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LA REVELACIÓN EN LA TRADICIÓN JUDÍA

por
Emmanuel Levinas

(trad. Beauplan Derilus y Carlos Mendoza)

I. El contenido y su estructura

1. El problema.

Pienso que la cuestión fundamental que nos interesa en estas conferencias no es el


contenido dado a la revelación, sino el hecho mismo –metafísico- llamado
revelación y que también es el primer y el principal contenido de toda revelación.
Relación insólita, extraordinaria, que une el mundo nuestro con aquello que no es
más de este mundo: ¿cómo es pensable esto?, ¿según qué modelo? Un mundo
positivo, que desde su coherencia y su constancia está abierto a la percepción, al
gozo, al pensamiento. Mundo que nos es dado en sus reflexiones, sus metáforas y
sus signos para la lectura de la ciencia. Entrarían bruscamente, por la apertura de
algunos libros, unas verdades que vendrían de otra parte –¿de dónde?-, fechadas
según una “cronología” de la historia santa. ¡Y cuando se trata de los judíos, de una
historia santa a la cual se aproxima, sin ruptura de continuidad, una “historia para
los historiadores”, una historia profana!

Que la historia santa del occidente cristiano sea, en gran parte, la historia antigua de
un pueblo vivo, que guarda una unidad todavía misteriosa, a pesar de su dispersión
entre las naciones -o a pesar de su integración a esas naciones- es sin duda la
originalidad de Israel y de su relación con la revelación: de su lectura de la Biblia, o
de su olvido de la Biblia, o de sus memorias -o remordimientos- que le quedan de
este mismo olvido. A la transfiguración en mito, que amenaza –por degradación o
sublimación- este profundo pasado de la revelación, se opone la actualidad
asombrosa del judaísmo como colectividad humana. Un grupo poco numeroso y
constantemente atormentado por la persecución, debilitado por la tibieza, las
tentaciones y la apostasía, pero capaz, en su irreligiosidad misma, de fundar su vida
política sobre las verdades y los derechos sacados de la Biblia.

Y, en efecto, unos capítulos de la historia santa se reproducen en el transcurso de la


historia profana a través de pruebas que constituyen una pasión: la pasión de Israel.
Para muchos judíos que, desde hace tiempo, han olvidado –o que nunca han
aprendido- los relatos y el mensaje de las Escrituras, los signos de la revelación
recibida, los secretos de esta revelación enaltecida se reducen al traumatismo de los
acontecimientos vividos después del cierre del canon bíblico, después de la puesta
por escrito del Talmud (por cierto, otra forma de revelación, distinta del Antiguo
Testamento que es común a cristianos y judíos.) Para muchos judíos, la historia santa
y la revelación que anuncia se reducen a la memoria de los trabajadores, de las
cámaras de gas y de los insultos públicos recibidos en las asambleas internacionales o
en la prohibición de emigrar. ¡Persecución a manera de revelación recibida!

“Acontecimientos fundantes” de los que hablaba Paul Ricoeur al retomar la fórmula


de Emile Fackenheim. ¿Se pueden decir que estos acontecimientos fundantes lo son
sin referencia a la Biblia que constituye su espacio vital? ¿La referencia no se
concretiza en la lectura y la lectura no es una manera de vivir? ¡Volumen del libro a
manera de espacio vital¡ También en este sentido Israel es el pueblo del Libro y por
ello su relación con la revelación es única en su género. Su tierra misma reposa sobre
la revelación. Su nostalgia de la tierra se alimenta de textos. Ella no saca nada de
cualquier pertenencia vegetal de un suelo. Hay aquí ciertamente una presencia en el
mundo donde la paradoja de la trascendencia es menos insólita.

Para muchos judíos de hoy, comunidades e individuos, la revelación queda


conformada con el esquema de una comunicación entre el Cielo y la Tierra, tal
como la quiere el sentido obvio de los relatos bíblicos. Es una verdad admitida por
excelentes espíritus que atraviesen los desiertos de la crisis religiosas de nuestro
tiempo, al encontrar el agua viva en la expresión literal de la epifanía del Sinaí, de la
palabra de Dios interpelando a los profetas. En la confianza en una tradición
ininterrumpida de una prodigiosa historia que le confirma, ortodoxos, personas y
comunidades, cerradas a las dudas de la modernidad, aun cuando participan a veces
profesionalmente de la fiebre del mundo industrial, quedan, a pesar de la
simplicidad de esta metafísica, espiritualmente abiertas sobre las altas virtudes y los
más misteriosos secretos de la proximidad divina. Hombres, mujeres y comunidades
enteras viven así, en el sentido literal del término, fuera de la historia donde, para
ellos, no se pasan y no suceden los acontecimientos. Hay que subrayar que para los
judíos modernos – os cuales son la mayoría, para quienes el destino intelectual de
Occidente, con sus triunfos y sus crisis, no es un vestido prestado– el problema de la
revelación se plantea con insistencia y exige esquemas nuevos. ¿Cómo entender la
exterioridad propia de las verdades y de los signos revelados que golpean el
espíritu humano que, a pesar de su “interioridad”, está en la medida del mundo y se
llama razón? ¿Cómo, sin ser del mundo, pueden ellos golpear la razón?

Preguntas que se nos presentan con agudeza a cualquiera de los hombres de hoy
todavía sensibles a esas verdades y a esos signos. Ser humano moderno, más o
menos perturbado por las noticias del fin de la metafísica; por los triunfos del
psicoanálisis, de la sociología y de la economía política, y a quien la lingüística ha
enseñado el significado de los signos sin significados. Tal sujeto, desde entonces,
delante de todos sus esplendores –o sus sombras– intelectuales se pregunta a veces
si no se está asistiendo a unos magníficos funerales hechos a un dios muerto.
Primordialmente el estatuto o el régimen ontológico de la revelación inquieta pues

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el pensamiento judío y su problema debería resolverse antes de toda presentación
del contenido de esta revelación.

2. Estructura de una revelación: llamada a la exégesis.

En esta parte nos dedicaremos a exponer la estructura que presenta el contendido


de la revelación en el judaísmo. Ciertas líneas de esta estructura hicieron surgir, en
efecto, el sentido en el cual la trascendencia del mensaje puede ser entendido.
Pienso que este planteamiento será útil, porque las formas de la revelación, tales
como aparecen a los judíos, son mal conocidas para público en general. Paul
Ricoeur ha expuesto magistralmente la organización del Antiguo Testamento
común al judaísmo y al cristianismo. Esto me dispensa, ciertamente, de volver sobre
los diversos géneros literarios de la Biblia: textos proféticos, narración de
acontecimientos históricos fundantes, textos prescriptibles, sapienciales e himnos y
acciones de gracias. Cada género tendría una función y un poder revelador.

Pero, quizás, para la lectura judía de la Biblia estas distinciones no se establecen con
la misma firmeza que en la luminosa clasificación que se nos ha propuesto. Unas
lecciones prescriptibles – sobre todo en el Pentateuco, en la Torah, llamada Torah
de Moisés– tienen, para la relación con Dios, un privilegio en la conciencia judía.
Están en todos los textos, los salmos harían alusión a las figuras y a los
acontecimientos, pero también a los mandatos: “Soy forastero en la tierra, no me
ocultes tus mandamientos”, dice el salmo 119:19. Los textos sapienciales son
proféticos y prescriptivos. Entre los “géneros” circulan pues, en múltiples sentidos,
unas alusiones y referencias mutuas, perceptibles a simple vista.

Otra observación: en todas partes se impone una búsqueda que va más allá del
sentido obvio. Éste es conocido y reconocido, ciertamente, como obvio y, a su
nivel, como plenamente válido. Pero ese sentido es, quizás, menos fácil de
establecer que las traducciones que el Antiguo Testamento no le dejan suponer. Es el
regreso al texto hebraico, a partir de las traducciones, por venerables que sean, que
revela lo extraño o la misteriosa ambigüedad o la polisemia que autoriza la sintaxis
hebraica: las palabras coexisten en vez de subordinarse las unas con las otras, las
unas a las otras, contrariamente a lo que predomina en las lenguas llamadas
evolucionadas o funcionales. El regreso al texto hebraico hace más difícil de lo que
se piensa la decisión sobre la última intención de un versículo, sobre todo, de un
libro del Antiguo Testamento. De hecho, la distinción del sentido obvio y del
sentido a descifrar, la búsqueda de ese sentido oculto y de un sentido todavía más
profundo, que éste contiene en su interior, todo esto esconde la exégesis
específicamente judía de la Escritura. No hay ni un versículo, ni una palabra del
Antiguo Testamento –leída de lectura religiosa, leída a manera de revelación– que
no se entreabra a todo un mundo, primero insospechado, y que engloba lo legible.
“Rabí Aquiba interpretaba hasta adornos de las letras del texto sagrado”, dice el
Talmud. Esos escribas, esos doctores, que se llaman esclavos de la letra, intentaban
sacar de las letras, como sí ellas fueran las alas redobladas del Espíritu, todos los

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horizontes que el vuelo del Espíritu puede abarcar, todo el sentido que esas letras
llevan o el sentido que despiertan. “Dios ha hablado una vez, dos veces, lo he
oído”, este versículo 12 del salmo 62 proclama que unos sentidos innombrables
hacen vivir la Palabra de Dios. Aquel rabino anónimo, en el nombre de este
pluralismo, escruta el versículo mismo que le enseña este derecho de escrutar.
Exégesis del Antiguo Testamento llamada midrach –o búsqueda– o interrogación.
Ella ha estado antes de la búsqueda gramatical, tardó en llegar, pero aunque fue
bien recibida, fue sometida a este desciframiento de enigmas. La diversidad de los
estilos y las contradicciones del texto del Antiguo Testamento no han escapado a
esta atención en vilo. Se hicieron pretextos para nuevos análisis, para unos cambios
de sentido midiendo la agudeza de la lectura. Tal es el peso de la lectura.
Revelación que puede decirse también misterio; no el misterio que dificulta la
claridad, sino el que la llama a una densidad acrecentada .

Pero esta invitación a la búsqueda y al desciframiento –al midrach- es ya la


participación del lector en la revelación, en la Escritura. El lector, a su manera, es
también escriba. Esto nos da una primera indicación sobre lo que se podría llamar el
“estatus” de la revelación: a la vez, palabra llegando de fuera – desde fuera– y
colocando su morada en quien lo recibe. ¿El ser humano no sería más que auditor,
“terreno” único donde la exterioridad llega a mostrarse? ¿Lo personal – es decir el
“de suyo” único– no es necesario a la apertura y a la manifestación produciéndose
desde el exterior? ¿El ser humano como ruptura de la identidad substancial, no es,
de suyo, la posibilidad para un mensaje que llega desde afuera, para no tropezar
con una “razón libre”, sino tomar la figura única que no se reduce a la contingencia
de una impresión subjetiva? La revelación, al llamar al Único en mí, he ahí el
significante propio del significado de la revelación. ¿Todo se pasa como si la
multiplicidad de las personas no fuese el sentido mismo de lo personal? Era la
condición de la plenitud de la “verdad absoluta”, como si cada persona, en su
unicidad, asegurara la revelación de un aspecto único de la verdad, y que algunos
de sus lados no serían jamás revelados si ciertas personas hubiesen faltado en la
humanidad. ¡No es para decir que la revelación se hace de manera anónima en la
historia y que ella encuentra unos soportes¡ Es, al contrario, para sugerir que la
totalidad de lo verdadero está hecho con la ayuda de personas múltiples: la
unicidad de cada escucha lleva el secreto del texto; la Voz de la revelación,
precisamente, desviada por el oído de cada uno. Solo entonces sería necesario el
todo de la verdad. Que la palabra del Dios vivo pueda ser entendida de manera
diversa, no significa solamente que la revelación debe estar dicha a la medida de los
que le escuchan, sino que esta medida la mide: la multiplicación de las personas
irreductibles es necesaria para las dimensiones del sentido; los sentidos múltiples, son
las múltiples personas. Así la revelación se muestra a la exégesis, a la libertad de esta
exégesis, en la participación de aquel que escucha la palabra que se da a entender,
pero también en la posibilidad para la palabra de atravesar los años, de hacer
entender la misma verdad según los diversos tiempos.

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Un texto del Éxodo (28, 15), prescribiendo la confección del Arca santa del
Tabernáculo, previendo el timón para el transporte del Arca, dice: “Mandarás
hacer artísticamente el pectoral de las suertes, de la misma labor que el efod y esto
no lo podrá tocar nadie.” Dicha ley dispone que el Arca esté siempre lists para el
movimiento, no está atada a un punto del espacio o del tiempo, pero en todo
momento es transportable y está lista para ser llevada. Esto notifica también el muy
célebre apólogo talmúdico, contando el retorno de Moisés en la tierra en la época
de Rabí Aquiba. Este texto entra a la escuela del doctor talmúdico, pero no se
entiende la lección del maestro sino que se escucha de una voz celeste que la
enseñanza tan mal entendida viene del maestro mismo: había sido dado a “Moisés
en el Sinaí”. Esta contribución de los lectores, de los auditores y de los alumnos en la
apertura de la revelación. Es esencial a ésta que, como he podido leer recientemente
leer en un libro de un doctor rabínico al final del siglo XVII, la menor pregunta que
un estudiante principiante puede hacer a su maestro, constituye una articulación
ineluctable de la revelación entendida en el Sinaí.

¡Sin embargo en qué radica un tal llamado a la persona en su unicidad histórica, y


desde entonces la exigencia misma de la historia para con la Revelación! Lo que,
fuera de toda “sabiduría” teosófica, significa un Dios personal: ¿un Dios no es
personal, antes de toda otra característica, en la media que Él llama a las personas?
¿en qué se asegura un tal llamado a la diversidad de las personas en contra de un
subjetivismo arbitrario? Pero quizás, por unas razones esenciales, un cierto riesgo de
subjetivismo, en el sentido peyorativo del término, deba él mismo ser buscado por
la verdad...

Esto no significa de ninguna manera, que, en la espiritualidad judía, la revelación se


haya dejado llevar por unos fantasmas subjetivos arbitrarios, que se cuide sin
autoridad y que no esté fuertemente caracterizada. El fantasma no es lo esencial de
lo subjetivo, fue simplemente su subproducto. Sin recorrer a un magisterio, las
interpretaciones “subjetivas” de la revelación judía han podido mantener la
conciencia de unidad de un pueblo, a pesar de su dispersión geográfica. Pero,
además, es lo que permite establecer una discriminación entre la originalidad
personal obtenida de la lectura del libro y el puro juego de fantasmas de amadores
(o de charlatanes). Es una necesaria referencia de lo subjetivo a la continuidad
histórica de la lectura: la tradición de los comentarios no se puede ignorar bajo
pretexto que unas inspiraciones le vienen directamente del texto. Un “cambio”
digno de este nombre no puede deformar esas referencias, como no se puede
deformar la referencia que se hace a la Ley oral.

3. Ley oral y Ley escrita.

La evocación de la Ley oral nos lleva a señalar otro rasgo esencial de la revelación
según el judaísmo: el papel de la tradición oral en el Talmud. Ella se presenta bajo
forma de discusiones entre “doctores rabínicos”. Estas discusiones tuvieron lugar
desde los primeros siglos a.C. hasta el siglo VI de nuestra era. Desde el punto de

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vista de los historiadores, esas discusiones prologan las tradiciones más antiguas
donde el centro de la espiritualidad judía se pasaba del Templo a la casa de
estudios, del culto al estudio. Esas discusiones y esas enseñanzas llevaban
principalmente la parte prescriptiva de la revelación: los ritos, la moral y el derecho,
pero también, todo el universo espiritual de los hombres: filosofía y religión. Pero el
todo está anudado alrededor de lo prescriptivo. La imagen que se construye fuera
del judaísmo (o en el judaísmo desjudaizado), del prescriptivo (que trae de nuevo la
mezquindad del respeto a un reglamento o al “yugo de la ley”), no es una imagen
exacta.

Contrariamente a lo que se piensa a menudo, la ley oral no se reduce, por otra


parte, al comentario de las Escrituras, sea cual sea el papel eminente que sobre este
plan le incumbe. Ella es religiosamente pensada como tónica para una fuente
propia de la revelación sinaítica. He ahí pues una Torah oral, al lado de la Torah
escrita y de autoridad al menos igual. Esta autoridad está reivindicada por el Talmud
mismo, está admitida por la tradición religiosa y es acordada por los filósofos de la
Edad Media sin olvidar a Maimónides. Es para los judíos una Revelación que
complementa el Antiguo Testamento. Ella tiende a enunciar unos principios y a dar
unas informaciones que faltan en el texto escrito que han pasado bajo silencio. Así,
los tanaites o “doctores” los más antiguos del Talmud, cuya generación se termina
al final del siglo II d. C., hablan soberanamente.

La enseñanza oral del Talmud permanece, ciertamente, inseparable del Antiguo


Testamento. Orienta la interpretación. Esta lectura, que escrutar el texto sobre el
modo “literal”, lo describe mejor y con la cual el hebreo original de la Biblia se
presta maravillosamente, es la manera talmúdica. Toda la parte prescriptiva de la
Torah es “reelaborada” por los doctores rabínicos y la correspondiente parte
narrativa es ampliada y esclarecida de una manera propia. De tal manera que es el
Talmud el que permite distinguir la lectura judía de la Biblia de la lectura cristiana o
“científica” de los historiadores y de los filósofos. En suma, el judaísmo es el Antiguo
Testamento, pero a través del Talmud.

El espíritu que guía esta lectura –llamada ingenuamente “literal”– consiste quizás en
realidad en mantener cada texto particular en el contexto del todo. Los
acercamientos que pueden parecer verbales o demasiado apegados a la letra,
representan un esfuerzo en vista a hacer resonar, a propósito de un versículo, sus
“armonías” con otros versículos. Se trata también de mantener los pasajes que
hablan de nuestro gusto de espiritualización y de interiorización, al contacto de los
textos más rudos, para sacar de éstos su verdad verdadera; pero se trata también, en
el prolongamiento de los dichos que pueden parecer severos, de acercar los
impulsos generosos de las realidades duras. El hablar del Antiguo Testamento
desconfía a tal punto de la retórica sin tartamudeo, que su principal profeta tenía
“la boca inepta y la lengua pesada”. Hay sin duda otra cosa que el reconocimiento
de una limitación en este aspecto: hay la conciencia de un kerigma que olvida el
peso del mundo, la inercia del hombre, la sordera de los entendimientos.

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La libertad de la exégesis obliga a esta escuela del Talmud. La tradición impone a
través de la historia no sus conclusiones, sino el contacto de lo que ella acarrea. ¿Es
esto un magisterio? La tradición es quizás la expresión de una vida multi milenaria
que concedió la unidad a los textos –algunos disparates que fueron los orígenes– a
lo mejor creen los historiadores. El milagro de la confluencia, que equivale al
milagro del origen común atribuido a esos textos, es el milagro de esta vida. El texto
está tendido sobre las amplificaciones de la tradición como las cuerdas sobre la
madera del violín. Las Escrituras tienen así un modo de ser muy diferente de la
materia de ejercicio para los gramáticos, enteramente sumisa a los filólogos; modo
de ser tal que la historia de cada escrito cuenta menos que las lecciones que contiene
y que su inspiración se mide por lo que habrá que inspirar. He ahí algunos rasgos de
la “ontología” de las Escrituras.

Decíamos que la Torah oral está consignada por escrito en el Talmud. Esta Torah
oral es pues ella misma escritura. Pero su puesta por escrito es tardía. Ella se explica
por unas circunstancias contingentes y dramáticas de la historia judía, exteriores a la
naturaleza y a la modalidad propia de su mensaje. Sin embargo, la Torah oral
conserva en su estilo, aun escrita, su referencia a una enseñanza oral: la animación
por un maestro dirigiéndose a los discípulos que escuchan cuestionando. Escrita, ella
reproduce las opiniones expresadas en su variedad, en la preocupación de nombrar
a aquél que les dice o les comenta. Ella consigna la multiplicidad de opiniones y el
desacuerdo entre los doctores. El gran desacuerdo que atraviesa todo el Talmud
entre la escuela de Hilel y la escuela de Schamai (del siglo I a. C) se llama discusión o
desacuerdo “para la gloria del Cielo”. A pesar de su preocupación para encontrar un
acuerdo, el Talmud no deja de aplicar el desacuerdo Hilel-Schamai. De las corrientes
de ideas divergentes de las generaciones posteriores a los “doctores” surge la
fórmula muy bien conocida: “Las unas como las otras son palabras del Dios vivo”.
Discusión o dialéctica que queda abierta a los lectores: ellos son dignos de este
nombre si entran por su cuenta en el texto. De tal manera que los textos talmúdicos
se acompañan de comentarios en comentarios, y de discusiones de esos
comentarios. El acto religioso de escuchar la palabra revelada se identifica así con la
discusión que se quiere tener en toda la audacia de su problemática. A tal punto
que, a menudo, los tiempos mesiánicos son designados como la época de las
conclusiones. ¡Lo que no impide tener una discusión sobre este mismo punto! Un
texto de los Berakhoth (64 a) dice: “Rav Hiya bar Achi dice en nombre de Rav : los
doctores no tienen la paz ni en este mundo, ni en el otro, porque está escrito
(Salmo 84,8): caminan de altura en altura, y Dios se les muestra en Sión”. Este
movimiento de altura en altura es soberanamente atribuido por Rav Hiya a los
doctores de la ley. Y el comentador francés del siglo XI, Rachi (cuyas explicaciones
guían a cualquier lector –aun moderno– en el mar del Talmud), añade al comentar:
“Caminan de una casa de estudios a otra y de un problema a otro”. Permanente
hermenéutica de la Palabra, -escrita u oral– descubriendo unos paisajes nuevos,
problemas y verdades encajados los unos dentro de los otros, la revelación se
muestra no solamente como fuente de sabiduría, vía de la liberación y de la

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elevación, sino también como alimento de esta vida y objeto de la propia alegría
del conocer. Al punto que Maimónides ha podido, en el siglo XII, ligar a la
hermenéutica de la revelación con el placer o la felicidad que Aristóteles liga a la
contemplación de las esencias puras en el libro X de Ética a Nicómaco. “Pueblo del
Libro” – por ser tierra de in-folio y de rollos– Israel es también pueblo del Libro en
otro sentido: de libros, se alimenta casi en el sentido físico del término como el
profeta que, en el capítulo III de Ezequiel, traga un rollo. ¡Digestión singular de
alimentos celestes! Esto, como lo hemos dicho, excluye la idea de un magisterio. Las
fórmulas firmes que, a manera de dogmas, volverían a traer a la unidad los rasgos
múltiples, y a veces disparatados, que la revelación deja en la escritura, quitan al
judaísmo su genio. Ningún credo no recoge ni orienta la lectura de los textos, según
el método donde el cambio de la lectura y de las significaciones prestadas a los
versículos sería todavía como vino nuevo echado en odres viejos, que conservaría
las formas antiguas y aun el olor del pasado. La formulación de artículos de fe es en
el judaísmo un género filosófico o teológico tardío. Aparece en la Edad Media, es
decir, después de una vida religiosa ya ordenada, bimilenario. Hay que creer a la
crítica histórica que siempre rejuvenece la espiritualización de los textos aún cuando
ella busca una genealogía anclada en la mística: entre las primeras formulaciones del
credo judío y la expansión del mensaje profético de Israel en el siglo VIII a. C, dos
mil años han pasado ya, más de mil años separaban esas formulaciones de la
clausura del canon bíblico y, muchos siglos, de la puesta por escrito de las
enseñanzas talmúdicas.

4. La Halakha y la Aggada

Si ningún dogmatismo del credo resume el contenido de la revelación, para los


judíos, la unidad de esta revelación se expresa concretamente de otra forma. En
efecto, con la distinción entre revelación escrita y revelación oral, específica del
judaísmo, se cruza la distinción con la cual hemos hecho ya alusión, entre los textos
y las enseñanzas relativas a la conducta y la formulación de leyes prácticas: la
Halakha, la Torah propiamente dicha donde se puede reconocer lo que Ricoeur
calificaba como prescriptivo y, en otra parte, los textos y las enseñanzas, de origen
homilético que, de formas apologéticas, de parábolas y de ampliación de los relatos
bíblicos, representan la parte teológico-filosófica de la tradición que lleva el nombre
de Aggada. La primera da a la revelación judía –escrita u oral– su propia fisonomía
y mantiene la unidad del cuerpo mismo del pueblo judío a través de la dispersión y
la historia. La revelación está cargada de mandatos, de piedad, y es obediente. Pero
una obediencia que, respetando los mandatos, no impide tener una discusión
abierta.

La distinción Ley oral-Ley escrita, de una parte, y la distinción Aggada-Halakha, de


otra parte, constituyen los cuatro puntos cardinales de la revelación judía. Las
motivaciones de la Halakha, quedan, repitámoslo, al estado de discusión. Ella se
mantiene porque, a través de las discusiones sobre las reglas de conducta, todo el
orden del pensamiento está vivo y presente. Es un acceso a lo intelectual a partir de

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la obediencia y de la casuística que ella conlleva. Y esto es muy significativo: el
pensamiento nacido del “prescriptivo” va más allá del “gesto material” por cumplir,
aunque, en plena dialéctica, enuncia también qué conducta se debe tener, que es la
“Halakha”. Decisión que no es, propiamente hablando, una conclusión. Es como si
se apoyara sobre una tradición propia, aunque ésta haya sido imposible sin la
discusión que de ninguna manera anula. Las antinomias de la dialéctica que son
todo el ondeo del “mar del Talmud”, se acompañan de decisiones. Y muy temprano
después de la clausura del Talmud aparecen unos “decisorios” que fijan la Halakha
concreta. Obra de muchos siglos que termina con el código definitivo llamado
“Choulkhan aroukh” –Mesa preparada– donde la vida del fiel está fijada en el más
mínimo detalle.

La revelación judía se apoya sobre la prescripción –sobre la Mitsva– que para san
Pablo era el yugo de la ley. En todo caso, es por la ley que se da la unidad en el
judaísmo, distinta desde el punto de vista religioso, de la unidad doctrinal
cualquiera o que, en todo caso, es la raíz de toda formulación doctrinal. El primer
comentario rabínico de Rachi sobre el Pentateuco, relata el asombro provocado por
el primer versículo de la Torah: ¿por qué empezar por el relato de la creación,
mientras que las prescripciones comienzan en el versículo 2 del capítulo XII del
Éxodo: “Este mes será para ustedes el más importante, el primer mes del año?” ¡El
comentador se esfuerza en explicar el valor religioso del relato de la creación! Es la
práctica la que hace la unidad del pueblo judío. En el judaísmo actual, esta unidad
es todavía activa por la conciencia de su antigüedad venerable aun cuando la ley
propiamente dicha no es respetada. Así se debería afirmar que de esta unión de los
judíos con la ley observada en el pasado por todos se alimentan los demás judíos
despegados de la tradición judía, esto lo hacen porque se sienten solidarios del
destino judío. Conviene finalmente subrayar que, con el cumplimiento de los
mandatos, se iguala, por su valor religioso, el estudio de los mandamientos –el
estudio de la Torah, es decir, la recuperación de la dialéctica rabínica– como si el
hombre, en este estudio, estuviera en un contacto místico con la voluntad divina
misma. El mayor acto de la práctica de las “prescripciones”, la prescripción de las
prescripciones que les vale todas, es el estudio mismo de la ley (escrita u oral.)

Al lado de esos textos de la Halakha que acabamos de citar, están también los
apologéticos y las parábolas llamadas Aggada que constituyen la metafísica y la
antropología filosófica del judaísmo. Se alternan, en los textos talmúdicos, con la
Halakha. Están consagrados a la Aggada unos relatos especiales –antiguos y de
cualidad diversas– pero sobre los cuales, y sin tener ninguna conciencia de la
perspectiva histórica, ha vivido el judaísmo unido por la Halakha. Para el
conocimiento del sistema de pensamiento sobre el cual el judaísmo ha vivido como
unidad su integridad religiosa durante siglos (no para el conocimiento de su
formación histórica), hay que considerar como simultáneos esos textos de época
diversas. La obra lúcida de los historiadores y de los críticos judíos y no judíos
pierde su significación espiritual en las horas críticas que suenan frecuentemente,
durante dos mil años, para el judaísmo post-exílico. Lo que hemos llamado

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anteriormente el milagro de la confluencia, toma una voz que de repente se
reconoce y repercute en una sensibilidad y un pensamiento que le entienden como
si le esperaran.

5. El contenido de la Revelación.

Pero hemos hablado hasta ahora de la forma o de la estructura de la revelación


según el judaísmo, sin decir nada de su contenido. No se trata de intentar una
dogmática a la cual resistieron los filósofos judíos de la Edad Media. Queremos, de
una manera empírica, enumerar algunas relaciones que se establecen entre Aquel
que la Biblia lleva su mensaje, de una parte, y el lector, de otra parte, cuando
consiente tomar como contexto del versículo examinado el todo del texto bíblico:
es decir cuando él lee a partir de la tradición oral.

Será sin duda una invitación para seguir en todo el camino más alto, de tener
fidelidad sólo con el Único, de desconfiarse del mito por el cual se impone el hecho
cumplido, el fastidio de la costumbre y de la patria y el Estado maquiavélico y sus
razones de Estado. Pero seguir al más Alto, es saber también que nada es superior al
acercamiento del prójimo, tener compasión por la “viuda y el huérfano, el
extranjero y el pobre” y que ningún acercamiento, con las manos vacías, no es
acercamiento. Es en la tierra entre los hombres que se desarrolla también la
aventura del Espíritu. El traumatismo que fue esclavitud en el país de Egipto
constituye mi humanidad, esto me acerca a todos los problemas de los condenados
de esta tierra, de todos los perseguidos, como si, en situación de esclavitud, yo
rezara, y como si este amor por el extranjero fuera ya la respuesta que me ha dado
a través de mi corazón de carne. En mi responsabilidad para el otro hombre reside
mi unicidad misma; no sabría yo descargarme sobre nadie, como no sabría hacerme
reemplazar por la muerte: la obediencia al más Alto significa precisamente esta
imposibilidad de ocultarme; por ella, mi en mí mismo es único. Ser libre, es hacer lo
que nadie puede hacer en mi lugar. Obedecer al Altísimo es ser libre.

Pero el hombre es también la irrupción de Dios en el ser o el estallido del ser hacia
Dios: el hombre es ruptura del ser donde produce el darse las manos llenas en lugar
de luchas y rapiñas. De ahí, la idea de elección que puede deteriorarse en orgullo
pero que originariamente expresa la conciencia de una asignación irrecusable donde
vive la ética y por la cual lo irrecusable de la asignación aísla al responsable.
“Solamente a ustedes conocí entre todas las familias de la tierra, por eso los visitaré
por todas sus culpas” (Amós 3,2). El hombre es interpelado en el juicio de la justicia
que reconoce esta responsabilidad; la misericordia, el estremecimiento de las
entrañas uterinas , donde el otro está en gestación en sí mismo, la maternidad en
Dios, si se puede decir, atenúa los rigores de la Ley (sin suspender en principio; de
hecho, ella puede ir hasta suspender); el hombre puede lo que debe: podrá
dominar las fuerzas hostiles de la historia y realizar un Reino mesiánico anunciado
por los profetas. La espera del Mesías es la duración misma del tiempo; o la espera
de Dios, pero la espera no testifica la ausencia de “Godot” que no llega nunca, sino

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la relación con lo que no se puede entrar en el presente, el cual es demasiado
pequeño para el Infinito.

Pero es quizás en un ritualismo que arregla todos los gestos de la vida cotidiana –en
el famoso “yugo de la Ley” – que reside el aspecto más característico de la difícil
libertad judía: en el ritual, no hay nada de numinoso, ninguna idolatría; es una
distancia tomada en la naturaleza con respecto de la naturaleza, y puede ser así
precisamente la espera del Altísimo que es una relación –o, si se quiere, una
consideración– a Él: una consideración al más allá que engendra aquí el concepto
mismo del más allá.

II. El hecho de la revelación y el entendimiento humano

Una pregunta fundamental para empezar: ¿cómo un judío podría “explicar” el


hecho de la revelación en su conjunto, que la tradición le presenta como algo que
viene desde fuera del orden del mundo? A esta pregunta se puede encontrar algo de
respuesta con la exposición del contenido y, sobre todo, de la estructura de la
revelación que hemos presentado hasta ahora.

1. Algunos datos.

Nos detendremos por un momento en el sentido literal. He aquí algunas


anotaciones significativas. La Biblia misma nos cuenta lo sobrenatural de su origen.
Ha habido unos hombres que escucharon la voz celeste. También Ella pone en tela
de juicio a los falsos profetas. De manera que la profecía se desconfía de la profecía
y corre un riesgo el que se apega a la revelación. Ahí hay un llamado a la vigilancia
que, sin duda, pertenece a la esencia de la revelación: ella no se separa de la
inquietud. Otro punto importante: en Deuteronomio 4:15 la epifanía sinaítica dice:
“Tengan mucho cuidado: puesto que no vieron figura alguna el día en que Yahvé
les habló en el Horeb de en medio del fuego”. La revelación es un decir que resalta,
sin mediación, la fidelidad de la relación entre Dios y el hombre. En Deuteronomio
5,4 se puede leer: “Cara a cara les habló Yahvé”. Expresiones que ayudarán más
tarde a los doctores rabínicos a conferir la dignidad profética a todos los israelitas
presentes en el Monte Sinaí y, así, a sugerir que, en primer lugar, el espíritu humano,
como tal está abierto a la inspiración: que el hombre como tal es posiblemente
profeta. Se puede leer también Amós 3, 8: “Habla el Señor Yahvé, ¿quién no
profetizará?”. Ya en el alma humana reside la receptividad profética. ¿La
subjetividad, con su posibilidad de obedecer, no es acaso la ruptura misma de la
inmanencia? Pero el maestro de la revelación insiste en el texto del Deuteronomio
sobre el hecho de que la revelación es palabra y no imagen ofrecida a los ojos. Y si
en la Escritura las palabras que designan la revelación son prestadas a la percepción
visual, el aparecer de Dios se reduce a un mensaje verbal (Davar Elokhim) que, más
a menudo, es una orden. Así, el mandato, más bien que la narración, constituye el
primer movimiento hacia el entendimiento humano; es de suyo, el comienzo del

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lenguaje. El Antiguo Testamento confiere a Moisés el título de ser el más grande de
entre los profetas. Moisés ha tenido un trato directo con Dios, llamado “cara a
cara” (Éxodo 33, 11) y, sin embargo, la visión del rostro divino le es negada. En
efecto, según Éxodo33, 23, Moisés ha podido ver sólo las “espaldas” de Dios. No
resultad sin interés, para la comprensión del espíritu mismo del judaísmo, decir la
manera en que los doctores rabínicos interpretaron este texto sobre la epifanía: las
“espaldas” que Moisés ve cuando pasaba la gloria divina, fue el nudo formado por
las correas de unas filacterias sobre la nuca divina. ¡Una enseñanza prescriptiva! Es
tan cierto que la revelación entera se anuda alrededor de la conducta ritual
cotidiana. Y en la medida en que ese ritualismo –suspendiendo la inmediatez de las
relaciones con lo dado de la naturaleza– condiciona, contra la espontaneidad ciega
los deseos, la relación moral con el otro hombre, se hallará confirmada la
concepción según la cual se recibe a Dios cara a cara con el prójimo y en la
obligación con respecto al prójimo. El Talmud mantiene el origen profético y verbal
de la revelación, pero insiste en la importancia de aquel que escucha. Como si la
revelación fuera un sistema de signos que el auditor interpreta y, en este sentido, ya
es entregado a él. La Torah no está más en el cielo, ha sido entregada: desde ahora
se dispone de ella. Un apartado célebre del Tratado Baba Metsia (59 b) es, sobre
este punto, significativo: Rabí Eliezer, en desacuerdo con sus compañeros sobre el
problema de la Halakha, fundamenta su opinión sobre milagros y finalmente por
una voz o un eco de voz celeste. Sus colegas rechazaron su argumento bajo pretexto
de que la Torah celeste está, desde el Sinaí, en la Tierra y llama a la exégesis del
hombre en contra de la cual los ecos de las voces celestes no pueden hacer nada. El
hombre no debería ser un “ente” entre los “entes”, como simple receptor de
informaciones sublimes. Él es, a su vez, aquél a quien la palabra se dice, pero
también aquél por quien hay revelación. El hombre sería el lugar donde pasa la
trascendencia, aun cuando se le pueda decir ser-ahí o Dasein. Quizás todo el
estatuto de la subjetividad y de la razón debe ser revisado a partir de esta situación.
El sabio –o el doctor o el hombre de la razón– con su propia manera de inspirar,
continúa la obra de los profetas en el acontecimiento de la revelación, el Hakham,
porque es portador de la enseñanza oral. Es estudiante y docente, llamado a veces
de manera sugestiva Talmid-hakham: discípulo de sabio o discípulo-sabio, que
recibe, pero escudriñando lo recibido. Los filósofos judíos de la Edad Media,
particularmente Maimónides, hacen remontar la revelación a sus dones proféticos.
Pero, en vez de pensarlos desde la heteronomía de la inspiración, les dan diversos
grados de facultades intelectuales conocidas de Aristóteles. El hombre maimonidiano
–como el hombre aristotélico– es un “ente” que está en su lugar en el cosmos, él es
una parte del ser que no sale fuera del ser, donde no se produce de ninguna manera
la ruptura del Mismo. La trascendencia radical de la idea de inspiración y todo el
traumatismo de la profecía parecen estar incluidos en los textos bíblicos.

2. Revelación y obediencia.

Llegamos finalmente al problema principal. No es ciertamente un problema


apologético que pide la autentificación de los diversos contenidos revelados,

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confesados por las religiones reveladas. El problema reside en la posibilidad de una
ruptura del orden cerrado a la totalidad: del mundo, o de la auto-suficiencia de su
correlativo: la razón, ruptura que se da a causa de un movimiento proveniente de
fuera, pero ruptura que, paradójicamente, no alienaría esta auto-suficiencia racional.
Si la posibilidad de una tal fisura en el núcleo de la razón pudiese ser pensada, la
parte más importante del problema estaría resuelta. ¿Pero la dificultad no proviene
de nuestra costumbre de entender por “razón”, el correlativo de la posibilidad: un
pensamiento igual a su estabilidad y a su identidad? ¿Puede ser de otro modo? ¿Se
puede buscar un modelo de inteligibilidad en algún traumatismo de la experiencia
donde la inteligencia se rompa, afectada por lo que desborda su capacidad?
Ciertamente no. Salvo, sin embargo, si se trata de un “tú debes” que no toma en
cuenta de lo que “tú puedes”. ¡Aquí, el desbordamiento no es insensato! ¿Dicho de
otro modo, la racionalidad de la ruptura no es ella la razón práctica? ¿el modelo de
la revelación no es acaso ético?

Me pregunto entonces, si el carácter primordial es “prescriptivo”, donde, en el


judaísmo el todo de la revelación (aun el narrativo) se anuda según la enseñanza
escrita (Pentateuco) y la enseñanza oral; si el hecho de que el modo de acoger lo
revelado es obediencia, como está en la fórmula del Éxodo24, 7: “Obedeceremos y
haremos todo cuanto ha dicho Yahvé”. La anterioridad del término que evoca la
obediencia a aquel que expresa el entendimiento, pasa a los ojos de los doctores del
Talmud por mérito supremo de Israel, por una “sabiduría de ángel”. Todo esto no
indica “la racionalidad” de una razón que se centra menos sobre ella que la razón
de la tradición filosófica. Racionalidad que no aparecería como la de una razón “en
descenso”, pero sería precisamente comprendida en su plenitud a partir de la
irreductible “intriga” de la obediencia. Obediencia que no lleva consigo un
imperativo categórico o una universalidad, sino que se halla bruscamente a punto
de dirigir un querer; obediencia que hace referencia al amor al prójimo: al amor sin
eros, sin complacencia para sí y, en este sentido, al amor obedecido o a la
responsabilidad para con el prójimo, a la toma sobre sí del destino del otro o a la
fraternidad. ¡La relación con el otro hombre situada al principio! Hacia ella, por
una deducción regular o irregular, a partir de la máxima universalidad, se precipita
Kant mismo en el enunciado de la segunda fórmula del imperativo categórico. La
obediencia se concretiza en la relación con el prójimo, indica una razón menos
centrada que la razón griega, esta razón siendo ella la Ley del Mismo.

La subjetividad racional que nos ha sido legada por la filosofía griega –y no empezar
con este legado no significa que se le rechaza– no incluye la pasividad que, en otros
ensayos filosóficos, he podido identificar con la responsabilidad para con el
prójimo. Responsabilidad que no es una deuda limitada por la extensión de un
compromiso activamente tomado, porque de tal deuda se cumple pues lo que, para
un pensar sin compromisos, no se cumple nunca para con el prójimo.
Responsabilidad infinita y responsabilidad a pesar mío, no-escogida: responsabilidad
de rehén.

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A partir de la responsabilidad no se trata, ciertamente, de deducir el contenido
concreto de la Biblia: Moisés y los profetas. Se trata de formular la posibilidad de
una heteronomía excluyendo la esclavitud, una escucha razonable, una obediencia
que no perturba a aquel que escucha, y de reconocer en el modelo ético de la Biblia
la trascendencia del entendimiento. Esta apertura sobre una trascendencia
irreductible no puede producirse en la solidez y la positividad de la razón que reina
en nuestra función filosófica, que es comienzo de todo sentido, al cual todo sentido
debe volver para asimilar al Mismo, a pesar de las apariencias que él puede tomar
por ser llegado de fuera: la razón donde nada puede provocar la fisión en la solidez
de un pensamiento pensando en correlación con la positividad del mundo,
pensando a partir del gran reposo cósmico. De un pensamiento inmovilizando su
objeto en el tema, pensando siempre a su medida: pensando al saber. Me he
preguntado, si esta razón cerrada en desmesura a la trascendencia llega a expresar la
irrupción del hombre en el ser o la interrupción del ser por el hombre o, más
todavía, la interrupción de la pretendida correlación y del ser en la esencia en la
cual se muestra la figura del Mismo; si la inquietud del Mismo por el Otro, no es el
sentido de la razón, de su racionalidad misma. Tal inquietud del hombre por el
Infinito de Dios que él no sabría contener, pero que le inspira –inspiración que es el
modo originario de la inquietud, inspiración del hombre por Dios que es la
humanidad del hombre– la “desmesura en el infinito”, ha sido posible gracias al
“Aquí estoy” del hombre acogiendo al prójimo. La inspiración no tiene su modo
original en al escucha de una musa que dicta unas canciones, sino en la obediencia al
Altísimo como relación ética para con el prójimo.

Lo hemos dicho desde el comienzo: nuestra búsqueda se centra sobre el hecho de la


revelación, sobre una relación con la exterioridad que, contrariamente a la
exterioridad del hombre, no hace de la interioridad un simple contenido, sino que
la deja “no contenible”, infinita, y sin embargo en relación. Que esta relación pueda
encontrar un modelo en la no-indiferencia para con el prójimo, en una
responsabilidad para con él, que precisamente en esta relación el otro se haga mío:
designado sin dificultad posible, elegido, único, no-intercambiable y, en este
sentido, libre . He ahí el camino que tomaría para resolver la paradoja de la
revelación: la ética es el modelo a la medida de la trascendencia y es solamente
como kerigma ético que la Biblia es revelación.

3. La racionalidad de la trascendencia.

La apertura a la trascendencia, tal como se muestra en la ética, no significa una


racionalidad menor. La teología racional es una teología del ser donde lo racional
equivale al Mismo en su identidad, sugerido por la clausura o la positividad de la
tierra firme bajo el sol. Ella pertenece a la aventura ontológica que viven Dios y el
hombre de la Biblia –comprendida a partir de la positividad del mundo- hacia la
“muerte” de Dios y hacia el fin de la humanidad del hombre. La noción de la
subjetividad coincide con la identidad del Mismo y su racionalidad significa el enlace
de lo diverso del mundo con la unidad de un orden, no dejando nada fuera; orden

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producido o reproducido por el acto soberano de la síntesis. La idea de un sujeto
pasivo y, en la heteronomía de su responsabilidad para con el prójimo, sujeto
diferente de los demás, es difícil. El sujeto que no se retorna a sí mismo, que no
vuelve a juntarse para instalarse, triunfando, en el descanso absoluto de la tierra
bajo la bóveda del cielo, es desfavorablemente un tratado de subjetivismo
romántico. El no-descanso, la inquietud, la pregunta, la búsqueda, el Deseo pasan
por un descanso perdido, por una ausencia de respuesta, por una privación – por
una pura insuficiencia de identidad, por no ser igual a sí. Nos preguntamos si la
revelación no lleva precisamente a pensar lo desigual, a la diferencia, de la
irreductible alteridad, “no-contenible” en la intencionalidad gnoseológica, al
pensamiento que no es un saber, pero que, rebosando de saber, está en relación con
el Infinito o con Dios. Si la intencionalidad que, en la correlación noético-noemática
piensa “a su medida”, no es, al contrario, un psiquismo insuficiente, más pobre que
la pregunta, la cual, en su pureza, es un pedido hecho al otro. Y así, si la búsqueda,
el deseo y la pregunta, lejos de saciar la necesidad, no son el estallido del “ más en
el menos” que Descartes llamaba idea del Infinito, psiquismo más despierto que el
psiquismo de la intencionalidad.

La revelación –tal como se describe a partir de la relación ética y donde la relación


con el prójimo es una modalidad de la relación con Dios– denuncia la figura del
Mismo y del conocer como pretensión de ser el único lugar de la significación. Esta
figura del Mismo, este conocer, es nada más que un cierto nivel de la inteligencia
donde ella se adormece, se enriquece en la presencia satisfecha de su lugar y donde
la razón siempre es atraída por la búsqueda del descanso, del sosiego, de la
conciliación, los cuales implican la ultimidad o la prioridad del Mismo, quien se
abstiene ya de la razón viva. No es que la falta de plenitud, la no-adecuación a sí
valga más que la coincidencia. Si se tratara del sí en su substancialidad, la igualdad
valdría mejor que la falta. No es el ideal romántico de la insatisfacción que trata de
hacer preferir a la plena posesión de sí. ¿Pero en la posesión de sí el Espíritu se
acaba? ¿No hay un lugar dónde pensar una relación con otro que valga mejor que
la posesión de sí? ¿Una cierta manera de perder –“perder su alma”– no significa una
comparación a lo que es más, o mejor, o más alto que el alma? Es quizás en esta
comparación que las nociones mismas del mejor o del alto se articulan solamente
como un sentido y una búsqueda, deseo y pregunta valen así mejor que posesión,
satisfacción y respuesta.

Allende la conciencia que es igualdad a sí –o búsqueda de esta igualdad por la


asimilación del Otro– ¿no hay que meter en valor una comparación al otro en su
alteridad que no puede producirse a manera de un despertar por Otro del Mismo
adormece en su identidad? ¿Y la obediencia no es ella la modalidad de este
despertar? ¿Y no se puede pensar la conciencia, en adecuación a ella misma, como
modalidad o modificación de este despertar, de este estar molesto, del Mismo por
el Otro, en su diferencia? ¿ La revelación –más que un saber recibido– no puede ser
pensada como este despertar?

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Estas preguntas conciernen lo último y ponen en tela de juicio la racionalidad de la
razón y la posibilidad de lo último. ¿No hay petrificación en la identidad del Mismo
al cual el pensamiento aspira como a un reposo? El otro es pensado abusivamente
como adversario del Mismo, su alteridad invita no a un juego dialéctico, sino a
poner una pregunta incesante, sin ultimidad, por la prioridad y de la inquietud del
Mismo. El “prescriptivo” de la revelación judía, en su obligación impagable, ¿no es
la modalidad misma? Obligación impagable, quemadura que no deja ceniza que
sería todavía, substancia que reposa sobre ella misma; siempre estallido del
“menos”, incapaz de contener al “más” que contiene: a manera de “uno para el
otro”. Siempre que signifique aquí, en su sentido natal de grande paciencia, de su
dia-cronía, de su trascendencia temporal. Desilusión siempre más profunda y, en
este sentido, la espiritualidad del espíritu en la obediencia. Bajo su manifestación en
lo Dicho, de ahí las preguntas. ¿Pero la trascendencia como tal puede convertirse en
respuestas sin perderse en respuesta en esta mutación? Y la pregunta –que es
también un poner una cuestión– ¿no es ella lo propio de la voz que manda en el
más allá?

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