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En éste y siguiente post, y continuando con La pasión…, he seleccionado fragmentos

relacionados con la ciencia moderna. Los descubrimientos de principios del siglo XX


dieron al traste con la visión estrictamente mecanicista y determinista del cosmos
cartesiano-newtoniano, hasta el punto de cuestionar la convicción, heredada de la Grecia
clásica, de que el mundo estaba ordenado de un modo claramente accesible a la inteligencia
humana; Occidente volvía a perder su fe, esta vez no en la religión, sino en la ciencia, en la
razón humana autónoma.

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Para la mentalidad moderna, la ciencia era la disciplina que presentaba la descripción más
realista y fiable del mundo, aun cuando dicha descripción se limitara al conocimiento
«técnico» de los fenómenos naturales y a pesar de sus implicaciones existencialmente
disyuntivas. Pero hubo en el siglo XX dos desarrollos que cambiaron radicalmente el
estatus cognitivo y cultural de la ciencia: uno, teórico e interno a la propia ciencia; el otro,
pragmático y externo.

En primer lugar, la cosmología clásica cartesiano-newtoniana se fue debilitando


paulatinamente hasta terminar por hundirse de manera dramática bajo el impacto
acumulativo de diversos y asombrosos desarrollos de la física. Las certezas de la ciencia
moderna clásica, que llevaban ya tanto tiempo establecidas, fueron radicalmente minadas:
primero, a finales del siglo XIX, por la investigación de Maxwell en campos elec-
tromagnéticos, el experimento de Michelson-Morley y el descubrimiento de la
radiactividad que realizó Becquerel; y luego, a comienzos del siglo XX, por la
identificación de los fenómenos cuánticos por parte de Planck y por las teorías de la
relatividad -especial y general- de Einstein, que culminaría en 1920 con la formulación de
la mecánica cuántica por parte de Bohr, Heisenberg y sus colegas. A finales de la tercera
década del siglo XX, casi todos los postulados más importantes de la concepción científica
anterior se habían controvertido: los átomos como bloques sólidos, indestructibles y discre-
tos de la naturaleza; el espacio y el tiempo como absolutos independientes; la causalidad
estrictamente mecanicista de todos los fenómenos, y la posibilidad de observación objetiva
de la naturaleza. Transformaciones tan fundamentales en la imagen científica del mundo no
podían dejar de resultar desconcertantes, en especial para los propios científicos. En-
frentado a las contradicciones observadas en los fenómenos subatómicos, Einstein escribió:
«Todos mis intentos por adaptar los fundamentos teóricos de la física a este conocimiento
han fracasado por completo. Es como si la tierra se abriese bajo nuestros pies, sin que haya
por ninguna parte un fundamento firme sobre el que construir algo». En términos análogos,
Heisenberg advirtió que «los fundamentos de la física han comenzado a moverse [y] su
movimiento ha creado la sensación de que la ciencia se quedaría sin base de sustentación».

El desafío a las afirmaciones anteriores de la ciencia fue profundo y múltiple. Se descubría


que los sólidos átomos newtonianos estaban en gran parte vacíos. La materia consistente ya
no constituía la sustancia fundamental de la naturaleza. Materia y energía eran
intercambiables. El espacio tridimensional y el tiempo unidimensional se habían convertido
en aspectos relativos de un continuo espacio-temporal de cuatro dimensiones. El tiempo
fluía a diferentes velocidades para observadores que se movieran a diferentes velocidades.
El tiempo se hacía más lento en la cercanía de objetos pesados, y en ciertas circunstancias
podía llegar a detenerse por completo. Las leyes de la geometría euclidiana ya no revelaban
la estructura universal necesaria de la naturaleza. Los planetas no se movían en sus órbitas
porque una fuerza de atracción que actuaba a distancia los impulsara hacia el Sol, sino
porque el espacio en que se movían era un espacio curvo. Los fenómenos subatómicos
mostraban una naturaleza fundamentalmente ambigua, pues se los podía observar ya como
partículas, ya como ondas. La posición y el momento de una partícula no podían medirse
con precisión simultáneamente. El principio de incertidumbre socavaba radicalmente el
determinismo estricto de Newton y lo sustituía. La observación y la explicación científicas
no podían realizarse sin afectar a la naturaleza del objeto observado. La noción de sustancia
se disipaba en probabilidades y «tendencias a existir». Las conexiones no locales entre
partículas contradecían la causalidad mecánica. Las relaciones formales y los procesos
dinámicos reemplazaban a los objetos sólidos discretos. En palabras de sir James Jeans, el
mundo físico de la física del siglo XX no se parecía tanto a una gran máquina como a un
gran pensamiento. Una vez más, las consecuencias de esta extraordinaria revolución fueron
ambiguas. Nuevamente se veía reforzada la continua sensación moderna de progreso
intelectual, que dejaría atrás la ignorancia y los prejuicios a medida que maduraran los
frutos de nuevos resultados tecnológicos. El pensamiento moderno, en evolución
permanente y de creciente sofisticación, había corregido y mejorado incluso a Newton.
Además, para todos aquellos que pensaban que el universo científico del determinismo
mecanicista y materialista se contraponía a los valores humanos, la revolución cuántico-
relativista representaba una inesperada y bienvenida apertura de nuevas posibilidades
intelectuales. La sólida sustancialidad anterior de la materia daba paso a una realidad tal
vez más conducente a una interpretación espiritual. Si las partículas subatómicas eran
indeterminadas, la libertad de la voluntad humana parecía recibir un nuevo punto de apoyo.
El principio de complementariedad que gobernaba las partículas y las ondas sugería su
aplicación más amplia en una complementariedad entre modos mutuamente excluyentes de
conocimiento, como religión y ciencia. Con la nueva comprensión de la influencia del
sujeto en el objeto observado, la conciencia humana, o por lo menos la observación y la
interpretación humanas, parecían cumplir un papel más decisivo en el mundo. La profunda
interconexión de los fenómenos alentó un nuevo pensamiento holístico acerca del mundo,
con muchas implicaciones sociales, morales y religiosas. Cada vez eran más los científicos
que cuestionaban el arraigado aunque a menudo inconsciente supuesto de la ciencia
moderna según el cual el esfuerzo por reducir toda realidad a los componentes mensurables
más pequeños terminaría por desvelar lo más fundamental del universo. El programa
reduccionista, dominante desde Descartes, adolecía para muchos de miopía y pro-
bablemente erraba respecto de lo más significativo de la naturaleza de las cosas.

[…]

No obstante, a estas ambiguas posibilidades se contraponían otros factores, más


perturbadores. Para comenzar, no había una concepción coherente del mundo, comparable a
los Principia de Newton, que pudiera integrar teóricamente la compleja variedad de los
nuevos datos. Los físicos no conseguían llegar a consenso alguno acerca de cómo debía
interpretarse la evidencia disponible respecto de la definición de la naturaleza última de la
realidad. Por doquier surgían contradicciones conceptuales, escisiones y paradojas cuya
solución se mostraba empecinadamente huidiza.” De la propia estructura del mundo físico
emergía ahora una cierta irracionalidad irreductible, ya reconocida en la psique humana. A
la incoherencia se agregaba la ininteligibilidad, pues las concepciones derivadas de la
nueva física no sólo eran difíciles de entender para el profano, sino que presentaban
obstáculos aparentemente insuperables a la intuición humana en general: un espacio curvo,
finito pero ilimitado; un continuo espacio-temporal de cuatro dimensiones; propiedades
mutuamente excluyentes en el mismo ente subatómico; objetos que no eran en realidad
cosas, sino procesos o modelos de relación; fenómenos que no adoptaban una forma
decisiva hasta que eran observados; partículas que parecían afectarse recíprocamente a
distancia pero sin ningún nexo causal; la existencia de fluctuaciones fundamentales de
energía en un vacío total.

Además, a pesar de toda la evidente apertura de la concepción científica a una visión menos
materialista y mecanicista, nada cambiaba verdaderamente en el dilema moderno esencial:
el universo seguía siendo una inmensidad impersonal en la que el hombre, con su peculiar
capacidad para la conciencia, seguía siendo una menudencia efímera, inexplicable y pro-
ducida al azar. Tampoco había ninguna respuesta convincente a la amenazadora pregunta
por el contexto ontológico que había precedido o que subyacía al big bang que dio arranque
al universo. Ni creían los principales físicos que las ecuaciones de la teoría cuántica
describieran el mundo real. El conocimiento científico se limitaba a abstracciones, a
símbolos matemáticos, a «sombras». Pero ese conocimiento no era el mundo en sí, que
ahora, más que nunca, parecía superar el alcance del conocimiento humano.

Así, en ciertos aspectos las contradicciones y las oscuridades intelectuales de los nuevos
físicos sólo realzaban el sentido de relatividad y creciente alienación humanas a partir de la
revolución copernicana. El hombre moderno se veía cada vez más obligado a cuestionar su
fe, heredada de la Grecia clásica, en que el mundo estaba ordenado de un modo claramente
accesible a la inteligencia humana. En palabras del físico P. W. Bridgman: «Al fin y al
cabo, puede que la estructura de la naturaleza sea tal que nuestros procesos de pensamiento
nunca se correspondan lo bastante con ella para permitirnos pensar en ella en absoluto. [...]
El mundo se debilita y nos rehuye. [...] Nos vemos enfrentados a algo verdaderamente
inefable. Hemos llegado al límite de la visión de los grandes pioneros de la ciencia, es
decir, aquella según la cual vivimos en un mundo que nos es afín y que podemos
comprender». La conclusión de la filosofía se iba convirtiendo también en la de la ciencia:
no se podía estructurar la realidad de ninguna manera objetivamente discernible para la
mente humana. Así pues, a la anterior alienación humana en un cosmos impersonal se
agregaban ahora la incoherencia, la ininteligibilidad y un relativismo inseguro.

Cuando la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica desmintieron la certeza absoluta


del paradigma newtoniano, la ciencia demostró (de un modo que Kant, en cuanto newto-
niano convencido, nunca pudo anticipar) la validez del escepticismo kantiano relativo a la
capacidad de la mente humana para el conocimiento seguro del mundo en sí. Como no
dudaba en absoluto de la verdad de la ciencia newtoniana, Kant había sostenido que las
categorías del entendimiento humano coherentes con esa ciencia también eran absolutas, y
que esas categorías eran las únicas que suministraban una base para la conquista
newtoniana, así como para la competencia epistemológica en general. Pero con la física del
siglo XX, la certeza última de Kant perdía consistencia. Los a priori fundamentales de Kant
(espacio, tiempo, sustancia, causalidad) ya no eran aplicables a todos los fenómenos. Había
que reconocer que, después de Einstein, Bohr y Heisenberg, el conocimiento científico, que
desde Newton había parecido universal y absoluto, era limitado y provisional. Así, también
la mecánica cuántica reveló de un modo inesperado la validez radical de la tesis de Kant
según la cual la naturaleza que la física describía no era la naturaleza en sí, sino la relación
del hombre con la naturaleza, esto es, la naturaleza tal como se presenta a la forma humana
de investigación.

Se hacía explícito lo que en la crítica de Kant había estado implícito, aunque oscurecido por
la aparente certeza de la física newtoniana, y que se puede enunciar así: puesto que la
inducción jamás puede garantizar la verdad de las leyes generales; puesto que el
conocimiento científico es un producto de las estructuras interpretativas humanas, ellas
mismas relativas, variables y empleadas de modo creador, y puesto que, finalmente, el acto
de observación produce en cierto sentido la realidad objetiva que la ciencia trata de
explicar, las verdades de la ciencia no son absolutas ni unívocamente objetivas. Tras la
filosofía del siglo XVIII y la ciencia del siglo XX, el espíritu moderno se vio liberado de
absolutos, pero también desconcertantemente desposeído de cualquier fundamento sólido.

Esta conclusión problemática se vio reforzada por un enfoque renovadoramente crítico de


la filosofía y de la historia de la ciencia, bajo la influencia, sobre todo, de la obra de Karl
Popper y Thomas Kuhn. Inspirándose en los penetrantes análisis de Hume y de Kant,
Popper observó que la ciencia no sólo no puede producir conocimiento seguro, sino ni
siquiera probable. El hombre observa el universo como un extraño y hace conjeturas
imaginativas acerca de su estructura y su funcionamiento. No puede abordar el mundo sin
tales osadas conjeturas como fondo, pues todo hecho observado presupone un foco
interpretativo. En ciencia, estas conjeturas deben ser puestas a prueba de manera continua y
sistemática; sin embargo, cualquiera que sea la cantidad de comprobaciones que se realicen
con éxito, una teoría nunca puede ser considerada más que como una conjetura
imperfectamente corroborada. En cualquier momento, una nueva comprobación puede
falsearla. Ninguna verdad científica es inmune a esa posibilidad. Incluso los hechos básicos
son relativos, siempre potencialmente sometidos a una reinterpretación radical en un nuevo
marco. El hombre nunca puede aspirar a conocer las esencias reales de las cosas. Ante la
práctica infinitud de los fenómenos del mundo, la ignorancia humana es, también ella,
infinita. La estrategia más sabia es aprender de los errores que inevitablemente se cometen.

Pero mientras Popper conservaba la racionalidad de la ciencia al sostener su compromiso


fundamental con la rigurosa verificación empírica de las teorías y su intrépida neutralidad
en la búsqueda de la verdad, el análisis que Kuhn realizó de la historia de la ciencia tendía a
erradicar incluso esa seguridad. Kuhn estaba de acuerdo en que todo conocimiento
científico requería estructuras interpretativas que se basaran en paradigmas o modelos
conceptuales fundamentales que permitieran a los investigadores aislar datos, elaborar
teorías y resolver problemas. Pero citando muchos ejemplos de la historia de la ciencia,
señaló que rara vez la práctica real de los científicos se ajusta al ideal popperiano de
autocrítica sistemática por medio del intento de falsear las teorías existentes. Por el
contrario, la ciencia más bien se caracteriza por buscar confirmaciones del paradigma
predominante, por reunir hechos a la luz de esa teoría, por realizar experimentos en ella
fundados, por extender su ámbito de aplicabilidad, por expresar más detalladamente su
estructura, por intentar clarificar problemas residuales. Lejos de someter el paradigma a
comprobación constante, la ciencia normal evita contradecirlo, para lo cual interpreta
siempre los datos conflictivos de manera tal que constituyan una confirmación de aquél, o
bien directamente ignora esos datos molestos. En una medida que los científicos nunca
reconocieron conscientemente, la naturaleza de la práctica científica siempre tiende a
convalidar el paradigma que la rige. El paradigma actúa como una lente a través de la cual
se filtran todas las observaciones, y la convención común lo mantiene como bastión de
autoridad. A través de los maestros y los textos, la pedagogía científica sostiene el
paradigma heredado y ratifica su credibilidad, a la vez que tiende a producir una firmeza en
la convicción y una rigidez teórica muy semejantes a las de la educación en la teología sis-
temática.

Kuhn sostuvo también que cuando la acumulación gradual de datos conflictivos termina por
producir una crisis del paradigma y una nueva síntesis imaginativa acaba por obtener el
favor científico, el proceso por el cual se produce dicha revolución dista mucho de ser
racional. En realidad depende, tanto como de pruebas y argumentos desinteresados, de las
costumbres de la comunidad científica, de factores estéticos, psicológicos y sociológicos,
de la presencia de metáforas radicales y analogías populares contemporáneas, de saltos
imaginativos y «cambios gestálticos» impredecibles, e incluso del envejecimiento y muerte
de los científicos conservadores. Pues en realidad los paradigmas rivales rara vez son
auténticamente comparables; se basan, de un modo selectivo, en diferentes modos de
interpretación y, por tanto, en diferentes conjuntos de datos. Cada paradigma crea su propia
Gestalt, tan general que los científicos que trabajan en el marco de diferentes paradigmas
parecen vivir en mundos diferentes. No hay medida común, como la capacidad para
resolver problemas, la coherencia teórica o la resistencia a la falsificación, acerca de la cual
estén todos los científicos de acuerdo en cuanto patrón de comparación. Lo que para un
grupo constituye un problema importante, no lo es para otro grupo. Así, la historia de la
ciencia no es la de un progreso racional lineal que avanza hacia un conocimiento cada vez
más preciso y completo de una verdad objetiva, sino la historia de cambios radicales de
visión en los que influyen de manera decisiva multitud de factores no racionales ni
empíricos. Mientras que Popper había intentado atemperar el escepticismo de Hume
mediante la demostración de la racionalidad inherente a la elección de la conjetura más
rigurosamente comprobada, el análisis de Kuhn restauraba aquel escepticismo.

Con estas críticas filosóficas e históricas y con la revolución en física, en los círculos
científicos se extendió una actitud mucho más cauta respecto de la ciencia. Aún era
evidente el poder del conocimiento científico, pero éste, en ciertos aspectos, se consideraba
de carácter relativo. El conocimiento que la ciencia ofrecía era relativo al observador, a su
contexto físico, a su paradigma científico predominante y a sus propios supuestos teóricos.
Era relativo al sistema de creencias predominante en la cultura del observador, a su
contexto social y sus predisposiciones psicológicas, a su mero acto de observación. Y los
primeros principios de la ciencia se podían rebatir en cualquiera de sus aspectos a la vista
de nuevas evidencias. Además, a finales del siglo XX, las estructuras paradigmáticas
convencionales de otras ciencias, incluida la teoría darwiniana de la evolución, se hallaban
sometidas a presiones cada vez más intensas provenientes de datos conflictivos y de
alternativas teóricas. Por encima de todo, había saltado en pedazos la inconmovible certeza
de la cosmovisión cartesiano-newtoniana que durante siglos se había reconocido como
compendio y modelo del conocimiento humano y que tan vastamente había influido en la
psique cultural. Y el orden cósmico posnewtoniano no era ni intuitivamente accesible ni
internamente coherente; en verdad, apenas sí era orden. (Págs. 447-455)

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