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25. Peuméry, «Les Origines.., pp. 225-250. 26, J. Denis, «An extract of a printed letter..», Philosophical Transac- de junio de 1668), pp. 710-713. .>, Philosophical 29, Transactions, 3 (15 de junio de 1668), pp. 30, Antoine habria muerto en cualquier caso. Aunque su esposa no le sangre, el sistema hhubiese envenenado y Denis hubiera conseguido inye inmunol6gico de Antoine habria reaccionado con tal violencia ala tercera ipcin de proteinas de sangre extrafia que no podria haber sobrevivido. igent and worthy English man from Pa- i Transactions, 4 (13 de diciembre de 1669), pp. 1.075- fede patologia clinica en el Harbor Medical Center de la Universidad de California en Los Angeles, s ia y proporcioné datos historicos sobre su tratamiento er written by an int (entrevista personal O06 2 «NO EXISTE REMEDIO TAN MILAGROSO COMO LA SANGRIA» La préctica médica a la que Denis y sus seguidores trataban de ‘oponerse era parte de la tradicién médica més inveterada y no seria abandonada hasta sighos después de su muerte. La flebotomia, 0 san- gria, tavo su origen en las antiguas civilizaciones de Egipto y de Gre- cia, persisti6 durante la Edad Media, el Renacimiento y la Tlustraci6n. y se prolongé hasta la segunda Revolucién Industrial. Florecié en la ‘medicina érabe e india. En términos de longevidad, ninguna otra pric- aproxima. La teoria de los gérmenes, base de la moderna me- occidental, fue formulada hace unos ciento treinta aftos. La prictica moderna de la transfusién tiene cerca de setenta. La sangria fue utilizada con fidelidad y entusiasmo durante més de dos mil qui- nientos afios. Los médicos sangraban a sus pacientes por cualquier afeccién imaginable. Sangraban en caso de neumonia, de fiebres; en las enfer- medades del higado y del bazo; en el reumatismo; por cualquier acha- que no especifico como «ir para abajo»; por jaquecas y melancolia,hi- pertensidn y apoplejia. Sangraban para curar las fracturas 6seas, para detener las hemorragias de otras heridas o, simplemente, para mante- ner el tono corporal. Hasta la década de los veinte, los médicos rurales de Estados Unidos solian «ventilar una vena»' de vez en cuando con el fin de asegurar la buena salud de sus pacientes. Y, sin embargo, no bien, ando que la he- tomas. Los egipcios quiza practicaban la sangria ya dos mil quinientos afios antes de Cris- to, aunque nadie sabe por qué lo hacian ni lo que pretendian conse- es guir con ello (una ilustraci6n de una tumba presenta a un paciente sangrado en el pie y en el cvello”) ‘Hipécrates, el padre de la medicina occidental, que escribié en los siglos tv y v antes de Cristo, apunt6 una primera relacién de la sangrié con la medicina de los humores. Explicé que, puesto que toda enfer- edad resulta de un desequilibrio humoral, la curaci6n exigia el resta- blecimiento de ese equilibrio provocando vémitos, sudor, defecacién o sangrias. como el lugar mas indicado. La mayoria coincidfa en sefalar que los pacientes con enfermedades graves debian ser sangrados répidamente en posicién erguida. Bl desmayo era considerado un signo pos Los sangradores empleaban una gama impresionante de instru- mentos.”” Su herramienta principal era la lancera: un pequeio y aguza- do cuchillo de dos filos que por lo general se guardaba en un estuche ‘exquisitamente trabajado. Los sangradores empleaban la lanceta para abrir una vena en el brazo, la pierna o el cuello. El procedimiento exi- gia aplicara la zona un torniquete (excluido desde luego en el caso del cuello) mientras el paciente aferraba un palo. Sujetando cuidadosa- mente la lanceta entre el pulgar y el indice, el sangrador practicaba en Ja vena un corte diagonal o longitudinal (un tao perpendicular podia cortar el vaso sanguineo). Los sangradores recogian la sangre en reci~ pientes calibrados de excelente cristal veneciano. Muchas familias se los transmitian en herencia E] manejo de la lanceta exigia bastante destreza: un error en la in~ cision podia significar el corte de un nervio o un tendén. Paea facilitar {a tarea, un inventor vienés concibié una lanceta dotada de muelle la~ mada schnapper en alemén o phleam en inglés. Consistia en un estu- che de unos cinco centimetros de largo del que sobresalia por arriba una hoja impulsada por el muelle. El sangrador amartillabs el instru- ‘mento, lo aplicaba sobre la piel y oprimia una palanquita que empuja- baa la hoja. Para mayor seguridad, el schnapper no podia cortar més allé de una cierta profundidad. Los sangradores alemanes, holandeses y norteamericanos preferfan esta herramienta, pero los franceses em- pleaban la més sencilla lanceta artesanal. En ocasiones los sangradores utilizaban un sajador, una caja con rmuelles que albergaba de doce a dieciocho hojas, ademés de una ven- tosa para aliviar una inflamacién local. El sangrador colocaba contra la piel una copa de vidrio con un borde ligeramente alzado y lo calen- =e taba con una vela. El calor ereaba un vacio suficiente para que piente se pegase ala piel y provocase la aparici6n de una ampoll de sangre. El sangrador retiraba entonces la copa, amactillaba el saja~ dor y luego volvis a aplicar el recipiente para extraer més sangre. Tam- bién se empleaban sanguijuelas'* (asi se autodenominaban los médicos, medievales ingleses). La sanguijuela extraia la sangre de sitios a los que zesultaba dificil llegar, como «la boca del itero,” las encias, los labios, la nariz y los dedos», segiin un texto médico de 1634. Algunos de los mas acerbos dramas en la historia de la sangria tu- vieron lugar a miles de kilémetros de sus origenes. Al colonizar el Nuevo Mundo, los europeos llevaron consigo sus précticas. Ademés, no existia ninguna escuela médica en las colonia. Incluso después de la Revolucién, quienes en Estados Unidos aspiraban a ser médicos es- tudiaban en Europa. Las antiguas tradiciones subsistieron intactas. El més destacado sangrador norteamericano fue el médico y pa- triota Benjamin Rush. Conocido por sus contempordneos como el Principe de los sangradores,” estudioso, humanista y reformador so- cial, fue uno de los firmantes de la Declaracién de Independencia (su nombre aparece justo encima del de su amigo Benjamin Franklin). Hombre instruido y moralista, se pronuncié contra la esclavitud, la pena capital y la crueldad con los nifios. Escribié el primer libro de ‘texto norteamericano sobre los enfermos mentales. Fundé el Dispen- sario de Filadelfia para el tratamiento de los pobres y, con Franklin, la Sociedad para la Proteccidn de los Negros Libres. irvié como ciruja- no general en el Ejército Continental, presidi el departamento de ‘medicina del College of Philadelphia y fue supervisor de la casa de la moneda de su pais. Tan grande era su influencia en la medicina colo- nial que algunos le denominaron el Hipécrates de la nacién. Rush escudi6 en la Universidad de Edimburgo, donde aprendié una variante moderna de la medicina de los humores. En aquellos dias, los pacientes no sufrian enfermedades como la tuberculosis o la estreptococia, causadas cada una por un elemento patdgeno conereto; suftian por al contrario vagas afecciones provocadas por desequili- brios humorales, como un edema (fallo cardiaco congestive) y pleure- sia (dolores pectorales), accesos y convulsiones 0 decaimiento y flujo sanguineo. Padecian una interminable variedad de fiebres, incluidas las intermitentes, las continuadas, las remitentes o las puitridas, todas indicio alguno respecta a su causa, Los médicos se esforzaban por clasificar estos sintomas y tratarlos de algiin modo légico, que, a falta de diagnéstico, era con frecuencia erréneo. Creian que la naturaleza favorecia la curacién, pero que era preciso instarla vigorosamente 2 —2— hacerlo. Adoptaban medidas extremas para ajustar los humores del cuerpo y vaciarlo de venenos. Provocaban vémitos, diazrea y sangrias, y redoblaban el empefio si los pacientes empeoraban. Cambiaban dia- riamente de tratamiento en respuesta a la evolucién de los sintomas. Este perfodo llegé a ser conocido como la época de la Medicina Heroica. El grado en que tal herofsmo era exagerado resulta patente en el historial clinico de un joven llamado Alexander Forbes,” que ingre- 56 en 1795 en la Royal Infirmary de Edimburgo. Forbes, de veintidés atios, sufria en la eabeza y en el pecho unos dolores que sus médicos diagnosticaron como «excitabilidad» de los vasos sanguineos. Duran te los primeros dfas, le administraron opiceos para eliminar el dolor; un emético para provocarle vomitos y purgantes para favorecer la de fecacién. Al'sexto dia le ampollaron el pecho (el ampollado consistiaen aplicar una cataplasma de mostaza o de alguna otra sustancia suficien- temente cfustica para producir una quemadura de segundo grado con objeto de extraer los venenos corporales). Le administraron un esti- rmulante suave llamado tintura de guayaco para fortalecer los vasos sanguineos y provocar la miccién, ts lo cual volvieron a ampollarle, ara entonces levaba treinta y siete dias hospitalizado. Sus médi- cos le dieron corteza peruana (una forma de quinina) como t6nico ge- neral y, una semana més tarde, le mantuvieron seis sanguijuelas en la cabeza durante toda la noche. Volvieron a administrarse mas opiéceos y purgantes y le aplicaron ocho sanguijuelas en el crineo. Finalmente, al cabo de dos meses y cinco dias, le dieron de alta; la fiebre habia desaparecido pero persistian los dolores. ‘Rush apoyaba métodos tan vigorosos convencido de que todas las enfermedades procedfan de la excitacién de los vasos sanguineos que aliviaria una copiosa sangria. Rush ensefiaba que el cuerpo contenta uunos once kilos de sangre de los que era posible exter sin riesgo cerca denueve (;Ay delos pacientes que recibiesen sus cuidados, si tenemos encuenta que el cuerpo contiene en ealidad menos dela mitad delo que crefa Rush!). En caso de que el paciente se desmayase, tanto mejor, por- que eso significaba que medidas tan enérgicas estaban surtiendo efecto. ‘Rush inculeé la sangria a toda una generacién de médicos. Uno de sus antiguos alumnos, el doctor William Montgomery, le escribié para decirle que habfa tratado aun miembro de la legislatura de Carolina del Sur. Le extrajo cuatro litros y medio de sangre en cinco dias (casi todo su complemento vital). «Muris® —eseribié Montgomery—, De haberle extrafdo una cantidad atin mayor de sangre, quizés el desenla~ ce hubiera sido afortunado.» Fueran cuales fuesen los fallos en los métodos y en la teoria de Rush, nadie puede poner en duda su valor o su cardcter. Demostr6 ambas cosas durante la gran epidemia de fiebre amarilla de Filadelfia oe ‘en 1793 —a peor en a historia de Estados Unidos—, en la cual puso ‘en prictica sus téenicas radicales. Filadelfia, capital entonces de la na- idm a ciudad mis populosa y el centro comercial e intelectual, se ex- zendia por las tierras bajas donde confluyen los rios Schuylkill y De~ Jaware. La ciudad era un lugar cilido, sofocante y cenagoso que invitaba a la reproduccién del Aedes aegypti, el mosquito cuya pica- dura difunde la fiebre amarilla. Nadie reparé por entonces en la rela- cin entre el mosquito y la fiebre. Todo lo que sabfan era que en el agosto de un célido verano, tras la primavera més hnimeda que se re- cordaba, la gente empez6 a morirse. De dos en dos, y de tres en tres, y Iuego de treinta en treinta. Durante lo peor de la epidemia fallecfan mas de cien personas al dia. Todas tenian los mismos s{ntomas dramé- ticos:fiebre desenfrenada, escalofrios y dolores, vémito negro e icte- ricia que desembocaban en la muerte en unos pocos dias. La simple mencidn de la enfermedad bastaba para desencadenar el pénico. Fila- delfia se vacis y su gobierno se vino abajo. Rush se qued6. Envié al campo a su esposa y asus hijos y —some- tiéndose a una dieta vegetariana como intuitiva medida preventiva— cuidé abnegadamente de los enfermos. «Cualquiera que desee* apreciar plenamente a este gran hombre... debe leer y releer la narracién que hace Rush de la epidemia —escribié un siglo més tarde el rector de la Universidad de Pensilvania—. Du- rante mas de seis semanas abandoné toda precauci6n y permanecié junto a la cabecera de sus pacientes; bebio leche y comic fruta en sus habitaciones; visitaba a mas de cien diariamente y su casa estaba llena de pobres, cuya sangre, por falta de cuencos, a menudo se dejaba co- rer por el suelo, Rush fue testigo de escenas medievales y surrealistas.* Para en- conces [as calles se habjan quedado précticamente vacias. Quienes se aventuraban fuera de sus casas iban apresurados, sin osar mirarse mientras mascaban ajos, fumaban cigarros puros y se rociaban con vi- nagre para evitar el contagio. Encendjan hogueras en las esquinas con clin de purificar el aire. Dejaron de tafier las campanas de las iglesias. Los relojes de la ciudad marchaban a su antojo, porque nadie se trevia airaponerlos en hora. En el seno de los hogares se sucedian escenas in- deciblemente tragicas cuando los miembros de una familia morian en ripida sucesion. En un principio, Rush puso en préctica sus recursos habituales —vémitos y purgantes seguidos de una sangria moderada—, pero sus pacientes continuaban muriéndose. Una noche, repasando desesperado sudocumentacién, tropez6 con un relato sobre una peste anterior cuya soluciéa habia sido la purga del modo mas violento imaginable, aunque so significara llevar alos pacientes al borde de la muerte. Ensay6 el nue- —4— vo procedimiento en un hombre casi a punto de expirar: le administré ‘una dosis masiva de mercurio y jalapa para provocar la diarrea y le san- ¢gr6 luego copiosamente. El estado de aquel individuo parecié mejorar, Rush crey6 haber descubierto una cura. Durante los dias siguien- tes trat6 con el nuevo método a varias personas, la mayoria de las cua- les qued6 «perfectamente curada». Como otros médicos de su tiempo, Rush no guardaba més anotaciones que las econdmicas, asi que no existen estadisticas sobre su método. Trabajaba guiado puramente por sus impresiones. Aun asi estaba tan convencido que fijé carteles en. Jos que describia su tratamiento y apremié al Colegio de Médicos para que lo utilizara, ‘Muchos de los colegas de Rush disintieron. Un doctor francés que habia abierto una clinica especializada en métodos benignos de recu- peracién comunicé una impresi6n igualmente fuerte de éxito; otros pensaban que las sangrias masivas debilitarfan mortalmente al pacien- te, Rush rechazé tales temores. Con la energia emanada de lo que creia ser una revelacién celestial, corrid por toda Filadelfia aplicando su método a todos los que lo requerian. En un principio afirmé haber salvado cuatro de cada cinco vidas, luego ocho de cada doce y, mas tarde, diecinueve de veinte. «Ayer fue un dia de triunfo* para el mercu- rio, la jalapa y la sangria —escribié a su esposa, Julia, el 13 de septiem- bre de 1793—. Me siento satisfecho de que se salvaran, sélo a través de mis manos, casi cien vidas.» Escribié a un amigo: «Al principio” me parecié suficiente la extraccibn de 280 0 340 cm... pero a medida que avanzaba la estacién me he visto obligado a elevar gradualmente esa cantidad a 1,500, 1,900 e incluso 2.200 em’, y en la mayoria de los ca- sos con el mis feliz de los resultados. He observado que la convalecen- cia es mis breve cuando la sangrfa ha sido més abundante, y prueba de que no he cometido un exceso es que en ningiin caso he advertido el ‘menor inconveniente para que tuviera éxito.» Sabemos ahora que la fiebre amarilaes vital: sigue su curso y des- aparece; mata a una proporcién bastante reducida de los afectados. Los médicos no combaten especificamente el virus, sino que se limi- tan a cuidar de los enfermos y a proporcionar un alivio de los sin- tomas. El doctor Rush habria hecho mas bien a sus pacientes si les hubiera brindado comodidades y dejado tranquilos. Pero tanto su valor como su entrega son indudables. Trabajando dia y noche durante siete dias a la semana, consigui6 sangrar cada vein- ticuatro horasa mas de cien pacientes. Nadie podria olvidar el modo en que Rush, rodeado de muerte y terror, entraba en una fétida estancia, examinaba a un paciente y le decia paratranquilizarle: «No tiene nada més que fiebre amarilla.»* Como sise tratase s6lo de un catarro. Cuando fallecié una hermana a la que queria mucho, se concedi6 ise media hora para llorarla y luego corrié a reanudar sus visitas. El pro- pio Rush se contagié y combatié durante seis dias una violenta infec- ida, que no dejé por ello de animar a sus ayudantes a que prosiguie~ ran aplicando sangrias y administrando purgantes. Tan pronto como recobré una fraccién de sus fuerzas, se levant6 y volvié al combate. «Ya ves pues —escribié a su esposa—que he demostrado en mi propio cuerpo que, tratada de esa manera, la fiebre amarilla no es més que un enfriamiento corriente.» Eran tantas las personas de clase media que habian huido de Fila- delfia que Rush reclut6 a negros libres para que le ayudaran; tras adiestrarlos, les ordené que se desplegaran por la ciudad. Los historia- dores recuerdan una escena memorable. Cuando el cochero de Rush llevaba a éste por el barrio de Kensington, una gran multitud rodeé el carruaje, imploréndole ayuda. Rush, comprensivo, les habl6. Luego declar6: «jTrato con éxito a mis pacientes mediante sangrias e inten sas purgas a base de calomelanos y jalapa, y os recomiendo, mis bue- ‘nos amigos, que uséis los mismos remedios!» . Los médicos le tratan «a fuerza de una enérgica medicina, dieta escasa y sangrias». El tratamiento prosigue durante varias semanas. Luego todo el mundo se siente aliviado al ver que el paciente «tenia que ser llevado escalera abajo por dos enfermeras... entre almohadas mullidas. Come poco, duerme poco, y jamés se ha vuelto a saber que riera,nisi- quiera por accidente>. Los demés facultativos brindan por el doctor Kutankumagen en honor de su curacién «triunfal». Diversas circunstancias impulsaron a los médicos a prescindir de la flebotomfa. Una de ellas fue una serie de epidemias de tifus que aso- Jaron las ciudades britanicas en el siglo x1, al comienzo de la década de os treinta. La sangria resulta particularmente inadecuada en el caso del tifus, una infeccion causada por microorganismos gramnegativos y difundida por las pulgas. Algunas fiebres, como las de la malaria, Provocan excitacién: el pulso se acelera, la temperatura sube, el pa- 9 fa, al extenuar al enfermo, 0. Pero el tifus es debili- tante. El paciente decae. Incluso la extraccién de unas cuantas decenas de.em* puede provocar el desmayo. Habia hecho fale estar ciego para no advertir que la sangria empeoraba a los enfermos. «Tras la fiebre,” renuncié por completo a la sangria», escribié un médico de Edim- burgo. ‘La segunda circunstancia fue laaparicién de un nuevo campo dela medicina: la estadistica médica. Hasta entonces, como hemos Jos facultativos actuaban basdndose s6lo en impresiones; paciente y, fundados en el saber que habjan acumulado, decidian qué hacer. No guardaban historiales minuciosos sobre cada tratar sus resultados. Pero en la década de los treinta del pasado médico de Paris lamado Pierre-Charles-Alexandre Louis 4s sistematicamente la informaci6n. Una figura familiar en que de médico— que iba de cama a los pacientes preguntas que nadie les habia hecho antes. {Cuando se sintieron enfermos? ;Cusles fueron los sintomas? ;Tenian anteceden- tes deese tipo de enfermedad? Mis tarde, hizo cuadros con centenares de casos; documents el desarrollo de enfermedades como la fiebre ti- foidea y la tuberculosis, y mostré con estadisticas cOmo una enferme- dad aparecia, progresaba y respondia a diversos tratamientos. Los métodos equivocados no podian resistir semejante escrutinio y, en un estudio, Louis planteé que ral vez la sangria no fuese tan eficaz como hasta entonces se crefa. Las conclusiones no eran inequivocas, pero gracias a su rigurosa base estadistica tuvieron un impacto muy supe- rior al que pretendia. Pronto surgié una nueva generacién de clinicos adiestrados para aportar historiales 2 lz nueva ciencia de la biologia molecular. Final- mente, los tres gigantes de la bacteriologia —Louis Pasteur en Fran- , Joseph Lister en Escocia y Robert Koch en Alemania— demos- ron que eran los microbios, no los humores u otros elementos angibles, los causantes de las enfermedades. La teoria de los gérme- nes se convirtid en la base de la medicina moderna. Estas mejoras —una observac atenta, el empleo de estadisticas y de histor les minuciosos— condujeron al declive de la préctica de la sangria. Claro esti que en algunos lugares persistieron los viejos usos. Mas la prictica de a flebotomia estaba acabada. nco siglos son muchos para el mantenimiento de una pric- pero esul tante comprender retrospectivamente hasta qué punto eran pobres los instrumentos de que disponfan los =e propor Facer algo, lo que fuera, y el subsiguiente desvanecimiento del pacien- te —y el hecho de que la mayoria de las personas se recobrase de la Jpre— Ia ilusi6n de una curaci6n. Incluso afios después, cuando los tos demostraron la inutilidad de la practica, muchos médicos defen- an la sangria, tal vez para mantener su autoridad. Se obtiene esa im- presi lo los relatos de los profesionales que, incluso cuando ‘Washington se debilitaba, seguian sangrindole. Redactaron una de- fensa que, habida cuenta de la posterior historia de la sangre, resulta aterradora, «Nos guiabamos por la mejor luz que tenfamos; crefamos acertar y, en consecuencia, ésta era nuestra justific NOTAS 1. Gilbert R. Siegworth, «Bloodletting over the Centuries», New York State Journal of Medicine (diciembre de 1980), p. 2.024 2. Fielding H. Garrison, «The History of Bloodletting», New York ‘Medical Journal, 97 (1913), pp. 432-437, 498-50 p43. 4 Ibid, p. 435. 5. O. Cameron Grunes, A Treatise on the Canon of Medicine of Avi- ‘enna, Luzac, Londres, 1930, pp. 501-508; John H. Talbott, A Biographical History of Medicine, Grune & Shatton, Nueva York, Londres, 1970, pp. 20-21. 6. Garrison, «The history.» p. 435. 7. Peter Bowron, «Bloodstained Mementos of Medieval Medicine», History Today (octubre de 1988), pp. 45. ~ 8. Fred Rosner, «Bloodletting in Talmudic Times, Bulletin ofthe New York Academy of Medicine, 82 (1986) p. 498. 9. Garrison, «The History.., p. 498. 10, Francs R. Packard, «Gy Psa sad the Medical Pofssion ia Pa in the Seventeenth Century», Annals of Medical History, 14 (1922), p. 366; Garrison, «The History. actualidad. fosis, un exceso ‘otra ¢s una disfuncién del metabolismo, la hematocroma- ‘en ls que el cuerpo absorbe demasiado hierro, 14, Packard, «Guy Patin..», p. 232 10m, «The History..., p. 499. Durant, The Story of Ci 17. Audrey Davis y Tony Appel, Bloor in the Natio- Press, Wash- 1968), . 21. Unaexcepci6n notable era la viruela. Ena época de la Revolucién, los ado como enfermedad sino que también re- in. Pinchaban una péstula de un paciente infectado y aplicaban la misma aguja a otro individuo, lo que le confer efectivamente in- con hizo tratar asus tropas de esta manera; aquélla fue a primera inoculacién en masa de la historia militar. 22. J. Worth Estes, «Patterns of Drug Usage in Colonial America», New York State Journal of Medicine, 87 (enero de 1987), pp. 37-455 la informacién adicional sobre la medicina de la €poca colonial procede de una entrevista con dl doctor J. Worth 23, Paul J. Schmidt y Jas Changus, «The Bloodletters of Florida», ciation (agosto de 1980), pp. 743-747. ‘American Medi 's Annual Meeting in, Rhode Island, June de 188%, Journal of the American Medical Association; a partic de aqui JAMA, 14 (26 de abril de 1890), pp. 593-601 25, Las descripciones minuciosas de la peste y del papel de Rush proce- Bring Out Your Dead: The Great Plague of Yellow Fever in Philadelphia in 1793. Time, Inc, Nueva York, 1965; J. Worth Estes,

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