
a la que le mandaba, entre chupada y chupada, terribles y atroces lingotazos,
y entre calada y trago se quedaba mirando fijamente la botella y gruñía por lo
bajo. Lo único que conseguí entenderle fue algo así como: “Acabaré también
contigo, maldita”.
Me acomodé en el primer asiento que pillé a mano, lo más lejos posi-
ble del piloto, pues había tenido suerte en el autocar, que ahora se alejaba otra
vez selva adentro, y no había pillado ningún volantazo, y como digo, no es
cuestión de tentar dos veces a la suerte en el mismo día. Por cierto, debo aña-
dir que, mientras nos acomodábamos en el interior del antediluviano aparato
y observábamos cómo se alejaba el autocar, pudimos comprobar que, a ambos
lados de la pista que hacía las veces de “jaiguai” (autopista, en anglosajón,
que así las llamaban allí), toda la vegetación aparecía seca, mustia, muerta, en
varios metros selva adentro todo a lo largo del camino. Y mientras esto mirá-
bamos, un pobre Pecarí no tuvo mejor idea que cruzar la “jaiguai” tras el paso
del armatoste, cayendo desplomado antes de llegar al centro, en donde quedó
retorciéndose presa de feroz agonía.
Como digo, me senté en el primer asiento que pillé lejos del piloto,
y mientras los demás pasajeros se acomodaban, yo me dediqué a infundirme
un poco de valor, fumándome yo también un buen canuto de yerba, que poco
a poco me fue subiendo la moral, un tanto alicaída después de tan pintoresco
viaje. Y lo que faltaba…
Cuando ya todos estábamos más o menos acomodados, dadas las
circunstancias, más bien menos que más, nos estremecieron dos horrendas
explosiones convenientemente seguidas por los gritos de pavor de la selecta
compañía femenina, mientras entre estrepitosos traqueteos a los que, después
del viaje en autocar, ya estábamos medio acostumbrados, por encima de todo
aquel escándalo, pudimos escuchar la voz del piloto gritándonos que nos aga-
rrásemos a donde pudiésemos, que íbamos a despegar. Entonces me di cuenta
que no había cinturones. Lo que faltaba.
Aquel artilugio de los tiempos de Maricastaña se estremecía saltando
por aquella pista de cabras como un saltamontes feliz por un prado en pleno
estío.
Tardamos un buen tiempo, que a mí se me antojó eterno, en sepa-
rarnos definitivamente del suelo, y aun así, durante unos cuantos kilómetros,
aquel condenado trasto infernal se negó a tomar la suficiente altura, por lo que
fuimos podando las copas de los árboles con el tren de aterrizaje, y aún así, pa-
recía que comenzábamos a perder altura, pues en un momento dado el piloto
se puso a gritar como un behemot que llevábamos exceso de peso y que tenía-
mos que aligerar el aparato. Que lo echásemos a suertes. Creo que su intención
era que los tíos nos tirásemos y que las chicas se quedasen, pero nosotros lo
solucionamos tirando los asientos y un buen montón de cajas de tequila que
estaban amontonadas en la parte trasera. También había una caja de zapatos
llena hasta arriba de marihuana, pero tras una breve discusión, decidimos no
tirarla y repartírnosla, así, en muchos bolsillos, pesaba menos. El piloto no se
dio cuenta, afortunadamente, pues de lo contrario creo que hubiese seguido
tras las cajas con avión, pasajeros y todo.
Abreviando, que finalmente aterrizamos, aunque la expresión más
acertada sería que finalmente caímos, en una especie de ciudad perdida en
plena selva, mientras el piloto, más ciego y borracho que al despegar, sin ser
consciente de que sus provisiones de tequila estaban regadas por la selva y la
maría había desaparecido, nos anunciaba alegremente que estábamos toman-
do tierra en el aeropuerto internacional Apapurcio Alambique de Mangantó-
nia, capital de Patánia... Etc.
El pobre hombre, finalmente, terminó por enterarse poco después de
cómo habíamos aligerado carga del aparato. Lo supimos por el grito. Nos puso
la carne de gallina. Durante unas horas recorrió la ciudad armado de un revol-
ver grande como un cañón en una mano y una escopeta recortada en la otra.
Todos los pasajeros tuvimos el buen gusto de desperdigarnos, escondernos y
no dejarnos ver, hasta que finalmente no tuvo más remedio que abandonar la
búsqueda para regresar a Sao Paulo.
Una vez en tierra, y apoyándome en las diversas exclamaciones del
pasaje sobre dios y los santos (sin tener en cuenta las que también hacían
referencia al piloto y a todos sus antepasados desde los tiempos de los caver-
nícolas hasta el día actual), llegué a creer firmemente que durante el vuelo se
había producido algún tipo de milagro, del cual yo no me había enterado por
haber estado fumando y pecando, que debe ser lo mismo, y que gran parte
del pasaje había “visto la luz”, como el fulano aquel que se cayó de la burra
camino de Damasco o por allá, y se habían vuelto creyentes, pues las gracias a
dios estaban en la boca de casi todos. Y yo sin saber nada, oiga. Ya lo decía mi
padre. Si es que para esto de la religión soy un negado. Lo remedié fumándo-
me la marihuana que le habíamos cogido al piloto. Tras el reparto no habíamos
tocado a mucho, pero menos da un cantazo en los dientes.
Lo de ciudad también es un decir. La humedad y el calor, pegajoso
y sólido, casi no me dejaba avanzar por una calle medio ruinosa, Allí debía
de haber sido el lugar donde se rodó “El Planeta de Los Simios”, o “Los Sie-
te Magníficos”, o una mezcla de ambas, pero rodeados por selva virgen, no
desiertos, me recordaba, además, a una de aquellas películas de mejicanos
revolucionarios, con la gente sentada en las aceras y los portales, o tirados por
las calles, cubiertos con sus ponchos y sus sombreros. Todo dios fumando,
bebiendo, esnifando, jalando, chutándose, haciendo el amor, discutiendo, dur-
miendo. En fin, muy pintoresco todo.
Como el calor apretaba a base de bien a aquella hora, y yo tenía ham-
bre y sed, entré en un local que ostentaba el pomposo nombre de “RISTO-
RANTE” pero que, con todos los honores, debería de ostentar el título de
“COCHINERA” porque aquello es de lo único que tenía pinta, y además,
saltaba a la vista que eso es lo que había sido en tiempos no muy lejanos a
juzgar por su aspecto y su olor.
En el interior, un par de paisanos sentados en una mesa, bueno, más
bien tumbados, y agarrados a sendas botellas mohosas de vaya a saber qué.
Otro estaba tirado en el suelo junto a la barra, durmiendo como un angelito
pero roncando como un puto cerdo. Y el camareta, un fulano con cara de eu-
tanasia.
Y yo allí, ahogándome bajo aquella canícula. Ya que estaba allí, le
pido una cerveza fresca, pensando para mí que ni un pobre Etíope hambriento
se atrevería a comer nada en aquella porqueriza. El camarero mira hacia la
derecha, luego hacia la izquierda, como mostrándome sus perfiles, y luego de
quedarse un momento pensativo, saca de debajo del mostrador una botella os-
cura, y la descorcha, escapándose de ésta una nube de vapor a presión, con lo
cual, el contenido de la botella queda reducido a un par de dedos de un caldo
cálido en el fondo.
-Servido- Me dice el fulano.
-Pues manda carallo- Contesté sorprendido.
Al escuchar tan inconfundible expresión, uno de los vejetes que esta-
ban tirados sobre la mesa levantó la cabeza con esfuerzo, lentamente, y mirán-
dome, o eso me pareció, pues uno de sus ojos apuntaba más o menos a Serbia
y el otro por la constelación de Orión o por allá, aunque finalmente consiguió
centrarlos moviéndolos como un camaleón.
Se levantó a duras penas acercándose a mí y preguntándome si era
gallego.
-Pues sí- Contesté, un poco mosqueado, a ver qué era lo que me quería
aquel odre.
El fulano se me puso a llorar como si fuese un magdaleno cualquiera,
a tal punto, que llegué a pensar si seria de Cangas.
- Yo le soy de Lujho- Me contestó en un gallego macarrónico y mon-
tañés. Se puso a contarme su vida mientras yo buscaba la mejor forma de
escapar de allí.
De joven, el tipo se había tirado por el mundo adelante empujando
una rueda de afilar, y durante años, había recorrido casi todo el planeta (me lo
imaginé cargando con una rueda de afilar por el Tíbet, o por Siberia) y había
ido tirando, por muchos países, hasta que finalmente, recaló en aquella tierra,
donde tanto vicio había terminado por ahogar hasta su “Morriña”, y a aquellas
alturas, casi ni sabía quién era.
-Chámome Gusé- Me decía a cada rato. Como el hombre no tenía más
que un par de dientes en toda la boca, cada vez que la abría duchaba a quien
tuviese por delante, así que, al primer hueco que pude ver para escapar entre la
lluvia, lo aproveche largándome como alma que lleva el diablo, limpiándome
con un pañuelo la regada que me había soltado el hombre, así que allí lo dejé,
hablándole a una botella de hirviente cerveza, al “Afiador Oficial de Sables de
la República Bananera de Patánia”.
A ver si encontraba un lugar donde poder comer algo medio decen-
te. Otra vez en la calle, y el sol cada vez más molesto y plomizo. De vez en
cuando podía ver a alguno/a de mis compañeros de viaje, dándose la bara con
alguno de los paisanos/as.
Lo cierto es que yo había ido allí a relajarme, descansar, pero ya es-
taba comenzando a pensar que tal vez no fuese eso una cosa demasiado facti-
ble.
Finalmente, una linda criollita me indicó una tasca cerca del Palacio
Presidencial, pequeña, limpia y fresca. También pude comprobar que las fotos
de los inmensos jardines del Palacio eran las que habían servido de gancho en
el folleto publicitario. Como engañan a la gente estos reconchudos.
En fin, que luego de llenar bien el estomago, y de ponerme a gusto en
los postres con una buena Maconha brasileira, invitación de la casa, me fui
a una droguería, aconsejado por la oronda matrona de la tasca, una comadre
mexicana de armas tomar, pero servicial y maternal con sus clientes, drogue-
ría en la cual, según la mujer, me servirían todas las drogas que quisiera.
Como el sagaz lector ya habrá adivinado, allí el concepto de “drogue-
ría” es un poco diferente al que estamos acostumbrados. En fin, que allá me
fui. Realmente yo solo quería un poco de costo y así se lo hice ver al depen-
diente, un fulano muy raro que rápidamente desapareció de un salto en la tras-
tienda y comenzó, valga la redundancia, a trastear entre los trastos allí guarda-
dos, apareciendo un rato después con una bolsa llena de cosas que me colgó
de las manos y me llevó hasta la puerta, donde me dio un ligero empujoncillo
para que me marchase de una vez, mientras no cesaba de repetir: “Muy bueno,
cosa fina, muy bueno, cosa fina”, a la vez que, como pude observar, con la otra
mano se masturbaba por debajo del pantalón. Costumbre del país, pensé, no
sabiendo si con sus palabras se refería al contenido de la bolsa (que sujeté con
las puntas de los dedos, por si acaso…), o a la manuela.
Me fui a apalancar en algo parecido a un parque, a la sombra de unos
árboles, cerca de los jardines presidenciales, los cuales eran patrullados por el
ejército y de momento no era posible visitar, así que sentado al pie de un ár-
bol, me dediqué a comprobar lo que aquél lunático con pinta de tarado que me
había atendido en la “droguería” me había endilgado. Y además, sin haberme
cobrado. En fin.
Bueno, una más detallada revisión dio como resultado, como pude
comprobar, que en aquella bolsa había un buen montón de cosas de lo más
heterogéneo y dispar, sin ninguna relación con lo que yo le había pedido.
Pensé que aquel tarado pajillero cabrón me había dado la bolsa de la basura y
por eso no me había cobrado nada. A saber: un paquete de compresas, usadas
y pringosas; un trozo de cable eléctrico, con un condón usado atado a uno de
sus extremos, y una bombilla fundida en el otro (me imagino que tendría algo
que ver con las mujeres que fuesen a dar a luz, no sé…); una caja de ampollas
vacías de un crecepelo; un paquete de chicles; una casete de los Bichos Carra-
cas Boys and The Patánia Filarmonic Orchestra (Live In Na Selva), en cuya
carátula aparecía lo que debía ser un hombre-orquesta, supongo que él sería la
filarmónica de Patánia. Un rollo de papel higiénico afortunadamente sin usar,
y finalmente, para mi alivio, entre otros diversos objetos sin sentido y por el
estilo que me abstengo de describir, un paquetito conteniendo unos cincuenta
gramos del más oloroso hachís.
En esos momentos, cuando estaba dejando la bolsa a un lado, pues no
se veían papeleras por ninguna esquina, y estaba preparándome para probar
el material, me pareció escuchar un gran tumulto proveniente del otro lado
del Palacio, pero como la cosa no era conmigo, yo a lo mío, o sea, a ponerme
ciego. Estaba ya por el segundo canuto, y un globo criminal, más contento yo
que el copón bendito y con unas ganas locas de algo para refrescar el gaznate,
cuando percibí claramente que la algarabía iba en aumento, acompañada por
lo que en un principio tomé por petardos y tracas, y pude ver que mucha gente,
metiendo gran bulla, se dirigían hacia el palacio, y en la convicción de que se
celebraba algún exótico festejo autóctono, me fui yo también hacia allí.
Una vez entre aquella turbamulta festiva en el jardín del palacio,
mientras buscaba el bar, pude ver como la gente se divertía, e incluso como
los soldados bailaban con los civiles, un poco salvajemente para mi gusto,
pues se metían unos viajes y unos macetazos unos a otros que ya, ya. Algunos
estaban tirados por el suelo, supongo que borrachos, y todo a pesar de que por
ningún lado sonaba música alguna ni se veían botellas ni vasos, algo chocante,
mientras se tiraban infinidad de salvas y petardos, y buenos petardos que se
mandaban, en medio del griterío. Como aquella fiesta era un poco bestia y no
encontraba el bar, decidí visitar el palacio ahora que tenía ocasión. La cultura
ante todo. Así que me colé por una puerta lateral que, de momento, estaba sin
vigilancia, pues el guardia estaba ocupado bailando agarradito con unos pai-
sanos que le estaban enseñando sus machetes.
Una vez en el interior, pude comprobar una vez más que, como siem-
pre en esta mierda de mundo, dos viven de puta madre mientras dos millones
se joden.
Todo era lujo y fasto y boato y oropeles y grandes pasillos y terrazas
y enormes habitaciones y gigantescos salones, todo cargado de valiosos mue-
bles, antigüedades y obras de arte.
Me llamó la atención el observar que gentes cargadas con bultos de
diversos tamaños subían hacia la azotea, señal inequívoca de que también
allí había una gran fiesta, un poco más privada que la de los jardines, y se me
ocurrió que tal vez darían la bienvenida a un turista, y que, como quiera que
volvía a tener algo de hambre y allí habría bastante comida, sin mencionar que
aún no había encontrado nada para beber, me fui tras ellos. Por el camino me
saltó a la mano una botella de ron que había sobre un aparador, así que me fui
yo también escaleras arriba dándole buenos lingotazos.
Cuando ya casi estaba en la azotea, pude escuchar el sonido silencia-
do de un motor, y en ningún momento se me ocurrió preguntarme qué clase
de fiesta era aquella, sin samba ni música ni nada de eso. Lo único que se oía
claramente era una vocecilla que gritaba “Rápido, coño, rápido, muévanse,
maricones de mierda, pelotudos, pendejos malparidos”. Así que apure el paso,
pues no quería perderme la comilona, y tampoco entendía a qué venía tanta
prisa, si la fiesta estaba comenzando.
Una vez en la azotea, comprobé que el ruido del motor que se escu-
chaba era el de un gran helicóptero en el que estaban cargando los bultos y
cajas que traían de abajo. De comida, nada de nada. Ni de beber. Vaya mierda
de fiesta. Pero entonces, en medio del ciego que llevaba, lo comprendí todo
con claridad. El helicóptero, los bultos, las prisas, estaba claro. Un paseo por
la selva, pensé, seguro que primero daremos un paseo por el aire y luego se
celebraría un picnic en plena selva, cojonudo. Así que me fui todo decidido al
aparato. Al lado de la puerta del artilugio volador estaba un tipo bajito, regor-
dete, que me resultaba vagamente familiar, pero que con el pedo que tenía, no
conseguía identificar, y que era el que más prisa metía a los de las cajas y bul-
tos, el propietario de la vocecilla. Con gafas oscuras, bigotito facha, uniforme
militar de opereta y rojo como una langosta recién hervida por la agitación y
el calor, cuando fui a subir al aparato, me saltó a la chepa hecho un basilisco
gritando no se qué mientras me daba golpes en la espalda. Mosqueado con
aquel enano gilipollas que me quería cortar el rollo, me fui a por él con una
mala leche del carajo y con la intención de hacerle una cara nueva, a ver quién
coño se creía que era. Esa no era manera de tratar a un turista. Esa fiesta era
una mierda y el retaco me iba a decir en donde estaba la priva. Sí señor.
Pero el enano se movía con rapidez, a pesar de parecer una bola, y
como el globo que yo tenía encima no me dejaba coordinar bien mis movi-
mientos, consiguió darme unas cuantas patadas en las canillas hasta que lo
cacé con un par de trompazos en los morros y lo zapateé por encima de la
balaustrada, yendo a caer sobre la gente que, allí abajo, continuaban con su
salvaje baile, gozando, saltando y tirándose buenos petardos. Ya había muchos
tirados por el suelo, todos bien borrachos, al parecer...
La caída del fulano tuvo el mismo efecto que si los riego desde las
alturas con una manguera a presión de agua fría, y poco a poco, la bronca se
fue calmando hasta que solo el amortiguado sonido del helicóptero se impuso
sobre el silencio. La gente se apiñaba alrededor del enano caído y miraban
hacia arriba, señalándome y murmurando por lo bajo. Me parecía que les ha-
bía cortado la fiesta, no sabía muy bien qué hacer, así que apuré los últimos
lingotazos del ron y lancé la botella por encima de la multitud, que esperaba
en silencio mientras yo gritaba a pleno pulmón; “¡FESTA RACHADA!”.
Fue como la chispa que enciende la mecha. Todos se abrazaban, sal-
taban, cantaban y bailaban entre gritos de “El presidente ha muerto, viva el
Presidente”, mientras me señalaban. Carajo, la he vuelto a cagar, pensé.
Por entre el pedo que tenia fue abriéndose paso en mi mente la idea de
lo que estaba pasando en realidad, y de que aquello no era una fiesta, al menos,
no el tipo de fiesta que yo creía, y también de que la cosa estaba jodida, así que
me di la vuelta, entré en el helicóptero sentándome como quien no quiere la
cosa al lado del piloto mientras me hacia otro peta para disimular y solo dije
“A México, tío, por Cancún o por allá. Y rapidito, que hay prisa”.
Realmente, fue un viaje de puta madre, el que aquí os cuento. Para
terminar, solo decir que, una vez en México me quedé con el contenido de al-
gunos paquetes, casi todo diamantes del tamaño de huevos de paloma, y unas
cuantas bolsas de basura cargadas de divisas. El resto se lo llevó el piloto, pues
no soy ambicioso y tampoco quería nada más.
Mientras visitaba en México a unos amigos, sentado cómodamente
en una tumbona, en Oaxaca, dándole a la Mota mexicana, pude leer algunas
noticias en algunos periódicos, que aquí resumo:
Hacía ya algún tiempo que se había metido en cama, entre las cálidas
sabanas, esperando por su mujer, que como casi todos los días a aquella hora,
estaba metida en el cuarto de baño, empolvándose el jeto. Nunca comprendió
(y creo que muchos otros maridos tampoco), por qué algunas mujeres, la suya
entre ellas, se llenaban la cara de polvos, cremas y potingues hasta el punto
de dar repelús, antes de irse a dormir, para tener al día siguiente los mismos
o peores caretos de mastín de siempre, y para suavizar la espera se fumó un
canuto de buen costo, mientras leía un libro tocho que trataba sobre la vida y
milagros de las mariposas y las abejas.
Tal vez esto sea la causa de que más tarde nunca supiese si el sopor
que se le vino encima cual ángel vengador fue debido al hachís o al libro, o a
alguna explosiva y peligrosa mezcla de ambos, y, aunque intentó resistirse con
todas sus fuerzas, finalmente cayó en brazos de Morfeo (vulgo; quedarse dor-
mido), o al menos eso le pareció, hasta que tuvo una de estas sensaciones tan
conocidas de, cuando estas durmiendo, creer que te caes a un pozo sin fondo
y te despiertas con un estremecimiento.
Pero él no se despertó, al menos, no en ese momento, o si lo hizo, nun-
ca lo supo a ciencia cierta, o cuando menos, no fue consciente del despertar,
que todo viene a ser lo mismo. El caso es que se encontraba como flotando en
medio de una densa oscuridad, como si hubiese caído en el interior de un pozo
petrolífero con los ojos cerrados y unas gafas de sol puestas, tan espesa era
esta oscuridad.
Intentó moverse, pero lo cierto es que no sabía si estaba cabeza arriba,
cabeza abajo, tumbado, flotando, flipando; por no saber, no sabía ni si tenía
cabeza, y ya puestos a no tener, tampoco tenía ningún sentido de la orienta-
ción, hasta que le pareció ver a lo lejos una chispita de luz, que no solo no
se extinguía, si no que parecía moverse sinuosamente y acercarse. Intentó ir
hacia la chispita de luz, pero seguía con el mismo problema, no sabía si tenía
brazos o piernas o cualquier otra cosa. Nada. “Ahora sí que la hemos cagao”,
pensó.
Sin embargo, la luz fue acercándose, y cuando tenía el tamaño de una
moneda más o menos mediana, tuvo la impresión de que el sitio donde estaba
era un túnel, y aquella luz la salida, a la cual parecía, como digo, acercarse.
Bueno, no es que se acercase exactamente, más bien era como si la
lucecita, o la entrada del túnel, lo absorbiesen hacia ella aspirándolo, y cuando
se quiso dar cuenta, estaba viajando hacia la luz o entrada, lo que fuese, dispa-
rado como un cohete, o más veloz aún, como un meteoro. Como un cometa.
Intentó frenar, o cubrirse, o algo, pero era tal la velocidad que, para cuando
acordó de hacer alguna cosa, ya salía disparado por el agujero con un sonoro
“plop”, como una bala.
Abrió los ojos, que había cerrado como por instinto, cuando sintió
que caía sobre algo sólido, dándose un buen batacazo en la rabadilla lo que
lo obligó a lanzar unos cuantos exabruptos cagándose en todo, levantándose
de un salto y llevándose ambas manos a la zona dolorida, todo a la vez, y no
necesariamente en ese orden, creyendo todavía el pobre que mientras daba un
pestañazo tonto se había caído de la cama, pero se encontró en un sitio que en
nada se parecía a su habitación.
“La madre que me parió, mecagoenlaputa, como duele el piñazo”,
pensó mirando asombrado hacia todos los lados y en todas las direcciones
frotándose la rabadilla y preguntándose qué hacia él en semejante lugar, si
hasta no hacía mucho estaba cómodamente tumbado en su cama, y ya puestos,
que alguien le explicase qué clase de lugar era aquel, pues aquello parecía una
gigantesca gruta, iluminada de un color rojo por fuegos que ardían por todas
las esquinas, fuegos que brotaban del suelo y de las paredes sin que nada
pareciese alimentarlos, aunque la temperatura era agradable. Se encontraba
en una pasarela de unos dos metros de ancho, con ardientes fosos a los lados,
de unos diez metros cada uno, pasarela que venía de no sabía dónde por entre
las llamas y se perdía sinuosamente en cualquier otro lugar, también entre las
llamas.
Lentamente, sin saber muy bien en qué lugar se encontraba, se puso a
caminar por el pasillo en la primera dirección que le vino en gana. Total, daba
lo mismo un lado que otro, no le encontró sentido a lo de saber hacia dónde
iba, cuando si siquiera tenía putañera idea de en donde carajo estaba. Mientras
seguía frotándose la rabadilla, le pareció ver que entre los fuegos a los lados se
movían una multitud de sombras, y hasta podía escuchar claramente algunos
murmullos acompañados de lo que parecían suspiros y risitas, todo muy raro.
Pero tal vez todo fuese simplemente el natural sonido y movimientos
de luces y sombras, ambos provocados por las llamas. Aquello le parecía un
sueño bastante estúpido y raro, si efectivamente se trataba de un sueño, pen-
só mientras continuaba con la mano dándole a la rabadilla, pues nadie en su
sano juicio soñaba (excepto la vacafoca horripilante de su mujer, claro, cuyo
juicio dejaba bastante que desear, y ya le gustaría a él saber qué se traería en
mente el elemento cuando resoplaba como un oso de las cavernas), o al menos
eso pensó en esos instantes, con una enorme, gigantesca e interminable gruta,
fuego que no quemaba por todas partes y un pasillo tan interminable como la
gruta, que más parecía la pasarela de un desfile de modas. Pero aquel no era el
sueño de su mujer, era en suyo. ¿Estaría él en su sano juicio? No debía estarlo
mucho, no… Solo había que ver a su mujer. Coño, pensándolo bien, la cosa
tenía tela.
De pronto, sobresaltándose, oyó que alguien lo llamaba.
-¡Pepe!, Eh, Pepe. ¿Ya estás aquí? Cuanto has tardado, tío, no sabias
lo que te perdías, eh?-
Alguien había saltado de entre las llamas a la pasarela, a sus espaldas.
Se volvió como un rayo.
-Ju... Ju... Ju...- Intentó hablar, sin conseguirlo, paralizado por el
asombro y la sorpresa ante el que lo increpaba, un fulano en bolas que parecía
muy contento y se le acercaba contoneándose por la pasarela.
-¡Pero qué te pasa, tío! ¿Ahora tartamudeas?, no me extraña, con una
mujer como la tuya... Ya te mató a tundas, ¿eh? Porque si no, no estarías aquí.
Oye chacho, como sigas así, creeré que te estás riendo de mi- El fulano bajó la
vista hacia su entrepierna, y se rascó el trasero como quien no quiere la cosa.
-¡Ju... Ju... Juan!- Consiguió exclamar finalmente.
-¡El mismo, tío, el mismo, Jaaajajajajaja!- El tipo se olió los dedos
con los que se había rascado por el ojete, y esbozando una gran sonrisa, alzó
los brazos para abrazar a Pepe.
-Pe… Pe... Pero si tú estás muerto desde hace más de un año...- Acertó
a contestar éste, retrocediendo un paso y agitando una mano ante él, en parte
para impedir el abrazo, pero sobre todo, por encima de todo, que corriese el
aire, vamos…
-Pues sí, tío, y porque no sabía de esto, que si no, me muero mucho
antes, no te digo- El compadre aprovechó para rascarse de nuevo, ahora por
delante.
-¡Pero qué dices, hombre! No puede ser...- Nuestro Pepe no entendía
una mierda, ni se lo podía tragar aún, pero mantuvo las distancias.
-¿Que qué digo? ¿Que no puede ser? Tú no sabes lo qué es esto, por
que acabas de llegar, pero ya te enteraras, ya...- Dijo Juan, mirando a su alre-
dedor con cara de salido, y saltando de pronto entre las llamas –Nos vemos,
tío-
-Espera- Gritó Pepe, pero ya Juan desaparecía entre el fuego, trotan-
do como un sátiro cualquiera tras una sombra con muchas curvas. Se quedó
pasmado observando las llamas, intentando pensar en la breve conversación
mantenida, pero sus neuronas debían haberse jodido con el golpe, que ni fú.
Se quedó un rato en el camino, mirando todo a su alrededor, rascándo-
se la cabeza y la rabadilla, con la boca tan abierta como antes, y no tuvo ni idea
de cuánto tiempo pasó así, hasta que volvió a escuchar una voz a su espalda.
Esta vez femenina y con acento zalamero.
-Holaaa, Pepito, cuánto tiempo sin verte...-
Se dio la vuelta a toda velocidad una vez más, y se encontró frente a
una tía en traje de Eva, el mejor traje que pueden lucir la mayoría de las mu-
jeres (la suya no, ¡vade retro!), y entonces se dio cuenta que él mismo estaba
desnudo, con lo que su asombro aumentó aun más y la cara se le puso más
rara, una buena cara de pelotudo.
-Joder tío, cualquiera diría que has visto un fantasma, en lugar de ale-
grarte de verme...- Le dijo la tía con toda tranquilidad, mirando distraídamente
hacia los lados y rascándose la entrepierna con gesto ido.
-Lu... Lu... Lu...- Acertó a articular, mientras se atragantaba. “Meca-
goentodo”, pensó, por fin, “a donde coño he ido a caer…”
-Sigue... Sigue... Vas por el buen camino, aunque no sabía que ahora
tartamudeases.- Le soltó la chica, cruzándose de brazos y mirándolo fijamente
sin cortarse un pelo a su entrepierna, como valorándola, pero poniendo cara de
decidir que no valía la pena, pues el miembro objeto de tal escrutinio colgaba
encogido como un cacahuete, sin saber, al igual que su portador, ni donde
estaba ni qué hacer.
-Lu... Lu... ¡Lucia!-
-¡Acertaste!, premio para el caballero- Y al instante le saltó encima, le
metió un morreo y le pegó un masaje en la entrepierna que nos dejó a nuestro
personaje más asombrado, atontado e idiotizado de lo que anteriormente esta-
ba, si eso es posible.
-Pero si tú te escoñaste con el coche hace tres meses y quedaste total-
mente destrozada, parecías una hamburguesa y hubo que sacarte a paladas...-
“Mi puta madre”, pensó otra vez, “pero en donde carajo estoy…”
-Si, es cierto, y eso no es nada, los hipócritas de los curas siempre nos
han engañado miserablemente, hijos de puta, así se pudran en el cielo por los
siglos de los siglos, si hubiese sabido antes la verdad, y que aquí había tanta
marcha, ya hace años que me habría descojonado, pero eso no es lo que ellos
quieren, solo quieren que seamos estúpidos y sumisos para que nos pasemos
la eternidad en la mierda del cielo mientras ellos se lo pasan dabuten primero
allá y luego aquí, ¡los muy cabronazos!-
Pepe no entendía de qué carajo iba todo aquello. Pero alguna de sus
neuronas pareció irse reponiendo, y tras espabilarla un poco, pronto dio con
una solución válida, tal vez la única posible. En dos palabras: estaba pues-
tísimo. “Este costo es la hostia”, se dijo para sí, “tengo que comprarle cien
gramitos al Tony, joder si flipas”.
Estando en estas, otra figura saltó sobre el camino, por denominarlo de
alguna forma, y comenzó a atacar a la chica por todas partes, entre las risitas
de ambos. Y nuestro hombre, que lo reconoció al momento, pese a no haberlo
visto nunca en persona, sin saber muy bien qué hacer y más desconcertado
que antes, se cuadró y saludó militarmente, pues ante él estaba el dictador que
había regido los destinos del país durante un buen montón de años (Este Pepe
nos salió un poco facha, el tío. O eso, o la neurona todavía estaba atontada. Tal
vez necesitaba otro toque, para que se despabilase más).
-¡Cierra la boca, lameculos, comemierda!- Le espetó el dictador con
voz aflautada-¡Se te va a colar una mosca, so mamón, soplagaitas! La puta que
te parió-
El dictador agarró a la chica en brazos, saltando al otro lado del cami-
no y desapareciendo entre las llamas. Durante algún tiempo, pudieron escu-
charse, por encima de los otros sonidos, los gemidos, suspiros y carcajadas de
ambos, que finalmente se fueron perdiendo entre el crepitar y otros murmu-
llos.
Pepe cerró la boca y bajó poco a poco la mano de la frente, sin ser del
todo capaz de asimilar tanta mierda junta. Cada vez estaba más asombrado, si
eso era posible, y creyendo que realmente aquello no era más que un mal sue-
ño inducido, si no por el hachís, sí por lo soporífero del libro (pero ya estaba
medio mosqueado), pensó que aquella parte de la gruta se estaba militarizando
mucho para su gusto, mejor ir a buscar aire por otro lado y mandar todo a la
mierda, no lo fueran a pillar para la mili, a él, que era objetor de conciencia, y
continuó su caminar por el pasillo con paso apresurado, moviendo ágilmente
los brazos y las piernas con movimientos medio amanerados y con grandes
aspavientos, pero observando a uno y otro lado sombras y más sombras, que
se entremezclaban y se retorcían entre las llamas.
Poco a poco se fue tranquilizando mientras continuaba su trote, pen-
sando y reconfortándose en que al despertar de aquel viaje se encontraría de
nuevo en el familiar entorno de su habitación. Más le valía…
Si es que aquello era un flipe, porque, la verdad, ya comenzaba a tener
sus dudas, pensaba frotándose una vez más su dolorida rabadilla, pues si se
hubiese comido un par de ácidos, tendría sentido todo aquel flipe del carajo,
pero un canuto… A saber qué mierda le metía el Tony al costo. Ya le echaría
la vista encima y lo averiguaría.
De pronto nuestro hombre detuvo su carrera, quedándose inmóvil con
una pierna en el aire y un brazo en alto que bajó poco a poco, poniendo cara
de circunstancia, cuando vio que por el camino se acercaba hacia él otro per-
sonaje, que en un principio, observaba complacido y con gesto de satisfacción
a uno y otro lado del camino, paseando tranquilamente, como si viese cosas
entre las llamas que a Pepe le resultaba imposible ver, cosas que le deleitaba
ver, pero que, al ver a Pepe allí, pasmado en medio de la pasarela y con cara de
pelotudo, cambió su jeto de satisfacción y placidez por otro de mosqueo que
poco o nada tenía que ver con el deleite. Se detuvo un instante, observándolo
con atención. Con más atención de la que Pepe desearía.
Este personaje lo hizo estremecerse de pies a cabeza. Con más de dos
metros de altura, y vestido, al contrario que los demás, con un elegante traje y
una capa, de tal forma que parecía un conde o un marqués, había visto tantas
veces aquella cara (y otras que no se le parecían tanto, ahora que lo veía en
persona, pues por lo general se lo solía representar con cara de loco, todo rojo,
con cuernos, y facciones distorsionadas por la maldad, o eso decían), que en
el fondo resultaba inconfundible.
El fulano traía en la mano un pesado bastón de ébano con empuñadura
de marfil, plata y filigrana de oro finamente trabajado. Se aproximó con paso
firme pero pausado, como quien no quiere el tema, pero sin quitarle el ojo de
encima. Pepe miró con disimulo a su alrededor, a ver si encontraba un hue-
quecito entre las llamas para perderse, pero no había ninguno, estaba rodeado
de llamas sin remisión. Intentó sonreír, mientras el otro se le venía encima.
Al llegar frente a él, se puso a mirarlo con una cara tal que parecía que se lo
merendaría allí mismo enterito y sin aliñar. Salida de no sabía dónde, apareció
en la otra mano del personaje, como por arte de magia, una especie de agenda
electrónica o algo similar mientras lo señalaba con el bastón.
-A VER, TU, QUÉ HACES AQUÍ PARADO, ¡GILIPOLLAS!-
La poderosa voz resonó por la enorme caverna como un trueno. Pepe
se encogió un poco sobre sí mismo y miró por encima de su hombro, como si
no fuese con él la cosa, si no con alguien que estaría a sus espaldas, pero allí
no había nadie, así que el lío era con él. Abrió la boca para decir algo.
-Us... Us... Us...- “Joder, la que me ha caído”, pensó, “ya le daré yo
al Tony de los cojones meterle cosas raras al costo. Mejor me hago el loco, no
vaya a ser”.
-¡LA PUTA QUE TE PARIÓ, UN TARTAJA!-
-Us... Us... Usted perdone, yo... Yo...- “¡Sus muertos…!”
-¡TU QUÉ, COJONES, TU QUÉ! A VER, HABLA, HOMBRE, QUÉ
TE PASA A TI, ¿EH? ¡HABLA!-
-Ah!, Yo... yo... Yo soy nuevo aquí y...- Lo cierto es que, con la im-
presión, no tenía ni idea de por dónde tirar, y la excusa no le pareció tan mala,
dadas las circunstancias.
-¡HOSTIAS, UNO NUEVO, YA ME PARECÍA A MÍ! A VER, ¡TU
NOMBRE!-
-Jo...José Ro...Rodríguez Ro...Rodríguez...- ”¿Y si le doy el nombre
de mi mujer?”… Pero guardó silencio.
-ASÍ QUE JOJOSE RORODRIGUEZ, ¿EH?, A VER... A VER...-
El Diablo tecleó algo en su agenda electrónica sin dejar de mirarlo
de reojo con mala cara, esta comenzó a emitir extraños chirridos y pitidos
mientras la pantalla petardeaba, hasta que finalmente se detuvo. Pepe estiró el
cuello e intentó ver por encima la pantallita, pero el diablo era un tipo alto y
no le dio chance. Con un gesto brusco, apartó el aparatejo de su mirada, opri-
miéndolo contra su pecho y observó detenidamente a nuestro antihéroe con
cara seria, como si fuese un camarero que, luego de estar sirviéndole copas y
mas copas toda la tarde a aquel pestífero fulano que tenía ante él, ahora aquel
mortal de mierda le soltase que no tenía un duro para pagarle. Una cara así de
asesina. Volvió a señalarlo con el bastón, casi poniéndole la empuñadura bajo
las narices.
-NADA MACHO, QUE HOY DEBE SER DÍA DE SAN TOCAPE-
LOTAS JODEDOR, TE HAS COLADO, EN MI LISTA DE HOY NO APA-
RECE NINGÚN RODRÍGUEZ, TE HAS PASAO, ¡TU NO TENIAS QUE
VENIR AQUÍ, FULANO!-
-Pe...Pero qué me dice, mire usted bien, hombre… Tengo que estar
ahí, digo yo…- Pepe señaló la maquinita, alucinando y sin entender una mier-
da de lo que estaba pasando, volvió a pensar que todo aquello era un mal viaje,
pero que muy chungo, joder que sí, ya te digo. A ver como se libraba de aquel
marrón.
-LO QUE OYES, TÍO, QUÉ COJONES TE PASA, QUE NO ES-
TÁS, A VER SI ENCIMA DE TARTAJA ERES TONTO, CARALLO!- (Esta
última expresión, típicamente gallega, demuestra claramente que el Diablo
procede de esta región, sin duda alguna).
-Nonononono señor, ni tartamudo ni tonto. Es la impresión, así, de
repente, me encuentro aquí y... Usted entiende, ¿no?-
-¡NO!, Y NO ME TOMES A MI POR GILIPOLLAS, QUE ME HE
QUEDAO CON TU CARA, QUÉ ENTENDER NI ENTENDER, ¡ENTEN-
DER ES DE BUJARRONES! ¡¿ACASO ME ESTAS LLAMANDO BUJA-
RRÓN A MI?!- Gritó el diablo, babeando fuera de sí, alzándose sobre él y
enseñando unos afilados, largos y amarillentos colmillos -LO ÚNICO QUE
ENTIENDO ES QUE TE HAS COLADO Y QUE SEGURAMENTE ERES
UNO DE ESOS PAYASOS DE MIERDA QUE DESPERDICIAN SU VIDA
TERRESTRE DE MIERDA VIVIENDO COMO UNA MIERDA, SIENDO
UNA MIERDA, TRABAJANDO PARA OTROS POR UNA MIERDA, SI-
GUIENDO CUALQUIER MIERDA DE RELIGIÓN, TEOLOGÍA O IDEO-
LOGÍA, CUALQUIER COSA QUE OS LIBERE DE LA PESADA CAR-
GA DE VUESTRA EXISTENCIA DE MIERDA, CON LA ESTÚPIDA Y
VAGA ESPERANZA DE TERMINAR EN EL CIELO, EN EL NIRVANA,
EL WALHALLA, LO QUE CARAJO SEA, POR QUE LUEGO RESULTA
SER LO QUE ELLOS NO ESPERAN, ES DECIR, UNA MIERDA. PUES A
JODERSE, POR LAMECULOS Y COMEMIERDONES, O TAL VEZ HAS
MUERTO CUANDO NO TE TOCABA, QUÉ CARAJO SÉ YO, Y YA ME
ESTAS HINCHANDO LAS PELOTAS POR LO QUE TE VOY A QUITAR
DE MI VISTA, QUE YO NO TENGO QUE DARLE EXPLICACIONES A
NADIE, ¡Y MENOS A UN MIERDA COMO TÚ, NO JODAS MAS!, HALE,
A RAÑALA POR AHÍ ADIANTE- (Nuevamente, típica expresión gallega
que reafirma la teoría sobre la procedencia del diablo, y que se podría traducir
como “váyase usted a rascarla por ahí”)
Lucifer chasqueó los dedos (¡CHAKS!), y le metió en toda la cabeza
con el puño del pesado bastón (¡TOK!), y de repente nuestro personaje se
encontró de morros ante una enorme puerta, toda rodeada de etéreas y blancas
nubes, encima de la cual podía leerse en flamígeras letras “CIELO”. Se rascó
la dolorida cabeza, vaya viaje le había mandado en todo el tarro el puto Satán
con el bastoncito de los cojones. Podía metérselo por el culo, el tío, y dejar de
joder. Y a todo esto, vaya día llevaba, estaba en vayaustedasaberdonde, y hasta
el momento, aparte de eso, ya se había ganado un ostión en la rabadilla y un
bastonazo entre los cuernos… Y no sabía por qué, pero tenía la sensación de
que la cosa aún no había terminado… Ya se lo cobraría al Tony, ya… ¿Cien
gramos? Cien hostias que le iba a meter.
De momento continuó rascándose la cabeza y observando la puerta.
Tal vez el bastonazo no fuese tan malo, después de todo, por lo menos sus
neuronas comenzaban a despabilarse.
Había un llamador de bronce y debajo un letrero que ponía “LLA-
MAR”. Para comprender aquello no hacía falta tener muchas luces, por lo que,
ni corto ni perezoso, dejó de rascarse la cabeza, avanzó con decisión hacia la
puerta, agarró con firmeza el llamador y golpeó con fuerza. Nada original el
llamador, por cierto, con forma de mano agarrando una bola entre los dedos.
Esperó un rato, en el que nada sucedió, y volvió a rascarse la dolorida cabeza,
pensando que tal vez no estuviese nadie en casa.
Volvió a llamar, con idénticos resultados y finalmente, después de lla-
mar varias veces sin obtener ningún éxito en lo que, por lo menos le pareció
una hora, y ya que no había ningún sitio a donde ir, se puso a golpear la puerta
con tal saña y fiereza, mientras gritaba: “¡EH! OIGAN, A VER SI ANDA-
MOS FINOS, QUE ME VA A DAR LA NOCHE AQUÍ, ¿HAY ALGUIEN EN
CASA?”, que hubiese resucitado a un muerto. Y por fin, allá, muy al fondo,
pudo escuchar una vocecitas cascadas al otro lado. Pegó la oreja a la puerta,
para poder escuchar mejor.
-Ya está bien, caballero, a ver si paramos-
-¿Qué te pasa, tío? Deja de joder, coño. ¿Es que aquí ya no se pueden
cantar salmos tranquilamente o qué?-
-A ver si dejáis de meter ruido, oñio, que quiero dormir-
-Debe de ser otro que confunde el cielo con el infierno, y por la forma
de aporrear la puerta, seguro que es el batería de un grupo de esos de jevis
melenudos-
-PEDROOOOOOO, ¡que están llamando, coñooo!-
-Ya voy, ya voooooy, que no soy sordo, caballeros-
Se escuchó un ruido de llaves, ruido de un cerrojo al ser descorrido y
un enorme chirrido que ponía los pelos de punta, al abrirse la pesada puerta.
Desde el interior llegaron más quejas.
-¿Pero quiere alguien engrasar de una puta vez esas jodidas bisagras?
¿Qué hacen los querubines? Aquí parece que nadie rasca bola. ¡Esto es intole-
rable, inadmisible!-
-Deja de quejarte, pringao, y dales grasa tú mismo, verás qué pronto
se soluciona el problema-
-¿Yo?, ¡Señor, sepa usted que yo nunca moví un solo dedo en este
tipo de trabajo, tengo las manos muy limpias, yo, sépalo usted, era asistente
de retrete de un Cardenal en el Vaticano!-
-Pues podías ir a asistir el retrete que está allí, tras la nube aquella de
ahí. No es que sea de un Cardenal, y que eso no nos importe, pero es que las
juntas de politicos que a él asisten no deben estar tramando nada bueno, por el
olor a mierda que llega hasta aquí-
–Así no hay manera de dormir, joder, ya veréis en la próxima junta,
sus vais a enterar-
-¿Pero para todo tenéis que montar un Cristo?-
-Ameeeeeen-
-Sí, ya, pero la cosa es la misma y el problema persiste. En resumen...
¡A ver cuando engrasamos esas bisagras!-
-A ti sí que te hay que engrasar ese cerebro de piojo-
-Tranquilos todos, ya fue, ya fue, ya pasó- Dijo un vejete ponien-
do paz antes que la cosa fuese a mayores, el mismo que estaba abriendo las
puertas, encorvado y tan cargado con grandes manojos de llaves que casi lo
cubrían por completo, y que debían de pesar como su puta madre, ya que se-
guramente andaba doblado por el peso de éstas, sujetándose los riñones con
la mano izquierda y adornado con una gran barba blanca. Se quedó mirando
fijamente a Pepe.
-Esto… Buenaaaaas...- Dijo éste, ya medio curado de espantos y es-
perándose cualquier cosa, pero todavía sin saber muy bien lo que decir o ha-
cer, intentando mirar dentro.
-¿Es una tía cachonda?- Preguntaron desde el interior.
-Pues no, es un fulano de bigote- Contestó el anciano de blanca barba,
mirando por encima del hombro.
-Lástima, aquí solo vienen señores, y señoras, todo hay que decirlo,
principalmente señoras con bigote, y viejas beatas y rezadeiras-
Sin hacer caso de estos comentarios, y de otros más fuertes que nos
abstendremos de reproducir aquí acerca de quienes se dejaban o no se dejaban
caer por allí, el viejecito se dirigió a Pepe
-¿Qué desea?-
-Bueno, verá usted, yo vendo enciclope… esto… que estaba yo todo
tranquilo en mi cama, cuando de repente me encontré en un sitio horrible, todo
lleno de llamas y...- “Joder, qué pregunta, que qué deseo”. Pensó. “Deseo po-
nerle las manos encima al Tony, eso deseo. Se va a cagar, ya te digo. Espera,
deseo, me ha preguntado qué deseo. Y si...”
-¡Ah!, si, el infierno...-
-Si, eso debía ser, porque de pronto se me aparece Satanás en persona
y me pregunta mi nombre, mira en una especie de ordenador de bolsillo y me
dice que yo no tenía que estar allí, lo cual es un alivio...-
-¡¿Habéis oído eso?! Un alivio. Este tío es gilipollas perdido- Voz
desde el interior...
-¡Fijo que si!, ¡ah!... Si yo hubiese sabido... Si yo pudiera...- Otra voz
desde el interior.
-Siga, hombre, siga, no haga caso, solo son gentes ociosas y obtusas,
llenas de prejuicios y cochina envidia, y con menos cerebro que una cabeza
de ajo, pero siga usted, por donde íbamos…- Le animó el viejecito moviendo
una mano ante las narices de Pepe.
-Sí, esto... Bueno, pues nada más, eso es todo, que chasqueó los de-
dos, me dio un trastazo en todo el tarro y aparecí aquí, enfrente de esta puerta,
y como en ese letrero pone llamar...- Dudó un momento, pero pronto se repuso
-Oiga, por cierto, ahora que lo pienso, eso de “qué desea”… ¿se trataba solo
es una expresión?, quiero decir… No será como el genio de la lámpara, ¿eh?,
no estaría diciendo que me concederá un deseo…- Sus neuronas, aún despis-
tadas y cada una por su lado, se pusieron a trabajar raudas, aunque sin mucho
consenso, pensando en qué deseo iba a pedir. Pero se llevó un desengaño, el
viejo lo estaba mirando con cara rara, como si no supiese de qué le hablaban.
Malo…
-Bueno, a ver, como se lo explico, mire, en cuanto a lo último, pues
le va a ser que no, eso creo que es por allá, en el cielo de los sarracenos, esos
tienen genios que conceden deseos y dan cosas, y Huríes, bellas Huríes. Pero
aquí no hay Huríes, aquí eso de dar no es cosa que se estile mucho, usted me
entiende, aquí como que estamos más bien por lo de recibir que por otra cosa,
por lo que en realidad, se lo preguntaba solo para saber qué tripa se le había
roto por aquí con tanto golpear la puerta, y ya puestos... Pero volvamos a lo
del infierno…Ya, ya lo entiendo. Bueno, verá, le explico; esto le es el cielo, y
yo le soy San Pedro, llavero oficial y Portero Mayor del Reino de los cielos.
Pero la verdad, ya estoy harto de cargar toda esta chatarra inútil, y no crea us-
ted que todos estos hierrajos sirven para algo, no, qué van a servir, ya que aquí
no hay puertas, excepto ésta en la que ahora estamos, y que para más tocar
los cojones, no tiene llave, solo un pasador por dentro. Pero no crea que eso
es todo, no, verá, le he escrito un buen montón de solicitudes y dimisiones al
Dios, para que ponga un portero automático, y de pasada me jubile un poco,
pero ni caso. Él dice que hay que respetar las tradiciones, pero yo ya estoy
hasta los cojones de las putas tradiciones. Y además, cualquiera otro de todos
estos tarugos ociosos que están aquí puede abrir la puerta tranquilamente, pero
nooooo, tengo que ser yo. Ya le digo, lo que pienso yo de las jodedoras tradi-
ciones. Y eso no es todo. A veces me pregunto qué terrible pecado tuve que
haber cometido para merecer este castigo… ¡Yo, que fundé Su Iglesia y dicté
las directrices futuras a seguir, atándolo todo atado y bien atado. Yo, que...!-
-¡Corta el rollo y al grano!- Volvieron a decir desde el interior, cortán-
do al venerable en mitad de su frase.
-Me hago cargo, me hago cargo...- Contestó Pepe, mirando a su alre-
dedor, intentando mirar hacia adentro por encima del viejo, sin conseguir ver
gran cosa, más por decir algo que por otra cosa. “Con la iglesia hemos topa-
do”, pensó. “Prudencia o me llevan pa la hoguera esta gente. Ya se ve que las
bellas Huríes escasean por aquí, ya. Por algo será. A ver cómo termina esto,
que lo veo venir...”
-En fin, Pilarín, tu preñada y yo en la cárcel... Digo... A lo nuestro,
usted me dirá su nombre, a ver si está registrado para hoy. ¿Trae recomenda-
ción? ¿Algo?- El vejete frotó los dedos de su mano libre ante las narices de
Pepe, recordándole aquello del recibir, no dar, que anteriormente le había he-
cho notar, en un gesto significativo. Este, entendiendo el gesto, y devolviendo
a su vez como respuesta un gesto de resignación, pues estaba claro en aquel
juego para quién quedaba el concepto de “recibir” y quién apandaba con la jo-
dienda del “dar”, fue a meterse las manos en los bolsillos, a ver cuánto llevaba
encima, y entonces recordó que estaba en bolas. También significativamente,
se alzó de hombros con aspecto compungido. El viejo comprendió perfecta-
mente toda la pantomima y meneó la cabeza, mientras Pepe se explicaba ahora
verbalmente.
-Sí señor, digo… No, señor, esto… Si, mi nombre, eso es. José Ro-
dríguez, para servir a usté. Hem… ¿Recomendación?, no… Bueno… Esto…-
Pepe pensó si serviría de algo el estar casado con una mujer como la suya, si
serviría de redención, o pago, o algo así, pero se abstuvo de preguntar nada,
por si acaso, aunque a las primeras de cambio, como le dieran la más mínima,
les iba a empaquetar a su mujer sin pensárselo nadita. Ya te digo. Pero no dejó
de notar que, como estaba mandado, para la iglesia las cosas eran iguales en la
tierra como en el cielo. Todo se movía con el mismo combustible.
-¡Menos cepillo!- Gritó alguien desde el interior, con acento sospe-
choso.
-A ver si os calláis de una vez y miráis en la lista. Rodríguez Rodrí-
guez, José- Apóstrofo San Pedro, volviéndose hacia adentro.
-González... López... Pérez... Santos... Ubilde... Ugurrurricachogo-
rrinocoechea, o algo así, yo qué sé, chico, que esto no hay dios que lo lea y
menos que lo hable, y a saber quién coño será este, si es que se buscan cada
nombrecito, llamar la atención, fijo… Y no, no hay más Rodríguez. Seguro
que este pájaro se ha equivocado, si hasta tiene cara de julandrino y bujarrón,
el nota- Como siempre, voces desde el interior.
-¿Seguro que no hay ningún Rodríguez?- Volvió a preguntar San Pe-
dro.
-Que no, hostias, que no, no seas plasta, tío, que cuando te pones
cansino...-
-Pues qué se le va a hacer...- Dijo San Pedro como para sí mismo, pero
volviéndose hacia Pepe.
-¿Tampoco aquí estoy apuntado?- Si es que cuando vienen mal da-
das… Pensó.
-Pues no señor, tendremos que enviarle al Purgatorio-
Pepe alzó las cejas entrecerrando un ojo, en claro gesto de desconfian-
za.
-Purgatorio, ¿eh? Eso me suena a estreñimiento o algo por ahí-
-Pues no señor, nada de “por ahí”, es una especie de sala de espera-
-Si, como las de la seguridad social española. Nada de “por ahí”, dice
el tío… La que se le viene encima…- Volvieron a puntualizar desde el interior
entre grandes carcajeos.
-Pues estoy jodido, tíos... Esto... Digo... ¿Y qué pasa en ese purgato-
rio?- Quiso saber Pepe.
-Pues allí tendrá que esperar a que salga en una lista de admitidos, o
bien para acá, o bien para el infierno- Le contestó San Pedro, mesándose la
luenga barba.
-¿Mucho tiempo?- Se removió inquieto Pepe. ¿Esperar? La cosa se
estaba torciendo.
-¡Imagínese!- La Voz Del Interior -¡Yo estuve cincuenta siglos!-
-¡¿Cincuenta siglos?! Pero eso no es posible, no puede ser, no dispon-
go de tanto tiempo. ¡Mi mujer me mata!- Y él iba a matar al Tony, cagonsupu-
tamadre.
-No le haga caso- Contestó San Pedro, agitando de nuevo una mano
como si espantase unas moscas por delante de las narices. -Este no es más que
un pobre desgraciado pescador egipcio, que cada vez que se acercaba al río,
ya se había peleado con un cocodrilo o así, y si conseguía pescar un mísero
pescado, ya se le había escapado otro de ballena para arriba, no es más que
un pedante exagerado, ya sabe como son de exagerados los pescadores... Este
se tiró allí tanto tiempo por culpa de sus mentiras, tuvo que expiarlas. Murió
ahogado en un charco que no tenía medio palmo de agua, el pescador este,
mire usted, para que se haga una idea. Morir así en un hombre que vive del
agua, debería ser pecado venial, cuando menos-
Inconscientemente, las neuronas de Pepe se pusieron de acuerdo para
hacer esta vez bien las cosas, y comenzó a hacer recuento mental de todas las
veces que había contado alguna mentira. Tras sopesarlo con calma bajo la
atenta mirada del viejo, llegó a la conclusión de que, aún sin contar aquellas
(muchas) que había olvidado, iba para largo la expiación que le correspondía,
pero puso gesto de resignarse, aunque pronto lo cambió por un esbozo de son-
risa, para intentar engañar al anciano, que no le perdía ojo.
-Si, si, lo sé, yo también me conozco a alguno que se las trae con sus
exageraciones- Dijo, con una amplia sonrisa y agitando una mano como quien
no quiere la cosa, para despistar al otro.
-Ya, ya. Pero volviendo a lo nuestro- Le comentó San Pedro, que con-
tinuaba mesándose su luenga barba -le enviaremos al purgatorio, y una vez
allí, ya veremos lo que se puede hacer, si le preguntan, dígales que va reco-
mendado por mí en persona-
-Hey, Antonio, nos vamos pal purgatorio- Coro de voces (y risitas)
cantando aflautadamente desde el interior.
-Menos cachondeo, que la cosa es seria- Levantó la voz San Pedro,
poniendo él también gesto serio.
-Pero bueno, y... ¿Yo que tengo que hacer?-
-Pues nada, hombre, cerrar los ojos y hacerse el inglés- Le soltó el
portero del cielo.
-Eu venjo de Urujuay falando injlés nidios mentendeeee...- Volvieron
a cantar desde el interior, y esta vez, las risitas se tornaron en carcajadas.
-Aaaaaaaaameeeeeeeeen- Coreó una voz desafinada.
-¡Maldición! ¡Esto ya parece un circo!- Rugió San Pedro, con la cara
roja inflamada de Divina Cólera. -Usted, cierre los ojos, y cuando los abra, ya
estará en el purgatorio, ¡venga, aire! ¡A tomar por culo por ahí! Y vosotros, a
callar u os tiro un manojo de llaves en todos los cuernos, descarados, que os
parto el carapacho, qué falta de respeto es esta. Qué van a pensar…-
Pepe cerró los ojos tal como le ordenaban, y la voz de San Pedro (y
las de aquellos que le decían lo qué pensaban) parecía perderse en la distancia
hasta desaparecer, cuando de pronto le soltaron un ostión de cojón de mico,
haciéndolo tambalearse y dejándole la mejilla hinchada y toda roja. Abrió los
ojos (uno más que el otro, a consecuencia del piñazo) y se encontró ante un fu-
lano vestido de Papa que repartía los sacramentos, como los llamaba a grandes
gritos, a diestro y siniestro a quienes, como ahora a él, tuviesen la desgracia
de no darle rápidos al tacón y quedaban a su alcance, perseguido de cerca por
una recua de fulanos, vestidos igual que él, que metían gran bulla, cada uno
de ellos alegando que él era el único Papa y todos los demás unos impostores,
todos repartiendo hostias sagradas y sin consagrar también, a más y mejor por
todos lados por donde iban, con alegría, eso que no falte, pero provocando
auténticas desbandadas de personas que huían en cualquier dirección. Pepe,
viendo el panorama, optó por sumarse a la mayoría, y se apresuró a poner una
distancia prudencial entre la curia y su mejilla, no fuese que todos los demás
Papas pretendiesen también darle la comunión.
-Pero... Pero... Pero...- Era lo único que conseguía pronunciar mien-
tras ponía tierra de por medio, se frotaba la mejilla y le daba a la chancleta.
-Usted, qué hace en pié, ¡se siente, coño!-
-Pero... Pero... Pero...-
-¡Ni peros ni leches!- Le soltó el enérgico fulano que lo increpaba,
agarrando a Pepe por un hombro y tirándolo de mala manera sobre un largo
banco de madera.
-¡Y no se me mueva ni un pelo de aquí o lo mando a fusilar!-
Con la boca abierta, costumbre que ya conocemos en nuestro perso-
naje, Pepe pensó que de los militares no se libraba uno ni a tiros, y mientras
el fulano se iba a intentar sentar a otras personas, de grado o por la fuerza,
amenazando con hacerlos fusilar a todos mientras corría para aquí y para allá,
observó a sus dos inmediatos vecinos, uno vestido de cardenal, el otro, con
una camisa de fuerza, un gorro de papel en la cabeza y soplando como un
fuelle descosido por un embudo. Pepe miró con detenimiento a su alrededor.
Le hervía la sangre (pero sobre todo, ahora mismo, superando a la sangre, la
rabadilla y el bastonazo, lo que le hervía era la mejilla), y no quería ni pensar
en lo que le iba a hacer al Tony en cuanto le metiese el ojo encima. No quería
ni pensarlo, porque si no… Es que se ponía malo y lo asaltaba una furia ho-
micida, solo de pensarlo. Para aplacar su ansia asesina, decidió centrarse en lo
que le rodeaba, y comenzó a mirar en todas direcciones.
Aquella enorme sala, si podía llamársele así, estaba llena, mirase ha-
cia donde mirase, de largos bancos que se perdían en el infinito por delante,
por detrás, a derecha y a izquierda, filas y más filas de bancos como el que él
ocupaba hasta allá, en donde se perdía la vista, en curiosa compañía, y gente,
gente sentada, levantada, acostada, cientos, miles. No, millones de personas,
caminando entre los bancos, metiendo bulla, gritando unos con otros, etc. “Sus
muertos, en donde carajo he ido a caer ahora”
Aquello era peor que un gallinero loco. El tío que lo sentó a la fuerza
no paraba de gritarles a los demás “Todo el mundo quieto” “Se sienten ya”
“Nadie se mueva, se sienten y se estén quietos, que me tienen hasta los mismí-
simos, o los mando a fusilar a todos, coño ya”, etc. Hasta que cometió el error
de acercarse demasiado y ponerse al alcance de uno de los Papas, los cuales se
iban aproximando, al que saludó con gesto afable, sin la menor intención de
ordenar al jefe de la curia que tomase asiento, más bien, como dándole trato
de preferencia, esbozando una sonrisa de oreja a oreja. El Papa lo observó
con cara de pocos amigos, como calibrando su grado de fe o algo así, e in-
mediatamente, tras considerar que era la adecuada para recibir el sacramento,
lo bendijo y le administró este dándole un buen ostión, por lo que el fulano,
sin esperar a la confirmación y acordándose a voz en cuello de la familia del
prelado sin dejarse ni a uno, se apresuró a cambiar de fila, poniendo tierra por
medio para obligar a sentarse a la gente en una zona más saludable mientras
se frotaba la mejilla. Pepe, notando que el Papa del carajo miraba hacia donde
él estaba, optó también por buscar aires más saludables, y con disimulo, se dio
la vuelta y comenzó a apurar el paso, escuchando sonar a sus espaldas el ruido
de una bronca cuando alguien, ofendido por la administración de una fe que
no profesaba, le cayó encima a piñazos al sorprendido Papa, el cual no tardó
en reaccionar y saltando sobre su oponente comenzó a su vez a administrar
sacramentos no solo a éste, si no a todo cristo a su alrededor, allí chupaban
incluso aquellos que no se metían al reparto para intentar separarlos, con lo
cual la cosa parecía generalizarse, ya que compañeros del agredido, aunque
discrepasen entre ellos sobre quién era el heredero de Pedro, saltaron en de-
fensa de su compadre, y todo el mundo sabe que los conflictos interreligiosos
suelen traer tela, y lo mejor es apartarse de ellos sin perder tiempo, no vayan
a alcanzar a uno.
De pronto, sintió una voz que lo interpelaba.
-Hombre, Pepe, hijo, tú también por aquí-
-Pues ya ves, aquí me han enviado a mí, hay que joderse- Comentó
mientras se volvía, a ver quién era el que lo conocía entre tanta gente, lo cual
le proporcionó un susto que casi se nos muere. Es un decir, vamos, figurativa-
mente hablando. Pero mientras se volvía, tenía la pequeña esperanza de que
tal vez fuese el Tony. Le iba a dar él sacramentos, al Tony. Pero no, además de
no morirse, tampoco tuvo esa suerte. Y es que cuando uno nace estrellado…
-Ab... Ab...ab...ab...- Intentó, como otras veces a lo largo de la noche,
hablar por encima de la sorpresa. Y eso que ya debía estar acostumbrado. Pero
es que hay cosas a las que la gente no termina de acostumbrarse.
-Vaya por dios, ¿desde cuándo tartamudeas?-
-Ab... Ab... Ab...- Jodidas neuronas, ya estaban otra vez cada una por
su lado. A la que se despistaba, se liaban solas.
-Veras, si hicieses “co co cocoricoc”, pensaría que te habías vuelto
una gallina, pero ab, ab, ab, la verdad, no se a qué viene...-
-¡ABUELO!- Consiguió por fin pronunciar seco, como quien se libra
de una flema cojonera en la garganta.
-Ah, era eso… pues el mismo, chico, el mismo-
-Pero abuelo, ¿qué haces tú por aquí?-
-A ti qué te parece, hombre. Me envió recomendado un tal San Pe-
dro-
-Ya, no me digas más, ya lo sé, ése parece ser que da recomendación a
todos los que no tienen recomendación pero podía meterse su recomendación
allí donde yo pienso- Filosofó Pepe mirando a su alrededor con cara alucina-
da.
-Jejeje, buena pieza está hecho el tal San Pedro, no se entera de nada,
esta idiotizado-
-¿Por qué lo dices?-
-Veras, aquí solo envían a los representantes del clero, desde Papas a
sacristanes, monjas, integristas de todo tipo y demás gente tonta por el esti-
lo, tarados mentales, flipados, fascistas etc. Fíjate, por ejemplo, ese que anda
mandando sentar a todo el mundo. Un pobre hijo de puta, ahí donde lo ves.
Pretendió dar un golpe de estado y le salió el tiro por la culata-
Las neuronas de Pepe se pusieron a rodar nuevamente. Estaba claro
que él no era nada de todo aquello, por lo tanto, no tenía por qué estar allí.
Excepto por…
-¡Pero si yo no estoy chiflado!-
-Eso es lo que tú te crees- Aseveró el viejo, sonriendo desdentada-
mente.
-Es la verdad, carajo, yo estaba en mi cama, leyendo tranquilamente,
cuando…-
-¿La verdad?, no me jodas, nadie que esté en sus cabales se casa con
una mujer que parece un globo aerostático, tiene cara de ogro sin afeitar y le
pega a uno unas tundas de no te menees como las que te da la ballena inflada
de tu mujer-
-Hostias, pedrín!, Si no me caso, me mata- Solo de pensarlo le entraba
un sudor…
-¿Lo ves?, Entonces es que estás loco, no falla-
Mientras hablaban, los papas que administraban sacramentos como
quien hace churros se acercaron, metiendo bulla y peleas, mientras discutían
nuevamente entre ellos, derivando, lentos pero constantes, hacia donde es-
taban Pepe y su abuelo. El vejete los vio venir y ante la sorpresa de Pepe al
visto y no visto, se escabulló rápidamente trotando a cuatro patas por entre los
bancos, mientras gritaba “Cuidado, hijo, que la iglesia acecha”.
Pepe no entendió nada y se dio la vuelta para ver qué era aquello de
lo que hablaba su abuelo, cuando recibió otro ostión de padre, hijo y espíritu
santo en la otra mejilla que lo dejó viendo luces.
Espabilado de repente, pero sin saber muy bien lo que pasaba mien-
tras veía una luz, se dio cuenta vagamente de que se encontraba otra vez en
su habitación, y la voz atorrante de su mujer (200 kilos en canal), que le había
administrado la penúltima hostia (digo la penúltima por que todavía le queda-
rían algunas más por recibir, vamos, no se..), le gritaba con voz de trueno:
-¡Imbécil, cagapoquito! ¡Ya te has vuelto a quedar dormido con la luz
encendida!-
Joder, si se la iba a cobrar dura al Tony. Pensó, frotándose la dolorida
mejilla. Sus putos muertos.
Soy muy consciente del hecho de que el principio de este relato tal vez
no es el mejor para atraer la atención del lector, así que solicito indulgencia a
mis letras y ruego la continuidad de la lectura hasta el final, pero a veces uno
se encuentra con cosas, casos y situaciones insólitas, yo diría más, extrañas,
y sin saber ni cómo ni por qué, nos tropezamos de frente con que incluso un
simple tema de conversación intrascendente, por regla general muy diferente
al tema que la ha iniciado, aquél que ha sido causa de la hipotética conversa-
ción, puede llevar a cualquiera al lugar más sorprendente e increíble, o a las
situaciones más inesperadas e insospechadas que imaginarse puedan. Y no
sabes cómo narrarlas luego. Y ese es mi problema en este momento.
Si, si, ya sé que suena a tópico, parece que estoy chupando de Poe,
pero no se equivoquen, por favor, el caso es que no sé muy bien como comen-
zar. No soy escritor profesional, lo mío es otro campo, pero tengo que inmis-
cuirme, lo quiera o no, así que discúlpenme. Y prosigamos.
En fin, vamos a ver, voy a tratar de ilustrarlos un poco, para llegar a
donde quiero ir, y que ustedes, lectores, me sigan, aunque me vaya un poco
por las ramas. Tratar de poner una comparación, un ejemplo, para que os ha-
gáis una idea (si me permitís tutearos, claro, ya que habéis llegado hasta aquí.
Gracias por la muestra de confianza), de cómo son las cosas, los detalles, que
aquí relato, pues considero que es el momento de ponerlo por escrito para que
otros lo lean. Ardua tarea, pues lo que sobran son escritores. Pero lo que faltan
son buenos escritores. No me considero entre los buenos, por supuesto, pero
de todas formas... ¿Quien dijo miedo, habiendo tantas funerarias?
Pero dejémonos de divagaciones y vamos al grano, estoy seguro que
algunos de vosotros que ahora me leéis, habréis leído (valga la redundancia),
alguna vez un texto redactado en forma de diario, pese a que lo cierto es que
son escasos. Biografías personales, pues podríamos considerar esos escritos
como tales, o parte de alguna, hay muchas, algunas realmente interesantes que
pueden aclarar misterios o dudas, o ambas cosas, pero sobre todo, en su gran
mayoría son textos tediosos y absolutamente nada importantes, escritos por
gentes anodinas que no aportan nada realmente interesante que contarnos para
la posteridad, simplemente son gentes que se creen importantes sin haberlo
sido nunca por méritos propios, y cuyos libros escriben otras personas anó-
nimas, producto de consumo para zombis sin cerebro devoradores de textos
insulsos. La gente se interesa por conocer la vida de algunos de tales persona-
jes, principalmente si son populares, cosas de la publicidad y ciertos medios
de comunicación. Lo cual no habla mucho a favor del coeficiente intelectual
de quienes consumen con avidez ese tipo de literatura. Pero este no es el caso,
lo prometo.
Sigamos con lo nuestro, pues para que os pongáis al día, me refiero
a ejemplos como el famoso “Diario”, de Anna Frank o el no menos famoso
“Drácula” de Abraham Stoker, que podrían servir como ejemplo. ¿Vais co-
giendo la idea?, porque de eso se trata, pese a que Drácula es una obra de
ficción... Aunque no estoy yo muy seguro...
Entonces pasemos a hablar de diarios, que en el fondo, es lo que me
ha incitado a escribir esto que ahora leéis. ¿Cuántos de vosotros, lectores, ha-
béis tenido acceso al diario de otra persona? Levantad la mano, por favor.
Bien... De entre esos pocos que levantáis la mano... ¿alguno ha leí-
do algo realmente interesante? Y cuando digo “realmente interesante” no me
estoy refiriendo a los quince días que un amigo/a vuestro se pasó en un cam-
pamento de verano. O en donde vuestra amiga/o describe sus primeras expe-
riencias con el sexo o las drogas. No. No es eso... Lo que quiero decir es, si
en algún momento, alguno de vosotros habéis tenido acceso a algún diario
que contase o describiese cosas que pudiesen considerarse como realmente
interesantes. Y repito, con mayúsculas: INTERESANTES. Una mezcla entre
la señorita Frank y el señor Stoker. Hechos terribles como los descritos por el
segundo, pero reales (y no menos terribles) como la vida de la primera.
Lo más probable cuando leáis esto es que, de partida, deis por supues-
to que no es más que otra obra de ficción. Bueno, pues dejo al libre albedrío
del lector el juzgarlo.
Aunque tal vez tengáis vuestras dudas. Es lo normal en un escritor,
qué se puede esperar de tales fulanos, siempre diligentes cuando se trata de
confundir a sus lectores, engañarlos. Hacerles pasar la realidad por ficción. O
al contrario, la ficción por realidad. Solo hace falta leer la sección de Opinión
de cualquier periódico o las declaraciones de cualquier político.
Y es algo que, como no me considero escritor, NO pienso evitar. Lo
dejo a vuestra elección.
Pero dejémonos de divagar, y comencemos.
18 de Diciembre
Me ha tocado el último turno de guardia, poco antes del amanecer. Me
despertó Joaquín antes de tumbarse un rato más, para intentar descansar un par
de horas, me cubrí con mi manta y me senté junto al fuego, con el rifle prepa-
rado. Como me tocó el último turno, también me tocó preparar algo de café
para el desayuno, con algunas tiras de carne ahumada, dura como el pellejo de
un cuerno, de la que tenemos bastante provisión, pero que debemos racionar,
pues no sabemos cuándo encontraremos alguna aldea, población o algún sitio
habitado. Todavía estaba algo inquieto y medio dormido e intentaba reme-
morar mis experiencias. Ponerlas en orden, pues tenía vagos recuerdos de
un sueño o pesadilla, pero me resultaba imposible decir el qué, pues la había
olvidado por completo y no conseguí atraerla de nuevo a mi cabeza.
Más tarde, mientras caminábamos, o por lo menos eso intentamos
desesperadamente a través de estas montañas, me acerqué a Jesús, que había
cubierto el turno de doce a dos, y mientras avanzábamos torpemente, bus-
cando pasos por donde no los hay, agobiados bajo el peso de las armas y las
mochilas y casi sin aliento que llevarnos al pecho, a causa del escaso aire,
hablé con él. Hablamos en un principio de cosas sin importancia, el tiempo,
la marcha, Cuba, y luego llevé la conversación hacia las guardias. Y Jesús me
confirmo en mi inquietud. Me contó que, hacia la una, creyó, o le pareció,
ver a alguien rondando el campamento, pero que luego, no fue nada, solo las
sombras... Pero durante unos instantes fue presa de un gran miedo a aquello
que él creía que le espiaba desde el otro lado del muro de las sombras, y es-
tuvo a punto él también de disparar. Ya es bastante peligroso para nosotros el
abrir fuego contra alguna pobre bestia que tenga la mala suerte de cruzarse
en nuestro camino, pues estas montañas devuelven el sonido de unas a otras
repitiéndolo hasta el infinito, y nuestros perseguidores están algo más cerca
que eso.
Ya por la noche procuramos, al encender el fuego, buscar un sitio cu-
bierto, al abrigo de miradas indiscretas, bien oculto y que no sea muy visible,
cosa que no siempre conseguimos encontrar, pero entre estas áridas alturas
rocosas es fácil, si se busca bien. Es necesario hacerlo así, pues las llamas, aun
las pequeñas, son un faro en la oscuridad, que se ve desde muy lejos si no se
toman las precauciones debidas. Y tenemos que encender fuego, aunque no
quisiéramos, so riesgo de morir congelados por culpa de las frías noches. Pero
un disparo, aun a pleno día, se puede escuchar desde muchos kilómetros, y dar
pie a que nuestros perseguidores nos localicen. Aunque tengo la impresión de
que ya hace días que lo han hecho. De alguna manera. Seguir el rastro escaso
que dejamos, entre estas montañas, es el clásico dicho de la aguja en el pajar.
Pero aun así y todo...
Nada comenté a Jesús de mis propios temores. Luego, nos detuvimos,
sobre el medio día, para descansar y reponer fuerzas comiendo algo, aunque
sean duras tiras de carne, cosa de hora y media, como todos los días, para
luego continuar nuestro camino rodeados por todas estas cumbres que se al-
zan sobre nuestras cabezas, aunque por la noche tratemos de ocultar nuestro
fuego, cualquiera subido en aquellas alturas no tendría la menor dificultad
para encontrarnos. Y cada vez que levanto la vista para ver el pedazo de cielo
que se abre sobre nosotros, medio oculto por las cumbres, que se extienden
allá donde pongas la vista, me doy cuenta de la pequeñez e insignificancia del
hombre comparado con el resto de La Creación. Nos vemos tan insignifican-
tes, rodeados de tal grandeza...
Ahora, que ya está oscureciendo, estamos al abrigo entre unas rocas
que hacen de pantalla a la luz del fuego, bajo un enorme saliente. Durante
un buen rato, y divididos en parejas, recorrimos los alrededores en busca de
madera y ahora, tenemos bastante provisión para toda la noche y arde un buen
fuego, aunque no muy alto, más bien brasas, un buen montón, que no da tanto
calor pero si menos luz y repitiendo el ritual de todos los días, nos disponemos
a limpiar nuestras armas. Esta noche le toca a Joaquín el turno de doce a dos.
Más tarde
Ya hemos limpiado nuestras armas y cenado, ahora estamos cada uno
tumbados, envueltos en nuestras mantas y lo más cerca posible de las brasas.
Hemos hecho recuento de munición, y todavía tenemos bastante, al menos de
momento, unas ciento cincuenta balas cada uno, que nos sirven indistintamen-
te para el revólver o el rifle. El único escaso de munición es el mosquetón de
Joaquín, solo le quedan unas veinte balas. Hoy me ha tocado el primer turno,
hasta las doce, que es el más largo, comienza desde que nos paramos y hemos
cenado, independientemente de la hora, sean las seis, sean las ocho, hasta las
doce, pero luego ya no haces mas turnos hasta que hay que levantarse. Y aho-
ra, mientras todos duermen, o lo intentan, estoy aquí, sentado frente al fuego,
escribiendo a la escasa luz, y mirando las brasas, pienso en lo que hemos
dejado atrás, nuestros amigos y nuestras familias, que nos creen en Argentina.
Todo lo dejamos todo atrás para embarcarnos en esta loca y mortal empresa.
Las cosas no tenían que haber salido así, a estas alturas del año, deberíamos
estar realmente en Buenos Aires, ricos como Creso, y aquí estamos, diezma-
dos, fugitivos y luchando por nuestras vidas.
Mañana seguiré, ahora no tengo más ganas de escribir.
¿20 de Diciembre?
Los acontecimientos se han precipitado, y hasta ahora no he tenido
tiempo ni fuerzas para escribir, así que tratare de resumir lo acontecido desde
hace dos o tal vez tres noches. Ya no estoy seguro de nada.
Joaquín nos despertó hacia la una y media con un disparo, y rápida-
mente, en cuestión de segundos, como buenos soldados de las fuerzas colo-
niales, todos nos dispusimos a repeler una agresión, Joaquín gritaba algo que
no conseguí entender entre la confusión, pero decía algo sobre alguien que
rondaba justo en los límites de las sombras. Hay que ver, sentir, palpar, la
oscuridad que desciende sobre estas titánicas montañas para creerlo, asemeja
una negra niebla sólida, es algo que también se me escapa a todo concepto de
descripción, excepto, tal vez, el de negrura infinita. Rápidamente avivamos el
fuego, para tener más luz, pero no había nadie, nada, solo sombras silenciosas.
El resto de la noche transcurrió en un duermevela, al menos para los demás,
pues yo tenía el convencimiento de que era mejor descansar, pues, fuese lo
que fuese, ya se había marchado, lo notaba, creo que todos sin excepción lo
notábamos, y de momento estábamos tranquilos. Cuando amaneció, nos dedi-
camos a explorar los alrededores a la luz del día, pero no encontramos nada,
ni el menor rastro de visitantes nocturnos, ni una huella.
Cuando nos cansamos de buscar, lo cual quiere decir pronto, empren-
dimos nuestro camino.
Pero todos parecíamos muy inquietos, realmente el más tranquilo pa-
recía ser José. Pero comprendí que él era el único que de momento, desde que
yo había notado aquella sensación, no había realizado guardias a aquella hora
fatídica, y marchaba con más tranquilidad, mientras los demás mirábamos una
y otra vez a nuestro alrededor, tal vez esperando ver surgir del suelo una som-
bra, o saltando desde una roca sobre nosotros. Luego, como siempre, sobre
el medio día, nos detuvimos para descansar y comer un poco, pues desde el
disparo de Joaquín, no había sido posible el dormir medianamente bien, a pe-
sar de mi falta de preocupación, y estábamos más rendidos que de costumbre.
Jesús interrogó a Joaquín, sobre lo que ellos y yo también, habíamos visto, o
más bien, sentido, o lo que había sucedido, y finalmente, yo también me animé
a relatar mi experiencia. Hablamos largamente, y terminamos con el conven-
cimiento de que, fuese lo que fuese o fuese quien fuese lo que nos acechaba,
desde luego no eran los indios de aquella tribu los que nos perseguían. Se
trataba de algo más sutil, más terrible. Estábamos seguros de eso.
Joaquín nos contó que, cuando ya llevaba buena parte de su guardia
liquidada, comenzó a sentir miedo, a sentirse intranquilo, lo que lo llevó a ex-
tremar sus precauciones, lo mismo que yo había hecho, y Jesús igual. Se había
puesto en pie, escuchando el silencio que envuelve estas cumbres, observando
con insistencia a su alrededor, intentando penetrar las sombras, y alejándose
del fuego, con objeto de ofrecer menos blanco, para finalmente, ocultarse en-
tre las piedras, cubriéndonos con su arma, mientras su malestar aumentaba,
hasta el punto de recorrerlo auténticos escalofríos. Finalmente, vio o creyó ver
algo moviéndose al borde del círculo de luz, pero envuelto en la oscuridad,
nada definido, solo una vaga sombra algo más densa que las otras, hasta que
pareció desaparecer, fundirse, volver a adentrarse en la oscuridad, cuyo límite
había acariciado. Sin embargo, su miedo fue en aumento, y siguió escrutando
la negrura, hasta que de tanto forzar el oído, creyó escuchar algo, y luego
sintió como un ligero rumor, como un perro gruñendo bajo, como si estuviese
gruñendo a unos seis metros a su derecha, y vio, o creyó ver, no lo puede ase-
gurar, un par de ojos, grandes, reflejando una luz verde a la débil iluminación
de las brasas que lo miraban fijamente, y que parecían acercarse, ahora en un
silencio total y absoluto. Sin pensarlo dos veces, apuntó entre los ojos y dispa-
ró. Los ojos desaparecieron en la oscuridad. El resto ya lo sabíamos.
El día transcurrió sin novedad, excepto que nuestros temores crecen a
medida que se aproxima la noche, azuzados, más si cabe, por las consecuen-
cias que podría traernos aquel disparo, que nos ubicaba como si fuésemos un
faro, sumergiéndonos otra vez en las sombras de las montañas. Mientras pre-
paramos el campamento, revisamos nuestras armas y afilamos nuestros ma-
chetes en previsión de cualquier contingencia, sorteamos los turnos de guar-
dia. A Joaquín le ha tocado el primer turno, hasta las doce. El turno fatídico
le toca a José, entre las doce y las dos de la madrugada, horas en que suceden
estos inquietantes y extraños hechos. Lógicamente, yo continué durmiendo
hasta que Jesús me despertó, bueno, nos despertó a todos.
José no aparecía por ninguna parte. Su rifle estaba apoyado contra una
roca, y por el suelo, su revólver y su machete. Joaquín miró rápidamente entre
nuestras cosas, creyendo que tal vez nos habría abandonado, pero, ¿a dónde
iba a ir? El caso es que no falta nada, excepto la ropa que José llevaba puesta,
y es fácil concluir que no nos ha abandonado. Más bien alguien, o algo, se lo
habrán llevado. Pero esa es nuestra opinión, y no estamos muy convencidos,
pues en plena noche, en completo silencio, sin la menor huella, rastro o pista,
y José no era precisamente de los que se dejan llevar al matadero así como
así. Todos habíamos librado muchas batallas. Los Mambises cubanos eran
temibles enemigos, José era hombre con los cojones bragados y bien puestos,
él no iba a dejarse sorprender por nadie, y menos entregarse sin luchar. Como
ya he mencionado, es difícil el seguir, o el buscar huellas en esta inmensidad
montañosa donde solo hay piedras de todos los tamaños y es difícil dejar hue-
llas, aunque se quiera, y por supuesto no hallamos nada. El grupo de diez, que
habíamos salido desde La Habana, se había reducido a tres.
Después de buscar infructuosamente durante toda la mañana, decidi-
mos continuar.
Más tarde
Otra dura marcha a través de estas montañas. A media tarde hicimos
un alto para descansar y comer algo, y vuelta a seguir caminando. De nuestro
atacante, o atacantes, ni rastro. En estos momentos estamos acampados en un
profundo valle, alrededor de una pequeña hoguera, y sumidos en la más abso-
luta oscuridad, a pesar de que todavía es de día.
Unas nubes, por encima de las inalcanzables cumbres de las monta-
ñas, reflejan los últimos rayos del sol, atrayéndolos y volviéndolos un colorido
arco iris, todo dentro de las tenues nubes, y durante unos segundos, una paz
interior me inundó al contemplar aquel espectáculo.
Pero la noche continua cayendo y en estos momentos, nos encontra-
mos los tres bastante nerviosos. Tuvimos una pequeña discusión mientras re-
cogíamos algo de leña, pero ninguno de nosotros tiene ninguna duda sobre el
fin de José, sabemos que a estas horas está muerto. No hacía falta que Joaquín
nos señalase lo obvio, solo, sin agua, comida, armas, etc.
Estábamos también de acuerdo en que alguien lo había sorprendido
mientras realizaba su turno de guardia. Estábamos de acuerdo, pero ninguno
lo creíamos. Los diez que tomamos parte en aquello, habíamos luchado juntos
en el mismo batallón a lo largo del último año de la guerra, y separados casi
toda, que la tuvimos que bregar entera, y que fue mucha, y conocíamos el
valor de cada uno. Estábamos de acuerdo, pero ninguno lo creíamos.
Porque hay un montón de preguntas sin respuesta y que nos intri-
gan. Por ejemplo, en estas tierras, unas armas como las nuestras serian un
trofeo espléndido para cualquiera. Todavía recuerdo el saqueo al que fueron
sometidos nuestros compañeros caídos en la primera escaramuza, pues aquí,
solo el ejercito, los contrabandistas o los terratenientes y sus allegados, están
medianamente bien armados, lo que quiero decir es que, si José fue atacado
por nuestros perseguidores, estos no perderían la ocasión de hacerse con unas
buenas armas, que aquí representan mucho, sobre todo, si pensamos que aquí,
los indios cuentan con algunos rifles y pistolas de carga frontal, o de chispa,
raramente con armas modernas, siendo su armamento habitual las efectivas y
mortales flechas y cerbatanas, machetes, hachas, lanzas, mazos de madera con
incrustaciones de piedra o enrollados con alambre de espino, al menos, eso es
lo que he podido observar.
Sin embargo, en esta ocasión las armas fueron simplemente abando-
nadas, fuese quien fuese nuestro atacante, las dejó allí. Recogimos las muni-
ciones, pero dejamos las armas, ante la inutilidad de cargar con ellas.
Sobre lo que sí nos pusimos de acuerdo es que por fin parece que
comenzamos a descender hacia la costa, llevamos ya mucho tiempo con fre-
cuentes molestias, y también comienza a escasear el agua, pues, en contra de
lo que pueda parecer, no es fácil encontrar agua en medio de estas cumbres,
de hecho, llevamos ya unos tres días sin localizar ninguna fuente o arroyo,
viéndonos obligados a derretir hielo o nieve cuando la encontramos.
Jesús incluso dijo haber divisado a lo lejos, entre los valles, vegeta-
ción selvática, o a él le parecía, lo cual, de ser cierto, pues para mi todas las
plantas son iguales, quiere decir que hemos dejado atrás lo peor, pues hemos
atravesado la Cordillera Andina de este a oeste.
A pesar de nuestros temores, nos disponemos a descansar y pasar la
noche ignorantes de lo que esta pueda traer consigo.
¿Veremos el próximo amanecer?
¿22 de Diciembre?
Espero que el cielo se apiade de nosotros, nunca debimos seguir a
Joaquín y Rafa en esta maldita empresa. Pero ya de nada sirve lamentarse.
En estos momentos, cuando esto escribo, ya solo Jesús y yo permane-
cemos con vida.
Después de todo, Jesús tenía razón, ahora ya descendemos entre las
montañas, por fin las hemos atravesado y la vegetación selvática comienza a
dejarse ver. Y ya podemos respirar mucho mejor, sin esa sensación de ahogo
que nos ha acompañado durante los últimos cientos, miles de quilómetros, y
hasta ahora.
También nos sentimos más fuertes, y ya hemos visto algo más que
aves carroñeras.
Joaquín ha pagado caros todos sus actos de barbarie, todo aquello que
cometió, o más bien, cometimos, desde que pisamos esta tierra. Y hace ya casi
dos noches que no dormimos, desde la última vez que he escrito. Pero vaya-
mos por partes. Ayer, al amanecer, y después de una larga noche en vela, en la
que estuvimos casi en una tensión constante, descubrimos por fin a José.
Tal vez no disponga de otro momento para escribir, pero trataré de no
precipitarme e intentaré plasmar por escrito los acontecimientos de las últimas
horas, pues un funesto presentimiento nos ahoga. Más que presentimiento,
certeza. En la mitad de la noche, mientras cabeceábamos al pie del fuego, nos
alarmó una especie de alaridos, emitidos por alguna bestia desconocida, y que
desde luego, no se trataba de un puma, sino más bien de un oso o algo similar.
El caso es que no hay osos en estas montañas. Lo más peligroso con lo que
podríamos toparnos, todo lo mas, un jaguar, con los cuales ya nos habíamos
topado, pero eso es lo más peligroso, que nosotros sepamos, que hay por aquí.
Si exceptuamos al hombre.
¿Pero un oso? No en estas montañas, repito. Aquí no hay osos que
valgan. Y en cuanto al jaguar, pues lo mismo, no andan por estas alturas. Más
bien, por la selva, pero por estas cumbres es difícil ver ninguno, por no decir
imposible, aunque yo no sé mucho sobre estos animales. Ahora que lo pienso,
no hemos visto ninguno desde que dejamos la selva. De todas maneras, es solo
para hacer una comparación. En realidad, ni jaguares ni osos podrían emitir
aquellos maullidos y alaridos de dolor que nos congelaron el alma.
Al amanecer pudimos ver varios cóndores dando vueltas en el aire a
unos cientos de metros de donde nos encontrábamos. Levantamos el campa-
mento y seguimos nuestra marcha.
Avanzamos en dirección hacia donde estas aves carroñeras volaban
con la intención de posarse, atraídos por la curiosidad. Lo cierto es que ningu-
no esperábamos lo que nos íbamos a encontrar, la intención era cazar alguna.
No era la mejor carne, pero era la única fresca que teníamos a mano. Y a fin de
cuentas, ¿qué es un Cóndor, si no una gallina grande? Bastaba con no pensar
en su dieta. Pero pudimos darnos de cuenta de que no parecían tener la cosa
muy clara, pues no se decidían a posarse realmente, cosa rara, pues cuando
planean cerca de la tierra en círculos es porque han encontrado alguna carroña,
igual que las tiñosas de Cuba, y con tantos revoloteando y dando vueltas, la
carroña debía ser grande. Y aún ahora no sé por qué no lo tenían claro, qué era
lo que les impedía acercarse.
Y entonces vimos a la carroña por la que estaban allí. Tanta carne
junta...
Debía de parecerles raro.
A nosotros no solo nos pareció raro, si no también aterrador. A veces,
después de tantas experiencias, la gente, o al menos la mayoría de la gente,
terminamos acostumbrándonos a cualquier cosa. Bueno, casi cualquier cosa.
A estas alturas, todos habíamos visto muchas muertes en los últimos
tiempos. Acuchillados, apaleados, ahorcados, empalados, quemados, descuar-
tizados, macheteados, a tiros, ahogados. Y más, mucho más que es preferible
no recordar. Todo lo de malo que poseemos lo usamos contra nosotros mis-
mos. Ni las alimañas se ensañan tanto entre ellas.
Aunque ninguna alimaña podría haber hecho aquello. Todos nosotros,
los tres, hombres curtidos y de hígados, vomitamos hasta la primera leche que
mamamos. Y sin poder evitarlo.
Trato de escribir fielmente lo que hemos visto y vivido con la mayor
fidelidad posible, pero mi mano flaquea y mi mente se niega ya a asimilar
tanto horror. Me cuesta un gran esfuerzo dominar mi pulso y tiemblo al tener
que recordar, pero está todo aun tan fresco en mi cabeza. Y no tengo otro re-
medio.
Extendido sobre unas peñas, al otro lado de un estrecho pero profundo
cañón, estaba expuesto un sangriento y descarnado esqueleto, a su derecha,
como si se hubiese sacado la ropa y la cuelga de una percha, toda su piel, cui-
dadosamente extendida y colocada. Los huesos, totalmente limpios, y no por
culpa de las aves, las cuales, a pesar de rondarlo en gran número, ninguna se
acercaba a varios metros del cadáver. Las más osadas ya habían tomado tierra,
pero describían círculos sin atreverse a aproximarse.
Creo que la piel, más que los huesos, fue lo que atrajo con más inten-
sidad nuestra atención, pues solo un experto cirujano podría haber sido capaz
de despellejar un cadáver con tanta precisión.
Por lo que pude observar, habían cortado rudamente por detrás de la
cabeza, pasando por detrás de la oreja y descendiendo por la garganta hasta el
centro del pecho, bajando hasta la entrepierna, cuyos órganos colgaban flácci-
dos hacia la izquierda.
Un corte limpio descendía por cada brazo, pierna, dedo. Y a partir de ahí deja-
ron el cadáver limpio de piel y músculos, quedando la piel colgada a un lado
del esqueleto, sobre la roca, por la cual descendían regueros de sangre que
formaban extraños dibujos y filigranas en la piedra.
A la izquierda del esqueleto, los despojos, los órganos internos en un
montón, estomago, riñones, hígado, pulmones, e incluso, Dios me perdone
si me equivoco, creo haber visto palpitar aquel corazón. Y ninguno nos atre-
vimos a mantener la mirada de aquellos ojos, que nos suplicaban desde sus
despellejadas cuencas.
No podíamos hacer nada por aquellos pobres despojos, ni siquiera
darle cristiana sepultura, pues solo siendo una de aquellas aves se podría llegar
hasta donde estaban los restos, lo que nos planteaba otros interrogantes. Creo
que todos supimos en ese momento de donde provenían los escalofriantes
maullidos y gruñidos que nos habían helado la noche anterior.
E incluso estas carroñeras, como ya he dicho, no parecían tener la me-
nor intención de acercarse hasta ellos a pesar de ofrecer un suculento bocado,
y de nuevo me pregunté el por qué.
Tambaleantes, aterrorizados, desesperados, y con la sensación ago-
biante de que no podríamos escapar a nuestro destino, continuamos cami-
nando durante horas hasta que, si a todo lo anterior le sumamos que también
estábamos extenuados, agotados y hambrientos, acordamos hacer un alto para
descansar y de alguna manera, reponer fuerzas. Nos dispusimos a pasar la
noche.
No creo que consigamos sobrevivir a lo que nos aguarda, sea lo que
sea o quien sea, está en alguna parte, esperando, aguardando, sin prisas, un
cazador, un depredador en este infierno de desolación y venganza, sediento de
sangre y muerte.
Pero debo procurar ceñirme a los hechos, pues creo que todos estuvi-
mos por aquí los últimos días con la mente en blanco, procurando no pensar,
y no recordar todo lo que hemos visto y vivido.
Cerca de donde acampamos crecía un pequeño manantial de agua
donde nos aprovisionamos. El ruido de la selva, por la noche, ya resulta casi
insoportable, después del silencio espectral de aquellas cumbres resulta casi
molesto o insoportablemente placentero, como una llamada de salvación, a
pesar de que no hemos llegado aún a terreno selvático, es como un murmullo
o un zumbido persistente y monótono. Yo estaba convencido de que si con-
seguíamos llegar a la selva estaríamos salvados, pero también estaba conven-
cido de que nunca llegaríamos, y de que la selva no sería la salvación. No sé
cómo, pero lo sabía. Comimos en silencio, y nuestros terrores crecen según la
luz mengua, pero por suerte ya no tenemos escasez de leños, por lo que deci-
dimos traer gran cantidad de madera para mantener un buen fuego ardiendo
durante la noche, sin que nos importase lo más mínimo quien pueda verlo.
De todas formas, teníamos el convencimiento de que nuestros ante-
riores perseguidores, aquellos indígenas de las llanuras ya no eran un peligro
para nosotros. De hecho, desde que tuvimos que abandonar Cuzco no hemos
vuelto a verlos. No teníamos ni idea de quién era él, o lo qué, nos acosaba
desde que dejamos Cuzco, el causante de los últimos acontecimientos, pero
una cosa teníamos segura, no eran aquellos nativos.
La noche se hizo larga y transcurrió en un duermevela torturador en el
que se intercambiaban y se fundían los sueños con la realidad.
A veces me acercaba a la hoguera, extendiendo las manos, con el rifle
cruzado entre las piernas y manteníamos algún retazo de conversación, hasta
que volvíamos a sumirnos en nuestras pesadillas. Ninguno de nosotros éramos
conscientes ni de la hora que sería cuando se desató el infierno. Ya no éramos
conscientes de casi nada, excepto de sobrevivir.
De pronto me sacó de mi sopor un grito, o un golpe, o ambas cosas a
la vez, no estoy muy seguro. Recuerdo que inmediatamente me puse en pié y
abrí los ojos con el rifle en las manos, apuntando, así como los demás, hacia
la oscuridad, mientras Joaquín echaba un buen montón de madera al fuego,
para avivarlo. Percibíamos un fuerte olor a animal, que parecía salir de todas
partes, rodeándonos, inundándonos. Un olor que percibí, y creo que los demás
también, cerca de los despojos de lo que había sido nuestro compañero y ami-
go. Todos tanteábamos la oscuridad, buscando contra quien disparar.
Jesús intentó decir algo, pero aun antes de que pudiésemos entender-
lo, una sombra, por denominarlo de alguna forma, alta, enorme, pareció surgir
o crecer de pronto, y a la luz de las llamas creí ver una forma como de hombre,
pero alta, muy alta, como de más de dos metros y medio de altura, totalmente
cubierta con pieles de animales, ramas, plumas, barro, no sé.
Todo sucedió en apenas unos segundos, aquello pareció arrojar algo
contra el fuego y éste salió despedido en todas direcciones. Una lluvia ar-
diente de troncos y ramas, chispas y brasas nos cayó encima. Inmediatamente
abrimos fuego contra aquello a la vez que gritábamos como locos intentando
defendernos y sacarnos las brasas de encima, mientras, a la luz de las dispersas
llamas veía a aquel ser o criatura que en dos zancadas pasó entre nosotros, gol-
peándonos y arrojándonos al suelo, saltó ágilmente sobre la hoguera, golpeó
también a Joaquín, se lo cargó bajo uno de sus enormes brazos, como si fuese
un crío, y desapareció en la oscuridad, todo esto en menos tiempo del que lle-
va pensarlo, dejándonos a Jesús y a mi perplejos y aterrorizados. Estábamos
seguros de haber acertado varias veces el blanco, pese a la sorpresa, todos so-
mos tiradores consumados, habituados a las emboscadas, y por nuestras vidas,
que había, y hay, que responder pronto y con contundencia, única manera de
sobrevivir. Yo al menos, le había metidos tres plomos en el cuerpo, lo hubiera
jurado, y no dudo que mis compañeros, incluso Joaquín antes de ser arrebata-
do, habrían fallado pocos disparos.
Más tarde
Continuamos caminando, descendiendo y buscando pasos por las la-
deras, intentando ganar la vegetación y adentrarnos en la selva, aunque ahora
estoy más convencido de que nunca la pisaremos. Y aunque lleguemos a ella,
eso no será señal de salvación alguna, lo sé, y por ello lo repito, eso lo que
sea que nos sigue, no cejará hasta que hayamos muerto todos. Debo vigilar a
Jesús, pues creo que ha enloquecido, yo mismo estoy rozando los límites de la
locura. Y no nos faltan razones.
Nos pasamos el resto de la noche con el corazón en la boca, tensos,
esperando algo que no sucedió.
Debía de hacer ya una hora que había amanecido, y habíamos empren-
dido la marcha, cuando escuchamos los gritos. Más que gritos, eran alaridos
de puro terror y dolor, peores que los anteriores. No sé qué es lo que se llevó
a Joaquín, pero estoy seguro que le ha pasado factura a las mismas puertas del
infierno.
El primero de ellos, terrible, lastimero, nos sobresalto de tal forma
que hemos envejecido diez años en unos segundos, el tiempo que duró. Nos
miramos mutuamente a los ojos y creo que fue en ese mismo instante en que
Jesús enloqueció, pues vi claramente como su mirada perdía expresión, como
recluyéndose en su interior, sus ojos se oscurecieron y perdieron el brillo.
En cuanto cesó el alarido, continuamos caminando, aunque lo que en
realidad queríamos era correr con todas nuestras fuerzas, pero no podíamos,
pues aparte de lo accidentado del terreno, la impresión y el miedo nos impidie-
ron movernos durante un tiempo, mientras intentábamos averiguar con exac-
titud de donde procedía el alarido, y cuando por fin conseguimos movernos,
durante mucho tiempo caminamos en silencio.
Jesús camina como un muñeco, por espasmos, y a veces, tengo que
arrastrarlo conmigo, pues si no se quedaría quieto, escuchando la nada, escru-
tando la nada, mientras en otras ocasiones intentaba abarcar todo lo que tenía
alrededor, intentando ver en todas direcciones, con la boca abierta y la saliva
colgándole del mentón.
Hacia media mañana, volvió a sonar otro alarido de terror, al que Je-
sús se unió aullando. Pero este otro alarido parecía venir en dirección opuesta
a donde había sonado el anterior. Le siguió otro, varios minutos después. Y
otro, y otro más. Así a intervalos, durante todo el día.
Jesús fue perdiendo la poca cordura que le hubiese quedado, chillaba
y aullaba como si le estuviesen arrancando la piel a tiras y echándole sal en las
heridas abiertas, pero conseguí tranquilizarlo, y ahora está a mi lado, desma-
ñado como un espantapájaros roto, sin moverse, con esos ojos horriblemente
abiertos, muertos como los de un pez, mientras enciendo un fuego que, positi-
vamente, sé que no va a servirnos de nada.
Lo que más me aterró, en todo este horror, y en el fondo, lo más curio-
so, es que los gritos de agonía de Joaquín, que ahora que cae la noche ya hace
rato que han cesado, parecían venir indistintamente de varias direcciones, por
delante nuestro, o por detrás, a los lados, e incluso a veces, parecían venir del
aire, sobre nuestras cabezas, o de debajo de la tierra, justo a nuestros pies, sin
el menor orden ni concierto.
Tampoco puedo sacarme de la cabeza la figura que saltó sobre las
llamas, gigantesca, ágil, como una especie de cazador, un cazador salido de
la noche de los tiempos, mezcla de hombre y animal. O de los bosques del
infierno.
Se dice que cuando estás a las puertas de la muerte recuerdos olvida-
dos regresan a la mente. Tal vez sea cierto, pues mi propia cabeza está a punto
de estallar y dos ideas me asaltan una y otra vez. Las dos son recuerdos de
cuando era niño. Una de ellas es una vieja historia, una leyenda que le escuché
a un viejo profesor que nos hablaba de una especie de cazador, en los prime-
ros tiempos, en otras edades del hombre, un cazador primigenio de cuando el
mundo era joven. El Urmscumug. Era una vieja leyenda Celta.
Ahora, la noche se cierne sobre nosotros una vez más. Y el Urmscu-
mug está ahí, está cazando y no tenemos salida.
Jesús quería pegarse un tiro poco después del mediodía, en uno de sus
pocos momentos en que parece que la lucidez vuelve a él. Creo que, incapaz
de seguir escuchando tal sucesión de gritos, en ese momento de mediana lu-
cidez, prefirió terminar de una vez, aunque conseguí arrebatarle el revólver.
Pero ahora no deja de mirar el mío.
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Hasta aquí todo lo consignado en la última parte del diario. Las pági-
nas que siguen están en blanco
Primer día
-¿Por qué me han traído aquí? Y donde estamos…- Se removió in-
quieto en la silla. Se lo veía desconcertado. Se había pasado la noche dur-
miendo en la celda, en donde lo habían metido en evidente coma etílico, más
muerto que vivo, al menos eso le había dicho el hombre que estaba sentado
frente a él, ya que no parecía recordar gran cosa. Ya se iría aclarando la mente.
Siempre era igual.
La oficina en la que se encontraba tenía las paredes recién encaladas
y las luces de los tubos fluorescentes relucían potentes en el techo, pero sin
llegar a ser molestas. No había ninguna ventana, exceptuando la mitad supe-
rior de la única puerta, cuyo panel había sido sustituido por un cristal opaco.
Un radiador de hierro colado era visible sujeto a la pared justo tras el hombre.
Este movió levemente la mano.
-¿De verdad no sabe en donde está? Dígame, donde se encontraba
usted ayer-
-¿Ayer?- Pareció pensarlo unos instantes, pero terminó negando con
la cabeza mientras se encogía de hombros. –No lo sé… En donde estamos-
Repitió.
El hombre que estaba sentado frente a él, al otro lado de la mesa
lo observaba en silencio, recostado contra el respaldo de la silla, las piernas
cruzadas, una mano sobre las piernas y la otra sobre la mesa, apoyada en un
sobre de color oscuro, grande y abultado. El traje se veía usado, brillaba en los
codos y los hombros, y por las piernas, debido al mucho uso. La camisa, que
en su juventud parecía haber sido blanca, se la veía ahora de un color marfil,
con manchas de sudor en el cuello. La corbata no estaba en mejor estado. Sin
embargo, como contrapunto, los zapatos eran nuevos y parecían cómodos y
caros, de un brillante negro lustroso. Ostentaba un gran sello de oro macizo
y su muñeca estaba adornada con un reloj Rolex que probablemente, a juzgar
por cómo lucía, estaba formado por el mismo material que el anillo.
-Como ya le comenté, lo trajo una patrulla del ejército, dos soldados
y un cabo, los soldados sujetándolo por brazos y piernas. Como se trata, en
principio, de un delito común, lo trajeron acá. Usted no parecía poder valerse
solo. De hecho, cuando lo vi en ese momento, ayer al caer la noche, creí que
estaba ya muerto. Apestaba a licor. Y aún apesta. Pero algo me dice que no es
usted un borracho cualquiera. Ahora mismo son las tres y media de la tarde.
¿Sabe al menos quién es usted?- Le preguntó, sin variar su postura.
-Francisco Fernández, de Venezuela –Respondió sin titubear. -¿Sería
usted tan amable de decirme en dónde estoy?-
-Y que ha venido a hacer aquí desde tan lejos, señor Fernández de
Venezuela. No me diga que a visitar nuestras famosas llanuras para ver los
caminos de piedra y las misteriosas figuras, ¿no? Lamento decirle que solo se
ven bien desde el aire, aunque eso es algo que ya sabe todo el mundo-
Negó con la cabeza pasando por alto el sarcasmo. ¿Caminos de pie-
dra? ¿Misteriosas figuras?
-Por su cara deduzco que realmente no sabe bien en donde está. O no
lo recuerda. No me extraña, dado su estado cuando me lo trajeron para acá.
Claro, ¿para qué recordar un pueblucho de mierda perdido entre montañas?-
Soltó un sonoro suspiro antes de proseguir -Se encuentra usted en la prefectu-
ra de policía de Nazca, en pleno Perú. ¿Y quiere saber por qué?, pues porque
de un machetazo abrió en canal a un hombre ayer por la tarde. Estaba bien
borracho, señor Fernández. ¿Lo recuerda? ¿Tiene sed?, ¿le apetece un poco de
agua? ¿Café?-
Asintió con la cabeza. Un hombre abierto en canal de un machetazo…
“¡P´a la pinga!, ahora sí que la he cagao”, pensó.
-Si, por favor- Dijo mecánicamente. ¿Nazca? ¿Policía? Un tipo muer-
to abierto en canal de un machetazo… Recordaba algo así… El puto pendejo
buscabroncas que había intentado robarle… Comenzó a dolerle la cabeza.
El hombre hizo un gesto al guardia que estaba a su espalda, el cual
asintió y salió por la puerta en silencio.
-No exactamente abierto en canal- Le dijo.
-¿Qué?- De nuevo se revolvió en la silla. El hombre se movió por fin,
variando su postura y apoyando los codos en la mesa.
-Según el parte que me han dado hace poco, usted le metió el machete
desde el estómago hasta la garganta, todo por dentro y de abajo a arriba, des-
trozando varios órganos vitales, lo que se suele decir hasta el mismito mango.
La punta del machete casi le sale por la nuca. Lo mató al instante. Un golpe
muy profesional, señor Fernández. ¿Dónde lo aprendió?-
Cerró los ojos, frotándoselos con fuerza con los dedos de una mano,
en un intento de recordar. Recordaba que estaba camino de Lima. Iba en una
guagua y se había bajado en… ¿Nazca? Si… Allí debería haber cogido un
transporte hacia Lima, otra guagua, pero le habían dicho que pasaba cada dos
días, que precisamente esa misma mañana… En fin, que había tenido que
quedarse. Recordaba vagamente haberle pagado al encargado del hotel deján-
dole una generosa propina en dólares americanos para que lo recogiese en la
taberna de enfrente, la más cercana, otro infecto cuchitril lleno de moscas en
donde no tenían más que una apestosa aguardiente…
-Quién es usted…- Preguntó.
-¿A usted quién le parece que voy a ser, hombre? El comisario jefe
de la prefectura. Llámeme Bermúdez. Pero esa no es la cuestión, si usted me
entiende. El asunto no es saber quién soy yo, si no quién es usted, porque lo
cierto es que no lo tengo nada claro ese asunto. ¿Me sigue?-
El policía de guardia volvió portando una bandeja que dejó en una
esquina de la mesa. Una jarra de agua, otra de café, un pote con azúcar y dos
vasos medianos.
-Sírvase- Le dijo el comisario aproximándole la bandeja para, diri-
giéndose a su subordinado, ordenarle: -Déjanos solos-
-A sus órdenes, señor comisario- Se cuadró formalmente y salió ce-
rrando la puerta, todo en un solo gesto. Se sirvió primero un vaso de agua,
que se bebió sin tomar aire. Estaba fresca y contribuyó a desentumecer su
estropajosa lengua, despejándolo y refrescándolo. Seguidamente, imitando al
comisario, se sirvió café. No le echó azúcar.
-Mire, señor Fernández, entre nosotros, el muerto no era más que un
matón de baja estopa, me tenía hasta los cojones con sus broncas. Cuando
no era chicha, era limoná. Se pasaba más tiempo acá en las celdas que en
su propia casa, necesitamos un carretón para mover su expediente. A nadie
le agradaba y a nadie dolerá su pérdida. Antes o después terminaría así. En
el fondo, nos ha hecho usted un favor, aunque no lo sepa. Y eso lo tengo en
cuenta. Además…- El comisario tomó un sorbo de su café observándolo en
silencio mientras él, intrigado, saboreaba también el suyo, esperando mientras
los recuerdos de los últimos días parecían acudir en tropel a su mente, despe-
jados por el café fuerte.
-…Además, el propietario del local y algún que otro testigo de última
hora están dispuestos a jurar y perjurar que usted actuó en defensa propia.
No es que estén dispuestos a jurarlo, es que así lo han dejado claro en sus
declaraciones, y por escrito. Todos conocíamos al difunto, era un malparido,
borracho, ladrón y probablemente también un asesino, señor, pues aunque sos-
pechamos que ha matado a algunos, no hemos podido probarle nada, así que
yo no me preocuparía mucho por eso. Pero dígame, señor Fernández, ¿qué
hacía acá en Nazca?, por lo que sé, lleva acá cinco días, borracho uno tras otro.
¿Por qué? Qué hace en mi país desde tan lejos. Dígame, qué le ha traído hasta
aquí-
-En realidad, nada en especial, lo cierto es que, como se suele decir,
estoy de paso- Respondió, encogiéndose levemente de hombros dejando su
vaso medio vacío de nuevo sobre la bandeja. El comisario sirvió más. No pa-
recía hostil, más bien curioso. –Iba camino de Lima, la guagua se detuvo acá
y la de Lima ya había partido, me vi obligado a hacer noche y me metí en el
hotel mientras esperaba otra-
El comisario hizo un gesto de asentimiento.
-Pero el caso es que en vez de coger esa guagua hacia Lima, la dejó
marchar. Esa, y la siguiente, y la otra… Ya han salido tres guaguas hacia Lima
desde que usted está aquí, señor Fernández. Además, está el tren-
-Supongo que se me fue la mano con ese apestoso aguardiente de la
taberna, y en cuanto al tren, no me gustan los trenes, ya tuve un accidente en
uno-
El comisario volvió a moverse. Metió una mano en el sobre y extrajo
una cartera. Mientras lo hacía, consideró la posibilidad de preguntar por el
lugar y la fecha del accidente, eso tal vez le fuese útil para identificar a su
detenido con seguridad, pero desechó la idea en el mismo instante en que se
le ocurrió, pues probablemente solo recibiría una mentira por respuesta. Si es
que lo del tren mismo no era una mentira.
-Según esto, los documentos de identidad que porta en su cartera,
efectivamente se llama usted Francisco Fernández, y es natural de Maracaibo,
Venezuela. En la cartera tiene doscientos soles y por lo menos el doble en
dólares americanos. Ni un chavito venezolano, cosa rara, ¿no le parece? De
todas maneras, es una buena suma y de lo más tentadora para un ladrón como
el cholo ése- Revisó por encima el resto de la cartera, poniendo gesto de sor-
presa que pretendía ser cómico. Estaba claro que ya conocía bien las entrañas
de aquella cartera –Pero oiga, no hay nada más. Ni una foto, ni una dirección,
un recibo… Nada. Su cartera es un poco extraña, señor Fernández. Por lo
general, todos llevamos un montón de cosas en la cartera…-
-Todos los que tienen cartera- Murmuró por hacer un comentario, de-
cir algo mientras ganaba tiempo para pensar, para aclararse las ideas. El comi-
sario lo observó con cara de estupefacción.
-A qué se refiere con eso. ¿Acaso me insinúa que acá somos tan mise-
rables que no tenemos carteras, y que en Venezuela todo el mundo porta una?
Supongo que, aún en Venezuela, no todo el mundo, por mucha cartera que
tenga, lleve tanta plata en ella-
Alzó la cabeza, ahora era él el sorprendido por el giro que el comisa-
rio había dado a su comentario.
-¡No!, coño, no me refería a eso, en realidad, en Venezuela pasa lo
mismo que he visto acá, lo mismo que en todas partes. No todo el mundo
puede poseer una cartera, a eso me refería, nada más. No pretendía ofenderle.
Discúlpeme-
-No se preocupe, no me ha molestado. Pero eso no cambia el hecho
de que todos aquellos que tenemos cartera, la llevamos llena de cosas. ¿Ve a
lo que me refiero?- Bermúdez sacó su propia cartera del bolsillo interior de la
chaqueta. Una abultada cartera mexicana de piel cosida a mano con adornos
de plata. Estaba llena de papeles, anotaciones, tarjetas, unos pocos billetes y
alguna que otra foto perdida entre el lío. -¿Comprende ahora? Su cartera está
limpia-
-¿Es eso un delito en éste país?-
Alzó las cejas, interrogando con la mirada. El comisario se guardó su
cartera y dejó la otra sobre la mesa, al lado del sobre. Volvió a introducir la
mano en éste, extrayendo ahora su pasaporte.
-No, por supuesto que no es ningún delito. Eso no, pero el caso es
que luego tenemos esto. El visado de entrada en Perú, procedente de Bolivia.
Anteriormente, de Venezuela. Turismo. En principio, todo bien y autentico.
Pero el pasaporte, pues no se… A primera vista parece autentico también, pero
sospecho que no pasará un exhaustivo examen, no sé si me entiende. Aquí no
estamos en la aduana, pero sabemos hacer nuestro trabajo-
Volvió a removerse inquieto en su silla. La conversación no le estaba
gustando nada y sospechaba por donde iban los tiros del comisario, consciente
de lo que se le venía encima.
-Qué le hace pensar eso, a qué se refiere-
El comisario se puso serio, metiendo de nuevo la mano en el sobre.
-A esto, que estaba bien oculto en el doble fondo de su maleta, señor
Fernández. Esto sí que es delito en este país, y por lo que sé, en cualquier otro.
Por lo menos, el apellido es el mismo en todos estos documentos, tal vez en
eso no me haya mentido, aunque los nombres varían de uno a otro. Pero eso
es algo que ya usted sabe. Dígame, ¿por qué nombre debo llamarlo?- Extrajo
dos pasaportes más, uno cubano y el otro argentino con sus correspondientes
documentos de identidad, colocándolos al lado del venezolano. Seguidamen-
te, alzó el sobre, volcándolo sobre la mesa. Varios fajos de billetes de cien
dólares, tres mil en total, y una pistola Browning de .9mm con dos cargadores
llenos se deslizaron por la pulida superficie. Alzó la mirada de aquellos obje-
tos que le mostraba, esbozando nuevamente un amago de algo parecido a una
sonrisa. –Un arma de este tipo, aquí en este país, solo la portan oficiales del
ejército o de la policía, gentes del gobierno. Espías, o también terroristas. Y
esa cantidad de dinero… No será usted un espía, o uno de esos asesinos locos
maoístas o como carajo se denominen de Sendero Luminoso, ¿eh? ¿Francisco,
Manuel o Eulogio? O quizás ninguno de ellos sea su verdadero nombre. Qué,
qué me dice. ¿Ya recuerda algo?-
Suspiró, observando sus pertenencias. Necesitaba ganar tiempo, com-
prendió que lo habían cogido...
-Ni lo uno ni lo otro, no se engañe. Es una larga historia…-
-¡Estupendo!- Exclamó Bermúdez esbozando nuevamente su sonrisa
mientras se levantaba. –Me encantan las historias largas, creo que esa fue una
de las razones por las que me hice comisario, pero es una larga historia. Lo
malo es que sospecho que me equivoqué de profesión, acá casi nunca pasa
nada. Tenemos mucho tiempo libre, me encantará escuchar esa historia, algo
me dice, a la vista de las circunstancias, que será de lo más interesante. ¿Tiene
hambre, señor Fernández? Será mejor que vaya a ducharse, cambiarse y co-
mer algo, el agente lo acompañará y se ocupará de todo, tiene su ropa. Luego
hablaremos-
Recogió sonriente todos los objetos, pasaportes, cartera, pistola, dine-
ro, y lo volvió a introducir en el sobre, que cerró cuidadosamente y se colocó
bajo el brazo.
-Hasta más tarde, señor. Disfrute de la comida-
El comisario salió por la puerta cerrándola tras sí.
Guevara observó la zona desde lo alto de una loma con sus prismá-
ticos, esperando la llegada de los dos jeeps de retaguardia. Tamayo se les
había unido y los estaba poniendo a todos en antecedentes.
-Nada nuevo, excepto que el pendejo ese de Argañaraz se ha dejado
caer por acá varias veces enredando la pita con lo de la coca. Oigan, es jo-
dedor el fulano, está convencido de que tenemos acá un laboratorio montado.
Creo que si no hacemos algo con él es capaz de ir a las autoridades con el
cuento. De soldados o policías, nada por la zona, al menos hasta el momento,
no hemos visto ni el primero. En ese aspecto, la cosa va bien-
-Bueno- Contestó el Che, bajando los prismáticos. –Por si acaso,
hasta la noche no entraremos en la finca. De todas maneras, aún nos falta
gente. Esperaremos acá y luego ya decidiremos. Por si acaso no vamos a
parar mucho, esto solo será la base de operaciones, creo que lo mejor será
montar un campamento en la selva, che, solo por si acaso-
Esa noche la pasaron en su mayor parte montando el campamento en
un pequeño claro de la selva, a unos doscientos metros de la granja.
Segundo día
-¡La concha de su madre!- Exclamó el Che al escuchar los informes
de lo sucedido durante su ausencia en los campamentos. Pantoja del campa-
mento base y el Ñato del campamento central. Había pasado la tarde dando
instrucciones al francés Regis Debray, para que éste regresase a Europa, con
el fin de montar allí un grupo de simpatizantes con la guerrilla. Le había en-
tregado sendas cartas para Jean Paul Sartré y para Bertrand Russell, con los
cuales mantenía correspondencia, con el objeto de que iniciasen las opera-
ciones de apoyo pertinentes para crear una red de solidaridad en el viejo con-
tinente. Con Bustos, un compatriota suyo, había mantenido también una larga
conversación para que éste regresase a Argentina con el objeto de aunar en
un solo frente grupos de diversas ideologías izquierdistas para que iniciasen
un frente común dejando de lado sus diferencias ideológicas y personales,
cuando llegaron Pantoja y el Ñato a rendir cuentas. El Che había escuchado
en silencio el cúmulo de adversidades pero finalmente había explotado.
-¡La concha de su madre!- Repitió, fuera de sí –Pero qué pendejada
es esta, qué clase de boludos comemierdas son ustedes. Qué clase de cabrona-
da es esta. ¿Acaso estoy rodeado de traidores inútiles y cobardes?- Poniéndo-
se en pié, con las manos a la espalda y sin mirar a nadie en concreto, comenzó
a repartir ordenes mientras se movía inquieto de un lado a otro.
-Ñato, la puta que los remilparió a tus bolivianos de mierda, no quie-
ro ver ni a uno solo de esos boludos en el campamento, todos esos pendejos
reconchudos quedan expulsados hasta nueva orden. ¿De qué estercolero los
has sacado y para qué carajo se creen que han venido, para vendernos por un
plato de frijoles? ¡Estamos acá para luchar, no para andar comiendo mierda!
Vos, Vilo, corré al campamento, de ahí no nos movemos, me tronas al que
pretenda desertar o largarse o irse al carajo, sin miramientos ni excepción,
¿entendido? Mañana por la mañana estaré allá con mi gente para arreglar
esto. ¡Dale!-
Hacia el mediodía siguiente, el Che, al frente de poco más de cuaren-
ta guerrilleros, hizo su entrada en el campamento e inmediatamente comenzó
la explosión. Destituciones, amonestaciones, broncas, se continuaron hasta
bien entrada la tarde. Seguidamente, organizando de nuevo la guerrilla, co-
menzaron a estudiar las nuevas estrategias que el inesperado cambio de la
situación requería.
-No vamos a retroceder, compadres, ni hablar, si lo hacemos, el ejér-
cito vendrá tras nosotros fresco y con el ánimo alto. Estamos acá para luchar
por la revolución, no para correr delante de esos pendejos. Tenemos que co-
menzar la acción, se terminaron los entrenamientos. ¡A la mierda, che! Se
montará una emboscada para cubrirnos, pues no sabemos lo que les habrán
largado los desertores, así que no perderemos el tiempo. Alarcón, vos, con
San Luís, me cogés a algunos de estos pendejos bolivianos y armás una em-
boscada en las márgenes del río, pues seguro que el ejército pretenderá entrar
por allí… Que los boludos esos hagan algo útil aparte de nada, llenarse el
estómago y andarle cantando a los militares-
Tercer día
Huía sin saber a dónde, todo estaba oscuro y tropezaba con las pie-
dras, estaba descendiendo por una quebrada, huyendo de alguien (el Che, el
Che Guevara lo perseguía con una metralleta), y de pronto la luna iluminó la
quebrada. Se detuvo, escuchando. Miles de piedras se oían rodando ladera
abajo como si la ladera estuviese plagada de gente corriendo, pero nada se
movía allá en donde alcanzaba a ver. O bien las piedras rodaban más allá de
su visión o bien se trataba de piedras fantasmas. Escuchó durante unos instan-
tes y pronto comprendió que probablemente fuesen fantasmas, pues algunas
rodaban casi a su lado pero cuando las sentía y miraba al lugar de donde pro-
venía el ruido, nada se movía. Escuchó una respiración asmática y unos pasos
aproximándose, y el terror lo invadió de nuevo. Quiso echarse a correr pero
no pudo, el pavor no lo dejaba moverse. Miró por encima de su hombro y vio
una sombra que se le aproximaba. Entonces corrió de nuevo bajando al fondo
de la quebrada. Corrió, y corrió. Y corrió hasta llegar a una nueva quebrada
que hacía un recodo. Del otro lado se veía una luz como de una hoguera y se
escuchaban voces. Se dirigió hacia ellas. Al doblar el recodo se quedó pa-
ralizado. Allí, sentados ante una pequeña hoguera, con los raídos uniformes
de los guerrilleros, estaban Barrientos, Zenteno, Torres…, el cónclave de los
malditos, con sus armas a mano y hablando plácidamente. Al verlo aparecer,
echaron mano a los rifles y se lo quedaron mirando en silencio. Comenzaron
a hacerle gestos con las manos, llamándolo, invitándolo a unirse a ellos, son-
rientes, mostrando sus dientes entre jirones de carne podrida. Sintió un frío
helado a su espalda y se volvió con intención de huir, pero allí estaba el Che, a
pocos metros, con sus pulmones resoplando como fuelles mientras se acerca-
ba, apuntándolo con su arma. “Vos también, hijo mío, vos también” le dijo con
aquel acento argentino del cual nunca había logrado desprenderse. Los aguje-
ros de las balas que le había metido en aquella escuela aún manaban sangre.
Alzó las manos y quiso decir algo, pero el Che abrió fuego a quemarropa.
-¡NO!- Gritó el flaco, despertando bruscamente y alzándose en su ca-
tre. No era la primera vez. Aquel sueño llevaba años persiguiéndolo. Siempre
el mismo. Observó a su alrededor pasándose la mano por la cara para despejar
los restos de la pesadilla. Afuera todavía estaba oscuro y no entraba ninguna
luz por la pequeña ventana. El pasillo recibía una tenue iluminación indirecta
proveniente de la oficina, y la puerta de la celda, como era normal, permanecía
cerrada. No se escuchaba nada. Se tumbó de nuevo cruzando las manos por
detrás de la cabeza, pero finalmente se levantó y se acercó a la pequeña mesa
sobre la cual estaban el paquete de tabaco y la botella de ron, ambos medio va-
cíos. Prendió pensativo uno de los tres últimos cigarrillos y se sirvió un trago.
Consumió ambos en silencio antes de volverse a tumbar y quedarse dormido.