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Lo que camina junto a

mi
y otras narraciones

David Posse
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ÍNDICE

Los mitos del cilindro ........................................... 7

A la luz de la luna ................................................. 29

Viaje a Patania ...................................................... 42

El Bosque ............................................................. 56

Lo que camina junto a mí ..................................... 59

La moderna divina comedia ................................. 73

Pesadillas - I ......................................................... 91

Diario hallado en Sudamérica .............................. 97

El hombre que mató a Ernesto Guevara ............... 121

Caperucita 3.06 Revisitada ................................... 179

Los mitos del cilindro ........................................... 189


LOS MITOS DEL CILINDRO
En algún lugar al sur de las Tierras de Lomar
20.000 A.C.

“La luna no tardará en asomarse. Padres Creadores, Madres dadoras


de Vida, os lo suplico, no permitáis que se demore esta noche y los demonios
me arrastren a sus heladas cavernas”. Rogó, observando jadeante desde las
márgenes del bosque las laderas y la solitaria loma coronada de menhires de
la colina que se alzaba ante ella.
Con la espalda apoyada en uno de los últimos árboles que rodeaban
al pelado promontorio, escuchó con atención, y aunque se movían sigilosos
pudo oírlos a sus espaldas, todavía en el bosque, pero cerca, más de lo que
esperaba, y no tardarían mucho en dejarse ver entre los árboles y menos aún
en localizarla, pese a que la maldición estaba ya sobre ellos. No tenía duda,
nunca la habían tenido, ni ella ni sus compañeros, de que de alguna manera
los estaban esperando, su oscuro amo conocía su carga, conocía su misión, los
había enviado en su busca e intentaban impedirla, apoderarse de su carga y
llevársela a su terrible amo, allá, en las crueles altiplanicies que habían dejado
atrás ella y otro superviviente, los únicos que habían conseguido atravesarlas
y descender las montañas, ya caído para que ella pudiese llevar a buen fin su
cometido. Llevaban semanas, meses, tras ellos, diezmándolos, masacrándo-
los, y los habían ido cazando uno a uno sin piedad ni cuartel. Muchos seres
queridos habían muerto para que ella pudiese llegar hasta allí y cumplir su ob-
jetivo, y no solo sus compañeros. No cesarían en su empeño, y menos ahora,
que casi la tenían en sus garras. Eran feroces enemigos, aquellas bestias. Pero
había ganado tiempo, su compañero no moriría en vano. Ninguno de ellos lo
habría hecho, de eso se encargaba ella. Era una carga sobre sus hombros, que
podría lastrar su carrera. Pero podría con aquello.
Tras arrostrar peligros no inferiores, y ya diezmados en número pero
todavía poderosos, sin tener que esconderse, como habían tenido que hacer
hacia el final de su camino, cuando apenas quedaban cuatro del grupo original,
habían mantenido el primer enfrentamiento con sus ahora perseguidores justo
al otro lado de las montañas. Los habían desbaratado, pero solo se trataba de
una patrulla que había descendido hacia las tierras bajas del norte en incursio-
nes de saqueo, pero había más. Sabían que las vastas mesetas que estaban al
otro lado de las gigantescas montañas eran su territorio, y que no podían ir ni
hacia el este ni hacia el oeste, ya que eso les llevaría muchísimo tiempo, pues
de una manera u otra, las montañas les cerraban igualmente el paso. Hacia el
este, seguían hasta llegar al mar, en donde descendían bruscamente hasta per-
derse bajo las aguas, como si un dios loco hubiese cortado las montañas de un
hachazo, a incontables jornadas de distancia. El mar era solo una vaga leyenda
de la que todos habían oído hablar, pero que ninguno había visto, ni conocido
a nadie que lo hubiera visto, aunque algunos mercaderes que venían de los
confines del reino juraban haberlo visto. Sin embargo, cada uno lo describía
de manera diferente, lo cual no les daba credibilidad, y el mar seguía siendo
una leyenda. Hacia el oeste, nadie sabía hasta donde llegaban las montañas ni
donde morían, pues desaparecían en la bruma, altas e imponentes, mucho más
allá del horizonte de cualquier territorio conocido más allá de los Reinos de
Lomar, curvándose perezosas hacia el noroeste, hacia el reino de los hielos.
Y de aquellos pocos que se habían ido a explorar aquellos lejanos horizon-
tes, ninguno había vuelto nunca. Se habían pasado semanas solo ascendiendo
hacia las cumbres de la enorme cordillera que conformaba la frontera sur del
Reino de Lomar, como una titánica muralla.
Habían partido cincuenta, de eso hacía ya mucho tiempo. Cuanto,
había perdido la cuenta, habían pasado temporadas de frío, pero también de
calor, y no estaba segura de nada. Tal vez más, mucho más tiempo del que era
capaz de imaginarse. Tal vez habían pasado años desde que habían comen-
zado su cometido, allá en el norte, en el ya lejano Reino de Lomar. ¿Quién
podía saberlo? Ella no. Para ella había pasado toda una vida. Habían partido
los mejores, diestros, bien armados, cualquiera de ellos capacitado para llevar
a término la misión encomendada. Maestros todos ellos, sin diferencias de
sexo, en las artes del combate y de la magia, capaces de enfrentarse a todo un
ejército. Y vencerlo. Ahora, ella era lo que quedaba de aquel grupo, la última.
Y no se lo iba a poner fácil. Había llegado a su destino, por fin, tras arrostrar
inimaginables peligros, la mayoría de los cuales su mente había encerrado en
un profundo sótano, como salvaguarda, permitiéndole continuar sin desfalle-
cer ni perder la cordura. Había llegado, estaba allí. Sería muy doloroso para
su alma fracasar en el último instante. Si conseguía llegar a lo alto de la colina
estaría a salvo y las penalidades sufridas por ella y sus amigos habrían valido
la pena. Si fracasaba… Prefirió no pensar en eso ahora y meneó la cabeza,
como intentando alejar tal pensamiento. Pero debía aguardar a que saliese la
luna o todo se echaría a perder. Y ahí residía el peligro.
Esperó, intentando silenciar sus jadeos, dejando su mente en blanco,
acumulando fuerzas para el esfuerzo final, escuchando a un lado y al otro,
apretando más contra sí el bulto que llevaba entre sus brazos. No iban a derro-
tarla ahora. Poco a poco la luna comenzó a emerger tras las lejanas cumbres.
Aún había esperanza, pese a que ya sentía el aliento de sus cazadores en la
nuca.
Era el momento. Respiró varias veces con fuerza, llenando sus pul-
mones de oxígeno, y echó a correr salvando el espacio que la separaba de su
objetivo, ascendiendo la ladera mientras murmuraba sordamente un conjuro.
A su espalda pudo escuchar gritos y aullidos que la hicieron estremecer, sus
perseguidores la habían localizado, pero no aflojó la carrera. Sorteando obs-
táculos con agilidad llegó a la cima y se adentró en el círculo de menhires,
cayendo de rodillas, jadeando con las manos apoyadas en el suelo. Lo había
conseguido, ellos no podrían pasar. Al menos, eso creía. De lo contrario, todo
habría sido en vano.
Alzó la vista y los vio ascender tras ella, deteniéndose y aullando
frustrados a poco más de dos metros, extendiendo sus garras con impotencia,
golpeando, arañando y mordiendo un muro invisible, y un nuevo estremeci-
miento la recorrió, todavía insegura. No podían alcanzarla, pero muchos más
continuaban ascendiendo, cientos de ellos, miles, cubriendo la ladera como un
siniestro piélago de pelos, garras y babeantes fauces que terminada detenién-
dose ante la invisible barrera, una rugiente ola de brillantes dientes y afiladas
uñas que prometían mil muertes. Había encontrado aquella loma justo a tiem-
po. Y la magia estaba allí. Suspiró con alivio y su cuerpo de destensó.
Encorvados, enloquecidos, saltando unos sobre otros como plaga de
los dioses, en un intento de llegar hasta ella, aplastándose, aullando exaspera-
dos a la luna que los había maldecido en tiempos inmemoriales, obligándolos
a mostrarse tal como eran, a dar rienda suelta al alma atormentada y primor-
dial que los mantenía vivos cada vez que su cara redonda iluminaba la tierra y
descubría sus almas, perdido cualquier resto de humanidad, con sus alargados
hocicos retraídos enseñando los enormes dientes, escupiendo saliva y rabia,
gruñendo y sabiéndose burlados, los licántropos se aproximaron. Rodeaban
el círculo de piedras sin poder traspasarlo y el viento se llevaba sus aullantes
protestas y maldiciones. La mujer los observó asombrada y estremecida, gi-
rando sobre sí misma, recorriendo con la mirada todo el círculo, rodeada de
ojos rojos como brasas y destellantes dientes que chasqueaban con rabia a
la luz de la luna. Se quedaron en las márgenes, observándola, agolpándose,
tapándole la visión. Justo a tiempo, ya lo creía. Si la colina hubiese sido un
poco más alta, o hubiese retrasado su carrera solo unos segundos más, la hu-
biesen cazado antes de llegar a las piedras. Se había detenido en las lindes del
bosque a esperar que perdiesen su forma humana, no había tenido otra opción.
Si entre ellos hubiese algún humano, o alguno hubiese conservado su forma
humana, aunque no pudiese traspasar la protección, la habría matado con una
flecha, una lanza, o una honda, cualquier arma arrojadiza, qué más daba, im-
pidiéndole llevar a cabo su objetivo. Entonces solo habrían tenido que esperar
a que la luna se pusiese para hacerse con su trofeo. Pero los licántropos no
manejaban armas, eran más animales que humanos. Aquello había estado a
punto de perderla, pero no había tenido donde elegir, había arriesgado y había
ganado. Alzó el envoltorio con solemnidad sobre su cabeza, descubriendo una
caja rectangular de unos treinta centímetros de largo y doce de grosor, de un
refulgente oricalco cubierto de filigranas y figuras geométricas cuyos relieves
despedían brillantes destellos a los rayos lunares, extrañamente ligero para su
volumen. Los gruñidos aumentaron de intensidad, acompañados de lastimeros
aullidos.
-¡Marchaos!- Gritó, con un gesto de satisfacción, alzándose sobre la
punta de sus pies -¡Volved por donde habéis venido! ¡Decidle a vuestro amo
que habéis fracasado! ¡Él mismo vengará a mis compañeros haciéndoos pasar
mil tormentos! Habéis perdido, no podéis alcanzarme ya. ¡Marchaos!-
Sus últimas palabras apenas las escuchó ella misma, ahogadas en un
abismo de aullidos. La horda que la rodeaba se removía inquieta y aterrada,
y terminaron por atacarse unos a otros. Dejó de prestarles atención y alzó un
poco más la cabeza, mirando hacia el sur por encima de la masa de licántro-
pos, que continuaban agolpándose contra la invisible protección. Pudo entre-
ver una vasta extensión formada por las copas de los árboles, plana, ondulante
y oscura como un inmenso lago, ya que las colinas sobresalían por encima
de éstos, todas coronadas por círculos de menhires. Pudo ver otras colinas,
surgiendo aquí y allá por entre el ramaje. Y no todas parecían naturales, ya
que pudo observar al menos dos con formas demasiado geométricas, como
para haber sido forjadas por la naturaleza. Luego, cuando perdió de vista el
horizonte, tapado de nuevo por la aullante masa, se dirigió al menhir central,
interponiéndolo entre ella y la luna. Ésta debía coronar el menhir, envolvién-
dolo en su halo, cuando ella comenzase el ritual. Las bestias habían cesado
de pelear entre ellas, muchas se estaban marchando, tal vez previendo lo que
se avecinaba, pero otras la observaban con atención, gruñendo y arañando y
mordiendo y golpeando y babeando sin cesar un instante. Se puso de rodillas,
con las piernas cruzadas en la posición del loto.
Aquellas piedras habían sido colocadas allí por alguien, algún pue-
blo pre-humano, cientos, miles, tal vez millones de años antes. Un olvidado
pueblo nómada que recorría las frías colinas y los húmedos valles de Eurasia
mucho antes que Mu o la misma Lomar existiesen siquiera en la imaginación
de los hombres. Solo eran un mito lejano en el tiempo, y además ya no impor-
taba. Lo único que importaba era que su magia no se había perdido del todo.
Aquellas rocas, colocadas de manera geométrica sobre las colinas, era todo lo
que quedaba de aquél ignoto pueblo. Las rocas y la magia. Si todavía quedaba
algo de la poderosa magia de aquella raza errante, estaba allí. Y estaba claro
que la magia pervivía. Y esa magia era su última esperanza para culminar su
misión. No había fracasado. Dirigió un breve pensamiento a sus compañeros
caídos.
Dejó la caja ante ella y la observó ajena a lo que la rodeaba. Poco a
poco, como acariciándola, sus manos se dirigieron a los ocultos cierres, opri-
miéndolos con suavidad. La tapa se abrió apenas un milímetro. La alzó. El
nebuloso cilindro yacía depositado sobre una piel oscura que tapizaba el inte-
rior, ciñéndose a la forma de éste y contrastando con su violáceo fulgor. Era
un cilindro de lo que parecía cristal lechoso, macizo en apariencia. Lo observó
con calma, ajena a la aullante cacofonía que la rodeaba. Sus medidas aproxi-
madas eran de unos veinte centímetros de largo por unos siete de ancho, con
aquel color blanco lechoso que lo hacía parecer opaco. Su peso tampoco pare-
cía guardar concordancia con el volumen, pues era muy ligero y resistente. Al
mirar en su interior le pareció ver una niebla que se enroscaba y agitaba con
desesperante lentitud, moviéndose en pequeños flujos y remolinos casi imper-
ceptibles. Parecía refulgir y centellear por dentro con una tenue luz violácea.
Al observarlo con más atención le pareció que una miríada de hilos de oro y
plata se entrecruzaban en su interior por todas partes pero sin tocarse nunca
unos a otros, brillando casi invisibles, pues tales parecían ser los destellos que
irradiaban allí dentro, apareciendo y desapareciendo en la cambiante niebla,
todo envuelto en aquella tenue luz violeta que a su vez era distorsionada por
la lechosa neblina interna que se retorcía y transmitía reflejos desde su inte-
rior, destellos que parecían relámpagos en miniatura ocultos por la bruma. Se
preguntó cómo era posible, pues los hilos, si eso eran, parecían recorrer todo
el interior, al menos, hasta donde su vista podía penetrar, desapareciendo al
aproximarse a los bordes, y éstos eran tan finos que debía concentrar su mi-
rada para poder distinguirlos levemente, al menos, los más próximos a la su-
perficie, mientras aquello que parecía niebla se retorcía y movía con lentitud,
sin variar para nada e indiferente por completo a la posición del cilindro en el
espacio, o del movimiento que se le imprimiese a éste.

Los habían estado convocando desde hacía casi un año, llamándolos


desde las diferentes ciudades hacia la capital del Reino de Lomar, el más po-
deroso de las tierras conocidas. Los jóvenes, varones y hembras, los más fuer-
tes, los más ágiles, inteligentes y diestros deberían personarse en la corte, sin
importar su condición. Una vez ante el rey y sus consejeros, éste dijo haberlos
convocado porque de entre todos los presentes, cientos, tal vez miles, escoge-
rían y prepararían a los más sabios y mejores guerreros para su servicio. Eso
les habían dicho. Pero el rey solo necesitaba cincuenta personas. Había sido
necesario purgar a aquella multitud, y se establecieron diversas eliminatorias
y competiciones que se sucedieron sin descanso durante meses. No había duda
de que buscaban lo mejor de lo mejor. Los agotados finalistas, precedidos por
el rey, que los honró con largueza ante la muchedumbre que, congregada en la
plaza, aclamaba a los elegidos hasta enronquecer, desaparecieron en el interior
del palacio y la masa terminó por dispersarse. Dos semanas después abando-
naron la capital en compañía del monarca, sombras ocultas en la oscuridad de
la noche. Ni un perro ladró a su paso. Se perdieron ascendiendo hacia las frías
montañas del norte, primero a caballo, luego a pié, por las altas cumbres, hasta
llegar a un remoto y antiguo monasterio desde cuyas almenas podían verse los
reinos del hielo, blanco allá en el norte. Allí, el más anciano de los sacerdotes,
con el rey a su lado, les explicó lo que realmente se esperaba de ellos. Les
mostró el cristal. Todos lo vieron por primera vez. Y todos se sorprendieron.
Según el venerable anciano, encerrado en el interior de aquel cristal
proveniente de supervivientes de la mismísima Lemuria, los cuales, a su vez,
lo habrían heredado de una civilización mucho más antigua de la que no que-
daba memoria, se hallaba todo el saber de la humanidad, pasado, presente y
futuro, todo lo que había sido y todo lo que habrá de ser, un poder inconmen-
surable y desconocido, poder para crear vida pero también para destruirla,
un Conocimiento que debía ser guardado y que los Lémures supervivientes
del cataclismo que hundió sus tierras habían dejado en custodia al primero
de los sacerdotes de aquel templo perdido en lo más alto de las cumbres. Sin
embargo, hasta el momento, nadie había podido acceder al Conocimiento que
encerraba aquel objeto, pero sí se conocían sus propiedades mágicas. Durante
siglos el Conocimiento había pasado de un sacerdote a otro, y su secreto susu-
rrado de boca a oído. Nunca nadie había sabido de la existencia de aquel cilin-
dro, excepto los custodios. Y nadie, ni siquiera éstos, sabían cómo usarlo, los
Lémures, con todo su poderío, no habían podido descifrarlo, aunque habían
insinuado que solo la civilización adecuada sabría cómo hacerlo. Y así, ocul-
to, debería haber seguido por los siglos de los siglos, esperando el momento
en que la humanidad estuviese preparada para descifrar y asimilar todo aquel
conocimiento.
Pero de pronto las cosas habían cambiado, algo con lo que nadie con-
taba se había introducido en el juego, el objeto debería ser puesto a salvo, pues
los augurios vaticinaban algún tipo de catástrofe que se cernía sobre el reino.
Ni el anciano ni el monarca fueron más explícitos, tal vez ni siquiera ellos
sabían a ciencia cierta cuál era ese peligro. Su destino, el de aquellos hombres
y mujeres, diestros con las armas, hábiles en el combate e inteligentes para la
estrategia y la magia, consistía en llevar aquel objeto en secreto a las lejanas
tierras del sur, más allá de las titánicas cumbres que ocultaban las altas y
heladas mesetas por las cuales vagaban lo licántropos. Allá, entre los intermi-
nables bosques, se alzaban las lomas coronadas de inmemoriales menhires.
Todos conocían la vieja magia y sabían lo que debía hacerse. Aquel objeto no
debía caer en poder de nadie, todavía no era su tiempo, y había que preservarlo
para el futuro. Aquella sería su misión, llevarlo a las tierras del sur y ocultarlo
entre las piedras sagradas. Allí estaría a salvo hasta que algún día pudiesen
recuperarlo, ellos o sus descendientes. Los supervivientes, si los había, de-
bían transmitir el secreto a sus hijos, y éstos a los suyos, de generación en
generación. Ahora ellos eran los guardianes del Conocimiento. El camino era
peligroso, plagado de peligros y muerte cruel. Deberían proteger aquel objeto
sagrado a costa de sus propias vidas. Todos asintieron y juraron solemnes.
El rey los había despedido advirtiéndoles que los supervivientes no
se molestasen en volver al reino. Éste ya no existiría. Se miraron entre ellos y
descendieron en silencio los riscos. Al pié de la montaña les dieron caballos,
armas y alimentos, y partieron.

Ahora, todos sus compañeros habían muerto, cruzando pantanos, as-


cendiendo cumbres, atravesando selvas y ríos, y casi siempre en combate. La
mayoría habían perecido en aquellas infames mesetas, cuyas altas cumbres
podían verse lejanas allá en el horizonte. En todas partes los habían atacado,
y uno tras otro, sus compañeros fueron cayendo. Pero ella había cumplido la
misión, aunque a duras penas. Le dolían todas las heridas de su cuerpo, que
eran muchas, y no todas carnales, pero no importaba. Se encargaría de que
todas aquellas muertes no fuesen en vano. La responsabilidad era suya, solo
suya. Entonces comprendió el peso que descansaba sobre sus hombros y el
cansancio la abatió. Ahora, ella era la última portadora del Conocimiento. Si
ella moría, nadie sabría cómo recuperarlo. Aquel era un peso enorme sobre sus
hombros.
La luna ascendió lentamente hasta coronar la piedra que como un
falo erecto apuntaba a lo alto. La mujer cerró la caja y la alzó sujetándola con
ambas manos sobre su cabeza. Comenzó a murmurar una invocación. Los
aullidos aumentaron de volumen, como queriendo apagar su voz, pero ella
la alzó más aún, sobreponiéndose, levantando la cabeza al cielo, y de pronto
guardó silencio.
El menhir comenzó a moverse, girando sobre sí primero a un lado y
luego al otro, para desprenderse de la tierra que lo apresaba, luego comenzó a
alzarse poco a poco, dejando al descubierto un oscuro agujero. Al llegar a un
metro, se detuvo, suspendido en el aire, dejando caer algún que otro pellón de
tierra al hueco que se abría bajo él. Bajó los brazos y mientras musitaba una
sola palabra, depositó la caja lentamente en el centro del agujero recién abier-
to, en donde quedó flotando. Los aullidos eran ahora más ensordecedores.
Al recibir los rayos de la luna, la caja, como sabiendo que iba a pasar mucho
tiempo oculta en las sombras, se despidió de la luz emitiendo un cegador
destello, un pulso que iluminó las tierras en cientos de quilómetros a la re-
donda. Sintió cómo aquel impulso la liberaba de sus pesares. Luego, la piedra
comenzó a descender, ocultando la caja bajo ella. Y continuó descendiendo
hasta desaparecer de la vista en el agujero. No se atrevió a asomarse al borde
de aquel insondable pozo para mirar, y cuando quiso hacerlo ya fue tarde. El
agujero terminó por desmoronarse sobre sí, enterrando caja y piedra. Solo
quedó un pequeño cráter.
Se acuclilló, apoyando su cabeza sobre la hierba, con los ojos ce-
rrados, derrotada por el cansancio pero tranquila por primera vez en mucho
tiempo, y comenzó a dormirse, ajena a la vida o a la muerte. Su misión había
terminado con éxito, y eso era todo. Lo que sucediese ahora no importaba. Ya
no estaba cansada. Había tenido miedo por el camino, como todos, miedo de
morir y no poder llevar a término la misión, pero ahora podía sentirse en paz,
sin importarle el miedo o la muerte, consciente de que, pasase lo que pasase
a partir de ese instante en que los temores y el peso que le agobiaban habían
desaparecido arrastrados por el destello, ella estaría allí. Solo entonces, mien-
tras se sumía en el sueño, se dio cuenta de que la rodeaba el más absoluto de
los silencios. Los licántropos se habían callado. Y tampoco le importó.

Con las primeras luces se sacudió. Alzó un poco la cabeza. Ante ella,
en el mismo sitio por donde había desaparecido el menhir la noche anterior, se
alzaba otro ocupando su lugar. No era el mismo, éste era más alto y la piedra
se veía reluciente, no gastada por el tiempo, como si acabase de ser esculpido
en ese mismo instante. Pero excepto ella, nadie se daría cuenta, y menos aún
según fuese pasando el tiempo sobre la piedra. Sonrió y se desperezó. Hacía
tanto tiempo que no había podido ejercitar aquel acto, que sus huesos cru-
jieron y sus tendones restallaron con placer, arrancándole una sonrisa. Pero
pronto volvió a la realidad. Se acordó de los licántropos. Se puso en pié y echó
mano a su espada. Las primeras luces todavía eran tenues, y la luna se había
ocultado hacía ya mucho. Al ocultarse la luna, los licántropos volvían a su for-
ma humana, y podían haberla matado, pero no lo habían hecho. Y no lo habían
hecho porque sus huesos calcinados se amontonaban formando un círculo al
borde de las piedras, como lo habían formado en vida, sembrando las laderas
de la colina, perdiéndose en el interior del bosque, formando un paisaje apo-
calíptico de restos carbonizados. Se acercó a observarlos, sospechando que el
destello de luz tenía mucho que ver con todo aquello, pero algo en las extrañas
deformaciones de aquellos huesos, principalmente en cráneos y piernas, la
indujo a no pararse en muchas averiguaciones, y si no los hubiese visto bien
vivos apenas unas horas antes intentando despedazarla, hubiese jurado que
llevaban mucho tiempo pudriéndose al sol. En otras circunstancias se hubiese
sentido encantada de poder estudiar aquella extraña anatomía, pero no aho-
ra, cuando habían muerto tantos de sus compañeros desgarrados por aquellos
dientes. Alzó la cabeza y se preguntó a donde iría tras atravesar aquella alfom-
bra de cadáveres que cubrían la colina y tapizaban el bosque, impidiendo ver
el suelo. Tendría que caminar por encima de ellos como pudiese. Pero no tenía
muy claro qué hacer a partir de entonces. Si su tierra ya no existía, y no podía
regresar a ella tal y como le habían dicho, y menos aún atravesando de nuevo
las mesetas de la muerte, ahora era una apátrida. Y una apátrida tiene todo el
mundo por su tierra. Ya encontraría algo, tenía tiempo. Todavía con la espada
en la mano, tanteando con los pies sobre los carbonizados huesos que crujían
y se rompían con secos chasquidos, levantando nubes de polvo bajo su peso,
procurando no herirse, descendió la colina y se adentró en el bosque hasta que
consiguió pisar terreno firme. Y allí tomo una decisión. Hacia el sur. Siempre
hacia el sur.

El mar. Nunca había imaginado tanta belleza en tal vastedad. Ni que


la vista tuviese un horizonte tan lejano para perderse. Y su canción… Aquello
era lo que más la fascinaba. El mar tenía una música que te atrapaba y a la
que no era fácil resistirse, a veces, suave y rumorosa, cuando los elementos
estaban en paz, otras, terrible y poderosa, cuando los dioses del rayo y del
trueno, del viento y de la lluvia, discutían y disputaban entre sí, corriendo
enloquecidos sobre la tierra y destruyendo todo lo que se interponía en su ca-
mino. Pero pronto reinaba la paz de nuevo. Le gustaba el mar, le había gustado
siempre, desde el primer día que lo sintió, mucho antes de verlo. Aquello le
hizo recordar algo que ya creía olvidado. Una vieja leyenda. Hablaba de un
reino ya perdido, un reino próspero, que tenía una enorme barricada natural
de altas cumbres, las cuales cerraban el paso del reino al mar. Las gentes de
aquel reino habían dado la espalda al océano, pero siempre había algunos a los
que picaba la curiosidad, y tras prometer que regresarían para poder contarles
a todos cómo era el mar, partían, escalando las altas cumbres desde las cuales
se podía ver la inmensidad. Ninguno regresaba para cumplir su promesa. Un
rey ofreció una alta recompensa a quien regresase, la mano de su hija, una
joven y muy bella princesa, y su reino como dote y herencia. Muchos jóvenes
prestaron promesa y juraron por mil y una cosas o dioses ante el rey y su joven
y bella hija, pero cuando, tras una ascensión sin fin llegaban a las cumbres
y podían ver las tierras y el agua que las bañaba al otro lado, y cuya visión
desaparecía allá, muy lejos en el horizonte, donde agua y cielo eran la misma
cosa, ni uno solo volvía la vista atrás, todos, hipnotizados por el canto de las
olas al lamer la costa, descendían las montañas para ir a perderse en el mar.
Nadie más en aquel reino volvió a hablar del mar.
El mar. Allí había parido a sus hijos, ya que las mujeres de aquellos
países se adentraban en las olas, dejándose mecer, para parir a sus hijos entre
las aguas, pues el tiempo era cálido, por no decir caluroso, todo el año. Y
sus hijos crecían fuertes. Cinco, tres hembras y dos varones había criado ella
hasta que se le había pasado el tiempo de seguir pariendo. Y a los cinco había
enseñado todo lo que sabía. Ahora, ya anciana, solo ansiaba tener nietos. Y
enseñarles todo lo que sabía.
Caminó lentamente sobre la arena hasta situarse a la sombra de una
palmera, y allí tomó asiento. Observó la larga playa a un lado y a otro, y vio
allá lejos, a su izquierda, un hombre que se acercaba renqueante, apoyándose
en un cayado. Alguien que se acercaba a la aldea. Estaba muy lejos, apenas
del tamaño de una hormiga, allá, por el camino que bordeaba la costa y seguía
la línea de la arena. Volvió a mirar al mar y de nuevo se perdió en sus ensoña-
ciones, algo que últimamente le pasaba con más frecuencia. Sin duda los años.
Había sido una mujer joven aún cuando llegó allí. Y allí se había quedado.
Igual que en aquella vieja leyenda, quedó prisionera del canto del mar. Había
encontrado un lugar para quedarse, y desde entonces habían pasado muchos
años. Había tenido tres esposos, de los cuales tuvo sus cinco hijos, y ahora era
una mujer vieja y viuda, pero estaba en paz consigo misma. Observó el sol del
atardecer, que comenzaba a teñir el cielo de un color rojizo, y cada ocaso era
diferente, más bello que el anterior. Así había sido siempre y así sería hasta el
fin de los días. El hombre continuaba su lento caminar por la senda, apoyán-
dose en su cayado, ahora era algo más grande que una hormiga gigante, de
aquellas que hacían sus nidos tierra adentro, capaces de dejar a un ser humano
en los huesos en pocas horas. Estaba más cerca, pero aún así, no llegaría a la
aldea antes de que se pusiese el sol.
Escuchó una voz familiar y se volvió al lado contrario. Su hija le esta-
ba diciendo algo que apenas conseguía escuchar, ahogado por el rumor de las
olas. Su casa era una amplia finca rodeada por un pequeño muro de madera
y piedra justo a la entrada de la aldea, y cuya puerta estaba a pocos metros.
Probablemente su hija le estaba preguntando si necesitaba algo. Sonrió y agitó
una mano, mientras negaba con la cabeza. La chica se dio la vuelta y regresó
a la finca, camino de las casas. No pudo dejar de observar las canoas varadas
en la arena, entre las cuales, algunas mujeres se afanaban reparando las velas,
mientras un vocinglero grupo de chiquillos de ambos sexos, jugaban desnudos
en el límite de las olas. Siempre le había gustado el salir a pescar en aquellas
largas y afiladas canoas de dos cuerpos equipadas con un alto mástil y una lar-
ga vela triangular, que el viento impulsaba hasta hacerlas volar sobre las olas,
capaces de navegar largas distancias en mar abierto, pero ya hacía tiempo que
no salía, ya no estaba para librar aquellas batallas. Ahora eran sus hijos e hijas
los que se adentraban en el mar hasta más allá del horizonte, en donde ya ni el
hombre de vista más aguda podía verte y en donde tú perdías de vista la costa
y todo vestigio de tierra firme durante días y días. ¿Por qué se había acordado
de aquella leyenda ahora? La había escuchado varias veces en su vida, por lo
menos, hasta que alcanzó la pubertad, pero hacía tanto tiempo de eso que ya
no recordaba casi nada de aquel periodo de su vida. Solo retazos, al igual que
de su infancia. Algo aquí, algo allá, pero cada vez más lejanos ya. Pensó que
algunas cosas nunca se olvidaban del todo, siempre estaban ahí. Pero eso ya
lo sabía. El sol comenzaba a sumergirse por el horizonte, reflejando una larga
estela de luz en la superficie de las aguas, levantando nubes de vapor que ha-
cían reverberar la ardiente atmósfera que debía reinar allá en donde el sol se
hundía en el mar. El cálido ambiente se había vuelto totalmente rojo, y unas
lejanas nubes que flotaban allá en lo más alto reflejaban el rojo brillo del sol,
devolviendo un anaranjado puro mientras se deshacían lentamente derivando
hacia el norte. Cuando muriese, le gustaría hacerlo así, viendo una puesta de
sol, cerrando los ojos y dejándose ir allá a dondequiera que se fuese tras la
muerte. Ella ya había cumplido su misión en esta vida y ya no tenía nada que
hacer. Cada vez el tiempo era más pesado, pero todavía le quedaba algo, sus
hijos e hijas ya eran mayores, y no dudaba en que pronto habría cambios en la
familia, y vendrían los nietos. Tendría que enseñarles…
Solo entonces se dio cuenta de que había alguien a su lado. La palme-
ra estaba al borde del camino, como muchas otras que daban sombra a la sen-
da, y ella estaba sentada en el pequeño muro de piedra que protegía el camino
de la arena, sin mucha eficacia, pues el camino en sí era de arena. El hombre
había llegado a su lado y se había detenido, observándola con algo que podía
interpretarse como atención, o sorpresa. Se volvió hacia él y lo observó. Era
un anciano requemado por el sol y cubierto con una raída y destrozada túnica,
podían verse varias cicatrices allí en donde la raída tela rota dejaba al descu-
bierto un trozo de pecho o de espalda, con un único ojo y con el brazo derecho,
seco, retorcido contra su costado. Una amplia cicatriz nacía en su sien izquier-
da y descendía por su cara hasta el mentón, probablemente la que le habría
costado el ojo. Tenía el cuerpo cubierto de laceraciones, cicatrices horribles
y verdugones del grosor de un dedo. Estaba claro que la vida no había sido
justa con aquel hombre. O tal vez sí lo había sido, y ahora estaba pagando los
excesos cometidos en esta vida o en otra anterior.
-¿Está a salvo?- Le preguntó el hombre con un brillo febril en su único
ojo.
-¿Deseas algo, extranjero? Si continúas por el camino, llegarás a la
aldea, está ahí mismo, allí te darán comida y cobijo-
El hombre se acercó un paso más a ella, sin dejar de observarla. Se
apoyó cansinamente en su cayado.
-¡Por los Dioses Creadores, alabada su benevolencia! No, no me equi-
voco. Dime, por tu vida, ¿está a salvo?-
La anciana se giró sobre el pequeño muro, encarándose al hombre,
que no dejaba de observarla. Algo en su pecho hizo que su espíritu se agitase,
inquieto.
-Quién eres, extranjero, si tienes hambre, te acompañaré a mi casa,
allí podrás comer y reposar-
-¿No me reconoces, mujer? No, no me reconoces, claro que no. ¿Cómo
ibas a reconocerme, después de tanto tiempo, y menos aún con este aspecto?
Yo mismo no lo hago, cuando observo mi reflejo en algún tranquilo charco.
Pero no siempre fui la ruina que ahora contemplas-
El hombre pareció erguirse sobre sí, aumentando su estatura, antes de
hablar con voz poderosa, ajena al cuerpo que la emitía.
-Mi nombre es Rasth-Haffar, de la estirpe de los Haffar, poderosos en
los Reinos de Lomar- Y se señaló un viejo tatuaje que lucía en su reseco bra-
zo, sobre el sitio en el que en algún tiempo ahora lejano, había destacado un
poderoso músculo. El tatuaje apenas dejaba de ser una oscura y difusa mancha
sobre la reseca y oscura piel, quemada por muchos soles, como la suya propia.
Se había encogido, deformado y difuminado a la par que la ahora inútil extre-
midad se había secado, deformándose sobre sí misma, ahora solo piel y hueso
retorcidos. Pero reconocible. Era el escudo de armas de la familia Haffar. To-
dos los nobles, incluidos los parientes directos de baja estirpe, debían llevar
el escudo de armas de su familia tatuado en un brazo, cerca del hombro. Si
alguno caía en desgracia y era expulsado de la familia, le arrancaban la piel
en la cual estaba el tatuaje, como símbolo de maldición y destierro perpetuos.
Una oscura y profunda estancia de su cerebro pareció temblar, y esos temblo-
res derribaron una de las paredes de esa estancia, dejando al descubierto cierta
olvidada puerta que se abrió lentamente, dejando salir los recuerdos arrinco-
nados, primero poco a poco, pero no tardaron en salir a montones. La mujer se
levantó y observó con atención al extraño. Ahora lo reconoció, y una sorpresa
sin límites pareció inundarla-
-Rasth…- Murmuró. Extendió su mano con lentitud, queriendo tocar-
le la cara, pero se quedó temblando a pocos centímetros de ésta.
Una mano se apoyó en su hombro, sobresaltándola, alzó la vista a
su espalda y vio a su hijo mayor, con una lanza en la mano, que aunque apa-
rentaba sostener con desgana, apuntaba directamente al estómago del recién
llegado.
-¿Sucede algo, madre? ¿Estás bien?- Dijo su hijo, sin quitarle el ojo al
extranjero. Asintió con la cabeza y sonrió.
-Sí, está todo bien, no te preocupes, vuelve, no hay peligro aquí- El
muchachote asintió y se alejó lentamente, volviendo de vez en cuando la vista
a la pareja, hasta desaparecer tras el muro. La mujer sabía que se quedaría
por allí, espiando, pero ahora su atención estaba en otro lado y aun su hijo no
había dado la vuelta para marcharse, ella murmuró otra vez.
-Rasth… Por los Dioses Creadores- Volvió a acercar la mano a la cara
del recién llegado, el cual, perdido su aplomo inicial, pareció encogerse de
nuevo sobre sí mismo. La mujer lo abrazó.
-Estás vivo… Pero…-
Se sorprendió al notar que el hombre estaba llorando, estremeciéndo-
se entre sollozos.
-Todos estos años, todos estos sufrimientos… Dime, ¿está a salvo?-
Comprendió a lo que se refería, y asintió lentamente, antes de responder.
-Sí, lo está, está a salvo-
-Entonces… No fracasamos…-
-No, Rasth, no fracasamos. Gracias a ti, yo pude finalizar el encargo.
Tú salvaste mi vida innumerables veces. Te creí muerto, como a todos los
demás. Y ahora resulta que estás aquí, está a salvo-
-No tantas como tú salvaste la mía. Entonces, todo está bien y este
sufrimiento no ha sido en vano…-
La mujer le señaló el muro.
-Ven, siéntate conmigo, descansa-
-Sí, descansar… Ha llegado el momento de descansar- Rasth se dejó
guiar hasta el borde del muro, y allí, pesadamente, se desplomó, apoyando el
cayado a su lado.
La mujer se sentó también, y tomando su mano sana entre las suyas,
lo miró al ojo.
-Dime, no puedo creerlo, estás vivo. La última vez que te vi, luchabas
solo contra unos diez licántropos, protegiendo mi huida, eso me dio el tiempo
necesario para ganar las colinas. Qué te pasó. Te creí muerto, como a todos los
demás-
-No a todos nos mataron- El hombre miró el horizonte, donde ya el sol
se había puesto, pero donde el rojo del cielo lucía con vida propia. –No sé qué
pasó, en la lucha, algo me golpeó por la espalda. Me desperté en las mazmo-
rras de los licántropos. Mucho tiempo después supe que había, al menos, otros
tres de nosotros allí encerrados. Teros era uno de ellos. Y Kalhlel también
estaba. Nos torturaban a todas horas, sin descanso, para que dijésemos los que
sabíamos. El propio Taumaturgo me hizo esto- Se señaló el brazo reseco –No
sé qué habrá sido de los otros, supongo que, a estas alturas, estarán muertos-
Un pesado velo pareció correrse sobre él, mientras rememoraba aque-
llos tiempos.
-Pero no pudieron conmigo, ¿sabes?, aunque no se cuanto tiempo ha-
bría podido aguantar aquel tormento, porque pronto cesaron los interrogato-
rios y el Taumaturgo dejó de interesarse por nosotros. Sin embargo, de vez en
cuando, solo por divertirse, los licántropos nos llevaban a las salas de tortura,
para que no nos olvidásemos de agradecer su hospitalidad-
-Supongo que el Taumaturgo dejó de interesarse por vosotros cuando
supieron que habían fracasado, y que el cristal estaba ya fuera de su alcance-
-Si, debí pensarlo antes, pero no sabía nada de ti, yo creía que era por-
que ya tenían lo que querían y ya no éramos útiles. Siempre creí que te habían
capturado y habíamos fracasado-
-Estuvieron muy cerca, pero yo me adelanté- Un estremecimiento la
recorrió al recordar la ingente masa de licántropos que se esforzaban por atra-
parla dentro del círculo de piedra –De no ser por ti, no lo habría logrado. Pero
dime, estás aquí, cómo escapaste de las mazmorras del Taumaturgo-
-En realidad, no escapé. Estaba medio muerto, con un brazo inútil,
cubierto de latigazos y quemaduras, con la piel arrancada con crueles tenazas
al rojo vivo, no podía ni con mi sombra, y de haber conseguido salir de aquella
mazmorra, no habría llegado muy lejos. Me liberaron-
-¿Los licántropos te liberaron? Eso no es fácil de creer…-
-No fueron los licántropos- La interrumpió Rasth –Fueron los hom-
bres del rey-
La mujer se sorprendió por la revelación ¿Porqué los hombres del
rey habían invadido las mesetas? Siempre había habido escaramuzas con los
licántropos en las fronteras del sur, al pié de las montañas, pero nunca a nadie
se le habría ocurrido la idea de llevar un ejército a las mesetas a través de
las cumbres para combatir a los licántropos en su terreno. Sencillamente, los
hombres llegarían tan agotados y diezmados que serían fácilmente aplasta-
dos.
-¿Los hombres del rey?, pero como…-
-Si, eran ejércitos enteros de gentes desesperadas, lo suficiente como
para considerar al Taumaturgo y los licántropos un mal menor, se vieron obli-
gados a escapar por las montañas, no tenían otra salida-
-¿Obligados a escapar? No entiendo…-
El hombre alzó la mirada de nuevo hacia ella.
-Lomar ya no existe. ¿Recuerdas lo que nos dijo el rey cuando nos
despidió?-
Asintió. Recordaba perfectamente que el rey les había ordenado no
regresar, simple y llanamente, entre otras cosas que se calló, porque según los
sacerdotes ya no habría a donde regresar.
-Si- Asintió ella –Lo recuerdo bien. Que no regresásemos, y que trans-
mitiésemos el secreto a nuestros hijos, y que ellos lo hicieran a sus nietos… El
secreto del Conocimiento no debía perderse. Y así ha sido. Qué pasó, dime-
El hombre volvió a dirigir su mirada al horizonte, ya oscuro ahora,
pero con una franja bien definida de un profundo rojo que lo cruzaba de lado a
lado, reflejado por las aguas, contrastando con el oscuro azul del cielo. Rasth
señaló el paisaje con su cayado
-Mira, cuando el sol se pone, queda definido el límite entre el mar y
el cielo. En realidad, está mucho más lejano de lo que creemos. No sé cuánto
tiempo pasé allí pero fue mucho. Muchísimo. En la oscuridad todos los días
son iguales. La única cosa que rompía la rutina era cuando los guardianes nos
sacaban de la celda para llevarnos a las cámaras de tortura. Nos alimentaban
con sus sobras, supongo, o con sus despojos, una comida pútrida y maloliente,
pero en la oscuridad no ves lo que comes, y cuando el hambre te corroe por
dentro no te paras a saborear ni a oler, te lo tragas, y durante un breve tiempo,
tu estomago está ocupado y no te socava por dentro, sea lo que sea lo que le
has tirado, aunque lo que te llevas a la boca se mueva y se retuerza entre tus
dedos, y procuras pensar en otra cosa y vencer tu asco por que solo así, se ca-
llará esa bestia atroz que te corroe las entrañas, y eso es todo. El tiempo deja
de tener sentido, no hay manera de saber si ha pasado un mes, seis, un año, o
tal vez solo un día, pues ni las comidas son regulares. Nada de lo que hagas
sirve para poder llevar una cuenta, y no hay mucho que pueda hacerse en una
celda enterrada bajo las montañas y a donde nunca llega la luz del día, nunca
un soplo de aire fresco, y mi magia no tenía ningún efecto allí abajo. Pero un
día llegó un rumor a las profundidades, un rumor que al principio apenas era
perceptible, pero que fue creciendo en intensidad. De pronto, la puerta de mi
celda se abre, y alguien mete una antorcha, cegándome, mientras una voz dice
“Aquí hay otro, cogedlo”. Era una voz humana. Muchas voces humanas, y el
sonido del combate como fondo, ahora podía oírlo. Me sacaron a hombros,
pues yo estaba tan débil que apenas si podía mantener mi ojo abierto. De no
ser por ellos, no hubiese durado mucho, Me sacaron de allí, a mí y a otros,
pocos, muy pocos, y durante días, nos atendieron, mientras continuaban su
marcha a través de las mesetas hacia el sur. Muchos quedaron en el camino,
pero los licántropos eran enemigos contra los que se podía luchar, comparado
con el horror helado y la muerte terrible que los amenazaba. Durante mi con-
valecencia pude enterarme de lo que había sucedido-
Se detuvo un instante, como para ordenar sus pensamientos, final-
mente, repitió:
-Los reinos de Lomar ya no existen. Nada más que en las historias, y
pronto serán leyenda. ¿Recuerdas cuando nos llevaron al monasterio?-
La mujer asintió, acariciando la mano de su antiguo compañero.
-Subimos a las almenas, para ver los lejanos desiertos de hielo. Tú y
muchos otros procedíais del centro o del sur, y nunca habíais visto nada igual,
ni siquiera sabíais lo qué era el hielo, o la nieve, pero yo había nacido en
aquellas montañas. De allí procedemos los Haffar. Yo ya había visto de niño
los desiertos de hielo, con mi padre y con mi abuelo, a lo lejos, en las partidas
de caza que se internaban en las montañas, pues nadie osaba acercarse más, y
conocía las blancas nevadas que cubren las cimas desde el otoño hasta la pri-
mavera, que no podían ni compararse con aquellos desiertos helados que veía
junto a mi padre y mi abuelo allá en la lejanía, entre las montañas, en pleno
verano, pero ahora estaban más cerca. Muchas de las zonas, valles y cumbres
que yo conocía de mi niñez estaban ya entonces cubiertas de hielo, y buena
parte de los habitantes de aquellas regiones estaban emigrando hacia el sur,
pero de momento eran insignificantes, pues debido a sus duras condiciones
climáticas, se trataba de zonas escasamente pobladas y no se les prestó mayor
atención. Yo ya había escuchado algo de boca de parientes que llegaban de
allá, en algunas reuniones familiares, pero me temo que, al ser un Haffar de
baja clase que no se interesaba mucho por las cuestiones familiares y sí por
las faldas de mis muchas primas y de la comida y los licores que se solían
servir en tales actos, no se me comunicaron ciertos asuntos o yo tampoco les
presté la atención debida, ya es igual. El rey tenía razones para preocuparse.
Ninguno os disteis cuenta de eso, pero yo sí, aunque no tuve tiempo desde
entonces para pensar más en ello. Hasta mucho más tarde. El hielo continuó
avanzando año tras año, invadiendo el terreno sin abandonarlo en verano, y
al invierno siguiente devoraba más terreno. Pero el hielo no era lo peor. En
el hielo viven los Inuki, unos seres semihumanos, caníbales brutales, acha-
parrados, cubiertos de gruesas pieles que los protegen del helado viento, de
pieles quemadas, fuertes, valientes y crueles en el combate. Ellos precedían al
hielo, o el hielo los seguía en sus avances, que nadie puede asegurar si es una
u otra cosa. El caso es que ambos marchaban juntos. Y ahora estaban avan-
zando hacia el sur, arrasando todo lo que se interponía a su paso. La magia no
se mostraba suficiente para detenerlos. Los mejores hombres del rey con sus
ejércitos habían sido aplastados al pié de las montañas del norte, sus carnes
alimentaron a todo aquel mar de Inukis durante meses, y sus huesos cubrieron
las laderas y las colinas a lo largo de incontables quilómetros en todas direc-
ciones, blanqueándose al sol durante años, hasta que el hielo los cubrió con su
helado manto mortal. A los prisioneros y a los supervivientes los llevaban con
ellos, como comida ambulante, hoy te cortaban un brazo, mañana el otro, o tus
partes, que tenían las mujeres por un dulce, y luego, el resto. Corrían rumores
de que algunos, los más fuertes y apuestos, hombres y mujeres, eran usados
durante una temporada bien como sementales, bien como eso, mujeres con las
que tener hijos, verracas parideras, antes de ser comidos vivos, a veces incluso
por sus propios hijos. Se decía que los Inuki cruzaban a estos con sus propias
mujeres, o ellos mismos con las cautivas, en un intento de adaptar la raza al
calor, para poder abarcar más territorios incluso en zonas más cálidas. ¡Quién
lo sabe! Descendían de los yermos helados en manadas, como una plaga de
langosta arrasando los fértiles campos del sur, a la que nada puede detener. El
rey había enviado a sus mejores gentes allí, dejando casi desprotegido el resto
del reino, excepto la lejana frontera del sur, en un intento un poco desesperado
de dar una batalla definitiva. Y lo había sido. Definitiva para los Inuki, que
exterminaron allí a todos los ejércitos que se les pusieron por delante, apastán-
dolos a su paso. Solo el frío mataba a más gente que una plaga. Y luego, a los
que sobrevivían, los estaban esperando aquellos salvajes. La batalla no había
durado mucho. Los supervivientes que consiguieron escapar a la matanza se
desparramaron como pudieron, llevando con ellos las noticias del avance de
los Inuki y dando la voz de alarma. Las aldeas y las poblaciones eran aban-
donadas en masa, siempre hacia el sur, mientras el hielo y los invasores se
apoderaban, lentos pero constantes, de los territorios del norte-
-Debió de ser terrible-
-Por lo que me contaron, lo fue. Pronto, el sur se vio lleno de gente,
y aunque tarde, el rey organizó a los supervivientes en un último y deses-
perado intento de ofrecer resistencia a los invasores. De los otros reinos no
podían esperar ayuda, pues todos los que tenían fronteras al norte estaban
siendo igualmente invadidos, lo que indicaba una incursión a gran escala. Eso
suponía muchos cientos de miles de Inukis, millares de miles, avanzando, y
los pocos reinos del sur que podían enviar ayuda, no podían dejar desprotegi-
das las fronteras con el Taumaturgo, y todo lo que enviaron fue escaso y llegó
tarde. Finalmente, viendo que ninguna resistencia podían oponer y el hielo y
sus aliados ganaban terreno sin esfuerzos años tras año, hasta que incluso los
cálidos reinos del sur se vieron invadidos en apenas dos generaciones, convo-
có a todas las gentes del reino y envió mensajeros a los otros reinos limítrofes.
Siguiendo la técnica de los Inuki, avanzarían en masa hacia el sur, escalarían
las montañas en masa, hombres, mujeres y niños. Los enfermos, los ancianos,
los incapacitados, deberían escoger entre una muerte piadosa, o el quedarse
a su suerte, ya que no había forma humana de que pudieran trepar hasta las
cumbres. La mayoría escogieron la primera opción-
-Los licántropos apenas pudieron contener aquella masa de desespe-
rados que se les vinieron encima casi por sorpresa. Los hombres de armas
iban abriendo camino, seguidos de cualquiera otro, hombre, mujer o niño, que
pudiese empuñar un arma. El resto, venían detrás. Y la desesperación daba
fuerza a sus cuerpos para soportar las duras pruebas y luchar sin miramientos.
Los licántropos terminaron cediendo, no sin grandes pérdidas por parte de
los invasores, y uno de aquellos ejércitos había asaltado con éxito la fortaleza
del Taumaturgo, aunque no consiguieron capturarlo, arrasaron el lugar y nos
liberaron-
Guardó un breve silencio, mientras inclinaba la cabeza.
-Los reinos de Lomar ya no existen. Las montañas y las altiplanicies
han detenido el avance del hielo, y el de los Inuki. El nombre de Lomar es solo
ya una leyenda que vive bajo las garras del etermo enemigo blanco, sepultada
bajo un helado y profundo manto-
-Y tú, qué has hecho desde entonces-
De nuevo, el hombre alzó la cabeza para mirarla entre las sombras
cada vez más profundas. Aun se veía una línea rojo fuego, muy fina, cruzando
el horizonte, como si allí, en las inmensidades, ardiese un fuego inextingui-
ble.
-Yo, yo solo albergaba una esperanza, y me destrozaba una duda. Du-
rante algo más de un año permanecí con aquellos compatriotas, recuperándo-
me. Ninguno de nuestros amigos con los que me había cruzado camino de las
salas de tortura estaba allí, por lo tanto, excepto yo, ninguno se había salvado.
Y poco a poco, al llegar a tierras habitadas, más al sur, comenzaron a desparra-
marse, quedándose algunos aquí, marchando otros para otra población. Y me
dí cuenta de que no tenía nada, todo lo que conocía había desaparecido, era un
paria, un expatriado. A final, quedamos un puñado, que también terminó por
deshacerse. Yo seguí mi camino, algo me impulsaba a buscar, ahora sé lo que
buscaba. Vagué por todos lados, hasta que un día, llegué a una elevada colina,
y vi el mar-
-También tú cediste a su canto…-
Rasth asintió.
-Si, caí en su embrujo. Pero su canto me decía algo. Una y otra vez,
me decía que no me apartase de su lado, si quería conseguir mis sueños. Y
tenía razón-
-¿Sabes? Era un cristal muy raro, destellaba, y brillaba, y parecía mo-
verse sobre sí mismo, si sabes de lo que hablo-
-Lo sé. No comprendo cómo pudieron encerrar allí dentro el Cono-
cimiento, pero era un cristal raro. Una noche, mientras casi todos dormíais,
Clotk, IrekTa y yo, lo sacamos, abrimos el cofre y lo sacamos. Creo que, más o
menos, todos los hicimos alguna vez. Estuvimos observándolo durante mucho
tiempo. Nos costó vencer la tentación, y guardarlo de nuevo antes del siguien-
te cambio de guardia. Nunca olvidaré aquel fulgor, ni aquellos destellos. Ni lo
que vi-
-¿Lo que viste?- Preguntó la mujer, sorprendida.
-Si, los tres vimos algo, o lo soñamos, o lo imaginamos, no sé. Clotk
decía haber visto un navío que se movía entre las estrellas, pero no quiso o
no supo decir más. IrekTa decía haber paseado por una inmensa calle a cu-
yos lados se alzaban enormes edificios que llegaban hasta el cielo, y diversos
puentes los unían a diferentes alturas unos con otros, mientras la gente se
movía en extraños carruajes cerrados que se movían sobre tierra o por el aire
sin que ningún animal tirase de ellos, mientras las gentes pasaban caminando
presurosas a su lado sin prestarle atención, como a un espíritu al que no se ve.
Todo estaba iluminado por muchas luces, grandes y pequeñas, que ardían sin
llama. Cada uno vimos cosas diferentes-
-Pero no me has dicho qué es lo que viste tú- Le reprochó la mujer.
-Lo mío era más sencillo que todo eso, yo no vi navíos volando entre
las estrellas ni ciudades imposibles. No, nada tan imaginativo- De nuevo fijó
su mirada en el mar, en el horizonte –Yo solo vi una puesta de sol, un anoche-
cer que me llamaba, un lugar en donde todos mis sufrimientos serían redimi-
dos, y la sombra de alguien a mi lado, nada más. Eso me mantuvo vivo. Eso,
y el mar con su eterno mensaje. Y mi visión se ha cumplido- Dijo, alzando su
cayado y señalando a su alrededor.
La mujer se levantó. Ya era casi noche cerrada, pese a que aún perma-
necía un rescoldo de brasas allá en la lejanía, una fina raya que aún iluminaba
el cielo de la noche.
-Ven, tenemos mucho de qué hablar, vamos, comeremos algo, tendrás
un buen lecho, conocerás a mis hijos y…-
-No- La cortó el hombre, sin alzar la voz –No, ya mis sufrimientos
han llegado a fin. No voy a ninguna parte. Aunque no lo creas tú me has
liberado de un peso inconmensurable y ya ha llegado la hora en que pueda
descansar de mis sufrimientos. Para un noble, aún de baja estirpe, vivir de la
caridad de otros no es algo fácil. Nunca lo ha sido y nunca lo será, pase lo que
pase. Sé que tú no me dejarías marchar, y yo ya estoy demasiado cansado de
caminar. No, es mejor que siga mi camino ahora que aún puedo sostenerme
sobre estas piernas ¿Sabes que me costó casi nueve meses poder ponerme en
pié?, las rompieron por mil sitios, una y otra vez. Y no solo las piernas, todos
y cada uno de mis huesos. Cada paso es una tortura más. No. Debo seguir mi
camino, que por cierto, y gracias a ti, ha llegado a su fin. No más dolores, no
más padeceres. Aunque no lo creas, me has devuelto la vida que perdí hace ya
incontables años, allá, en las mazmorras del Taumaturgo-
Rasth se puso en pié pesadamente y con esfuerzo, apoyándose en su
viejo cayado. Sonrió cuando ella le ofreció su mano, que agarró soltando su
palo, hasta quedar erguido.
-Qué piensas hacer, entonces, si rechazas mi ofrecimiento. Qué pien-
sas hacer, a donde piensas ir. ¿Seguirás tu vida errante?-
-No. Y no rechazo tu ofrecimiento, no pienses mal de mí, la vida no
me ha embrutecido tanto, me siento muy halagado por él, pero ya es tarde, ya
lo único que me apetece es encontrarme con mi destino. Vi esto en una visión,
llevo este momento, esta puesta de sol, este anochecer, grabado en mi alma
desde hace ya muchos años, desde aquella noche en que Clotk, IrekTa y yo
observamos aquel cristal a la luz de la luna. El pensar en este momento fue lo
que me mantuvo vivo en aquellas infectas mazmorras. Hora tras hora, yo re-
vivía este momento, en que todo llegaba a su fin, como la luz del sol, el dolor,
el sufrimiento, para volver a renacer otro día, en otro tiempo. Mi tormento era
que el cristal no estuviese a salvo, y tú me has librado de él. Sé que me dices
la verdad. Ahora soy libre. Y debo seguir. Mi destino me aguarda, allá-
Soltándose de la mano de la mujer, agarró su cayado y se afirmó sobre
sí, señalando el horizonte con un gesto de su cabeza. Pasó con esfuerzo sus
piernas sobre el muro y dio dos pasos tambaleantes sobre la arena, antes de
afirmarse de nuevo. Volvió ligeramente la cabeza.
-¿No quieres escuchar mi historia?- Preguntó ella. Rasth no le respon-
dió. En sus facciones se dibujó un gesto de paz, parecía tranquilo, mientras
una mueca que tal vez habría podido ser una sonrisa cruzaba su deforme ros-
tro.
-Adiós, mujer, quédate con mi recuerdo, siempre te estaré agradecido,
pues me has devuelto mi espíritu. En otra ocasión estaré encantado de escu-
char tu historia. Nos veremos del otro lado, en otra vida-
-En otra vida- Repitió ella apenas en un susurro, con las lágrimas co-
rriendo por sus mejillas.
Rasth continuó caminando sobre la arena, caminando pesadamente
hacia el agua que rompía con ondas suaves contra la orilla. Ella lo fue siguien-
do hasta llegar a la línea marcada por las mareas. Allí se detuvo y extendió un
brazo, como si intentase agarrarlo, pero pronto se llevó las manos a su rostro.
El hombre no volvió en ningún momento la vista atrás, continuó caminando,
apoyándose en su viejo cayado, hasta que las olas lamieron sus pies, sin dejar
de mirar aquella ya casi inexistente línea roja que señalaba el lugar por donde
el sol se había hundido en el mar. Allí se detuvo un instante, pero continuó,
adentrándose en las aguas con decisión, paso a paso. El agua fue cubriendo sus
piernas, su cintura, su torso, pero él continuó imperturbable, mientras ella no
podía detener sus lágrimas. Perdió de vista su cabeza en el mismo momento
en que la fina línea roja desapareció del horizonte, dejando las sombras dueñas
del mundo.

© 2007 David Posse


A LA LUZ DE LA LUNA

Parte primera: El cazador.


Observad como la noche cae lentamente, como un sudario, sobre la
ciudad, sobre cualquier cuidad. No importa cual, en el fondo siempre es lo
mismo puesto que todas son iguales.
Lentamente las luces comienzan a encenderse por las calles, los esca-
parates, los portales. Los hogares. Lentamente, siempre es igual, con timidez
al principio, pero desbordándose como una catarata según avanzan las som-
bras, ahuyentándolas, haciéndolas retroceder. Y mirad, observad también las
calles con atención, y a los que por ellas pululan como hormigas, yendo y vi-
niendo, la mayoría de las veces, con un propósito determinado, a veces como
muertos en vida, caminando sin sentido alguno, si no es porque el intentar huir
de la soledad entre la multitud es de por sí un sin sentido.
Pero por las calles, a estas alturas del día, aun queda mucha gente
de vida diurna, la cual, poco a poco, como presas acosadas, van cediendo el
terreno a los depredadores nocturnos.
La música suena alegremente en los bares, y el bullicio aún es ge-
neral, pero dentro de unas cuatro horas, todo habrá cambiado y muy poca de
toda esta gente permanecerá fuera de sus casas. ¡Y ay de la pobre alma de todo
aquel desgraciado que no pertenezca a la noche!

Suelo dejar el revólver en el cajón de la mesilla, si esta tiene cajones


bajos, siempre el del fondo, o bien debajo del colchón, con la culata hacia
afuera, listo, siempre listo. Uno nunca sabe por dónde saltan las sorpresas,
son como las liebres. Acabo de llegar a esta ciudad, y me he tirado todo el día
durmiendo. Ahora ya esta anocheciendo.
La primera jornada suele ser tranquila, puesto que nadie sabe que he
llegado y por lo tanto, no me están esperando. A la segunda suele levantarse el
follón, y por la tercera, si mis congéneres son varios se ha desatado la caza y
tengo que extremar precauciones. Es algo que muy pocas veces, desde que me
he metido a cazador, ha sucedido.
Pero esto rara vez suele suceder, como digo, pues somos gentes soli-
tarias, aunque amamos el bullicio. Todo un contrasentido.
El caso es que de momento estoy seguro. Y tengo la impresión de que
la caza será corta esta vez, pues esto es una ciudad pequeña.
Con todo, eso no velará mis sueños. Alucinaciones Oníricas. Univer-
sos que están más allá del alcance corporal. Solo es otra pesadilla, que condu-
ce a otra dimensión.
Me he despertado otro anochecer más, solo para ser consciente que
debo recorrer, y buscar, en todos los agujeros negros, malditos e infectos de
esta vieja ciudad, en una vorágine de busca imparable e implacable, en un
martirio, que deseo que no sea eterno, con el cual me siento como un moderno
Sísifo en un infierno lleno de metal, hormigón y asfalto.
Siempre me despierto igual. Abro los ojos de golpe, abandonando en
décimas de segundo el mundo onírico. Sudoroso, tenso, añorando los viejos
tiempos, cuando las cosas no eran así. Y todas las noches mi terror es incon-
mensurable.
Y sé que mi búsqueda está plagada de incertidumbre, pues al igual
que los todos los otros mortales, y aún los inmortales, no puedo prever el futu-
ro. Camino en mi búsqueda como un ciego, y sé que no terminará tan pronto.
Todavía no vislumbro el final. Ya ha pasado tanto tiempo...
Y los días suman semanas, y estas, meses, que a su vez, suman años.
Y a estos, los siguen los interminables siglos. O tal vez sea esta mi última no-
che. Solo el Ser Oscuro lo sabe.
Pero es hora de dejarme de disquisiciones propias de un demente o un
paranoico. Aunque en el fondo no veo la diferencia por ningún lado.
Lentamente, sin prisas, casi con desgana, me visto, mirándome al es-
pejo de la puerta del armario, que me devuelve la imagen de un rostro bien
afeitado. Nunca me ha gustado el estar cubierto de pelos, toda la cara, el cuer-
po. No lo soporto. Es un proceso muy doloroso.
Mis ojos se han posado unos instantes, apenas unos segundos, sobre
su propio reflejo. Y la mirada del que estaba al otro lado del espejo me devuel-
ve la fugaz visión, en su interior, de una oculta sombra agazapada detrás de
sí misma, que refleja un alma martirizada, un alma que solo encuentra alivio
y reposo en el polvo blanco. Una necesidad que mantener. Y dinero para gas-
tar. Y mujeres u hombres fáciles, que prostituyen su cuerpo por un puñado
de papel. Ríos de alcohol, para calmar la sed que los corroe. Y siempre es lo
mismo.
Como he dicho ya antes, una ciudad es igual a cualquier otra. Todas
tienen el corazón y el alma podridos. Vicio, dinero, servilismo, lujuria, escla-
vitud, miedo, sangre y muerte. Y por encima de todo, El Poder. Todo girando
como un tornado. Y yo atrapado en su interior. Eternamente.
Así que vuelvo otra vez a la misma rutina. Un poco de gimnasia para
el cuerpo, aunque lo cierto es que no la necesito en absoluto. Nunca me había
encontrado mejor físicamente, pero de todas formas, tampoco me mato mucho
con esto. Luego termino de vestirme.
Como siempre, compruebo el revólver, y lo guardo a mi espalda, en
su funda, bien disimulado por un buen chaquetón de cuero, lo suficientemente
grande para ocultar el arma, pero no que parezca donado por mí hermano ma-
yor.
También compruebo siempre la cartera, hay que ser previsor, no lla-
mar la atención, no es cosa de ir a pagar unas copas en el garito de turno, y
encontrarte con que no tienes ni una puta moneda. La discreción a tomar por
el culo. Prefiero prevenir, en la medida de lo posible.
Compruebo que, de momento, estoy bien servido. Todavía me dura
buena parte de lo ganado hace dos días, a muchos kilómetros de aquí. Tuve
suerte y conseguí un buen fajo. Y un buen montón de polvo, además.
Antes de salir, me meto una buena raya. Y luego, a por la noche. A la
caza, como todo buen depredador.
Los taxistas suelen ser una buena fuente de información, en muchos
y muy variados aspectos, sobre el movimiento nocturno en las ciudades. Les
conviene estar bien informados, pues la información facilitada, suele dejar
buenas propinas. Por lo tanto, es el momento de tomar un taxi y hablar con el
conductor, de cualquier tema, para abrir fuego, dejando caer por en medio un
par de indirectas. El anzuelo.
El conductor, si sabe lo que va bien a sus intereses, morderá el anzue-
lo, y dará vagas e imprecisas indicaciones al principio, pero ya es cosa de tirar
del hilo para saber lo que uno desea. Como mínimo, ya sabremos por donde
comenzar. Luego, solo es cuestión de esperar y buscar. Y de encontrar.
Mientras me tomo la primera copa de la noche, decido hacer una vi-
sita al baño, entre el agrio perfume de las mujeres y el olor del deseo, bien
aderezado con el miasma a orines, solo para ahogar una antigua maldición y
darle un respiro a mi cuerpo.
Las implacables mujeres de alquiler se me acercan ofreciéndome sus
artes, pedirme que las invite a una copa o simplemente desahogarse emocio-
nalmente. Pero no es aparearme lo que busco, pues a la vez que todo esto se
desarrolla y va transcurriendo a mí alrededor, un volcán semiapagado comien-
za a rugir, pugnando por salir.
Y esa es la señal, el momento en que debo comenzar la caza.
En mi interior se despiertan sentidos e instintos completamente dife-
rentes a los denominados “humanos”. Mal denominados. Pero esto no impor-
ta. Estos nuevos sentidos, y a la vez antiguos, se despliegan a mí alrededor,
tanteando. Buscando.
Los ojos, es en los ojos en lo que suelo fijarme. Los ojos nos delatan.
El fulgor rojo que despiden, como las brasas de un carbón, es inconfundible.
Nuestra propia maldición nos traiciona. Y mañana, la luna estará en su apo-
geo. Mañana habrá luna llena.
He pasado varias horas dando vueltas, pero poco antes del amanecer,
cuando ya estaba a punto de rendirme por hoy, localicé a mi presa. Él no se ha
fijado en mí, pero como siempre, sus ojos lo han delatado. No falla. Las luces
de neón no consiguen apagar el ardiente brillo, y ahora me limito a seguirlo a
distancia.
Lo localicé cuando salía yo de un tugurio maloliente para dar otra
vuelta por la calle. Sabía que mi presa estaba por allí, en algún lado. E incluso
era posible que el también percibiese mi presencia. Mis instintos no me enga-
ñaban.
Fue entonces cuando entró en el local, y mis sentidos se dispararon,
inmediatamente supe que mi enemigo estaba allí, conmigo. Y lo vi. Sus ojos
me revelaron muchas cosas en esas décimas de segundo en que los pude con-
templar. El no reparó en mí. Estaba con la guardia baja. Pero sus ojos me ha-
blaron de la bestia que se agazapaba en su interior, lista para saltar, al acecho,
esperando. Me hablaron del miedo, del placer, del ansia de sangre fresca y
carne palpitante, del insondable y terrible misterio de la metamorfosis, tam-
bién del sacrificio y del cansancio de los años.
Me puse al acecho en el bar de enfrente, cuya ventana aunque oscure-
cida, daba a la calle, y podría controlar a mi enemigo, haciendo caso omiso a
las huecas y vacías promesas de amor y placer que me ofertaban las mujeres
del local, a las que terminé espantado secamente. Y esperé hasta que salió del
bar, un tiempo después, acompañado por una mujer. Y yo los seguí.
Entraron al doblar la esquina en un mugriento edificio, y por expe-
riencia, se que también fueron a una no menos mugrienta habitación, donde
llevarían a cambio el ritual del intercambio. Placer por papel.
Mi presa salió unos veinte minutos más tarde, fue rápido, y yo fui tras
él, mientras se internaba con paso ágil por calles medianamente iluminadas.
Ya en otro lugar, en otro barrio, se internó en un edificio. Me disimulé aun mas
entre las sombras, esperando, y confiando que su piso diese hacia la fachada,
pero de todas formas, era igual. Ya sabía lo que necesitaba. Minutos más tarde,
una luz se encendió en el cuarto piso. Había suerte. Siempre queda la posibi-
lidad de un error. Pero sonreí satisfecho.
A veces, solo a veces, el trabajo puede resultar rápido y fácil, y esta
parecía ser una de esas veces, pero no hay que dejarse engañar por las apa-
riencias. Nunca. Eso puede costar una vida. Ahora, ya sabía donde residía mi
presa. Y mañana será la gran noche.
Pero ahora, debo ocuparme de mi mismo. Al fin y al cabo, en el fondo,
muy en el fondo, también soy humano.
Volví al viejo barrio y continué internándome entre los bares. Aho-
ra que ya había conseguido mis objetivos prioritarios, busqué un buen sitio
donde comer. A estas alturas de la noche, o del amanecer, mejor dicho, tengo
un hambre de lobo, nunca mejor dicho, también. Y a continuación me fui a
dormir.

Hoy me he levantado un poco más temprano que de costumbre. Es


normal, hay que realizar un buen trabajo si se quiere tener éxito. Así que antes
de la caída de la tarde ya estaba yo montando guardia en la calle en la que vive
mi víctima. A mí alrededor, impera el caos en retirada. Todos, obreros, estu-
diantes, oficinistas, parados, borrachos y demás ociosos de todos los estilos y
sexos, se entrecruzan presurosos a mi alrededor, camino de sus madrigueras.
Es ya noche cerrada cuando mi espera obtiene su recompensa. Y mi
presa apareció saliendo por el portal. Todavía falta más de una hora para que
salga la luna, y ya en su rostro veo reflejado el odio y el terror.
Yo llevo ya toda la tarde a base de dosis dobles de polvo, y ahora estoy
que bailo sin música. Discretamente persigo a mi presa por calles y más calles,
excitado a causa de la cacería, pero tranquilo, observando sin precipitarme,
mientras que camina por la calle, mirando hacia todos los lados, parece un
paranoico, se frota las manos constantemente, se las pasa por la cara, se alisa
el pelo o se acomoda con gestos espasmódicos la larga gabardina que lleva.
Todo sin dejar de caminar, con paso suelto, felino, y que vanamente intenta
disimular. Se dirige, seguro de sí mismo, hacia las afueras, donde reinan edi-
ficios viejos y ruinosos, calles y solares abandonados y cruzados por oxidadas
vías de tren, naves vacías, casas y chabolas envolviéndose en las sombras.
En ningún momento llegó a sospechar que lo seguían. Finalmente, se
sumerge en la oscuridad de un estrecho callejón, lleno de polvo y basura, entre
dos naves abandonadas largo tiempo atrás, viejas, vetustas, en ruinas.
El callejón no recibe ninguna iluminación de la calle, negro como la
boca de un lobo, que se suele decir. Pero aquel callejón no tenía salida. Me
oculté en una esquina de la nave y esperé.
Fueron sucediéndose los minutos, y mientras yo me ocultaba entre las
sombras, la luna fue dejando penetrar lentamente su luz por el callejón. Y es
en este momento en que escucho salir de la profundidad de las sombras unos
ahogados gemidos, que poco a poco se fueron mezclando con el leve sonido
de huesos retorciéndose, deformándose, a la vez que los gemidos se transfor-
man en gruñidos. Algo bastante desagradable de oír.
Yo mismo estaba sudando, mientras me metía por la nariz como me-
dio gramo de polvo de una asentada, procurando no hacer ruido al aspirar, no
vaya a levantar la presa, solo para tranquilizarme un poco, mientras el sudor
corre a litros por mi cuerpo, pues la luz de la luna me baña totalmente. Aun
me estoy tirando de la nariz cuando pude escuchar un profundo gruñido que
provenía del interior del callejón. Ya es hora de cazar. Se levanta la veda.
Abandoné la esquina en la que había permanecido oculto y me planté
en mitad del callejón, a la entrada, donde podría dominar y controlar todo
aquello que estuviese en aquel callejón del infierno. Las sombras aún cubrían
buena parte del mismo, que estaba lleno de escombros y basura en casi toda
su longitud, dejando un estrecho paso por el centro.
Al fondo, entre montones de basura, dos grandes ojos me observan. Y
un sordo gruñido me saluda. Pero algo no está bien, lo huelo, lo noto.
Una enorme y oscura figura se movió con majestad entre basuras y
sombras, observándome, enseñando los afilados colmillos. Lentamente, saco
mi revolver, un Smith & Wesson de cuatro pulgadas, calibre .357 mágnum, y
las fauces de la bestia parecieron sonreír, mientras se preparaba para defender
su vida. Con gesto firme alcé el arma y la amartillé, apuntando a la luz entre
los ojos que todavía se mantenían en la penumbra, gruñendo.
En ese movimiento del arma, un rayo de luna despertó reflejos de
plata en la punta de un proyectil.

Parte segunda: La presa


Llevo ya varios meses en esta tranquila ciudad, lejos de todo lo que
antes, para mí, era importante. He tenido que abandonarlo todo de mi vida an-
terior y me he dado cuenta de que, lo que antes era importante, ahora no tiene
ningún valor, ningún sentido. Ni el más mínimo.
Solo la sordidez de la existencia tiene algo de importancia. Ya estoy
harto de las grandes urbes, de la miseria de sus habitantes, y hace unos años
que me estoy “retirando”, por llamarlo de alguna forma, de la espiral de sangre
y muerte en la que había caído. No tiene ningún interés para mí. Ahora solo
pretendo vivir mi vida, con calma, sin el constante peligro acechando por en-
cima de los hombros, siempre con los sentidos alerta, esperando...
Pero he decidido que ya se terminó. Aunque lo cierto es que no creo
que se termine nunca. Solo la muerte nos puede liberar de la maldición que
pesa sobre nosotros. Y a veces sospecho que tal vez ni en la muerte la maldi-
ción nos libere.
El caso es que he estado cambiando de ciudad muchas veces a lo lar-
go de los años. Y de países. No me interesa para nada ya mi vida anterior. Si
solamente pudiese...
Pero ya no tiene remedio, lo hecho, hecho está, y una vez roto el cris-
tal, ya no tiene arreglo. A veces me recuerda a aquella mediocre película. “Los
Inmortales”, con aquella frase, “solo puede quedar uno”. Quién sabe, tal vez
el que escribió aquellos guiones, sabía algo.
Pero la tranquilidad ha vuelto a irse, o bien ya me han descubierto,
o bien hay un cazador por la ciudad y anda al acecho, lo cual, en definitiva,
viene a ser lo mismo. Mis sentidos e instintos me avisan del peligro, vibran
como un cable de acero tenso, con un murmullo apagado, pero inequívoco. Y
ya me he cansado de huir.
Bueno, no es eso, pero si me marcho, lo tendré a mis espaldas, o bien
hasta que me localice, o bien hasta que yo lo elimine de mi vida. Como perro
viejo se que el que da primero, si da lo suficientemente bien y con mediana
fuerza, no necesita golpear más. Y esto es lo que he estado haciendo en estos
años. Esperar. No entienden que no es necesario buscar, pues antes o después,
si esperas pacientemente, encuentras.
Pero como digo, ayer por la tarde he detectado alguien a la caza. Así
que, una vez más salgo a la calle, a recorrer las zonas de cacería. Me ha lle-
vado tiempo el localizarlo, pero él estaba a la espera, yo solo estaba en plan
exploración.
El instinto no falla, y lo encontré, poco antes del amanecer, en un
tugurio de mala muerte. En efecto, estaba al acecho, y me localizó muy pron-
to, pero no antes que yo a él. Estas cosas despiertan mi libido, aunque no lo
creáis, la excitación, el peligro...
Bueno, el caso es que me fui con una de las mujeres del local a apagar
mis instintos sexuales. Forma parte del ritual. Luego, caminé por las calles,
rumbo a uno de mis “cubiles”, como yo los llamo.
Siempre procuro tener el suministro suficiente de coca por si acaso,
pues no es nada agradable, y desde que el Consejo descubrió... Pero no ade-
lantemos acontecimientos.
El cazador me siguió, muy profesionalmente, hay que reconocerlo, a
través de las calles oscuras y solitarias, a veces lo perdía y me costaba volver a
localizarlo, pero he caminado dando vueltas inútiles solo para comprobar que
efectivamente me seguía, y luego, ya en el portal, me quedé observando desde
las sombras del interior. Estaba en la esquina, a unos cien metros, en la otra
acera, espiando detenidamente el edificio. No había duda, venía a por mi.
Permaneció allí bastante tiempo, esperando, así que subí al piso, en-
cendí la luz del salón, mientras por la ventana de la cocina, en total oscuridad,
puedo verlo, allí, satisfecho de sí mismo. Apagué las luces, y me fui a com-
probar lo bueno que podía ser mi oponente. Cogí el ascensor hasta el garaje y
salí a la calle por la puerta lateral, con el máximo cuidado, pero mis sentidos
no detectaron el peligro. Se había marchado.
Eso solo me conduce a dos caminos, o bien, pese a todo, no es tan
bueno como pretende aparentar, o bien está muy confiado en sí mismo, pues
no se ha molestado en comprobar las posibles vías de escape que yo puedo
utilizar. Creo que ésta última hipótesis es más acertada, y su confianza lo llevó
a cometer ese pequeño error.
Un error que tal vez él pague caro.
De cualquier manera la caza no comenzará hasta mañana por la no-
che. La Luna estará en todo su apogeo. Una buena noche para morir.
La iglesia nos promete un infierno después de esta vida. Pero, ¿acaso
el infierno puede ser peor? Es algo que dudo mucho, pues basta mirar a nues-
tro alrededor para comprender que hicimos nuestro propio infierno del paraíso
que era este planeta. Pero basándose en absurdos mantienen a la humanidad
en un cercado de ignorancia, sumisión, esclavitud, mortificación. Nunca las
Edades Oscuras de la tierra lo fueron tanto como ahora.
Si algún día supieran... si solo conocieran...
Pero ahora es momento de ocuparnos de otros problemas, menos teo-
lógicos pero más peligrosos. Mi oponente ya me está esperando, oculto en la
misma esquina de esta madrugada, solo que ahora está rodeado de gente que
va y viene, aguardando... No es cosa de hacerlo esperar, dentro de pocas horas,
la luna saldrá y ya no habrá remedio. Así que vamos allá.
Salgo por el portal con aspecto cansado, inquieto, atormentado. Es lo
normal, lo que se espera de mí, así que no voy a decepcionarlo.
Enfilo por la calle abajo, sin rumbo definido ni sentido, al menos esa
es la impresión que quiero dar. Me he metido una buena cantidad de coca, que
me dure para unas pocas horas, luego, ya me pondré más. De momento, debo
interpretar bien mi papel. Me va la vida en ello. Literalmente. Mis sentidos e
instintos tantean todo a mí alrededor. Mi perseguidor es bueno, a pesar de que
lo siento débilmente se mantiene a distancia. No importa, no consigo verlo,
pero sé que está ahí.
Camino por la calle, mirando hacia los lados, con gestos bruscos, pre-
sa de la excitación pues ya puedo oler la sangre. De vez en cuando, me froto
y masajeo nerviosamente las manos, como anticipando el dolor de la transfor-
mación. Me froto la cara, como para asegurarme de que no me está creciendo
el pelo, y me froto el cabello, como para asegurarme de que no se me cae, con
gestos nerviosos.
Todo este teatro es necesario, pues cada uno de mis actos, gestos o
movimientos es interpretado por mi oponente, o al menos, así debería de ser,
si pretende mantenerse con vida. Personalmente, él no tiene el menor interés
para mí. Que viva o que muera, no me va a reportar nada, ni perdida ni be-
neficio. Pero volvemos a lo de siempre. La maldita iglesia inculcó bien sus
preceptos, a lo largo de siglos de opresión, sufrimiento y muerte. Uno de sus
dogmas, siempre, fue el de exterminar a sangre y fuego al que no piensa igual.
Que aplicado ahora en este momento y en esta situación continúa siendo más
de lo mismo. Muerte.
Camino hacia las afueras, en teoría, buscando un lugar solitario. Al
menos, eso es lo que quiero hacer creer a mi sombra. Es lo que él haría. Lo
normal. Así que salgo a los extra radios de la ciudad, lugares míseros y aban-
donados, a veces, refugio de vagabundos.
Lo cierto es que no voy al rumbo, pues, como digo, ya tengo mis
ideas y planes en marcha. Finalmente, llego al lugar que deseo. En medio de
otros edificios en construcción, dos naves abandonadas, en tiempos una serre-
ría, que ahora son la opción ideal. Entre ambas discurre un callejón, lleno de
escombros, y totalmente a oscuras. El lugar idóneo para la metamorfosis. Y
como pensaba, lo que necesito está allí.
Me cuelo por el callejón, sintiendo la presencia de mi perseguidor con
más fuerza. Ahora está más cerca. Parece que se terminaron los disimulos.
Mejor. Al fondo del callejón, todavía está la criatura. Enferma, duerme un
sueño intranquilo. La oigo respirar roncamente. No me interesa despertarla.
En el fondo, le estoy haciendo un favor, va a morir igual, su enfermedad ya no
tiene cura a estas alturas. Bueno.
De un ágil salto, paso sobre los escombros y me cuelo por una rota
ventana al interior de la nave de la izquierda, y vuelvo hacia la ventana que
está al lado de la entrada del callejón. Suspendo mi respiración, al menos, al
mínimo posible, y aguardo.
La criatura se ha despertado, la oigo gruñir allá al fondo del callejón,
sus dientes chirrían al apretarlos y su instinto le dice que la muerte ronda. Mi
antagonista no ha sido tan cuidadoso como yo y su proximidad la ha desperta-
do. La basura acumulada en el callejón le impedirá oler la verdad hasta que la
tenga encima. La luz de la luna llena va penetrando lentamente por el callejón,
el tiempo ahora no tiene sentido, y creo que nunca, como en instantes como
estos, ha sido algo más relativo.
Y la criatura vuelve a gruñir, ahora con más fuerza, en la oscuridad del
fondo del callejón. Y por fin, algo se mueve allí afuera, una sombra aparece
a la entrada, seguida del que la provoca. Se coloca en el centro del callejón,
que se lo vea bien, y yo me preparo a saltar, con mi arma fuertemente apretada
entre mis manos, pero oculta en las sombras, no vaya a ser que un reflejo de
última hora me delate.
El hombre que ahora está en el camino, levanta un revolver, apuntan-
do a las sombras, los destellos me indican que las balas son de plata, y aunque
no las viese, el olor de la plata me lo diría. Está preparado. Y yo también.
Ha llegado el momento.

Parte tercera: La Luna del Cazador


Mientras cubro el callejón con mi revolver, atento al menor movi-
miento entre las sombras, puedo ver claramente unos ojos brillantes que me
observan desde el fondo. Pero algo no estaba bien, y aquellos ojos no eran los
que yo estaba buscando.
De todas maneras, la metamorfosis no afecta a todos por igual. Apun-
té a mi presa, que se revolvía inquieta al fondo, en la oscuridad, preparándose
para atacar. Gruñó fuertemente, y tomó carrera hacia la salida del callejón,
hacia mí, saltando en el aire con las fauces abiertas, buscando mi garganta.
Sin perder el tiempo, disparé dos veces en rápida sucesión. Dos balas de plata
de punta hueca, que hicieron impacto en el sitio justo, chocando contra las
costillas, donde se deformaron, aumentando su masa y destrozando a su paso
pulmones y corazón, abriendo un buen agujero por debajo del omóplato iz-
quierdo, y por allí salieron las balas mezcladas con restos de huesos, órganos
y cartílagos, todo bañado en un géiser de sangre.
La bestia cayó a mis pies, su salto en el aire frenado por mis disparos,
y con miedo, puede ver que lo que había abatido no era más que un perro, un
enorme mastín. En ese instante, una sombra apareció a mi lado, surgida de la
nada, y cruzaron por delante de mis ojos dos fugaces rayos de luna, uno hori-
zontal y otro vertical, a la vez que todos mis sentidos de alarma se disparaban
a plena potencia.
Observo estupefacto como mis dos manos, aún extendidas frente a
mí, apuntando con el revólver, se desprenden limpiamente y caen al suelo,
totalmente inútiles, mientras de los muñones de mis muñecas sale la sangre
a borbotones. No los oigo chocar contra el hormigón, ni siquiera el metálico
sonido de la pesada pistola. La visión se me nubla y no consigo respirar, ni
hablar, algo me raspa en la garganta, y lo que baja hasta mis pulmones, no es
aire. Es más bien algo caliente, liquido y espeso. Caigo de rodillas, todavía
mirándome los sangrantes muñones donde antes estaban mis manos.
Me sucede algo raro. Antes de que las cortinas de la muerte velen mi
visión, siento un golpe, y desde donde ahora estoy, veo mi cuerpo, de rodillas
en el suelo, con los brazos levantados a la altura de la cabeza.
Pero no hay cabeza, ni manos. Y observo como mi cuerpo desmem-
brado, se dobla y cae. Una negrura infinita me vela la vista.

La sombra toma cuerpo, al dar un paso dentro del callejón. Levanta


ambas manos y apunta con un revolver cargado con balas de plata. La criatura
gruñe al fondo del callejón. Se mueve y sabe que su vida está ya perdida, así
que se dispone a defender los próximos segundos. Sabe que lo que está ante
ella en el callejón no es del todo humano, no huele como un humano normal.
Salta en el aire con sus últimas fuerzas, buscando un lugar vital donde clavar
los dientes. Dos potentes disparos suenan en la noche, y el vuelo se ve frenado
como si la criatura tropezase contra un muro. Cuando toca el suelo ya está
muerta.
Pero yo no puedo perder el tiempo, pues mi enemigo se ha dado cuen-
ta del engaño. Salto a través de la ventana, doy un giro en el aire, mientras des-
enfundo la espada. Aún no he tocado suelo cuando ya he cortado sus manos.
Un rápido giro y un fuerte golpe cortan limpiamente su cabeza. Me mantengo
inmóvil, con la espada a lo largo de mi brazo, apuntando al suelo, esperando
algún movimiento de defensa o ataque, pero este no se produce.
Ahora, los papeles se han tornado, yo me he convertido en el cazador,
y él en la presa. Levanta sus mutilados brazos a la altura de la cara, y cae de
rodillas. El golpe hace que por fin, la cabeza, limpiamente cortada, se des-
prenda y caiga de lado, con los ojos abiertos, en una mueca de estupefacción,
contemplándose a sí mismo, como se derrumba. Rápidamente, me pongo en
posición de defensa, pero me limito a menear la espada en el aire, antes de
volver a guardarla.
Los viejos Samuráis japoneses sabían bien lo que se hacían al forjar
aquellas armas. No considero noble el matar con un arma de fuego, a pesar de
que también las sé usar y ahora mismo llevo una, como siempre, pero el arte
del Kanly no las contempla. Aunque hay que adaptarse a los tiempos, y en
tiempos difíciles, o en ciertas situaciones suelen ser muy útiles.
Volví al piso que tenía alquilado. Bueno, uno de ellos, no el que había
usado las noches anteriores, para despistar a mi enemigo, si no el que suelo
usar como guarida principal. El caso es que ya me estaba hartando de esta
ciudad. Creo que algún pequeño pueblo, perdido en el medio de las monta-
ñas, será lo mejor. Pero no hay prisa, tengo todo el tiempo del mundo para
encontrar lo que busco. Las grandes ciudades son precisamente las zonas más
peligrosas, y las primeras en ser batidas por los cazadores.
Pasarán muchos años, si elijo con cuidado y detenimiento la zona a la
que me iré, antes de volver a encontrarme con otro cazador. Creo que, dadas
las circunstancias, lo mejor será algún perdido pueblo o aldea de Colombia o
de Perú. Allí no habrá escasez. Pero debo ser muy cuidadoso.
Cierro las persianas del salón, donde ahora me encuentro, recogiendo
mis pocas pertenencias, solo lo imprescindible. Antes de nada, bajo las persia-
nas para cortar la luz lunar. Luego, lo primero que hago, es meterme un buen
puñado de coca, no una raya, más de un gramo de un solo golpe. Eso me ha
calmado, pues ya estaba sintiendo ganas de ponerme a cuatro patas, y aullar a
la luna, redonda, hinchada. Un rostro pálido y brillante, una cara burlona.
Todavía me queda la suficiente para aguantar hasta el próximo pleni-
lunio.
También, en veces como ahora, en los que estoy recogiendo todo mi
arsenal, observo fijamente las armas. Y pienso en lo fácil que seria para mí, en
estos momentos, coger cualquiera de ellas, esta .45, mismo, ponérmela sobre
el corazón y apretar el gatillo. Pero mi parte humana, su instinto, su fuerza de
supervivencia, siempre ganan, así que termino por pensármelo mejor y nunca
lo hago.
Al fin y al cabo, soy uno de los últimos portadores de un secreto que
pocos de mi especie conocen y si quisiera, podría eliminarlos a todos. Yo tam-
bién fui un cazador al servicio del Consejo, hace ya mucho tiempo. Maestro
de Cazadores. Pero mi parte humana es demasiado fuerte, y ha sembrado las
semillas de la discordia y la discrepancia contra los poderes establecidos, tan-
to por la sociedad humana como por el Consejo de Licántropos. Al Consejo
no le interesa que se sepa. Pero la cocaína impide que nos transformemos en
lobos.
Y yo no estoy de acuerdo, pues el beneficio tiene que ser para todos,
no solo para unos pocos. Eso solo nos hace tan ruines y mezquinos como a los
humanos. Y por eso mi parte humana no termina de gustarme.
Por eso, ahora yo soy la presa, pero sigo siendo El Cazador.
¿Fin?
No, solo un interludio.

©1993 David Posse


VIAJE A PATANIA

Cansado ya de patearme siempre las mismas calles, de ver siempre


las mismas caras, escuchar las mismas voces contándome lo mismo una y
otra vez, (gente cansina, oiga), y de cocerme apoyado siempre en las mismas
barras de los mismos tugurios, un buen día, como siempre suceden este tipo
de cosas, ya un poco agobiado de todo y con ganas de cambiar de aires, tomé
la inteligente decisión de irme de vacaciones por una temporada, aunque solo
fuese una semanita, en la seguridad de que un cambio de aires me vendría de
lo más bien.
Por lo tanto, y tras meditarlo concienzudamente, una mañana me de-
diqué a visitar varias agencias de viajes, mal sería que, cuando menos, no sa-
liese con algún calendario de bolsillo, un bolígrafo de propaganda, una noche
loca u otro obsequio. Y así, sin saber bien en donde me metía ni con quién me
jugaba los cuartos, comencé un largo peregrinar en la búsqueda de algo que
me gustase.
Quería yo un sitio exótico, a la vez que raro y muy tranquilo, un si-
tio en donde no fuese a encontrarme con el tarugo del vecino de enfrente al
entrar en el bar del hotel o con el concejal corrupto, o el banquero, no menos
corrupto, ambos tomando el sol en la playa, disfrutando de lo que con tanto
esfuerzo y tan honradamente habían robado del erario público o esquilman-
do a sus vecinos y clientes con el sudor de su frente, que todo cuesta algo,
aunque sea poco, pero la mayoría de lo que me ofrecían consistía en playas
abarrotadas de conocidos, o bien los famosos “Tour Operator” de marras, esa
clase de viajes en los que te tiras una o dos semanas en un autocar que pasa a
toda hostia evacuando productos lácteos, o sea, cagando leches, por diversos
y pintorescos lugares, y en los que un tío (o tía, depende) que viaja al lado del
conductor se dedica todo el viaje a molerte la cabeza hablando por un micro y
repartiendo fotos, única forma de ver con calma los lugares por los que pasas
y que no sabes ni donde están, y que, además, no consigues ni ver (como no
sea en las dichosas fotitos) ni mucho menos visitar, a causa, precisamente, de
lo mucho que hay que ver y visitar y del poco tiempo disponible para poder
ver y visitar, con lo que, al final, ni ves ni visitas ni hostias. Nada de nada. O
séase, que resumiendo, todo consiste en autocar, hotel o mejor dicho, pensión
de mala muerte, otra vez autocar, y hale, cada uno para su casita.
Finalmente, luego de visitar varias agencias, y cuando ya estaba a
punto de darme por vencido, agarrarme de mochila, alpargatas y saco de dor-
mir y echarme p´al monte, o mejor aún, p´a la playa, cayó en mis manos en
la última de esas agencias, y digo última porque ya no visité ninguna más,
un curioso folleto turístico el cual estaba encabezado por el siguiente slogan:
“Visite Patánia, la dictadura más blanda de todo el Cono Sur Americano”.
Debo confesar que, en un principio, tal encabezamiento no llamó del
todo mi atención, pero atrajo mi curiosidad, y, aunque hastiado, continué le-
yendo: “Patánia, el paraíso de las drogas, en donde todas están permitidas,
todas legales. Todas a bajo precio. Patánia, un remanso de paz y colocones,
donde todo el mundo es feliz bajo la atenta, paternal y protectora mirada de
nuestro Glorioso Mariscal, Excelentísimo, Ilustrísimo y Reverendísimo su Ex-
celencia Don Apapurcio Alambique Trapete, que Dios guarde muchos años”.
Etc., etc. ¡Acapulco, chúpate esa!
El amable lector de esta crónica puede imaginarse cuál no sería mi
sorpresa, asombro, pasmo y curiosidad cuando leí aquella especie de panfleto,
del cual aquí solo me limito a poner un extracto como para dejar constancia,
vamos, pues no está bien que uno haga publicidad y no cobre por ello. Es de
idiotas. Para eso ya está la propaganda, y si la Preysler cobra por anunciar
retretes, yo no voy a ser menos anunciando destinos turísticos.
Salí de la agencia ojeando el folleto detenidamente, casi, casi, con-
vencido ya de cual iba a ser mi destino durante esa temporada de asueto que
había decidido tomarme, pues aquello debía de ser algo digno de ver, ya lo
creo, además de poder pasarme allí unos cómodos y tranquilos días.
El tríptico venia adornado con unas bonitas y vistosas fotografías,
aunque debo decir que la mayoría eran del Excmo. y Reverendísimo Mariscal
de marras, un fulano con cara de rata congestionada, más feo que pegarle a un
padre en una fiesta, pero otras mostraban unos paisajes de ensueño en plena
selva, enormes y bonitos jardines y parques entre mansiones señoriales. Y
en cuanto a cómo llegar allí, un avión salía regularmente desde Sao Paulo,
en Brasil, hasta Mangantónia, la capital de Patánia. También debo confesar
que una de las razones que me decidieron a tomar este destino como lugar de
descanso y desconexión de la rutina era que, al parecer, una vez al año, y para
celebrar y festejar su subida al poder por medio de la razón que imponen las
armas, el Excmo. etc. etc., se daba una vuelta en coche, tipo Papamóvil, por
las calles más céntricas de Mangantónia, repartiendo papelas y envoltorios
con las más variadas drogas, duras, blandas, alucinógenas y de diseño, como
digo, de lo más variadas y exóticas y todas de la mejor calidad, mientras ale-
gremente saludaba y bendecía a sus súbditos a la par que era gloriosamente
aclamado por éstos, según proclamaba aquel folletín.
Me pregunté varias veces cómo carajo era que nunca había oído yo
nada igual. Ese país no salía en el telediario. No era cosa de perderse tal es-
pectáculo. Y tan fastuoso evento tendría lugar en pocas semanas. Como es
fácil comprobar, todo aquello era muy raro, yo aún diría más, era muy raro y
extraño y por lo tanto, digno de verse. Así que no perdí más tiempo, moví el
culo, preparé los bártulos, me lié la manta a la cabeza y procuré salir lo antes
posible con destino a Sao Paulo.
(NOTA: Quiero aclarar que los acreedores no tuvieron nada que ver
con mi precipitada marcha, tal y como algunas malas lenguas proclamaron a
los cuatro vientos y alguno más).

Una vez en Brasil tuve que esperar un par de días para poder tomar
el avión que cubría la línea con destino a Mangantónia, así que, como tenía
tiempo suficiente, me dediqué a recabar algún tipo de información sobre aquel
país, del cual, por cierto, como es lógico comprender, no tenía ni la más mí-
nima noticia de que existiese, pues este país no me lo habían enseñado en las
clases de geografía del instituto. A ver, que levante la mano el primero que
oyese hablar alguna vez de Patánia.
Luego de hacer unas cuantas investigaciones, sobre todo entre el per-
sonal femenino del hotel, y desde luego, entre este último no todas referentes
al tal país, terminé por dar con un camarero que me dio toda la información
solicitada.
El fulano, un mulatón grande como un día sin pan y del ancho de un
armario, alegaba ser hijo bastardo del mencionado Excmo., etc. etc., y descri-
bía aquello de tal forma, lo pintaba de tal manera, que después de escucharlo
llegué a la conclusión de que Patánia era ni más ni menos que el mítico País de
Jauja, donde las fuentes manan vino de Rioja, cerveza alemana, ron cubano y
güisqui escocés, los jamones crecen en los árboles en lugar de en los chanchos
y atan a los perros con ristras de salchichas de Frankfurt del tamaño y grosor
de una litrona.
Sin embargo, más tarde comencé a preguntarme que, si todo aquello
era cierto, ¿qué carajo hacia allí en el hotel aquel fulano, trabajando de cama-
rero? Pero como digo, eso fue más tarde.
A las siete de mañana del día siguiente de la conversación con el mu-
lato, me levanté todo ilusionado para dirigirme al aeropuerto, donde una vez
allí, provisto con mi billete para Mangantónia, me introdujeron, escoltado por
dos guardias de seguridad fuertemente armados y con caras de mastín, en una
“sala de espera”, o al menos, eso rezaba el cartel de la puerta, llena ya de gen-
te. Aquello parecía una sala de espera de un centro cualquiera de salud de la
Seguridad Social. Nada nuevo bajo el sol.
Una profunda y escrutadora mirada sobre el personal allí reunido
acabó por rellenar algunas lagunas de mi información, pues, acostumbrado a
tratar con toda clase de fauna urbana, pese a mi título nobiliario, pude ver que
aquella sala, aparte de apestar a orines y sudor, tener gruesos barrotes en las
ventanas y las paredes y el suelo cubiertos de pintadas y mugre, estaba llena
de macarretes baratos, chorizos, punkis, jeviatas, rockers, mods, putas, colga-
dos, yonquis, flipados, etc., para qué seguir, un sinfín de especímenes de la ya
mencionada jungla.
Por fortuna, mi aspecto y vestimenta, a pesar de ir pulcro y limpio, no
diferían mucho del de los allí presentes y no desentonaba entre aquél hetero-
géneo grupo. De lo contrario, cualquiera sabe qué habría pasado.
Casi dos horas más tarde (y yo sin poder desayunar) entre el gran
estrépito y jolgorio que entre todos montábamos, nos abren las puertas de par
en par y nos dejan salir con la intención de que subamos a un cochambroso
autocar (vamos a denominarlo así, pues su apariencia recordaba vagamente a
un autocar), todo un cúmulo de óxido sin ningún cristal (!), petardeante, escu-
piendo una nube de gas tóxico y altamente venenoso de un presagiante color
negro por diversos puntos de la carrocería. Tras estudiarlo con ojo crítico es-
bocé un gesto de desaliento. Me veía empujando aquel trasto por toda la pista
hasta el avión. En la agencia de viajes me iban a oír. Sí señor, ya lo creo.
Es de hacer notar que un fulano con cara de loco se pegó una esnifada
del tal humo, poniendo cara de éxtasis, pero que, en cuestión de segundos,
se puso rojo, azul pitufo, verde lima, rosa con topos violetas, y finalmente,
blanco como el papel en el cual ahora escribo, y ya no llegó a subir al autocar.
Unos tipos muy raros, enfundados en unos trajes como los que se usan en las
centrales atómicas, lo agarraron con una especie de ganchos y se lo llevaron a
toda leche.
En el costado de aquel petardeante armatoste podía leerse, escrito mal
y a mano sobre una tabla sujeta con alambres a la carrocería, la leyenda de
“Patánia Aerolines”, tapando un enorme hueco. El interior de aquella carraca
no era, a todas luces, mejor que el exterior, sino más bien todo lo contrario.
Por no tener no tenía ni un asiento, excepto el del chofer, claro, y casi ni piso,
el cual estaba formado por unas tablas cubriendo unos enormes huecos donde
deberían de estar los fondos. En fin, que tras las pertinentes quejas, que como
respuesta solo recibieron unas sospechosas risitas por parte de los empleados
de la terminal, nos fuimos acomodando y por fin el invento aquel se puso en
marcha y emprendimos viaje rumbo al avión, para lo cual, que nadie se extra-
ñe, salimos del aeropuerto y nos introdujimos en plena selva.
El conductor era un viejo desdentado con pinta de loco que se reía a
mandíbula batiente. Y a saber de qué. Nadie le preguntó nada.
Conducía dando bandazos a diestra y siniestra, tomando las curvas a
toda hostia por la cuneta, metiéndose en cada bache que se le cruzaba, y eran
muchos. No se le escapaba ni uno al cabrón.
A consecuencia de todo esto, la infernal maquina de torturas que era
aquel trasto, crujía y chirriaba como si fuese a caerse en pedazos al próximo
bandazo despatarrándonos por la selva, y nosotros, sufridos pasajeros, tenía-
mos que agarrarnos a lo que podíamos y como podíamos, lo cual me costó un
piñazo cuando, al saltar por un bache, lo único a lo que pude agarrarme fueron
las grandes tetas de un putón verbenero que junto a mí viajaba. Supongo que
más por la fuerza con que las apreté que por el hecho de agarrarme a ellas.
Todo esto adornado y aderezado con los chillidos, tacos y floridos
insultos con los que obsequiábamos al conductor y su familia más allegada.
Hasta que éste se mosqueó, claro. Y nadie más abrió la boca desde entonces,
pues el tipo se levantó en un momento dado todo cabreado, con aquella cafete-
ra traqueteando a toda leche de un lado a otro por la estrecha pista de la selva,
y entre el pasmo y el pavor del aforo, extrajo el volante de su eje y comenzó a
repartir leña con él entre todos los/as que tenía a mano mientras gritaba como
un descosido, hasta que se calmó un poco el gallinero (a cojones, oiga) y el
tipo se volvió a sentar, colocó el volante en su sitio y a lo suyo, o sea, partirse
el culo de risa, cazar baches, etc. Todo esto sin detener el vehículo o reducir la
marcha, y así hasta el final del camino, en un silencio sepulcral. Y a ver quien
mentaba a sus muertos.
Finalmente, llegamos a una trocha abierta a golpe de buldócer en ple-
na selva, y más o menos allanada, es un decir, claro, en una de cuyas esquinas
estaba parado otro mamotreto que, a decir verdad, cualquier parecido con un
avión era pura coincidencia, y que en todo caso era muy anterior a la primera
guerra mundial. Más o menos debía de ser de la época de la primera Cruzada
y eso tirándole años por lo bajo, pero que, por lo menos, tenía algún que otro
asiento. La torre de control era una plataforma cubierta en lo alto de un poste,
en donde esperaba un fulano armado con un walkie-talkie y dos pequeñas
banderas de señales. Todo muy moderno y última tecnología, sí señor. Creo
que no usaban las señales de humo porque de haber prendido una hoguera en
aquella plataforma, le habrían dado candela a media selva, que si no…
El interior del tal aparato apestaba a marihuana, pues el piloto, que
a esas alturas ya estaba muy ciego, chupeteaba con ganas un canuto tamaño
Mágnum con una mano, mientras con la otra sujetaba una botella de tequila
a la que le mandaba, entre chupada y chupada, terribles y atroces lingotazos,
y entre calada y trago se quedaba mirando fijamente la botella y gruñía por lo
bajo. Lo único que conseguí entenderle fue algo así como: “Acabaré también
contigo, maldita”.
Me acomodé en el primer asiento que pillé a mano, lo más lejos posi-
ble del piloto, pues había tenido suerte en el autocar, que ahora se alejaba otra
vez selva adentro, y no había pillado ningún volantazo, y como digo, no es
cuestión de tentar dos veces a la suerte en el mismo día. Por cierto, debo aña-
dir que, mientras nos acomodábamos en el interior del antediluviano aparato
y observábamos cómo se alejaba el autocar, pudimos comprobar que, a ambos
lados de la pista que hacía las veces de “jaiguai” (autopista, en anglosajón,
que así las llamaban allí), toda la vegetación aparecía seca, mustia, muerta, en
varios metros selva adentro todo a lo largo del camino. Y mientras esto mirá-
bamos, un pobre Pecarí no tuvo mejor idea que cruzar la “jaiguai” tras el paso
del armatoste, cayendo desplomado antes de llegar al centro, en donde quedó
retorciéndose presa de feroz agonía.
Como digo, me senté en el primer asiento que pillé lejos del piloto,
y mientras los demás pasajeros se acomodaban, yo me dediqué a infundirme
un poco de valor, fumándome yo también un buen canuto de yerba, que poco
a poco me fue subiendo la moral, un tanto alicaída después de tan pintoresco
viaje. Y lo que faltaba…
Cuando ya todos estábamos más o menos acomodados, dadas las
circunstancias, más bien menos que más, nos estremecieron dos horrendas
explosiones convenientemente seguidas por los gritos de pavor de la selecta
compañía femenina, mientras entre estrepitosos traqueteos a los que, después
del viaje en autocar, ya estábamos medio acostumbrados, por encima de todo
aquel escándalo, pudimos escuchar la voz del piloto gritándonos que nos aga-
rrásemos a donde pudiésemos, que íbamos a despegar. Entonces me di cuenta
que no había cinturones. Lo que faltaba.
Aquel artilugio de los tiempos de Maricastaña se estremecía saltando
por aquella pista de cabras como un saltamontes feliz por un prado en pleno
estío.
Tardamos un buen tiempo, que a mí se me antojó eterno, en sepa-
rarnos definitivamente del suelo, y aun así, durante unos cuantos kilómetros,
aquel condenado trasto infernal se negó a tomar la suficiente altura, por lo que
fuimos podando las copas de los árboles con el tren de aterrizaje, y aún así, pa-
recía que comenzábamos a perder altura, pues en un momento dado el piloto
se puso a gritar como un behemot que llevábamos exceso de peso y que tenía-
mos que aligerar el aparato. Que lo echásemos a suertes. Creo que su intención
era que los tíos nos tirásemos y que las chicas se quedasen, pero nosotros lo
solucionamos tirando los asientos y un buen montón de cajas de tequila que
estaban amontonadas en la parte trasera. También había una caja de zapatos
llena hasta arriba de marihuana, pero tras una breve discusión, decidimos no
tirarla y repartírnosla, así, en muchos bolsillos, pesaba menos. El piloto no se
dio cuenta, afortunadamente, pues de lo contrario creo que hubiese seguido
tras las cajas con avión, pasajeros y todo.
Abreviando, que finalmente aterrizamos, aunque la expresión más
acertada sería que finalmente caímos, en una especie de ciudad perdida en
plena selva, mientras el piloto, más ciego y borracho que al despegar, sin ser
consciente de que sus provisiones de tequila estaban regadas por la selva y la
maría había desaparecido, nos anunciaba alegremente que estábamos toman-
do tierra en el aeropuerto internacional Apapurcio Alambique de Mangantó-
nia, capital de Patánia... Etc.
El pobre hombre, finalmente, terminó por enterarse poco después de
cómo habíamos aligerado carga del aparato. Lo supimos por el grito. Nos puso
la carne de gallina. Durante unas horas recorrió la ciudad armado de un revol-
ver grande como un cañón en una mano y una escopeta recortada en la otra.
Todos los pasajeros tuvimos el buen gusto de desperdigarnos, escondernos y
no dejarnos ver, hasta que finalmente no tuvo más remedio que abandonar la
búsqueda para regresar a Sao Paulo.
Una vez en tierra, y apoyándome en las diversas exclamaciones del
pasaje sobre dios y los santos (sin tener en cuenta las que también hacían
referencia al piloto y a todos sus antepasados desde los tiempos de los caver-
nícolas hasta el día actual), llegué a creer firmemente que durante el vuelo se
había producido algún tipo de milagro, del cual yo no me había enterado por
haber estado fumando y pecando, que debe ser lo mismo, y que gran parte
del pasaje había “visto la luz”, como el fulano aquel que se cayó de la burra
camino de Damasco o por allá, y se habían vuelto creyentes, pues las gracias a
dios estaban en la boca de casi todos. Y yo sin saber nada, oiga. Ya lo decía mi
padre. Si es que para esto de la religión soy un negado. Lo remedié fumándo-
me la marihuana que le habíamos cogido al piloto. Tras el reparto no habíamos
tocado a mucho, pero menos da un cantazo en los dientes.
Lo de ciudad también es un decir. La humedad y el calor, pegajoso
y sólido, casi no me dejaba avanzar por una calle medio ruinosa, Allí debía
de haber sido el lugar donde se rodó “El Planeta de Los Simios”, o “Los Sie-
te Magníficos”, o una mezcla de ambas, pero rodeados por selva virgen, no
desiertos, me recordaba, además, a una de aquellas películas de mejicanos
revolucionarios, con la gente sentada en las aceras y los portales, o tirados por
las calles, cubiertos con sus ponchos y sus sombreros. Todo dios fumando,
bebiendo, esnifando, jalando, chutándose, haciendo el amor, discutiendo, dur-
miendo. En fin, muy pintoresco todo.
Como el calor apretaba a base de bien a aquella hora, y yo tenía ham-
bre y sed, entré en un local que ostentaba el pomposo nombre de “RISTO-
RANTE” pero que, con todos los honores, debería de ostentar el título de
“COCHINERA” porque aquello es de lo único que tenía pinta, y además,
saltaba a la vista que eso es lo que había sido en tiempos no muy lejanos a
juzgar por su aspecto y su olor.
En el interior, un par de paisanos sentados en una mesa, bueno, más
bien tumbados, y agarrados a sendas botellas mohosas de vaya a saber qué.
Otro estaba tirado en el suelo junto a la barra, durmiendo como un angelito
pero roncando como un puto cerdo. Y el camareta, un fulano con cara de eu-
tanasia.
Y yo allí, ahogándome bajo aquella canícula. Ya que estaba allí, le
pido una cerveza fresca, pensando para mí que ni un pobre Etíope hambriento
se atrevería a comer nada en aquella porqueriza. El camarero mira hacia la
derecha, luego hacia la izquierda, como mostrándome sus perfiles, y luego de
quedarse un momento pensativo, saca de debajo del mostrador una botella os-
cura, y la descorcha, escapándose de ésta una nube de vapor a presión, con lo
cual, el contenido de la botella queda reducido a un par de dedos de un caldo
cálido en el fondo.
-Servido- Me dice el fulano.
-Pues manda carallo- Contesté sorprendido.
Al escuchar tan inconfundible expresión, uno de los vejetes que esta-
ban tirados sobre la mesa levantó la cabeza con esfuerzo, lentamente, y mirán-
dome, o eso me pareció, pues uno de sus ojos apuntaba más o menos a Serbia
y el otro por la constelación de Orión o por allá, aunque finalmente consiguió
centrarlos moviéndolos como un camaleón.
Se levantó a duras penas acercándose a mí y preguntándome si era
gallego.
-Pues sí- Contesté, un poco mosqueado, a ver qué era lo que me quería
aquel odre.
El fulano se me puso a llorar como si fuese un magdaleno cualquiera,
a tal punto, que llegué a pensar si seria de Cangas.
- Yo le soy de Lujho- Me contestó en un gallego macarrónico y mon-
tañés. Se puso a contarme su vida mientras yo buscaba la mejor forma de
escapar de allí.
De joven, el tipo se había tirado por el mundo adelante empujando
una rueda de afilar, y durante años, había recorrido casi todo el planeta (me lo
imaginé cargando con una rueda de afilar por el Tíbet, o por Siberia) y había
ido tirando, por muchos países, hasta que finalmente, recaló en aquella tierra,
donde tanto vicio había terminado por ahogar hasta su “Morriña”, y a aquellas
alturas, casi ni sabía quién era.
-Chámome Gusé- Me decía a cada rato. Como el hombre no tenía más
que un par de dientes en toda la boca, cada vez que la abría duchaba a quien
tuviese por delante, así que, al primer hueco que pude ver para escapar entre la
lluvia, lo aproveche largándome como alma que lleva el diablo, limpiándome
con un pañuelo la regada que me había soltado el hombre, así que allí lo dejé,
hablándole a una botella de hirviente cerveza, al “Afiador Oficial de Sables de
la República Bananera de Patánia”.
A ver si encontraba un lugar donde poder comer algo medio decen-
te. Otra vez en la calle, y el sol cada vez más molesto y plomizo. De vez en
cuando podía ver a alguno/a de mis compañeros de viaje, dándose la bara con
alguno de los paisanos/as.
Lo cierto es que yo había ido allí a relajarme, descansar, pero ya es-
taba comenzando a pensar que tal vez no fuese eso una cosa demasiado facti-
ble.
Finalmente, una linda criollita me indicó una tasca cerca del Palacio
Presidencial, pequeña, limpia y fresca. También pude comprobar que las fotos
de los inmensos jardines del Palacio eran las que habían servido de gancho en
el folleto publicitario. Como engañan a la gente estos reconchudos.
En fin, que luego de llenar bien el estomago, y de ponerme a gusto en
los postres con una buena Maconha brasileira, invitación de la casa, me fui
a una droguería, aconsejado por la oronda matrona de la tasca, una comadre
mexicana de armas tomar, pero servicial y maternal con sus clientes, drogue-
ría en la cual, según la mujer, me servirían todas las drogas que quisiera.
Como el sagaz lector ya habrá adivinado, allí el concepto de “drogue-
ría” es un poco diferente al que estamos acostumbrados. En fin, que allá me
fui. Realmente yo solo quería un poco de costo y así se lo hice ver al depen-
diente, un fulano muy raro que rápidamente desapareció de un salto en la tras-
tienda y comenzó, valga la redundancia, a trastear entre los trastos allí guarda-
dos, apareciendo un rato después con una bolsa llena de cosas que me colgó
de las manos y me llevó hasta la puerta, donde me dio un ligero empujoncillo
para que me marchase de una vez, mientras no cesaba de repetir: “Muy bueno,
cosa fina, muy bueno, cosa fina”, a la vez que, como pude observar, con la otra
mano se masturbaba por debajo del pantalón. Costumbre del país, pensé, no
sabiendo si con sus palabras se refería al contenido de la bolsa (que sujeté con
las puntas de los dedos, por si acaso…), o a la manuela.
Me fui a apalancar en algo parecido a un parque, a la sombra de unos
árboles, cerca de los jardines presidenciales, los cuales eran patrullados por el
ejército y de momento no era posible visitar, así que sentado al pie de un ár-
bol, me dediqué a comprobar lo que aquél lunático con pinta de tarado que me
había atendido en la “droguería” me había endilgado. Y además, sin haberme
cobrado. En fin.
Bueno, una más detallada revisión dio como resultado, como pude
comprobar, que en aquella bolsa había un buen montón de cosas de lo más
heterogéneo y dispar, sin ninguna relación con lo que yo le había pedido.
Pensé que aquel tarado pajillero cabrón me había dado la bolsa de la basura y
por eso no me había cobrado nada. A saber: un paquete de compresas, usadas
y pringosas; un trozo de cable eléctrico, con un condón usado atado a uno de
sus extremos, y una bombilla fundida en el otro (me imagino que tendría algo
que ver con las mujeres que fuesen a dar a luz, no sé…); una caja de ampollas
vacías de un crecepelo; un paquete de chicles; una casete de los Bichos Carra-
cas Boys and The Patánia Filarmonic Orchestra (Live In Na Selva), en cuya
carátula aparecía lo que debía ser un hombre-orquesta, supongo que él sería la
filarmónica de Patánia. Un rollo de papel higiénico afortunadamente sin usar,
y finalmente, para mi alivio, entre otros diversos objetos sin sentido y por el
estilo que me abstengo de describir, un paquetito conteniendo unos cincuenta
gramos del más oloroso hachís.
En esos momentos, cuando estaba dejando la bolsa a un lado, pues no
se veían papeleras por ninguna esquina, y estaba preparándome para probar
el material, me pareció escuchar un gran tumulto proveniente del otro lado
del Palacio, pero como la cosa no era conmigo, yo a lo mío, o sea, a ponerme
ciego. Estaba ya por el segundo canuto, y un globo criminal, más contento yo
que el copón bendito y con unas ganas locas de algo para refrescar el gaznate,
cuando percibí claramente que la algarabía iba en aumento, acompañada por
lo que en un principio tomé por petardos y tracas, y pude ver que mucha gente,
metiendo gran bulla, se dirigían hacia el palacio, y en la convicción de que se
celebraba algún exótico festejo autóctono, me fui yo también hacia allí.
Una vez entre aquella turbamulta festiva en el jardín del palacio,
mientras buscaba el bar, pude ver como la gente se divertía, e incluso como
los soldados bailaban con los civiles, un poco salvajemente para mi gusto,
pues se metían unos viajes y unos macetazos unos a otros que ya, ya. Algunos
estaban tirados por el suelo, supongo que borrachos, y todo a pesar de que por
ningún lado sonaba música alguna ni se veían botellas ni vasos, algo chocante,
mientras se tiraban infinidad de salvas y petardos, y buenos petardos que se
mandaban, en medio del griterío. Como aquella fiesta era un poco bestia y no
encontraba el bar, decidí visitar el palacio ahora que tenía ocasión. La cultura
ante todo. Así que me colé por una puerta lateral que, de momento, estaba sin
vigilancia, pues el guardia estaba ocupado bailando agarradito con unos pai-
sanos que le estaban enseñando sus machetes.
Una vez en el interior, pude comprobar una vez más que, como siem-
pre en esta mierda de mundo, dos viven de puta madre mientras dos millones
se joden.
Todo era lujo y fasto y boato y oropeles y grandes pasillos y terrazas
y enormes habitaciones y gigantescos salones, todo cargado de valiosos mue-
bles, antigüedades y obras de arte.
Me llamó la atención el observar que gentes cargadas con bultos de
diversos tamaños subían hacia la azotea, señal inequívoca de que también
allí había una gran fiesta, un poco más privada que la de los jardines, y se me
ocurrió que tal vez darían la bienvenida a un turista, y que, como quiera que
volvía a tener algo de hambre y allí habría bastante comida, sin mencionar que
aún no había encontrado nada para beber, me fui tras ellos. Por el camino me
saltó a la mano una botella de ron que había sobre un aparador, así que me fui
yo también escaleras arriba dándole buenos lingotazos.
Cuando ya casi estaba en la azotea, pude escuchar el sonido silencia-
do de un motor, y en ningún momento se me ocurrió preguntarme qué clase
de fiesta era aquella, sin samba ni música ni nada de eso. Lo único que se oía
claramente era una vocecilla que gritaba “Rápido, coño, rápido, muévanse,
maricones de mierda, pelotudos, pendejos malparidos”. Así que apure el paso,
pues no quería perderme la comilona, y tampoco entendía a qué venía tanta
prisa, si la fiesta estaba comenzando.
Una vez en la azotea, comprobé que el ruido del motor que se escu-
chaba era el de un gran helicóptero en el que estaban cargando los bultos y
cajas que traían de abajo. De comida, nada de nada. Ni de beber. Vaya mierda
de fiesta. Pero entonces, en medio del ciego que llevaba, lo comprendí todo
con claridad. El helicóptero, los bultos, las prisas, estaba claro. Un paseo por
la selva, pensé, seguro que primero daremos un paseo por el aire y luego se
celebraría un picnic en plena selva, cojonudo. Así que me fui todo decidido al
aparato. Al lado de la puerta del artilugio volador estaba un tipo bajito, regor-
dete, que me resultaba vagamente familiar, pero que con el pedo que tenía, no
conseguía identificar, y que era el que más prisa metía a los de las cajas y bul-
tos, el propietario de la vocecilla. Con gafas oscuras, bigotito facha, uniforme
militar de opereta y rojo como una langosta recién hervida por la agitación y
el calor, cuando fui a subir al aparato, me saltó a la chepa hecho un basilisco
gritando no se qué mientras me daba golpes en la espalda. Mosqueado con
aquel enano gilipollas que me quería cortar el rollo, me fui a por él con una
mala leche del carajo y con la intención de hacerle una cara nueva, a ver quién
coño se creía que era. Esa no era manera de tratar a un turista. Esa fiesta era
una mierda y el retaco me iba a decir en donde estaba la priva. Sí señor.
Pero el enano se movía con rapidez, a pesar de parecer una bola, y
como el globo que yo tenía encima no me dejaba coordinar bien mis movi-
mientos, consiguió darme unas cuantas patadas en las canillas hasta que lo
cacé con un par de trompazos en los morros y lo zapateé por encima de la
balaustrada, yendo a caer sobre la gente que, allí abajo, continuaban con su
salvaje baile, gozando, saltando y tirándose buenos petardos. Ya había muchos
tirados por el suelo, todos bien borrachos, al parecer...
La caída del fulano tuvo el mismo efecto que si los riego desde las
alturas con una manguera a presión de agua fría, y poco a poco, la bronca se
fue calmando hasta que solo el amortiguado sonido del helicóptero se impuso
sobre el silencio. La gente se apiñaba alrededor del enano caído y miraban
hacia arriba, señalándome y murmurando por lo bajo. Me parecía que les ha-
bía cortado la fiesta, no sabía muy bien qué hacer, así que apuré los últimos
lingotazos del ron y lancé la botella por encima de la multitud, que esperaba
en silencio mientras yo gritaba a pleno pulmón; “¡FESTA RACHADA!”.
Fue como la chispa que enciende la mecha. Todos se abrazaban, sal-
taban, cantaban y bailaban entre gritos de “El presidente ha muerto, viva el
Presidente”, mientras me señalaban. Carajo, la he vuelto a cagar, pensé.
Por entre el pedo que tenia fue abriéndose paso en mi mente la idea de
lo que estaba pasando en realidad, y de que aquello no era una fiesta, al menos,
no el tipo de fiesta que yo creía, y también de que la cosa estaba jodida, así que
me di la vuelta, entré en el helicóptero sentándome como quien no quiere la
cosa al lado del piloto mientras me hacia otro peta para disimular y solo dije
“A México, tío, por Cancún o por allá. Y rapidito, que hay prisa”.
Realmente, fue un viaje de puta madre, el que aquí os cuento. Para
terminar, solo decir que, una vez en México me quedé con el contenido de al-
gunos paquetes, casi todo diamantes del tamaño de huevos de paloma, y unas
cuantas bolsas de basura cargadas de divisas. El resto se lo llevó el piloto, pues
no soy ambicioso y tampoco quería nada más.
Mientras visitaba en México a unos amigos, sentado cómodamente
en una tumbona, en Oaxaca, dándole a la Mota mexicana, pude leer algunas
noticias en algunos periódicos, que aquí resumo:

GOLPE DE ESTADO EN PATÁNIA.


Manaos (Agencias) Hasta esta ciudad han llegado rumores de un gol-
pe de estado en este pequeño país, que puso fin a la dictadura del Mariscal
Apapurcio Alambique Trapete. Al parecer, el golpe ha sido orquestado por
elementos agitadores extranjeros, probablemente yanquis, que, al grito de
“Festa Rachada”, lanzaron al pueblo al asalto del Palacio Presidencial...
...El nuevo Presidente de Patánia, en sus primeras declaraciones a los
medios, ha dicho: “Eu pasaba por aquí. Chámome Gusé. Les soy de Lugo”-
...Las últimas noticias referentes al depuesto presidente, que en la re-
friega se había caído desde lo alto de la terraza del Palacio Presidencial, son
que se encuentra bien de salud y se recupera en el exilio de múltiples trauma-
tismos. Sus únicas palabras, por el momento, son para preguntar donde están
las llaves, sin que nadie sepa a ciencia cierta a qué llaves se refiere…
...Se busca activamente por todo el país y parte del extranjero al indi-
viduo que se dio a la fuga en el helicóptero presidencial, así como al piloto de
éste. El aparato fue hallado vacío en plena selva colombiana, en una pista de
aterrizaje usada por los narcos. Ambos huyeron llevándose una muy importan-
te parte del Tesoro Nacional. Según las últimas indicaciones, se cree que están
ocultos en alguna parte de la Patagonia Argentina...

Después de leer estas noticias, decidí que podía ampliar un par de


semanas más mis vacaciones en Oaxaca, mientras las morenazas mexicanas
aquellas seguían liándome petas. Tenía tiempo para regresar a casa.

©1981 David Posse


EL BOSQUE

La mujer estaba alimentando a sus animales cuando escuchó los cas-


cos de un caballo subiendo por el camino. Vivía al pié de las colinas, en las
lindes del bosque, lejos del pueblo. No le gustaban ni la falacia ni la hipocresía
humana, y procuraba ir por el pueblo lo menos posible, lo que le valía que al-
gunos la tratasen de ermitaña, e incluso de bruja. El bosque le procuraba todo
lo que necesitaba para vivir. Pero eso no era algo que la preocupase aquella
soleada mañana, aunque no esperaba ninguna visita. Y menos a caballo. Alzó
la vista y vio aparecer, doblando el recodo, un caballero sobre su montura. El
sol del mediodía arrancaba destellos plateados de su armadura, aunque esta se
veía ajada tras muchos combates. Hizo visera con su mano para verlo mejor.
Llevaba la cabeza cubierta por una capucha que tapaba su rostro, una espada
que no dudó estaría bien afilada colgaba de su cadera y un yelmo detrás, sujeto
a la silla. Sujetaba las riendas cansinamente pero con decisión.
Dejó lo que estaba haciendo y se aproximó al camino que pasaba por
el frente de su casa, esperando. Cuando el caballero llegó a su altura, detuvo
el caballo al lado de la mujer, mirando desde el interior de su capucha hacia el
bosque, que la niebla cubría, un tupido bosque en el cual parecían crecer todas
las especies de árboles. Pinos, abetos, robles, encinas, hayas... Ella siguió su
mirada, extrañada, aunque sin darle importancia, al detalle de que ese día la
niebla no hubiese desaparecido aún bajo los rayos del sol, sino que parecía
haberse aposentado entre los árboles. Consideró que tal vez se tratase de algo
premonitorio, como si el bosque estuviese esperando al jinete...
-Qué os trae por aquí, mi señor- Preguntó. El hombre bajó la mirada
hacia ella, como estudiándola. Ya no era una mujer joven, pero todavía esta-
ba muy lejos de la vejez, se la veía sana y robusta, poseedora de una extraña
belleza que solo las descendientes de los antiguos Celtas lucían con el orgullo
propio de su ancestral raza. El cabello le colgaba por encima de su hombro
izquierdo, recogido en una fuerte y espesa trenza que caía por entre sus firmes
pechos, y sus oscuros ojos lo miraban con curiosidad y sin miedo. El hombre
volvió a alzar la mirada y observó de nuevo el camino, que moría en la linde
del bosque.
-Por qué muere ahí el camino...- Y alzó la mano. La mujer siguió la
dirección que señalaba y luego intentó penetrar las sombras que cubrían sus
ojos bajo la capucha.
-Os equivocáis, mi señor, el camino no muere ahí, se divide en mu-
chos otros caminos entre los árboles. Todo dependerá del que queráis tomar.
Parecéis cansado y hambriento. Puedo prepararos algo de comer y un baño,
antes de que prosigáis vuestro camino, os lleve éste a donde os lleve. Acabo
de despellejar un conejo, el fuego está encendido y el vino fresco en esta ma-
ñana-
-Os lo agradezco, mi señora, pero no puedo detenerme. Decidme, qué
peligros acechan en el bosque-
-Si os referís a salteadores y otras alimañas de dos patas, podéis estar
tranquilo, al menos en esta parte del bosque no hay nada de eso. Lobos, si, y
tal vez osos, aunque ya hace años que no veo ninguno, al menos por esta parte
del bosque. Conejos, zorros y algún que otro ciervo andan también por ahí,
pero esos no representan amenaza alguna. Si os referís a otros peligros menos
materiales, solo los que llevéis con vos-
El caballero asintió, intentando penetrar nuevamente las brumas con
su mirada.
-Y qué encontraré al otro lado del bosque-
-Al otro lado solo encontraréis el fin del mundo, el lugar donde el mar
rompe contra la tierra en su eterna lucha. Podréis escucharlos peleando mucho
antes de poder verlos-
El caballero se sacó la capucha, mostrando a la mujer sus facciones,
Su cabello, aunque lacio y sucio por la falta de atención, brilló al recibir la luz
del sol. Miró con franqueza a los ojos de la mujer, sonriéndole.
-Entonces, mi señora, tal vez sea ahí a donde debo ir para hallar lo que
busco- Arreó al caballo, que comenzó a caminar lentamente en dirección a los
árboles. La mujer se lo quedó mirando y de pronto, alzando la voz, lo llamó.
-Caballero, no me habéis dicho quien sois ni de donde venís...-
El hombre, antes de cubrirse de nuevo con la capucha, volvió la cabe-
za mirándola por encima del hombro, sin detener el caballo.
-Me llamo Lanzarote, mi señora, y vengo de un lejano lugar llamado
Avalón-
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de la mujer mientras se repe-
tía mentalmente aquél extraño nombre, “Avalón”. Cruzó los brazos sobre su
pecho y observó al caballero internarse entre los árboles y desaparecer lenta-
mente entre la bruma.


© 2006 - David Posse


LO QUE CAMINA JUNTO A MI

La noche transcurría más o menos apaciblemente en el interior de la


vieja y confortable casa de campo, mientras en el exterior la lluvia y el viento
golpeaban contra las ventanas, creando, en el fondo, una atmósfera propicia
para las confidencias. En el interior, como casi siempre últimamente, se ha-
bían reunido un grupo de amigos, la vieja peña, o lo que quedaba de ella, alre-
dedor de una mesa, con una baraja y música de fondo, el buen y viejo rock, no
la mierda que ahora llaman así. En otra época, no muy lejana, hubiesen estado
metidos en cualquier antro, vaciando vasos, arrasando y montando bronca,
golpeados por la ensordecedora música.
Sin embargo, aquello había quedado atrás, el bullicio urbano, del cual
ellos mismos habían sido partícipes e incluso impulsores, ya no les interesaba,
ahora preferían reunirse en la tranquilidad y al calor de la casa de campo.
Aquel día no se diferenció mucho de los otros, excepto por un peque-
ño detalle. En realidad, la cosa había sido como siempre, más o menos, el fin
de semana prometía ser tranquilo. Y luego de una animada tarde de cartas, que
había terminado, como era habitual al caer la noche, por no saber ni a qué es-
taban, ya que habían llegado a un punto de la partida en el cual, los seis, como
idiotas, se habían quedado con las cartas en la mano, se habían mirado unos a
otros en silencio durante unos segundos, y de repente, los seis preguntaron al
unísono a los demás a qué carajo estaban jugando y qué palos eran triunfos,
quién había cantado las cuarenta, o si estaban jugando al tute o al subastado,
que algunos decían que a una cosa y que eran palos bastos o espadas, y otros
que a otra, y que triunfaban oros, o copas, dependiendo de quién lo dijese, para
terminar tirando las cartas sobre la mesa con un sonoro “a tomar por culo las
cartas, cago en dios”, mientras se partían de risa de ellos mismos. Cogieron
más cervezas y se acercaron al fuego, para calentarse los pies, y durante casi
una hora, entre cervezas y marihuana se entretuvieron hablando de sucesos
que les habían acontecido.
-Voy a contaros algo que nunca antes había contado a nadie.- Luís era
el de más edad, se había puesto serio a medida que las palabras salían de su
boca mientras su mirada se perdía atraída por los hipnóticos movimientos de
las llamas.
-¿Cuando te corrieron a pedradas por ir a tirarle los tejos a la sobrina
del cura de aquel pueblo? ¿Cómo se llamaba?- Dijo Nacho, uno de los más
jóvenes del grupo.
-No, hombre, no jodas, no me corrieron a pedradas, aunque la verdad
le faltó poco, y eso fue ya hace la hostia, lo que pasa es que el cura era gilipo-
llas y la sobrina tenía novio, aquel montañés de los cojones, que no le gustó
que le sobara el culo a su novia mientras bailábamos. A ella no le pareció mal,
pero al tarugo ignorante del fulano no le gustó, y se me vino encima con sus
amigos, otros tarugos como él. En el fondo, la culpa fue mía, por irme a perder
en una fiesta pueblerina allá en el quinto coño perdido en las montañas. Pero
tíos, la chica estaba muy buena, joder si estaba-
Las carcajadas atronaron la sala.
-No hubiera pasado nada si el cura no hubiera metido ficha, llamándo-
me de todo y llevándose a su sobrina o lo que fuese, humillándola delante de
todo dios y eso que solo le había apretado bien las nalgas contra mí. La peña
empezó a mirarme con malos ojos y el noviete y sus amigos querían hacerme
una cara nueva. ¡Yo qué sé!, si los capullos se hubiesen ido a aquella mierda
de chiringuito que se habían montado en una esquina de aquel barrizal que
llamaban campo de la fiesta a tomarse unas birras, no hubiese pasado nada,
pero no se despegó de mi lado. Estaban todos borrachos con esa mierda de
aguardiente que destilan, y el cura más que todos los otros juntos, algunos ya
hablaban de navajas, escopetas y cosas así. Pero bueno, menos mal que uno de
los vecinos me dijo que lo mejor que podía hacer era largarme antes de que la
cosa fuese a mayores, al parecer, el único con un poco de cerebro entre aquella
peña. Intentó tranquilizar a la gente, principalmente al novio, me acompañó
hasta el coche y pude largarme, ya sabéis como son esos montañeses, muchos
cojones y ningún cerebro. No creo que sus festejos tengan muchos visitantes,
no. Para mí, que ya lo hacen aposta, pobre del extranjero que se le ocurra ir a
vivir por allá, aunque no creo que nadie en su sano juicio tenga tal idea. Pero
no, no es de eso, es de una cosa de lo más acojonante que me pasó nunca. Se
me pusieron de corbata, os lo juro-
Se inclinó sobre la mesa, con un ligero movimiento, entorpecido por
el alcohol y la yerba, pero ágil y seguro, para recoger su cerveza de encima
de esta. Era noche de contar historias, la compañía, como siempre, agradable
y el entorno propicio. Afuera, en la calle, las ráfagas de viento y lluvia recru-
decían su golpeteo contra las ventanas creando ambiente, pero en el interior,
estaban cálidos y bien confortables. El fuego que ardía en el fogón se veía oca-
sionalmente agitado por algún resquicio de aire que bajaba por la chimenea,
calentándolos, y a pesar de la hora, ninguno tenía ganas de retirarse a dormir,
estaban a gusto, aunque pronto los atacaría el hambre.
Luís dio un largo sorbo a su bebida, y prosiguió, fijando su mirada de
nuevo en las llamas y acomodándose en su silla.
-Escuchad con atención, pues voy a intentar relataros un extraño su-
ceso que me aconteció durante mi peregrinación a Santiago de Compostela,
durante el Año Jacobeo de 1993-
-¿En el 93? Ah!, si, cuando se te metió en los cuernos aquello del
jacobeo- Exclamó Pedro, pero Luís no pareció prestar atención.
-Coño, pero si tú eres más ateo que Pilatos-
-Callaos, coño, antes de que se me vayan las ganas, o no os cuento
nada y os vais a tomar por culo-
-Vaaaa, venga, cuenta, tío-
Guardaron silencio, concentrándose todos en los movimientos de las
llamas y dándoles buenos tientos a sus cervezas.
-Ni ateo ni cristiano ni los cojones, como todos, no trago con la mier-
da de esos hijos de puta de católicos, son unos hipocritónes de mierda, de los
curas para arriba. Y los que les hacen caso, peores, vaya panda de descerebra-
dos. Pero no, escuchad, fue cuando me fui a hacer lo del jacobeo. Ninguno
quisisteis acompañarme, sois unos cabrones, me dejasteis solo en esta movida.
Bueno, sabéis que procurando aprovechar aquellos días de vacaciones, salí,
convenientemente equipado camino de León, eso sí, cargado con una pesada
mochila a mi espalda, con alto ánimo moral y poco para fumar, porque hasta
en eso me dejasteis tirado y no me trajisteis el hachís que os encargué. La idea
era salir desde la catedral, en ella había fijado mi punto de partida, y desde
donde, a pié, realizaría el camino hacia Santiago, con la sana intención de
ganar el jubileo, al menos en apariencia, ya que la idea era desconectar un
poco de toda aquella mierda de curro, de agobio, a tomar por culo todo, me la
sudaba el jacobeo, pero todos esos días caminando, conociendo gente y eso de
hacerse la aventura del camino era demasiado. Pensaba descansar, es un decir,
y pasármelo cojonudo-
-Pero qué mierda de vacaciones tío, dos semanas pateando montes,
sin birra y sin nada. No jodas, yo no quise ir porque esa idea me cansaba solo
de pensarla, pasando sed y tragando polvo, tú estás loco- Dijo Nacho, agitando
una mano.
-La verdad es que te llueve un poco, si- asintió Pedro, llevándose a su
vez el gollete a la boca.
Luis esbozó una enigmática sonrisa, como si pensase que ellos se lo
habían perdido. Se llevó a los labios la botella que tenía en la mano, dándole
un trago.
-Iros a la mierda. A lo que estaba. Así que una vez en la catedral, mo-
chila al hombro, y tras fumarme un peta, allá me arranqué. Joder, medio día
dándole a la pata hasta salir de la ciudad. Menos mal que aún había baretos, y
salí caminando por la carretera, aunque mi intención era hacer el camino, de
etapa en etapa, de la manera más corta posible, o sea, aprovisionarme bien de
priva y papeo en las poblaciones por las que pasase y salir monte a través. Así
fui llegando a Astorga, y joder, tíos, la puta que lo parió. Al principio, el pri-
mer día, terminé con los pies cocidos, su madre, esa noche sobé como un oso
en el albergue. Pero lo peor aún estaba por venir, joder que sí. La región, apar-
te de ser montañosa, también dispone de llanuras, por lo que por lo menos en
esta zona, el viaje campo a través no fue muy duro, si exceptuamos la subida
a Foncebadón, camino ya de Ponferrada y en plenos montes de León, aunque
el camino se suaviza luego, llegando a Bembibre, poco antes de Ponferrada-
-Coño, ¿eso es lo que te acojonó?, tu madre, vaya clase de geografía
nos estás largando-
-No seas capullo, joder, solo estoy intentando entrar en materia. ¿Qué
pensarías si solo te digo llegué a tal sitio y me paso tal cosa?-
Barona, que había estado muy callado, no pudo evitar el meter ficha.
-¿Qué todo fue muy rápido?- Dijo, vaciando su cerveza. Todos pro-
rrumpieron de nuevo en carcajadas.
-Joder, sois gilipollas, iros a tomar por culo-
-Pasa de ellos, no son más que unos pobres drogatas de mierda llenos
de marihuana, a ver, qué ibas a decir, sigue- Dijo Pedro, metiendo la mano en
el pote y sacando un puñadito de marihuana para hacerse otro canuto.
-Sí, hay gente que no debería fumar, le hace daño. Además, así queda-
ría más para nosotros. Bien, a partir de aquí es donde empieza lo raro, vamos
a ver, creo que fue después de pasar Cacabelos, si, y también Villafranca, ya
sabéis, hay que pasar por las poblaciones y ver a los curas de los lugares para
que te vayan sellando la “Compostela”. Salí del pueblo y luego me detuve en
un prado, a la sombra de unos pinos, para comer y reposar un poco. Recuerdo
especialmente ese prado, fue una de las últimas ocasiones, si no la última, en
verdad, en que disfruté del camino. El olor que desprendía la hierba, verde y
todavía fresca invitaba a reposar, abandonarse y pasar de todo, y pensé que
si el tiempo se detuviese en ese preciso momento, no me hubiese importado
en absoluto, lo cierto es que una vez cogido el ritmo estaba disfrutando del
viaje, me sentía tranquilo y confiado, en paz conmigo mismo. Cuando dicen
que el Camino tiene algo de místico, es por algo, y yo creí estar descubriendo
ese algo. Lástima de los canutos, ya casi no me quedaban más que un par de
chinas-
-¿No viste la luz?- Preguntó Nacho.
-Pero qué luz ni qué cojones-
-Coño, con el panorama místico que nos estas poniendo…-
-Pasa de ellos- Dijo Pedro de nuevo.
-Pasadas las dos de la tarde, y como el tiempo no parecía tener la
menor idea de ir a detenerse, decidí reemprender mi andadura, hasta por lo
menos, la caída de la tarde, camino que me aproximaba a la Sierra del Caurel,
cuyas cumbres podía ver perfectamente mientras caminaba con lentitud, sin
prisas de ningún tipo, y adentrándome ya en tierras Gallegas-
-¿Y te pateaste las montañas?-
-No, coño, solo tenía que salir a la carretera-
-¿Pero no dices que ibas campo a través?-
-Joder, sí, claro, siempre que podía, pero no iba a cruzar las montañas
por caminos de cabras, la mayor parte de las veces no quedaban más cojones
que seguir la carretera. El caso es que no acierto a comprender perfectamente
la razón, tal vez lo agreste y único del paisaje influyó en mis pensamientos y
en mi estado de ánimo, ensimismándome a medida que ascendía o descendía
por las laderas de los montes, y eso que no estaba puesto, ya no me quedaba
más que tabaco, prácticamente, lo que me quedaba preferí dejarlo para des-
pués de cenar algo, y debido al apartado camino que había decidido seguir,
hasta el momento casi no me había tropezado con otros peregrinos, al menos,
no desde que había dejado atrás el ultimo pueblo y me metí monte a través,
pero lo cierto es que, cuando ya se ocultaba el sol, y el paisaje era aún más ma-
ravilloso con todas aquellas luces y sombras provocadas por la caída del sol,
me di cuenta de que, en vez de caminar hacia el oeste, camino de Sarriá, mi
siguiente meta, había desviado mi ruta y había estado caminando hacia el sur
sin yo darme cuenta, y ahora me encontraba casi metido en la Sierra, medio
perdido y para colmo, anocheciendo-
-Ya se- Dijo tras una pequeña pausa -es la clásica atmósfera, pero
realmente, las cosas sucedieron así. De todas maneras, lo que pasó no fue por
la noche, fue bien de día-
-A ver, a ver, espera, sales del pueblo, te metes por el monte, te pones
a flipar con el paisaje, y te pierdes, ¿no?- Volvió a terciar Nacho.
-Básicamente, si-
-Joder, y luego los gilipollas somos los demás- Dijo Barona.
-Bah!, me perdí, y qué pasa, tíos. Haber venido conmigo, así me indi-
cabais el buen camino, joder, o haberme traído lo que os encargué, así hubiese
flipado de otra manera, y no me hubiese perdido. Por lo cual, en vista del éxi-
to, me preparé para pasar la noche en el monte, por otro lado cálida y apacible.
No hacía frio y según iba oscureciendo, podía ver las luces de poblaciones
dispersas por las laderas. Lástima de una cámara de fotos. Pero ya estaba jodi-
do, así que extendí mi saco de dormir entre unos árboles, preparé una pequeña
hoguera y luego, mientras calentaba un poco de agua, para hacerme un café,
me comí un buen bocadillo, que acompañé con una lata de cerveza, no estaba
fría, pero tíos, qué buena, la última que me quedaba. Lo cierto es que no había
consultado la brújula en toda la tarde, y solo me di cuenta de hacia dónde esta-
ba caminando cuando el sol se ponía. Tampoco soy un caminante experimen-
tado, joder, soy un urbanita, aunque se orientarme, pero lo cierto es que había
sido un estúpido, desviándome así de mi ruta, era sencillo, tendría que haber
caminado con el sol, en vez de tenerlo a mi derecha. Elemental, ¿no? Pues no.
Esperé despierto, junto a la hoguera, hasta que ya fue noche cerrada. Me fumé
mi último par de canutos durante ese tiempo y finalmente me fui a dormir-
Volvió a coger su cerveza y la terminó de un buen trago, luego obser-
vó la botella con ojo crítico y la depositó encima de la mesa.
-Que alguien traiga más birras, ya se han terminado- Dijo Pedro. Pero
de momento, ninguno se movió.
Luís cogió un papel de fumar, y metió la mano en el pote de la yerba,
mientras comenzaba a hablar otra vez.
-Sí, más birras- Dijo Juan, que hasta el momento había estado callado.
Tras la partida de cartas, Juan y Ernesto se habían sentado en los sofás y poco
a poco habían ido quedándose amodorrados, con los ojos semicerrados y ca-
beceando. Los dos levantaron la cabeza despejándose al unísono al escuchar
la palabra mágica. Todos sonrieron de nuevo ante el gesto.
-Pasé la noche bastante bien, aunque su puta madre, luego estuve todo
el día quejándome, pues me dolía la rabadilla y los hombros, no estoy acos-
tumbrado a dormir sobre el suelo, joder, que mal. Y para colmo, yo, que pre-
tendía levantarme tarde, me desperté con las primeras luces del amanecer, y
con los graznidos de un buen montón de urracas y cuervos, entre otros bichos,
que no me dejaron ya pegar ojo. Salí del saco, encendí otra vez la hoguera y
volví a calentar agua con la intención de usar la leche en polvo y los sobres de
Cola Cao, con unos pocos bizcochos que aun debían de estar en alguna parte
de la mochila. A ver si ese día llegaba a algún lugar habitado y reponía un poco
mi despensa. Me comí todo cagando hostias, recogí mis cosas, apagué bien el
fuego y continué mi camino, intentando orientarme, a ver si no iba a parar a
Portugal, o a Marruecos, por que con esos despistes ya nada me extrañaría, a
ver-
-Y por qué no les largaste unas pedradas a los pájaros, a ver si se lar-
gaban y te dejaban en paz- Juan habló sin saber muy bien cuál era el tema, ya
que había estado medio traspuesto, contemplándose por dentro.
-Pero tío, estaba en el monte, hay pájaros a carretadas, qué coño pie-
dras, que no eran las cuatro palomas de la plaza del pueblo. Quítate la caraja
de encima, hostia. Pero en el fondo, dio igual, o mejor. Los amaneceres son
otra cosa que siempre me han gustado, te obligan a pensar en la naturaleza,
y yo caminaba relajado, después ya de asegurar mi ruta con la intención de
llegar a la carretera de Sarriá. Ascendí una pequeña colina, para poder mirar
a mi alrededor, y tomar referencias sobre el paisaje con objeto de no perder el
rumbo, con la brújula en la mano, y una vez arriba, me dejé bañar por los rayos
del sol naciente, los primeros del día-
-Quién habló de birra- Preguntó Ernesto.
-Tú, a buscarlas, que estás más cerca- Le respondió Nacho.
-Joder, para eso podíais haberos callado, que estáis más guapos- Pero
se levantó y se dirigió a la cocina. Luis prosiguió su relato, tras mojar el papel
con la lengua y prender el porro.
-Luego de haberme situado, más o menos, emprendí la bajada de la
colina, dispuesto a enfrentarme a mi camino, qué cojones. Ante mí, el monte
descendía suavemente, salpicado de hierba y matorrales. Algunos árboles y
otros arbustos propios del monte bajo, ya sabéis, para ir a morir a un largo
y estrecho valle, cubierto por un denso bosque de pinos y ascender otra vez
entre dos colinas, a poco más de unos tres kilómetros de donde yo me en-
contraba. No había ningún camino a la vista, solo el estrecho sendero por
el cual yo había llegado allí, que se perdía entre la niebla y aparecía al otro
lado, subiendo la loma. El valle se extendía varios kilómetros a ambos lados,
describiendo una amplia curva entre las colinas, y desde donde me encontraba
no podía ver la carretera, que obviamente, se hallaría tras las colinas, del otro
lado del valle. Pero el detalle principal es que el valle estaba cubierto en toda
su extensión por la niebla. Este detalle fue el que más atrajo mi atención en ese
momento, pues tengamos en cuenta que corría el mes de junio, y las tempera-
turas, aun por la noche, muy agradables, no son propicias para la formación de
nieblas, además, el tiempo era seco, nada que ver con la primavera o el otoño,
fríos y húmedos, cuando son normales las formaciones de niebla a causa de la
condensación. Y menos una niebla tan espesa-
-Sí, sí, eso ya lo sabemos- Nacho era de los que no podían cerrar el
pico.
-A ver, echadme una mano, joder, que se me va a caer todo- Ernesto
apareció haciendo equilibrios con seis botellas entre los brazos, entrechocan-
do. Juan y Barona se apresuraron a quitárselas de las manos, no fuese a ser…
-Era obvio que algún riachuelo atravesaba aquel valle. Normal, ¿no?,
Pues sería la única manera de encontrar una explicación medianamente plau-
sible a la niebla. Pero eso no era todo. A medida que iba descendiendo, y
aproximándome al valle, parecía que aquella niebla reflejaba la luz del sol,
y no era muy alta, las copas de los pinos cuyo bosque cubría, eran visibles
sobresaliendo por encima de ésta, pero la luz se reflejaba sobre la bruma como
si fuese sólida, como nieve, por poner un ejemplo, pues además, presentaba
un color blanco, no el gris propio de la neblina. De todas formas, no era muy
ancho el terreno que tendría que atravesar, como dije, unos dos kilómetros o
algo más, así que continué descendiendo, y luego, fui adentrándome entre los
jirones, camino del otro lado del valle-
Hizo una pausa para abrir su botella.
-Y que tiene eso de raro, había niebla, y punto. Abrevia con lo que
tengas que decir, coño, que nos estás liando, qué es eso tan acojonante que te
pasó-
-Ahora viene, calma, joder. En un principio nada era raro, las formas
se discernían a través de la bruma, y de cuando en cuando, consultaba la brú-
jula, pues es fácil perderse en pleno monte y entre la niebla si no sabes a dónde
vas. Todo iba bien, y llevaría unos quince minutos caminando bosque a través,
completamente rodeado de árboles, cuando pude notar dos cosas. La primera,
parecía que alguien me seguía, podía, o creía escuchar el sonido de otros pasos
por entre la niebla. Lo segundo que noté, fue el silencio que allí reinaba, en
contraste con la ladera que había dejado atrás, los cabrones pájaros que me ha-
bían despertado y todo eso, silencio que me permitió escuchar las pisadas. Al-
guien que también caminaba, como yo, entre los árboles, siguiendo el mismo
camino a través del bosque. Pero no podía determinar con exactitud de donde
procedían, a causa de la distorsión provocada por la niebla. Quiero decir que
no sabía si el otro tío estaba delante de mí, detrás, o a los lados. Ahí fue donde
la cosa se puso rara de cojones. En algunas ocasiones, el caminante, tal vez un
lugareño, tal vez otro peregrino extraviado, yo qué sé, parecía ir por delante
de mí, pero cuando me detenía, escuchando, y trataba de concentrarme en el
sonido y localizarlo con exactitud, entonces parecía escucharlo a mi derecha,
otras veces, a mi izquierda, cuando no detrás de mí, como persiguiéndome.
Me detenía, como digo, para poder localizar a mi acompañante, por llamarlo
de alguna manera, pero no me decidía a llamar, no las tenía todas conmigo, yo
notaba que algo no estaba bien, no sé, y no dije nada. En una de esas ocasiones
pude escuchar pasos claramente, pesados, por entre la maleza, sin intención
ninguna de querer ocultarse, pero tampoco en ese momento pude precisar su
dirección, joder, podía estar en cualquier lado, a pesar de que sonaban como si
el que los daba estuviese a poco más de cinco metros, pero qué cojones, no se
veía nada. Y de pronto, todo sonido cesó mientras yo permanecía allí quieto,
escuchando. El silencio fue tal, que súbitamente, como un golpe, me di cuenta
de que no se oía nada en absoluto, excepto mi propia respiración y los latidos
de mi corazón. Ni un pájaro. Ni un insecto. Ni una ligera brisa. Nada. Solo
las ocultas formas de los árboles y la maleza entre la neblina, los cuales, por
cierto, ya abundaban, pues ahora debía de estar en pleno bosque del valle. Per-
manecí un momento quieto, en silencio, escuchando a ver de poder localizar
al que junto a mí caminaba. Pero el silencio más opresivo me envolvía con la
niebla-
-Algún nota, que quería darte el palo. ¡A ver si era el cura del pueblo,
que tenía una sobrina por allí, y te estaba vigilando!- La salida de Barona pro-
vocó nuevas risas.
Pero Luís, tras la risa, se puso serio, parecía nervioso, se llevó de nue-
vo la botella a los labios, vaciándola de un largo trago.
-Ni cura, ni sobrina, ni su puta madre. Ojalá. Pero aquellos pasos,
y ahora el silencio, ya no me gustaban una mierda. ¿Acaso la niebla podría
distorsionar el sonido, apagarlo, aumentarlo y devolverlo como un eco? ¿Era
eso lo que había escuchado, el eco de mis propios pasos? Joder, ya cualquier
cosa me servía. Los jirones de la bruma parecían espesarse aún más, así que
consulté otra vez mi brújula, para no perderme como la otra tarde, pues el
banco de niebla, sin tener mucha altura, no dejaba pasar ni la redonda forma
del sol, oscureciendo el bosque más aun. Continué caminando en la dirección
correcta, adentrándome en el estrecho valle por el sendero, que aparecía y
desaparecía a trozos. De no ser por la brújula, creo que hubiese tardado más
en salir o me hubiese vuelto a perder, pues ahora apenas veía nada después de
los dos metros a mi alrededor, a poco más de esa distancia, los árboles pasaban
a ser meras formas que se adivinaban en la oscuridad reinante, y una mata de
tojos, a esa distancia, se convertía en un ser amorfo. Algo amenazador, acu-
rrucado entre las sombras. Esperando...- Se agitó inquieto antes de proseguir.
Nadie se atrevió a comentar nada. La historia parecía estar tomando un cariz
más interesante y había conseguido atraer la atención de todos.
-Comprobé varias veces la brújula cada pocos metros, para asegurar-
me de que realmente, caminaba en la dirección correcta, pues aquello no me
parecía nada normal, en pleno verano una niebla tan espesa y cerrada. Eso me
obligó a recordar el riachuelo que debería, por lógica, serpentear por el valle,
y que si seguía caminando en la dirección adecuada, pronto llegaría a él, y al-
bergaba la esperanza de que no fuese muy difícil el vadearlo. Todo esto quería
decir, en resumen, que tal vez en unos veinte minutos, o lo más, media hora,
calculaba yo que estaría al otro lado del valle, ascendiendo entre las colinas,
camino de la carretera, a la luz del sol dejando atrás aquel espeso banco que se
arremolinaba a mi alrededor, creando extrañas formas-
-Todo eso te lo estás inventando- Dijo Nacho, intentando romper el
ambiente sin conseguirlo del todo.
-Que no, tío, por mis muertos, que pasé un acojone del carajo-
-Nacho, hazte un canuto y cierra la boca- Le dijo Barona. Nacho no
esperó que se lo repitieran, y se alzó para meter la mano en el pote.
-Que no. Joder, ojalá no me hubiera pasado. A lo que iba, que al de-
tenerme para ver de averiguar algo, los pasos habían cesado también. Eso no
me gustó una mierda, no sabía ni donde estaba y no conocía la zona. Continué
caminando, decidido, pero mosqueado, y ya casi había olvidado los pasos
que anteriormente había escuchado, cuando inmediatamente, los ruidos se re-
anudaron. Y digo ruidos, porque lo que en un principio había confundido con
pasos, ahora no parecían ni sonaban como tales, aquello parecía una orquesta
de congas-
-Joder, pues mira que no hay diferencia entre el ruido de unos pasos y
una conga-
-Nacho, que líes y te calles, coño-
-Vale, si, es que al principio me parecieron pasos, y cada vez iban a
más. Si al principio parecía que un tío me seguía, ahora era la peña completa.
Podía escuchar claramente, sin forzar mi oído, aquellos ruidos, que a pesar de
sonar más cercanos a mí, seguía resultándome imposible precisar con claridad
su posición, joder, sonaban en todos lados, como si me estuviesen rodeando.
Y ruidos muy raros. Parecía como algo que se arrastrase entre la vegetación,
sin el menor ánimo de pasar desapercibido, algo grande y pesado. A tomar por
culo, me dije, comencé a apretar el paso y mirar donde ponía los pies, todo
aquello me estaba inquietando mucho y no me gustaba nada, en ese momento
estaba agradeciendo a mi discreción el no haber llamado antes, como tenía
pensado en un primer momento, pues como digo, algo en aquellos sonidos me
inquietaba, joder si eran raros. Al mismo tiempo, comencé a escuchar otros
sonidos distintos, ni pasos, ni conga, otra cosa, no sé. Intentaba atravesar la
niebla con la vista, todo a mi alrededor, esperando inútilmente ver algo o a al-
guien, sin distinguir más que las oscuras formas de los árboles o la vegetación,
nada, ni su puta madre. Llevaba la brújula en la mano derecha, que consultaba
a cada momento, como os digo, para procurar no perderme otra vez y la pasé a
la izquierda, mientras ahora buscaba en el bolsillo trasero del pantalón mi na-
vaja, por si acaso, la única defensa que tenía a mano, pero joder, si alguno de
aquellos hijos de puta se me ponía por delante, le iba a dar yo acojone, coño si
me lo cargo, ya lo creo. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza el llevar
un largo palo a modo de bastón, y ahora lo echaba de menos. Lo cierto es que
no tenía ni idea de lo que me acechaba o seguía por entre la espesura. En un
principio pensé en perros asilvestrados o lobos de la Sierra, yo que sé. Pero mi
fortuna no era mucha si habían bajado en pleno verano de las montañas y me
los tropezaba yo por el camino. Procuré caminar pegado a los árboles, por si
se presentaba la cosa fea, poder trepar a uno-
Agarró el porro que le pasaba Nacho, aspiró, soltando lentamente el
humo. A esas alturas, ya todos estaban expectantes, aunque en el fondo, se es-
taban preguntando si la historia de Luís sería cierta o si se la estaba metiendo
doblada.
-Pero perros o lobos a la caza, por lo general los sueles escuchar au-
llando y ladrando mientras se aproximan, o de lejos, sin embargo, estaba se-
guro que no era nada de eso, y pronto los descarté, aquellos ruidos no tenían
nada que ver con perros, lobos ni otros bichos. No me avergüenza confesar
que a esas alturas, ya estaba bastante acojonado-
-Joder, cualquiera no, pero a ver, define “ruidos”, que no lo tengo yo
muy claro- Dijo Pedro, cogiendo el canuto que Luis le pasaba ahora.
-Ruidos, cojones, ruidos, ya te dije, al principio sonaban como pasos,
y eso me llevó al huerto, era solo uno, de eso estoy seguro. Y fue hasta que yo
me detuve la primera vez, cuando estuve a punto de llamar a quien fuese. Lue-
go, cuando volvieron a comenzar, ya eran varios ruidos, pasos, cosas que se
arrastraban, yo que sé, yo no veía nada ni a nadie, excepto las difusas formas
de los árboles entre la niebla, pero éstos ni se movían ni hacían ruido, lo que
fuese estaba fuera de mi vista, reptaban, saltaban o corrían entre la maleza,
roces. Ruidos. Yo qué sé. A veces, sonaba como un suspiro lastimero, otras,
como si alguien arrastrase algo pesado por entre la maleza o lo golpease contra
los árboles, o también como si alguien, con grandes piernas saltase entre los
árboles, esquivándolos, también me pareció escuchar carcajadas entre toda esa
bronca. Se podía escuchar el sonido de furtivas carreras entre la vegetación. Y,
tenue al principio pero aumentando constantemente hasta hacerse insoporta-
ble, y desde cualquier dirección, el persistente sonar como de unas matracas,
obsesivo. Joder, tíos, si hubieseis estado allí, alguno aún estaría corriendo. Y
cada vez los podía escuchar más cercanos. Ruidos. Hostia si me acojoné, tíos.
No conseguía ver nada a causa de la puta niebla de los cojones, pero en un par
de ocasiones creí o me pareció ver algo que se movía, una sombra oscura, cru-
zando raudamente el paso delante de mí, pero eso solo fue mi imaginación o al
menos, es lo que creí en esos instantes. No sé, cuando vi moverse algo, o me
lo pareció, me quedé quieto, navaja en mano, esperando. Su puta madre. Pero
recuperé un poco el control de mi mismo, y allá me voy corriendo por entre
la niebla y los árboles, esquivando troncos y otras hierbas, corriendo, con los
ruidos de mierda revoloteando a mí alrededor. Cada vez más persistentes, más
envolventes, más cercanos. Y más fuertes-
-Joder, que canguelo, ¿no?- Dijo Juan, expulsando una nube de
humo.
-Os lo podéis tomar a puteo, pero es cierto. Mirad, nunca me pregun-
tasteis en serio como me fue, y lo poco que os dije es que era muy cansado, y
lo es. Punto, nunca algo más, ¿no es cierto? El caso es que pasó así, y me la
suda si me creéis o no. Nunca supe realmente cuanto tiempo me tiré corriendo
por aquel bosque, ni camino ni los cojones, tira p´lante, Luis, que te quieren
joder, hasta que creí notar que la niebla iba perdiendo consistencia, señal de
que estaba comenzando a salir por el otro lado. No había ni río ni hostias, en
todo el camino no me encontré ni un charco. Y su puta madre, fue entonces
cuando los pude distinguir, pues estaba saliendo de la maldita bruma, y su-
biendo ya por la ladera de las colinas al otro lado, y esta no era tan espesa.
Pude entreverlos atravesando entre los árboles el camino que yo acababa de
dejar atrás. Su puta madre, tíos, nada completamente definido, solo sombras
desdibujadas entre la niebla, pero algunas perfectamente visibles, arrastrán-
dose, saltando, gateando, caminando. Pude distinguir algo enorme, anguloso,
vagamente parecido a un armario, por expresarlo de alguna manera, o mejor,
para poder compararlo con algo conocido, pero no era un armario, ojo, era
algo que dejaba entrever una forma vagamente humana, con aquellos del-
gados brazos y piernas, retorciéndose. ¿O acaso solo eran los jirones de la
niebla? Nunca lo supe, coño y por supuesto, podéis tener por seguro que no
me detuve a averiguarlo. Pero esa forma era solo el maestro de ceremonias, el
que venía abriendo el paso, por así decirlo. Sus putos muertos, y por detrás lo
seguía la mas aterradora procesión que se pueda contemplar sobre la faz de la
tierra. Joder, yo, al menos, nunca había visto nada así, y no creo que muchos
lo hayan visto. Y hablando del tema, pues tampoco me quedé para ver mucho
más-
Su cara se había puesto pálida, pese al calor del fuego. Todos lo obser-
vaban inmóviles, sin pestañear, atentos al desenlace de la historia, los gestos y
las facciones congelados.
-Una especie de Santa Compaña, entre la que pude distinguir clara-
mente un descarnado esqueleto, saltando ágil pero estrambóticamente, como
un bufón borracho, acompañado por sombras y formas que se confundían en-
tre la niebla. Aquel esperpento, su sola contemplación, me dio las fuerzas
suficientes para seguir corriendo, pues me había quedado clavado en el sitio.
Y no era nadie disfrazado, eso fijo. Joder si corrí. Emprendí la carrera colina
arriba como si el mismísimo diablo me persiguiese con un hierro al rojo vivo
para hincármelo por el culo, ya lo creo que corrí, con el corazón saliéndome
por la boca hacia la luz. Más tarde pude comprobar que me había pasado algo
más de cinco horas metido en la puta niebla-
-Joder, qué canguelo- Repitió Nacho.
-Pero eso no es todo, no es lo peor, alguna vez he tenido horribles
pesadillas una que otra noche, y lo que vi, el recuerdo de los que junto a mi
caminaron me vuelve a la mente, y sudando como un cerdo, lleno de miedo,
me despierto sobresaltado. Y me pregunto a mi mismo ¿Joder, no era una mu-
jer semidesnuda, con la ropa hecha jirones y el pelo enmarañado lo que corría
a cuatro patas, acosada por un enorme cerdo? ¿Acaso mi vista me engañaba?,
no estaba puesto, ya que desde el día anterior ni bebí ni fumé nada, no tenía
nada, y aunque así hubiese sido, unas birras y unos canutos no te ponen a fli-
par, ¿pero no era un ser humano aquello que se arrastraba como una serpiente?
Y aquella sombra, al fondo, casi invisible entre la niebla, ¿no sugería que algo
que en el fondo no pude identificar, pero que no nació para caminar erecto, lo
hacía?, como un caballo o cualquier otro bicho a dos piernas. Coño si corrí.
No espero que me creáis, solo os lo cuento porque ya lo he guardado demasia-
do, y tal vez el ponerlo en conocimiento de otros me sirva como terapia para
olvidar-
En ese mismo instante, los Rolling Stones dejaron de cantar “Simpa-
tía por el diablo” y AC/DC se arrancaron con “Autopista al infierno”, llenando
el silencio.
-¿Alguien quiere más birras? Y qué me decís de papear algo- Pregun-
tó Ernesto.
-Sí, papear estaría bien. ¿Qué tenemos?- Dijo Pedro, que ya se frotaba
las manos pensando en algo que llevarse a la boca.

© 1994 David Posse


LA MODERNA DIVINA COMEDIA
(O la vieja fantasía onírica)

Hacía ya algún tiempo que se había metido en cama, entre las cálidas
sabanas, esperando por su mujer, que como casi todos los días a aquella hora,
estaba metida en el cuarto de baño, empolvándose el jeto. Nunca comprendió
(y creo que muchos otros maridos tampoco), por qué algunas mujeres, la suya
entre ellas, se llenaban la cara de polvos, cremas y potingues hasta el punto
de dar repelús, antes de irse a dormir, para tener al día siguiente los mismos
o peores caretos de mastín de siempre, y para suavizar la espera se fumó un
canuto de buen costo, mientras leía un libro tocho que trataba sobre la vida y
milagros de las mariposas y las abejas.
Tal vez esto sea la causa de que más tarde nunca supiese si el sopor
que se le vino encima cual ángel vengador fue debido al hachís o al libro, o a
alguna explosiva y peligrosa mezcla de ambos, y, aunque intentó resistirse con
todas sus fuerzas, finalmente cayó en brazos de Morfeo (vulgo; quedarse dor-
mido), o al menos eso le pareció, hasta que tuvo una de estas sensaciones tan
conocidas de, cuando estas durmiendo, creer que te caes a un pozo sin fondo
y te despiertas con un estremecimiento.
Pero él no se despertó, al menos, no en ese momento, o si lo hizo, nun-
ca lo supo a ciencia cierta, o cuando menos, no fue consciente del despertar,
que todo viene a ser lo mismo. El caso es que se encontraba como flotando en
medio de una densa oscuridad, como si hubiese caído en el interior de un pozo
petrolífero con los ojos cerrados y unas gafas de sol puestas, tan espesa era
esta oscuridad.
Intentó moverse, pero lo cierto es que no sabía si estaba cabeza arriba,
cabeza abajo, tumbado, flotando, flipando; por no saber, no sabía ni si tenía
cabeza, y ya puestos a no tener, tampoco tenía ningún sentido de la orienta-
ción, hasta que le pareció ver a lo lejos una chispita de luz, que no solo no
se extinguía, si no que parecía moverse sinuosamente y acercarse. Intentó ir
hacia la chispita de luz, pero seguía con el mismo problema, no sabía si tenía
brazos o piernas o cualquier otra cosa. Nada. “Ahora sí que la hemos cagao”,
pensó.
Sin embargo, la luz fue acercándose, y cuando tenía el tamaño de una
moneda más o menos mediana, tuvo la impresión de que el sitio donde estaba
era un túnel, y aquella luz la salida, a la cual parecía, como digo, acercarse.
Bueno, no es que se acercase exactamente, más bien era como si la
lucecita, o la entrada del túnel, lo absorbiesen hacia ella aspirándolo, y cuando
se quiso dar cuenta, estaba viajando hacia la luz o entrada, lo que fuese, dispa-
rado como un cohete, o más veloz aún, como un meteoro. Como un cometa.
Intentó frenar, o cubrirse, o algo, pero era tal la velocidad que, para cuando
acordó de hacer alguna cosa, ya salía disparado por el agujero con un sonoro
“plop”, como una bala.
Abrió los ojos, que había cerrado como por instinto, cuando sintió
que caía sobre algo sólido, dándose un buen batacazo en la rabadilla lo que
lo obligó a lanzar unos cuantos exabruptos cagándose en todo, levantándose
de un salto y llevándose ambas manos a la zona dolorida, todo a la vez, y no
necesariamente en ese orden, creyendo todavía el pobre que mientras daba un
pestañazo tonto se había caído de la cama, pero se encontró en un sitio que en
nada se parecía a su habitación.
“La madre que me parió, mecagoenlaputa, como duele el piñazo”,
pensó mirando asombrado hacia todos los lados y en todas las direcciones
frotándose la rabadilla y preguntándose qué hacia él en semejante lugar, si
hasta no hacía mucho estaba cómodamente tumbado en su cama, y ya puestos,
que alguien le explicase qué clase de lugar era aquel, pues aquello parecía una
gigantesca gruta, iluminada de un color rojo por fuegos que ardían por todas
las esquinas, fuegos que brotaban del suelo y de las paredes sin que nada
pareciese alimentarlos, aunque la temperatura era agradable. Se encontraba
en una pasarela de unos dos metros de ancho, con ardientes fosos a los lados,
de unos diez metros cada uno, pasarela que venía de no sabía dónde por entre
las llamas y se perdía sinuosamente en cualquier otro lugar, también entre las
llamas.
Lentamente, sin saber muy bien en qué lugar se encontraba, se puso a
caminar por el pasillo en la primera dirección que le vino en gana. Total, daba
lo mismo un lado que otro, no le encontró sentido a lo de saber hacia dónde
iba, cuando si siquiera tenía putañera idea de en donde carajo estaba. Mientras
seguía frotándose la rabadilla, le pareció ver que entre los fuegos a los lados se
movían una multitud de sombras, y hasta podía escuchar claramente algunos
murmullos acompañados de lo que parecían suspiros y risitas, todo muy raro.
Pero tal vez todo fuese simplemente el natural sonido y movimientos
de luces y sombras, ambos provocados por las llamas. Aquello le parecía un
sueño bastante estúpido y raro, si efectivamente se trataba de un sueño, pen-
só mientras continuaba con la mano dándole a la rabadilla, pues nadie en su
sano juicio soñaba (excepto la vacafoca horripilante de su mujer, claro, cuyo
juicio dejaba bastante que desear, y ya le gustaría a él saber qué se traería en
mente el elemento cuando resoplaba como un oso de las cavernas), o al menos
eso pensó en esos instantes, con una enorme, gigantesca e interminable gruta,
fuego que no quemaba por todas partes y un pasillo tan interminable como la
gruta, que más parecía la pasarela de un desfile de modas. Pero aquel no era el
sueño de su mujer, era en suyo. ¿Estaría él en su sano juicio? No debía estarlo
mucho, no… Solo había que ver a su mujer. Coño, pensándolo bien, la cosa
tenía tela.
De pronto, sobresaltándose, oyó que alguien lo llamaba.
-¡Pepe!, Eh, Pepe. ¿Ya estás aquí? Cuanto has tardado, tío, no sabias
lo que te perdías, eh?-
Alguien había saltado de entre las llamas a la pasarela, a sus espaldas.
Se volvió como un rayo.
-Ju... Ju... Ju...- Intentó hablar, sin conseguirlo, paralizado por el
asombro y la sorpresa ante el que lo increpaba, un fulano en bolas que parecía
muy contento y se le acercaba contoneándose por la pasarela.
-¡Pero qué te pasa, tío! ¿Ahora tartamudeas?, no me extraña, con una
mujer como la tuya... Ya te mató a tundas, ¿eh? Porque si no, no estarías aquí.
Oye chacho, como sigas así, creeré que te estás riendo de mi- El fulano bajó la
vista hacia su entrepierna, y se rascó el trasero como quien no quiere la cosa.
-¡Ju... Ju... Juan!- Consiguió exclamar finalmente.
-¡El mismo, tío, el mismo, Jaaajajajajaja!- El tipo se olió los dedos
con los que se había rascado por el ojete, y esbozando una gran sonrisa, alzó
los brazos para abrazar a Pepe.
-Pe… Pe... Pero si tú estás muerto desde hace más de un año...- Acertó
a contestar éste, retrocediendo un paso y agitando una mano ante él, en parte
para impedir el abrazo, pero sobre todo, por encima de todo, que corriese el
aire, vamos…
-Pues sí, tío, y porque no sabía de esto, que si no, me muero mucho
antes, no te digo- El compadre aprovechó para rascarse de nuevo, ahora por
delante.
-¡Pero qué dices, hombre! No puede ser...- Nuestro Pepe no entendía
una mierda, ni se lo podía tragar aún, pero mantuvo las distancias.
-¿Que qué digo? ¿Que no puede ser? Tú no sabes lo qué es esto, por
que acabas de llegar, pero ya te enteraras, ya...- Dijo Juan, mirando a su alre-
dedor con cara de salido, y saltando de pronto entre las llamas –Nos vemos,
tío-
-Espera- Gritó Pepe, pero ya Juan desaparecía entre el fuego, trotan-
do como un sátiro cualquiera tras una sombra con muchas curvas. Se quedó
pasmado observando las llamas, intentando pensar en la breve conversación
mantenida, pero sus neuronas debían haberse jodido con el golpe, que ni fú.
Se quedó un rato en el camino, mirando todo a su alrededor, rascándo-
se la cabeza y la rabadilla, con la boca tan abierta como antes, y no tuvo ni idea
de cuánto tiempo pasó así, hasta que volvió a escuchar una voz a su espalda.
Esta vez femenina y con acento zalamero.
-Holaaa, Pepito, cuánto tiempo sin verte...-
Se dio la vuelta a toda velocidad una vez más, y se encontró frente a
una tía en traje de Eva, el mejor traje que pueden lucir la mayoría de las mu-
jeres (la suya no, ¡vade retro!), y entonces se dio cuenta que él mismo estaba
desnudo, con lo que su asombro aumentó aun más y la cara se le puso más
rara, una buena cara de pelotudo.
-Joder tío, cualquiera diría que has visto un fantasma, en lugar de ale-
grarte de verme...- Le dijo la tía con toda tranquilidad, mirando distraídamente
hacia los lados y rascándose la entrepierna con gesto ido.
-Lu... Lu... Lu...- Acertó a articular, mientras se atragantaba. “Meca-
goentodo”, pensó, por fin, “a donde coño he ido a caer…”
-Sigue... Sigue... Vas por el buen camino, aunque no sabía que ahora
tartamudeases.- Le soltó la chica, cruzándose de brazos y mirándolo fijamente
sin cortarse un pelo a su entrepierna, como valorándola, pero poniendo cara de
decidir que no valía la pena, pues el miembro objeto de tal escrutinio colgaba
encogido como un cacahuete, sin saber, al igual que su portador, ni donde
estaba ni qué hacer.
-Lu... Lu... ¡Lucia!-
-¡Acertaste!, premio para el caballero- Y al instante le saltó encima, le
metió un morreo y le pegó un masaje en la entrepierna que nos dejó a nuestro
personaje más asombrado, atontado e idiotizado de lo que anteriormente esta-
ba, si eso es posible.
-Pero si tú te escoñaste con el coche hace tres meses y quedaste total-
mente destrozada, parecías una hamburguesa y hubo que sacarte a paladas...-
“Mi puta madre”, pensó otra vez, “pero en donde carajo estoy…”
-Si, es cierto, y eso no es nada, los hipócritas de los curas siempre nos
han engañado miserablemente, hijos de puta, así se pudran en el cielo por los
siglos de los siglos, si hubiese sabido antes la verdad, y que aquí había tanta
marcha, ya hace años que me habría descojonado, pero eso no es lo que ellos
quieren, solo quieren que seamos estúpidos y sumisos para que nos pasemos
la eternidad en la mierda del cielo mientras ellos se lo pasan dabuten primero
allá y luego aquí, ¡los muy cabronazos!-
Pepe no entendía de qué carajo iba todo aquello. Pero alguna de sus
neuronas pareció irse reponiendo, y tras espabilarla un poco, pronto dio con
una solución válida, tal vez la única posible. En dos palabras: estaba pues-
tísimo. “Este costo es la hostia”, se dijo para sí, “tengo que comprarle cien
gramitos al Tony, joder si flipas”.
Estando en estas, otra figura saltó sobre el camino, por denominarlo de
alguna forma, y comenzó a atacar a la chica por todas partes, entre las risitas
de ambos. Y nuestro hombre, que lo reconoció al momento, pese a no haberlo
visto nunca en persona, sin saber muy bien qué hacer y más desconcertado
que antes, se cuadró y saludó militarmente, pues ante él estaba el dictador que
había regido los destinos del país durante un buen montón de años (Este Pepe
nos salió un poco facha, el tío. O eso, o la neurona todavía estaba atontada. Tal
vez necesitaba otro toque, para que se despabilase más).
-¡Cierra la boca, lameculos, comemierda!- Le espetó el dictador con
voz aflautada-¡Se te va a colar una mosca, so mamón, soplagaitas! La puta que
te parió-
El dictador agarró a la chica en brazos, saltando al otro lado del cami-
no y desapareciendo entre las llamas. Durante algún tiempo, pudieron escu-
charse, por encima de los otros sonidos, los gemidos, suspiros y carcajadas de
ambos, que finalmente se fueron perdiendo entre el crepitar y otros murmu-
llos.
Pepe cerró la boca y bajó poco a poco la mano de la frente, sin ser del
todo capaz de asimilar tanta mierda junta. Cada vez estaba más asombrado, si
eso era posible, y creyendo que realmente aquello no era más que un mal sue-
ño inducido, si no por el hachís, sí por lo soporífero del libro (pero ya estaba
medio mosqueado), pensó que aquella parte de la gruta se estaba militarizando
mucho para su gusto, mejor ir a buscar aire por otro lado y mandar todo a la
mierda, no lo fueran a pillar para la mili, a él, que era objetor de conciencia, y
continuó su caminar por el pasillo con paso apresurado, moviendo ágilmente
los brazos y las piernas con movimientos medio amanerados y con grandes
aspavientos, pero observando a uno y otro lado sombras y más sombras, que
se entremezclaban y se retorcían entre las llamas.
Poco a poco se fue tranquilizando mientras continuaba su trote, pen-
sando y reconfortándose en que al despertar de aquel viaje se encontraría de
nuevo en el familiar entorno de su habitación. Más le valía…
Si es que aquello era un flipe, porque, la verdad, ya comenzaba a tener
sus dudas, pensaba frotándose una vez más su dolorida rabadilla, pues si se
hubiese comido un par de ácidos, tendría sentido todo aquel flipe del carajo,
pero un canuto… A saber qué mierda le metía el Tony al costo. Ya le echaría
la vista encima y lo averiguaría.
De pronto nuestro hombre detuvo su carrera, quedándose inmóvil con
una pierna en el aire y un brazo en alto que bajó poco a poco, poniendo cara
de circunstancia, cuando vio que por el camino se acercaba hacia él otro per-
sonaje, que en un principio, observaba complacido y con gesto de satisfacción
a uno y otro lado del camino, paseando tranquilamente, como si viese cosas
entre las llamas que a Pepe le resultaba imposible ver, cosas que le deleitaba
ver, pero que, al ver a Pepe allí, pasmado en medio de la pasarela y con cara de
pelotudo, cambió su jeto de satisfacción y placidez por otro de mosqueo que
poco o nada tenía que ver con el deleite. Se detuvo un instante, observándolo
con atención. Con más atención de la que Pepe desearía.
Este personaje lo hizo estremecerse de pies a cabeza. Con más de dos
metros de altura, y vestido, al contrario que los demás, con un elegante traje y
una capa, de tal forma que parecía un conde o un marqués, había visto tantas
veces aquella cara (y otras que no se le parecían tanto, ahora que lo veía en
persona, pues por lo general se lo solía representar con cara de loco, todo rojo,
con cuernos, y facciones distorsionadas por la maldad, o eso decían), que en
el fondo resultaba inconfundible.
El fulano traía en la mano un pesado bastón de ébano con empuñadura
de marfil, plata y filigrana de oro finamente trabajado. Se aproximó con paso
firme pero pausado, como quien no quiere el tema, pero sin quitarle el ojo de
encima. Pepe miró con disimulo a su alrededor, a ver si encontraba un hue-
quecito entre las llamas para perderse, pero no había ninguno, estaba rodeado
de llamas sin remisión. Intentó sonreír, mientras el otro se le venía encima.
Al llegar frente a él, se puso a mirarlo con una cara tal que parecía que se lo
merendaría allí mismo enterito y sin aliñar. Salida de no sabía dónde, apareció
en la otra mano del personaje, como por arte de magia, una especie de agenda
electrónica o algo similar mientras lo señalaba con el bastón.
-A VER, TU, QUÉ HACES AQUÍ PARADO, ¡GILIPOLLAS!-
La poderosa voz resonó por la enorme caverna como un trueno. Pepe
se encogió un poco sobre sí mismo y miró por encima de su hombro, como si
no fuese con él la cosa, si no con alguien que estaría a sus espaldas, pero allí
no había nadie, así que el lío era con él. Abrió la boca para decir algo.
-Us... Us... Us...- “Joder, la que me ha caído”, pensó, “ya le daré yo
al Tony de los cojones meterle cosas raras al costo. Mejor me hago el loco, no
vaya a ser”.
-¡LA PUTA QUE TE PARIÓ, UN TARTAJA!-
-Us... Us... Usted perdone, yo... Yo...- “¡Sus muertos…!”
-¡TU QUÉ, COJONES, TU QUÉ! A VER, HABLA, HOMBRE, QUÉ
TE PASA A TI, ¿EH? ¡HABLA!-
-Ah!, Yo... yo... Yo soy nuevo aquí y...- Lo cierto es que, con la im-
presión, no tenía ni idea de por dónde tirar, y la excusa no le pareció tan mala,
dadas las circunstancias.
-¡HOSTIAS, UNO NUEVO, YA ME PARECÍA A MÍ! A VER, ¡TU
NOMBRE!-
-Jo...José Ro...Rodríguez Ro...Rodríguez...- ”¿Y si le doy el nombre
de mi mujer?”… Pero guardó silencio.
-ASÍ QUE JOJOSE RORODRIGUEZ, ¿EH?, A VER... A VER...-
El Diablo tecleó algo en su agenda electrónica sin dejar de mirarlo
de reojo con mala cara, esta comenzó a emitir extraños chirridos y pitidos
mientras la pantalla petardeaba, hasta que finalmente se detuvo. Pepe estiró el
cuello e intentó ver por encima la pantallita, pero el diablo era un tipo alto y
no le dio chance. Con un gesto brusco, apartó el aparatejo de su mirada, opri-
miéndolo contra su pecho y observó detenidamente a nuestro antihéroe con
cara seria, como si fuese un camarero que, luego de estar sirviéndole copas y
mas copas toda la tarde a aquel pestífero fulano que tenía ante él, ahora aquel
mortal de mierda le soltase que no tenía un duro para pagarle. Una cara así de
asesina. Volvió a señalarlo con el bastón, casi poniéndole la empuñadura bajo
las narices.
-NADA MACHO, QUE HOY DEBE SER DÍA DE SAN TOCAPE-
LOTAS JODEDOR, TE HAS COLADO, EN MI LISTA DE HOY NO APA-
RECE NINGÚN RODRÍGUEZ, TE HAS PASAO, ¡TU NO TENIAS QUE
VENIR AQUÍ, FULANO!-
-Pe...Pero qué me dice, mire usted bien, hombre… Tengo que estar
ahí, digo yo…- Pepe señaló la maquinita, alucinando y sin entender una mier-
da de lo que estaba pasando, volvió a pensar que todo aquello era un mal viaje,
pero que muy chungo, joder que sí, ya te digo. A ver como se libraba de aquel
marrón.
-LO QUE OYES, TÍO, QUÉ COJONES TE PASA, QUE NO ES-
TÁS, A VER SI ENCIMA DE TARTAJA ERES TONTO, CARALLO!- (Esta
última expresión, típicamente gallega, demuestra claramente que el Diablo
procede de esta región, sin duda alguna).
-Nonononono señor, ni tartamudo ni tonto. Es la impresión, así, de
repente, me encuentro aquí y... Usted entiende, ¿no?-
-¡NO!, Y NO ME TOMES A MI POR GILIPOLLAS, QUE ME HE
QUEDAO CON TU CARA, QUÉ ENTENDER NI ENTENDER, ¡ENTEN-
DER ES DE BUJARRONES! ¡¿ACASO ME ESTAS LLAMANDO BUJA-
RRÓN A MI?!- Gritó el diablo, babeando fuera de sí, alzándose sobre él y
enseñando unos afilados, largos y amarillentos colmillos -LO ÚNICO QUE
ENTIENDO ES QUE TE HAS COLADO Y QUE SEGURAMENTE ERES
UNO DE ESOS PAYASOS DE MIERDA QUE DESPERDICIAN SU VIDA
TERRESTRE DE MIERDA VIVIENDO COMO UNA MIERDA, SIENDO
UNA MIERDA, TRABAJANDO PARA OTROS POR UNA MIERDA, SI-
GUIENDO CUALQUIER MIERDA DE RELIGIÓN, TEOLOGÍA O IDEO-
LOGÍA, CUALQUIER COSA QUE OS LIBERE DE LA PESADA CAR-
GA DE VUESTRA EXISTENCIA DE MIERDA, CON LA ESTÚPIDA Y
VAGA ESPERANZA DE TERMINAR EN EL CIELO, EN EL NIRVANA,
EL WALHALLA, LO QUE CARAJO SEA, POR QUE LUEGO RESULTA
SER LO QUE ELLOS NO ESPERAN, ES DECIR, UNA MIERDA. PUES A
JODERSE, POR LAMECULOS Y COMEMIERDONES, O TAL VEZ HAS
MUERTO CUANDO NO TE TOCABA, QUÉ CARAJO SÉ YO, Y YA ME
ESTAS HINCHANDO LAS PELOTAS POR LO QUE TE VOY A QUITAR
DE MI VISTA, QUE YO NO TENGO QUE DARLE EXPLICACIONES A
NADIE, ¡Y MENOS A UN MIERDA COMO TÚ, NO JODAS MAS!, HALE,
A RAÑALA POR AHÍ ADIANTE- (Nuevamente, típica expresión gallega
que reafirma la teoría sobre la procedencia del diablo, y que se podría traducir
como “váyase usted a rascarla por ahí”)
Lucifer chasqueó los dedos (¡CHAKS!), y le metió en toda la cabeza
con el puño del pesado bastón (¡TOK!), y de repente nuestro personaje se
encontró de morros ante una enorme puerta, toda rodeada de etéreas y blancas
nubes, encima de la cual podía leerse en flamígeras letras “CIELO”. Se rascó
la dolorida cabeza, vaya viaje le había mandado en todo el tarro el puto Satán
con el bastoncito de los cojones. Podía metérselo por el culo, el tío, y dejar de
joder. Y a todo esto, vaya día llevaba, estaba en vayaustedasaberdonde, y hasta
el momento, aparte de eso, ya se había ganado un ostión en la rabadilla y un
bastonazo entre los cuernos… Y no sabía por qué, pero tenía la sensación de
que la cosa aún no había terminado… Ya se lo cobraría al Tony, ya… ¿Cien
gramos? Cien hostias que le iba a meter.
De momento continuó rascándose la cabeza y observando la puerta.
Tal vez el bastonazo no fuese tan malo, después de todo, por lo menos sus
neuronas comenzaban a despabilarse.
Había un llamador de bronce y debajo un letrero que ponía “LLA-
MAR”. Para comprender aquello no hacía falta tener muchas luces, por lo que,
ni corto ni perezoso, dejó de rascarse la cabeza, avanzó con decisión hacia la
puerta, agarró con firmeza el llamador y golpeó con fuerza. Nada original el
llamador, por cierto, con forma de mano agarrando una bola entre los dedos.
Esperó un rato, en el que nada sucedió, y volvió a rascarse la dolorida cabeza,
pensando que tal vez no estuviese nadie en casa.
Volvió a llamar, con idénticos resultados y finalmente, después de lla-
mar varias veces sin obtener ningún éxito en lo que, por lo menos le pareció
una hora, y ya que no había ningún sitio a donde ir, se puso a golpear la puerta
con tal saña y fiereza, mientras gritaba: “¡EH! OIGAN, A VER SI ANDA-
MOS FINOS, QUE ME VA A DAR LA NOCHE AQUÍ, ¿HAY ALGUIEN EN
CASA?”, que hubiese resucitado a un muerto. Y por fin, allá, muy al fondo,
pudo escuchar una vocecitas cascadas al otro lado. Pegó la oreja a la puerta,
para poder escuchar mejor.
-Ya está bien, caballero, a ver si paramos-
-¿Qué te pasa, tío? Deja de joder, coño. ¿Es que aquí ya no se pueden
cantar salmos tranquilamente o qué?-
-A ver si dejáis de meter ruido, oñio, que quiero dormir-
-Debe de ser otro que confunde el cielo con el infierno, y por la forma
de aporrear la puerta, seguro que es el batería de un grupo de esos de jevis
melenudos-
-PEDROOOOOOO, ¡que están llamando, coñooo!-
-Ya voy, ya voooooy, que no soy sordo, caballeros-
Se escuchó un ruido de llaves, ruido de un cerrojo al ser descorrido y
un enorme chirrido que ponía los pelos de punta, al abrirse la pesada puerta.
Desde el interior llegaron más quejas.
-¿Pero quiere alguien engrasar de una puta vez esas jodidas bisagras?
¿Qué hacen los querubines? Aquí parece que nadie rasca bola. ¡Esto es intole-
rable, inadmisible!-
-Deja de quejarte, pringao, y dales grasa tú mismo, verás qué pronto
se soluciona el problema-
-¿Yo?, ¡Señor, sepa usted que yo nunca moví un solo dedo en este
tipo de trabajo, tengo las manos muy limpias, yo, sépalo usted, era asistente
de retrete de un Cardenal en el Vaticano!-
-Pues podías ir a asistir el retrete que está allí, tras la nube aquella de
ahí. No es que sea de un Cardenal, y que eso no nos importe, pero es que las
juntas de politicos que a él asisten no deben estar tramando nada bueno, por el
olor a mierda que llega hasta aquí-
–Así no hay manera de dormir, joder, ya veréis en la próxima junta,
sus vais a enterar-
-¿Pero para todo tenéis que montar un Cristo?-
-Ameeeeeen-
-Sí, ya, pero la cosa es la misma y el problema persiste. En resumen...
¡A ver cuando engrasamos esas bisagras!-
-A ti sí que te hay que engrasar ese cerebro de piojo-
-Tranquilos todos, ya fue, ya fue, ya pasó- Dijo un vejete ponien-
do paz antes que la cosa fuese a mayores, el mismo que estaba abriendo las
puertas, encorvado y tan cargado con grandes manojos de llaves que casi lo
cubrían por completo, y que debían de pesar como su puta madre, ya que se-
guramente andaba doblado por el peso de éstas, sujetándose los riñones con
la mano izquierda y adornado con una gran barba blanca. Se quedó mirando
fijamente a Pepe.
-Esto… Buenaaaaas...- Dijo éste, ya medio curado de espantos y es-
perándose cualquier cosa, pero todavía sin saber muy bien lo que decir o ha-
cer, intentando mirar dentro.
-¿Es una tía cachonda?- Preguntaron desde el interior.
-Pues no, es un fulano de bigote- Contestó el anciano de blanca barba,
mirando por encima del hombro.
-Lástima, aquí solo vienen señores, y señoras, todo hay que decirlo,
principalmente señoras con bigote, y viejas beatas y rezadeiras-
Sin hacer caso de estos comentarios, y de otros más fuertes que nos
abstendremos de reproducir aquí acerca de quienes se dejaban o no se dejaban
caer por allí, el viejecito se dirigió a Pepe
-¿Qué desea?-
-Bueno, verá usted, yo vendo enciclope… esto… que estaba yo todo
tranquilo en mi cama, cuando de repente me encontré en un sitio horrible, todo
lleno de llamas y...- “Joder, qué pregunta, que qué deseo”. Pensó. “Deseo po-
nerle las manos encima al Tony, eso deseo. Se va a cagar, ya te digo. Espera,
deseo, me ha preguntado qué deseo. Y si...”
-¡Ah!, si, el infierno...-
-Si, eso debía ser, porque de pronto se me aparece Satanás en persona
y me pregunta mi nombre, mira en una especie de ordenador de bolsillo y me
dice que yo no tenía que estar allí, lo cual es un alivio...-
-¡¿Habéis oído eso?! Un alivio. Este tío es gilipollas perdido- Voz
desde el interior...
-¡Fijo que si!, ¡ah!... Si yo hubiese sabido... Si yo pudiera...- Otra voz
desde el interior.
-Siga, hombre, siga, no haga caso, solo son gentes ociosas y obtusas,
llenas de prejuicios y cochina envidia, y con menos cerebro que una cabeza
de ajo, pero siga usted, por donde íbamos…- Le animó el viejecito moviendo
una mano ante las narices de Pepe.
-Sí, esto... Bueno, pues nada más, eso es todo, que chasqueó los de-
dos, me dio un trastazo en todo el tarro y aparecí aquí, enfrente de esta puerta,
y como en ese letrero pone llamar...- Dudó un momento, pero pronto se repuso
-Oiga, por cierto, ahora que lo pienso, eso de “qué desea”… ¿se trataba solo
es una expresión?, quiero decir… No será como el genio de la lámpara, ¿eh?,
no estaría diciendo que me concederá un deseo…- Sus neuronas, aún despis-
tadas y cada una por su lado, se pusieron a trabajar raudas, aunque sin mucho
consenso, pensando en qué deseo iba a pedir. Pero se llevó un desengaño, el
viejo lo estaba mirando con cara rara, como si no supiese de qué le hablaban.
Malo…
-Bueno, a ver, como se lo explico, mire, en cuanto a lo último, pues
le va a ser que no, eso creo que es por allá, en el cielo de los sarracenos, esos
tienen genios que conceden deseos y dan cosas, y Huríes, bellas Huríes. Pero
aquí no hay Huríes, aquí eso de dar no es cosa que se estile mucho, usted me
entiende, aquí como que estamos más bien por lo de recibir que por otra cosa,
por lo que en realidad, se lo preguntaba solo para saber qué tripa se le había
roto por aquí con tanto golpear la puerta, y ya puestos... Pero volvamos a lo
del infierno…Ya, ya lo entiendo. Bueno, verá, le explico; esto le es el cielo, y
yo le soy San Pedro, llavero oficial y Portero Mayor del Reino de los cielos.
Pero la verdad, ya estoy harto de cargar toda esta chatarra inútil, y no crea us-
ted que todos estos hierrajos sirven para algo, no, qué van a servir, ya que aquí
no hay puertas, excepto ésta en la que ahora estamos, y que para más tocar
los cojones, no tiene llave, solo un pasador por dentro. Pero no crea que eso
es todo, no, verá, le he escrito un buen montón de solicitudes y dimisiones al
Dios, para que ponga un portero automático, y de pasada me jubile un poco,
pero ni caso. Él dice que hay que respetar las tradiciones, pero yo ya estoy
hasta los cojones de las putas tradiciones. Y además, cualquiera otro de todos
estos tarugos ociosos que están aquí puede abrir la puerta tranquilamente, pero
nooooo, tengo que ser yo. Ya le digo, lo que pienso yo de las jodedoras tradi-
ciones. Y eso no es todo. A veces me pregunto qué terrible pecado tuve que
haber cometido para merecer este castigo… ¡Yo, que fundé Su Iglesia y dicté
las directrices futuras a seguir, atándolo todo atado y bien atado. Yo, que...!-
-¡Corta el rollo y al grano!- Volvieron a decir desde el interior, cortán-
do al venerable en mitad de su frase.
-Me hago cargo, me hago cargo...- Contestó Pepe, mirando a su alre-
dedor, intentando mirar hacia adentro por encima del viejo, sin conseguir ver
gran cosa, más por decir algo que por otra cosa. “Con la iglesia hemos topa-
do”, pensó. “Prudencia o me llevan pa la hoguera esta gente. Ya se ve que las
bellas Huríes escasean por aquí, ya. Por algo será. A ver cómo termina esto,
que lo veo venir...”
-En fin, Pilarín, tu preñada y yo en la cárcel... Digo... A lo nuestro,
usted me dirá su nombre, a ver si está registrado para hoy. ¿Trae recomenda-
ción? ¿Algo?- El vejete frotó los dedos de su mano libre ante las narices de
Pepe, recordándole aquello del recibir, no dar, que anteriormente le había he-
cho notar, en un gesto significativo. Este, entendiendo el gesto, y devolviendo
a su vez como respuesta un gesto de resignación, pues estaba claro en aquel
juego para quién quedaba el concepto de “recibir” y quién apandaba con la jo-
dienda del “dar”, fue a meterse las manos en los bolsillos, a ver cuánto llevaba
encima, y entonces recordó que estaba en bolas. También significativamente,
se alzó de hombros con aspecto compungido. El viejo comprendió perfecta-
mente toda la pantomima y meneó la cabeza, mientras Pepe se explicaba ahora
verbalmente.
-Sí señor, digo… No, señor, esto… Si, mi nombre, eso es. José Ro-
dríguez, para servir a usté. Hem… ¿Recomendación?, no… Bueno… Esto…-
Pepe pensó si serviría de algo el estar casado con una mujer como la suya, si
serviría de redención, o pago, o algo así, pero se abstuvo de preguntar nada,
por si acaso, aunque a las primeras de cambio, como le dieran la más mínima,
les iba a empaquetar a su mujer sin pensárselo nadita. Ya te digo. Pero no dejó
de notar que, como estaba mandado, para la iglesia las cosas eran iguales en la
tierra como en el cielo. Todo se movía con el mismo combustible.
-¡Menos cepillo!- Gritó alguien desde el interior, con acento sospe-
choso.
-A ver si os calláis de una vez y miráis en la lista. Rodríguez Rodrí-
guez, José- Apóstrofo San Pedro, volviéndose hacia adentro.
-González... López... Pérez... Santos... Ubilde... Ugurrurricachogo-
rrinocoechea, o algo así, yo qué sé, chico, que esto no hay dios que lo lea y
menos que lo hable, y a saber quién coño será este, si es que se buscan cada
nombrecito, llamar la atención, fijo… Y no, no hay más Rodríguez. Seguro
que este pájaro se ha equivocado, si hasta tiene cara de julandrino y bujarrón,
el nota- Como siempre, voces desde el interior.
-¿Seguro que no hay ningún Rodríguez?- Volvió a preguntar San Pe-
dro.
-Que no, hostias, que no, no seas plasta, tío, que cuando te pones
cansino...-
-Pues qué se le va a hacer...- Dijo San Pedro como para sí mismo, pero
volviéndose hacia Pepe.
-¿Tampoco aquí estoy apuntado?- Si es que cuando vienen mal da-
das… Pensó.
-Pues no señor, tendremos que enviarle al Purgatorio-
Pepe alzó las cejas entrecerrando un ojo, en claro gesto de desconfian-
za.
-Purgatorio, ¿eh? Eso me suena a estreñimiento o algo por ahí-
-Pues no señor, nada de “por ahí”, es una especie de sala de espera-
-Si, como las de la seguridad social española. Nada de “por ahí”, dice
el tío… La que se le viene encima…- Volvieron a puntualizar desde el interior
entre grandes carcajeos.
-Pues estoy jodido, tíos... Esto... Digo... ¿Y qué pasa en ese purgato-
rio?- Quiso saber Pepe.
-Pues allí tendrá que esperar a que salga en una lista de admitidos, o
bien para acá, o bien para el infierno- Le contestó San Pedro, mesándose la
luenga barba.
-¿Mucho tiempo?- Se removió inquieto Pepe. ¿Esperar? La cosa se
estaba torciendo.
-¡Imagínese!- La Voz Del Interior -¡Yo estuve cincuenta siglos!-
-¡¿Cincuenta siglos?! Pero eso no es posible, no puede ser, no dispon-
go de tanto tiempo. ¡Mi mujer me mata!- Y él iba a matar al Tony, cagonsupu-
tamadre.
-No le haga caso- Contestó San Pedro, agitando de nuevo una mano
como si espantase unas moscas por delante de las narices. -Este no es más que
un pobre desgraciado pescador egipcio, que cada vez que se acercaba al río,
ya se había peleado con un cocodrilo o así, y si conseguía pescar un mísero
pescado, ya se le había escapado otro de ballena para arriba, no es más que
un pedante exagerado, ya sabe como son de exagerados los pescadores... Este
se tiró allí tanto tiempo por culpa de sus mentiras, tuvo que expiarlas. Murió
ahogado en un charco que no tenía medio palmo de agua, el pescador este,
mire usted, para que se haga una idea. Morir así en un hombre que vive del
agua, debería ser pecado venial, cuando menos-
Inconscientemente, las neuronas de Pepe se pusieron de acuerdo para
hacer esta vez bien las cosas, y comenzó a hacer recuento mental de todas las
veces que había contado alguna mentira. Tras sopesarlo con calma bajo la
atenta mirada del viejo, llegó a la conclusión de que, aún sin contar aquellas
(muchas) que había olvidado, iba para largo la expiación que le correspondía,
pero puso gesto de resignarse, aunque pronto lo cambió por un esbozo de son-
risa, para intentar engañar al anciano, que no le perdía ojo.
-Si, si, lo sé, yo también me conozco a alguno que se las trae con sus
exageraciones- Dijo, con una amplia sonrisa y agitando una mano como quien
no quiere la cosa, para despistar al otro.
-Ya, ya. Pero volviendo a lo nuestro- Le comentó San Pedro, que con-
tinuaba mesándose su luenga barba -le enviaremos al purgatorio, y una vez
allí, ya veremos lo que se puede hacer, si le preguntan, dígales que va reco-
mendado por mí en persona-
-Hey, Antonio, nos vamos pal purgatorio- Coro de voces (y risitas)
cantando aflautadamente desde el interior.
-Menos cachondeo, que la cosa es seria- Levantó la voz San Pedro,
poniendo él también gesto serio.
-Pero bueno, y... ¿Yo que tengo que hacer?-
-Pues nada, hombre, cerrar los ojos y hacerse el inglés- Le soltó el
portero del cielo.
-Eu venjo de Urujuay falando injlés nidios mentendeeee...- Volvieron
a cantar desde el interior, y esta vez, las risitas se tornaron en carcajadas.
-Aaaaaaaaameeeeeeeeen- Coreó una voz desafinada.
-¡Maldición! ¡Esto ya parece un circo!- Rugió San Pedro, con la cara
roja inflamada de Divina Cólera. -Usted, cierre los ojos, y cuando los abra, ya
estará en el purgatorio, ¡venga, aire! ¡A tomar por culo por ahí! Y vosotros, a
callar u os tiro un manojo de llaves en todos los cuernos, descarados, que os
parto el carapacho, qué falta de respeto es esta. Qué van a pensar…-
Pepe cerró los ojos tal como le ordenaban, y la voz de San Pedro (y
las de aquellos que le decían lo qué pensaban) parecía perderse en la distancia
hasta desaparecer, cuando de pronto le soltaron un ostión de cojón de mico,
haciéndolo tambalearse y dejándole la mejilla hinchada y toda roja. Abrió los
ojos (uno más que el otro, a consecuencia del piñazo) y se encontró ante un fu-
lano vestido de Papa que repartía los sacramentos, como los llamaba a grandes
gritos, a diestro y siniestro a quienes, como ahora a él, tuviesen la desgracia
de no darle rápidos al tacón y quedaban a su alcance, perseguido de cerca por
una recua de fulanos, vestidos igual que él, que metían gran bulla, cada uno
de ellos alegando que él era el único Papa y todos los demás unos impostores,
todos repartiendo hostias sagradas y sin consagrar también, a más y mejor por
todos lados por donde iban, con alegría, eso que no falte, pero provocando
auténticas desbandadas de personas que huían en cualquier dirección. Pepe,
viendo el panorama, optó por sumarse a la mayoría, y se apresuró a poner una
distancia prudencial entre la curia y su mejilla, no fuese que todos los demás
Papas pretendiesen también darle la comunión.
-Pero... Pero... Pero...- Era lo único que conseguía pronunciar mien-
tras ponía tierra de por medio, se frotaba la mejilla y le daba a la chancleta.
-Usted, qué hace en pié, ¡se siente, coño!-
-Pero... Pero... Pero...-
-¡Ni peros ni leches!- Le soltó el enérgico fulano que lo increpaba,
agarrando a Pepe por un hombro y tirándolo de mala manera sobre un largo
banco de madera.
-¡Y no se me mueva ni un pelo de aquí o lo mando a fusilar!-
Con la boca abierta, costumbre que ya conocemos en nuestro perso-
naje, Pepe pensó que de los militares no se libraba uno ni a tiros, y mientras
el fulano se iba a intentar sentar a otras personas, de grado o por la fuerza,
amenazando con hacerlos fusilar a todos mientras corría para aquí y para allá,
observó a sus dos inmediatos vecinos, uno vestido de cardenal, el otro, con
una camisa de fuerza, un gorro de papel en la cabeza y soplando como un
fuelle descosido por un embudo. Pepe miró con detenimiento a su alrededor.
Le hervía la sangre (pero sobre todo, ahora mismo, superando a la sangre, la
rabadilla y el bastonazo, lo que le hervía era la mejilla), y no quería ni pensar
en lo que le iba a hacer al Tony en cuanto le metiese el ojo encima. No quería
ni pensarlo, porque si no… Es que se ponía malo y lo asaltaba una furia ho-
micida, solo de pensarlo. Para aplacar su ansia asesina, decidió centrarse en lo
que le rodeaba, y comenzó a mirar en todas direcciones.
Aquella enorme sala, si podía llamársele así, estaba llena, mirase ha-
cia donde mirase, de largos bancos que se perdían en el infinito por delante,
por detrás, a derecha y a izquierda, filas y más filas de bancos como el que él
ocupaba hasta allá, en donde se perdía la vista, en curiosa compañía, y gente,
gente sentada, levantada, acostada, cientos, miles. No, millones de personas,
caminando entre los bancos, metiendo bulla, gritando unos con otros, etc. “Sus
muertos, en donde carajo he ido a caer ahora”
Aquello era peor que un gallinero loco. El tío que lo sentó a la fuerza
no paraba de gritarles a los demás “Todo el mundo quieto” “Se sienten ya”
“Nadie se mueva, se sienten y se estén quietos, que me tienen hasta los mismí-
simos, o los mando a fusilar a todos, coño ya”, etc. Hasta que cometió el error
de acercarse demasiado y ponerse al alcance de uno de los Papas, los cuales se
iban aproximando, al que saludó con gesto afable, sin la menor intención de
ordenar al jefe de la curia que tomase asiento, más bien, como dándole trato
de preferencia, esbozando una sonrisa de oreja a oreja. El Papa lo observó
con cara de pocos amigos, como calibrando su grado de fe o algo así, e in-
mediatamente, tras considerar que era la adecuada para recibir el sacramento,
lo bendijo y le administró este dándole un buen ostión, por lo que el fulano,
sin esperar a la confirmación y acordándose a voz en cuello de la familia del
prelado sin dejarse ni a uno, se apresuró a cambiar de fila, poniendo tierra por
medio para obligar a sentarse a la gente en una zona más saludable mientras
se frotaba la mejilla. Pepe, notando que el Papa del carajo miraba hacia donde
él estaba, optó también por buscar aires más saludables, y con disimulo, se dio
la vuelta y comenzó a apurar el paso, escuchando sonar a sus espaldas el ruido
de una bronca cuando alguien, ofendido por la administración de una fe que
no profesaba, le cayó encima a piñazos al sorprendido Papa, el cual no tardó
en reaccionar y saltando sobre su oponente comenzó a su vez a administrar
sacramentos no solo a éste, si no a todo cristo a su alrededor, allí chupaban
incluso aquellos que no se metían al reparto para intentar separarlos, con lo
cual la cosa parecía generalizarse, ya que compañeros del agredido, aunque
discrepasen entre ellos sobre quién era el heredero de Pedro, saltaron en de-
fensa de su compadre, y todo el mundo sabe que los conflictos interreligiosos
suelen traer tela, y lo mejor es apartarse de ellos sin perder tiempo, no vayan
a alcanzar a uno.
De pronto, sintió una voz que lo interpelaba.
-Hombre, Pepe, hijo, tú también por aquí-
-Pues ya ves, aquí me han enviado a mí, hay que joderse- Comentó
mientras se volvía, a ver quién era el que lo conocía entre tanta gente, lo cual
le proporcionó un susto que casi se nos muere. Es un decir, vamos, figurativa-
mente hablando. Pero mientras se volvía, tenía la pequeña esperanza de que
tal vez fuese el Tony. Le iba a dar él sacramentos, al Tony. Pero no, además de
no morirse, tampoco tuvo esa suerte. Y es que cuando uno nace estrellado…
-Ab... Ab...ab...ab...- Intentó, como otras veces a lo largo de la noche,
hablar por encima de la sorpresa. Y eso que ya debía estar acostumbrado. Pero
es que hay cosas a las que la gente no termina de acostumbrarse.
-Vaya por dios, ¿desde cuándo tartamudeas?-
-Ab... Ab... Ab...- Jodidas neuronas, ya estaban otra vez cada una por
su lado. A la que se despistaba, se liaban solas.
-Veras, si hicieses “co co cocoricoc”, pensaría que te habías vuelto
una gallina, pero ab, ab, ab, la verdad, no se a qué viene...-
-¡ABUELO!- Consiguió por fin pronunciar seco, como quien se libra
de una flema cojonera en la garganta.
-Ah, era eso… pues el mismo, chico, el mismo-
-Pero abuelo, ¿qué haces tú por aquí?-
-A ti qué te parece, hombre. Me envió recomendado un tal San Pe-
dro-
-Ya, no me digas más, ya lo sé, ése parece ser que da recomendación a
todos los que no tienen recomendación pero podía meterse su recomendación
allí donde yo pienso- Filosofó Pepe mirando a su alrededor con cara alucina-
da.
-Jejeje, buena pieza está hecho el tal San Pedro, no se entera de nada,
esta idiotizado-
-¿Por qué lo dices?-
-Veras, aquí solo envían a los representantes del clero, desde Papas a
sacristanes, monjas, integristas de todo tipo y demás gente tonta por el esti-
lo, tarados mentales, flipados, fascistas etc. Fíjate, por ejemplo, ese que anda
mandando sentar a todo el mundo. Un pobre hijo de puta, ahí donde lo ves.
Pretendió dar un golpe de estado y le salió el tiro por la culata-
Las neuronas de Pepe se pusieron a rodar nuevamente. Estaba claro
que él no era nada de todo aquello, por lo tanto, no tenía por qué estar allí.
Excepto por…
-¡Pero si yo no estoy chiflado!-
-Eso es lo que tú te crees- Aseveró el viejo, sonriendo desdentada-
mente.
-Es la verdad, carajo, yo estaba en mi cama, leyendo tranquilamente,
cuando…-
-¿La verdad?, no me jodas, nadie que esté en sus cabales se casa con
una mujer que parece un globo aerostático, tiene cara de ogro sin afeitar y le
pega a uno unas tundas de no te menees como las que te da la ballena inflada
de tu mujer-
-Hostias, pedrín!, Si no me caso, me mata- Solo de pensarlo le entraba
un sudor…
-¿Lo ves?, Entonces es que estás loco, no falla-
Mientras hablaban, los papas que administraban sacramentos como
quien hace churros se acercaron, metiendo bulla y peleas, mientras discutían
nuevamente entre ellos, derivando, lentos pero constantes, hacia donde es-
taban Pepe y su abuelo. El vejete los vio venir y ante la sorpresa de Pepe al
visto y no visto, se escabulló rápidamente trotando a cuatro patas por entre los
bancos, mientras gritaba “Cuidado, hijo, que la iglesia acecha”.
Pepe no entendió nada y se dio la vuelta para ver qué era aquello de
lo que hablaba su abuelo, cuando recibió otro ostión de padre, hijo y espíritu
santo en la otra mejilla que lo dejó viendo luces.
Espabilado de repente, pero sin saber muy bien lo que pasaba mien-
tras veía una luz, se dio cuenta vagamente de que se encontraba otra vez en
su habitación, y la voz atorrante de su mujer (200 kilos en canal), que le había
administrado la penúltima hostia (digo la penúltima por que todavía le queda-
rían algunas más por recibir, vamos, no se..), le gritaba con voz de trueno:
-¡Imbécil, cagapoquito! ¡Ya te has vuelto a quedar dormido con la luz
encendida!-
Joder, si se la iba a cobrar dura al Tony. Pensó, frotándose la dolorida
mejilla. Sus putos muertos.

©1985 David Posse


PESADILLAS – 1

Joder, cuanto más lo pienso, menos lo entiendo. Lo único que sí sé es


que no tardaré en morir, y no sé por qué me molesto en escribir esto, si soy
consciente de que, primero, nadie lo leerá, pues hasta ahora, no he encontrado
a nadie vivo, y segundo, en el improbable caso de que haya quedado alguien
para leerlo, va a ser que no creo en la casualidad, y no creo que lo encuentre
aquí, en donde voy a dejarlo. Por eso digo que no sé por qué me molesto. Pero
lo hago. Tampoco tengo nada mejor que hacer, y escribo en una agenda que se
salvó de la destrucción, con un viejo bolígrafo que, aunque roto, también se ha
salvado, al menos de momento. Ambos encontrados entre las ruinas mientras
venía hacia aquí. Pero no sé bien lo que escribir, ni por donde comenzar, pues
no soy consciente de qué ha pasado, y por otro lado el frío viento me hiela y
con mis destrozadas manos apenas si soy capaz de esbozar algunas letras, pero
poco a poco, mis ideas se van formando.
Me encuentro en lo que antes se llamaba el balcón de Ourense. No
estoy muy seguro de cómo llegué aquí, excepto caminando, ni por qué mis
pasos me trajeron hasta este rincón. Pero algo no se puede negar, desde aquí,
el paisaje, la vista, es impresionante. Joder si lo es… Se divisa todo el valle
donde se asentaba la ciudad.
Lo primero que llamaba la atención en este lugar, famoso por su ca-
pilla en honor a San Benito, que tenía fama de curar las verrugas, era el río
atravesando la ciudad, entrando por el norte, allá en el fondo. El Padre Miño,
ahora muerto, como todo lo demás. Ya estoy aquí, san Benito, y escucha esto,
tío, te he traído una verruga de los cojones, a ver cómo te las arreglas para
curarla. Y si no puedes, mejor te la quedas, a mí ya me llega, ya voy sobrado,
yo. Y me estoy quitando, además. Así que te la puedes comer.
A tomar por culo todo.
Las letras nunca se me dieron bien, así que me resulta difícil descri-
bir algo que ya no existe. El paisaje, todo lo que alcanza mi vista, tanto a mi
alrededor como en el horizonte, las rocas, la capilla de piedra, la vegetación,
todo, hasta el mismo horizonte, aparece quemado, arrasado, fundido. Todo ha
desaparecido, todo borrado, de un plumazo. Solo puedo pensar que, si dios
existe realmente, al ver lo que sus hipócritas y sanguinarios representantes en
la tierra han hecho con sus enseñanzas, decidió borrar todo de un plumazo,
corruptores, corruptos, corruptibles y corrompidos, fieles o infieles, eso daba
igual, con la sana intención, tal vez, de comenzar de nuevo una vez más. Las
peñas que dan fama al lugar parecen ahora montones de queso fundido. Es un
buen comienzo, tío. Joder si lo es. Ya te digo.
El río Miño ya no atraviesa la ciudad, ha desaparecido, vaporizado,
evaporado, ¡qué cojones sé yo! Ya no está, es solo una cicatriz en el paisaje.
Por otro lado, pues tampoco hay ninguna ciudad, la verdad, solo un montón de
escombros, metal retorcido y piedras fundidas, los edificios más altos apenas
se levantan sobre el resto, eso sí, sus montones de escombros y ruinas son un
poco más altos, pero nada más, confusos montones que se vislumbran a la luz
de los relámpagos. Y este inclemente viento no tardará en dejarlo todo liso
y a la misma altura. Ya ni me molesto en mirar el horizonte, ¿para qué?, no
hay nada, nadie, ni una brizna de hierba, ni un animal arrastrándose por entre
la desolación. Ni un solo ser vivo. Nada. La desolación infinita, el miedo, el
saber que pronto moriré, de sed, de hambre, de lo que sea, de todo a la vez,
me hacen llorar. Dios, pudiste haberme dejado unas cuantas birras y un par
de paquetes de tabaco, y puestos a pedir, también algunas chinitas o algo de
marihuana, o un poco de todo eso, y por supuesto, papel y mechero ¿no?, y ya
puestos, pues creo yo que un lugar un poco más cubierto tampoco estaría mal,
aunque solo fuese para hacerme más llevadera tu venganza permitiéndome
poder encender el mechero sin que el cabrón de viento este lo apague sin re-
misión. Y eso que nunca creí en esa mierda de las religiones ni tragué con los
falsarios curas que decían hablar en tu nombre. Menos mal. Si llego a creer,
no quisiera pensar en cómo estaría ahora, oiga.
Pero debo dejar de divagar, me estoy helando, la oscuridad es aterra-
dora, y a pesar de que tengo la sensación de que es mediodía, parece noche
cerrada, y casi no distingo lo que escribo. El cielo está cubierto por un espeso
manto de nubes negras. Está así desde hace ya no se cuanto tiempo, desde la
última vez que vi el mundo normal. Pero hay luz, no está oscuro del todo. Los
relámpagos saltan en el aire, incesantes, uno tras otro, ora a mi lado, amena-
zando con hacerme chicharrón, pero no tengo tanta suerte, ora a kilómetros de
distancia, inmediatamente seguido de otro más allá, al cual seguirá otro más.
Y resultan aterradores, pues se producen en el más absoluto de los silencios,
sin el característico estallido de los truenos. Pero puedo oír, escucho el silbido
de este gélido aire, la sucia lluvia al caer, e incluso, en un momento de des-
esperación, creyendo que mis tímpanos hubiesen reventado, en un momento
dado, no hace mucho, grité, grité al viento con todas mis fuerzas maldiciendo
a quien nos había condenado, fuese humano o divino. Y pude escucharme,
pero estos relámpagos no producen el menor sonido, descargando aquí y allá,
iluminando fugazmente algún fragmento de la destrucción, resaltándolo con
una repentina descarga de luz.
Me siento muy solo, y estoy convencido de que algún cósmico male-
ficio cayó sobre la humanidad, destruyéndola. O eso, o algún hijo de la gran
puta apretó el botón que no era… Que en el fondo, venía a ser lo mismo. ¿Cuál
era la diferencia?. Para mi, ahora, no hay ninguna.
De cualquier manera, estoy convencido de que ningún ser vivo cami-
na ya sobre este planeta, al menos, no humano. Y tampoco de los otros, todo
ha muerto. Tal vez ratas, o insectos, hayan sobrevivido, no lo sé y tampoco
he visto ninguno. Recuerdo haber leído en algún lado que los insectos serían
los únicos supervivientes en caso de una guerra termonuclear global. Todo un
alivio. De todas formas, espero que mi cadáver les sirva de alimento. Al me-
nos, habré servido para algo en esta jodida vida. Y tampoco logro comprender
qué tipo de pecado pude haber cometido para no haber muerto con el resto del
planeta, para seguir con vida en este erial de muerte. Aunque sé que ya no me
queda mucho.
Recuerdo vagamente que, tras un día más, un día como otro cualquie-
ra, luego de salir del trabajo y de haberme estado tomando unas copas con
algunos amigos, me fui a cenar, ver un poco la tele, y luego a la cama. Y esa
fue la última vez que vi el mundo normal, el que siempre había existido. El
único que conocí.
Lo siguiente que recuerdo es que me levanté de entre un montón de
escombros como quien sale de una tumba, cubierto de polvo, desnudo y con
frío. Con mucho frío. El cielo estaba encapotado y furioso con la extinta hu-
manidad como lo está en estos momentos, sin que ni un segundo decreciese su
furia. Y yo no comprendía qué tipo de pecado había cometido el hombre para
provocar con semejante despliegue de ira la destrucción de su propio univer-
so. Como para confirmar mis lúgubres pensamientos, comenzó a llover. Una
lluvia negra, grasienta, helada.
En los primeros momentos no supe reaccionar a nada, estaba en esta-
do catatónico, miraba a mí alrededor, incrédulo, intentando comprender qué
estaba pasando, pero la idea tardó en aposentarse en mi mente. Luego comen-
cé a rebuscar entre los escombros. Pude encontrar varias prendas, más o me-
nos destrozadas, pero que podrían servirme, y un trozo de lona, de algún toldo,
con el que me cubrí de pies a cabeza, protegiéndome de la fría y negra lluvia,
y del huracanado y no menos frio viento, cuyos aullidos ese primer día, que en
ningún momento remitieron, no me impidió escuchar algunos apagados gritos
y gemidos, sobrecogedores suspiros, aullidos, apagados pero llenos de terror,
procedentes de las ruinas, señal de que todavía quedaba alguna gente viva,
atrapada bajo toneladas de destrucción. Quise ayudar, pero me resultó imposi-
ble, pues mis únicas herramientas eran mis manos, y me veía impotente, pues
se mostraron inútiles para esa tarea. Con el paso de las horas, el silencio reinó.
Solo persistió el viento, la lluvia y mis propios gemidos.
Recuerdo, como en una pesadilla, haber recorrido varias calles, o, por
lo menos, me arrastré sobre los escombros allí donde yo suponía que habían
estado esas calles, ya que no disponía de ningún punto de referencia, y una
montaña de escoria es igual a la siguiente, e idéntica a la anterior. Algunas
eran más altas que otras, señalando que allí hubo un edificio más alto que el
colindante, pero esa era la única diferencia. Nunca supe el tiempo transcurri-
do, encontré a veces algo comestible revolviendo entre las ruinas, consciente
ya por entonces de que nadie vendría a ayudarnos. Si es que todavía quedaba
alguien vivo sobre la tierra, probablemente estuviese en mi misma situación,
solo, abandonado, desesperado, a punto de morir y sin saber qué había sucedi-
do. Creo que fue en ese momento cuando tuve la sospecha, no, la certeza, de
que toda la humanidad había perecido en aquel cataclismo, fuese cual fuese.
La humanidad y todo rastro de vida. Y esa fue la razón, que me asaltó como
uno de estos relámpagos, que me hizo comprender, tener la certeza, de que
todos habían muerto y que yo era el último ser vivo sobre la tierra, aunque es
posible que alguien se mantenga aún con vida bajo las ruinas, pero, ¿por cuán-
to tiempo?. ¿Y yo qué? Y mi mente se preguntaba una y mil veces el famoso
¿por qué yo?
Y el viento huracanado comenzó a soplar más fuerte, más frio, como
respondiendo a mi inútil pregunta, arrastrándome por el negro barro formado
por la lluvia. Como si la naturaleza, o su mismo espíritu, quisieran borrar con
rapidez y sin dejar rastro sobre la superficie del planeta, la nefasta huella del
ser humano, incluido el diminuto punto de resistencia que yo debía repre-
sentar. Quisiera ahorrarme el recuerdo de lo penoso que resultó el camino.
El salvaje viento se regocijaba en hacerme caer una y otra vez, impulsando
las negras gotas de lluvia como si fuesen balas que golpeaban con furioso es-
truendo la lona con la cual me protegía, a duras penas, pues cualquier golpe de
viento podría arrancármela y dejarme casi desnudo ante la inclemencia de los
elementos, privándome así de mi escasa protección. No tuve más remedio que
acurrucarme entre dos pequeños muros, dos filas de piedras que señalaban el
lugar en donde antaño había habido casas, iluminadas por luz eléctrica y con
voces, vida, en su interior. Y ahora solo eran ruinas, escombros muertos que el
viento esparcía y la lluvia mezclaba con la tierra. Fue allí en donde encontré
esta agenda y este bolígrafo.
No sé cuánto tiempo pasé así. A veces, encontraba algo para comer, y
solo podía beber aquella aceitosa agua que caía del cielo. Si era veneno, bien-
venido fuese, y bebía con avidez, esperando el fin, pero para mi pesar, no me
mató. El viento me empujaba en mi caminar, y el tiempo ya no contaba, no sé
si solo fueron días, o tal vez semanas, que vagué sin rumbo, empujado por el
viento en aquella dirección, dada la imposibilidad de ir en su contra. Nunca el
tiempo me había parecido un concepto tan absurdo, relativo y abstracto como
hasta ahora.
Finalmente, la lluvia amainó lo suficiente como para permitirme lle-
gar hasta aquí, arrastrándome entre los restos de mi propia cordura. Y he deci-
dido no seguir. ¿Para ir a dónde? ¿Qué sentido tiene? Ya no hay a donde ir, y
este lugar es tan bueno como otro cualquiera, dadas las circunstancias.
Estoy cansado, sediento, hambriento, y mi cuerpo suspira, gime y
protesta por cada centímetro de piel, huesos, músculos y nervios. Mis pies es-
tán destrozados, pues hasta que se me ocurrió envolverlos en trozos del toldo,
caminé kilómetros y kilómetros entre las ruinas. Mis manos, de tanto apartar
escombros en busca de algo útil, están también destrozadas y casi irrecono-
cibles como tales, y apenas puedo sostener el bolígrafo. No las siento, pues a
causa del frio están casi congeladas como el resto de mi cuerpo. Supongo que
eso alivia el dolor.
No tengo ningún medio para encender un fuego con el que calentar-
me, pero aunque lo tuviese, la persistente lluvia lo anega todo, y por otro lado,
no hay nada para quemar, todo está pulverizado, arrasado…
Todavía permanece en pié parte del muro de la capilla, que me sirve
de protección, aunque bien escasa, pero menos es nada, contra el viento y la
lluvia, que en las últimas horas han cambiado el ritmo, ahora, a veces arrecian
durante horas, para calmarse de pronto, antes de volver a comenzar.
Intento pensar, para olvidar mis sufrimientos, tanto físicos como psi-
cológicos, en cosas bellas, recuerdos que ni el viento ni la lluvia ni la des-
trucción han conseguido arrancarme. Más bien se han reforzado, haciéndose
más nítidos. Cosas bellas que existían antes de que esta venganza cósmica se
abatiese sobre mi mundo. Antes de que me fuese a dormir, una lejana noche.
Una flor, o mejor, un ramo de flores, si, y el mar, o un amanecer, o ambas co-
sas, un amanecer en el mar, con el sol, o un cálido día de otoño… Tantas cosas
perdidas.
Estoy tan cansado.
Me gustaría que todo esto no fuese más que un mal sueño.
Pero no consigo despertar…

© 1994 David Posse


DIARIO HALLADO EN SUDAMÉRICA

Soy muy consciente del hecho de que el principio de este relato tal vez
no es el mejor para atraer la atención del lector, así que solicito indulgencia a
mis letras y ruego la continuidad de la lectura hasta el final, pero a veces uno
se encuentra con cosas, casos y situaciones insólitas, yo diría más, extrañas,
y sin saber ni cómo ni por qué, nos tropezamos de frente con que incluso un
simple tema de conversación intrascendente, por regla general muy diferente
al tema que la ha iniciado, aquél que ha sido causa de la hipotética conversa-
ción, puede llevar a cualquiera al lugar más sorprendente e increíble, o a las
situaciones más inesperadas e insospechadas que imaginarse puedan. Y no
sabes cómo narrarlas luego. Y ese es mi problema en este momento.
Si, si, ya sé que suena a tópico, parece que estoy chupando de Poe,
pero no se equivoquen, por favor, el caso es que no sé muy bien como comen-
zar. No soy escritor profesional, lo mío es otro campo, pero tengo que inmis-
cuirme, lo quiera o no, así que discúlpenme. Y prosigamos.
En fin, vamos a ver, voy a tratar de ilustrarlos un poco, para llegar a
donde quiero ir, y que ustedes, lectores, me sigan, aunque me vaya un poco
por las ramas. Tratar de poner una comparación, un ejemplo, para que os ha-
gáis una idea (si me permitís tutearos, claro, ya que habéis llegado hasta aquí.
Gracias por la muestra de confianza), de cómo son las cosas, los detalles, que
aquí relato, pues considero que es el momento de ponerlo por escrito para que
otros lo lean. Ardua tarea, pues lo que sobran son escritores. Pero lo que faltan
son buenos escritores. No me considero entre los buenos, por supuesto, pero
de todas formas... ¿Quien dijo miedo, habiendo tantas funerarias?
Pero dejémonos de divagaciones y vamos al grano, estoy seguro que
algunos de vosotros que ahora me leéis, habréis leído (valga la redundancia),
alguna vez un texto redactado en forma de diario, pese a que lo cierto es que
son escasos. Biografías personales, pues podríamos considerar esos escritos
como tales, o parte de alguna, hay muchas, algunas realmente interesantes que
pueden aclarar misterios o dudas, o ambas cosas, pero sobre todo, en su gran
mayoría son textos tediosos y absolutamente nada importantes, escritos por
gentes anodinas que no aportan nada realmente interesante que contarnos para
la posteridad, simplemente son gentes que se creen importantes sin haberlo
sido nunca por méritos propios, y cuyos libros escriben otras personas anó-
nimas, producto de consumo para zombis sin cerebro devoradores de textos
insulsos. La gente se interesa por conocer la vida de algunos de tales persona-
jes, principalmente si son populares, cosas de la publicidad y ciertos medios
de comunicación. Lo cual no habla mucho a favor del coeficiente intelectual
de quienes consumen con avidez ese tipo de literatura. Pero este no es el caso,
lo prometo.
Sigamos con lo nuestro, pues para que os pongáis al día, me refiero
a ejemplos como el famoso “Diario”, de Anna Frank o el no menos famoso
“Drácula” de Abraham Stoker, que podrían servir como ejemplo. ¿Vais co-
giendo la idea?, porque de eso se trata, pese a que Drácula es una obra de
ficción... Aunque no estoy yo muy seguro...
Entonces pasemos a hablar de diarios, que en el fondo, es lo que me
ha incitado a escribir esto que ahora leéis. ¿Cuántos de vosotros, lectores, ha-
béis tenido acceso al diario de otra persona? Levantad la mano, por favor.
Bien... De entre esos pocos que levantáis la mano... ¿alguno ha leí-
do algo realmente interesante? Y cuando digo “realmente interesante” no me
estoy refiriendo a los quince días que un amigo/a vuestro se pasó en un cam-
pamento de verano. O en donde vuestra amiga/o describe sus primeras expe-
riencias con el sexo o las drogas. No. No es eso... Lo que quiero decir es, si
en algún momento, alguno de vosotros habéis tenido acceso a algún diario
que contase o describiese cosas que pudiesen considerarse como realmente
interesantes. Y repito, con mayúsculas: INTERESANTES. Una mezcla entre
la señorita Frank y el señor Stoker. Hechos terribles como los descritos por el
segundo, pero reales (y no menos terribles) como la vida de la primera.
Lo más probable cuando leáis esto es que, de partida, deis por supues-
to que no es más que otra obra de ficción. Bueno, pues dejo al libre albedrío
del lector el juzgarlo.
Aunque tal vez tengáis vuestras dudas. Es lo normal en un escritor,
qué se puede esperar de tales fulanos, siempre diligentes cuando se trata de
confundir a sus lectores, engañarlos. Hacerles pasar la realidad por ficción. O
al contrario, la ficción por realidad. Solo hace falta leer la sección de Opinión
de cualquier periódico o las declaraciones de cualquier político.
Y es algo que, como no me considero escritor, NO pienso evitar. Lo
dejo a vuestra elección.
Pero dejémonos de divagar, y comencemos.

El día 20 de Junio de 1992, sábado para más señas, me hallaba en la


Muy Noble y Leal Ciudad de Betanzos (eso reza en su escudo, yo me abstengo
de opinar), pasando unos días de bien merecido descanso, aunque otros, gen-
tes ruines, soeces y envidiosas, por lo general, opinen lo contrario.
Ese día, después de comer, salí a pasear y tomar una copa, que se dice, y a la
vez tenía una cita con un amigo, con el que había quedado, y que para identi-
ficar de alguna forma, llamaremos José, buena gente. Amigo el cual, a su vez,
yo recordaba vagamente que me había dicho que tenía que ver a nosequién en
nosedónde porque.... Creo que la estoy liando. Me explico…
Resultó que el amigo José (que por cierto, llegó con una hora de re-
traso), tenía que visitar a un colega, para mí desconocido, el cual había tenido
un accidente en moto, del que, a pesar de todo, salió muy bien parado, y a esas
alturas se encontraba en su casa con una pierna y medio brazo metidos en una
gruesa y dura escayola.
Me pareció que el nosequién, la persona de la que yo había escuchado
hablar la noche anterior, era este fulano, pero tengamos en cuenta que después
de varios litros de cerveza y otras sustancias psicotrópicas, éstas ya habían
atascado mis oído y embotado mi mente, cosa normal, y lo cierto es que no
me había enterado de nada, no había prestado atención a lo que José me había
dicho de la tal visita, ni a eso ni a muchas otras cosas. Mi atención estaba cen-
trada en otra parte más sustancial y con más curvas. Aunque bastante difíciles
de conseguir, por otra parte.
En fin, cosas que pasan. Y no a mi solo, por cierto. Pero eso no viene
al caso. Tomemos a los políticos por ejemplo, cualquiera que sea su signo,
esos mismos políticos que después de la ebriedad de las campañas electorales,
las cuales deben de pasar entre grandes comas etílicos, puesto que luego no
recuerdan nada de lo anteriormente prometido al electorado, mantienen poste-
riormente su atención en otra parte, generalmente en su bolsillo, ignorantes de
lo prometido a las masas antes de que éstas los encumbraran al poder... Esto…
Bueno, creo que esto tampoco tiene mucho que ver con el caso que nos ocupa,
así que a lo nuestro.
Abreviando, que allí me fui acompañando a mi amigo en su visita. Si
el edificio tuviese solo otro retrete más, podríamos calificarlo de “mansión”.
Una joya, el lugar donde yo me pasaría tranquilamente el resto de mis días.
Un tremendo jardín, con un no menos tremendo cierre de piedra labrada todo
a su alrededor. Ya dentro, una enormes habitaciones (e innumerables, por cier-
to, ¿eran 8, 10, 15? ni idea, debo confesar que me perdí), todas soleadas y
ventiladas por generosos ventanales, que a su vez daban a un llamativo patio
interior.
Panorámicas vistas al mar. ¡Qué digo panorámicas!, estoy seguro que
si abriese cualquiera de las ventanas y me tirase de cabeza, caería en el mismí-
simo centro de las olas.
Luego de unas cuantas vueltas por los pasillos y pisos, y de ver (y ad-
mirar, por qué no), los tesoros que se ocultaban tras las cerradas puertas de las
habitaciones, donde José oficiaba de cicerone y se reservaba para mí el papel
de lego y mísero mortal al que es dado y le es permitido visitar la Morada de
los Dioses, ascendimos por unos amplios y cómodos escalones para desem-
bocar en otro largo pasillo adornado con costosos tapices e inidentificados
cuadros, pasillo también plagado de puertas que daban, a su vez, a más habi-
taciones y salones, y me ahorro el recuento de los cuartos de baño, que esta
vez José se abstuvo de enseñarme, supongo que por respeto a los dioses, o por
no hacerlos esperar, cosa que agradecí, ya me estaba dando arcadas la vista de
tanto retrete, y me condujo a una terraza que daba a la parte trasera. Al mar.
En un extremo de la terraza, pegadas a la pared, cómodamente ubi-
cadas a la sombra que proporcionaba un toldo de colorines estratégicamente
extendido, había varias sillas y un par de mesas, todo en inmaculado PVC
blanco. Allí mismo, sentado en una tumbona, con una pierna cubierta de es-
cayola, la cual estaba llena de garabatos, firmas y demás monitos de diversa
índole, y haciendo juego con la que le cubría el antebrazo izquierdo desde
la mano hasta el codo, soplándose una fría cerveza, para combatir el calor,
y ojeando uno de los varios periódicos que descansaban a su lado sobre una
mesa, se hallaba el, digamos, causante directo de lo que ahora estáis leyendo,
es decir, el tal nosequién.
Una vez presentados, como mandan las normas de la etiqueta, acomo-
dados, provistos con humeantes cigarrillos en una mano y unas gélidas cer-
vezas en la otra, servidas por la señora que nos abrió la puerta, comenzamos,
bueno, rectifico, más bien comenzaron, a hablar de temas de la más diversa
índole, para terminar disertando sobre lo jodido de la vida (lo que hay que ver,
el nosequién se quejaba...), y las de vueltas que da para no llegar a ninguna
parte.
Finalmente mantuvimos, (bueno, en lo que a mí respecta es un decir,
pues yo prefería observar lo bueno de la naturaleza antes que perder el tiempo
y el aliento hablando de cosas inútiles, que eso ya lo hago después de las doce
de la noche, y conste que no suelo hablar ni de política ni de fútbol, dos de
las cosas más inútiles), mantuvimos, repito, una discusión metafísica sobre si
uno puede o no cambiar su suerte, su destino, de alguna imprecisa manera y
escapar a la muerte, único fin de la vida (quimera inútil), o por lo menos, darle
largas, burlarla un poco más, arrebatarle un poco más de tiempo, robárselo en
sus mismas narices.
Ninguno de ellos parecía comprender que los caminos del destino los
hacemos según avanzamos por ellos, que nosotros escribimos nuestro propio
destino, lo único que ya está marcado de antemano es el camino, que siempre,
cualquiera de ellos, conduce al mismo fin: la muerte. Nosotros podemos ele-
girlo o descartarlo y tomar otro. La decisión, seamos o no consciente de ella,
siempre será nuestra, no del destino. Aunque todos los caminos nos lleven al
mismo lugar. Tal vez el punto de partida.
Nuestro anfitrión defendía su punto de vista (que os ahorrare) mien-
tras que José defendía el suyo (tranquilos, que también lo ahorraré). Hasta que
terminaron un poco mosqueados y la discusión elevó su tono.
En un momento de la conversación, nuestro anfitrión comentó:
-Todo eso es teología barata de la iglesia. Producto de consumo para
la masa aborregada y obediente. Sé bueno y haz lo que yo te diga sin protestar
ni cuestionarlo, e iras al cielo, si no, al infierno te condenas, con su fuego, sus
tormentos, su rechinar y su crujir de dientes. Basura, todo basura. Lo increíble
es que a estas alturas, todavía hay gente que se cree esas mierdas. Yo tengo la
firme creencia de que uno está predestinado desde el momento en que nace
y hasta que muere, a pasar por lo que tenga que pasar a lo largo de su vida,
sin posibilidad alguna de poder influir en ello. Independientemente de cómo
actúes, pues ya estás predestinado a hacer lo que has de hacer a lo largo de tu
vida. Yo, por ejemplo, estaba destinado a nacer rico-
Aquel comentario le hubiese generado un buen piñazo, lástima que no
me apetecía levantarme.
- Y una mierda, ese camino no lo hiciste tú, lo hicieron tus ancestros,
tú naciste sobre la ruta, como todo dios, te falta llegar al final. A ver como
lo terminas. Además, siempre puedes evitarlo suicidándote.- Metí yo ficha,
todavía sin entender de qué iba el tema, solo para vengarme del nosequién del
carajo y calentar un poco más el ambiente, mientras el accidentado pedía algo
en voz baja a la señora que por allí estaba, la misma que nos había abierto la
puerta.
-¿Y si tu destino final es suicidarte?- Dijo José contestando a mi co-
mentario -Siempre puedes evitarlo no suicidándote, ¿verdad?-
-¿Pero es que no lo comprendes?, ¡me estás dando la razón! Tomes
el camino que tomes, ya está predestinado, la meta siempre es la misma para
todos; la muerte. No hay salida-
-¡Vete a tomar por culo tú y tu predestinamiento!- Filosofó mi ami-
go.
Estaba claro que la pseudoteología de salón no era lo nuestro, pero
qué le íbamos a hacer.
La señora del servicio regreso poco después portando una vieja carte-
ra de cuero (y más cervezas), un portafolio con asas, o algo muy parecido, que
dejó al lado de nuestro anfitrión, en la mesa. Éste se desentendió un momento
de la conversación, mientras José seguía en sus trece. Yo prefería mirar la Ría,
con mayúsculas, por supuesto. El mar, el cielo, aspirar la brisa, dejarme aca-
riciar por el sol, escuchar las gaviotas, saborear mi cerveza, oler el salitre, en
fin, disfrutar del momento, ya me entendéis.
-Esto que aquí tengo podría usarlo como una prueba de mis teorías-
Comentó nuestro anfitrión, del que por cierto, aunque quiera nombrarlo de
alguna forma, no puedo, a menos que lo identifique en falso, pues no recuerdo
su nombre, ni falta que me hace. Seguirá siendo el nosequién. Más cosas de la
resaca.
-Se trata de un viejo diario, pero ignoro quién es su autor, pues no se
identifica en ninguna parte. Fue traído desde Perú hacia 1940 por unos emi-
grantes que se lo entregaron a mi abuelo, creyendo que tal vez fuese de alguna
persona de la familia, a la que ellos, los que lo trajeron, no conocían, pues, si
lo lees bien, veras que trae los nombres y apellidos de algunos de los persona-
jes que acompañaron a su autor, y como quiera que uno de ellos se apellidaba
igual que mi abuelo, al que conocían, y tal vez creyendo que pertenecía a
alguien de la familia, se lo entregaron a éste. Desconozco el lugar donde esos
emigrantes encontraron este manuscrito, supongo que se lo comentarían a mi
abuelo, pero si él lo supo alguna vez, ahora no hay forma de saberlo, excepto
usando algún médium. En el fondo, creo que no se trata más que de una casua-
lidad, y como digo, lo más probable es que alguien, cuyos apellidos coincidían
con los de mi abuelo, acompaño al autor anónimo-
El tipo manoseó la libreta, dándole vueltas entre las manos antes de
alzarla de nuevo ante nuestros ojos.
-Como digo, desconozco como este diario llego a manos de estas per-
sonas. Resulta curioso, pero parece ser que el diario completó el recorrido que
no pudo terminar su autor, y regresó, a saber cómo ni por qué, a su lugar de
origen. O casi. Mi abuelo, que yo sepa, no tuvo nunca nada que ver con los he-
chos ni con las personas que aquí se mencionan. Al menos, esa fue su postura.
Y me consta que nunca estuvo en ninguno de estos países. Viajó mucho por
Europa y África, pero, que yo sepa, nunca estuvo en América-
Abreviando un poco, que el fulano insistió en que yo leyese aquel
manuscrito, que debería devolver en el plazo de una semana, a lo cual me
comprometí (y cumplí, aunque con retraso), y que luego opinase al respecto,
en mi próxima visita. Hoy estoy convencido de que ambos me habían tendido
una trampa. Y mi venganza son estas letras.
Intenté dejar bien clara mi postura en lo referente a mi inexistente
Cátedra de Filosofía y Ética que el hombre pretendía colgar de mis hombros
como un Sanbenito. Lo cierto es que una vez leído aquel manuscrito, quedé
peor de lo que estaba, pero da lo mismo, ya que en el fondo, recordémoslo, yo
había entrado en la conversación por joder, ya que no tenía ni puta idea de cuál
era el tema de ésta. Aún hoy no consigo ver la relación entre la conversación
y los hechos narrados en el manuscrito, así que me perdonará el lector si me
salto la importancia o la intrascendencia de la conversación que mantuvimos
una semana después durante una sustanciosa y abundante parrillada de maris-
cos y me dedico a los hechos. En el fondo, es lo importante de este escrito, la
causa de su creación, no las conversaciones mantenidas durante el proceso.
Así que pasemos al diario.
El formato es el de un cuaderno, digo “es”, por que supongo que aun
obra en poder de nuestro anfitrión aquella soleada tarde, pues todavía vive (que
yo sepa, gracias al hecho de haber sustituido las motos por deportivos biplaza
descapotables de procedencia germana). Algo más grande que una agenda de
bolsillo, pero más pequeño que un cuaderno escolar, con una sobada tapa dura
forrada en piel o algo similar, y un pequeño cierre, todo oxidado e inútil, de
latón. Al primer vistazo a su interior, no menos sobado que el exterior, me di
cuenta que debía de ser la continuación de otro u otros anteriores, pues a pesar
de no faltar ninguna hoja, ni al principio ni al final, estaba inconcluso, y el
comienzo de la narración en las primeras hojas, describía los hechos cuando
ya estaban avanzados, no desde el principio de estos, lo que me indujo a creer
que se trataba, como digo, de la continuación de otro, cuando menos.
La letra era pequeña y picuda, con muchas faltas de ortografía, pero
perfectamente legible. Me gustaría saber qué usaba su autor para escribir en
aquellas latitudes, a pesar de que se trataba de tinta normal. ¿Plumillas?, ni
idea. Mi imaginación, desbarrando, sugirió que aquello había sido escrito con
una pluma de Cóndor, pero vaya usted a saber, lo más probable es que fuese
de latón.
El estado del diario, en general, era bastante bueno, pues a pesar de
que en algunas partes la humedad había corrido la tinta, por lo general era
bastante legible, y se notaba que había pasado las suyas, pues había manchas
cuidadosamente limpiadas, lamparones, e incluso en muchas hojas de distin-
guían perfectamente diversas huellas, probablemente dejadas por su autor o
algún posterior lector descuidado y poco dado a la higiene corporal.
Los hechos que allí se narran resultan bastante extraños, sobre todo en
su última parte, que es la que aquí reproduzco. Tratan de un grupo de personas
que van huyendo de alguien que los acosa de cerca, aunque mejor decir de
algo, pues en ningún momento identifica bien a su atacante, al menos, no con
seres humanos directamente, y tal huida los obliga a internarse en la Cordillera
de los Andes. Trataré de explicar un poco la trama tal y como yo la entendí.
Un grupo de aventureros, soldados españoles que al parecer regresaban de la
ex-colonia de Cuba cuando ésta bonita isla fue vergonzosamente cedida a los
yanquis, en busca de un personal “El Dorado”, parten hacia algún lugar de
Sudamérica, en donde provocan, o son la causa, o participes de una masacre
y una venganza. Las cosas van mal (la inexorable ley de Murphy ya actuaba
mucho antes de ser inventadas las tostadas), y nuestro puñado de supervi-
vientes, intentando salvar sus vidas, escapan y se ven obligados a internarse
en la gigantesca Cordillera Andina, ocho mil kilómetros de titánicas cadenas
montañosas, con altas mesetas, imponentes cumbres y profundos y estrechos
valles, por no llamarlos abismos, dependiendo del lugar desde el que se obser-
ve la cosa.
En esta parte del diario, esta gente, después de huir de dondequiera
que fuese, se localizan remontando el curso del río Madre de Dios, abando-
nando territorio de Bolivia y adentrándose en Perú, cruzando las montañas
e intentando por todos los medios llegar a Lima. A pie. El diario en sí, o al
menos esta parte, no es muy largo, y en sus fechas no consta el año, aunque sí
los días y meses. Personalmente, pero sin ánimo de influenciar en nadie, creo
que los hechos narrados acontecieron en la primera década del siglo XX.
Para que nadie pierda el hilo, resumiré un poco lo narrado en su pri-
mera parte, pues la ultima la transcribo tal cual, obviamente, mejorando la
caligrafía y la ortografía del narrador, pero sin poner o quitar nada de lo por él
expuesto, hasta llegar a los últimos días, desde mi punto de vista, la parte más
intrigante y de lo mejor del manuscrito.
Y si no, juzgadlo luego vosotros.
Mientras remontaban el río Madre de Dios a pie, abandonando la sel-
va e introduciéndose en la Cordillera, fueron atacados una vez más por sus
perseguidores, ya en territorio peruano, y sufriendo dos bajas más, a los que
tuvieron que abandonar sin poder darles sepultura. Al parecer, en un principio
eran diez los componentes de tal expedición, tres de los cuales murieron ya
en la primera escaramuza, y aunque consiguieron rechazar el ataque gracias
a su superior armamento (consistente, por lo que podido deducir, en varios
Winchester 1873, un Máuser 98 y varios revólveres Colt, Smith & Wesson y
Orbea del mismo calibre de los rifles, como se puede ver, de lo mejor de la
época. De nada) y a que internándose en las montañas, consiguen despistar, al
menos momentáneamente, a sus implacables perseguidores.
Finalmente, luego de incontables vicisitudes e interminables jornadas,
consiguen llegar a Cuzco, aunque bastante extenuados y en mal estado, donde
apenas tienen tiempo de descansar y reaprovisionarse, pues al parecer, sus
perseguidores ya los estaban esperando y los localizan enseguida, sin tiempo
para poder comprar o tomar prestadas algunas monturas con las que completar
su travesía y poder largarse. Viéndose obligados a reemprender su huida sin
apenas haber podido aprovisionarse, pierden otro compañero de una manera
que el autor no especifica. O tal vez prefirió pasarla por alto. Escapan hacia
las montañas, cruzan el río Apurímac e intentan desesperadamente llegar a
Ayacucho.

En algún lugar de la cordillera andina, entre Cuzco y Ayacucho.


17 de Diciembre
La noche, como siempre en esta tierra, en estas montañas, es cada vez
más fría. Y las montañas... Cuanto más lo intento, menos lo consigo, pues no
sé como describirlas, no encuentro las palabras necesarias, pues son impresio-
nantes. Llevamos ya varias semanas, meses, atravesándolas. No sé, lo cierto
es que la única referencia que tengo de la fecha es este diario. Y no estoy se-
guro de que hoy sea realmente el día que anoto. Ya he perdido la cuenta. No
tenemos ni idea de donde se encuentra Ayacucho, aunque las mediciones de
Joaquín, los mapas y la brújula, parecen indicarnos que vamos en la dirección
correcta, pero en lo que a mí respecta, no tengo ni idea de en donde nos en-
contramos ahora nosotros, y creo que todos estamos en la misma situación, no
sabemos en qué día vivimos ni en donde nos encontramos realmente. Y aquí,
la caza escasea, parece que estamos a demasiada altura para que viva nada
excepto nosotros en estas planicies en donde solo crecen las piedras. Y si algo
vive por aquí, tiene la precaución de ponerse a buen recaudo y no dejarse ver,
solo encontramos la escasa vegetación, propia de la alta montaña, pero esta
también escasea a veces, y solo encontramos tramos pedregosos y algunas
capas de hielo, a veces. Incluso nosotros, cada día que continuamos en estas
cumbres, no nos acostumbramos, y tenemos problemas para respirar con nor-
malidad, sin contar que cada día estamos más agotados. Aquí solo hay un tipo
de bestias, esas grandes aves, como buitres, los Cóndores, y nosotros, pobres
desesperados, esperando la muerte.
Joaquín esta desmontando el mosquetón para limpiarlo. Carga tam-
bién con el rifle que arrebató del cadáver de Antonio (D.E.P), pero ya no de-
ben de quedarle muchas balas, y pronto tendrá que abandonarlo, es una lásti-
ma, pues este Máuser es más potente y efectivo que los otros, sobre todo en
largas distancias, tal y como pudimos comprobar en Cuba, sobre todo contra
los americanos. Les dimos bien allí, en las Lomas de San Juan. Lástima… Yo
también debo de limpiar mis armas. Es curioso, antes de que nos enviasen
con la milicia a Cuba hace ya casi 15 años, nunca había visto ni disparado un
arma, y ahora... ¿a cuántos habré matado? De todas formas, ahora no tengo
ganas de limpiar nada, prefiero escribir un poco, a pesar de que me encuentro
nervioso, intranquilo. Joaquín y los otros parecen no saber nada, o tal vez lo
fingen, pero yo no puedo continuar así, pues tengo el presentimiento de que un
nuevo elemento se ha sumado a la cacería, al juego de la muerte, y mientras
escribo ahora, estoy plenamente convencido de que algo nos acecha. Esto no
es lo mismo que luchar contra los moros marroquíes, los rebeldes cubanos, los
americanos, o esos indios que nos siguen. Esto es otra cosa.
Sea lo que sea, comencé a notarlo ayer por la noche, mientras hacía mi
turno de guardia, sobre la una de la madrugada, más o menos, y cuando toda-
vía me quedaba como una hora antes de despertar a José, para su turno. Había
echado un par de leños al fuego, para que no se apagase y nos congelásemos,
ardían lentamente, sin apenas llama que delatase nuestra posición, cuando un
repentino desasosiego, como un timbre, me sobresaltó, nunca antes había te-
nido una sensación tan de peligro inminente como en ese momento, llenando
mi espíritu de intranquilidad y temor.
Rápidamente, abandoné mi sitio junto al fuego, con mi arma lista para
disparar, ocultándome entre las sombras, temiendo otro ataque de aquellos
fanáticos y maldiciendo a Joaquín, que nos había arrastrado a aquella empresa
que ya había costado muchas vidas, tanto por nuestra parte como por la de los
indios. Y las que faltaban. Permanecí un rato con la espalda pegada contra las
rocas, observando el campamento, las envueltas figuras de mis compañeros,
arracimados alrededor de la hoguera, que se movían inquietos ellos también
en sus sueños. Sin embargo, allí no había nada, nadie. La pequeña meseta al
abrigo de las rocas en la que nos encontrábamos estaba vacía, descontando
nuestra presencia. Pero aquella sensación de miedo ciego, de que alguien es-
taba vigilándonos, seguía allí, en mi alma.
Excepto los bultos de mis compañeros, allí no había nada, la meseta
estaba libre, pero debido a la escasa luz de las brasas, no era posible el saber
si allí, donde las sombras eran más profundas, había alguien. Afortunadamen-
te, habíamos escogido bien el terreno y no era posible que nos atacasen por
sorpresa, pues solo un estrecho camino ascendía hasta donde nosotros nos
encontrábamos, si es que un tajo abierto por el agua de la lluvia puede deno-
minarse camino. Sin embargo, mi inquietud iba en aumento, hasta el punto de
convertirse en un grito de alarma que resonaba dentro de mi cabeza, mientras
violentos escalofríos me subían por el espinazo. Ya me hallaba a punto de dar
una voz de alarma, cuando tal inquietud desapareció de pronto, como si nunca
hubiese existido, aquella extraña y alarmante sensación pasó desapareció, mi
miedo y mis temores se desvanecieron por completo.
En un momento me encuentro asustado, temeroso, sobresaltado, y al
momento siguiente, no hay nada, todo sentimiento sombrío o de alarma des-
apareció de mi mente. Permanecí allí un rato mas, oculto, con el rifle fuerte-
mente agarrado entre mis manos, confundido por mis sentimientos y sin poder
explicarme qué había pasado, más alarmado por la sensación en sí, algo que
nunca había sentido, que por la posible presencia al borde de las sombras de
nuestros enemigos, listos para degollarnos, pero ya nada me inquietó, aquella
extraña sensación se fue de la misma manera que llegó, supe que nada nos
iba a atacar aquella noche, no sé cómo, pero estaba seguro de ello, así que
continúe con mi turno, al pie del fuego, con toda tranquilidad, pero preparado,
sabiendo que uno nunca debe confiarse cuando se encuentra en terreno desco-
nocido, y menos aún con el enemigo acosándote, hasta que me llegó la hora
de irme yo a tumbar y procurar dormir un rato. Desperté a José, yo me acosté
y finalmente, conseguí dormirme, mirando las frías estrellas andinas.
Pero ahora comienzo a sentirme igual, ya no estamos en aquella me-
seta, pero el mismo sentimiento de inquietud, la misma señal de alarma, co-
mienza a invadirme. No fue un sueño, ahora estoy seguro de eso.
Creo que, aunque no me apetezca, es hora de dedicarle un poco de
atención a mis armas.

18 de Diciembre
Me ha tocado el último turno de guardia, poco antes del amanecer. Me
despertó Joaquín antes de tumbarse un rato más, para intentar descansar un par
de horas, me cubrí con mi manta y me senté junto al fuego, con el rifle prepa-
rado. Como me tocó el último turno, también me tocó preparar algo de café
para el desayuno, con algunas tiras de carne ahumada, dura como el pellejo de
un cuerno, de la que tenemos bastante provisión, pero que debemos racionar,
pues no sabemos cuándo encontraremos alguna aldea, población o algún sitio
habitado. Todavía estaba algo inquieto y medio dormido e intentaba reme-
morar mis experiencias. Ponerlas en orden, pues tenía vagos recuerdos de
un sueño o pesadilla, pero me resultaba imposible decir el qué, pues la había
olvidado por completo y no conseguí atraerla de nuevo a mi cabeza.
Más tarde, mientras caminábamos, o por lo menos eso intentamos
desesperadamente a través de estas montañas, me acerqué a Jesús, que había
cubierto el turno de doce a dos, y mientras avanzábamos torpemente, bus-
cando pasos por donde no los hay, agobiados bajo el peso de las armas y las
mochilas y casi sin aliento que llevarnos al pecho, a causa del escaso aire,
hablé con él. Hablamos en un principio de cosas sin importancia, el tiempo,
la marcha, Cuba, y luego llevé la conversación hacia las guardias. Y Jesús me
confirmo en mi inquietud. Me contó que, hacia la una, creyó, o le pareció,
ver a alguien rondando el campamento, pero que luego, no fue nada, solo las
sombras... Pero durante unos instantes fue presa de un gran miedo a aquello
que él creía que le espiaba desde el otro lado del muro de las sombras, y es-
tuvo a punto él también de disparar. Ya es bastante peligroso para nosotros el
abrir fuego contra alguna pobre bestia que tenga la mala suerte de cruzarse
en nuestro camino, pues estas montañas devuelven el sonido de unas a otras
repitiéndolo hasta el infinito, y nuestros perseguidores están algo más cerca
que eso.
Ya por la noche procuramos, al encender el fuego, buscar un sitio cu-
bierto, al abrigo de miradas indiscretas, bien oculto y que no sea muy visible,
cosa que no siempre conseguimos encontrar, pero entre estas áridas alturas
rocosas es fácil, si se busca bien. Es necesario hacerlo así, pues las llamas, aun
las pequeñas, son un faro en la oscuridad, que se ve desde muy lejos si no se
toman las precauciones debidas. Y tenemos que encender fuego, aunque no
quisiéramos, so riesgo de morir congelados por culpa de las frías noches. Pero
un disparo, aun a pleno día, se puede escuchar desde muchos kilómetros, y dar
pie a que nuestros perseguidores nos localicen. Aunque tengo la impresión de
que ya hace días que lo han hecho. De alguna manera. Seguir el rastro escaso
que dejamos, entre estas montañas, es el clásico dicho de la aguja en el pajar.
Pero aun así y todo...
Nada comenté a Jesús de mis propios temores. Luego, nos detuvimos,
sobre el medio día, para descansar y reponer fuerzas comiendo algo, aunque
sean duras tiras de carne, cosa de hora y media, como todos los días, para
luego continuar nuestro camino rodeados por todas estas cumbres que se al-
zan sobre nuestras cabezas, aunque por la noche tratemos de ocultar nuestro
fuego, cualquiera subido en aquellas alturas no tendría la menor dificultad
para encontrarnos. Y cada vez que levanto la vista para ver el pedazo de cielo
que se abre sobre nosotros, medio oculto por las cumbres, que se extienden
allá donde pongas la vista, me doy cuenta de la pequeñez e insignificancia del
hombre comparado con el resto de La Creación. Nos vemos tan insignifican-
tes, rodeados de tal grandeza...
Ahora, que ya está oscureciendo, estamos al abrigo entre unas rocas
que hacen de pantalla a la luz del fuego, bajo un enorme saliente. Durante
un buen rato, y divididos en parejas, recorrimos los alrededores en busca de
madera y ahora, tenemos bastante provisión para toda la noche y arde un buen
fuego, aunque no muy alto, más bien brasas, un buen montón, que no da tanto
calor pero si menos luz y repitiendo el ritual de todos los días, nos disponemos
a limpiar nuestras armas. Esta noche le toca a Joaquín el turno de doce a dos.
Más tarde
Ya hemos limpiado nuestras armas y cenado, ahora estamos cada uno
tumbados, envueltos en nuestras mantas y lo más cerca posible de las brasas.
Hemos hecho recuento de munición, y todavía tenemos bastante, al menos de
momento, unas ciento cincuenta balas cada uno, que nos sirven indistintamen-
te para el revólver o el rifle. El único escaso de munición es el mosquetón de
Joaquín, solo le quedan unas veinte balas. Hoy me ha tocado el primer turno,
hasta las doce, que es el más largo, comienza desde que nos paramos y hemos
cenado, independientemente de la hora, sean las seis, sean las ocho, hasta las
doce, pero luego ya no haces mas turnos hasta que hay que levantarse. Y aho-
ra, mientras todos duermen, o lo intentan, estoy aquí, sentado frente al fuego,
escribiendo a la escasa luz, y mirando las brasas, pienso en lo que hemos
dejado atrás, nuestros amigos y nuestras familias, que nos creen en Argentina.
Todo lo dejamos todo atrás para embarcarnos en esta loca y mortal empresa.
Las cosas no tenían que haber salido así, a estas alturas del año, deberíamos
estar realmente en Buenos Aires, ricos como Creso, y aquí estamos, diezma-
dos, fugitivos y luchando por nuestras vidas.
Mañana seguiré, ahora no tengo más ganas de escribir.

¿20 de Diciembre?
Los acontecimientos se han precipitado, y hasta ahora no he tenido
tiempo ni fuerzas para escribir, así que tratare de resumir lo acontecido desde
hace dos o tal vez tres noches. Ya no estoy seguro de nada.
Joaquín nos despertó hacia la una y media con un disparo, y rápida-
mente, en cuestión de segundos, como buenos soldados de las fuerzas colo-
niales, todos nos dispusimos a repeler una agresión, Joaquín gritaba algo que
no conseguí entender entre la confusión, pero decía algo sobre alguien que
rondaba justo en los límites de las sombras. Hay que ver, sentir, palpar, la
oscuridad que desciende sobre estas titánicas montañas para creerlo, asemeja
una negra niebla sólida, es algo que también se me escapa a todo concepto de
descripción, excepto, tal vez, el de negrura infinita. Rápidamente avivamos el
fuego, para tener más luz, pero no había nadie, nada, solo sombras silenciosas.
El resto de la noche transcurrió en un duermevela, al menos para los demás,
pues yo tenía el convencimiento de que era mejor descansar, pues, fuese lo
que fuese, ya se había marchado, lo notaba, creo que todos sin excepción lo
notábamos, y de momento estábamos tranquilos. Cuando amaneció, nos dedi-
camos a explorar los alrededores a la luz del día, pero no encontramos nada,
ni el menor rastro de visitantes nocturnos, ni una huella.
Cuando nos cansamos de buscar, lo cual quiere decir pronto, empren-
dimos nuestro camino.
Pero todos parecíamos muy inquietos, realmente el más tranquilo pa-
recía ser José. Pero comprendí que él era el único que de momento, desde que
yo había notado aquella sensación, no había realizado guardias a aquella hora
fatídica, y marchaba con más tranquilidad, mientras los demás mirábamos una
y otra vez a nuestro alrededor, tal vez esperando ver surgir del suelo una som-
bra, o saltando desde una roca sobre nosotros. Luego, como siempre, sobre
el medio día, nos detuvimos para descansar y comer un poco, pues desde el
disparo de Joaquín, no había sido posible el dormir medianamente bien, a pe-
sar de mi falta de preocupación, y estábamos más rendidos que de costumbre.
Jesús interrogó a Joaquín, sobre lo que ellos y yo también, habíamos visto, o
más bien, sentido, o lo que había sucedido, y finalmente, yo también me animé
a relatar mi experiencia. Hablamos largamente, y terminamos con el conven-
cimiento de que, fuese lo que fuese o fuese quien fuese lo que nos acechaba,
desde luego no eran los indios de aquella tribu los que nos perseguían. Se
trataba de algo más sutil, más terrible. Estábamos seguros de eso.
Joaquín nos contó que, cuando ya llevaba buena parte de su guardia
liquidada, comenzó a sentir miedo, a sentirse intranquilo, lo que lo llevó a ex-
tremar sus precauciones, lo mismo que yo había hecho, y Jesús igual. Se había
puesto en pie, escuchando el silencio que envuelve estas cumbres, observando
con insistencia a su alrededor, intentando penetrar las sombras, y alejándose
del fuego, con objeto de ofrecer menos blanco, para finalmente, ocultarse en-
tre las piedras, cubriéndonos con su arma, mientras su malestar aumentaba,
hasta el punto de recorrerlo auténticos escalofríos. Finalmente, vio o creyó ver
algo moviéndose al borde del círculo de luz, pero envuelto en la oscuridad,
nada definido, solo una vaga sombra algo más densa que las otras, hasta que
pareció desaparecer, fundirse, volver a adentrarse en la oscuridad, cuyo límite
había acariciado. Sin embargo, su miedo fue en aumento, y siguió escrutando
la negrura, hasta que de tanto forzar el oído, creyó escuchar algo, y luego
sintió como un ligero rumor, como un perro gruñendo bajo, como si estuviese
gruñendo a unos seis metros a su derecha, y vio, o creyó ver, no lo puede ase-
gurar, un par de ojos, grandes, reflejando una luz verde a la débil iluminación
de las brasas que lo miraban fijamente, y que parecían acercarse, ahora en un
silencio total y absoluto. Sin pensarlo dos veces, apuntó entre los ojos y dispa-
ró. Los ojos desaparecieron en la oscuridad. El resto ya lo sabíamos.
El día transcurrió sin novedad, excepto que nuestros temores crecen a
medida que se aproxima la noche, azuzados, más si cabe, por las consecuen-
cias que podría traernos aquel disparo, que nos ubicaba como si fuésemos un
faro, sumergiéndonos otra vez en las sombras de las montañas. Mientras pre-
paramos el campamento, revisamos nuestras armas y afilamos nuestros ma-
chetes en previsión de cualquier contingencia, sorteamos los turnos de guar-
dia. A Joaquín le ha tocado el primer turno, hasta las doce. El turno fatídico
le toca a José, entre las doce y las dos de la madrugada, horas en que suceden
estos inquietantes y extraños hechos. Lógicamente, yo continué durmiendo
hasta que Jesús me despertó, bueno, nos despertó a todos.
José no aparecía por ninguna parte. Su rifle estaba apoyado contra una
roca, y por el suelo, su revólver y su machete. Joaquín miró rápidamente entre
nuestras cosas, creyendo que tal vez nos habría abandonado, pero, ¿a dónde
iba a ir? El caso es que no falta nada, excepto la ropa que José llevaba puesta,
y es fácil concluir que no nos ha abandonado. Más bien alguien, o algo, se lo
habrán llevado. Pero esa es nuestra opinión, y no estamos muy convencidos,
pues en plena noche, en completo silencio, sin la menor huella, rastro o pista,
y José no era precisamente de los que se dejan llevar al matadero así como
así. Todos habíamos librado muchas batallas. Los Mambises cubanos eran
temibles enemigos, José era hombre con los cojones bragados y bien puestos,
él no iba a dejarse sorprender por nadie, y menos entregarse sin luchar. Como
ya he mencionado, es difícil el seguir, o el buscar huellas en esta inmensidad
montañosa donde solo hay piedras de todos los tamaños y es difícil dejar hue-
llas, aunque se quiera, y por supuesto no hallamos nada. El grupo de diez, que
habíamos salido desde La Habana, se había reducido a tres.
Después de buscar infructuosamente durante toda la mañana, decidi-
mos continuar.

Más tarde
Otra dura marcha a través de estas montañas. A media tarde hicimos
un alto para descansar y comer algo, y vuelta a seguir caminando. De nuestro
atacante, o atacantes, ni rastro. En estos momentos estamos acampados en un
profundo valle, alrededor de una pequeña hoguera, y sumidos en la más abso-
luta oscuridad, a pesar de que todavía es de día.
Unas nubes, por encima de las inalcanzables cumbres de las monta-
ñas, reflejan los últimos rayos del sol, atrayéndolos y volviéndolos un colorido
arco iris, todo dentro de las tenues nubes, y durante unos segundos, una paz
interior me inundó al contemplar aquel espectáculo.
Pero la noche continua cayendo y en estos momentos, nos encontra-
mos los tres bastante nerviosos. Tuvimos una pequeña discusión mientras re-
cogíamos algo de leña, pero ninguno de nosotros tiene ninguna duda sobre el
fin de José, sabemos que a estas horas está muerto. No hacía falta que Joaquín
nos señalase lo obvio, solo, sin agua, comida, armas, etc.
Estábamos también de acuerdo en que alguien lo había sorprendido
mientras realizaba su turno de guardia. Estábamos de acuerdo, pero ninguno
lo creíamos. Los diez que tomamos parte en aquello, habíamos luchado juntos
en el mismo batallón a lo largo del último año de la guerra, y separados casi
toda, que la tuvimos que bregar entera, y que fue mucha, y conocíamos el
valor de cada uno. Estábamos de acuerdo, pero ninguno lo creíamos.
Porque hay un montón de preguntas sin respuesta y que nos intri-
gan. Por ejemplo, en estas tierras, unas armas como las nuestras serian un
trofeo espléndido para cualquiera. Todavía recuerdo el saqueo al que fueron
sometidos nuestros compañeros caídos en la primera escaramuza, pues aquí,
solo el ejercito, los contrabandistas o los terratenientes y sus allegados, están
medianamente bien armados, lo que quiero decir es que, si José fue atacado
por nuestros perseguidores, estos no perderían la ocasión de hacerse con unas
buenas armas, que aquí representan mucho, sobre todo, si pensamos que aquí,
los indios cuentan con algunos rifles y pistolas de carga frontal, o de chispa,
raramente con armas modernas, siendo su armamento habitual las efectivas y
mortales flechas y cerbatanas, machetes, hachas, lanzas, mazos de madera con
incrustaciones de piedra o enrollados con alambre de espino, al menos, eso es
lo que he podido observar.
Sin embargo, en esta ocasión las armas fueron simplemente abando-
nadas, fuese quien fuese nuestro atacante, las dejó allí. Recogimos las muni-
ciones, pero dejamos las armas, ante la inutilidad de cargar con ellas.
Sobre lo que sí nos pusimos de acuerdo es que por fin parece que
comenzamos a descender hacia la costa, llevamos ya mucho tiempo con fre-
cuentes molestias, y también comienza a escasear el agua, pues, en contra de
lo que pueda parecer, no es fácil encontrar agua en medio de estas cumbres,
de hecho, llevamos ya unos tres días sin localizar ninguna fuente o arroyo,
viéndonos obligados a derretir hielo o nieve cuando la encontramos.
Jesús incluso dijo haber divisado a lo lejos, entre los valles, vegeta-
ción selvática, o a él le parecía, lo cual, de ser cierto, pues para mi todas las
plantas son iguales, quiere decir que hemos dejado atrás lo peor, pues hemos
atravesado la Cordillera Andina de este a oeste.
A pesar de nuestros temores, nos disponemos a descansar y pasar la
noche ignorantes de lo que esta pueda traer consigo.
¿Veremos el próximo amanecer?

¿22 de Diciembre?
Espero que el cielo se apiade de nosotros, nunca debimos seguir a
Joaquín y Rafa en esta maldita empresa. Pero ya de nada sirve lamentarse.
En estos momentos, cuando esto escribo, ya solo Jesús y yo permane-
cemos con vida.
Después de todo, Jesús tenía razón, ahora ya descendemos entre las
montañas, por fin las hemos atravesado y la vegetación selvática comienza a
dejarse ver. Y ya podemos respirar mucho mejor, sin esa sensación de ahogo
que nos ha acompañado durante los últimos cientos, miles de quilómetros, y
hasta ahora.
También nos sentimos más fuertes, y ya hemos visto algo más que
aves carroñeras.
Joaquín ha pagado caros todos sus actos de barbarie, todo aquello que
cometió, o más bien, cometimos, desde que pisamos esta tierra. Y hace ya casi
dos noches que no dormimos, desde la última vez que he escrito. Pero vaya-
mos por partes. Ayer, al amanecer, y después de una larga noche en vela, en la
que estuvimos casi en una tensión constante, descubrimos por fin a José.
Tal vez no disponga de otro momento para escribir, pero trataré de no
precipitarme e intentaré plasmar por escrito los acontecimientos de las últimas
horas, pues un funesto presentimiento nos ahoga. Más que presentimiento,
certeza. En la mitad de la noche, mientras cabeceábamos al pie del fuego, nos
alarmó una especie de alaridos, emitidos por alguna bestia desconocida, y que
desde luego, no se trataba de un puma, sino más bien de un oso o algo similar.
El caso es que no hay osos en estas montañas. Lo más peligroso con lo que
podríamos toparnos, todo lo mas, un jaguar, con los cuales ya nos habíamos
topado, pero eso es lo más peligroso, que nosotros sepamos, que hay por aquí.
Si exceptuamos al hombre.
¿Pero un oso? No en estas montañas, repito. Aquí no hay osos que
valgan. Y en cuanto al jaguar, pues lo mismo, no andan por estas alturas. Más
bien, por la selva, pero por estas cumbres es difícil ver ninguno, por no decir
imposible, aunque yo no sé mucho sobre estos animales. Ahora que lo pienso,
no hemos visto ninguno desde que dejamos la selva. De todas maneras, es solo
para hacer una comparación. En realidad, ni jaguares ni osos podrían emitir
aquellos maullidos y alaridos de dolor que nos congelaron el alma.
Al amanecer pudimos ver varios cóndores dando vueltas en el aire a
unos cientos de metros de donde nos encontrábamos. Levantamos el campa-
mento y seguimos nuestra marcha.
Avanzamos en dirección hacia donde estas aves carroñeras volaban
con la intención de posarse, atraídos por la curiosidad. Lo cierto es que ningu-
no esperábamos lo que nos íbamos a encontrar, la intención era cazar alguna.
No era la mejor carne, pero era la única fresca que teníamos a mano. Y a fin de
cuentas, ¿qué es un Cóndor, si no una gallina grande? Bastaba con no pensar
en su dieta. Pero pudimos darnos de cuenta de que no parecían tener la cosa
muy clara, pues no se decidían a posarse realmente, cosa rara, pues cuando
planean cerca de la tierra en círculos es porque han encontrado alguna carroña,
igual que las tiñosas de Cuba, y con tantos revoloteando y dando vueltas, la
carroña debía ser grande. Y aún ahora no sé por qué no lo tenían claro, qué era
lo que les impedía acercarse.
Y entonces vimos a la carroña por la que estaban allí. Tanta carne
junta...
Debía de parecerles raro.
A nosotros no solo nos pareció raro, si no también aterrador. A veces,
después de tantas experiencias, la gente, o al menos la mayoría de la gente,
terminamos acostumbrándonos a cualquier cosa. Bueno, casi cualquier cosa.
A estas alturas, todos habíamos visto muchas muertes en los últimos
tiempos. Acuchillados, apaleados, ahorcados, empalados, quemados, descuar-
tizados, macheteados, a tiros, ahogados. Y más, mucho más que es preferible
no recordar. Todo lo de malo que poseemos lo usamos contra nosotros mis-
mos. Ni las alimañas se ensañan tanto entre ellas.
Aunque ninguna alimaña podría haber hecho aquello. Todos nosotros,
los tres, hombres curtidos y de hígados, vomitamos hasta la primera leche que
mamamos. Y sin poder evitarlo.
Trato de escribir fielmente lo que hemos visto y vivido con la mayor
fidelidad posible, pero mi mano flaquea y mi mente se niega ya a asimilar
tanto horror. Me cuesta un gran esfuerzo dominar mi pulso y tiemblo al tener
que recordar, pero está todo aun tan fresco en mi cabeza. Y no tengo otro re-
medio.
Extendido sobre unas peñas, al otro lado de un estrecho pero profundo
cañón, estaba expuesto un sangriento y descarnado esqueleto, a su derecha,
como si se hubiese sacado la ropa y la cuelga de una percha, toda su piel, cui-
dadosamente extendida y colocada. Los huesos, totalmente limpios, y no por
culpa de las aves, las cuales, a pesar de rondarlo en gran número, ninguna se
acercaba a varios metros del cadáver. Las más osadas ya habían tomado tierra,
pero describían círculos sin atreverse a aproximarse.
Creo que la piel, más que los huesos, fue lo que atrajo con más inten-
sidad nuestra atención, pues solo un experto cirujano podría haber sido capaz
de despellejar un cadáver con tanta precisión.
Por lo que pude observar, habían cortado rudamente por detrás de la
cabeza, pasando por detrás de la oreja y descendiendo por la garganta hasta el
centro del pecho, bajando hasta la entrepierna, cuyos órganos colgaban flácci-
dos hacia la izquierda.
Un corte limpio descendía por cada brazo, pierna, dedo. Y a partir de ahí deja-
ron el cadáver limpio de piel y músculos, quedando la piel colgada a un lado
del esqueleto, sobre la roca, por la cual descendían regueros de sangre que
formaban extraños dibujos y filigranas en la piedra.
A la izquierda del esqueleto, los despojos, los órganos internos en un
montón, estomago, riñones, hígado, pulmones, e incluso, Dios me perdone
si me equivoco, creo haber visto palpitar aquel corazón. Y ninguno nos atre-
vimos a mantener la mirada de aquellos ojos, que nos suplicaban desde sus
despellejadas cuencas.
No podíamos hacer nada por aquellos pobres despojos, ni siquiera
darle cristiana sepultura, pues solo siendo una de aquellas aves se podría llegar
hasta donde estaban los restos, lo que nos planteaba otros interrogantes. Creo
que todos supimos en ese momento de donde provenían los escalofriantes
maullidos y gruñidos que nos habían helado la noche anterior.
E incluso estas carroñeras, como ya he dicho, no parecían tener la me-
nor intención de acercarse hasta ellos a pesar de ofrecer un suculento bocado,
y de nuevo me pregunté el por qué.
Tambaleantes, aterrorizados, desesperados, y con la sensación ago-
biante de que no podríamos escapar a nuestro destino, continuamos cami-
nando durante horas hasta que, si a todo lo anterior le sumamos que también
estábamos extenuados, agotados y hambrientos, acordamos hacer un alto para
descansar y de alguna manera, reponer fuerzas. Nos dispusimos a pasar la
noche.
No creo que consigamos sobrevivir a lo que nos aguarda, sea lo que
sea o quien sea, está en alguna parte, esperando, aguardando, sin prisas, un
cazador, un depredador en este infierno de desolación y venganza, sediento de
sangre y muerte.
Pero debo procurar ceñirme a los hechos, pues creo que todos estuvi-
mos por aquí los últimos días con la mente en blanco, procurando no pensar,
y no recordar todo lo que hemos visto y vivido.
Cerca de donde acampamos crecía un pequeño manantial de agua
donde nos aprovisionamos. El ruido de la selva, por la noche, ya resulta casi
insoportable, después del silencio espectral de aquellas cumbres resulta casi
molesto o insoportablemente placentero, como una llamada de salvación, a
pesar de que no hemos llegado aún a terreno selvático, es como un murmullo
o un zumbido persistente y monótono. Yo estaba convencido de que si con-
seguíamos llegar a la selva estaríamos salvados, pero también estaba conven-
cido de que nunca llegaríamos, y de que la selva no sería la salvación. No sé
cómo, pero lo sabía. Comimos en silencio, y nuestros terrores crecen según la
luz mengua, pero por suerte ya no tenemos escasez de leños, por lo que deci-
dimos traer gran cantidad de madera para mantener un buen fuego ardiendo
durante la noche, sin que nos importase lo más mínimo quien pueda verlo.
De todas formas, teníamos el convencimiento de que nuestros ante-
riores perseguidores, aquellos indígenas de las llanuras ya no eran un peligro
para nosotros. De hecho, desde que tuvimos que abandonar Cuzco no hemos
vuelto a verlos. No teníamos ni idea de quién era él, o lo qué, nos acosaba
desde que dejamos Cuzco, el causante de los últimos acontecimientos, pero
una cosa teníamos segura, no eran aquellos nativos.
La noche se hizo larga y transcurrió en un duermevela torturador en el
que se intercambiaban y se fundían los sueños con la realidad.
A veces me acercaba a la hoguera, extendiendo las manos, con el rifle
cruzado entre las piernas y manteníamos algún retazo de conversación, hasta
que volvíamos a sumirnos en nuestras pesadillas. Ninguno de nosotros éramos
conscientes ni de la hora que sería cuando se desató el infierno. Ya no éramos
conscientes de casi nada, excepto de sobrevivir.
De pronto me sacó de mi sopor un grito, o un golpe, o ambas cosas a
la vez, no estoy muy seguro. Recuerdo que inmediatamente me puse en pié y
abrí los ojos con el rifle en las manos, apuntando, así como los demás, hacia
la oscuridad, mientras Joaquín echaba un buen montón de madera al fuego,
para avivarlo. Percibíamos un fuerte olor a animal, que parecía salir de todas
partes, rodeándonos, inundándonos. Un olor que percibí, y creo que los demás
también, cerca de los despojos de lo que había sido nuestro compañero y ami-
go. Todos tanteábamos la oscuridad, buscando contra quien disparar.
Jesús intentó decir algo, pero aun antes de que pudiésemos entender-
lo, una sombra, por denominarlo de alguna forma, alta, enorme, pareció surgir
o crecer de pronto, y a la luz de las llamas creí ver una forma como de hombre,
pero alta, muy alta, como de más de dos metros y medio de altura, totalmente
cubierta con pieles de animales, ramas, plumas, barro, no sé.
Todo sucedió en apenas unos segundos, aquello pareció arrojar algo
contra el fuego y éste salió despedido en todas direcciones. Una lluvia ar-
diente de troncos y ramas, chispas y brasas nos cayó encima. Inmediatamente
abrimos fuego contra aquello a la vez que gritábamos como locos intentando
defendernos y sacarnos las brasas de encima, mientras, a la luz de las dispersas
llamas veía a aquel ser o criatura que en dos zancadas pasó entre nosotros, gol-
peándonos y arrojándonos al suelo, saltó ágilmente sobre la hoguera, golpeó
también a Joaquín, se lo cargó bajo uno de sus enormes brazos, como si fuese
un crío, y desapareció en la oscuridad, todo esto en menos tiempo del que lle-
va pensarlo, dejándonos a Jesús y a mi perplejos y aterrorizados. Estábamos
seguros de haber acertado varias veces el blanco, pese a la sorpresa, todos so-
mos tiradores consumados, habituados a las emboscadas, y por nuestras vidas,
que había, y hay, que responder pronto y con contundencia, única manera de
sobrevivir. Yo al menos, le había metidos tres plomos en el cuerpo, lo hubiera
jurado, y no dudo que mis compañeros, incluso Joaquín antes de ser arrebata-
do, habrían fallado pocos disparos.

Más tarde
Continuamos caminando, descendiendo y buscando pasos por las la-
deras, intentando ganar la vegetación y adentrarnos en la selva, aunque ahora
estoy más convencido de que nunca la pisaremos. Y aunque lleguemos a ella,
eso no será señal de salvación alguna, lo sé, y por ello lo repito, eso lo que
sea que nos sigue, no cejará hasta que hayamos muerto todos. Debo vigilar a
Jesús, pues creo que ha enloquecido, yo mismo estoy rozando los límites de la
locura. Y no nos faltan razones.
Nos pasamos el resto de la noche con el corazón en la boca, tensos,
esperando algo que no sucedió.
Debía de hacer ya una hora que había amanecido, y habíamos empren-
dido la marcha, cuando escuchamos los gritos. Más que gritos, eran alaridos
de puro terror y dolor, peores que los anteriores. No sé qué es lo que se llevó
a Joaquín, pero estoy seguro que le ha pasado factura a las mismas puertas del
infierno.
El primero de ellos, terrible, lastimero, nos sobresalto de tal forma
que hemos envejecido diez años en unos segundos, el tiempo que duró. Nos
miramos mutuamente a los ojos y creo que fue en ese mismo instante en que
Jesús enloqueció, pues vi claramente como su mirada perdía expresión, como
recluyéndose en su interior, sus ojos se oscurecieron y perdieron el brillo.
En cuanto cesó el alarido, continuamos caminando, aunque lo que en
realidad queríamos era correr con todas nuestras fuerzas, pero no podíamos,
pues aparte de lo accidentado del terreno, la impresión y el miedo nos impidie-
ron movernos durante un tiempo, mientras intentábamos averiguar con exac-
titud de donde procedía el alarido, y cuando por fin conseguimos movernos,
durante mucho tiempo caminamos en silencio.
Jesús camina como un muñeco, por espasmos, y a veces, tengo que
arrastrarlo conmigo, pues si no se quedaría quieto, escuchando la nada, escru-
tando la nada, mientras en otras ocasiones intentaba abarcar todo lo que tenía
alrededor, intentando ver en todas direcciones, con la boca abierta y la saliva
colgándole del mentón.
Hacia media mañana, volvió a sonar otro alarido de terror, al que Je-
sús se unió aullando. Pero este otro alarido parecía venir en dirección opuesta
a donde había sonado el anterior. Le siguió otro, varios minutos después. Y
otro, y otro más. Así a intervalos, durante todo el día.
Jesús fue perdiendo la poca cordura que le hubiese quedado, chillaba
y aullaba como si le estuviesen arrancando la piel a tiras y echándole sal en las
heridas abiertas, pero conseguí tranquilizarlo, y ahora está a mi lado, desma-
ñado como un espantapájaros roto, sin moverse, con esos ojos horriblemente
abiertos, muertos como los de un pez, mientras enciendo un fuego que, positi-
vamente, sé que no va a servirnos de nada.
Lo que más me aterró, en todo este horror, y en el fondo, lo más curio-
so, es que los gritos de agonía de Joaquín, que ahora que cae la noche ya hace
rato que han cesado, parecían venir indistintamente de varias direcciones, por
delante nuestro, o por detrás, a los lados, e incluso a veces, parecían venir del
aire, sobre nuestras cabezas, o de debajo de la tierra, justo a nuestros pies, sin
el menor orden ni concierto.
Tampoco puedo sacarme de la cabeza la figura que saltó sobre las
llamas, gigantesca, ágil, como una especie de cazador, un cazador salido de
la noche de los tiempos, mezcla de hombre y animal. O de los bosques del
infierno.
Se dice que cuando estás a las puertas de la muerte recuerdos olvida-
dos regresan a la mente. Tal vez sea cierto, pues mi propia cabeza está a punto
de estallar y dos ideas me asaltan una y otra vez. Las dos son recuerdos de
cuando era niño. Una de ellas es una vieja historia, una leyenda que le escuché
a un viejo profesor que nos hablaba de una especie de cazador, en los prime-
ros tiempos, en otras edades del hombre, un cazador primigenio de cuando el
mundo era joven. El Urmscumug. Era una vieja leyenda Celta.
Ahora, la noche se cierne sobre nosotros una vez más. Y el Urmscu-
mug está ahí, está cazando y no tenemos salida.
Jesús quería pegarse un tiro poco después del mediodía, en uno de sus
pocos momentos en que parece que la lucidez vuelve a él. Creo que, incapaz
de seguir escuchando tal sucesión de gritos, en ese momento de mediana lu-
cidez, prefirió terminar de una vez, aunque conseguí arrebatarle el revólver.
Pero ahora no deja de mirar el mío.

La segunda imagen que asalta mi mente desde mi olvidada niñez es


la de una anciana cantando a la luz del fuego una extraña letanía. Se llamaba
Balbina, y ya era vieja cuando yo era niño, el resto de los vecinos de la aldea le
tenían algo de miedo, pues iba siempre vestida con unas raídas y sucias hasta
apestar ropas negras, con la piel negra de la suciedad, de la mierda, y siempre
hablaba de desgracias y calamidades, a viva voz por las calles de la aldea,
renqueante, apoyándose en un viejo palo nudoso y tan negro y sucio como la
pobre vieja, que hacía las veces de un bastón, y decían que era una meiga, una
bruja. Todos la evitaban y solían pasar a su lado lo más lejos posible.
La recuerdo una noche de invierno, al pie del fuego, en su casa, mien-
tras yo y otros dos niños la espiábamos por la ventana, los únicos de nuestra
edad en el pequeño pueblo. Nunca antes me había vuelto a acordar de ellos, ni
de la vieja, hasta hoy. Llenos de miedo, por lo que les escuchábamos contar a
nuestros padres y vecinos sobre la sucia vieja, la espiábamos en silencio por
la ventana mientras ésta permanecía acurrucada en la oscuridad junto al fuego
que iluminaba su arrugada cara dándole un aspecto de aparecida. La oíamos
recitando una y otra vez aquellas palabras, que ahora vienen a mi memoria con
nitidez, como si estuviese viendo a la vieja desde la ventana de nuevo. Y me
parecen muy apropiadas, dado el destino que nos espera.
Me alejaré un poco internándome entre la vegetación, como si fuese a
hacer mis necesidades, y dejaré el revólver de Jesús al alcance de su mano.
Ni pretendo ni quiero ser responsable de su destino.
Y aquella letanía, susurrada ante las llamas...
“De vampiros y fantasmas
De bestias zanquilargas
Y de seres que surgen en la noche
Libéranos Domine”

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Hasta aquí todo lo consignado en la última parte del diario. Las pági-
nas que siguen están en blanco

©1996 David Posse


EL HOMBRE QUE MATÓ A ERNESTO GUEVARA
“…cada uno de los guerrilleros está dispuesto a morir, no por defen-
der un ideal sino por convertirlo en realidad…”
Ernesto Guevara de la Serna.
Comandante “Che” Guevara

Ciudad de Nazca, Perú


El destartalado Jeep se detuvo con estruendoso chirriar de frenos ante
la miserable casucha de dos plantas con techo de hojalata ondulada, como la
mayoría de las adyacentes, en cuyo bajo se hallaba la taberna, casi en las afue-
ras de la población, levantando una nube de polvo que hizo retroceder un poco
más a los escasos curiosos que a aquella hora permanecían por allí. El cabo
descendió, agitando una mano ante su cara en un vano intento de no tragar el
seco polvo que había levantado el vehículo.
El conductor y el hombre que iba sentado atrás agarraron sus armas y
se pusieron a espaldas de su superior. Éste desenfundó su revólver y lo com-
probó, guardándolo de nuevo bajo la atenta mirada de los curiosos, pero sin
soltar la culata del arma. “Vamos a ver qué fue”, murmuró. Luego se dirigió
hacia la puerta y la abrió, seguido de cerca por sus hombres. El oscuro interior
se hallaba prácticamente vacío, si no se tenía en cuenta el cadáver que estaba
en el piso, el borracho sobre la mesa y el propietario, que los observó entrar
con cara de alivio. Con el mentón señaló lo obvio.
El resto de los parroquianos había huido al ver muertos por medio, no
fuese a contagiarse la cosa. El cabo se aproximó al difunto, lo conocía, obser-
vó sus ojos abiertos por la sorpresa, neutros, mirando sin ver, sin vida. Vio el
mango del machete asomando un poco más abajo del plexo solar del cadáver
y murmuró de nuevo: “Carajo, cholo, por fin te han dado lo tuyo, joputa…”.
En su mano todavía empuñaba un grueso cuchillo. Un charco de sangre medio
coagulada manchaba las ya de por sí sucias tablas del suelo.
-Qué ha pasado acá- Preguntó, dirigiéndose al propietario.
-No sabría decirle, cabo…- El propietario rodeó el mostrador, consis-
tente en unas simples tablas de madera sobre unos caballetes, cubiertas con
un sucio y raído mantel de hule, en el cual se adivinaban más que se veían
dibujadas unas desvaídas flores inidentificables. –Sebastián llevaba dos días
jodiendo a este señor, ya sabe usted como era de abusador y pelión, creo que
quiso robarle la botella, ya lo había hecho antes, ayer por la tarde, y habían
discutido, hoy comenzaron a fajarse, parece que hoy nomás quiso robarle la
cartera a ése, y no se dejó. Discutieron. El muerto sacó su cuchillo. No sé de
dónde sacó el señor el machete, pero en cuanto Sebastián se le fue encima, lo
volteó nomás, madrugándolo borracho y todo como está, ya ve… No sé nada
más… Lo cierto es que yo casi ni lo vi, estaba atendiendo a otros clientes
cuando se montó la fajacera. Todo fue muy rápido. No sé…-
El cabo asintió y con paso firme se aproximó al borracho. Estaba sen-
tado en la silla tumbado de bruces sobre la mesa. Ante él había un vaso vacío.
La botella causante de la disputa estaba en el suelo, volcada contra una de las
piernas de la mesa, medio vacía. Un muerto por menos de media botella de
licor barato.
-¿Éste está vivo?- El propietario asintió. Probablemente estaba tan
borracho que se había dormido tras matar al cholo. –Quién es-
-No lo sé, señor… Llegó hace como una semana, o quizás cinco días,
no sé, no es de por aquí, eso seguro, nunca lo había visto antes, debe ser ex-
tranjero, por el acento, y desde que abría hasta que cerraba, se sentaba en una
mesa y tomaba sin medida, siempre pedía ron, pero yo solo tengo gaseosas,
aguardiente y chicha, y aguardiente era lo que le daba. Él lo bebía igual sin
decir nada, aunque no era ron, y por lo que sé, se hospeda en el hotel, pues casi
todas las noches tengo que avisar que vengan a recogerlo. Él me lo dijo que
lo hiciera así. Deja buenas propinas y nunca se mete con nadie, lo contrario
de éste otro, que seguramente viendo que el forastero tiene plata, quiso sacar
tajada y terminó tasajeado- Lo señaló con la barbilla.
El cabo asintió, y volviéndose a uno de sus hombres le hizo un gesto
con la cabeza. “Ve allá a ver qué te dicen de éste, y tráeme sus cosas”, le or-
denó por lo bajo. El interpelado salió presuroso del local camino del hotel, un
antro relleno de chinches pero que hacía buen negocio dada su proximidad a
la estación de las guaguas. Se aproximó más al durmiente.
-Señor…-
Pegó con el pié una pequeña patada a una de las piernas de la mesa,
pero sin resultado. El hombre vestía un buen traje, para el cabo estaba claro
que, fuese quien fuese, saltaba a la vista que el fulano no era un borracho
cualquiera. Decidió actuar con cautela, por si acaso el tipo tenía amigos influ-
yentes, que todo era posible.
-Señor- Repitió. Se volvió al soldado que lo acompañaba y éste alzó
su arma apuntando al borracho, mientras él mismo extraía un poco más el re-
vólver de la funda. El cabo lo agarró por el hombro y lo sacudió con fuerza.
-¡Señor, despierte!-
-Nndennado cabrón, pendejo, hijo puta de mielda… Si docas ogra ves
mi bodella de mado- Murmuró éste, alzando un poco la cabeza y observando
al cabo con ojos extraviados, pero sin intentar ningún otro movimiento. Al ver
el uniforme ante sí cubierto de polvo alzó un poco más la cabeza intentando
enfocar la vista.
-Levántese, señor, tiene que acompañarnos-
El borracho observó primero al cabo y luego al soldado, para centrar
finalmente su atención en el negro orificio del arma que lo apuntaba, como
si aquello no fuese real, solo otra alucinación provocada por el alcohol, pero
finalmente pareció comprender que no estaba soñando, sobre todo cuando vio
el muerto con el machete clavado, mirando al cielo. O al techo. Asintió en
silencio y comenzó a ponerse en pié titubeante, apoyándose en la mesa.
-¿Porta usted alguna otra arma?- Preguntó el cabo, haciendo un gesto
a su hombre, que rápidamente se colgó el rifle al hombro, se deslizó detrás del
borracho, que permanecía en pié sin moverse mientras negaba con la cabeza,
y comenzó a registrarlo.
-No- Dijo por fin el hombre mientras meneaba la cabeza. –No llevo
más armas- A sus espaldas el soldado, concluido el registro, movió la cabeza
negativamente a su superior mientras se apartaba un par de pasos hacia la de-
recha y alzaba de nuevo el rifle.
-Tendrá que acompañarnos para explicarnos qué ha pasado aquí-
Asintió ahora con la cabeza, cambiando el sentido del movimiento
separándose por fin de la mesa, tambaleante, hasta que recuperó el equilibrio y
comenzó a andar. El soldado a su espalda lo sujetó por un brazo en un intento
de ayudarlo a mantenerse en pié. Se zafó, lo que casi lo hizo caer. Dio dos
pasos bruscos hacia un lado, braceando antes de conseguir dar otro hacia atrás
para no caerse. El soldado lo sujetó nuevamente por el brazo, estabilizándo-
lo.
-No se molesde, no necesido ayuda, puedo caminal- Y continuó tras-
tabillando con el soldado detrás.
-Tapa esto con algo nomás, ya vendrán luego a recogerlo, ahorita avi-
so por radio, no toques nada. Quedas encargado de que nadie toque nada.
¿Oíste?- Le dijo el cabo al propietario, que asintió, presuroso y servicial se-
cándose las manos en un sucio trapo, mientras el borracho pasaba ante él
haciendo tremendas eses, titubeando camino del auto.
El otro soldado, arma al hombro, se aproximó llevando un par de
bultos en las manos, que depositó sin demasiado cuidado en la trasera del todo
terreno. Una destartalada maleta no muy grande y una atiborrada mochila de
campaña. Desgranó a su superior un escueto informe.
-Esto es todo su equipaje. Llegó en la guagua de la semana pasada,
allí dicen que está esperando la guagua de Lima. Pagó por anticipado, cinco
noches. No ha creado problemas-
El cabo asintió. La guagua llegaría al día siguiente por la noche, si no
había contratiempos, cosa que por otro lado era lo más probable dado el estado
de las carreteras, por lo cual ningún transporte llegaba a su hora, y supues-
tamente no saldría hasta la mañana. Ayudaron al personaje a subir al coche,
escoltado por los dos soldados, mientras el cabo se puso al volante. Arrancó el
auto y tras girar volteando la calle, emprendió camino por donde había venido
dejando tras sí una espesa columna de polvo que amenazaba con ahogar, y
finalmente terminó por dispersar, al escaso grupo de curiosos, algunos de los
cuales, tal vez en busca de noticias frescas, se refugiaron de la polvorienta
nube en el interior de la taberna.

Primer día
-¿Por qué me han traído aquí? Y donde estamos…- Se removió in-
quieto en la silla. Se lo veía desconcertado. Se había pasado la noche dur-
miendo en la celda, en donde lo habían metido en evidente coma etílico, más
muerto que vivo, al menos eso le había dicho el hombre que estaba sentado
frente a él, ya que no parecía recordar gran cosa. Ya se iría aclarando la mente.
Siempre era igual.
La oficina en la que se encontraba tenía las paredes recién encaladas
y las luces de los tubos fluorescentes relucían potentes en el techo, pero sin
llegar a ser molestas. No había ninguna ventana, exceptuando la mitad supe-
rior de la única puerta, cuyo panel había sido sustituido por un cristal opaco.
Un radiador de hierro colado era visible sujeto a la pared justo tras el hombre.
Este movió levemente la mano.
-¿De verdad no sabe en donde está? Dígame, donde se encontraba
usted ayer-
-¿Ayer?- Pareció pensarlo unos instantes, pero terminó negando con
la cabeza mientras se encogía de hombros. –No lo sé… En donde estamos-
Repitió.
El hombre que estaba sentado frente a él, al otro lado de la mesa
lo observaba en silencio, recostado contra el respaldo de la silla, las piernas
cruzadas, una mano sobre las piernas y la otra sobre la mesa, apoyada en un
sobre de color oscuro, grande y abultado. El traje se veía usado, brillaba en los
codos y los hombros, y por las piernas, debido al mucho uso. La camisa, que
en su juventud parecía haber sido blanca, se la veía ahora de un color marfil,
con manchas de sudor en el cuello. La corbata no estaba en mejor estado. Sin
embargo, como contrapunto, los zapatos eran nuevos y parecían cómodos y
caros, de un brillante negro lustroso. Ostentaba un gran sello de oro macizo
y su muñeca estaba adornada con un reloj Rolex que probablemente, a juzgar
por cómo lucía, estaba formado por el mismo material que el anillo.
-Como ya le comenté, lo trajo una patrulla del ejército, dos soldados
y un cabo, los soldados sujetándolo por brazos y piernas. Como se trata, en
principio, de un delito común, lo trajeron acá. Usted no parecía poder valerse
solo. De hecho, cuando lo vi en ese momento, ayer al caer la noche, creí que
estaba ya muerto. Apestaba a licor. Y aún apesta. Pero algo me dice que no es
usted un borracho cualquiera. Ahora mismo son las tres y media de la tarde.
¿Sabe al menos quién es usted?- Le preguntó, sin variar su postura.
-Francisco Fernández, de Venezuela –Respondió sin titubear. -¿Sería
usted tan amable de decirme en dónde estoy?-
-Y que ha venido a hacer aquí desde tan lejos, señor Fernández de
Venezuela. No me diga que a visitar nuestras famosas llanuras para ver los
caminos de piedra y las misteriosas figuras, ¿no? Lamento decirle que solo se
ven bien desde el aire, aunque eso es algo que ya sabe todo el mundo-
Negó con la cabeza pasando por alto el sarcasmo. ¿Caminos de pie-
dra? ¿Misteriosas figuras?
-Por su cara deduzco que realmente no sabe bien en donde está. O no
lo recuerda. No me extraña, dado su estado cuando me lo trajeron para acá.
Claro, ¿para qué recordar un pueblucho de mierda perdido entre montañas?-
Soltó un sonoro suspiro antes de proseguir -Se encuentra usted en la prefectu-
ra de policía de Nazca, en pleno Perú. ¿Y quiere saber por qué?, pues porque
de un machetazo abrió en canal a un hombre ayer por la tarde. Estaba bien
borracho, señor Fernández. ¿Lo recuerda? ¿Tiene sed?, ¿le apetece un poco de
agua? ¿Café?-
Asintió con la cabeza. Un hombre abierto en canal de un machetazo…
“¡P´a la pinga!, ahora sí que la he cagao”, pensó.
-Si, por favor- Dijo mecánicamente. ¿Nazca? ¿Policía? Un tipo muer-
to abierto en canal de un machetazo… Recordaba algo así… El puto pendejo
buscabroncas que había intentado robarle… Comenzó a dolerle la cabeza.
El hombre hizo un gesto al guardia que estaba a su espalda, el cual
asintió y salió por la puerta en silencio.
-No exactamente abierto en canal- Le dijo.
-¿Qué?- De nuevo se revolvió en la silla. El hombre se movió por fin,
variando su postura y apoyando los codos en la mesa.
-Según el parte que me han dado hace poco, usted le metió el machete
desde el estómago hasta la garganta, todo por dentro y de abajo a arriba, des-
trozando varios órganos vitales, lo que se suele decir hasta el mismito mango.
La punta del machete casi le sale por la nuca. Lo mató al instante. Un golpe
muy profesional, señor Fernández. ¿Dónde lo aprendió?-
Cerró los ojos, frotándoselos con fuerza con los dedos de una mano,
en un intento de recordar. Recordaba que estaba camino de Lima. Iba en una
guagua y se había bajado en… ¿Nazca? Si… Allí debería haber cogido un
transporte hacia Lima, otra guagua, pero le habían dicho que pasaba cada dos
días, que precisamente esa misma mañana… En fin, que había tenido que
quedarse. Recordaba vagamente haberle pagado al encargado del hotel deján-
dole una generosa propina en dólares americanos para que lo recogiese en la
taberna de enfrente, la más cercana, otro infecto cuchitril lleno de moscas en
donde no tenían más que una apestosa aguardiente…
-Quién es usted…- Preguntó.
-¿A usted quién le parece que voy a ser, hombre? El comisario jefe
de la prefectura. Llámeme Bermúdez. Pero esa no es la cuestión, si usted me
entiende. El asunto no es saber quién soy yo, si no quién es usted, porque lo
cierto es que no lo tengo nada claro ese asunto. ¿Me sigue?-
El policía de guardia volvió portando una bandeja que dejó en una
esquina de la mesa. Una jarra de agua, otra de café, un pote con azúcar y dos
vasos medianos.
-Sírvase- Le dijo el comisario aproximándole la bandeja para, diri-
giéndose a su subordinado, ordenarle: -Déjanos solos-
-A sus órdenes, señor comisario- Se cuadró formalmente y salió ce-
rrando la puerta, todo en un solo gesto. Se sirvió primero un vaso de agua,
que se bebió sin tomar aire. Estaba fresca y contribuyó a desentumecer su
estropajosa lengua, despejándolo y refrescándolo. Seguidamente, imitando al
comisario, se sirvió café. No le echó azúcar.
-Mire, señor Fernández, entre nosotros, el muerto no era más que un
matón de baja estopa, me tenía hasta los cojones con sus broncas. Cuando
no era chicha, era limoná. Se pasaba más tiempo acá en las celdas que en
su propia casa, necesitamos un carretón para mover su expediente. A nadie
le agradaba y a nadie dolerá su pérdida. Antes o después terminaría así. En
el fondo, nos ha hecho usted un favor, aunque no lo sepa. Y eso lo tengo en
cuenta. Además…- El comisario tomó un sorbo de su café observándolo en
silencio mientras él, intrigado, saboreaba también el suyo, esperando mientras
los recuerdos de los últimos días parecían acudir en tropel a su mente, despe-
jados por el café fuerte.
-…Además, el propietario del local y algún que otro testigo de última
hora están dispuestos a jurar y perjurar que usted actuó en defensa propia.
No es que estén dispuestos a jurarlo, es que así lo han dejado claro en sus
declaraciones, y por escrito. Todos conocíamos al difunto, era un malparido,
borracho, ladrón y probablemente también un asesino, señor, pues aunque sos-
pechamos que ha matado a algunos, no hemos podido probarle nada, así que
yo no me preocuparía mucho por eso. Pero dígame, señor Fernández, ¿qué
hacía acá en Nazca?, por lo que sé, lleva acá cinco días, borracho uno tras otro.
¿Por qué? Qué hace en mi país desde tan lejos. Dígame, qué le ha traído hasta
aquí-
-En realidad, nada en especial, lo cierto es que, como se suele decir,
estoy de paso- Respondió, encogiéndose levemente de hombros dejando su
vaso medio vacío de nuevo sobre la bandeja. El comisario sirvió más. No pa-
recía hostil, más bien curioso. –Iba camino de Lima, la guagua se detuvo acá
y la de Lima ya había partido, me vi obligado a hacer noche y me metí en el
hotel mientras esperaba otra-
El comisario hizo un gesto de asentimiento.
-Pero el caso es que en vez de coger esa guagua hacia Lima, la dejó
marchar. Esa, y la siguiente, y la otra… Ya han salido tres guaguas hacia Lima
desde que usted está aquí, señor Fernández. Además, está el tren-
-Supongo que se me fue la mano con ese apestoso aguardiente de la
taberna, y en cuanto al tren, no me gustan los trenes, ya tuve un accidente en
uno-
El comisario volvió a moverse. Metió una mano en el sobre y extrajo
una cartera. Mientras lo hacía, consideró la posibilidad de preguntar por el
lugar y la fecha del accidente, eso tal vez le fuese útil para identificar a su
detenido con seguridad, pero desechó la idea en el mismo instante en que se
le ocurrió, pues probablemente solo recibiría una mentira por respuesta. Si es
que lo del tren mismo no era una mentira.
-Según esto, los documentos de identidad que porta en su cartera,
efectivamente se llama usted Francisco Fernández, y es natural de Maracaibo,
Venezuela. En la cartera tiene doscientos soles y por lo menos el doble en
dólares americanos. Ni un chavito venezolano, cosa rara, ¿no le parece? De
todas maneras, es una buena suma y de lo más tentadora para un ladrón como
el cholo ése- Revisó por encima el resto de la cartera, poniendo gesto de sor-
presa que pretendía ser cómico. Estaba claro que ya conocía bien las entrañas
de aquella cartera –Pero oiga, no hay nada más. Ni una foto, ni una dirección,
un recibo… Nada. Su cartera es un poco extraña, señor Fernández. Por lo
general, todos llevamos un montón de cosas en la cartera…-
-Todos los que tienen cartera- Murmuró por hacer un comentario, de-
cir algo mientras ganaba tiempo para pensar, para aclararse las ideas. El comi-
sario lo observó con cara de estupefacción.
-A qué se refiere con eso. ¿Acaso me insinúa que acá somos tan mise-
rables que no tenemos carteras, y que en Venezuela todo el mundo porta una?
Supongo que, aún en Venezuela, no todo el mundo, por mucha cartera que
tenga, lleve tanta plata en ella-
Alzó la cabeza, ahora era él el sorprendido por el giro que el comisa-
rio había dado a su comentario.
-¡No!, coño, no me refería a eso, en realidad, en Venezuela pasa lo
mismo que he visto acá, lo mismo que en todas partes. No todo el mundo
puede poseer una cartera, a eso me refería, nada más. No pretendía ofenderle.
Discúlpeme-
-No se preocupe, no me ha molestado. Pero eso no cambia el hecho
de que todos aquellos que tenemos cartera, la llevamos llena de cosas. ¿Ve a
lo que me refiero?- Bermúdez sacó su propia cartera del bolsillo interior de la
chaqueta. Una abultada cartera mexicana de piel cosida a mano con adornos
de plata. Estaba llena de papeles, anotaciones, tarjetas, unos pocos billetes y
alguna que otra foto perdida entre el lío. -¿Comprende ahora? Su cartera está
limpia-
-¿Es eso un delito en éste país?-
Alzó las cejas, interrogando con la mirada. El comisario se guardó su
cartera y dejó la otra sobre la mesa, al lado del sobre. Volvió a introducir la
mano en éste, extrayendo ahora su pasaporte.
-No, por supuesto que no es ningún delito. Eso no, pero el caso es
que luego tenemos esto. El visado de entrada en Perú, procedente de Bolivia.
Anteriormente, de Venezuela. Turismo. En principio, todo bien y autentico.
Pero el pasaporte, pues no se… A primera vista parece autentico también, pero
sospecho que no pasará un exhaustivo examen, no sé si me entiende. Aquí no
estamos en la aduana, pero sabemos hacer nuestro trabajo-
Volvió a removerse inquieto en su silla. La conversación no le estaba
gustando nada y sospechaba por donde iban los tiros del comisario, consciente
de lo que se le venía encima.
-Qué le hace pensar eso, a qué se refiere-
El comisario se puso serio, metiendo de nuevo la mano en el sobre.
-A esto, que estaba bien oculto en el doble fondo de su maleta, señor
Fernández. Esto sí que es delito en este país, y por lo que sé, en cualquier otro.
Por lo menos, el apellido es el mismo en todos estos documentos, tal vez en
eso no me haya mentido, aunque los nombres varían de uno a otro. Pero eso
es algo que ya usted sabe. Dígame, ¿por qué nombre debo llamarlo?- Extrajo
dos pasaportes más, uno cubano y el otro argentino con sus correspondientes
documentos de identidad, colocándolos al lado del venezolano. Seguidamen-
te, alzó el sobre, volcándolo sobre la mesa. Varios fajos de billetes de cien
dólares, tres mil en total, y una pistola Browning de .9mm con dos cargadores
llenos se deslizaron por la pulida superficie. Alzó la mirada de aquellos obje-
tos que le mostraba, esbozando nuevamente un amago de algo parecido a una
sonrisa. –Un arma de este tipo, aquí en este país, solo la portan oficiales del
ejército o de la policía, gentes del gobierno. Espías, o también terroristas. Y
esa cantidad de dinero… No será usted un espía, o uno de esos asesinos locos
maoístas o como carajo se denominen de Sendero Luminoso, ¿eh? ¿Francisco,
Manuel o Eulogio? O quizás ninguno de ellos sea su verdadero nombre. Qué,
qué me dice. ¿Ya recuerda algo?-
Suspiró, observando sus pertenencias. Necesitaba ganar tiempo, com-
prendió que lo habían cogido...
-Ni lo uno ni lo otro, no se engañe. Es una larga historia…-
-¡Estupendo!- Exclamó Bermúdez esbozando nuevamente su sonrisa
mientras se levantaba. –Me encantan las historias largas, creo que esa fue una
de las razones por las que me hice comisario, pero es una larga historia. Lo
malo es que sospecho que me equivoqué de profesión, acá casi nunca pasa
nada. Tenemos mucho tiempo libre, me encantará escuchar esa historia, algo
me dice, a la vista de las circunstancias, que será de lo más interesante. ¿Tiene
hambre, señor Fernández? Será mejor que vaya a ducharse, cambiarse y co-
mer algo, el agente lo acompañará y se ocupará de todo, tiene su ropa. Luego
hablaremos-
Recogió sonriente todos los objetos, pasaportes, cartera, pistola, dine-
ro, y lo volvió a introducir en el sobre, que cerró cuidadosamente y se colocó
bajo el brazo.
-Hasta más tarde, señor. Disfrute de la comida-
El comisario salió por la puerta cerrándola tras sí.

“¡Jodido hijo puta!”. Murmuró, mientras su cerebro se aclaraba y


el agua cálida se escurría por su piel. No sabía con certeza a quién se refería,
si al comisario, si a él mismo o al pendejo que quiso robarlo y matarlo. Ya
daba igual. El policía lo había conducido a una celda apartada de los presos
comunes, le había entregado su ropa para que se cambiase y lo había llevado a
una pequeña ducha, dándole una raída toalla y un trozo de jabón, indicándole
que en cuanto terminase le darían algo para comer. Sabía que estaba jodido,
tras todos aquellos años, por fin estaba jodido. “No se puede escapar siempre,
pero eso ya lo sabías, ¿verdad? Nunca debí quedarme en este pueblo de mier-
da perdido en estas jodidas montañas, como dijo el comisario”. Pero ya era
tarde para lamentaciones, el borracho le había buscado la ruina. Aunque ahora
que lo pensaba, mientras se frotaba con fuerza, tal vez la culpa no había sido
enteramente del borracho ladrón, pudo haberse marchado de aquel pueblo de
cualquier otra forma, seguro que, por unos cuantos dólares, cualquier tipo con
un carro lo hubiese llevado al fin del mundo, y no lo hizo, pudo haberse que-
dado a beber aquel infecto licor en la infecta habitación del infecto hotelucho
y no lo hizo, sabía que iba a tener bronca si volvía a aquel apestoso bar y allá
se fue de cabeza. Ya no tenía remedio. Cada vez era más consciente de que la
había jodido bien y de la situación en la cual estaba envuelto. “Pero él está
peor…”.
Dejó de pensar en lo sucedido, ahora debía centrarse en su futuro si no
quería terminar de la misma manera: difunto. Y lo cierto era que lo veía muy
negro, con un muerto a sus espaldas en aquel país (sin contar todos los otros
que acarreaba desde hacía tanto), con sus documentos falsos, su dinero y su
arma en manos del comisario. Le había dicho que no tendría que preocuparse
por el muerto, pues los testigos habían declarado que actuó en defensa pro-
pia, lo cual no era malo, pero a ver como explicaba el resto. Sin embargo, era
consciente de que aquello no significaba nada en absoluto, no para él, “vaya
usted a saber…” Por supuesto, al comisario no parecía interesarle para nada el
muerto, tenía claro que esa no era la razón principal por la que lo retenían, si
no todo lo que habían descubierto en su equipaje. Quién sabe, tal y como esta-
ban las cosas en aquellos países, seguramente no se libraría de una acusación
por espionaje o por terrorismo, como le había dicho Bermúdez, o algo por el
estilo, cuando no algo peor. “¡Pero en qué coño piensas, pendejo!”, se repro-
chó mientras se secaba, “¡qué carajo espionaje ni terrorismo ni hostias!, a sa-
ber con qué me vendrán, me está bien por hacer el guanajo y andar comiendo
mierda, ahora guapo y p´alante, no hay otra alternativa, la cosa está mala.
Sabías que antes o después pasaría algo así. No puedo huir de mi mismo. Ya
no tiene sentido. Esto se acabó, de cualquiera de las maneras se acabó. Que
sea lo que quiera, estoy cansado…”
Salió de la ducha y sentado en el catre se vistió con parsimonia. No
tenía prisa, de todas maneras no tenía a donde ir, aunque solo en ese instante se
dio cuenta del vacío que llenaba su estómago, que comenzó a protestar por la
falta de trabajo de los últimos días. No recordaba con exactitud cuando había
sido la última vez en que había comido decentemente, excepto antes de salir
de Bolivia y comenzar aquel viaje que parecía conducir al infierno. Un viaje
que había comenzado años atrás y que llegaba a su fin, de eso era perfecta-
mente consciente.
Mientras el agente ponía en la mesa de la celda, cuya puerta permane-
ció abierta en todo momento, una bandeja con un requemado pollo frito con
papas y arroz, llegó a la conclusión de que el comisario no parecía ser ninguna
comemierda de los que se las tragaban dobladas, mejor no engañarse con eso.
Aquellos zapatos, el sello, el reloj americano de oro, la cartera con incrusta-
ciones de plata… No, Bermúdez no era un comemierda, aunque su traje dijera
lo contrario. Si, podía inventarse alguna película, pero antes o después lo co-
gería, probablemente antes. No tenía sentido inventarse películas pues aparte
de la muerte de aquel condenado cabrón, no había cometido ningún delito en
aquel país, aunque sospechaba que la sola posesión de los documentos falsos,
el dinero y el arma, serían suficientes para conducirlo al paredón, alegase lo
que alegase. Al menos, en Cuba sí. Y por lo que sabía, había por lo menos
aquel grupo terrorista asesinando a placer en el país, cometiendo atrocidades.
Ya solo le faltaba que lo metieran en aquel saco. Llevaba demasiado tiempo
huyendo de sus fantasmas. Era hora de parar. Estaba cansado de dar vueltas
por el mundo, buscando refugio en cualquier lado. Ya estaba bien de huir de
sus miedos. Por suerte para él, no estaba en Cuba, eso le daba algunas espe-
ranzas. Allá lo hubiesen fusilado o ejecutado sin molestarse ni en registrar su
equipaje ni en hacerle acusaciones formales… Tenía dinero, mucho dinero, y
por experiencia propia sabía que en este mundo todo se compra y se vende.
Por ahí tenía que llevar la cosa, pero por supuesto, con tacto, con mucho tacto.
De nuevo, como ya había pensado con anterioridad, se lamentó por no haberse
ido a Europa.
Pero ya no tenía remedio. Mientras devoraba en silencio el grasiento
pollo y las papas frías, tomó su decisión. Se prometió que, si salía bien de
aquella situación, dejaría Sudamérica y se iría a Europa. España o Portugal es-
tarían bien. Se permitió una sonrisa pensando en las solitarias y cálidas playas
del sur portugués.

El agente lo condujo nuevamente a la misma habitación en donde el


comisario lo había interrogado la vez anterior. No tuvo que esperar mucho,
éste pronto apareció por la puerta, sonriente, con el sobre nuevamente bajo el
brazo, aunque ahora abultaba bastante menos. Sospechó que por la ausencia
del arma y del dinero.
-Buenas tardes, señor, ¿ha comido bien?-
Asintió en silencio.
-Si, gracias-
El comisario pasó a su lado y, tras dejar el sobre encima de la mesa,
tomó asiento pesadamente. Hizo un gesto al agente que permanecía en la puer-
ta.
-Tráenos café- Ordenó. El agente salió tras asentir, cerrando la puerta
a sus espaldas. Se arrellanó en su silla y lo observó en silencio unos instantes
antes de hablar.
-Supongo que la ducha y la comida le habrán aclarado un poco las
ideas y los recuerdos…-
Asintió en silencio.
-No tengo nada que ocultar, lo que pasó fue un lamentable accidente,
estaba borracho y lo único que hice fue defenderme-
-Ya, por supuesto, me parece cojonudo que no tenga nada que ocultar,
eso nos facilitará las cosas. Personalmente, le confieso que no creo que sea
usted ni terrorista ni espía. Actuó usted demasiado estúpidamente como para
ser ninguna de esas cosas. Aunque debo reconocerle algo, esos senderistas
son muchísimo más estúpidos que usted. Y le pido que no lo tome como un
insulto. Creo que simplemente, como usted dice, estaba de paso nomás y se le
jodió la historia, son cosas que pasan, hombre, pero acláreme algo... ¿Usted
anda por ahí portando encima –entre otras cosas- un machete de cortar caña?,
supongo que no, no es fácil ocultar un arma de ese tamaño, por lo que pienso
que hubo premeditación. Los testigos dicen que ya el día anterior usted y el
finado habían discutido. Yo creo que usted cargaba el machete porque sospe-
chaba que algo así iba a pasar. Pudo haber acudido a nosotros, hubiéramos
detenido al cholo ése una vez más, se habría pasado una semana en la celda y
usted, si realmente aquí no se le perdía nada e iba a largarse con viento fresco
a Lima, se hubiera ido tan tranquilo, no se hubiera armado esperando una
confrontación. Corríjame si no estoy en lo cierto-
Se tomó unos instantes antes de responder. Tenía que andar con pies
de plomo. Lo cierto es que pensándolo fríamente el comisario tenía razón,
había tenido la certeza de que el fulano iba a volver a por él, y por eso se había
llevado el machete. Negó con la cabeza.
-No, lo cierto es que no, no sé por qué lo hice, pero no lo hice preme-
ditadamente, créame. De haber querido matar al fulano ese, lo habría tumba-
do en cualquier esquina sin testigos y no me habría arriesgado. No recuerdo
mucho, no suelo beber tanto, o tal vez sea que en estas alturas el alcohol se
sube antes a la cabeza, no lo sé, pero si sé que solo pretendía asustarlo, que
me dejase tranquilo, el fulano parecía haberla tomado conmigo, yo solo estoy
de paso. O estaba… No buscaba bronca, ni la busco, qué carajo, uno no está
acostumbrado a la opresión que ejercen estas montañas sobre el ánimo, yo
vengo de donde el horizonte es abierto y parece no tener fin. Aquí, el horizon-
te está al alcance de la mano, y sus límites los marcan esos altos picos, no lo
sé, lo último que me interesa son los problemas. Por lo que recuerdo, el tipo
pretendía robarme la cartera, no me dejé y se me vino encima con un cuchillo
en la mano. Actué por reflejo-
El comisario asintió a su vez, meditando su respuesta.
-Tal vez si, o tal vez no, yo no lo sé, así que de momento, por lo
menos en ese aspecto, le concederé el beneficio de la duda, al menos de mo-
mento, ya luego volveremos sobre ese tema, de todas maneras, como le dije,
antes o después el tipo acabaría así, si no hubiese sido usted, habría sido otro
cualquiera, incluso yo mismo, solo era basura. Pero son otras las cosas que
me intrigan, como comprenderá- Abrió el sobre y sacó sus pasaportes, exten-
diéndolos sobre la mesa como las cartas de una baraja. –Déjeme pensar en
voz alta, a ver si acierto una vez descartadas las hipótesis del terrorismo y el
espionaje. Obviamente, los documentos argentinos son falsos, usted tiene de
argentino lo mismo que yo de chino, lo digo porque ni su aspecto ni su acento
son argentinos, para eso no hace falta ir a la academia de policía, eso es obvio.
Lo mismo podría decirse de sus documentos venezolanos, con los cuales ha
entrado en este país, lo cual de por sí ya es un delito, puesto que, aparte de
ser falsos los documentos usted no es venezolano. Solo nos queda la opción
cubana, la cual, a juzgar por su acento, me parece la más probable. Si es así,
creo que no debo descartar del todo la hipótesis de terrorista. ¿Acaso Cuba
está apoyando a Sendero Luminoso? Si eso es cierto, creo que está usted bien
enmierdado, compadre. Qué, qué me dice-
Se quedó observando al comisario en silencio durante unos segundos
antes de responder. Asintió con la cabeza.
-Tiene razón. Ya todo da lo mismo, no importa. Por donde le parece
bien que comience…-
-¿Tal vez por el principio? Eso sería buena decisión, ¿no cree?-
-Es un poco difícil… ¿Ha oído hablar alguna vez de la maldición del
Che?-
El comisario se lo quedó mirando sin saber de qué le hablaba, como
si de repente hubiese comenzado a hablar en chino mandarín. Terminó enco-
giéndose de hombros poniéndose más serio de lo habitual, arrellanándose en
su asiento. El oficial entró, trayendo el café, que dejó sobre la mesa y se retiró
nuevamente. Bermúdez sirvió café para ambos en silencio, pensativo pero sin
perder su rictus de seriedad. Solo abrió la boca cuando su subordinado hubo
cerrado la puerta y él terminó de servir.
-La maldición del che… Algo así como la maldición de la momia,
¿no?– Y comenzó a sonreír, pero su sonrisa murió en el momento del alumbra-
miento. Golpeó con fuerza la mano sobre la mesa, parecía cabreado- ¡No me
joda, coño! ¿Qué mierda me quiere meter? De qué carajo me habla, hombre,
no me tome por comemierda, no se me equivoque, compadre. Estoy intentan-
do ser amable, pero puedo ponerme muy cabrón, ¿entiende? La decisión es
suya nomás- Le gritó por encima de la mesa, señalándolo con un dedo durante
unos segundos, para luego apoyar las dos manos en el borde de la mesa.
-No, no se trata de ninguna mierda. La cosa tiene su miga. Ya le dije
que era una larga historia-
-Pues comience a largarla, no tenemos prisa, pero no me joda con
mierdas, ¿quiere? No me tome por imbécil-

-Como bien ha supuesto, soy cubano en efecto, ya no tengo nada que


esconder, lo cierto es que estoy cansado de huir, así que voy a contarle el por
qué ahora estoy aquí. Aunque lo sucedido aquí pudo haber pasado en cual-
quier otra ciudad, en cualquier otro país. Llevo años huyendo de mí mismo sin
ir a ninguna parte, escondiéndome. Ya está bueno. Soy cubano, si, y luché al
lado de Fidel y del Che Guevara en la Sierra Maestra, acompañé al Che duran-
te toda la guerra, formaba parte de su columna con el grado de primer teniente.
Cuando terminó la guerra y tomamos La Habana, ciudad en la cual nací, me
ascendieron a comandante y pasé a formar parte del gobierno revolucionario.
Yo, un simple profesor de instituto-
Hizo un alto para tomar otro sorbo del caliente brebaje.
-Pero ya sabe como terminó todo aquello, Fidel aliándose a los rusos y pro-
clamando una república socialista. ¡República socialista!, ¡tremenda mierda,
caballero! El socialismo era para los demás, para nosotros la buena vida, los
“privilegios de la élite socialista”, les llaman, siempre y cuando, por supuesto,
supiésemos guardar las formas, cerrar la boca y no cuestionar las decisiones
“de arriba”, es decir, mirar para otro lado cuando algo no te gusta y obedecer
sin rechistar. Todo aquello por lo que habíamos luchado, el terminar con las
clases sociales, el que unos pocos viviesen bien y el resto de la población se
jodiese viva, todo fueron palabras para engañar a la gente, pero no era otra
cosa que más de lo mismo, aunque peor. Botamos a Batista del poder solo
para ocupar su puesto y poseer sus privilegios, no para cambiar nada, excepto
para empeorar las cosas. El mismo Che decía que habían iniciado aquella re-
volución para terminar con la corrupción, aquello de que un ministro tuviese
dos o tres carros Mercedes para él solo mientras el resto del pueblo viajaba en
mulos o a pié, que ese ministro pudiese comer buena carne de res, pescados,
mariscos u otras cosas, propias o importadas, mientras el pueblo se mantenía
con arroz y yuca, eso sí, una vez esquilmadas las reservas, poco antes de
que se instauraran las cartillas de racionamiento. Había carne y pescado en
abundancia, y lo hay, si, pero ¿para quién? El que sus hijos pudiesen asistir a
buenas escuelas, mientras el resto se sumía en el analfabetismo. Antes había
tres clases sociales, la clase alta, la clase media y la clase baja, con el color
de la piel por medio diferenciando a unos y a otros, como en los tiempos de
la colonia, los de color tenían, y tienen, menos oportunidades, como siempre,
eso es y será ineludible, en ese aspecto, nada ha cambiado la revolución, ni lo
cambiará. Es una revolución racista, que me lo digan a mí. Igualdad una mier-
da, ¿sabe cuántos negros o mulatos hay en el nuevo gobierno revolucionario?,
los mínimos posible, y esos solo por dar apariencia, pues apenas son represen-
tativos. El mismo Batista, siendo presidente, fue rechazado en algunos clubes
sociales por ser medio mulato, o medio indio, o vaya usted a saber qué era el
hijo de puta. Todos, más o menos, con las mismas oportunidades, con excep-
ciones, claro, pero por entonces si el hijo de un guajiro tenía aptitudes, podía
progresar. Ahora, el hijo de un guajiro puede ser médico, maestro, ingeniero
o científico, o un inútil total, pero eso no cambia nada, por lo general, tras
los estudios y doctorados, el estado le da trabajo en cualquier empresa, como
tornero, albañil o barrendero, e invariablemente todos terminan hermanados
en la zafra, pero eso es todo. Las cosas, si no tenemos en cuenta algunas ex-
cepciones, como que ahora solo hay dos clases, la nomenclatura o clase alta,
inflada de privilegios, y el resto de la gente, la clase baja, inflada de necesi-
dades, falta de futuro y de ambiciones, ya que no hay oportunidades, siguen
igual, es decir, solo los hijos de los dirigentes pueden progresar. Los Mercedes
Benz, la carne de res y los mariscos son para la “nomenclatura”, algo prohibi-
do por decreto para el resto del pueblo, que como siempre está jodido mientras
el gobierno vive como dios, que se suele decir, usted me entiende. ¿Acaso
cree usted que Fidel, Raúl, Ramiro y toda esa pandilla se mantienen a base de
arroz con frijoles y platanitos fritos y que se trasladan en mulos? Eso es para
el pueblo, pero no para ellos. Ahora son ellos, o mejor dicho, éramos nosotros,
porque yo me contaba entre ellos, los que manejábamos los Mercedes Benz y
nos atiborrábamos de todo como si fuésemos obispos católicos. Con Batista,
si tenías plata, podías comer lo que quisieras, y manejar el carro que quisieras,
ahora, ni con plata, si no eres de la nomenclatura, estás jodido.
-¡Coño, oiga, un comandante de la revolución acá! No me lo puedo
creer. Pero yo diría que eso que me comenta pasa en todas partes… Cuatro
viven bien y cuatro mil se joden, el mundo está así, siempre lo ha sido, y no
se puede cambiar. Además, por lo que sé, Cuba tiene ahora mismo uno de
los mayores índices de alfabetización de América Latina… Pero dígame una
cosa, ¿es usted comunista?, ¿con eso de la maldición del che se refiere al Che
Guevara? Si no recuerdo mal, hace ya catorce o quince años que lo mataron
en Bolivia-
Negó con la cabeza.
-No, no soy comunista, al menos, no lo que se entiende por comunis-
ta, a mí tampoco me gustan los comunistas, son unos pendejos de mierda sin
cerebro, con toda esa basura de todos iguales, sin clases sociales y todos esos
cuentos engañabobos. En el fondo pienso que sería bonito si fuese verdad,
pero el comunismo no es más que otra dictadura, lo mismo que las demás,
pero peor, lo sé porque la he vivido. Nada es tuyo, todo es del pueblo, y si
tienes un apartamento, muebles, carro, trabajo, y un plato de arroz todos los
días, es solo porque el pueblo te permite disfrutar de esos “privilegios”. El día
que te retiran los privilegios, así seas ingeniero atómico o guajiro de monte
adentro, solo te quedan dos opciones, o bien te mueres de hambre en la calle
mientras malvives de la escasa caridad pública, o bien te subes a cualquier
cosa que flote y le largas p´al norte, con suerte, llegas a Miami. Pero claro, ya
sabe usted, hay privilegios y privilegios. Unos pocos tienen el privilegio, en
nombre del pueblo, de disfrutar de todo a su antojo, sin tener que rendir cuen-
tas a nadie y sin miedo a perder esos privilegios. Buenas casas en Varadero,
o en los cayos, residencias en las mejores zonas, criados, -aunque claro, no
se les llama así, si no asistentes, o secretarios- carros de lujo, pueden entrar y
salir del país a su antojo, o comer de todo lo que le apetezca sin restricciones,
considerándose propietarios de todo y de todos, y el resto, simples esclavos,
criados, que ni siquiera son libres para salir del país nomás, sin tan siquiera
poder cambiar de casa si la que les han adjudicado no les gusta, sin un sitio en
donde caerse muertos de hambre. Todo es del pueblo, pero el pueblo nada pue-
de tener. Obedecer y callar, esa es la consigna, aunque nadie lo diga. Y estoy
siendo suave en mis apreciaciones, pero no es eso lo que usted quiere saber,
aunque es la causa. Por eso hice lo que hice, y no por ello se me considera
traidor a mi patria. Es algo más complejo, como irá viendo. Todo es política-
Hizo un alto para coger un cigarrillo de un paquete que Bermúdez
había puesto sobre la mesa mientras hablaba. Lo encendió aspirando profun-
damente el humo para exhalarlo seguidamente hacia el techo, bajo la atenta
mirada del comisario, antes de continuar.
-Y sí, me refiero al mismísimo Che Guevara, y efectivamente, ya han
pasado quince años de su muerte, quince años que llevo huyendo. En cuanto a
lo que dice de la alfabetización, si, lo sé, ya se lo he comentado antes. Ese es,
al menos, uno de los logros de la revolución cubana, hay que salvar las apa-
riencias, pero en cuanto al resto, industria y todo eso, una mierda, todo se fue
al carajo. Pero de eso se trataba, de terminar con las élites y los privilegios, no
de asumirlos nosotros. Los racionamientos en la república socialista de Cuba
solo afectan a la población, no hay ningún racionamiento para los de arriba.
Aunque, como le dije, si alguno hace el guanajo, le dan tremenda patada y lo
botan a mierda. Cae “en desgracia”, que le llaman. A comer arroz con frijoles,
eso si no te acusan de cualquier mierda contrarrevolucionaria y no te tronan,
cosa de lo más normal allá-
Bermúdez sonrió asintiendo. El hombre era de lo más risueño, todo
parecía hacerle gracia, aunque para él, maldito si todo aquello la tenía.
-Carajo, allá y acá, oiga. Y que se ha explayado usted a gusto, coman-
dante. Mire, le repito que eso pasa en todas partes. ¿Cree que a mí mismo no
me gustaría ser ministro de algo?, aunque solo sea ministro de mierda, oiga.
En todas partes cuecen arroz. Acá, si eres del gobierno y la jodes, no te tratan
con flores, precisamente, no es el primero que acaba como usted dice. Pero no
consigo ver la relación con…-
-Mire- Prosiguió esbozando un gesto de cansancio –Como compren-
derá, a estas alturas ignoro por completo si Cuba apoya, financia o entrena a
sus terroristas. Hace años que no sé nada de Cuba. Es un poco difícil de expli-
car, déjeme hablar, solo estoy entrando en materia, poniéndolo en anteceden-
tes para llegar al hilo de la cuestión, usted me ha preguntado y yo solo estoy
intentando responderle, aunque no me resulta fácil. El dinero es mío, para mis
gastos, y el arma, hace ya algunos años que la tengo, defensa propia, no soy
ningún terrorista y como ha comprobado, llevaba una buena suma de dinero
y viajo solo, expuesto a un asalto, solo por eso la porto. En realidad, de Lima
iba a viajar hasta Panamá. Los terroristas no me son simpáticos. ¿Recuerda
la crisis del Caribe, cuando lo de los misiles, el asesinato de Kennedy y todo
eso?-
El comisario asintió en silencio, sorbiendo apurado su café para con-
testar.
-¿Qué si la recuerdo? Por supuesto que sí, tremenda la que se formó,
oiga-
-Bien. Por aquellos años, parecía que la cosa marchaba, pese a todo.
La revolución acababa de tomar el poder, la industria estaba creciendo y el
nivel de vida del cubano medio era alto, más alto que con Batista. Realmente,
en aquellos primeros años, a la verdad que la cosa era diferente, había de todo
y para todos, parecía que la utopía socialista iba a ser verdad en Cuba. Pero
qué va, oiga, pronto se fue todo al carajo, de repente no había recursos, pues
lo que nadie te decía era que la industria dependía de las importaciones exte-
riores, ya que como anteriormente la mayor parte de las industrias pertenecían
a ciudadanos yanquis, éstos importaban de su país tanto las materias primas
como la maquinaria, exportando a su país el producto resultante, y en cuanto
se acabó lo que había en los almacenes, y en vista de que los yanquis ya no
compraban los productos cubanos, y mucho menos suministraban maquinaria
o recambios, la cosa comenzó a ir cuesta abajo. La gente tenía dinero fresco,
pero no había en qué invertirlo. Cada día era más patente que, obligados por el
cierre del comercio con los yanquis, eso hay que reconocerlo, -aunque Fidel
bien pudo intentar otra cosa, pero no lo hizo-, estábamos abriendo las puertas
a los rusos. Se empezaron a recortar libertades, ya no éramos la primera repú-
blica socialista de América, cada día más estábamos transformándonos en la
última adquisición del marxismo-leninismo soviético, es decir, una apartada
república rusa. Éramos varios los descontentos con el cariz que estaba toman-
do el asunto, no habíamos luchado arriesgando nuestras vidas para derrocar un
régimen fascista lacayo de los intereses norteamericanos solo para instaurar
un régimen comunista lacayo de los intereses rusos. Pero por razones obvias,
nos guardábamos muy bien de exteriorizar nuestro descontento. En fin, no voy
a contarle mi vida ni a agobiarlo con mis ideologías, eso no viene al caso, es
solo para que se haga una idea del contexto general sobre mí, solo sepa que
no soy comunista, si lo fuese, no estaría jodido acá, si no viviendo como dios
allá. Pero volviendo a lo de la crisis del Caribe, fue poco después de lo de los
misiles que un agente de la CIA contactó conmigo. Al principio, yo me negué
a venderme, no soy ningún traidor, pero viendo que Fidel y los demás trai-
cionaban a conveniencia tanto a amigos como a enemigos según sus propios
intereses personales, imponiendo leyes y decretos que nosotros mismos, con
Fidel a la cabeza, éramos los primeros en incumplir, pronto caí… Una cosa
es traicionar a tu patria, y otra diferente traicionar a un traidor para salvar a la
patria-
Tomó su taza de encima de la mesa y bebió en silencio, pensando
antes de continuar su relato.
-Resumiendo, que terminé convirtiéndome en un chivo, un chivato.
Dada mi posición en el aparato del estado, pasaba información clasificada
como secreto de estado a los yanquis, que ellos me pagaban en buenos dólares
en una cuenta cifrada en las Bahamas-
Bermúdez asintió, sirviendo café nuevamente para ambos. Alzó la
cabeza, observándolo fijamente a los ojos con una sospechosamente amplia
sonrisa en sus labios antes de hablar.
-Mire, acá, en Perú, la corrupción está a la orden del día, no creo que
haya otro país más corrupto que éste, si usted me entiende, acá todo se arre-
gla con plata, solo hay que saber a quién entregársela, nada más. Acá sí que
hace falta una buena revolución para acabar con los corruptos, comandante.
Yo entre ellos- Y su sonrisa se acentuó más aún. –Pero continúo sin ver la
relación…-
El flaco decidió ser cauto en lo referente a dinero, estaba viendo por
donde le soplaban los vientos al comisario. Como había sospechado que su-
cedería, éste acababa de abrirle una pequeña puerta. Se encogió de hombros y
prosiguió.
-Usted no tiene ni idea de cómo funcionan las cosas en la realidad,
pero no importa, no viene al caso. En el verano del 66, allá por junio, o tal vez
julio, no recuerdo ahora con precisión, como yo había mantenido una relación
fluida con el Che, Raúl Castro me envió a Bolivia junto a Villegas y a Coello,
los custodios del Che en todos esos años. Allí nos reunimos con Tamallo, que
había estado con el Che en el Congo, para preparar la tantas veces pospuesta
revolución en Latinoamérica. Yo no tenía las cosas muy claras, aunque sabía
que me habían elegido por que el Che confiaba en mí. Todo un contrasentido.
Por aquellos años me conocían como el flaco, y supongo que aún hoy me de-
nominarán por el mismo apodo, si supiesen que estoy vivo, pues la CIA se en-
cargó de hacer creer a todo el mundo que yo había muerto cuando capturaron
al Che… Para el gobierno cubano, y para el resto del mundo, soy un desapa-
recido en combate, aunque, por supuesto, mi cadáver nunca se encontró. Esos
documentos que usted tiene y las identidades pertinentes, me las proporcionó
la CIA, como parte de mi pago. Comprenderá ahora por qué no sé nada de lo
que están haciendo en La Habana-
-¡No joda! ¿Usted estuvo con el Che en Bolivia?-
Asintió levemente con la cabeza, esforzándose en recordar.
-Si… Oiga, se lo estoy diciendo, de qué carajo usted cree que le estoy
hablando. Yo fui de los primeros en aterrizar en Bolivia, con pasaporte uru-
guayo, con el objeto de ir preparando la infraestructura que más tarde utiliza-
rían los guerrilleros. No sé por qué eligieron Bolivia, pues todos los indicios
apuntaban que las primeras guerrillas actuarían acá, en Perú, aunque el Che
hubiese preferido armarla en Argentina, pero finalmente terminamos allá en
Bolivia…-

…Descendió del avión con tranquilidad, con su cobertura como inge-


niero agrónomo uruguayo que venía al país con objeto de pasar unos días y
reunirse con varios colegas con los que, supuestamente, intercambiarían co-
nocimientos. Tras pasar el control del aeropuerto con la misma tranquilidad,
se encontró con Tamayo, que lo estaba esperando avisado desde La Habana,
saludándose amigablemente. Ambos eran viejos conocidos. Por el camino,
Tamayo, mientras manejaba un destartalado Ford por las atestadas calles del
centro, rumbo al piso franco, lo fue poniendo en antecedentes.
-Coello y Villegas recién llegaron hace unos días, procedentes de
Praga, con órdenes directas del Che. Al parecer, al menos de momento, es
importante no relacionarse con Tania, ella tiene sus propias órdenes, así que
si te la encuentras en público, ni la conoces. ¿Oíste?-
El flaco asintió con la cabeza. Tania era ya toda una leyenda. Tania
la Guerrillera, medio gaucho argentina medio valkiria alemana, a aquellas
alturas, ya todo un símbolo, aunque él no la conocía personalmente, cosa que
sabía no iba a tardar en suceder.
-Tenemos que comenzar de cero, no sé qué ha pasado en La Habana
con los del ELN, pero tenemos acá a Pacheco, en enlace del ELN prestando
apoyo, y en unos días llegarán varios miembros del PC boliviano que han
estado entrenando allá en Cuba-
-Tengo entendido que acá se montará la base de operaciones, pero
que la lucha será en Perú, o en Argentina, no lo tengo claro, no me han dado
muchas explicaciones. ¡Qué carajo, chico!, no me han dado ninguna explica-
ción, que le ronca los cojones, excepto que en La Habana, Fidel y Raúl están
escogiendo y entrenando voluntarios para esto-
-Lo sé, chico, pero me parece que hay varios cambios. Tenemos que
comprar por acá una granja en la que montaremos la base de operaciones,
en algún lugar apartado pero cercano a la frontera argentina, por si hay que
salir corriendo. He estado hablando con Mario Monge, el dirigente del PC
de acá, que dijo que nos proporcionaría unos veinte tipos, aunque la verdad
es que se mostró bastante vago en sus concesiones. Ni sí, ni no... Yo creo que
el fulano es un comemierda de primera, no quiere saber nada de guerrillas ni
nada de eso, compadre, y además su delegado de abastecimiento es un inútil
total, hasta ahora, de abastecimientos, nada, creo que no podremos contar
mucho con esa gente. Como te he dicho, tenemos que empezar de cero, estos
pendejos tienen todo botado a mierda-
El flaco se volvió en su asiento, apartando la vista de la calle para
centrarla en su compañero.
-Y qué es lo que quieren entonces-
-Pues mi hermano, no tengo ni idea, aunque da la impresión de que
quieren que les hagamos la revolución pero sin mojarse el culo. De todas ma-
neras, nosotros solo recibimos órdenes de La Habana, no de los bolivianos. Y
por cierto, sorpresa sorpresa, la lucha no será en Perú. La candela será acá
en Bolivia-
-No jodas, chico-
Tamayo asintió en silencio.
-Noticias de última hora. Estamos reuniendo acá a la gente, los co-
memierdas del PC piensan que la cosa será en Perú, y no vamos a desenga-
ñarlos, al menos, de momento. También estamos a la espera de Pablo Chang
“el chino”, que desde Perú se nos sumará con un grupo de hombres. El Che
quiere internacionalizar esto-

-¡Juan Pablo Chang!- Exclamó el comisario, interrumpiéndolo. –Sí,


lo recuerdo, él y algunos peruanos más estaban en la guerrilla del Che, es ver-
dad. Menudas amistades se gastó usted, compadre, tendré que reconsiderar lo
de espía y terrorista. El cabrón quería montarla acá, tuve acceso a esos infor-
mes, ese fulano sí que era un terrorista de cuidado, el chino ese. Qué me puede
decir de él, yo no lo conocí en persona, creo que pocos lo conocieron por en-
tonces, y menos aún sospechábamos que estaba en el ajo, no hasta que la CIA
y las autoridades bolivianas dieron a conocer los hechos de la guerrilla y sus
componentes. Más bien, los componentes muertos cuando todo terminó-
-¿Por qué no se va al carajo con sus terroristas?, no soy nada de eso,
lo cierto es que gracias a mí se terminó la guerrilla, ¿entiende? Mire, del chino
no puedo decirle mucho, al menos, nada que al parecer usted ya no sepa. Yo
lo conocí luego, cuando ya estábamos operando en Bolivia. Pablo era medio
miope, sin sus espejuelos no veía un carajo, ustedes lo tendrían por terrorista,
pero era un tipo íntegro, un guerrillero nato, y así lo demostró hasta el final.
Lástima que fuese comunista, en el fondo era un buen tipo… Cuando las cosas
se precipitaron, se quedó atrapado allá con nosotros, no pudo regresar acá…-
-No se enfade, comandante, coño, solo se lo decía por decir algo, no
se ponga bravo. Bien, prosiga, quedamos en que su compadre lo recogió en el
aeropuerto y lo llevó a un piso franco. Qué más…-
-En los siguientes días, tras ensayar nuestras leyendas, que como
ya sabrá así se denominan las falsas identidades en el mundo del espionaje,
preparamos en el más absoluto de los secretos la llegada del Che y fuimos
buscando los lugares adecuados en donde comenzar la guerrilla. Tras varios
viajes por todo el país, metiéndonos por intransitables caminos, algunos de
los cuales había que hacer a pié o en mulo, dado lo inaccesible del terreno,
visitamos un buen numero de haciendas. Tras descartar varias opciones, ter-
minamos comprando una granja en la zona de Ñancahuazú, cerca del Río
Bravo, en la que inmediatamente metimos a trabajar a dos peones, que en
realidad eran gente del PC de Bolivia, y en la cual, supuestamente, nos dedi-
cábamos a la cría de chanchos. No sé por qué Fidel y el Che creían que allá
en Bolivia la cosa tendría más éxito. Luego sospechamos que Fidel lo único
que quería era deshacerse del Che, dada su fama entre el pueblo de Cuba. Lo
había enviado al Congo con la esperanza de que lo despacharan y así desha-
cerse de él, incluso llegó, con el tiempo, a mostrar una carta de despedida del
argentino, que la mayoría supusimos falsa, pero el argentino no era tonto. Pese
a que había obedecido las consignas y había armado la guerrilla en el Congo,
pronto se dio cuenta de que allá, los jefes políticos, Kabila, Lumumba y toda
esa basura, lo último que querían era luchar, solo les interesaban las intrigas,
conjurar contra el gobierno, o con el gobierno, según como les diese, y andar
borrachos todo el día, nada de perderse por el frente, no fuesen a coger algu-
na bala perdida, que se matasen otros. Y mucho menos ordenar algún asalto.
Las decisiones estaban subordinadas a pendejos inútiles que lo único que les
interesaba era llenarse la barriga. Cada vez que el Che organizaba un combate
contra los mercenarios belgas, los congoleños se perdían cada uno por su lado,
buscando un brujo que los inmunizase contra las balas del enemigo y mierdas
así, el caso era no luchar, no fuesen a matarlos de un tiro. No sé mucho de esa
época, excepto lo que el propio Che nos contó luego. Él llegó a La Paz el 3 de
diciembre, si no recuerdo mal, y allá fui a recogerlo con Coello y Villegas. Se
hospedaba en el hotel Copacabana…-

-Mira, Che, tú dirás lo que quieras, pero no me gusta la granja esa, el


vecino ese comemierda del carajo… ¿cómo se llama?- El flaco se volvió hacia
Villegas, interrogante.
-Argañaraz- Responde éste casi al momento. –Ciro Argañaraz-
-Eso mismo, pues el tal Argañaraz está convencido de que nos dedi-
camos a la cocaína, el cabrón, y ya me insinuó que quiere su parte del nego-
cio. Me da que nos va a crear problemas. En principio me pareció buen sitio,
pero ahora creo que deberíamos deshacernos de ella y buscar otro lugar sin
vecinos de los cojones-
-Che, flaco, por qué te preocupás, allá en Ñancahuazú solo montare-
mos una base, hombre, ya veremos lo que pasa con el fulano ese. El lugar es
bueno, apartado y aislado, y la frontera no queda lejos, eso es lo importante.
Bueno, seguí, como van las cosas con el tal Monge-
-Otro comemierda del carajo, de los que no lo comen por no moles-
tarse en cagarlo luego. Yo lo hubiese mandado p´a la pinga, pero tú dijiste
que lo aguantáramos guapos. Hace dos semanas, cuando le pregunté por los
hombres que había quedado en proporcionarnos, se me quedó mirando como
si no entendiese y me contestó “¿De qué hombres me hablas?”. Luego dijo
que no quería saber nada de lucha armada, pues en las elecciones pasadas
su partido había conseguido no sé cuantos miles de votos y eso ya era todo lo
que quería-
El argentino movió la cabeza pesaroso.
-Ya hablaré yo con él, a ver qué le pasa. ¿Qué hay de los peruanos?-
Preguntó, encendiendo un tabaco.
-Ya están en la granja, aunque el chino aún no ha llegado, lo espe-
ramos para la próxima semana. Tienen órdenes de no dejarse ver, Tamayo se
encarga de eso-
-Bien, che- Comentó el argentino, poniéndose en pié. –A partir de
la próxima semana comenzarán a llegar gentes de La Habana. Tenemos que
deshacernos del piso que han estado usando hasta ahora, ya no nos sirve,
que Tania busque otro y que haga de enlace, que se ocupe de recogerlos en el
aeropuerto y mantenerlos ocultos hasta que nomás puedan ir para la granja.
Nosotros partiremos lo antes posible para allá-

-Tengo una duda- Lo interrumpió Bermúdez. El flaco lo miró en silen-


cio mientras se servía más café. –En todo momento usted estaba en contacto
con la CIA?-
-Si, bueno, a la verdad, no siempre, a veces pasaron semanas, incluso
meses, sin poder contactar- Contestó –Por aquellas fechas había muchas dudas
respecto a si el Che estaba vivo o muerto. Que si había muerto en el Congo,
que si estaba en Vietnam, en Colombia, en Argentina. Nadie sabía nada a cien-
cia cierta. A la verdad que se sorprendieron al recibir mis primeros informes
sobre lo que se preparaba y quién lo preparaba. Ya el gobierno boliviano había
advertido a los yanquis que se estaba cociendo algo allá y el nombre del Che
sonaba como la mente instigadora, pero los norteamericanos no les hicieron
mucho caso hasta que recibieron mis informes. Inmediatamente desplegaron
en el mayor de los secretos un operativo del carajo, y desparramaron un mon-
tón de agentes por la zona, disfrazados como guajiros o yo qué sé. Lo cierto
es que allá nunca me encontré con un yanqui, las personas que contactaban
conmigo, los agentes de la zona en la cual operamos, eran todos colaborado-
res bolivianos, pues un yanqui entre todos aquellos indios llamaría mucho la
atención. Todo esto en el mayor de los secretos, ni siquiera se informó del ope-
rativo al gobierno boliviano, no la fuesen a cagar y se enterasen en La Habana.
Bajo esa cobertura fue que contactaron conmigo allá en la selva, no se fiaban
una mierda de las autoridades bolivianas. Al principio, las cosas habían sido
normales en La Habana, cuando tenía algo importante que pasarles, llamaba
a un número de teléfono en Miami desde cualquier cabina pública, nunca la
misma, me limitaba a preguntar cómo estaba tal o cual pariente a la persona
que me respondía, manteníamos una corta conversación intrascendente que,
a oídos de cualquiera que pudiese estarnos escuchando sonaría absolutamen-
te inofensiva, durante la cual se establecía la hora y el lugar de la cita, y en
apenas unas veinticuatro horas, alguien contactaba conmigo de la manera más
casual en cualquier sitio público, nunca la misma persona, se identificaba y yo
entregaba mi información. A veces documentos, o fotografías, o ambas cosas
a la vez, rollos y rollos de película fotográfica y montones de documentos en
papel, planos, mapas, informes, de todo. Pero en Bolivia era más difícil, pues
casi todo el tiempo permanecíamos los cubanos juntos y no podía arriesgarme
a hacer llamadas telefónicas ni a reunirme con alguien en cualquier lugar. No
es que desconfiásemos entre nosotros, es que no había ocasión apropiada. Me
vi en aprietos para pasar la información que había ido reuniendo, pero lo con-
seguí. En la manigua era más fácil, aunque parezca un contrasentido, ya que
teníamos que ganarnos la confianza y el apoyo de los guajiros, para lo cual
debíamos mezclarnos con ellos y hablarles, confraternizar. Pasar un informe
de esa manera resultaba menos sospechoso y mucho más fácil, aunque por lo
general, excepto contadas ocasiones, el informe tenía que ser verbal, pues era
de lo mas sospechoso pasarle papeles a un guajiro que se suponía no sabía
leer. ¿Quién iba a creer que algunos de los guajiros con los que hablaba eran
agentes yanquis? Incluso llegué a pasar informes de nuestra ruta y efectivos
en las mismas narices del Che-
-¿No hicieron nada por detenerlo entonces?-
El flaco negó con la cabeza.
-¿Por qué?- Volvió a preguntar Bermúdez. Un encogimiento de hom-
bros por parte del flaco precedió su respuesta.
-No tengo ni idea, tal vez esperaban algo, una ocasión propicia polí-
ticamente para alguien allá en el norte, un golpe de efecto… Qué se yo... Se
estaba entrenando un escuadrón de rangers bolivianos allá en el norte, tal vez
esperaban ponerlos en marcha. No lo sé. Lo cierto es que el Che tampoco se
lo puso fácil, no se paraba quieto mucho tiempo en un mismo sitio ni se de-
jaba ver por cualquiera. Sabía que, faltos de apoyo político, la única manera
de supervivencia era estar en constante movimiento. El Che apenas se dejaba
ver, como le digo, siempre permanecía en segundo plano y ellos no lo tenían
ubicado. Había entrado en el país disfrazado e irreconocible, y en cuanto llegó
a la granja, se quitó en disfraz y se puso uniforme. Ninguno lo reconocimos
en el aeropuerto, puesto que en realidad no esperábamos al Che, solo a un
sujeto, un burócrata de alto nivel llamado Ramón que viajaba con pasaporte
uruguayo, y solo en el hotel, cuando estaba seguro, nos dijo quién era. Casi
nos caemos del susto. No había manera de reconocerlo, con el pelo corto, casi
calvo, unas gafas de miope, afeitado, limpio, algo inusual en él, y bien vestido
con un traje caro. Incluso llevaba una prótesis en la boca que le desfiguraba
la mandíbula y las mejillas, aunque el Che echaba pestes de ella, no debía ser
nada cómodo llevar aquel tareco puesto. Muy bien disfrazado, si señor-
-Bueno, no entiendo una mierda, nunca entenderé a estos jodidos yan-
quis. Pudieron haber atajado la guerrilla desde un principio. En fin… Prosi-
ga…-
-Un par de días después del primer encuentro salimos en varios jeeps
hacia la finca. Yo iba en el primero y el Che iba en el segundo, separados por
varias horas. Nos seguían dos más. En ese segundo jeep, aparte del Che, viaja-
ba también un miembro del PC boliviano, Viaña, que confiaba en que Monge
se lo pensaría y decidiría apoyar la guerrilla. Atravesamos medio país en un
lento viaje que duró dos días y nos detuvimos cerca del Río Grande, a pocos
kilómetros de la finca. El Che no quería que entrásemos todos a la vez para no
llamar la atención del vecino-

Guevara observó la zona desde lo alto de una loma con sus prismá-
ticos, esperando la llegada de los dos jeeps de retaguardia. Tamayo se les
había unido y los estaba poniendo a todos en antecedentes.
-Nada nuevo, excepto que el pendejo ese de Argañaraz se ha dejado
caer por acá varias veces enredando la pita con lo de la coca. Oigan, es jo-
dedor el fulano, está convencido de que tenemos acá un laboratorio montado.
Creo que si no hacemos algo con él es capaz de ir a las autoridades con el
cuento. De soldados o policías, nada por la zona, al menos hasta el momento,
no hemos visto ni el primero. En ese aspecto, la cosa va bien-
-Bueno- Contestó el Che, bajando los prismáticos. –Por si acaso,
hasta la noche no entraremos en la finca. De todas maneras, aún nos falta
gente. Esperaremos acá y luego ya decidiremos. Por si acaso no vamos a
parar mucho, esto solo será la base de operaciones, creo que lo mejor será
montar un campamento en la selva, che, solo por si acaso-
Esa noche la pasaron en su mayor parte montando el campamento en
un pequeño claro de la selva, a unos doscientos metros de la granja.

-Los siguientes meses los pasamos montando la infraestructura, se


organizó otro campamento en el interior de la manigua y se abrieron varias
cuevas cerca del río, en las cuales ocultamos armas y municiones, dinero,
comida, ropas, medicinas, de todo. El Che tenía idea de hacer de aquella zona
una base de retaguardia, con hospital y todo, mientras que el campamento ori-
ginal se organizaría oculto en la selva, lejos de la vista del jodedor Argañaraz
o de cualquier otro. En esos meses, fueron llegando gentes de La Habana, de
acá de Perú, acompañando a Chang, y un grupo de bolivianos, mientras se en-
viaban diversas patrullas a inspeccionar los alrededores y levantar mapas. Fue
por entonces que conocí a Tania, yo no la había visto antes. Apareció un día
en plena selva acompañada de un grupo de cubanos que habían llegado desde
diversos puntos para unírsenos, enviados por Fidel. Todos nos enamoramos un
poco de ella, era un pedazo de hembra, de lo más linda, simpática y agradable,
siempre aparecía con cartas, o con regalos, siempre traía algo para los que allá
estábamos. Fue por esas fechas, diciembre, o principios de enero, que un día
hizo su aparición Monge. A todos nos sorprendió aquella visita en medio de
la selva. Él fue el único, fuera de nosotros los cubanos, que sabía la verdadera
identidad del Che-
-Ese tal Monge, por lo que me dice, no estaba muy por la labor de la
lucha armada… ¿Qué quería en realidad?-
-Como ya le he dicho, todo era política, nada más. Monge no esta-
ba por nada, era un politicastro de mierda. Cuándo lo vimos aparecer por el
campamento, todos nos lo quedamos mirando en silencio, ya que no esperá-
bamos su visita. Ni sus propios hombres se acercaron a saludarlo, se limitaron
a observarlo de lejos con suspicacia. El Che salió a su encuentro y estuvieron
varias horas reunidos. No sé muy bien de lo qué trataron, pero discutieron
duro. El Che no se dejó encular, pues al parecer, Monge venía a eso. Por lo que
luego escuché, el fulano pretendía tener en sus manos el mando político y el
militar, y el Che le dijo que ni hablar, el mando político, bueno, pero el militar
era exclusivo de él. Había asimilado la mala experiencia del Congo y no que-
ría caer en el mismo error. No le importaba quién tuviese el mando político,
pero desde luego, no iba a ceder el militar así como así. Monge anduvo con
evasivas todo el tiempo, y al ver que el Che no cedía, pretendió llevarse a sus
hombres con él, diciendo que iba a renunciar al mando del partido. Todos, sin
excepción, lo botaron a mierda. Ninguno nos creímos nada de lo que dijo, y
luego nos enteramos que ni renunció ni el carajo, si no que se dedicó a expul-
sar a todos aquellos que apoyaban a la guerrilla. Un hijo de la gran puta. Creo
que en el fondo no comprendió en ningún momento la magnitud de lo que el
Che pretendía. Creyó que todo se reducía a mantener una lucha contra la de-
recha para imponer la ideología marxista, no captó la profundidad de la obra
que el argentino se traía entre manos. Pocos la captamos por entonces. Déjeme
decirle una cosa, de haber sabido antes lo que se ahora, nunca hubiese hecho
lo que hice. Fidel era, y es, un traidor a su propio pueblo, aunque en el fondo
tenga razón, eso lo sé ahora, Fidel tiene toda la razón del mundo, eso tengo
que reconocérselo, pero se puede luchar contra el imperialismo sin oprimir a
tu gente, sin imponerle tus ideas y deseos, como hace Fidel con Cuba, pero
el Che era diferente. Fidel pensaba en Cuba, o mejor dicho, en sí mismo, el
Che en todos los pueblos oprimidos por el imperialismo. No supe diferenciar
una cosa de otra… Y llevo años expiando mi propia culpa… A quien tenía
que haber vendido era a Fidel, no al Che. Pero ya no tiene remedio. Esa es mi
cruz-
-Pero vamos a ver, me acaba de decir que no es comunista, pero aun-
que no lo alaba, defiende la labor de Castro, no le entiendo entonces. Usted
me confunde con sus ambigüedades. Qué quiere que piense, mi comandante.
Aclárese, hombre-
El flaco lo miró como sopesándolo.
-Ya le dije antes que usted no tiene ni puta idea de cómo son las cosas
en la realidad. No defiendo a Fidel. Si, luché a su lado y por su causa, pero
entonces era otra causa. Por la política que está imponiendo ahora a la fuerza,
nunca, ni hablar. Al menos, no por lo que está haciendo ahora en Cuba. Lu-
ché a su lado por una Cuba mejor, libre, pluralista, sin discriminaciones, sin
opresión. Y él lo trastocó todo. Comenzó muy bien, pero la jodió, compadre,
cambió una opresión por otra, en vez de por el mundo mejor que prometió,
aunque supongo que no lo tuvo fácil, ni lo tiene. Pero siempre hay donde ele-
gir, sin joder a los tuyos. Así de simple. Yo distingo ahora dos cosas, una, el ser
comunista, o marxista, o como cojones quiera llamarlo, y otra muy diferente,
ser antiimperialista. No soy comunista, soy antiimperialista. El comunismo
es malo, una mierda, pero el imperialismo no es mejor. Lo malo de Fidel es
que aplica a su gente las restricciones que él no está dispuesto a asumir en lo
personal. Que se jodan otros, yo vivo bien y como bien, el resto, que se jodan.
Cómo carajo va a comer él y su camarilla arroz con frijoles y platanitos fritos.
Lo bueno, que no se bajó los pantalones ante los yanquis ni sus saqueadores,
el Fondo Monetario Internacional y otros organismos. Es, en lo político, muy
complicado, y nos llevaría días, meses, quizás, explicárselo. Me duele decirlo,
pero siempre he sido sincero, alabo a Fidel por no dejarse comprar por los
organismos imperialistas, pero lo odio por oprimir Cuba. Si hay carne, la hay
para todos o para nadie, así era el Che, Fidel no, si no hay carne para todos,
al menos que la haya para él y sus lameculos, el pueblo que se joda. Esa es la
diferencia. Por eso quiso deshacerse del Che. Por eso es imposible que yo esté
trabajando para él. No soy ningún agente cubano-
Bermúdez asintió mientras encendía un cigarrillo.
-Entiendo… Todo eso está muy bien, y coincido con usted en eso,
aunque no es posible y ambos lo sabemos. Desde siempre, los poderosos vi-
vieron, viven y vivirán bien a costa de la masa, pero nos estamos saliendo
del tema principal. A mí no tiene que arengarme políticamente, yo ya estoy
concienciado… Como decía aquel escritor español… ¿Como se llamaba? No
importa, aquello de “poderoso caballero es don dinero”-
-Quevedo-
-¡Ese mismo! Pero volvamos atrás. Explíqueme una cosa, que no com-
prendo. Cómo reconocía usted a los agentes de la CIA, cómo los diferenciaba
entre el resto de los campesinos. Y explíqueme también, que tampoco lo veo
claro, si usted es como dice, antiimperialista, ¿qué cojones hacía trabajando
para ellos?-
-Son cosas que pasan, hombre, como usted ha dicho, poderoso caba-
llero. Además, por aquellas fechas yo más bien era anticastrista infiltrado, por
denominarlo de alguna manera, lo de antiimperialista vino luego, poco des-
pués de la muerte del Che. Como ya le dije, ojalá por entonces hubiese sabido
lo que sé ahora. Y eran ellos los que contactaban conmigo, yo no podía saber
quién era colaborador y quien no, cuando hablábamos con los campesinos,
siempre, alguno de los que se me acercaba se identificaba y yo pasaba la in-
formación. Ellos me conocían a mí, yo a ellos no, pues cada vez era uno dife-
rente. Supongo que tendrían alguna foto mía, no sé… La primera información
que les pude enviar desde Bolivia fue un escueto comunicado poco antes de
comprar la granja, advirtiendo de la zona en la que supuestamente comenza-
ríamos las operaciones, ellos hicieron el resto, infiltraron o compraron gentes
para montar la red-
Bermúdez asintió nuevamente mientras exhalaba el humo del cigarri-
llo.
-Eso tiene algo de lógica, pero parece una baina del carajo, ¿no?-
-No es que lo parezca, yo pensé lo mismo, esto es una mierda, pero
era la única manera-
-Bien, prosiga. Estábamos en lo de Monge-
-No volvió más. Durante casi medio año no pude enviar ninguna in-
formación. En todo ese tiempo estuvimos aislados allá en la selva, no fue hasta
febrero, cuando el Che organizó la primera expedición y contactamos con los
primeros guajiros, que pude pasar informes más concretos. Todo ese tiempo se
pasó entre organizar el campamento en la selva e ir recibiendo a los que iban
llegando desde La Habana. Aunque por entonces comenzó a formarse la fiesta
del guatao…-
-¿La qué?- Lo interrumpió el comisario, observándolo curioso, dete-
nido el gesto de llevarse el cigarrillo a los labios.
-La jodienda, caballero. Los mandos discutían por cualquier cosa y
al Che le comenzó a costar dios y ayuda mantener la calma. Por si eso fuera
poco, el vecino, el jodedor Argañaraz, continuaba con lo suyo de la fábrica de
cocaína. Él no había visto al grueso del grupo, pues el Che los había ocultado
en la selva, en el otro campamento, nunca vio más de cinco personas en la
granja, casi siempre las mismas, para no levantar sospechas, pero no parecía
muy convencido y envió a uno de sus hombres a espiar por allí, un fulano
que se hacía pasar por cazador. Aquello aceleró los preparativos, pues todos
sospechábamos que, antes o después, el tipo descubriría la verdad y podría ir
con el cuento a la policía o al ejército-
-Hombre, mi comandante, no sea usted duro con el fulano. ¿Qué sería
de nosotros los policías sin los chivatos?- Comentó Bermúdez, abriendo los
brazos y esbozando de nuevo su sonrisa.
El flaco asintió, sonriendo ahora a su vez.
-Si, lo sé, pero el caso es que aquel jodido tipo nos iba a estropear la
fiesta. Fue entonces que el Che ordenó la primera expedición, en principio, se
trataba de llegar hasta el Río Grande, pues ya varias patrullas habían carto-
grafiado los alrededores y era hora, en vista de que no íbamos a recibir apoyo
de ningún tipo del PC Boliviano, de comenzar a moverse, pues solo cuando
hiciéramos saber al país que existíamos y estábamos dando candela, se nos
unirían más gentes. Al menos, esa era la idea-
-¿Cuando fue eso?-
-La primera expedición seria salió del campamento el día uno de fe-
brero de 1967, si no recuerdo mal-
-Espere, pare un poco, ya está bueno de tanto café, supongo que no le
vendrá mal algo más fuerte. Qué me dice, comandante-
El flaco asintió con la cabeza.
-Deje de llamarme comandante, ¿quiere? Lo dejé-
-Por supuesto, discúlpeme, solo era una respetuosa muestra de corte-
sía. No sé si es usted consciente de ello, pero forma parte de la historia, usted
tomó parte en ella. Y por partida doble, en Cuba y en Bolivia. Es usted toda
una leyenda viva, le guste o no. Yo no tuve ocasión de ser otra cosa que un
triste comisario en una región apartada-
Bermúdez se levantó de su asiento, abrió la puerta y llamó al ordenan-
za, dándole instrucciones que no llegó a escuchar. Luego, volvió a su lugar, sin
perder la sonrisa.
-Acá también tenemos ron, no será tan bueno como el cubano, pero
servirá, ¿no?-
Un nuevo gesto de asentimiento por parte del flaco acompañó al gesto
del comisario invitándolo a continuar hablando.
-En principio, se trataba de comprobar si los mapas que teníamos se
correspondían con la realidad, cosa que no fue así, y de paso, ir tomando con-
tacto con los campesinos de la zona, para intentar formar la base de una quinta
columna de colaboradores entre ellos, que apoyasen y suministrasen a la gue-
rrilla. El Che no preveía aún ningún enfrentamiento abierto con el ejército, al
menos de momento, pero por las órdenes que nos dio, tampoco esa posibilidad
quedaba descartada. En principio se trataba de llegar hasta el Río Grande,
luego, ya se decidiría. Fuimos siguiendo el Ñancahuazu. Y oiga, como llovía,
del carajo. Encontramos el río antes de lo que pensábamos, y otros que no es-
taban en los mapas, cosa que el Comandante iba corrigiendo sobre la marcha.
Llegamos a las orillas en apenas cinco días, pero para entonces ya muchos de
nosotros estábamos con fiebre, y el que no, estaba exhausto. Esas selvas son
jodedoras. Cruzamos el río con unas balsas improvisadas y encontramos un
caballo perdido en la selva, del que rápidamente tomamos posesión. En ese
tiempo no encontramos ni vida humana ni apenas rastros. Atravesamos varias
trochas abiertas a golpe de machete pero llevaban tiempo abandonadas, lo que
nos indicaba que por allí no había pasado ni dios en los últimos tiempos. Des-
pués de cruzar el río como buenamente pudimos, fue que establecimos con-
tacto con el primer guajiro, un pequeño bohío perdido entre la nada, allá vivía
un guajiro con sus hijos. El Che habló con él y se comprometió a ayudarnos
en lo que pudiese, y tras descansar allí una noche, continuamos-
-¿Ese guajiro no era agente?-
-No. A aquellas alturas, llevábamos ya como diez días de marcha por
la selva y estábamos rendidos. El argentino pensaba que en unos veinte días
habríamos cubierto la zona, pero qué va, ni en sueños. Del otro lado del Río
Grande, según los mapas, que ya a aquellas alturas sabíamos eran una tremen-
da mierda, comenzamos a buscar el Masicurí, al que llegamos al día siguien-
te. Allí nos adecentamos un poco, pues las garrapatas se cebaban a gusto en
nosotros, y el catorce, o el quince, hicimos alto cerca de otro bohío. Fue por
entonces que establecí el primer contacto-

La prohibición de encender fuego era tajante. El flaco, sentado con


la espalda apoyada a un árbol, pensó que en el fondo, hacer fuego sería una
tontería peligrosa e inútil, ya que de todas maneras, no había casi nada para
comer, excepto maíz. El único que no notaba la falta de alimento era el caba-
llo, que ramoneaba acá y allá sin trabas, libre de carga. Desde la tarde an-
terior, varios guajiros se les habían acercado a ver quiénes eran aquellos fu-
lanos armados que andaban errantes por la selva. Al principio, se les habían
arrimado con recelo, pero luego ya lo hicieron más abiertamente, ocasión
que no perdieron para arengarlos. Uno de ellos había esperado el momento
propicio y se le había acercado por detrás, soltándole un escueto –“¿alguna
noticia para el norte, compadre?”- Se lo había quedado observando. Era un
medio indio que le sonrió. Le dio la posición aproximada del campamento
y el número de fuerzas y armas con las que contaban. –“¿Cuál es el Che?
Márquemelo”- Pero no había podido hacerlo, pues Guevara se había alejado
con algunos campesinos y algunos de los hombres a inspeccionar la zona.
Para finalizar, le había indicado la zona hacia la que se dirigían, el cauce del
río Rosita, y el guajiro se había alejado, curioseando entre los guerrilleros,
uniéndose finalmente al resto de los visitantes cuando se fueron. El Che regre-
só una hora más tarde y esa noche les había informado que los campesinos
habían situado en un plano un campamento del ejercito que estaban constru-
yendo una carretera. Tras un tenso debate, habían acordado pasar de largo
sin molestarlos.

-¿Eso fue todo?- Preguntó Bermúdez.


-¿Cómo?-
-Si, ¿se le acercó el fulano y ya? ¿Noticias para el norte?-
El flaco se encogió de hombros.
-No era mi operativo, era el de los yanquis, así fue como establecimos
contacto-
Unos golpes en la puerta interrumpieron la conversación. “Con su
permiso, comisario”, dijo el ordenanza, entrando con una botella de licor y dos
pequeños vasos sobre una bandeja. Bermúdez hizo un gesto de asentimiento.
El hombre dejó, como siempre, las cosas en la esquina de la mesa, saludó for-
malmente a su superior y se retiró, cerrando nuevamente la puerta tras él.
Bermúdez sirvió con generosidad licor para ambos, y durante unos
segundos bebieron en silencio. Luego, volvió a rellenar los vasos.
-No será necesario que me emborrache para que hable- Dijo el flaco,
tomando de nuevo su vaso. El comisario rió ahora abiertamente.
-No, hombre, no es por eso, es solo hospitalidad. Aprovéchela, ca-
ramba- Y alzó su vaso proponiendo un brindis antes de vaciarlo de golpe.
-Personalmente prefiero el güisqui, pero hoy hago una excepción. Bueno, dos
excepciones. Como puede comprender, no tengo costumbre de tomar con mis
prisioneros- Y ofreció al flaco un cigarrillo, antes de volver a rellenar los va-
sos. –Qué sucedió después, continúe, su historia es de lo más interesante-
El flaco asintió, encendiendo su cigarrillo antes de continuar, obser-
vando al comisario por encima de la llama. Éste permanecía cómodamente
sentado en su sillón, los brazos sobre los reposabrazos, el vaso en una mano,
el cigarrillo en otra, recostado hacia atrás, las piernas cruzadas y observándolo
con aquella sonrisa aparentemente bobalicona, pero que no le gustaba nada,
pues las apariencias estaban resultando un poco engañosas. No supo por qué,
pero era consciente de que allí, en aquella habitación, con aquel ambiente en
apariencia distendido, se estaba llevando a cabo el peligroso juego del gato y
el ratón. Y no tuvo necesidad de preguntarse quién era cada uno.
-Pues nada, que continuamos atravesando la sierra bajo la lluvia
abriéndonos paso a golpe de machete, solo para llegar ante un risco infran-
queable o a un arroyo que a ver quién era el guapo que lo atravesaba, crecidos
como iban con toda aquella agua que estaba cayendo-
-La cosa no estaba fácil, eh?-
-No, nada de fácil. Estábamos ya casi a finales de febrero y ni siquiera
habíamos conseguido los objetivos-
-¿Se tiraron así mucho tiempo?-
-Hasta finales de marzo, algo más de mes y medio. Más o menos, lo
mismo que tardó Colón en llegar al Caribe desde España-
-¡Coño!- Exclamó el comisario, vaciando de nuevo el vaso por entre
su sonrisa. El flaco lo imitó.
-Lo más destacable de esa primera expedición fue que perdimos dos
hombres al cruzar los ríos y terminamos separados. Aquí fue donde la cosa co-
menzó a joderse, pues el grupo comandado por Pinares, buscando de nuevo el
Ñancahuazú para regresar al campamento, terminó en un campo minero, allí
corrió el rumor y éste llegó a oídos del ejército. Un grupo de hombres arma-
dos vagando por la selva resulta ser de lo más sospechoso en cualquier parte,
¿no cree? Un tal capitán Silva, tras informar a la superioridad del percance,
acompañó a su superior hasta el campamento minero. Al parecer, también nos
tomaron por narcos, pero como el oficial no tenía la cosa clara, envió al capi-
tán con sesenta hombres a rastrear la zona en busca de aquellos narcos de los
que no tenían noticias, era cosa de hablar con nosotros, supongo, para que le
diésemos su parte y llevarse sus soldados a buscar a otro lado, no sé. Nos an-
duvieron a la zaga, sin saber ni unos ni otros lo cerca que estábamos. Ellos no
sabían lo que buscaban y nosotros no teníamos ni idea de que ya nos seguían
la pista-
-El gato y el ratón, eh?- Exclamó el comisario despidiendo una nube
de humo.
Al flaco no le gustó nada la forma en que fue pronunciada por Bermúdez aque-
lla expresión, en la que él mismo había pensando momentos antes.
-Nos enteramos más tarde, cuando ya llegamos al campamento en la
manigua. Dos de los bolivianos habían desertado y habían sido capturados.
Uno de ellos, para librarse, y como había pertenecido a la policía, de donde lo
habían botado, intentando hacerse el importante, largó un poco de todo, así fue
que descubrieron la granja, pero nada más, sin embargo, como también habían
agarrado al pendejo de Argañaraz, y éste estaba convencido en lo del labo-
ratorio de coca, esa fue la impresión que en un principio sacaron. Hasta que
cogieron a los desertores, ahí fue que comenzaron a pensar que de traficantes
nada. Además, el nombre del Che comenzó a hacerse oír en los cuarteles de la
policía y del ejercito, pese a que ninguno de los desertores lo había visto ni sa-
bían bajo qué nombre se ocultaba, sin embargo, sí que sabían que el argentino
era el hombre al mando-
-¿Ellos no lo habían visto?-
-No, es decir, lo habían visto, si, pero aún no era el Che, si me en-
tiende, aún no tenía el pelo largo, ni apenas barba, cuando lo vieron, así que
no lo identificaron con todas esas fotos que todos conocemos de cuando la
Revolución en Cuba, era un fulano bien diferente. Solo al final era igual que
en las fotos de casi diez años atrás, barbudo, desgreñado, en fin…-
-Es decir, solo unos pocos de ustedes conocían la verdadera aparien-
cia del Che…-
-Si, ya se lo dije antes. Solo los cubanos y unos pocos hombres de
confianza. Y Monge, aunque éste no era precisamente de confianza. Para el
resto, solo era un oficial llamado Ramón, a veces Fernando, al que práctica-
mente nadie reconoció-
-No era tonto, el argentino, oiga. ¿Y luego?-
-Luego, tras dar muchas vueltas, llegamos al campamento, y allí nos
enteramos de que el ejército estaba ya tras nuestros pasos, de las deserciones
y de que la granja era ya inutilizable para nuestros fines, pues había sido lo-
calizada y registrada, aunque no habían hallado nada importante, excepto el
jeep de Tania, eso sí que fue importante, ya que jodió a la enlace, un rifle y
una pistola en poder de los bolivianos que hacían las labores de peones. A
partir de ahí, las cosas comenzaron a rodar solas. Poco después, mantuvimos
los primeros enfrentamientos con el ejército, que ahora ya sabían lo que anda-
ban buscando, aunque continuaban dando palos de ciego, pues pese a que los
desertores que habían capturado les habían dicho que la guerrilla estaba bajo
las órdenes directas de Guevara, como ya le dije, nadie consiguió identificar-
lo…-
Bermúdez consultó su reloj, poniendo cara de asombro, seguidamente
se levantó, recogiendo el sobre con los pasaportes.
-Tendrá que disculparme, pero ya es tarde. El oficial lo acompañará a
su celda y luego le servirán algo de cenar. Puede llevarse la botella y el tabaco
si quiere. Mañana continuaremos…-
Y sin más explicaciones salió por la puerta haciéndole una seña al
policía que la custodiaba, dejándolo allí sentado al flaco.

Segundo día
-¡La concha de su madre!- Exclamó el Che al escuchar los informes
de lo sucedido durante su ausencia en los campamentos. Pantoja del campa-
mento base y el Ñato del campamento central. Había pasado la tarde dando
instrucciones al francés Regis Debray, para que éste regresase a Europa, con
el fin de montar allí un grupo de simpatizantes con la guerrilla. Le había en-
tregado sendas cartas para Jean Paul Sartré y para Bertrand Russell, con los
cuales mantenía correspondencia, con el objeto de que iniciasen las opera-
ciones de apoyo pertinentes para crear una red de solidaridad en el viejo con-
tinente. Con Bustos, un compatriota suyo, había mantenido también una larga
conversación para que éste regresase a Argentina con el objeto de aunar en
un solo frente grupos de diversas ideologías izquierdistas para que iniciasen
un frente común dejando de lado sus diferencias ideológicas y personales,
cuando llegaron Pantoja y el Ñato a rendir cuentas. El Che había escuchado
en silencio el cúmulo de adversidades pero finalmente había explotado.
-¡La concha de su madre!- Repitió, fuera de sí –Pero qué pendejada
es esta, qué clase de boludos comemierdas son ustedes. Qué clase de cabrona-
da es esta. ¿Acaso estoy rodeado de traidores inútiles y cobardes?- Poniéndo-
se en pié, con las manos a la espalda y sin mirar a nadie en concreto, comenzó
a repartir ordenes mientras se movía inquieto de un lado a otro.
-Ñato, la puta que los remilparió a tus bolivianos de mierda, no quie-
ro ver ni a uno solo de esos boludos en el campamento, todos esos pendejos
reconchudos quedan expulsados hasta nueva orden. ¿De qué estercolero los
has sacado y para qué carajo se creen que han venido, para vendernos por un
plato de frijoles? ¡Estamos acá para luchar, no para andar comiendo mierda!
Vos, Vilo, corré al campamento, de ahí no nos movemos, me tronas al que
pretenda desertar o largarse o irse al carajo, sin miramientos ni excepción,
¿entendido? Mañana por la mañana estaré allá con mi gente para arreglar
esto. ¡Dale!-
Hacia el mediodía siguiente, el Che, al frente de poco más de cuaren-
ta guerrilleros, hizo su entrada en el campamento e inmediatamente comenzó
la explosión. Destituciones, amonestaciones, broncas, se continuaron hasta
bien entrada la tarde. Seguidamente, organizando de nuevo la guerrilla, co-
menzaron a estudiar las nuevas estrategias que el inesperado cambio de la
situación requería.
-No vamos a retroceder, compadres, ni hablar, si lo hacemos, el ejér-
cito vendrá tras nosotros fresco y con el ánimo alto. Estamos acá para luchar
por la revolución, no para correr delante de esos pendejos. Tenemos que co-
menzar la acción, se terminaron los entrenamientos. ¡A la mierda, che! Se
montará una emboscada para cubrirnos, pues no sabemos lo que les habrán
largado los desertores, así que no perderemos el tiempo. Alarcón, vos, con
San Luís, me cogés a algunos de estos pendejos bolivianos y armás una em-
boscada en las márgenes del río, pues seguro que el ejército pretenderá entrar
por allí… Que los boludos esos hagan algo útil aparte de nada, llenarse el
estómago y andarle cantando a los militares-

-Espere un momento, no corra tanto- Lo interrumpió Bermúdez alzan-


do una mano. – ¿Quienes son esos de los que habló? Los que debían organizar
una red en Europa…-
El flaco se lo quedó mirando con las cejas alzadas como si no com-
prendiese la pregunta.
-Esos con los que debía reunirse el francés- Aclaró el comisario.
-Sartré y Russell?-
-Esos mismos. ¿Quién carajo son esos?-
-Jean Paul Sartré y Bertrand Russell. Son escritores y filósofos euro-
peos que simpatizaban con el Che. No los conozco ni he leído nada de ellos-
-Filósofos, ¿eh? Qué bueno, mire usted por donde…, acá, la cabeza
pensante de Sendero Luminoso también es un filósofo… Nos ha jodido la
filosofía esa del carajo. No importa, continúe-
-La emboscada tuvo éxito, y al amanecer del día siguiente aniquila-
mos un escuadrón del ejercito, ahí fue donde apresamos al capitán Silva. Éste
parecía simpatizar con nosotros. Se enterró a los muertos y al día siguiente se
puso en libertad a todos los prisioneros. Fue, si no recuerdo mal, ese mismo
día que el ejército comenzó a bombardear lo que suponían nuestras posiciones
con Napalm-
-No se andaban con bromas estos bolivianos, eh?-
-No, pero tampoco andaban acertados, por lo general, las bombas
caían en cualquier parte menos en nuestros campamentos. Fue por entonces
que la CIA envió efectivos a Bolivia, parecía que aún tenían sus dudas, pese
a mis informes, pues hasta el momento, nadie había identificado al Che y los
yanquis insistían en que éste había muerto en Cuba. Tal vez solo fuese una
cortina para ocultar el operativo que estaban organizando. También descubrie-
ron la cobertura de Tania, que debería haberse quedado en la ciudad y no haber
subido a la selva, cuando encontraron su jeep en la granja, y a partir de ahí no
tardaron en identificarla. Eso le costó una bronca, pues con Tania caía la red
urbana. Tuvo que quedarse con nosotros en la selva-
-¿Y el Chino qué?- Bermúdez se reclinó sobre su asiento, poniendo
las manos sobre la mesa, observándolo expectante.
-¿El Chino, Juan Pablo? Él estaba entrenándose con algunos de sus
hombres allí y como ya le comenté, sus órdenes eran regresar acá a Perú para
organizar la guerrilla, pero no pudo abandonar el país, quedó atrapado con
nosotros-
-Esa fue la causa por la que no pudo organizar su red de terroristas
acá…-
El comisario se frotó el mentón, pensativo. El flaco tenía claro que
aquella actitud evasiva y olvidadiza del comisario, volviendo sobre temas
aparentemente sin importancia, como si no se los hubiesen contado ya con
anterioridad, era un rasgo bien estudiado del policía. De nuevo se recordó
mentalmente que debía ser cauto. El gato, antes de matarlo, jugaba con el
ratón…
-Creo que usted confunde los conceptos. Es jodedor, oiga. Terrorista
es el que pone bombas y mata traidoramente a gente inocente, nosotros lu-
chábamos contra el ejército, no masacrábamos civiles. Puede que usted no
comprenda la diferencia, pero ésta es grande. No éramos terroristas-
Bermúdez asintió cansinamente en silencio, haciendo gestos con las
manos incitándolo a continuar su relato. Aquello de la diferencia de conceptos
debía parecerle una mierda. El flaco meneó la cabeza.
-El Che se tiró los siguientes días encerrado en sí mismo, como pen-
sando, buscando una salida a la situación en la que estábamos. Aislados de La
Habana y de la red urbana, sin apoyo político, sin recursos y con el ejercito
pisándonos los talones mucho antes de lo esperado. Los campesinos que de-
berían apoyarnos eran esquilmados por el ejército, mientras los que tenían
suerte y salvaban sus vidas, era solo para ver como sus míseras haciendas
eran arrasadas y quemadas hasta los cimientos y ellos expulsados, eso sí es
terrorismo, diga usted lo que diga, y no había manera de conseguir efectivos,
armas o medicinas. Y esa era otra a tener en cuenta. El Che era asmático y
sufría frecuentes ataques que minimizaba con inyecciones de adrenalina y con
unas pastillas. Las reservas de medicamentos estaban en las cuevas que ha-
bíamos cavado en la granja, así como comida, armas y municiones. En contra
de lo que pueda parecer no es fácil encontrar comida en estas selvas, por lo
que comenzamos a matar pájaros, lo único a nuestro alcance. Solo en conta-
das ocasiones algún campesino nos proveía de arroz, un cerdo, papas, maíz,
etc., alimentos que pagábamos escrupulosamente. Lo cierto es que pasamos
hambre y sed, mucho de las dos cosas…-
Bermúdez se levantó pesadamente y sin decir nada se dirigió a la
puerta. “¿Café?”, le preguntó desde allí. El Flaco asintió con la cabeza. No
tenía ni idea de la hora, pero debía ser sobre las once o las doce de la maña-
na, no más de la una, no tenía forma de saber la hora, ya que su reloj estaba
en su equipaje y no tenía intención de preguntarle al comisario. Bermúdez
entreabrió la puerta y habló con el agente que permanecía de guardia, luego,
regresó a su asiento.
-¿Y cómo consiguieron sobrevivir a esa primera ofensiva?-
-Esa no fue la ofensiva principal del ejército. Por la radio nos enterá-
bamos de las noticias. Siempre, invariablemente, las noticias hablaban de en-
frentamientos entre ejército y guerrilla, colgándonos muertos un día sí y otro
también, aunque lo cierto es que salimos victoriosos y sin bajas de aquellas
primeras escaramuzas. El ejército no estaba preparado para hacernos frente.
Eso sí, arrasaban aldeas campesinas violando, matando y quemando sin me-
dida a sus propios compatriotas, civiles desarmados e inocentes, para eso sí
que andaban listos, lo que a la larga nos beneficiaba, ya que los campesinos,
conscientes de la situación, y de que si el ejercito pasaba por allí los asesinaría,
jodidos por jodidos, una buena parte de ellos nos ofrecían ayuda. Lo malo es
que estaban demasiado dispersos y todavía eran demasiado pocos como para
que esa ayuda resultase efectiva-
-Muy diferente a lo sucedido en Cuba, ¿no?-
El flaco asintió. En Cuba, el apoyo de los campesinos había resultado
fundamental para el triunfo revolucionario, pero eran campesinos que ya esta-
ban concienciados de su situación y querían cambiarla. En Bolivia, los cam-
pesinos eran total y absolutamente ignorantes tanto en materia social como
política y su situación no había mejorado mucho en los últimos quinientos
años. Si acaso, para peor.
-¿Y cuál era realmente su papel en todo esto?-
El flaco volvió a mirar al comisario con gesto de no entender la pre-
gunta.
-Si, hombre, de usted solo me ha contado de cuando llegó a Bolivia
y poco más, es decir, qué hacía realmente, aparte de pasar información, me
está contando la cosa como si usted no hubiese estado allá. ¿Qué hizo en ese
tiempo?-
El asistente interrumpió una vez más la conversación, al entrar por-
tando la ya conocida bandeja con café y azúcar.
-En realidad, yo era casi el secretario del Che, permanecía a su lado
siempre que la ocasión lo permitía, al lado de sus auténticos asistentes, Ville-
gas y Coello. De hecho, tomé parte en la primera y en la segunda emboscadas,
aunque luego no es que escurriera el bulto, es que pretendía salir vivo de allí,
pero ante todo era prioritario que por ninguna razón nadie sospechase. Y nun-
ca rehuí un combate. Creo que maté a más de uno y herí a varios. No tenía
nada contra aquellos hombres, solo eran pobres ignorantes que se alistaban
para huir del hambre en los campos. Lo mismo que en Cuba y en todas par-
tes. Los ejércitos se nutren de la miseria. De hecho, gracias a mis informes,
el cerco que se estaba cerrando fue efectivo, pese a la ineptitud del ejercito y
el secretismo de la CIA, y si lo analizamos en profundidad, comprenderá que
salvé muchas más vidas-
-Cierto, tiene toda la razón, eso tengo que reconocérselo, su actitud al
respecto salvó muchas otras vidas- Concedió el comisario. -¿Y el francés?, el
tal Debray, que pasó con él-
-El Che pretendía que abandonasen la zona, él y el otro argentino,
Bustos, pero con el ejército rodeándonos no iba a ser nada fácil. Esa misma
noche abandonamos el campamento y nos pusimos en marcha. Eso fue a prin-
cipios de abril. Luego por la radio nos enteramos que apenas un día después,
el ejército tomó la zona y el campamento. El Che se puso furioso pues alguien
había abandonado notas y fotos. Fotos suyas, lo que contribuiría a afianzar mis
informes al respecto. Dos días más tarde nos encontramos con unos campesi-
nos que nos vendieron un becerro. Esa noche comimos bien y yo pude pasar
más informes, pues uno de los guajiros era agente. Nosotros no lo sabíamos,
pero La Paz parecía un avispero por nuestra causa, con los yanquis entregando
ayuda al presidente Barrientos, descargando armas, bombas y asesores que
ya llevaban un tiempo entrenando a una compañía de bolivianos para darnos
caza. Apenas dos días después, periodistas de todas partes fueron autorizados
a entrar en nuestro abandonado campamento y se confirmó definitivamente la
presencia del Che al frente de los guerrilleros, pese a que la CIA insistía en que
era imposible, pues oficialmente continuaban dándolo por muerto-
-Y se les jodió el secreto con esas fotos... Pero no me ha dicho qué
pasó con el francés-
-Debray y Bustos, el argentino, en compañía de un tipo raro que apa-
reció por el campamento guiado por unos niños, que decía ser periodista pero
que parecía un agente infiltrado, intentaron romper el cerco. El Che no se dejó
ver por el misterioso personaje, un tal Roth, o algo así, no recuerdo bien, pues
ninguno confiamos en él. Incluso alguien propuso el tronarlo por espía, pero
finalmente, creyendo que podría ser el salvoconducto de nuestros compañe-
ros, lo dejamos marchar. Por lo que sé, Debray salió con vida, pero lo tortura-
ron bien. Bustos también fue torturado y ambos acabaron confesando. Del tal
Roth nunca supimos nada más, excepto que fue el que salió mejor parado, lo
que confirmó nuestras sospechas de que se trataba de un espía-
-Sí, son cosas que pasan…- Musitó Bermúdez, cruzando las manos
sobre su abdomen y recostándose hacia atrás en su asiento –Continúe, por
favor-
-Unos días después, mientras vagábamos por la selva, los explorado-
res nos avisan de una patrulla que se aproximaba siguiendo las márgenes del
río Iripití, si no recuerdo mal los nombres. Inmediatamente montamos una
emboscada y aniquilamos la patrulla. En contra de lo que todos pensábamos,
es decir, abandonar la zona lo antes posible, el Che, impertérrito, ordenó ade-
lantar la emboscada casi un kilómetro y esperar- El flaco se sirvió más café an-
tes de proseguir. Esta vez añadió una cucharada de azúcar al brebaje. –Estuvo
acertado, pues pocas horas después apareció un batallón por allá. Venían como
a una excursión campestre, sin tomar precauciones y hablando a grandes vo-
ces, seguramente creyendo que ya estábamos bien lejos. Los aniquilamos e
hicimos un buen montón de prisioneros, entre ellos el oficial al mando, un
mayor. Este hombre luego filtraría información a la prensa. Inti, por orden del
Che, lo tanteó para que se uniese a la guerrilla, pero el oficial se negó, aunque
aceptó el llevar un comunicado a la prensa. Se le entregaron dos notas, una la
entregó a sus superiores, pero la otra la hizo llegar a la prensa con el mayor de
los secretos-
-¿No quiso unirse a ustedes pero los ayudo? Sin duda un hombre de
palabra, si tenemos en cuenta que su propia gente pudieron haberlo fusilado
por filtrar esa nota-
-Una cosa no tiene que ver con la otra-
-Cierto. Cierto, el honor y la traición, muchas veces, van de la mano.
Pero eso ya lo sabe usted, ¿no?-
Decidió pasar por alto el sarcasmo del comisario. Tenía otras preocu-
paciones que responder a puyas disimuladas.
-Allí encontró la muerte otro de nuestros compañeros, Gayol el Ru-
bio. Aquello apenó al Che, pues el rubio llevaba tiempo a su lado. Hacia me-
diados de abril el Che divide el grupo en dos, la vanguardia a sus órdenes y
la retaguardia al mando de Acuña. Esa sería la última vez que los vimos con
vida. Tania estaba en la vanguardia, yo caminaba a su lado y la ayudaba en
algunos tramos, pero como tenía fiebre, pues de otra manera habría rechazado
la ayuda de cualquiera, ella y otro compañero, el Che los dejó junto con un
médico en espera de la retaguardia. Ya, ahí se jodió, lo siguiente que supimos
de ella y de los otros fue que habían muerto en una emboscada. Creo que fue
a partir de ese momento en que la guerrilla se dividió en dos que las cosas se
echaron a perder. Durante una escaramuza con unos soldados al intentar rom-
per un cerco, otro compañero, Viaña, queda separado del grupo y más tarde,
herido, fue capturado y al parecer, tras interrogarlo y torturarlo salvajemente,
lo tiraron medio muerto desde un helicóptero en la selva, aunque luego dije-
ron que había conseguido huir. Eso dio falsas esperanzas al Che, hasta que
finalmente comprendimos que había muerto. San Luís muere hacia el fin del
mes en una emboscada que preparamos al ejército, que nos seguía con perros
y acordonaba la zona en un gran cerco para cerrarnos todas las salidas. Lenta
pero indefectiblemente íbamos cayendo, atravesando cerco tras cerco, ham-
brientos, enfermos, extenuados, moviéndonos por la noche como sombras,
durmiendo y comiendo, cuando había algo, por el día, vigilantes, mientras
pasaban las semanas y nos movíamos prácticamente en círculo de regreso al
Río Grande y de allí al Ñancahuazú. El Che pretendía regresar al campamen-
to, sin saber que dos desertores bolivianos habían guiado al ejército hasta las
cuevas. Necesitaba desesperadamente medicinas para su asma, aunque luego,
ya cuando estábamos llegando, escuchamos la noticia por la radio, en donde
dieron un completo listado de los efectos confiscados-
-Es lo que suele pasar, hombre, no se haga mala sangre por eso. De
todas maneras, usted era el que pasaba informes al enemigo, no tiene que
culparse ahora por esas muertes-
-¡Váyase al carajo, no me toque los cojones, eran buena gente, lucha-
ban, o mejor dicho, luchábamos por lo que cada uno creíamos justo! ¡No me
juzgue, usted no es quién para juzgarme! ¡Solo yo puedo hacer balance de mis
actos! No sé por qué cojones le estoy contando nada de esto. ¡Usted no tiene
ni idea…!-
Guardó silencio de pronto observando con fiereza al comisario, que
se removió inquieto. Qué le iba a explicar a aquel tarugo pomposo e hipócrita
con su anillo y su reloj de oro, su cartera mexicana y sus zapatos, probable-
mente italianos, todo caro y comprado con el sudor y la sangre del pueblo, qué
le iba a decir de los sentimientos a los que se había enfrentado, admirando la
labor del Che por un lado, pero consciente de que lo estaba vendiendo por el
otro. Fue por entonces que había comenzado a cuestionarse sus actos, pues
desde hacía ya un tiempo sospechaba que Fidel había apoyado aquella aventu-
ra por que le permitiría deshacerse del incómodo argentino, y que en el fondo,
vendiendo al Che, le estaba haciendo un favor a su enemigo. Y ya era tarde,
muy tarde, para rectificar. Que sabría el…
-Cálmese, hombre, no le juzgo. Nada de todo eso sucedió en este país,
así que no se ponga bravo, compadre, nadie acá va a pedirle cuentas, y desde
luego no lo estoy juzgando, es solo deformación profesional. Tome, fúmese un
cigarrillo, parece tenso, no me tome a mal mis palabras, su relato me parece de
lo más interesante, por favor, continúe usted-
El flaco encendió un cigarrillo en silencio, mirando al comisario con
cara de pocos amigos. Éste esbozó una vez más su sarcástica sonrisa bobali-
cona. Meneó la cabeza expulsando el humo, tranquilizándose.
-Ya no hay mucho más que contar. Con cada enfrentamiento, nuestras
fuerzas mermaban pese a las victorias que íbamos cosechando. Lo cierto es
que todos estábamos convencidos de haber caído en una trampa. Alguien ha-
bía puesto el lazo y nosotros íbamos de cabeza hacia él. Aislados, sin apoyo,
sin recursos, sin alimentos, sin posibilidad de recibir refuerzos de ningún tipo
y con el escaso material bélico que confiscábamos a los vencidos, las cosas
no marchaban bien. Nosotros no teníamos forma de saberlo, pero ya varios
sectores sociales bolivianos estaban intentando apoyarnos. En las ciudades se
comenzaban a recaudar fondos para financiarnos, mientras que campesinos y
mineros lo hacían ya abiertamente. Recuerdo un detalle que luego nos conmo-
vió, cuando lo conocimos. Un sindicato minero decidió, con el apoyo unánime
de todos, donar un día de salario y de alimentos a la guerrilla, así como medi-
cinas. El ejército entró a saco en el poblado masacrando a hombres, mujeres y
niños sin piedad. Si eso no es terrorismo, dígame entonces qué carajo entiende
usted por terrorismo-
Bermúdez permaneció en silencio, asintiendo pensativamente, sin de-
cir nada.
-Nosotros no teníamos ni idea de por donde andaba nuestra retaguar-
dia con Acuña al frente, completamente perdidos. El Che con el asma agarrada
a sus pulmones, asfixiándolo, sin medicinas ni posibilidad de conseguirlas,
pues como le he dicho todos nuestros escondites cayeron en manos del ejérci-
to-
-La cosa, por lo que me comenta, no pintaba nada bueno para ustedes.
Pero tengo otra duda, algo que no entiendo bien, dígame, ¿qué le hacía pensar
que saldría con vida de todo aquello?, hombre, compréndalo, yo no creo que
los soldados lo reconociesen cuando les tiraban, ¿o sí? ¿Acaso tenían alguna
consigna, algo para identificarlo entre los demás guerrilleros? Podían pegarle
un tiro en cualquier momento, ¿no?-
El flaco permaneció pensativo unos instantes. Había pensado en
aquello muchas veces. Mientras hambriento, con la sed royendo su boca y
su garganta, agotado por el peso de la impedimenta y su arma, por lo duro de
las marchas en el agreste terreno librando combates que nunca sabía cómo
terminarían, se había hecho aquella misma pregunta una y mil veces. ¿Cómo
iban a reconocerlo los bolivianos? Si lo capturaban y no había nadie de la CIA
presente, lo más probable es que terminase con los huesos rotos y un tiro en la
nuca.
-No, no había ninguna consigna. Estaba abandonado a mi suerte…
Como todos. Pero en aquellos momentos no importaba, tenía otras preocu-
paciones. De todas maneras, no podía hacer mucho, excepto esperar que me
capturasen con vida. Los siguientes meses se nos fueron en una incansable
guerra de desgaste en la que sufrimos baja tras baja y nuestra incomunicación
nos mantenía completamente aislados. ¿Cómo podíamos saber que por fin, el
partido comunista boliviano había decidido darnos su apoyo material y hu-
mano, por ejemplo? No teníamos manera de saberlo. A veces escuchábamos
Radio Habana, pero no había nada nuevo que nos fuese a ayudar inmediata-
mente. Dado lo peligroso de la situación, el Che decidió regresar al río Rosita.
Estábamos a mediados de junio o principios de julio, y finalmente terminamos
llegando a un miserable poblado con apenas una docena de habitantes. Allí el
Che, tal vez para evadirse un poco de los avatares de los combates, decidió
dedicarse a dentista-
-¿Dentista?- Exclamó Bermúdez, sorprendido.
-Si, dentista- Asintió el flaco. –Ya en Cuba, en la Maestra, había ofi-
ciado como dentista. En confianza, era un poco carnicero, sacamuelas, si usted
me entiende, no por nada, sino porque la falta de medios lo obligaban a hacer
extracciones de caballo-
Bermúdez rió abiertamente con una sonora carcajada. De pronto miró
ostentosamente la hora en su reloj.
-Bueno- Dijo, levantándose de su silla. -Es hora de almorzar algo.
Acompañe a mi asistente a su celda, luego volveremos a seguir platicando-

Pasaba de la media tarde cuando el asistente volvió a buscarlo para


acompañarlo de nuevo al cuarto en donde ya el comisario estaba esperándolo
fumando tranquilamente un cigarrillo y tomando ron.
-Adelante, amigo mío- Exclamó alegremente –Discúlpeme el haberlo
tenido esperando, pero sepa que he estado haciendo ciertos trámites para po-
der ponerlo en libertad sin mayores problemas. Tal vez mañana, o pasado…
Tenga confianza, hombre, todo va a ir bien para usted-
El flaco tomó asiento mientras Bermúdez le servía un vaso de ron y
le ofrecía tabaco. No tenía idea de qué trámites estaba haciendo el comisario
para poder ponerlo en libertad con un muerto a sus espaldas, pero fuese lo que
fuese, suponía que no iba a salirle barato.
-¿Le ha gustado la comida?-
-No se puede decir que sean muy variados los menús, pero como us-
ted dijo ayer, supongo que no puedo quejarme- Le habían vuelto a servir pollo
requemado con papas y arroz. El comisario soltó una carcajada mientras le
daba fuego.
-Le aseguro que el resto de los presos se dejaría encular varias veces
al día para poder comer lo que usted y ocupar su celda- Y volvió a reír. –Sepa
que esa celda la uso de dormitorio cuando tengo que quedarme aquí- Dijo en
tono de confidencia.
-Me hago cargo. Y se lo agradezco-
-Déjese de cumplidos, compadre, ya le dije que eliminando a ese fu-
lano, usted me hizo un favor. Qué menos que corresponderle con lo que tengo
a mano, ¿no le parece?-
Se limitó a asentir mientras expulsaba el humo hacia el techo y se
llevaba el vaso a los labios. Esperaba que aquella mano de la que hablaba el
comisario no fuese muy grande…
-Bueno, sigamos con lo nuestro, no puedo decirle gran cosa todavía,
pero como le he comentado, posiblemente mañana, o tal vez pasado, pueda
usted continuar su camino. ¿A dónde dijo que quería ir?-
El flaco abrió la boca para decir que tomaría el primer avión hacia
Europa, pero de pronto recordó que el día anterior le había comentado que su
ruta lo llevaba a Panamá.
-Centroamérica, lejos de montañas, estoy deseando ver de nuevo el
mar, oiga. Creo que en Panamá no se está nada mal, parece que ahora las cosas
marchan bien por allá-
-¿Y no tiene miedo a que sus compatriotas le pongan la mano enci-
ma?-
-Si, por supuesto. Pero el miedo no es más que un sentimiento- Co-
mentó, chupando otra vez su cigarrillo –Y un sentimiento no puede hacerte
daño. Yo lo suelo usar como timbre de alarma, nada más. Y funciona. En
cuanto a mis compatriotas, pueden ponerme la mano encima en cualquier mo-
mento y lugar. Es algo con lo que ya me he acostumbrado a vivir. ¿De qué se
cree que llevo huyendo estos últimos quince años? ¿Del miedo? No sea pen-
dejo. Me he enfrentado a la muerte más veces de las que usted pueda soñar.
Si me hubiese dejado vencer por el miedo, ya estaría muerto y enterrado hace
muchos años-
-Tiene razón. Sí señor. De todas maneras, antes o después hemos de
morirnos todos, ¿no?-
-La cuestión no es morir, si no la manera de morir. ¿Comprende?- Le
dijo observándolo por encima del borde del vaso. Bermúdez asintió con gra-
vedad. El flaco notó que no había traído el sobre con sus documentos, como
las anteriores veces, pero no dijo nada. Probablemente estaría en el fondo del
algún cajón de la mesa.
-Mire, no me gusta ese tema, qué le vamos a hacer, por acá pensamos
que los muertos mejor se quedan en donde están, por acá somos bastante cris-
tianos y la gente es muy bruta y muy supersticiosa. Acá conviven ritos ances-
trales con creencias cristianas. Aunque yo no me trago esa mierda de los curas,
son todos unos hipocritones del carajo, si lo sabré yo. La iglesia es dios y dios
es la iglesia, como decía mi abuelo. También decía que cada cual en su casa y
dios en la suya, que allí estaba mejor, sin andar fisgoneando la vida de nadie,
ya bastante jodían los cabrones de los curas. Él hubiese simpatizado con el
comandante Guevara, siempre estaba renegando de todo y de todos. Cuando
se enteró que me había metido a policía, se tiró meses sin hablarme, casi un
año. Hasta poco antes de morirse, entonces me habló. Y me soltó una buena.
Pero ya murió hace años… Dejémoslo estar en paz. Por favor, continúe usted
hablando, cómo fue lo del Che y la guerrilla-
El flaco asintió, pensando que los muertos del comisario debían estar
en paz, pero los suyos no, esos había que revivirlos. Hizo un leve movimiento
con las cejas, y tras beber un trago, aspirar una buena ración de humo que
soltó lentamente, y acomodarse en su silla, prosiguió su relato.
-No tengo muy claro como fueron aquellas últimas semanas, pues
a esas alturas llevábamos como seis meses vagando por la selva y los altos
luchando contra un ejército que cada día se mostraba mejor preparado gracias
a los yanquis, sin apenas movernos del sitio, y además, el hambre y la sed nos
atenazaba. Al principio, los soldados, acostumbrados a masacrar campesinos
y mineros desarmados, nos entraban con miedo y se daban a la desbandada a
los primeros disparos, pues nosotros no rehuíamos el combate y tirábamos a
dar, de ahí la facilidad de nuestras victorias, pero al final, con asesores yanquis
y cubanos renegados entrenándolos, fueron perdiendo el miedo y cada vez
más, no retrocedían en los combates a las primeras bajas, como al principio,
si no que nos acosaban de cerca, y las cosas se nos fueron poniendo bien di-
fíciles. Continuábamos cada vez más aislados. Ya habíamos perdido hasta la
grabadora con la cual luego descifrábamos los mensajes de La Habana y no
pudimos volver a descifrar ninguno más. Solo nos quedó una pequeña radio
convencional, con las que escuchábamos las noticias por la noche, fue así
como nos enteramos que habían aniquilado a nuestra retaguardia. Luego me
enteré de los detalles, cuando todo terminó-
Volvió a beber y fumar, imitado por el comisario.
-Probablemente estaban tan perdidos como nosotros, pues en ningún
momento habíamos podido contactar en ningún punto de reunión, por lo que
se dirigieron a casa del primer guajiro, aquel con el que habíamos contactado
en la primera marcha, el Che le había curado a los hijos, uno pateado por una
yegua-
-Si…- Exclamó Bermúdez –Lo recuerdo.
-Esto fue por agosto, hacia mediados o finales. Bien, el caso es que
probablemente esperando encontrarnos allí, o al menos, tener noticias nues-
tras, se fueron a casa del guajiro, no recuerdo el nombre… Pero el cabrón se
había vendido al ejército, que lo mejor que hicieron fue acojonar a sus hijos y
montarle un campamento en la finca robándole todo lo que pudiesen robarle
pese a su miseria, mientras nosotros los habíamos curado, pendejo de mierda.
¡Rojas!- Exclamó como si un chispazo lo hubiese iluminado de pronto. – ¡Sí,
era Rojas! Luego, Barrientos le regaló una pequeña hacienda en pago a su trai-
ción. Cuando nuestros compañeros llegaron allí, hablaron con él, y el hijo de
puta, haciéndoles creer que sabía en donde estábamos, los citó al día siguiente
para llevarlos. Había que cruzar el Río Grande, pero él los guiaría por un vado
que conocía. Nuestros amigos, creyendo que nos encontrábamos al otro lado,
y no desconfiando nada de él, allá se aventuraron a la noche siguiente guiados
por el comemierda. Los había llevado hasta el vado, y allí, tras indicarles por
donde cruzar, asegurándole que nosotros estábamos acampados a unas millas,
los dejó. Los nuestros se metieron en el río, y cuando estaban en el centro,
les llovió plomo. Muy pocos salieron con vida. Ahí murieron Tania, Beche,
Hurtado, y Zayas, creo recordar, entre los cubanos…-
-¿Cree recordar? ¿No eran sus compañeros?-
-Disculpe mi mala memoria, comisario, pero es que llevo quince años
intentando olvidar todo esto-
-Entiendo, discúlpeme. ¿Otro trago?- Preguntó, más por disimular,
pues cada uno se servía cuando quería. Intentaba que el ambiente fuese dis-
tendido.
Asintió con la cabeza.
-Nosotros pasamos por allí un día después. Todo estaba abandonado,
hasta los barracones que se habían montado los soldados. No sospechamos
nada. Nuestros compañeros habían muerto a poca distancia y nosotros no sos-
pechamos nada-
Al flaco se le contrajo la garganta ahogando un sollozo que reprimió.
Para disimular y darse ánimos, decidió tomarse un trago. El momento pasó. El
comisario le había dicho algo pero no lo entendió y decidió ignorarlo.
-Fue por septiembre que nos enteramos por la radio de la emboscada.
Ninguno nos lo creímos al principio, pensando que sería otra de las muchas
noticias falsas respecto a nosotros, pero el Che, tras comprender por los datos
que era cierta, inmediatamente decidió salir de aquella zona y emprendimos
rumbo al norte, cambiando luego hacia el oeste, intentando despistar al ejér-
cito, pero ya no era posible. Avanzamos y mantuvimos varias escaramuzas
con los soldados. Recuerdo una ocasión en la que pasamos unos a escasos
metros de los otros sin vernos, solo al final, cuando nosotros nos perdíamos
por un lado y ellos por el otro, yo y dos más alcanzamos a ver su retaguardia
confundiéndose entre los árboles, comprendiendo así el peligro que habíamos
corrido-
-A eso se le llama tener suerte, caballero. ¿Sabe una cosa?, me alegro
por usted, hombre, me cae usted simpático- Y nuevamente mostró la sempi-
terna sonrisa invitándolo a continuar con las manos.
-Hacia finales de septiembre entramos en un pueblucho que estaban
celebrando una fiesta. Nos recibieron bien, nos agasajaron y nos dieron comi-
da. Descansamos allí unas pocas horas, pues aquellas gentes no habían visto
un soldado en meses por la zona. Nos informaron de las rutas que podíamos
tomar. Como el Che vio sobre los mapas que había un pueblo cerca al que lla-
maron La Higuera, preguntó que por qué no huir por allá, pero los campesinos
le recomendaron no tomar esa ruta, si no alejarse por un camino que transcu-
rría entre los cerros. Guevara asintió y les agradeció sus atenciones guardando
sus mapas. Estaba muy jodido-
-¿Qué era lo que realmente le pasaba?-
-¿Cómo dice?-
-Al Che, que le pasaba, por qué estaba enfermo-
-Asma, se lo he dicho, era asmático- Y vació su vaso de un trago,
reprimiendo un escalofrío.
-¡Ah! Solo eso!- Exclamó Bermúdez –Si, ya sé, pero creía que tam-
bién tenía fiebre o así-
-No. Aquí fue en donde encontré otro agente. Tras darle informes, me
preguntó por el oficial del Viet-Cong que estaba con nosotros. Eso me sor-
prendió mucho, y por lo que me dijo luego, parece ser que alguien había con-
fundido al chino con un coronel vietnamita. También me dijo que los soldados
se aproximaban y nos tenían cercados. Ellos estarían cerca, y que los soldados
tenían órdenes muy estrictas de no maltratar prisioneros, en cuanto tuviese
ocasión, alzase las manos y me entregase, ya luego ellos se encargarían se
sacarme de allí.-
-Bueno, miraban por usted. Esos gringos suelen ser agradecidos-
Pensando que se había equivocado y que realmente Bermúdez sí era
un comemierda, se sirvió más ron, esbozando ahora él una sonrisa.
-En contra de todas las opiniones, el Che decidió irse por La Higuera,
tal vez creyendo que los campesinos lo enviaban a una encerrona allá por los
cerros, así que allá llegamos a aquel maldito pueblo. Ya en ese momento te-
níamos que habernos dado la vuelta y salido de allí pitando. El pueblo parecía
abandonado, solo unas pocas mujeres, algunas de las cuales, al vernos en tan
mal estado, nos dieron bien de comer. Estuvimos allí no más de dos horas y
nos fuimos. Dos horas perdidas que podíamos haber aprovechado en huir por
los cerros. Nos dimos de frente con una emboscada del ejército. Los supervi-
vientes, intentando huir, nos internamos en la quebrada del Yuro-
-Del Churo- Lo corrigió Bermúdez
-Sí, lo sé, pero los cubanos, por deformación fonética, decimos del
Yuro. ¡Qué más da! Es todo la misma mierda, un pedregal inmenso lleno de
quebradas, lo que en cierta medida nos facilitaba el ocultarnos-
-Y ahí se les acabó la suerte-
El flaco asintió gravemente.
-No sé cómo fue, disparaban de todos lados, acabamos refugiados en
una quebrada, los soldados buscándonos, pasando a pocos metros de nosotros,
por los altos, sobre nuestras cabezas, observando con atención las quebradas y
tirando sobre todo lo que se moviese. Nosotros bajo las rocas, como los majás.
Durante tres días conseguimos burlar a los soldados en las quebradas. Incluso
montamos un campamento al lado de un regato. Pero rodeados como estába-
mos no había forma de salir de allí, los exploradores siempre regresaban con
la misma información: soldados por todas partes. Finalmente caímos en otra
emboscada y cada uno salimos por donde pudimos. Me metí de cabeza en una
cueva con otro compañero, pero los soldados terminaron por descubrirnos y
mi compañero murió. Yo alcé las manos y grite que no tirasen… Los yanquis
me liberaron nada más llegar al puesto de mando. Allí me dijeron que el Che
había sido capturado intentando huir. Estaba herido en una pierna y Simón
lo ayudaba cuando fueron capturados. Estaban en la escuela del pueblo bajo
vigilancia, esperando órdenes de La Paz sobre su futuro. También tenían al
chino-
-Coño, compadre, sí que fue duro. Pero por lo menos salió vivo, no lo
olvide. Dígame, ayer usted habló de la maldición del Che. Pensé que se reía
de mí. A qué carajo se refería-
-La maldición del Che… Todos los que tomaron parte en su muerte
han fallecido de manera horrible. Yo soy el último-
-¿Usted? ¿Por haberlo vendido cree que la maldición lo alcanzará?
¿Pero usted cree en esas cosas? Me parecía una persona más culta…, más
abierta-
-No, por haberlo vendido, no. Pero por haberlo matado, si. Y a la vista
de los hechos, no tengo más remedio que creer-
-Pero de qué está hablando, hombre- Bermúdez se mostraba sorpren-
dido.
-Qué es lo que no ha entendido de lo que he dicho. ¡Yo fui quien
disparó al Comandante, asesinándolo!-
Bermúdez permaneció inmóvil, con el estupor reflejado en su cara,
sin rastro ahora de sonrisa alguna. “Cojones”. Musitó por lo bajo.
-Cuando llegó la orden de ejecutarlo, yo entré en el aula de aquella
escuela donde estaba detenido con el soldado asignado para matarlo. Quise
decir algo pero me quedé sin voz, mudo. Cuando me vio al lado del soldado
armado, alzó la cabeza, y comprendió. “Tú también, hijo”, me dijo, y luego,
mirando al soldado, “Has venido a matarme. Álzate bien y mantente sereno,
vas a matar a un hombre”. El soldado alzó la automática y sus manos tembla-
ron, incapaz de abrir fuego. Y yo comprendí que había cometido un error. Un
gran error. Si el Che salía vivo me habría identificado como un traidor, y mi
vida no duraría mucho. No lo pensé, agarré la ametralladora arrancándola de
las titubeantes manos del indeciso soldado y le disparé dos ráfagas, luego le
devolví el arma al soldado. La puerta estaba cerrada y los de afuera no sabrían
nunca cual de los dos había disparado. “Tú has disparado, ¿oíste? Te acabo de
hacer el mayor favor de tu vida, y si dices lo contrario, te aseguro que tu vida
no valdrá una mierda”, le dije, él asintió, incrédulo y aliviado, tal vez pensan-
do que su categoría entre la tropa había subido, y mucho, sin pararse a pensar
que desde ese mismo instante, su vida ya era menos que una mierda. Entonces,
mientras miraba el cadáver del Che, comprendí que había cometido un error
infinitamente mayor que haberme dejado ver por él. Este error no arreglaba el
anterior, solo hacía que fuese algo inmensamente menos grave-
-Claro, ahora entiendo- Terminó por decir el comisario, pero su rostro
reflejaba cualquier otra cosa menos entendimiento. –Pero dígame, qué razones
tiene para creer que hay alguna maldición-
-Las razones son de mucho peso, si se molesta en analizar los hechos.
Rojas, el campesino que llevó a la retaguardia a la emboscada del vado del río,
fue ejecutado por alguien que se hizo pasar por activista de nuestro ejército,
el Frente de Liberación Nacional de Bolivia. Así lo había llamado el Che. Le
metieron dos plomos en la cabeza. Cronológicamente él fue el primero de una
larga serie, aunque fue el último del que tuve noticias-
-Los chivatos corren esos riesgos. Alguien cabreado por alguna dela-
ción se los carga y ya, aparecen muertos en cualquier cuneta, o en un verte-
dero, un callejón de mierda, o en su propio domicilio. A otra cosa. No es fácil
eso de ser chivato-
-No, pero yo tengo mis razones para creer que en realidad, quienes ma-
taron a Rojas eran agentes cubanos, no activistas del ya inexistente ELNB-
-Mmmmm, por lo que me dice, el tal Rojas se lo había buscado. Ven-
dió a aquellos que lo ayudaron, no se puede morder la mano que te da de
comer. Pero eso no indica nada-
-No, pero luego tenemos la segunda muerte. Barrientos, el presidente.
Fue el primero del que tuve noticias sobre su muerte. Viajaba en un helicópte-
ro cuando sufrió un misterioso accidente. Se dijo que habían chocado con un
cable de alta tensión. Estaba preparando algo, un autogolpe para consolidar su
poder o algo así. El aparato cayó a tierra envuelto en llamas. Llevaba dinero y
municiones para alguien. Las municiones comenzaron a explotar por las lla-
mas y aquello se convirtió en un infierno. Los que llegaron para ayudar dijeron
luego que aún se escuchaban los alaridos del presidente entre el crepitar de las
llamas y los estallidos de las balas, que en gran cantidad disparaban sus pro-
yectiles indiscriminadamente hacia cualquier parte, haciendo imposible que
nadie pudiese acercarse al aparato-
-Una muerte cabrona- Comentó el comisario con un rictus de serie-
dad.
-Rojas había traicionado a la guerrilla y al Che orquestando el ase-
sinato de nuestros compañeros. El general Barrientos, como presidente de la
Nación, ordenó la ejecución del Comandante. Un año después, un oficial, el
primero que había participado en su captura, sufrió una muerte similar cuando
se estrelló con su carro. Andrés Selich, el coronel que interrogó y se burló
del Che allá en la escuela, murió apaleado por miembros de la seguridad del
estado cuando fue descubierto preparando un cuartelazo, con todos los huesos
rotos y evitando golpearlo en la cabeza para prolongar su agonía. Y van cuatro
ya. Sigamos. Muy poco después, el coronel Quintanilla, testigo de la autopsia
que se ejecutó sobre el cadáver del argentino, profanándolo y amputándole
las manos, muere en Hamburgo, asesinado en la misma embajada por otra
supuesta militante del ELNB, que le pegó un par de tiros tranquilamente en su
despacho y desapareció sin dejar rastro. Otra vez la mano de Cuba detrás de
ésta ejecución-
El flaco observó de nuevo al comisario, tomando una vez más su vaso
de un trago. Bermúdez permaneció inmóvil unos segundos. Seguidamente, sin
apartar la vista de su interlocutor, también vació el suyo de golpe, dejándolo
seguidamente sobre la mesa. Ahora fue el flaco el encargado de rellenarlos.
-Pero aún hay más…- Y volvió a beber, aunque ahora con más co-
medimiento. No era cosa de quemarse la garganta ni hablar de más. –El jefe
del estado mayor del ejército, Torres, confirmó la orden de ejecución. Llegó
a ser presidente, pero fue derrocado por otro golpe y terminó sus días ejecu-
tado en un callejón en Buenos Aires por los de la Triple A. Esos también son
terroristas, no guerrilleros, si me entiende. Casi al mismo tiempo, le tocó el
turno a Zenteno, el general que, al mando de la IV División, capturó al Che y
transmitió la orden de ejecutarlo que acababa de recibir. Lo balearon en Paris,
en donde oficiaba como embajador, y también en la embajada, un grupo del
que nadie sabía nada, llamados la Brigada Internacionalista Che Guevara, lo
cosieron a tiros a las puertas de su oficina y también se marcharon sin ser
capturados. Otra vez la sombra de los cubanos-
-Coño, pues si que está mala la cosa para usted, oiga, ¡casi estoy por
darle la razón sobre la maldición, carajo!- Lo interrumpió Bermúdez, sacando
un cigarrillo para él y ofreciéndole al flaco, que aceptó. Tras encenderlos, el
flaco continuó relatando muertes como si estuviese recitando la lista de la
compra.
-Gary Prado, capitán. Fue el que capturó al Che. Una bala lo dejó pa-
ralítico durante una revuelta. El soldado con el cual entré en aquella escuela,
por lo que sé, solo es ahora un borracho de mierda. Todos ellos tuvieron que
ver con la muerte del Che, y han muerto. Prado trató al Che con todo el respeto
que le fue posible y se opuso a su ejecución, tal vez por eso aquella bala no lo
mató. En cuanto al soldado, él se negó, no hubiese disparado, pero aceptó el
haberlo hecho. No ha muerto, pero carga con el estigma de ser él la persona
que oficialmente disparó al Comandante. Nadie lo cree cuando jura que él
nunca disparó. Y no puede con ese peso. Creo que ya solo falta uno o dos por
morir-
-Y usted es uno de ellos…-
Sintió un leve hormigueo subiéndole por la columna mientras el co-
misario, con la cabeza inclinada hacia atrás vaciaba su vaso, el cigarrillo en
la otra mano, la bajó de pronto y se lo quedó observando en silencio mientras
se secaba los labios con el dorso, procurando no quemarse con el cigarrillo,
sacando a relucir de nuevo su sonrisa.

Tercer día
Huía sin saber a dónde, todo estaba oscuro y tropezaba con las pie-
dras, estaba descendiendo por una quebrada, huyendo de alguien (el Che, el
Che Guevara lo perseguía con una metralleta), y de pronto la luna iluminó la
quebrada. Se detuvo, escuchando. Miles de piedras se oían rodando ladera
abajo como si la ladera estuviese plagada de gente corriendo, pero nada se
movía allá en donde alcanzaba a ver. O bien las piedras rodaban más allá de
su visión o bien se trataba de piedras fantasmas. Escuchó durante unos instan-
tes y pronto comprendió que probablemente fuesen fantasmas, pues algunas
rodaban casi a su lado pero cuando las sentía y miraba al lugar de donde pro-
venía el ruido, nada se movía. Escuchó una respiración asmática y unos pasos
aproximándose, y el terror lo invadió de nuevo. Quiso echarse a correr pero
no pudo, el pavor no lo dejaba moverse. Miró por encima de su hombro y vio
una sombra que se le aproximaba. Entonces corrió de nuevo bajando al fondo
de la quebrada. Corrió, y corrió. Y corrió hasta llegar a una nueva quebrada
que hacía un recodo. Del otro lado se veía una luz como de una hoguera y se
escuchaban voces. Se dirigió hacia ellas. Al doblar el recodo se quedó pa-
ralizado. Allí, sentados ante una pequeña hoguera, con los raídos uniformes
de los guerrilleros, estaban Barrientos, Zenteno, Torres…, el cónclave de los
malditos, con sus armas a mano y hablando plácidamente. Al verlo aparecer,
echaron mano a los rifles y se lo quedaron mirando en silencio. Comenzaron
a hacerle gestos con las manos, llamándolo, invitándolo a unirse a ellos, son-
rientes, mostrando sus dientes entre jirones de carne podrida. Sintió un frío
helado a su espalda y se volvió con intención de huir, pero allí estaba el Che, a
pocos metros, con sus pulmones resoplando como fuelles mientras se acerca-
ba, apuntándolo con su arma. “Vos también, hijo mío, vos también” le dijo con
aquel acento argentino del cual nunca había logrado desprenderse. Los aguje-
ros de las balas que le había metido en aquella escuela aún manaban sangre.
Alzó las manos y quiso decir algo, pero el Che abrió fuego a quemarropa.
-¡NO!- Gritó el flaco, despertando bruscamente y alzándose en su ca-
tre. No era la primera vez. Aquel sueño llevaba años persiguiéndolo. Siempre
el mismo. Observó a su alrededor pasándose la mano por la cara para despejar
los restos de la pesadilla. Afuera todavía estaba oscuro y no entraba ninguna
luz por la pequeña ventana. El pasillo recibía una tenue iluminación indirecta
proveniente de la oficina, y la puerta de la celda, como era normal, permanecía
cerrada. No se escuchaba nada. Se tumbó de nuevo cruzando las manos por
detrás de la cabeza, pero finalmente se levantó y se acercó a la pequeña mesa
sobre la cual estaban el paquete de tabaco y la botella de ron, ambos medio va-
cíos. Prendió pensativo uno de los tres últimos cigarrillos y se sirvió un trago.
Consumió ambos en silencio antes de volverse a tumbar y quedarse dormido.

La mañana transcurrió con placidez. Uno de los guardias se presentó


a traerle café y un bollo crujiente y recién hecho para el desayuno, un traje
de los suyos, chaqueta, pantalón, camisa y corbata. También le entregó toalla,
jabón, una maquinilla de afeitar, ropa interior limpia y otro par de sus zapatos
que alguien se había ocupado en lustrar.
-El comisario no está, me ordenó entregarle ropa limpia y que se du-
che. En cuanto regrese lo mandará a llamar-
El flaco asintió. Tomó el café y comió el bollo, luego fumó en silencio
unos minutos. Tampoco es que tuviese con quién hablar. El sol entraba por
la ventana y las voces de los policías se escuchaban desde la celda. Cogió la
toalla que le habían entregado junto con su ropa y se dirigió a las duchas.
La mañana transcurrió cansina, la dejó pasar sentado en el catre, re-
cién vestido, terminó su último cigarrillo y apuró el poco ron que le quedaba.
Hacia primeras horas de la tarde le trajeron el almuerzo. Esta vez el pollo
había sido sustituido por un filete de alguna carne que no pudo identificar si
era de cerdo, de res de llama o de cabra, con arroz y guisantes. Cuando un
nuevo agente vino a recoger la bandeja, le pidió un cigarrillo y le preguntó por
el comisario. El hombre le tendió medio paquete que tenía en el bolsillo y le
contestó que no sabía nada del comisario, acababa de entrar en su turno, y sin
más palabras se retiró tras recoger.
Fumó nuevamente en silencio pensando en el significado de aquello,
que no le estaba gustando nada, y no fue hasta casi media tarde que el mismo
agente vino a buscarlo.
-El comisario acaba de llegar y pregunta por usted. Acompáñeme- Y
permaneció firme junto a la recién abierta puerta de la celda franqueándole el
paso.
El policía no lo condujo a la ya familiar sala de interrogatorios, si no
que lo llevó directamente al despacho de Bermúdez bajo la atenta mirada del
resto de los agentes que andaban por la prefectura. Allí estaban el comisario y
otro personaje que no pudo identificar. En cuanto entró, el hombre estaba en-
tregando al comisario un abultado sobre que éste hizo desaparecer con pron-
titud en uno de los cajones esbozando su sempiterna sonrisa, mientras cubría
con disimulo unos papeles que estaban sobre su mesa con otros informes. Al
verlo entrar, el desconocido miró hacia Bermúdez, haciendo un leve gesto de
asentimiento.
-¡Aquí lo tenemos!- Exclamó alegremente –Amigo Fernández, permí-
tame que le presente al señor Rodríguez. Él se hará cargo de usted ahora-
-No comprendo…- Dijo el flaco, estrechando levemente la mano que
el desconocido, de aspecto latino, le tendía. El hombre quiso abrir la boca para
hablar pero el comisario no le dio oportunidad.
-Sí, hombre, recuerde que ayer le dije que estaba haciendo lo posible
para que usted saliera de aquí en libertad. Rodríguez es de la CIA, ha venido
aquí para llevarlo hasta Lima-
-En Lima le entregaremos nuevos documentos y un billete de avión a
donde usted quiera- Dijo el agente.
-Está libre, hombre. Le dije que soy persona agradecida- Remató Ber-
múdez. Abrió un cajón de su mesa y extrajo el ya familiar sobre, entregándo-
selo. El flaco lo tomó y lo abrió. Allí estaban sus pasaportes y su cartera. Sacó
ésta y comprobó el dinero, estaba intacto, pero faltaban la pistola y los tres
mil dólares. “Vaya mierda de agradecimiento”, pensó. Alzó la mirada hacia el
comisario con un gesto de interrogación. Éste se limitó a encogerse de hom-
bros.
-Qué quiere, compadre. El arma no puedo devolvérsela, compréndalo.
Y en cuanto al dinero, pues bueno, ya le dije que por acá con plata se arregla
casi todo. Usted deja un muerto a sus espaldas, yo he tenido que untar muchas
manos para comprar favores y silencio. No pretendería que lo pagase de mi
bolsillo, ¿no?-
El flaco esbozó un gesto de resignación, asintiendo levemente. Cómo
iba a pretender semejante cosa. A la fuerza ahorcan.
-¿Todo en orden, entonces?- Preguntó el agente.
-¡Si!- Se apresuró a contestar el comisario –Le firmo estos documen-
tos y pueden irse cuando quieran- Agarró unos folios del montón que había
ocultado y doblándolos para que no pudiesen ver su contenido, estampó su
firma en ellos, entregándoselos rápidamente a Rodríguez convenientemente
doblados –Aquí tiene los permisos, señor- Y dirigiéndose al flaco –Sus cosas
ya están en el auto del señor. Es una pena, he disfrutado de su compañía, pocas
veces tengo la ocasión de tener un detenido tan interesante como usted. Qué
digo pocas. Lo voy a echar de menos, caballero- Y le tendió la mano.
El flaco se la estrechó sin muchas ganas. Tenía una extraña sensación
desde que entrara en la oficina y se encontró con el desconocido. Esperaba que
Bermúdez simplemente lo pusiese en una guagua rumbo a Lima sin más, y la
ausencia de su dinero era cosa que ya daba por hecha desde hacía dos días.
Pero algo no estaba bien, Bermúdez había avisado a la CIA y no tenía muy
claro el por qué. ¿Qué hacían allí los americanos y por qué se preocupaban
por él? Más exactamente, ¿en qué momento los habría avisado el comisario?
Intentó hacer un cálculo mental, pero no tenía ni idea de cuantas horas en
coche había entre Lima y Nazca. Aunque por otro lado también podía haber
usado el teléfono. No llegó a ninguna conclusión. ¿Y por qué los había llama-
do? Eso era lo más importante, ya no tenía nada que ver con ellos desde hacía
muchos años, desde poco después de la muerte del Che, comprendiendo que
se había equivocado de bando no quiso saber nada más de aquellos falsarios
de yanquis. Esa era una de las razones por las que huía. Ya les había hecho el
trabajo sucio en considerables ocasiones y no estaba dispuesto a volver al tra-
jín. Había cometido grandes errores en su vida, y no tenía intención de volver
a repetirlos. Y ahora, allí estaba de nuevo uno de aquellos errores.
-Por qué avisó a la CIA?- Preguntó de pronto.
El comisario se lo quedó mirando como si no comprendiese bien la
pregunta.
-Carajo, oiga, ¿a quién quería que avisase? Después de lo que usted
me contó y de todo lo que hizo por ellos, creí que serían los más indicados
para ayudarlo ahora a salir del país. ¿No cree? Qué hubiese hecho usted en mi
lugar…-
-Tal vez abrirle la puerta de la celda y dejarlo marchar, sin más- Y se
volvió al agente mirándolo fijamente a los ojos. –No tengo nada contra usted,
no lo conozco ni me interesa, dígame cuáles son sus órdenes con respecto a
mí. Le adelanto que no voy a hacer nada por ustedes. Ya no. Y muéstreme su
identificación-
-¿Mis órdenes? No sé a qué se refiere, me enviaron acá para recoger-
lo y llevarlo hasta Lima, esas son mis órdenes, no hay nada más- Explicó el
agente, sacando su propia cartera y mostrando sus documentos. El flaco, tras
observarlos detenidamente, asintió.
Su acento no es yanqui, de donde es usted-
-De Puerto Rico, destinado acá. Oiga, mire, el comisario nos puso al
corriente y me enviaron para hacerme cargo de usted, eso es todo, no sé nada
más, se nos va a hacer de noche y no hay muchos sitios en donde hacer alto en
estas montañas. Comprenda que no puedo dejarlo aquí, yo tengo unas órdenes
que obedecer, ya sabe cómo es eso-
-¿Conoce a Félix, Félix Rodríguez?-
El agente permaneció pensativo unos segundos, luego esbozó algo
parecido a una sonrisa y negó con la cabeza.
-No, no conozco a ese Rodríguez. ¿Quién es?-
-Alguien al que conocí hace años en Bolivia. Otro agente de la CIA.
No importa, por el apellido creí que… No importa. Déjelo. Podemos irnos
cuando quiera-
-¡Los acompañaré hasta la puerta!- Exclamó el comisario, más son-
riente que nunca. El flaco pensó que, aparte de joderle tres mil dólares a él,
también habría sacado una buena tajada a la CIA. “Menos mal que solo me
ha tendido una mano, si llega a tenderme las dos… ¡P´a la pinga con este
comemierda!”. Tampoco le gustó nada la ya de por sí antipática sonrisa que
Bermúdez exhibía. Demasiado amplia. Todo aquello no le encajaba en ningún
esquema conocido. Decidió andarse más que nunca con pies de plomo, pues
aquella situación no le gustaba nada.
Cuando ya se despedían a la puerta de la comisaría, Bermúdez entregó
al agente un pequeño paquete sin hacer comentarios, siempre sonriente. “Qué
menos”, pensó el flaco. “Como poco, entre unos y otros se acaba de embolsar
unos seis mil dólares, el hijo de la gran puta. Ya puede sonreír, ya. Ahora se
explica el reloj de oro y el resto. Cabrón”.
-¡Que tengan buen viaje, caballeros!- Les gritó desde la puerta mien-
tras montaban en un viejo Peugeot. Rodríguez agitó su mano en gesto de des-
pedida. El flaco optó por sentarse en el asiento al lado del conductor sin dirigir
ni una sola mirada al sonriente Bermúdez, que se quedó en pié junto a la puer-
ta saludando y mostrando aún más los dientes, si es que aquello era posible,
esperando no volver a ver jamás a aquel elemento. Con tanta sonrisa lo más
probable era que un día le diese una parálisis facial o algo similar. Emprendie-
ron camino en silencio. De pronto, el flaco, como si fuese algo vital para él,
preguntó:
-¿Qué hay en ese paquete que le entregó el comisario?-
El agente desvió su atención de la carretera unos segundos, volvien-
do ligeramente la cabeza para mirarlo. Bermúdez siempre estaba sonriendo,
mientras este otro estaba más serio que un palo.
-¿A qué se refiere?-
-Al paquete que le acaba de entregar ese comemierda-
-Ah!, eso. Nada importante, solo las grabaciones de su interrogato-
rio-
-No sabía que el pendejo estuviese grabando. Debí suponerlo, en nin-
gún momento tomó notas. ¿Y por qué se las ha entregado a ustedes?-
Rodríguez se encogió de hombros.
-Por lo que sé, forma parte del trato-
-¿Trato? Qué clase de trato. De qué carajo me está hablando-
-Oiga, tranquilícese, yo solo soy un mandado, usted me entiende. Él
dice no tener más copias. Y más le vale no tenerlas. Se trata de borrar su rastro.
Mire-
Y señaló la amplia llanura por la cual circulaban en ese instante. Lle-
vaban casi media hora de camino por la polvorienta carretera y solo se habían
cruzado con un destartalado coche al salir de la ciudad, y la llanura que atra-
vesaban parecía no tener fin, a pesar de hallarse rodeada de montañas. Era
una larga línea recta que se perdía a lo lejos en ambas direcciones. El agente,
probablemente en un intento de distraer su atención, estaba señalando algo a
su derecha.
-Que mire lo qué-
-Usted no ha estado mucho por aquí antes, ¿verdad?- El flaco negó
con la cabeza. –Pues no pierda ocasión, hombre. ¿Ve esos muros de piedra y
eso que parecen caminos trazados en la llanura?-
El flaco observó a su alrededor. El agente tenía razón. Los muros, al
igual que la carretera, se perdían en el horizonte y los caminos se entrecruza-
ban sin parecer ir a ninguna parte. Estaba contemplando las famosas Líneas de
Nazca.
-Desde acá solo parecen muros, bajos, pero muros, piedras amonto-
nadas formando líneas tiradas a cordel, pero si se ven desde el aire, aquí hay
dibujados monos, pájaros, peces, insectos, rostros. Es muy extraño y muy cu-
rioso- Y arrimando el coche al arcén, se detuvo justo entre uno de aquellas
figuras que la carretera cortaba en dos.
-Por qué nos paramos…- Inquirió el flaco.
El agente, sin despegar las manos del volante, se volvió hacia él con
gesto de resignación.
-Oiga, necesito orinar, llevo horas conduciendo y en la comisaría no
tuve ocasión, así que si no le importa, descansaremos un par de minutos. Tran-
quilícese y mire el paisaje. Pocos tienen ocasión de hacerlo, y los que viven
por acá no lo aprecian- Sacó las llaves del contacto y abrió la puerta, bajándo-
se –Le recomiendo que me imite, no pararemos ya hasta Lima-
El flaco descendió del coche y se quedó observando las formas de
piedra, sin poder distinguir ninguna de aquellas figuras que allí estaban. Lanzó
una breve mirada por encima del hombro a su acompañante. Había cruzado la
carretera y se hallaba al otro lado, de espaldas a él, orinando encima de la lí-
nea de piedras amontonadas continuación de aquella ante la que él se hallaba,
cortada en dos por la recta carretera. Volvió a mirar al otro lado de la llanura.
Las montañas se alzaban a lo lejos, imponentes.
-Si mira con atención la ladera de las montañas que están frente a
usted, a su derecha, podrá ver la araña-
-¿Qué dice?- Preguntó, volviéndose. El agente continuaba a lo suyo,
con la cabeza vuelta por sobre el hombro, hablándole.
-Que mire las laderas de las montañas de la derecha, observe con aten-
ción, allá al fondo, y dígame qué ve-
El flaco concentró su atención en donde le indicaban. Al principio,
no la distinguió, estaba más lejos de lo que parecía, pero en cuanto la vio con
claridad, supo que ya no podría olvidarla. Subiendo por las faldas de la mon-
taña, perfectamente visible pese a la distancia, una gigantesca araña, magis-
tralmente dibujada con aquellas líneas de piedras amontonadas, parecía querer
alejarse hacia el norte, con intención de tejer una gran red que cubriese toda
aquella árida llanura de cumbre a cumbre.
De pronto, la certeza, la comprensión, se le vinieron encima de golpe
permitiéndole ver la red en la que había caído. ¿Qué movía al comisario?
Solo una cosa le importaba: el dinero. ¿Y por qué iba a pagar la CIA cantidad
alguna por él? ¿Para qué no hablase? Si así fuese, a la CIA le resultaría más in-
teresante muerto que vivo y no habrían movido un dedo para sacar su culo de
una cárcel peruana, en la que probablemente no duraría mucho, ya se hubiesen
encargado de que no durase, de eso estaba seguro. Pero a los yanquis nunca les
había interesado para nada, ni vivo ni muerto. Hubiesen podido localizarlo y
eliminarlo en cuanto hubiesen querido. Y no lo habían hecho, lo habían dejado
en paz. El hijo de puta de Bermúdez no había avisado a los yanquis. Alguien
le había pagado mucho más.
-Usted no es de la CIA- Dijo, aunque sin volverse, al escuchar los
pasos de su compañero. Éste se había detenido junto al coche.
-¿Cómo dice?-
-Déjese de comer mierda, compadre. Usted no es ningún agente de la
CIA-
Rodríguez bordeó el auto, aproximándose. Él continuó de espaldas
con la vista atrapada en la araña, inmóvil como las piedras que lo rodeaban.
Cansado, sin ganas de huir. Tranquilo por primera vez en muchos años.
-Pero hombre, por qué dice eso. Qué le hace pensar tal cosa-
-Su arma-
El agente permaneció en silencio.
-Es una Makaroff, la vi cuando se bajó del carro. Una Makaroff de 9
mm. Las conozco bien. La CIA no usa esas armas, solo los soviéticos…, y los
cubanos-
Escuchó un suspiro a sus espaldas.
-No quería que las cosas terminasen así, pero así son. Me envían de La
Habana, es cierto. Nos ha costado mucho encontrarte, compadre. Y el compa-
ñero Fidel en persona me mandó a darte saludos-
Lo último que sintió el flaco fue el frío cañón del arma apoyándose en
su nuca.

© 2006 – 2007 David Posse
CAPERUCITA 3.06 REVISITADA

La niñita se internó en las lindes del bosque por la senda, tararean-


do una canción, caminando alegremente a saltitos y balanceando la pequeña
cesta de mimbre en la que su madre le había puesto unas cuantas tortas de
trigo, un tupperware con paella del día anterior y un tarro de mantequilla para
llevárselo a su abuela, que se encontraba enferma, la cual vivía en una casa a
la entrada del pueblo, justo al otro lado del sombrío bosque, pasado el quinto
pino o por allá. La niñita pensaba que la jodida vieja siempre se ponía enferma
cuando le convenía, y que bien podía vivir más cerca, y así ella se ahorraría
aquellas largas caminatas. Pero no, tenía que vivir al otro lado del bosque. Los
sonidos propios de este, con los cantos de las aves y el viento susurrando entre
las ramas, se rompían de cuando en vez por los golpes de las hachas de los le-
ñadores contra algún añoso tronco, sonido que provenía de las profundidades
de la floresta.
El camino que debía seguir bordeaba el bosque en su parte menos pro-
funda, con extensos prados de un brillante verde cuajado de flores y algún que
otro árbol solitario a un lado, y el bosque profundo al otro. Había un segundo
camino, más corto, pero tenía prohibido tomarlo, pues se adentraba en el oscu-
ro corazón de los árboles, y había cosas extrañas y malas acechando entre los
árboles, ocultas en las sombras, cosas que le saltaban a uno por la espalda, con
frías manos y brrrrrr... Mejor no pensarlo. El sol lucía espléndido en un cielo
azul claro y las mariposas llenaban los prados, volando entre las flores, como
si éstas mismas tomasen vida moviéndose libremente de un lado al otro sin
orden ni concierto, agitando sus pétalos. Se cubría la cabeza con la capucha de
aquella sudadera roja que su abuela le había regalado. Le tenía tanto cariño a
aquella prenda por lo cómoda que le sentaba, que solo se la quitaba para dor-
mir o cuando era necesario lavarla, y eso solo bajo las insistentes peticiones
de su madre. Siempre insistía en darle dos collejas si no lavaba la sudadera
antes de volver a ponerle la vista encima, o algo así. Y había que lavarla, que
si no…
Como no había prisa, se iba entreteniendo por el camino, observando
el vuelo de las mariposas, recogiendo flores, corriendo por entre la hierba al
borde del camino, tan distraída en sus juegos que no fue consciente del alto
personaje que apareció de pronto a su lado hasta que éste le habló, sobresal-
tándola al punto que casi se le cae la cesta, lo cual hubiese representado un
problema, pues podía romperse el tarro de mantequilla, o abrirse el tupperware
y desparramarse la paella, y ganarse una buena bronca por parte de su madre.
Por no mentar las collejas que seguramente la acompañarían.
-Hola-
La niña se detuvo en seco observando al fulano que le hablaba. Era
un tipo raro, alto y muy corpulento, que estaba apoyado en un árbol a escasos
metros de ella, en la linde misma del bosque. Vestía altas botas, pantalones
negros, camisa del mismo color, una larga capa parda y se tocaba con un raí-
do sombrero de ala ancha, que cubría casi por entero sus facciones. Saltaba
a la vista que todas aquellas prendas habían conocido tiempos mejores y que
estaban totalmente fuera de moda, pero la niñita, todavía ignorante de los vai-
venes de la pasarela, y cuyo sumun representante era su encarnada sudadera,
no reparó en eso. Solo aquellos ojos brillaban en la oscuridad, como reflejando
los rayos del sol, pese a que estaban ocultos en la penumbra.
-Coño, qué susto. Hola- Respondió la niña sorprendida, agarrando
con fuerza la cesta y dirigiéndole una intranquila mirada. A saber de dónde
habría salido aquel elemento con aquella pinta tan rara.
-Pareces perdida, ¿a dónde vas?- Le preguntó el oscuro personaje sin
cambiar su postura ni moverse.
-Pues no, ni de coña. No estoy perdida, voy a casa de mi abuelita a
llevarle un encargo de mi mamá...- La niña dudó un instante, y comenzó de
nuevo a caminar lentamente. Aquel fulano le daba mal yuyu. A ver si iba a ser
un pervertido de esos que le decía su mamá.
-¿Y donde vive tu abuelita?-
La chiquilla dio dos pasos más, mirándose los zapatos cubiertos de
polvo del camino antes de detenerse nuevamente. Su madre siempre le decía
que no hablase con desconocidos, y obviamente, no conocía de nada al fulano
raro aquel, el cual cruzó los brazos lentamente sobre su pecho mientras es-
bozaba una sonrisa que intentaba ser tranquilizadora, pero que dejó entrever
unos grandes dientes afilados, de un color marfil viejo. La niña pensó que
probablemente, ahora fuese a salirle con aquello de “me imagino que tu madre
te recomendará…” o algo así.
-Me imagino que tu madre te recomendará no hablar con extraños, y
eso está bien, pero veras, yo conocía a tu abuelita, si, siempre me hablaba de
ti, pero ya hace mucho tiempo que no la veo, no sé en donde vive ahora y me
gustaría visitarla, así que, si me dices en donde vive, más tarde pasaré a verla,
¿vale?- Y la sonrisa plagada de afilados dientes se hizo un poco más amplia.
Ahí estaba, justo lo que ella pensaba. La niña dudó un instante, y
nuevamente caminó dos pasos más antes de detenerse, volviéndose hacia el
desconocido. Fijo, fijo, que era uno de esos pervertidos. Solo había que verlo.
Pero conocía a su abuela, entonces, no podía ser un pervertido. ¿O sí?
-¿De verdad conoces a mi abuela?- Preguntó, más sorprendida ahora
que temerosa. Recelosa, al pensar de pronto que el fulano podía ser un ban-
quero, o un recaudador de impuestos, o un político a la busca y captura de
votos, o algo así, que esos también eran unos buenos pervertidos. Ya le decía
su mamá que nunca se fiase de banqueros, de políticos o de cobradores de
impuestos
-Pues claro, yo conozco a todo el mundo. Bueno, a casi todo el mun-
do... A ti no te conocía. Y dime, ¿por qué vas tú sola a casa de tu abuelita?-
-Está enferma, pero es maula, que a mí no me la pega, solo que no
quiere venir ella a buscar la comida y mi mamá me envía a llevarle unas cosas.
Vive donde vivió siempre, en la primera casita a la entrada del pueblo, es una
casita blanca con ventanas verdes y...-
-¡Ah, sí!, es verdad- La interrumpió el hombre chascando los dedos
-Se me había olvidado. Es aquella casita que está pasado el molino, ¡a que
sí!-
La niña lo observó entrecerrando los ojos, desconfiada, pero estaba
claro que el desconocido no lo era tanto si conocía a su abuela, lo que la tran-
quilizó un poco. Además, pese a tener pinta de pervertido, no tenía pinta ni de
político, ni de banquero, aunque lo cierto era que ignoraba qué pinta tendrían
tales elementos, ya que dada su tierna edad nunca había tenido que vérselas
con ninguno, pero en fin, tendría que preguntarle a su mamá. Asintió con la
cabeza, pues aunque no pareciese ni político ni banquero, no dejaba de ser un
tipo raro.
-Te propongo un juego- Le dijo el hombre.
-¿Un juego?- La chiquilla volvió a mostrarse recelosa. Aquello era lo
clásico. A ver con qué cochinada le salía en individuo.
-Sí. Veras, como hace mucho tiempo que no la veo, yo también quiero
ir a visitar a tu abuela, y vamos a hacer una cosa, haremos una carrera, si. Tú
irás por un camino y yo por otro, a ver quién de los dos llega antes. El que
llegue primero, gana. Qué me dices-
Aquel parecía un juego bastante inocente, pero pese a todo, si había
trampa, no acertaba a descubrir cuál era. Observó con ojo crítico el camino,
que se perdía en una curva bordeando el bosque lleno de sombras, sombras
que no le gustaban, pensando en decirle que podía dejarse de jueguecitos o
metérselos allí en donde ella estaba pensando, y luego miró de nuevo al per-
sonaje, que permanecía en la misma posición. Abrió la boca para decir lo que
pensaba, pero antes de que tuviese tiempo de pronunciar palabra alguna, el
hombre habló de nuevo.
-Sí, ya lo sé, el camino es largo, pero haremos una cosa. Como no
quiero que luego, si yo gano, vayas por ahí diciendo que te hice trampas, yo,
que tengo las piernas más largas, iré por el camino largo, y tú por el corto-
-¿Y cuál es el corto?- Preguntó ella observándolo fijamente con sus
grandes ojos.
-El corto es el que atraviesa el bosque- Y esta vez, el personaje se
movió, separándose del tronco y señalando con el pulgar por encima de su
hombro, a sus espaldas, como quien hace auto-stop.
La niña miró a donde él señalaba, y luego volvió a mirarlo con cara de
circunstancias.
-Tú flipas, tío. Además, mi mamá no me deja ir por el bosque, dice
que es peligroso y...-
-¡Bah!, no te preocupes no hay peligro alguno, ¡si lo sabré yo, que soy
el Maître de la Forêt!-
-¿Ein?- No entendió nada y frunció el ceño.
-Quiero decir que yo soy el dueño del bosque, y no pasará nada, no
tienes de que preocuparte, el bosque no es peligroso. Tu madre no quiere que
vayas por ese camino para que te retrases más, cuanto más tardes tú, más
tranquila estará ella, solo eso. Además, ¿cómo va a enterarse? Yo no tengo
intención de decirle que has tomado ese camino y no el otro. Y si nadie se lo
dice, ella no lo sabrá. Qué, ¿va?-
En aquello podía tener razón el individuo, su madre siempre le estaba
mandando cosas y había que hacerlas de manera complicada. Pues se iba a
enterar. No se lo pensó mucho, pues a pesar de ser un zarrapastroso, aquellas
palabras del fulano parecían sabias. ¿No era Diógenes también un zarrapas-
troso, o eso le habían dicho en la escuela? Asintió fuertemente con la cabeza y
una sonrisa iluminó su rostro.
-¡Bien! Te daré un poco de ventaja, para que no digas. Pero mira bien,
recuerda que tienes que seguir la senda sin salirte de ella y no te perderás. Si
te pierdes, entonces tu mamá sí que se enterará, pues habrá que buscarte por el
bosque, así que no salgas de la senda. ¿Vale?-
-¡Vale!-
-Entonces de acuerdo, comienza a caminar, yo contaré hasta cien an-
tes de salir. Uno... dos... tres...-
Rápidamente, mientras los números se sucedían, pasó corriendo al
lado del desconocido moviendo con presteza sus regordetas piernas y tomó la
estrecha y casi invisible senda que se internaba en el oscuro bosque. Éste la
vio perderse entre los árboles, contó unos cuantos números más y se detuvo,
con una enorme sonrisa en su boca, muy diferente a la que había exhibido ante
la niña. Si la pequeña hubiese visto aquella terrible sonrisa, plagada de largos
y afilados colmillos, hubiese huido a su casa corriendo y aullando de miedo,
como siempre sucedía. Pero no la vio, simplemente se internó en el bosque,
casi esperando que el pervertido aquel la fuese siguiendo, pero iba servido,
que ella era maestra en aquello de escaquearse. A ver si la encontraba…

Tras observar atentamente a su alrededor para comprobar que no se


veía a nadie, y volver a mirar la senda por la cual la niña había desaparecido,
el personaje se puso a cuatro patas, cambiando su forma humana y dejando
las ropas abandonadas al pié del árbol. Se perdió trotando con rapidez por el
camino.

Penetró en el bosque corriendo, pero a medida que la oscuridad la iba


envolviendo, fue aflojando el paso, hasta convertirlo en un trote cansino. Nun-
ca había tomado aquél camino, pero aunque la senda era estrecha, se distin-
guía bien entre los árboles y no sería fácil perderse. Recordó las palabras del
desconocido, que no lo era tanto, pues el tío decía conocer a su abuela, pese a
ser un tipo raro, y le había dicho que si no la abandonaba no se perdería. Poco
a poco, según se fue adentrando en el bosque, las sombras fueron haciéndose
más densas, y los ruidos, completamente desconocidos para ella, comenza-
ron a rodearla. Al principio solo fueron suaves carreras de algún animal que
pasaba cerca de ella, probablemente conejos o quizás también algún zorro.
Los escuchaba deslizarse brevemente entre las secas hojas que alfombraban el
suelo para luego perderse y entonces, por momentos, el silencio volvía a rei-
nar. Ella continuó caminando sin dejar de observar a su alrededor, sujetando
fuertemente la cesta.
Pero las sombras se volvieron más y más oscuras cuanto más se aden-
traba en ellas, los rayos del sol no conseguían traspasar las espesas ramas,
y los subrepticios sonidos y carreras, que al principio sonaban esporádicos,
se iban incrementando, y aquello estaba comenzando a parecerse a una de
esas películas de miedo que había visto a escondidas. Los secos golpes de las
hachas de los leñadores que talaban madera en el corazón del bosque ya no
se escuchaban, y los retorcidos troncos de los añosos árboles semejaban tor-
turadas criaturas que la esperaban al borde del camino para agarrarla con sus
sarmentosas manos de madera y llevársela al infierno de los bosques (¿o eran
los bosques del infierno?), en donde los árboles ardían para siempre, envueltos
en llamas, resecos y carbonizados, sin llegar a consumirse. Cuando un pájaro
que no pudo ver pasó revoloteando sobre su cabeza emitiendo un agudo chilli-
do, se sobresaltó gritando a su vez y la cesta cayó de sus manos. Se apresuró a
recogerla y tras comprobar que todo estaba bien, comenzó a caminar apurando
el paso, pues si continuaba así, iban a darle las horas en el bosque del carajo.
Para la próxima, ya sabía por donde no ir. No iban a pillarla en otra, eso fijo.
Los ruidos se fueron incrementando a medida que se aproximaba al
centro del bosque. Ecos de palabras apenas pronunciadas, retazos de conver-
saciones que no pudo entender, ni averiguar de qué lugar procedían. Susurros.
Crujidos. Lo que tomó por pasos de alguien que la venía siguiendo pusieron
alas en sus pies. Comenzó a moverse con un trote ligero, pero el sonido de los
pasos que la seguían también se aceleró, así que pensó en acelerar ella más,
y del trote, pasó a la carrera. Algo que se arrastraba sonó a su derecha, y el
paso de algo grande deslizándose sobre las secas hojas caídas se le unió, a su
izquierda, mientras otra ave chillaba en la lejanía, y otra más le respondía al
otro extremo de la floresta. No se detuvo a comprobar qué o quién producía
aquellos sonidos, si no que aceleró su carrera, mandando todo al carajo y aga-
rrando con fuerza el asa de la cestita entre sus pequeñas manos. Por su mente
pasaron imágenes de innombrables bestias y monstruos que venían a por ella,
a cual peor, más grande, malvado y terrorífico.
La capucha se le deslizó hacia atrás durante la huida, cayendo sobre
su espalda, pero ni de broma se detuvo a colocársela de nuevo, pese a que
las ramas bajas se le enredaban en los cabellos, tirando de ellos, como si los
árboles quisieran realmente agarrarla. Para su madre. Ni una brizna de viento
soplaba allí, ni un solo y triste rayo de sol iluminaba la senda, bien definida,
pues los árboles no dejaban que éstos penetrasen entre sus ramas, el aire estaba
viciado, estancado, y olía a humedad y a madera muerta, podrida. El sudor se
deslizaba por su carita mientras corría, con los ojos bien abiertos. Cada árbol
retorcido era un demonio que le cerraba el paso, cada rama que la rozaba, una
mano que intentaba sujetarla, cada ruido que escuchaba, un ogro que intentaba
devorarla.
Tropezó contra una raíz que no había visto y cayó al suelo rodando,
despellejándose ligeramente una rodilla. Se levantó como si hubiese caído
sobre muelles y agarró de nuevo la cesta sin detenerse más que a dirigir una
fugaz mirada a la traidora raíz que sobresalía cruzando la senda, y a ojos de su
imaginación le pareció que se movía, desprendiéndose lentamente del suelo,
dejando caer pedazos de tierra negra mientras se soltaba, tanteando en su di-
rección. Pies para qué os quiero, siguió corriendo a todo lo que le daba el fue-
lle, y más si era posible, respirando agitadamente, resollando, sus pequeños
pulmones moviéndose con rapidez, su corazoncito latiendo como un pajarito
agitado y asustado, solo y abandonado en el interior de su nido, mientras un
terrible y hambriento depredador asomaba lentamente por el borde de éste,
abriendo sus gran bocaza llena de enormes dientes para tragárselo de un boca-
do.
Los árboles susurraban y se movían, agitando sus ramas hacia ella,
pero a la velocidad que iba no pudieron detenerla y finalmente, sin ser cons-
ciente del tiempo que llevaba allí dentro, y que le parecieron horas, salió,
corriendo, agitada y despeinada, al otro lado, al camino, a la luz del sol. Desde
allí vio el molino, la casa de su abuelita y el pequeño pueblo que se extendía
perezosamente por el valle. A tomar por culo el bosque. Ahora sabía que su
madre tenía razón, a saber la bichería que habría allí dentro esperando para
comérsela con tostadas, paella y mantequilla, todo junto dentro de la cesta,
como una magdalena. No iban a tener que repetirle más aquello de que no se
metiera por el bosque.
Lo que sí se detuvo fue a tomar aliento y descansar un poco sobre una
piedra cuando los árboles quedaron atrás y el sol la bañó de nuevo, calentán-
dola y tranquilizándola con sus rayos. La fresca brisa le secó el sudor, ayudán-
dola a quitarse de encima la sensación de estancamiento y la peste que la había
atufado en el bosque. Sentada sobre la piedra, al borde del camino, comprobó
que el tarro de mantequilla no se había roto, el tupperware no se había abierto
y respiró aliviada al ver las tortas intactas. Se quitó las hojas secas que se le
habían prendido en los cabellos, se sacudió la ropa, limpió su herida con un
puñado de hierbas frescas que arrancó de un tirón, sacudió la capucha antes
de volver a colocársela y se puso nuevamente en pié. Tras un último vistazo
al bosque, emprendió su camino, pensando que por nada del mundo volvería
a internarse en él. Ya te digo.
Con el susto se había olvidado por completo del fulano.

Tras ponerse a cuatro patas y comenzar a moverse en esa postura, el


hombre fue cambiando su condición y en breves instantes, un enorme lobo
corría veloz por el camino, a grandes zancadas, con las fauces abiertas, la len-
gua colgando entre los dientes y la saliva goteando. Olfateaba el aire a cada
zancada y en una ocasión, más o menos a mitad del camino, se vio obligado a
ocultarse y continuar su carrera por entre los árboles, alertado por el olor del
hombre y la pólvora. Un cazador se aproximaba. Detuvo su marcha y lo obser-
vó pasar tranquilo a pocos metros de él, caminando sin prisas, con su escopeta
al hombro, muy emperifollado, oliendo a colonia barata y llevando en la mano
un ramo de flores que, por su aspecto desmañado, había recogido por el cami-
no, tarareando una canción camino de la casa de la mamá de Caperucita. Por
aquel lado iban a estar ocupados. No le prestó más atención, iba en dirección
opuesta a la suya, y continuó su carrera.
Poco después, el lobo llegó junto al molino, descendió hasta la ribera
de la torrentosa corriente y bebió larga y tranquilamente. Luego se aproximó
a la solitaria casita que estaba a la entrada del pueblo, un poco alejada de las
demás. Tras husmear nuevamente el aire, llamó a la puerta.
-¿Quién es?- La voz de la abuela, débil, sonó en el interior.
-Soy yo-
-Qué vienes a buscar… Digo… Quién carajo es “yo”-
-Soy tu nieta, Caperucita, te traigo un tarro de mantequilla, paella y
unas tortas de trigo- La voz sonó ronca
-¿Quien?- Volvió a preguntar la anciana, que era algo dura de oreja.
El lobo repitió de nuevo la frase, esta vez suavizando la voz con un tono de
falsete.
-Tira de la aldaba, la puerta está abierta- Respondió la abuela, enga-
ñada. El lobo abrió la puerta y se coló en el interior de un salto. La anciana no
tuvo tiempo ni para pedir confesión, la bestia se le vino encima abriendo sus
grandes fauces sobre ella.

La niña cruzó el pequeño puente de madera al lado del molino y se


dirigió con paso firme hacia la casita. Las contraventanas estaban cerradas,
pero no se fijó en eso. Llamó a la puerta. La voz que le respondió era ronca.
-¿Quién es?- La pequeña pensó que su abuela estaba realmente en-
ferma si su voz se había puesto tan ronca. O eso, o había estado dándole a la
botella, cosa nada rara en la jodida vieja, y ahora tenía resaca. Se encogió de
hombros.
-Soy yo, abuelita, mamá me envía a traerte unas cosas. Ábreme-
-Abre tu misma, hijita, estoy en la cama. Tira de la aldaba, la puerta
está abierta-
Abrió la puerta y pasó al interior. Adentro todo estaba oscuro, y un
olor animal, como el cubil de una bestia, lo impregnaba todo. Carajo con la
abuela, pensó, menuda se la había corrido.
-Por qué está tan oscuro, no veo nada...-
-Es porque la luz me hace daño, mi niña. Pasa, deja las cosas en la
mesa y ven a tumbarte un ratito conmigo-
La luz, claro, se dijo la niña, y fijo que también le molestaría si habla-
ba a gritos, y que le dolería la cabeza. Tras dejar la cesta sobre la mesa, la pe-
queña entró en la oscura habitación. Apenas si distinguía la cama y un informe
bulto sobre ella, cubierto por las frazadas. Su abuela respiraba agitadamente y
golpeó la cama a su lado, indicándole que se tumbara allí. Se sacó el calzado
y se tumbó al lado de su abuela. El olor animal era más fuerte allí.
-Oye, abuelita, pero qué brazos más grandes y peludos tienes. Y creo
que un baño no te vendría mal. Y deberías depilarte…-
-Bah, no hagas caso. Son para abrazarte mejor...- Un susurro siniestro
y un hálito repugnante la envolvieron cuando aquellos brazos se ciñeron a
su alrededor, pero la pequeña no le dio importancia, a saber que infecto licor
habría ingerido la abuela, para soltar esa peste.
-Y qué piernas más grandes...Oye, y si te haces la cera en ellas, tam-
poco te vendría mal-
-Son para correr mejor, mi niña...-
-¿Con esta pelambrera?-
Conforme sus ojos se fueron adaptando a la oscuridad, comenzó a
distinguir los contornos con mayor nitidez.
-¿Y esas orejas?, te han crecido mucho, abuelita... O eso, o hace tanto
que no te las limpias que ya te crecen matojos en el cerumen-
-Son para oírte mejor, mi cariño...- La voz cada vez más ronca. Unos
enormes ojos brillando en la oscuridad.
-Oye, abuela- Volvió a la carga la pequeña – ¿qué te has fumado?
¿Has visto qué ojos tan enormes se te han puesto...?-
-Estos ojos son para verte mejor...-
A la tenue luz pudo ver que su abuela sonreía, pero aquellos dientes
tan grandes... A saber qué se habría metido su abuela. Comenzó removerse,
inquieta, pero su abuela la tenía fuertemente abrazada.
-Y qué dientes tan grandes...Quita, quita para allá, que te cantan de
lo lindo- El olor se hizo insoportable. Tendría que decirle a su madre que la
abuela necesitaba un dentífrico con urgencia, pero su abuela estaba abriendo
una bocona enorme y se le venía encima.
-¡Son para comerte!- Gritó el licántropo, abalanzándose sobre ella.

Estaba en algún sitio caliente y húmedo, totalmente negro, ya que no


veía nada, y con un olor agrio y ácido que le produjo nauseas, peor aún que
el de la boca. Algo blando, una pegajosa tela toda enmierdada, la ceñía fuer-
temente sin apenas dejarla mover o respirar, su cabello se le pegaba a la cara,
empapado en un cálido líquido. Lo de su abuela debía ser contagioso, pues
ella también estaba flipando.
-¿Dónde carajo estoy? Abuelita, ¿qué pasa?-
-¿Caperucita? ¿Eres tú?- La voz de la anciana sonaba contenida, como
si intentase disimular un gran dolor, y muy diferente, era la voz de siempre.
Ahora no parecía estar resacosa.
-¡Abuela!, ¿donde estas?-
-Aquí, a tu lado...-
-Donde, que no te veo, ¿y dónde estamos, y donde es aquí?-
-En el estomago del lobo-
-¿El lobo?- La niña se acordó mentalmente de la familia del lobo.
-Nos ha engañado a las dos. Nos ha comido-
-¡La madre que lo parió!- Soltó la pequeña.
-¡Niña, te dije mil veces que no hables así!-
-Quita, abuela, no jodas, que hay que salir de aquí-
La pequeña comenzó a retorcerse y a gemir por el esfuerzo, pero todo
parecía vano. Los líquidos que impregnaban la membrana que la rodeaba co-
menzaban a quemarle dolorosamente la piel y ya casi no podía respirar. El
lobo la había mordido y las mordeduras le dolían como si estuviesen ardien-
do.
-Bueno, tranquilízate, hija mía, ya fue, ahora no hay nada que hacerle,
ya no tiene remedio, y además, se supone que ahora llegará un cazador y nos
sacará de aquí- Jadeó la abuelita, intentando sonar esperanzada, mientras la
niña pensaba en qué hacer con las pelotas del lobo si se le ponían a tiro.
Pero el cazador nunca llegó... Estaba ocupado en otras cuestiones, en
otro tipo de caza.
Hay que ver lo que cambia el cuento.

© 2006 David Posse



LOS MITOS DEL CILINDRO

Ourense, viernes, 19 de agosto de 1994.


04:30 de la madrugada.
-Eh, amigo. Tengo algo para ti-
O, al menos, eso fue lo que creyó escuchar. Lo cierto era que ese día
se había pasado de copas. Bueno, los otros días también, qué coño, y desde
hacía mucho ya. Y no solo de copas, pero tal vez hoy un poco más de lo nor-
mal. Tendría que pensar en ir parando un poco todo aquello, tal vez un cambio
de aires le vendría bien, si… Se apoyo en la pared, a la entrada del callejón, y
trató de fijar su mirada en el reloj, cosa que tardó un tiempo en conseguir. Le
fallaba la coordinación. El asunto no era fácil…
Lo primero que debía hacer era intentar que su brazo y su cadera
dejasen de bailar descompasados, cuando menos, lo suficiente para poder dar
una ojeada con detenimiento a la esfera horaria, y una vez casi conseguido
esto, tras concentrarse profundamente en aquello de la coordinación, hizo lo
imposible para poder ver los números que marcaban las agujas, lo cual le llevó
también su tiempo, ya que con todo lo que llevaba encima, no era cosa fácil
aquello de coordinar un brazo, una cadera y dos ojos que insisten en mirar
cada uno por su lado, no. Luego de un buen rato, pudo comprobar que eran las
cuatro y media en punto de la madrugada, aunque el cuatro y el seis (y el resto
de los números con ellos), insistían en moverse en todas direcciones, los muy
hijoputas, mientras las agujas parecían no querer detenerse, bailando hacia
adelante, y atrás, cuando no hacia los lados también. Pensó que tendría que
comprarse un reloj de esos digitales, con números bien grandes, eso ayudaría a
la coordinación, fijo. De cualquier manera, supo que eran las cuatro y media, y
eso venía a decir que llevaba más de doce horas bebiendo y trasegando alcohol
en casi todas sus variedades. Desde luego, y pese a todo, tenía la seguridad de
que aquello no era ningún record.
Volvió a intentar centrar su mirada en el interior del callejón, del que
habían salido, fuertes y claras, aquellas palabras. Ni distinguió nada ni vio a
nadie, pero eso no era nada raro con el pedo que tenía encima. Pero le habían
hablado, de eso estaba seguro. Seguro que estaba más puesto de lo que pensa-
ba.
-Qué pasa ¿Es a mi?- Consiguió a duras penas vocalizar, apoyado
a la pared. El cerebro le daba vueltas dentro del cráneo, mientras intentaba
mantener el equilibrio, aunque se doblaba bruscamente de vez en cuando por
la cintura, hacia un lado u otro, indistintamente, con la mirada perdida en la
oscuridad del callejón. Joder si estaba guapo. Miró desenfocadamente a am-
bos lados de la vacía calle.
Las empedradas callejas del casco viejo no se distinguen precisamen-
te por su buena iluminación. Y hay muchas zonas sombrías, a pesar de estar
desiertas, o casi desiertas, a estas horas de la madrugada. Volvió a centrarse en
el callejón frente a él, pero las sombras eran espesas.
Permaneció un par de minutos totalmente en blanco, o al menos, eso
le pareció, aunque seguro que fueron algunos más, escrutando la profunda
oscuridad de aquel callejón. Frente al cual, por cierto, había pasado miles, mi-
llones de veces, a lo largo de su vida. Desde niño, por lo que en ese momento
podía recordar. Pero nunca le había prestado mayor atención. Por lo que podía
recordar, allí se amontonaban cubos de basura, a la espera del servicio de
recogida. Pero a aquellas horas, y en su estado, ¿quién iba a culparlo por no
recordar nada? Coño, casi no recordaba ni quien era ahora él.
Que por cierto, y hablando de recordar, no deberían de tardar, pues
casi siempre se los cruzaba (a los basureros) en su camino por la noche. Pero
el silencio volvía a reinar. Se alejó un par de pasos de la boca del callejón,
hacia el centro de la calle. Hacia la luz.
-¿Pasa algo?- Preguntó con voz que intentaba sonase fuerte, pero que
le salió estropajosa, aunque ni siquiera ahora sus palabras parecían traspasar
las sombras. A la mierda, que le diesen a todo, pensó.
Comenzaba ya a alejarse, convencido de que estaba bien más borra-
cho de lo que creía. Y creía que estaba ya borracho de más, relegando aquella
voz autoritaria que lo había sorprendido a los profundos pozos del olvido etí-
lico, cuando ésta volvió a restallar, mas fuerte, al fondo del callejón.
-¡Espera hombre, no te vayas, me necesitas!-
El tono lúgubre pero profundamente autoritario de la voz, le impulsó a
detenerse y volver otra vez su mirada hacia la oscuridad del callejón. Ya había
caminado unos pasos, antes de que sonara la voz, y desde donde estaba ya no
veía todo el callejón, solo parte de la entrada, y al sesgo. Miró a ambos lados
de la calle, arriba y abajo. Nadie. Estaba completamente solo con quien quiera
que fuese que le hablaba desde el callejón. Joder, pensó, vaya mierda...
-¿Qué pasa?- Volvió a preguntar. -¿Quién coño eres? ¿Tienes algún
problema?-
Pero nadie contestó nunca a sus preguntas. Solo un sonido, un leve
arrastrarse salió de la oscuridad seguido de un fuerte tintineo, como algo de
cristal que se estrellase contra el suelo.
Retrocedió con rapidez hacia el extremo opuesto de la calle. Lo pri-
mero que se le pasó por la cabeza, al escuchar el ruido de cristales, fue el
pensamiento de una botella que alguien sujeta por el gollete mientras la rompe
contra la esquina de una mesa o contra el mostrador de un bar. Nada bueno,
en todo caso. Algún jodido yonqui de mierda, que aprovechaba su embriaguez
para aligerarle el peso de las joyas y del dinero. Pero iba jodido, solo le que-
daban unas mil pesetas en calderilla, y hacía tiempo que no llevaba nada de
valor. Hasta el reloj era de los baratos.
Ya lo habían saqueado anteriormente, y aprendió la lección.
De todas formas, mil pesetas no era un mal botín para un yonqui. Pero aquel
sonido cristalino, que seguía sonando, cada vez más cerca aproximándose a la
salida del callejón, interrumpió sus elucubraciones.
Algo salió rodando de las sombras y se detuvo a pocos pasos de él. En
el callejón volvía a reinar el silencio. Otra vez se había quedado en blanco, sus
neuronas nadaban totalmente puestas de alcohol, y no podía culparlas.
Durante unos segundos interminables que tal vez fuesen minutos, se
limitó a contemplar aquel objeto que se había detenido a poco más de un me-
tro de sus pies. Parecía tener el tamaño y dimensiones similares a los denomi-
nados vasos de tubo, y que él conocía bien de tanto tener alguno en la mano a
todas horas, aunque algo más grande. Pero éste en particular parecía poseer un
color blanco lechoso, lo que lo hacía totalmente opaco. Pero no como un vaso
escarchado, no. Era algo diferente. Y además parecía ser totalmente macizo.
Luego de observarlo un rato, se aproximó y, sin dejar de observar el callejón,
por si acaso, como si esperase que alguien saliese y lo atacase, con esfuerzo se
agachó y recogió el cilindro de cristal.
-¿Le ocurre algo?- Preguntó a las sombras.
Silencio.
-¿Está usted bien? ¿Me oye? ¿Hay alguien? Qué coño pasa-
Nadie ni nada contestó a sus preguntas, ni el más ligero susurro salió
de la oscuridad. Se atrevió, ya un poco más despejado por la tensión de la si-
tuación, a adentrarse un paso en el callejón, escrutando las sombras, pero allí
no había nadie, aparte de unos malolientes cubos para basura, todos llenos,
que se recortaban entre las sombras. ¿A qué especie de gilipollas se le ocurri-
ría esconderse en uno de aquellos cubos? A nadie. Allí no había nadie… Pero
coño, el juraría haber escuchado a alguien allí, llamándolo. Pues que le diesen.
Salió del callejón y se agachó a recoger el objeto.
Con el cilindro aquel de cristal en la mano, que podía en un momento
determinado usar como arma, perdió su miedo a la oscuridad del callejón, y se
adentró en él con paso decidido aunque tambaleante. Las sombras, desde den-
tro, no eran tan densas como le habían parecido. Llegó al fondo del callejón,
efectivamente, lleno de cubos de basura a rebosar que aún no habían vaciado.
Pero allí no había nadie. Nada. Lo dicho, ¿a qué gilipollas…?
Observó a su alrededor, confundido, y en ese instante se dio cuenta
que su borrachera se había esfumado en parte. Tal vez el miedo pasado le
había aligerado la mente de los vapores etílicos. Pero ahora pensaba y coordi-
naba como si no hubiese probado una gota en años. Bueno, casi…
Observó que las ventanas más bajas estaban a la altura del segundo
piso. Al fondo, un muro, que se elevaba por encima de las casas de este lado de
la calle, confirmaba que aquel muro pertenecía a la parte trasera de otro edifi-
cio, cuya fachada daba otra calle. ¿Cómo se llamaba? Ah!, si, Hernán Cortés,
en memoria del conquistador. O masacrador. O exterminador. Todo depende
del lado del cristal por el que se mira. ¿No? Bueno, el fulano aquel que armó
las del copón bendito allá en América, por México o por allá.
El caso es que nadie podía esconderse allí, y de hecho, no había nadie,
tal y como le había parecido en un principio. ¿O no fue así? Bueno, tal vez el
alcohol no se había evaporado de todo, o tal vez los canutos y la farlopa habían
mantenido a raya al alcohol. El caso es que no había nadie. Así que a tomar por
culo.
Pero la voz que lo había increpado por dos veces salió de aquel sitio.
Sí, pero no había nadie. Algún chistoso, desde las ventanas. Pues que le die-
sen.
Pero aquel cilindro de cristal. Estaba claro que no lo habían tirado
desde ninguna ventana, pues, a pesar del sonido que había producido, no había
caído desde tal altura, pues se habría roto, o cuando menos, astillado, al chocar
contra el suelo. Y no tenía ni la más mínima tara.
Salió del callejón preguntándose de qué iba esa historia, para, a los
cuatro pasos, mandar todo a tomar por culo, y continuó su camino. No enten-
día nada, pero observó con detenimiento el objeto que tenia entre las manos.
Solo un trozo de cristal. Solo eso.
-Que te den a ti también- Dijo.
Lo tiró dentro de un contenedor de basura y continuó, ya más seguro
y firme, camino de su apartamento.

A la mañana siguiente, como casi siempre, por no decir siempre, se


despertó con la boca seca, la lengua hinchada y la garganta reseca, sin contar
los latidos del cráneo, síntomas claros, por si tenía alguna duda, de que se
había vuelto a propasar con la bebida. Y con todo lo demás. Mierda, pensó, a
aquellas alturas de su vida ya no debería verse afectado por la resaca. Lo que
le hacía falta era un cambio, largarse a algún lugar lo suficientemente lejos de
todo aquello y lo suficientemente exótico, y tal vez estaba cerca el momento
de emprender ese viaje. Bueno, ya pensaría en ello en otro momento, ahora, a
lo que importaba.
Se despejó un poco y se dirigió hacia el baño, donde, después de aten-
der urgentes necesidades fisiológicas, se afeitó y durante un largo rato perma-
neció bajo la ducha. Luego, con la toalla envuelta en la cintura, se dirigió a la
cocina, donde sacó un cartón de leche fría, y no paró de beber hasta vaciar la
mitad, por lo menos, soltando de inmediato un sonoro eructo de satisfacción,
con lo cual concluyó que ya estaba satisfecho.
Un poco más repuesto, se dirigió hacia la habitación que hacía las ve-
ces de estudio, donde solía pintar sus cuadros. Ya estaba harto de la ciudad. Lo
cierto era que llevaba un tiempo pensando en aquello de comprarse una casa
lejos de todo aquel bullicio y toda aquella tontería, una vorágine de alcohol y
otras drogas de la cual quería quitarse, irse a un lugar más tranquilo, ahora que
empezaba a ganar pasta por sus obras, un lugar lejano y exótico, con largas
playas de suave y cálida arena, palmeras y mujeres exóticas de piel tostada,
donde nadie, o casi nadie, viniese por la puerta a cualquier hora, con cualquier
excusa o intención. Donde los garitos estuviesen demasiado lejos como para
pasarse la vida en ellos. Un lugar donde el tiempo se rigiese por amaneceres o
puestas de sol. Sí, bueno, todo eso está muy bien, pero lo primero es lo prime-
ro. No era cosa de precipitarse, había que considerarlo con calma, había que
tomarse su tiempo, que la decisión fuese la deseada. Pero otras cosas reque-
rían atención más acá en el tiempo. Se desperezó y observó a su alrededor.
El sol del mediodía entraba libremente por las ventanas, iluminando
los cuadros que se amontonaban contra las paredes, la mayoría cubiertos por
unas telas.
En el centro de la habitación, sobre un caballete, permanecía un cua-
dro inconcluso. Aquello era lo que requería rápida atención. Y estaba así des-
de hacía un mes, semana arriba semana abajo. Pretendía plasmar un paisaje
surrealista, algo en lo que era maestro. Pero no las tenía todas con él, no sabía
qué le ocurría últimamente, sabía que lo que fuese había comenzado al mis-
mo tiempo en que él comenzó aquel cuadro, había veces en las que tenía la
mente en blanco, y le resultaba imposible el plasmar por medio de un pin-
cel unas ideas que no acudían. O por el contrario, que lo asaltaban con tanta
brusquedad que simplemente se quedaba bloqueado, sentado frente al lienzo
aun a medio esbozar, porque a veces, durante aquellos asaltos, se veía presa
febril del paroxismo pictórico, pero era tal el amontonamiento de ideas, que
no sabía por cual comenzar. Y así podía pasarse horas y horas, bien pintando
retazos aislados, pero con una conexión entre ellos, dándole a los pinceles
como si la vida le fuese en ello, como podía pasarse horas y horas sin mover-
se, observando el lienzo, quieto como una estatua, con el pincel en la mano,
completamente absorto, incapaz de dar una sola pincelada en lo ya esbozado,
incapaz de comprender qué intentaba plasmar. El asunto era grave. Nunca le
había pasado nada semejante, siempre que comenzaba un cuadro, sabía lo que
quería y como conseguirlo. Pero ahora…
Ahora sentía otra vez lo mismo, como comenzaba siempre, sin saber
qué terminaría haciendo, un gran agujero negro, un pozo oscuro y sin fondo,
por el cual caía, sin nada a lo que agarrarse. Aunque lo cierto es que, con las
resacas que se manejaba, era absolutamente imposible crear nada, o conseguir
que su mente coordinase en regla, o que no se desbocase…
Pero el caso es que, aquel cuadro, así como los que estaban apilados
contra las paredes, tenían que estar listos antes de fin de mes. Tenía que figurar
junto con los demás en una pared, en la sala de exposiciones. Pero se había
quedado bloqueado antes de terminar su obra. Algo así no le había pasado an-
tes. Al menos, no con aquella intensidad. Era cuestión de analizar el asunto en
profundidad. Pero la única profundidad era aquella en la que estaba cayendo.
Y caía tan rápido que no le daba tiempo para detenerse a hacer ningún tipo de
analítica. Podía sustituir el cuadro por otro que ya tuviese terminado, pero así
solo se estaría engañando a sí mismo. No, eso no serviría, excepto en caso de
emergencia extrema. La solución era otra, y pasaba por terminar aquel cuadro,
pero no podía pintar.
¿Y por qué no podía pintar? No tenía ni idea, Y no es que fuese un
pintor de éxito y consagrado, pero iba camino. No se ponía a la altura de otros,
como Laxeiro, Alexandro, Prada, etc., a pesar de que se relacionaba con todos
ellos, al menos, la mayoría. Joder, si eran colegas, qué coño relacionarse. Es-
taban hasta los cojones de verse, invitarse a cenas, fiestas, exposiciones y otros
saraos. Todos ellos estaban invitados a su exposición (y no faltarían, lo sabía),
al igual que ellos lo invitaban a él a las respectivas. Y su obra se comenzaba a
vender bien y cotizarse, algunas a buen precio. No es que se fuese a hacer rico
de la noche a la mañana, todo llegaría, pero vivía bien. Estaba camino de la
consagración, lo sabía, joder si lo sabía, pero aquel cuadro cabrón se resistía.
Sí, se resistía. Y ahora su genio parecía haber muerto de repente, o eso creía,
pues nunca había estado tanto tiempo imposibilitado de aquella manera. Ya
no tenía imaginación, y pensó que, ahora que por fin estaba comenzando a
recibir el reconocimiento que su obra merecía, estaba muerto o poco menos.
Joder, con la puta vida… Aunque por otro lado, pensándolo bien, es posible
que fuese algo normal, que sucedía en algún momento, como decían algunos
escritores que les pasaba, que de pronto eran incapaces de escribir una sola
línea y se tiraban temporadas en blanco, y luego, de pronto, de vuelta la inspi-
ración, las ideas se aclaran, los rompecabezas van encajando y todo vuelve a
la normalidad. Es algo contra lo que no se puede luchar, decían esos mismos
escritores. Al que le toca, se jode y espera. Bien, tendría que esperar, pero
como por lo que sabía, nadie había sido capaz de decir en qué momento las
cosas regresarían a la normalidad, mejor estar preparado. Decidió que, si se
sentía con ganas, pintaría, si no, pues no pintaría, y punto. Sin agobios. Eso
sería lo mejor.
Salió del estudio, cerrando la puerta de golpe y regresó a la habi-
tación, para terminar de vestirse, pues de momento, era lo mejor que podía
hacer. Estaba valorando la idea de dejar de lado aquella tela si en un par de
días no rompía el bloqueo mental, y comenzar otra. Pero ahora que lo pensaba,
recordó que esto ya lo había pensado anteriormente, y como quiera que no
tuviera las ideas nada claras respecto a qué pintar, concluyó que el resultado
sería el mismo de las últimas semanas. Terminaría la noche poniéndose ciego
de cualquier cosa regada con alcohol en cualquier local en el que estuviese
tranquilo. Y eso era algo que tenía que comenzar a cortar, tal vez ése fuese el
origen del problema. No podía estar todo el tiempo metiéndose tanta mierda
en el cuerpo. Debía poner freno. Y lo haría.
Se sentó al borde de la cama, dejando la toalla a un lado, y comenzó a
vestirse. Un calzoncillo limpio lo primero, luego, terminó de levantar la per-
siana y abrió la ventana, dejando que la luz y el aire limpio de la calle entrase
en su santuario, con el cuál inundó sus pulmones, ávidos de aire fresco. Lo de
fresco era un decir, ya que su apartamento estaba ubicado en una de las más
céntricas calles de la ciudad, con toda la carga de tráfico contaminante que
ello conlleva, con lo cual, lo que estaba haciendo, era meterse unas esnifadas
de CO2, la droga ritual del urbanita, sin la cual la vida se le complica mucho.
Agarró los pantalones que había llevado puestos el día anterior de encima del
sofá que estaba a los pies del lecho. Tras un somero examen a la prenda, dic-
taminó que no estaban sucios y servirían para el día presente, ya que no tenía
nada realmente importante que hacer. Y se quedó petrificado con ellos en la
mano, observando con cara extraña lo que estos había tapado.
Era un cilindro de cristal lechoso, macizo, la misma mierda de la no-
che anterior. ¿Y qué carajo hacía aquello allí? Rememoró los sucesos que su
cerebro ya había archivado y olvidado.
Cogió el cilindro entre sus manos, dejando caer el pantalón a sus
pies entre la alfombra y el parquet, y lo observó con curiosidad a la luz del
día. Ahora que lo veía bien, parecía un objeto bastante extraño. Sus medidas
aproximadas eran de unos veinte centímetros de largo por unos siete de ancho,
con aquel color blanco lechoso que lo hacía totalmente opaco. Tras sopesarlo
distraídamente con su mano, llegó a la conclusión de que, por raro que pare-
ciese, el peso no parecía guardar concordancia con el volumen y la dureza,
pues era muy ligero y resistente para ser macizo, y como había tenido ocasión
de observar, parecía muy sólido a pesar de su poco peso. Pero estaba seguro
de que era cristal, no plástico.
Al mirar detenidamente en su interior le pareció ver una especie de
niebla que se retorcía, enroscaba y agitaba con desesperante lentitud, des-
pidiendo brillantes pero diminutos destellos en su interior, como si tuviese
purpurina o algo así en su aleación. ¿O solo era un efecto óptico? Coño, claro.
Era posible que se tratase de eso, una ilusión óptica del cristal al refractar la
luz del sol, e incluso tenía todo el aspecto de ser uno de esos trastos raros que
abundan en las tiendas de objetos de regalo, y de los que nadie sabe su utili-
dad práctica, aparte de ocupar sitio en las estanterías. Pero había algo fuera de
lugar, no sabía que... Tal vez fuera la resaca.
Recordó que la noche anterior había estado, como siempre, por la
zona vieja, tomando copas y otras sustancias, hablando y divirtiéndose con sus
amigos. Tendría que empezar a quitarse de la farlopa, no le hacía ningún bien,
sabía cómo terminaba ese camino. Estaba bien en un momento dado, pero
era consciente de que ese momento ya había pasado. Y no pensaba seguirlo,
el camino ese. Sí, decidió en ese instante, a partir de hoy, no se metería más
mierda por la nariz. La yerba era mejor y no era dañina. En cuanto al resto,
todo iba bien. Incluso llevaba varios días detrás de Julia, con la sana intención
de meterse entre sus piernas.
Rememoró algunos de los locales por los que había estado: Anxo,
Luna 19, Irán, en donde había mantenido una acalorada discusión con un col-
gado, algo, por otro lado, casi inevitable; Esquina, El Patio, Soda, Rataplán, y
algunos más. Los mismos de siempre. Había finalizado su noche en el Colors,
de hecho, lo había “cerrado” él, y de allí se había largado a pié hasta el Jardín
del Posío. Nunca sacaba el coche cuando sabía que iba a beber. Le tenía dema-
siado cariño al pequeño Mercedes descapotable, por no hablar de su piel, que
piel solo hay una y hay que cuidarla. Y vivía casi al lado del casco antiguo, lo
bastante como para ir a pie.
Pero poco antes de llegar al Posío, alguien lo había increpado desde
un estrecho y oscuro callejón, y del callejón había salido rodando aquel objeto
de cristal. Pero resultó que el callejón estaba vacío y por lo tanto, nadie pudo
haberle hablado. Pero pese a todo, alguien le había hablado, y a todo esto,
tremendo cebollón había pillado ayer…
¿Quién le había hablado? ¿De quién era aquello? Pero además, eso
no era todo, había bebido bastante, como siempre últimamente, eso no lo iba
a negar, pero recordaba con meridiana claridad el haber tirado aquello en un
contenedor de basura. De eso estaba seguro. Ya te digo si lo estaba.
Entonces, ¿qué hacía aquel chisme allí, entre sus manos?
Tal vez, pese a su seguridad, no lo había tirado realmente. La prueba
estaba allí, ante él. Vaya mierda de seguridad, ¿no? Como lo de que no había
nadie pero alguien le había hablado, eso seguro. Pues estamos jodidos, tío.
Dejó de darle vueltas a la cabeza, ya que no encontraba sentido a nada
de todo aquello. Además, la cosa ya no tenía solución, el objeto estaba allí,
como fuese, pero estaba, lo que venía a ser algo así como que lo había tirado,
pero no lo había tirado, qué más da, así que, hale, bienvenido a casa, colega,
tú mismo, ponte cómodo.
Depositó el cilindro sobre la mesilla, terminó de vestirse y salió de
casa. No le apetecía estar allí encerrado, con la mente en blanco, mirando un
lienzo a medio esbozar. Sabía que ese día no podría pintar nada, que sería una
de esas ocasiones en las cuales permanecería horas mirando el cuadro sin po-
der dar una pincelada, sin saber qué hacer, tocándose las pelotas y rascándose
el ombligo. Y si por el contrario se encontraba de racha, regresaría cagando
leches al estudio. Además, y casi se olvidaba, esa misma noche tenía una cena
con el propietario de la galería de arte en la que expondría durante todo el mes
de septiembre, lo que lo obligó a reconsiderar la opción de regresar después
de comer y cambiarse de ropa para la ocasión. Estaba comenzando otro largo
día.

Cuando regresó era bien entrada la madrugada, para no perder la cos-


tumbre. Y para no perder la costumbre, venía bien puesto. Pero había cumpli-
do su palabra, al menos, en parte: ni una ralla más por la tocha. Se acabó esa
mierda. Le había costado vencer la tentación, pero se había mantenido fuerte.
Pero la cena, y la sobremesa de la cena, y lo que vino después, estuvo bien
regado de alcohol, pero bueno, todavía estaba a tiempo de eso también. Una
cosa cada vez y cada cosa a su tiempo, no se le fuese a acumular la presión
si dejaba todo de golpe y reventaba como una castaña. Pero debía estar bien
borracho. Ya desde la calle le pareció ver su apartamento iluminado por una
suave luz violácea. O al menos, eso creyó, pues cuando entró en el interior,
el apartamento estaba a oscuras, como siempre. Y él, alumbrado, como casi
siempre.
Al menos, su cena-entrevista con el propietario de la sala había resul-
tado un éxito, no había bebido casi nada hasta entonces, y solo se había fuma-
do dos petas de hierba. Tras la cena, el de la sala lo había invitado a meterse un
tiro, pero había pasado, y se habían ido de copas al terminar la cena, hasta que
el fulano se fue a su hotel, si, no quería más mierda. Otra cosa sería si fuesen
hojas de coca natural, pero no más aquella mierda. A tomar por culo. Y sonreía
mientras se desnudaba para meterse en la cama.
Pasó la noche como en un estado de hipnosis, en el cual los sonidos
y las imágenes se fundían en un todo. Los sueños lo habían asaltado uno tras
otro, olvidándolos según se sucedían. Pero recordaba dos cosas que lo habían
inquietado, la imagen de una mujer de largo cabello negro vestida con un traje
de época, y el traqueteo de un coche de caballos en la calle, con su caracterís-
tico sonido.
Cuando se levantó a la mañana siguiente, todavía se fundían en su
mente onirismo y realidad. Pero ya no tenía aquella resaca que invariablemen-
te lo acosaba, y lo atribuyó al no haberse metido más mierda por la tocha. Y el
primer objeto en el que fijó su vista fue en el cilindro, que había dejado encima
de la mesilla. Parecía que la niebla se agitaba en su interior, moviéndose en
pequeños flujos y remolinos casi imperceptibles. Coño, aquello era nuevo.
¿Acaso aquel objeto encerraba algo en su interior? Pensó, mientras
lo observaba detenidamente de cerca, que tal vez no fuese del todo macizo.
Bueno, ya le echaría un vistazo luego.
Se levantó, apartando las sabanas y, acercándose a la persiana, la le-
vantó de todo, dejando entrar la luz y respirando el aire de la ciudad a pleno
pulmón.
Observó su reloj, y comprobó que, como siempre en los últimos me-
ses, ya era casi mediodía. Y sus ojos volvieron al cilindro, que ahora estaba
completamente iluminado por la luz del sol. Parecía refulgir y centellear por
dentro con aquellos destellos de purpurina que emitían una tenue luz violácea.
Y también parecía haberse incrementado el movimiento en su interior.
A su todavía embotado cerebro acudió el recuerdo de una luz violeta
que creyó ver, o soñó, la noche anterior, pero tal vez estuviese mezclando re-
cuerdos y sueños, o tal vez solo fuesen las luces de neón de los pubs. Que vaya
usted a saber.
Pero lo cierto es que, sin ningún género de dudas, algo se movía allí
dentro. La puta que lo parió. No tenía resaca, qué coño, y veía perfectamente
que algo, con desesperante lentitud, como las agujas del reloj, que no las ves
moverse, pero las ves moverse si usas como referencia otros elementos del re-
loj, como los números, o como las rayas de los segundos. Y esa misma sensa-
ción tenía ahora, no lo veía, pero cuanto más lo miraba, más le parecía percibir
movimiento en su interior. Y aquellos destellos apagados de purpurina…
Llegó a la conclusión de que el cilindro no era totalmente macizo, que
tal vez fuese hueco, y que encerraba algo en su sellado interior. No podía ser
de otra manera. Se acercó al cilindro, lo cogió y lo observó más detenidamente
a la luz, con curiosidad. Joder, murmuró. ¿Cómo lo harían? Seguro que era
cosa de los chinos, que a saber cómo cojones hacían aquellas cosas raras. Al
observarlo más detenidamente, le pareció que una miríada de hilos de oro y
plata se entrecruzaban en su interior, brillando, casi invisibles, pues tales pare-
cían ser los purpúreos destellos que brillaban allí dentro, todo envuelto en una
muy tenue luz violeta que a su vez era distorsionada por la lechosa neblina in-
terna que tan lentamente se retorcía y transmitía los reflejos desde su interior.
Pero en la superficie, en la parte exterior, la niebla y el cristal parecían
fundirse en una sólida pieza. Realmente, aquello era un objeto raro y muy
curioso. Estos chinos eran la hostia. Joder, ya te digo.
Tomó el cilindro entre sus manos, observando pasmado como aque-
llos tenues, finísimos, casi invisibles hilos refulgían, brillaban y destellaban
con minúsculas explosiones de luz al recibir los rayos del sol. Lo golpeó sua-
vemente contra la esquina de la mesilla. Nada sucedió, excepto que los deste-
llos parecieron morir y apagarse al no recibir la luz directa del sol, al menos,
la mayoría, ya que seguían produciéndose, aunque en menor número e inten-
sidad, a la vez que, aunque tenue, pareció intensificarse el fulgor violáceo en
su interior. Repitió el golpe, esta vez con más fuerza, aunque sin ningún resul-
tado, y finalmente lo dejó caer al suelo, casi con desgana pero con fuerza, y el
vidrio resonó contra el parquet del piso, rebotando antes de golpear contra la
pared. Entonces se le vino a la mente el golpe que se había dado aquel objeto
en plena calle, caído desde no se sabe dónde, la noche en que lo encontró.
Temeroso de romperlo realmente, aun sabiendo en su fuero interno
que aquello no era posible, lo recogió y lo volvió a exponer a la luz del sol.
Casi inmediatamente, el fulgor violeta dejó paso a los metálicos destellos que
la miríada de finísimos hilos, casi imperceptibles, emitían a la vez que se in-
tensificaban, con los consiguientes reflejos en la niebla del “circulo” exterior,
por denominarlo de alguna forma...
Una vez más se preguntó cómo era posible, pues los hilos, si es que así
podía denominar a algo que no veía, pero sabía que estaba allí, porque lo per-
cibía, parecían recorrer todo el interior, al menos, hasta donde su vista podía
penetrar, que sospechaba no era mucho dada la inmensa bastedad que parecía
encerrar aquel pequeño objeto, y estos eran tan finos, que debía concentrar su
vista para poder distinguirlos levemente, mientras aquello que parecía niebla
y que parecía formar en sí aquel cilindro, aunque fuese incapaz de comprender
el cuándo, el cómo, o el porqué se volvía sólida, cristalizándose en el exterior,
se retorcía y movía con exasperante lentitud, sin variar para nada e indiferente
por completo a la posición del cilindro en el espacio, o del movimiento que se
le imprimiese a éste.
Las únicas variaciones que se podían observar eran las concernientes
a los cambios de luz en el ambiente, dependiendo de si le diese el sol o no.
Realmente era un objeto curioso. Luego le buscaría un sitio adecuado
donde colocarlo. Joder con los chinos estos de los cojones.
Depositó nuevamente el cilindro sobre la mesilla y se dedicó a su
rutina de todos los días.
Afeitado, ducha, medio cartón de leche para ayudar a su estomago,
aunque esa vez sabía que no le haría falta, y finalmente, cuando terminó de
vestirse, encendió un cigarrillo, el primero del día, que se suele decir, y se
dirigió hacia su estudio.
Ya al abrir la puerta, notó que las cosas no estaban como él las había
dejado, y en un primer momento pensó que alguien habría entrado a robar,
pero pronto comprendió que eso no era lo que había ocurrido, pues pese las
apariencias, fue consciente de que nada parecía haber sido tocado, excepto
aquel cuadro, y al posar su vista sobre el inacabado cuadro que estaba inten-
tando pintar, su asombro no tuvo límites, el cigarrillo se le cayó de los dedos
y su boca se abrió tanto que la mandíbula casi le llega hasta el suelo, como en
las películas de dibujos animados. O eso le pareció.
Desde luego, aquello era un paisaje surrealista, de eso no tenía duda,
pero que no tenía nada que ver con lo que intentaba plasmar. Eso por no men-
cionar que apenas tenía listo un esbozo, mientras que lo que estaba contem-
plando, era un cuadro totalmente terminado. Y era consciente de que él no lo
había terminado. Pero qué carajo, no es que fuese consciente, es que, aparte de
eso, estaba totalmente seguro. Pero eso no era lo peor. Estudió con atención el
cuadro.
Reconoció rápidamente, y a la primera ojeada a la mujer que aparecía
en primer plano en el cuadro. Era la misma que había atormentado sus sueños
la pasada noche, y eso no podía haberlo pintado nadie que no fuese él. ¿Era
posible que lo hubiese pintado mientras dormía, en plena ensoñación onírica?
No, eso no era posible, él no era sonámbulo, por lo que sabía, además, un
trabajo así le habría llevado muchísimo más tiempo del que había empleado
para dormir, ya que ayer ese cuadro seguía a medio esbozar. Aquí había gato
encerrado, eso fijo, pero… ¿Dónde?
Observó detenidamente las facciones de la mujer, como para asegu-
rarse, pese a que no tenía dudas. Joder si era la misma, ya te digo si lo era.
La mujer semejaba tener unos treinta años, pero con una juventud a prueba
del paso del tiempo, es decir, que tanto podría haber tenido treinta como tres-
cientos, como las vampiras de las películas, que estaban más buenas que la
madre que las parió, y tenían la hostia de años. El cabello negro y largo, hasta
más abajo de la cintura, ondulado, los ojos, grandes y de un verde esmeral-
da profundo. La cara ovalada, perfecta, de una belleza ultraterrena. Parecía
mirar directamente a los ojos del observador. Las manos en el regazo, como
intentando ocultar o proteger algo. Y con el mismo vestido largo, gótico, de
época con el que se había introducido en sus sueños. Vale, bien, hasta aquí,
comprendido. Esta es la fulana de los sueños, de eso no hay duda, por lo tanto
solo yo pude haberla pintado, pero yo no la he pintado, eso fijo, por lo tanto…
Joder, qué cacao.
En segundo plano, por detrás de la mujer, y alejado varios metros de
ésta, formando una perspectiva que aunque parecía normal, tenía algo extra-
ño e indefinible que no comprendía, una carroza con un tiro de seis caballos,
todos, caballos y carroza de un profundo color negro. En pié, sujetando la
puerta de la carroza, cuyo interior era un cielo nocturno salpicado de estrellas
y constelaciones, estaba un alto cochero, apenas destacado entre la oscuridad
crepuscular contra la carroza, solo esbozado por el brillo de sus ropas, también
totalmente negras, pero de un tono diferente, distinto, desde el sombrero de ala
ancha con el que tapaba sus facciones, entre las que solo era visible un tenue
fulgor rojizo donde deberían de estar los ojos, hasta las botas de caña alta con
las que pisaba el polvoriento suelo de aquel paisaje.
En cuanto al paisaje en sí, más parecía lunar que terrestre, completa-
mente salpicado de cráteres, como un campo de batalla después de un intenso
bombardeo. Una llanura sin fin que se perdía en el horizonte y salpicada de
arbustos de aspecto raro que recordaban a la Belladona, pero leñosos, diferen-
tes, también.
Al fondo, en una esquina del paisaje, recortándose contra la línea del
horizonte, algo que podía ser una ciudad. Una tierra rojiza que se fundía con
un cielo negro iluminado por frías estrellas rojas como la sangre.
Y aun más al fondo, en lugar de una luna o un sol hundiéndose en el
horizonte, se veía claramente a la tierra con su satélite emergiendo redondo y
pálido tras ella.

Ourense, domingo, 30 de octubre de 1994


8:30 de la tarde.
La voz de su amigo Roque le sonaba como lejana y a la vez como dan-
do vueltas a su alrededor, como una mosca cojonera, y casi fuera del tiempo,
a pesar de que estaba sentado a su lado. A la mierda, joder. Podía irse a tomar
mucho por el culo y dejarme en paz. No sé si le meta un galletazo…
Pero continuó bebiendo. Desde principios de Agosto no se habían vis-
to. Recordaba vagamente que aquel día habían brindado juntos por el éxito de
una futura exposición, algo que finalmente nunca se llevó a cabo, la maldita
exposición. Se jodió bien, la exposición de los cojones, ¿no? Ya te digo, si se
jodió bien… Volvió a alzar su copa y la vació de un trago. A tomar por culo
la exposición. Qué importaba. Y ahora, aquel coñazo de Roque tocando los
cojones. Bonito día.
-Pero hombre, ya está bien, coño, ¿por qué te castigas así?- Roque
sonaba como algo ajeno al universo. A tomar por culo Roque ¿no se lo había
dicho aún? -Te tiras todo el día completamente borracho de la noche a la
mañana, bebiendo una copa tras otra, sin parar, un día tras otro, hasta caer sin
sentido, arruinaste la exposición, ¿te has fijado en tu aspecto? Mierda, hom-
bre, ni siquiera te lavas y estás comenzando a apestar, si no fuese porque ya
apestas, pareces una de estas ruinas humanas que están tirados a la puerta de
la catedral, asquerosos y mugrientos, apestando a vino barato, y así estás ahora
tu también, perdido, sin rumbo. No estarás encoñado, eh? No, no tienes pinta,
a menos que te hayas encoñado por alguna puercona, y si es así, eres más idio-
ta de lo que pareces. ¿Por qué no dices nada?, Joder, tío, si tienes problemas
tal vez podríamos ayudarte, los pocos amigos que te quedamos, pues ya he
visto que muchos de los que antes te hacían la rosca, ahora te rehúyen como si
fueses un apestado, hombre. ¡Pero coño, si no sé lo que te pasa, ni yo ni nadie
te podremos ayudar!-
Y dale, y dale… ¿Ayudar? ¿A quién, a él? Este tío es idiota. No hagas
caso, no tiene ni idea, si supiera… Llevaban así casi toda la tarde, Roque in-
tentando hacer algo por su él, moliéndole la cabeza para que le explicase sus
problemas, con vistas a encontrar una solución a esos problemas, fuesen estos
los que fuesen, que lo habían conducido a aquel estado. Qué cojones sabría
Roque de sus problemas. ¡Joder!.
Pero él solo guardaba silencio, mirándolo de vez en cuando a los ojos.
Y tal vez el alcohol ingerido agitó algo en su interior, o tal vez la insistente
verborrea de Roque, hora tras hora, estaba rompiendo su resistencia. O porque
simplemente ya estaba hasta los cojones de todo, sentía que ya estaba agoni-
zando y era momento de hablar con alguien, de compartir, en suma, sus pro-
pios terrores, y tal vez, solo tal vez, contarle el secreto de aquello que estaba
devorando su cuerpo. Y que ya había devorado su alma. Tal vez... Qué cojones
sabría Roque de sus problemas. A tomar por culo, hombre. Se iba a enterar.
Con un gesto brusco se volvió en su asiento y agarró al puto Roque
por la solapa de la cazadora, atrayéndolo hacia sí, hablándole con voz ya me-
dio estropajosa por el alcohol. Algo estalló en alguna parte por allí dentro,
pudo notarlo...
-¡Escucha!, ya no puedo más, tío, ya no puedo más. Cállate. ¿Quieres
ayudarme, dices?, no me jodas, ya nadie puede ayudarme, y si el resto de los
que antes me comían el culo ahora ni me miran mal, que les den mucho, no
importan, no valen todos juntos una mierda y compararlos con una mierda es
insultar a la mierda, solo son unos chupones malparidos. Que se jodan, sé muy
bien a quienes te refieres, lo sé, y que se jodan esos hijos de puta, a mi no me
cogen en otra. ¿Encoñado con una puercona?, No, tal vez si fuese así, todo
tendría remedio. No, no. No te haces una idea. Pero espera, tal vez… Mira, si,
pues ya que insistes, me gustaría mostrarte una cosa. Si, así lo veras tú mismo.
Tienes que estar preparado, y de todas formas, lo único que puedo decirte es
que no es de este mundo. No, no te rías ni me mires con cara gilipollas, no
deliro, ya no. Solo espera a ver, antes de hablar. Y luego, por tu puta madre
que regresarás aquí, o a cualquier otro antro de mierda, y beberás tú también
hasta caer de culo, como yo, con la mente inconsciente y flotando en un mar
de alcohol, para no recordar, para creer que olvidas cuando, en realidad lo
único que conseguirás es pensar solo en ello, pues se apodera de ti. ¡Y ahora,
ven!-
Casi se llevó al incrédulo Roque a rastras hacia su casa. Este no en-
tendía nada de lo que su amigo le decía por veces, y el silencio taciturno era
la respuesta a sus requerimientos, mientras su amigo tiraba de él como un
poseso.
Una vez ante la puerta, se detuvo, indeciso, y centró su desvariada
mirada sobre su amigo Roque, para acto seguido, con un rápido movimiento,
como esperando entrar antes de arrepentirse, abrir la puerta y penetrar ambos
en el apartamento.
-No te preocupes ni te fijes en el desorden- Le dijo agitando una mano
en un gesto que pretendía aparentar indiferencia -Hace ya tiempo que eso no
tiene sentido ni interés para mí. Me preguntas machacona e insistentemente
lo qué me pasa, y quieres ayudarme, dices... A la mierda- Lo condujo hacia la
cocina. -Pero ya no hay forma de ayudarme-
Roque lo había seguido, cortado, si, pero lo había seguido. No sabía
de qué le hablaban, pero allí se fue. No tenía ni idea de cómo las cosas habían
tomado aquel giro y tampoco era muy consciente realmente de cómo había
llegado hasta allí. Hostia puta. Que eso de ayudar al prójimo también tiene
sus reveses. ¿Qué estaba pasando? Le habían dicho que aquí, el colega, esta-
ba pasando un mal momento, nadie comprendía qué le pasaba, pero se había
abandonado totalmente. Se lo había encontrado hacía apenas dos horas y le
había ofrecido ayuda. Joder. Como estaba el patio. Observó a su alrededor.
Algo no iba bien, su amigo no era así. Aquello parecía una pocilga. Sobre la
mesa de la cocina, y por el suelo, alrededor de ésta, se amontonaban restos de
comida. Cajas con sobras de pizzas y restos de comidas preparadas se pudrían
en el interior de sus envases, mezclándose con restos de bocadillos que a su
vez alternaban con lo que parecían huesos de pollo revueltos con servilletas
de papel. El fregadero estaba a rebosar de platos y cacharros sucios. Todo
el conjunto desprendía un suave pero penetrante olor a podredumbre que ya
había notado fuera, en el pasillo frente a la puerta, olor que se sumaba al de
tres grandes bolsas repletas de basura. A pesar de que la ventana estaba abierta
y ventilaba un poco el ambiente, Roque no pudo reprimir un par de arcadas.
Aquello se estaba poniendo malo.
-Pero joder, tío, ¡esto es un puto vertedero!- Fue lo único que acertó a
decir, tan asombrado estaba por las condiciones en que vivía el colega.
Éste despejó una silla, simplemente tirando por el suelo de un mano-
tazo lo que en ella había, y se la ofreció a Roque, luego se dirigió a la nevera,
de cuyo interior sacó dos latas de cerveza. Luego, de la misma manera, despe-
jó otra silla y se sentó cerca de él. Dudó un momento si coger o no la cerveza
que le ofrecía su amigo, pues al abrir la nevera un nauseabundo olor a leche
agria y alimentos en descomposición reinó sobre los otros, resaltándolos y
asaltándolo hasta el asco, pero finalmente venció sus escrúpulos, y la tomó,
necesitaba sacarse de la boca aquel pestazo a podrido. Y una cerveza fría no
era mal remedio.
Por la ventana abierta llegaba el apagado ruido del tráfico urbano,
abajo en la calle, y un soplo de aire más o menos fresco penetraba de vez en
cuando, aliviando y renovando un poco la putrefacta atmósfera, cambiando la
putrefacción por el dióxido de carbono, pero que a su vez, facilitaba que una
nube de moscas rondase sobre la mesa y en torno al fregadero atraídas por los
restos de la comida.
Roque sorbió con un poco de repulsa y algunas reservas su cerveza,
pese a todo, observando sin creérselo del todo, la pocilga en que su amigo
había convertido aquel apartamento. Ambos bebieron un largo trago. La cosa
no iba bien, el pintor no era así. No sabía qué carajo pensar de todo aquello.
Se sentía inquieto. No estaba cómodo. El pintor abrió los brazos con gesto
amplio, abarcando la cocina.
-¿Quieres ayudar?, pues empieza por donde quieras. Espera.- Le dijo
su amigo, consciente del malestar reinante, aun no bien tragado su sorbo de
cerveza. -Te voy a mostrar algo. Vas a flipar, si. Voy a contarte un cuento. Es-
pera- Y se levantó.
Depositó su lata en un extremo medianamente libre de la mesa, y salió
de la cocina. Roque lo escuchó caminar por el pasillo, no podía verlo desde
donde estaba sentado, luego, pudo escuchar el sonido de una puerta que se
abría y unos instantes de silencio, solo perturbados por el insistente zumbido
de las moscas alimentándose de aquellas carroñas. De nuevo, la misma puerta
que se volvía a cerrar, los pasos de su amigo acercándose por el pasillo, regre-
sando, hasta que finalmente, apareció otra vez por la cocina, con algo entre las
manos.
-Esto que tengo aquí, te parecerá raro. Y no te aconsejo que fijes mu-
cho la vista en su interior. A veces se ven... Cosas raras. Formas extrañas. Pero
no es eso lo peor, veras, lo encontré, o mejor dicho, me encontró él a mí...-
Roque tomó el objeto que su amigo le mostraba, y lo sorprendió la
belleza de su fulgor violáceo, allí, perdido en su interior, mientras escuchaba
vagamente el relato de su anfitrión sobre como lo había encontrado. También
atrajo su atención el lento remolinear como de espesa niebla y las extrañas
figuras que formaba. No la veía moverse, pero sabía que se movía.
Seguía oyendo la voz de su amigo mientras hablaba algo de una bron-
ca en un callejón, y que le decían algo, para acabar por tirarle aquel trozo de
cristal a la cabeza, o algo así, lo escuchaba, pero por alguna razón, con el resto
de sus sentidos intentó penetrar aquel objeto, atento a lo que pudiese haber
en su interior, y aquella voz parecía venir de muy lejos, y no prestaba mucha
atención. No sabía lo qué estaba pasando, ni le importaba una mierda. Soste-
nía el cilindro ante sus ojos, y se perdía en el interior de sus abismos.
Parecía que solamente el persistente y machacón zumbido de las mos-
cas, y la lejana voz de su amigo lo retenían de alguna manera en la realidad.
Ciertamente, se sentía flotar.
Una rápida sucesión de destellos como relámpagos, dorados y platea-
dos, surgió de las profundidades del objeto, acercándose a su borde exterior,
y recorriendo todo su perímetro. El fenómeno se detuvo tan pronto como co-
menzó, pero creyó notar una ligera variación en la voz de su amigo, un leve
cambio en la pronunciación. Joder, pensó Roque, aquello era como comerse
un tripi. La luz violeta del interior parecía latir con un ritmo propio, mientras
la lechosa niebla no dejaba de retorcerse y entrelazarse, ahora con más rapi-
dez, aunque seguía sin verla moverse en realidad, de lo lenta que se movía
formando quiméricas sombras. Se sentía atrapado, incapaz de apartar la vista,
mientras la voz seguía hablando, allá lejos
Pero lo que más lo perturbaba era el incesante zumbido de las moscas.
Pesado, agobiante, lento.
Otra nueva descarga se produjo en el interior de aquel cilindro, y una
vez más, haces de filamentos luminosos con brillos de plata y oro lo recorrie-
ron instantáneamente en toda su extensión.
El tono de la voz de su anfitrión había cambiado una vez más. Lo notó
con claridad, el cambio. ¿Qué cojones estaba pasando?
Con un gran esfuerzo de voluntad, consiguió apartar la vista de aquel
extraño objeto, y comprobó, inquieto, que ya era noche cerrada, a pesar de
que ya estaba oscuro cuando dejaron el bar. Y la oscuridad de había adueñado
de la tierra. Del exterior entraban por la ventana las luces de la calle. O había
oscurecido con inusual rapidez, o había estado ensimismado en aquel cristal
demasiado tiempo. Miró a su alrededor.
Y su amigo no estaba allí, pero seguía escuchando su voz. Sonaba
lejana, apagada. Y a todo esto, ¿de qué le había estado hablando? Joder, ¿qué
mierda era aquello, de qué iba la movida? Miró su reloj, y se sorprendió al ver
que era casi media noche. ¿Cómo era posible?, pensó de nuevo. La madre que
me parió, ¿qué pasa aquí? Realmente, había creído que llevaba unos quince o
veinte minutos, como mucho, observando aquel objeto, acababan de abrir las
cervezas, pero llevaba unas tres horas seguidas allí, perdidas en su contem-
plación. Por la voz de su amigo el pintor, comprendió que parecía lejana, pero
solo era que le estaba hablando desde otra habitación del apartamento. Tocó
su cerveza. Estaba tibia.
No tenía ni idea de lo que estaba pasando, pero aquello no era normal.
¡Joder, que no lo era, nada normal, hostia puta! Tenía que abrirse de allí lo
antes posible. Que le diesen, al colega, si se quería matar, era su problema. Él
no quería verse en medio de aquella movida. A tomar por culo la ayuda, este
tío no necesitaba más ayuda que la de los loqueros.
Se levantó y salió al pasillo. Se asustó cuando el cilindro comenzó a
emitir una luz violeta tan potente que alumbraba toda la casa. Estuvo a punto
de soltarlo, con la impresión, pero lo aferró con más fuerza. La voz de su ami-
go salía de la habitación del fondo, del estudio donde solía pintar.
La puerta estaba entornada y dentro reinaban las sombras. El pintor
hablaba como si el simple hecho de hacerlo le supusiese un gran esfuerzo. Y
a todo esto, ¿de qué carajo le estaba hablando? ¿Qué era lo que le decía? La
puta que lo parió. No conseguía entenderlo.
La luz del cilindro, que todavía llevaba en la mano, disipó las som-
bras, como una linterna. Empujó la puerta entreabierta, para terminar de abrir-
la.
A la tenue iluminación que entraba por las ventanas se sumó la emi-
tida por el cilindro, y pudo ver a su amigo allí, de pié, en el centro del más
absoluto caos. Se quedó helado, incapaz de moverse del umbral. Todo estaba
destrozado, trozos de marcos, restos de telas, sillas, una pequeña mesa, todo
destruido y reducido a pequeños jirones y astillas, como si aquel estudio hu-
biese sido objeto de un paroxismo destructivo.
Su amigo el artista se había callado cuando él entró en la habitación,
permanecía dándole la espalda, observando un lienzo montado en un caballe-
te. Roque entró un par de pasos en la habitación con el cilindro aún agarrado,
iluminando ahora toda la estancia, como el conejo que entra en su madriguera
oliendo a la comadreja que lo espera en su interior, listo para salir pitando.
La voz de su amigo volvió a inquietarlo, sonaba todavía distorsiona-
da, lejana, a pesar de estar a menos de dos metros de él.
-No sé cómo ha llegado hasta aquí, ni de donde procede, ni cómo ac-
túa. Me ha escogido y no me dejará hasta que consiga lo que quiere. Sea esto
lo que sea, porque no lo sé. Pero lo que sí sé es que no ha sido fabricado por
manos humanas-
Pero qué cojones dice, pensó Roque. Su amigo permanecía en el cen-
tro de la habitación, de espaldas, con la cabeza agachada y los hombros caí-
dos, los brazos colgando laxos a los lados, en la mano derecha tenía un pincel,
en la izquierda una paleta manchada de oscuros colores que no supo precisar.
Parecía que estaba temblando. Roque comprendió que aquel último comenta-
rio se refería al cilindro.
-Tampoco sé cómo actúa. Pero estoy convencido de que hay algo vivo
en su interior. No he podido romperlo ni destruirlo de ninguna manera. Y mira
que lo intenté, tío, ya te digo. Pero nada le hizo mella. Absorbió mi espíritu, y
mi alma, y ahora consume mi vida. Y no sé qué es lo que quiere-
Y volvió a guardar silencio. Ahora se estremecía visiblemente.
-No se puede explicar aquello que no se comprende. Pero creo que ya
has visto lo suficiente y comprenderás que no es posible ayudarme en nada.
Solo deja el cilindro en el suelo. De todas formas, pronto comenzará a flotar,
así que si lo dejas en el suelo, no te sorprenderá- Roque hizo lo que su amigo
le pedía. Pero solo gracias a un gran esfuerzo de voluntad. No entendía nada,
pero supo que fuera lo que fuese, su amigo no mentía. Aun entonces, pensó
que el pintor tenía alguna especie de mono, o que estaba colgado de alguna
droga de esas raras y exóticas que procesaban en algún oscuro laboratorio.
Todo era muy confuso, pero terminó por soltar el cristal en el suelo.
-Es mejor que te marches, no tengo un concepto muy claro de lo que
sucederá a partir de ahora-
Seguía sin comprender nada de todo aquello que le decía su amigo,
pero al mismo tiempo, era incapaz de pronunciar una palabra. ¿De qué carajo
estaba hablando? ¿A qué cojones se refería? ¿Qué esperaba que sucediera?
Joder. A Roque toda aquella historia le sonaba a galimatías. Se volvió a pre-
guntar qué clase de mierda se estaba metiendo. Tendría que averiguarlo, o eso
esperaba, pero fuese lo que fuese, no parecía nada bueno. Y él de eso entendía,
así que lo mejor era poner tierra por medio sin más averiguaciones. Alguno
que otro de sus amigos había pasado por algún raro periodo en su vida, unos
atacados de misticismo, otros de paranoias esquizoides, pero nunca había vi-
vido una situación como aquella. Y lo que viene, sospechó. Agüita, camarón.
El cilindro permanecía a sus pies, emitiendo chorros de luz en breves
pulsaciones desde el suelo, en donde lo había dejado. Pero ahora su amigo
parecía ser presa de fuertes convulsiones, y él se veía incapaz de dar un solo
paso para acercarse a ayudarlo. Ni para eso ni para nada, estaba paralizado.
Joder, todo aquello era demasiado, no entendía nada, fuese lo que fuese lo que
se metía aquel cabrón pintamonas, era demasiado. Permanecía allí, de espal-
das a él, viendo como sus músculos se retorcían bajo la piel igual que un nido
de serpientes. Aquello parecía estar pasándole a otro, no a él. Pero no había
otro, solo él, por lo tanto aquello era un flipe de vaya a saber usted qué. No
tenía ni idea de lo qué se metía el fulano, pero fuese lo que fuese, era fuerte
del carajo, si también hacía alucinar a los que te rodeaban. Un ácido elevado a
la milmillonésima potencia o como fuese. Su puta madre…
Pero no, sabía que aquello no tenía nada que ver con tripis, alucina-
ciones, elefantes rosa ni hostias putas. Aquello estaba pasando, allí y ahora. Y
solo para él. Un escalofrío recorrió su columna vertebral, de abajo a arriba, y
vuelta a bajar.
De pronto, todavía paralizado por el miedo y la impresión, Roque
comprendió que todo aquello era real, que no era ningún flipe. En riguroso y
exclusivo directo pudo ver como el pelo del pintor se caía, todo a la vez, de
golpe, no a mechones, y vio su cráneo, pálido, redondo y brillante como una
bola de billar, su culo, sus axilas, su pubis, todo pelado como la cáscara de un
huevo, el vientre de una cobra o el culo de una rana. A escoger. Casi inmedia-
tamente su amigo se cubrió, bajo su espantada mirada, totalmente de púas de
erizo, que atravesaban su piel, provocando sangrantes agujeros y que también
cayeron al suelo casi inmediatamente, siendo sustituidas por placas óseas, a
la vez que su brazo derecho parecía dividirse en dos, estirándose una de las
partes casi tres metros, hasta llegar al ventanal que estaba enfrente, como que-
riendo escapar. Sus piernas se hinchaban hasta alcanzar el grosor de patas de
elefante, para al segundo siguiente, ser solo hueso, delgadas como alambres.
¡Joder con el trip! ¿Ayuda? ¡Una mierda ayuda! ¿Y quien lo ayudaba a él? A
tomar por culo.
También llamó su atención algo que parecía sucederle al lienzo, pen-
sando que las desgracias no vienen solas, pues la tela comenzó a moverse,
retorcerse, como si tuviese vida propia, formando profundos valles y altas
montañas sobre su superficie.
Observó, con creciente horror, que la posición de la luz cambiaba,
viendo como el cilindro comenzaba a elevarse del suelo, flotando, tal y como
su amigo le había dicho que haría. La puta madre que lo parió, quiso decir,
pero no pudo, la frase murió en su boca convertida en apenas un silbado mur-
mullo. Pero la cosa no acababa allí, si no que más bien, parecía que la fiesta
aún estaba en los prolegómenos. Y a Roque, la tal fiesta no le estaba gustando
nada. Estaba comenzando a comprender muchas cosas. Demasiadas para su
gusto. No podía apartar la vista de su amigo, que seguía retorciéndose como si
un nido de culebras bullese bajo su piel. Y lo que era peor, la cosa iba en au-
mento, las mutaciones y las transformaciones de éste se aceleraban, mientras
aquel objeto latía y pulsaba, iluminándolo todo con un refulgente resplandor
violáceo.
Luego, de pronto, la piel que cubría el cuerpo del pintor, cayó a sus
pies, flácida y casi traslúcida como la muda de una serpiente, dejando al des-
cubierto sangrantes y palpitantes músculos y tendones, y éstos también a su
vez cayeron al suelo, formando un informe y sangrante montículo, quedando
solo un descarnado y deforme esqueleto, lleno de humeantes órganos, mien-
tras aquellos descarnados y horribles brazos se esforzaban por fijar los colores
en el cambiante lienzo.
Casi al instante, como los efectos especiales de una película, otra vez
más, su anfitrión adquirió apariencia humana, como si todo fuese un truco
óptico, o algo por el estilo, si no fuese por el montón de músculos y piel que
quedaban a sus pies amontonándose a cada cambio, los cuales parecían irse li-
cuando lentamente y ser absorbidos por las plantas de los pies, regenerándose
siempre.
Sus brazos comenzaron a moverse ahora con una velocidad meteóri-
ca, imposible de todo para un humano, que no podía seguir con la vista, mien-
tras aplicaba colores que eran absorbidos o cambiados de lugar por el bullente
lienzo, formando una imagen a su manera, al parecer, muy alejada de lo que el
artista pretendía, a juzgar por lo que éste pintaba, y el cuadro, como si de un
ser vivo se tratase, modificaba a sus intereses. Mientras el desesperado pintor,
completamente desnudo, con la ropa también reventada y esparcida por la
habitación, consecuencia de las sucesivas mutaciones, intentaba desesperada-
mente plasmar algo que no le era permitido. Con eso le llegó, no quería ver
más, ya iba sobrado de espectáculo por una larga temporada. De hecho, estaba
seguro de que en su vida volvería a contemplar algo semejante, ni remotamen-
te parecido. Ni ganas que tenía. Y ahora, aire. ¡Ya!.
Roque retrocedió lentamente, todavía sin poder creer lo que estaba
contemplando y moviéndose como si el aire fuese melcocha, mientras su ami-
go se inflaba como un grotesco globo, hasta ocupar prácticamente toda la ha-
bitación, pudiendo oír claramente el ruido de cristales que se rompían al otro
lado de la misma, reventados por la masa de carne, que por suerte, no pasó del
umbral de la puerta. La enorme masa que antes era un ser humano, había lle-
nado la habitación, para casi inmediatamente, desinflarse y adquirir una forma
más o menos normal, a la vez sus brazos, ahora divididos en tres cada uno,
se movían a increíble velocidad sobre el lienzo, antes de desprenderse con un
seco “plop” y caer al suelo, finalizado su trabajo en el conjunto del cuadro.
Mientras contemplaba aquella escena, y retrocedía lentamente hacia
la puerta del piso, dentro de su cabeza pareció resonar un largo y potente au-
llido de agonía. Pero Roque fue consciente de que él no lo había lanzado, solo
lo había escuchado. Si hasta entonces, nada de todo lo visto había conseguido
sacarlo de su inmovilidad, aquél aullido ajeno fue la sirena de alarma que
rompió el hipnótico encanto. Era hora de darle al tacón.
No esperó más, retrocedió rápidamente por el pasillo hasta alcanzar
la puerta, ni melcocha ni el carajo, la abrió y bajó por la escalera con aquel
aullido rebotando de lado a lado en el interior de su mente, único sitio en don-
de resonaba, inaudible para el resto del mundo. Solo cuando pisó la calle, el
lastimero lamento cesó.
Alzó la vista hacia arriba, mientras se alejaba a paso vivo, procurando
mantener la calma y no correr como un desesperado, joder con el trip, su puta
madre, pero aquello no era ningún trip, y creyó ver un parpadeo violeta pro-
cedente del apartamento de su amigo. Pero el ventanal, que abría reventado
bajo la presión de aquella montaña de carne, estaba intacto, y no había restos
por la calzada. A tomar por culo, no podía hacer nada. Al carajo. No se detuvo
y siguió caminando con paso rápido, pero ya más calmado a medida que se
alejaba de la calle, tragando grandes bocanadas de aire, abriendo y cerrando la
boca, como un pez fuera del agua, hasta llegar de nuevo a la zona vieja.
Aquello que había contemplado, pensó mientras intentaba aplacar su
mente, era una experiencia difícilmente olvidable. En el transcurso de pocas
horas, estaba seguro de haber visitado el infierno.
Se metió en el primer local que encontró abierto, se tomó cuatro chu-
pitos seguidos de ron, uno tras otro, sin respirar. Sin dejar de temblar, o al me-
nos eso le parecía, luego se fue a su casa y se acostó. Tardó mucho en conciliar
el sueño.
Soñó con un cilindro de cristal que encerraba todo un universo de
maldad.

Dos días después, fue noticia el desgraciado accidente sufrido por un


notable, joven y prometedor pintor en su apartamento. Al parecer, una fuga de
gas, producida seguramente por el mal estado de la instalación, había termina-
do por provocar una explosión, destrozando por completo el apartamento que
éste usaba como estudio, provocando su muerte.
También ese mismo día fue muy comentado el suicidio de cierto jo-
ven, un tal Roque, allegado al fallecido, que se degolló en su bañera.
La investigación posterior no encontró conexión aparente entre am-
bos sucesos.

Cualquier ciudad, cualquier día.


No importa la hora, en cualquier rincón solitario...
-¡Eh, amigo! tengo algo para ti...-

©1994 David Posse

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