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I.
A pesar de que las ideas de conflicto, diferencia o enemistad siempre han estado de
alguna forma presentes en el pensamiento sobre la política, e incluso algunos autores
ya clásicos –como Maquiavelo- le han otorgado lugares de privilegio en la jerarquía de
sus conceptos centrales, tradicionalmente se ha tendido, desde la filosofía al menos, a
privilegiar el pensamiento de lo contrario a esas nociones, es decir, a buscar las bases,
las condiciones, los fundamentos de un consenso, de un orden al que se consideró
posible y deseable, y en justificación del cual se han ocupado, desde todos los ángulos
posibles, las mayores tradiciones de la disciplina. De esta manera, el conflicto, las
diferencias irreconciliables y las innumerables imposibilidades correlativas a esas
oscuras dimensiones de la esfera política se han asumido tradicionalmente como
índices de lo que permanece todavía irresuelto, de lo que aún debe ser sometido a una
revisión cuidadosa, en busca de un conocimiento que nos permita reducir tales
problemas a un esquema de ordenamiento y resolución. Por supuesto que, como
cualquier imagen general de este tipo, es posible encontrar contraejemplos o recordar
autores conscientes del estatus del conflicto y la imposibilidad como características
más o menos indisociables de la naturaleza humana, pero en líneas generales y
pensando en tradiciones culturales y conceptuales capaces de conglomerar esfuerzos y
perspectivas comunes a una época, se puede decir que el conflicto fue el enemigo a
vencer del pensamiento filosófico acerca de la política.
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Múltiples son las formas de describir esta situación del concepto de política, situación
que supone una tensión irresoluble entre esa concepción tradicional como búsqueda
de un orden y la nueva certeza de la imposibilidad de erradicar por completo la
subsistencia de un resto inasimilable y siempre exterior. En la introducción de su libro
Política y Tragedia, Eduardo Rinesi revisa una diversidad de formulaciones para este
problema de la tensión interna o la polisemia constitutiva de la palabra política, que
refiere tanto a un momento institucional, de poderes administrativos constituidos –o
momento hobbesiano- como a un momento de acción política, constituyente y de
impugnación –al que Rinesi llama momento maquiaveliano-. Esta distinción analítica
entre los momentos de la política (distinción analítica porque la palabra “política”, bien
comprendida, comportaría ambos polos a la vez, y en esa especie de ambigüedad
radicaría precisamente su valor) se manifiesta también, entre otras instancias, en la
diferencia entre la filosofía política, que busca el orden y el cierre sistemático desde la
teoría, versus la práctica política que se basa en la irrupción escandalosa que violenta y
desgarra un orden previo, o las diferencias entre policía y política, identidad y
diferencia, necesidad e imposibilidad, universalidad y particularidad, o dialéctica y
pensamiento trágico. Una de las tantas virtudes de la introducción a este texto, y su
desarrollo posterior, que nos sirve aquí de guía, radica precisamente en parangonar
diferentes expresiones del problema, diferentes oposiciones por las cuales pasa el
problema de fondo que está afectando al concepto de política, y en cuyo transcurso va
construyéndose, así como justificando su innegable urgencia.
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palabra “política”, y el tema mayor de la relación aporética entre lo necesario y lo
imposible. No es casual, en este sentido, la constante referencia a Derrida y el aún más
numeroso recurso a la teoría de la hegemonía de Laclau, que todos conocemos bien y
en torno de la cual se producen numerosas filiaciones conceptuales y teóricas de todo
tipo, pero siempre referentes a este problema de la tensión constante e imposible de
relevar entre la cadena de analogías nucleadas por el polo de universalidad y la cadena
“suplementaria” nombrada aquí por la particularidad.
II.
Como he dicho, creo que este sumario diagnóstico acerca del peso de tal problema –el
de la aporía entre imposible y necesario, que afecta aquí al concepto de política- ya es
suficiente para indicar una imposición propia de nuestra situación teórica, señalar una
constricción y una responsabilidad que debemos asumir ya que es propia de nuestro
estado de la cuestión. No podemos pensar más por fuera de estas nuevas condiciones
del problema. Esto equivale a decir que no podemos suscribir ya a filosofías políticas
de corte tradicional, que buscan generar unos principios o fundamentos para erigir o
justificar la existencia de ciertas instituciones de ordenamiento político y propiciar así
una administración burocrática y reductora del conflicto. En otras palabras, y esto es
sólo una formulación más, que debe ser complementada por muchas otras
constricciones paralelas, no podemos pensar como si la teoría de la hegemonía no
hubiera sido desarrollada. Debemos, más bien, comenzar a pensar a partir de ella. Esta
teoría y los pensamientos sobre la política coherentes con ella, ya sean antecedentes o
subsidiarios, son nuestra base obligada. Esto no quiere decir que dicha teoría y
aquellas que comparten un parecido de familia, o que son pasibles de una gran
sustitución metonímica que va iluminando otras aristas del problema, no sean todavía
objetos de un estudio crítico y estén allí esperando por nuestras lecturas y nuestras
propuestas para desarrollarlas y afinarlas cada vez más.
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tenemos un aporía entre lo necesario y lo imposible, entre el derecho y la justicia, y
entre cada una de las oposiciones posibles, que se presentan como otros tantos
nombres de la aporía. La aporía no nos deja pasar.
Sin embargo, y luego de haber atravesado y estar atravesando una época dedicada
mayormente a subrayar insistentemente y según mil formulaciones distintas esta
imposibilidad, que es uno de los polos de aporía –y que es el que resulta más novedoso
y liberador si lo ponemos en contraste con la filosofía política tradicional -, nos queda
aún el otro polo, el polo de la necesidad, de la necesidad de decisión que Derrida ha
caracterizado, por ejemplo, como una “urgencia que obstruye el horizonte del saber”3.
Esta urgencia nos exige seguir pensando, y esta continuación del pensamiento tiene
como condición previa el reconocimiento del problema de la aporía y el esfuerzo por
entender este problema en su entera dimensión. Porque a veces parece que
quedamos atrapados en una interminable reformulación del problema aporético,
reformulación que no sólo se extiende en la forma de un desmontaje de cada
oposición particular, en un análisis de sus contextos de surgimiento y sus
consecuencias –trabajos genealógicos sumamente útiles y necesarios-, sino que suele
privilegiar al mismo tiempo, por la propia función crítica que lo motiva, el polo de
imposibilidad. Corremos el riesgo, así, de reformular perpetuamente el problema de la
aporía como si sólo de imposibilidad se tratase, nos obsesionamos con la indecibilidad
–para seguir parafraseando a Derrida-, pero de esa forma acallamos por completo la
urgencia que nos exige, al mismo tiempo, decidir. Olvidar la exigencia de decisión en
este marco de indecibilidad, o pensar en base a un privilegio del polo de imposibilidad
por sobre el de necesidad, supone en cierto modo distorsionar el particular alcance del
problema de la aporía, o de la teoría de la hegemonía, y con ello, perder la orientación
que nos dibujan las constricciones y las responsabilidades de nuestra época y de
nuestro estado de la cuestión.
3
Cf. Derrida, J., Fuerza de Ley, el fundamento místico de la autoridad, Tecnos, Madrid, 1997, pp. 52-67.
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en definitiva, deberá pedir permiso a estas constricciones actuales sobre el significado
de la palabra política y a las relaciones aporéticas entre universalidad y particularidad.
Y proponemos esta actitud en la forma de un como si, de un apuntar hacia, o de una
esperanza en la capacidad performativa de nuestro lenguaje y nuestras acciones –
quizás algo similar a lo que Derrida ha llamado en sus últimos trabajos una fe en la
razón-. Sabemos también que, en última instancia, cada construcción violará muchos
preceptos de este nuevo conocimiento sobre la noción de política, pero de seguro
algunas identidades o instituciones lo harán menos que otras o de manera más
justificable. Ahí, en esa justificación posible, reside un enorme problema. Pero no
podemos permitir que esa dificultad (o radical imposibilidad) nos deje helados y
estáticos. Debemos redireccionar esa imposibilidad en la forma de un desafío que nos
permita reiniciar el movimiento y abrir-paso ante el no-camino de la aporía.
Porque, en definitiva, dicha capacidad de construir nos es exigida, no sólo por la época,
sino por la actividad que desempeñamos, y que, en algún punto, nos pide
comunicarnos con los problemas concretos, prácticos, diarios, y con un conjunto de
intuiciones comunes y ampliamente arraigadas en las sociedades contemporáneas, en
el marco de las cuales, y no por fuera o por encima de ellas, pensamos todavía ese
esquivo objeto que llamamos política. Es decir, como filósofos, o como intelectuales de
cualquier tipo (aunque personalmente no suscribo con especial fuerza este supuesto
status), no podemos desviar el camino demasiado lejos de esas intuiciones comunes
que nos hacen parte de una comunidad y que sostienen cierto vínculo que es el que
dota de sentido a nuestro trabajo. No podemos quedarnos para siempre en una
discusión dentro de los límites de un lenguaje privado. Esto supone, por supuesto, una
forma de entender la actividad filosófica, que no deja de ser una forma entre otras,
pero que justamente por eso me parece legítima y genera legítimas coerciones a la
actividad, tal como la concibo y puedo practicarla yo.
III.
Para finalizar, indicaré sintéticamente el camino por el que transita en este momento
mi proyecto de doctorado, y que está relacionado a esta necesidad de un pensamiento
post-aporético. Necesariamente será insuficiente e incompleto, pero quizás ilustre una
posibilidad para concretar las ideas expuestas más arriba.
Siendo Derrida el filósofo que más tiempo he dedicado a estudiar de entre los que
abordan el tema de las oposiciones y su relación finalmente aporética, me ha
interesado volver a leer a Kant, filósofo que Derrida rescata en Canallas, uno de sus
últimos textos. Y no es otro que Kant el que nos habla, doscientos cincuenta años
atrás, de la aporía, con todas sus características contemporáneas (de hecho, con más
características de las que podemos aceptar hoy por hoy). Específicamente, la
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antinomia de la razón pura, tercero de los paralogismos trascendentales de la razón,
en que Kant demuestra la imposibilidad de decidir –ya que ambas tesis son
justificables en teoría y vedadas a un contraste en la experiencia- entre la total
determinación por las leyes naturales, de una parte, y la libertad de la voluntad como
motivo generador de acontecimientos (si bien Kant no utiliza esta última idea, tan
contemporánea). Ante la imposibilidad de elección, Kant privilegia la idea de libertad, o
decide hacer como si (als ob) esta solución de la antinomia fuera la correcta, en
atención a su potencial performativo y a las posibilidades que esta elección deja
abiertas para la construcción de una filosofía práctica (que retrospectivamente se
concebirá como anterior y como causa de esa elección, capaz de abrir un camino ante
la situación aporética de la antinomia, además de la coherencia que dicho paso supone
para la vocación original de la razón, que es la síntesis de los principios de la razón pura
que se eleva hasta lo incondicionado).
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parecer, con el fin de reconstruir, ya sin pretensiones fundamentalistas ni de necesidad
o deber, al menos alguna solución o intento de solución al caudal de problemas
urgentes que tenemos encima de nuestra cabeza, y de los que nos mantenemos
lamentablemente alejados cuando nos limitamos a resumir una filosofía como, por
ejemplo, la de Laclau, que es una herramienta esclarecedora y necesaria, pero que
quiero pensar como propedéutica y escudo para un avance que ella misma, de alguna
manera, nos exige.