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Floro San Antonio “La caza del Gug” Reservados los derechos con n.a.p.

16/2005/6270

LA CAZA DEL GUG

Escribo estas páginas para denunciar la brutal práctica humana de cazar


gugs. Ahora mismo, en la cuadra de la casa, débilmente iluminado por el farol que me
permite vislumbrar estos folios, yace el cadáver de un gug asesinado esta tarde, al que
yo custodio.
Su peluda cabeza, de más de un metro y medio desde la barbilla hasta la
frente, está apoyada contra el muro de piedra. De su hocico enorme, similar al de un
murciélago, se derrama la lengua cilíndrica que cae casi hasta el suelo entre mil
dientecillos romos. Sus tres pequeños ojos sin párpados, negros como botones de
azabache, observan la cuadra fría como si sintieran perplejidad por el mundo de los
hombres recién descubierto.
Ya le han separado la cabeza del tronco, que cuelga suspendido de las
patas de atrás. Por la herida de la garganta, las últimas gotas de su sangre se deslizan
hasta un barreño de zinc. Es un cuerpo pequeño, musculoso para poder sostener la
pesada carga de esa cabezota, con dos grandes patas delanteras, fuertes como
excavadoras, y otras dos traseras muy pequeñas que le sirven como guía para cambiar
de dirección y efectuar giros. Ese paquete sangriento que pende de la cuerda podría ser
un animal mitológico ideado a partir de fragmentos de oso panda, con brazos de gorila y
cuello de rinoceronte.
Debo añadir otros pequeños detalles respecto al gug y sus circunstancias:
tiene una enorme herida entre los ojos, producto de un balazo de mi amo, y su nombre
es Morf, como él mismo me declarara hace unos días.
A mi me llaman Chiqui, y soy un perro de caza.
Pero empecemos desde el principio.
**********
Confieso que he colaborado en la cacería de estos seres. En mi aldea,
desde muy pequeños nos preparan para servir a ese propósito. Siendo cachorros nos
alimentan con sangre de gug y, apenas podemos correr con soltura, nos llevan a sus
cacerías. Al principio somos testigos escandalosos, ladramos, tropezamos, pero poco a

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poco el desafío de vencer a la bestia va calando en nosotros, al tiempo que vamos


aprendiendo la técnica de los perros mayores.
Juro que las primeras veces que participe activamente en las cacerías no
oí ni un solo lamento, ni una palabra del hocico de los gugs: sólo ese tremendo “gug”
profundo y molesto, intimidante, horrible en las noches silenciosas. Mordí, como todos,
las patitas traseras de los animales, esquive los zarpazos de sus poderosos brazos y sentí
en mi morro el aliento caliente y vegetal de su enorme hocico.
Al gug se le caza en días fríos y húmedos. Su olor apenas se diferencia
del olor del bosque y tiene una gran capacidad de camuflaje. Si siente algún peligro
entierra rápidamente la cara y el cuerpo, dejando en la superficie la nuca y la coronilla
de su cabezota que, al estar cubierta de un pelaje verdoso, se asemeja a un tronco o una
roca vestida de musgo. Sin embargo, posee una característica que es su perdición: el
sudor. Transpiran, en invierno, un sudor que huele a hojas podridas y a clorofila, en tan
gran cantidad que las nubes de vaho que se desprenden de su cabeza puede verse desde
el otro extremo del valle. Por eso, los días de niebla no se les puede cazar. Ni en verano,
cuando el sudor no se convierte en señal de humo.
Los hombres organizan cadenas para localizar y perseguir las columnas
de vapor. Un cazador se aposta en la colina más alta del valle, desde donde detecta los
rastros. Luego pasa la señal a otro que está en la pendiente y ese a otro que espera junto
al río. Una vez localizada la cara de la colina donde reposa el gug, se nos suelta al pie de
ella para que levantemos la pieza. Un gug podría esperar pacientemente a que
pasáramos por encima de él sin detectar su olor, pero las columnas de vapor le delatan.
Además, siente terror hacia nosotros, los perros.
Ahora, delante del cadáver de Morf, recuerdo con horror mi primera
cacería. Me vienen claros a la memoria los gritos de los hombres a mi espalda, lejos,
muy lejos, casi al pie de la colina, cuando yo y los míos ya la estábamos coronando; y el
husmear ansioso entre las hojas del otoño; y el momento en que todos los perros nos
detenemos un instante ante esa roca enorme que crepita y humea; y como Pichi, un
joven inexperto, sube a la piedra y sale volando por los aires cuando el gug eleva la
cabeza; y también como la bestia nos mira con sus tres ojos colocados en triángulo entre
el pelaje verde y, en lugar de huir, como le dicta su instinto, estimando la situación
comprometida en que se encuentra, se deja caer por la ladera en dirección a nosotros,
gugiendo horriblemente; y como algunos perros huimos hacia abajo, pero otros le

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esquivan y rodean y empiezan a morderle por detrás, en el pequeño y duro tronco; y


también yo, sin saber cómo, he dejado de huir de él y estoy mordiéndole las patas
traseras, y saben a la comida que nos dan, y ahora es él el que huye, se revuelve de vez
en cuando y nos ensordece con su grito, y luego sigue huyendo hacia abajo, destrozando
matorrales y jóvenes troncos con la barbilla callosa; y como de repente se oyen dos o
tres detonaciones y el gug se desploma, y dice gug muy bajito, como si se tragara su
voz; y, por último, las patadas de los hombres en nuestras costillas, para que dejemos de
morder la carne del animal inerte, la carne que nos darán en sus casas para que la
mordamos aquí en el monte y poder patearnos las costillas de nuevo..
Así han sido las cosas durante mucho tiempo.
Hace una semana salimos al monte con los cachorros. Nuestros amos nos
llevan al bosque, nos sueltan, y con silbidos van dando indicaciones sobre qué dirección
debemos seguir, cuándo detenernos y en qué momento volver hacia ellos. Esto se hace
para que los cachorros, imitándonos, vayan entendiendo el sentido de las señales. Yo
tenía la misión de ir vigilando a los rezagados. Un pequeño perro colorado ignoraba
cualquier movimiento del grupo e iba a su aire. Me costó mucho trabajo desenredarle
del zarzal y hacerle volver a la senda. Enseguida volvió a dispersar la mirada y se lanzó
en persecución de un ratoncillo. Por fin, tuve que darle un suave mordisco en el rabo
hasta que, escupiendo gañidos como si le hubiera destrozado la garganta, bajó corriendo
a coger la estela del grupo.
Me detuve y eché un último vistazo por si, trajinando en el cuidado del
colorado, algún otro cachorro se hubiera perdido. Entonces sentí, más que vi, un
movimiento a la izquierda de la senda. Gruñí instintivamente y, pegado el vientre al
suelo, me empecé a arrastrar hacia aquello. Cuando llegué a su lado me di cuenta de que
llevábamos toda la tarde dando vueltas a su alrededor, pisoteándolo y saltando sobre él.
Era un día soleado de otoño y las bestias no humeaban.
No sé si fue una premonición, pero en el mismo momento en que el gug
levantó de lado su cabezota yo debía haberme puesto a ladrar para pedir ayuda. Quizá
fue el miedo. Lo cierto es que cuando aquellos tres ojos manchados de barro me
miraron, yo me quedé rígido y no puede ladrar ni una palabra. Recuerdo que escuche
como el vehículo de los hombres arrancaba y me dejaban allí, solo frente a la bestia.
Debía llevar tanto tiempo oculto entre las hojas, que el animal estaba
entumecido. Se desenterró lentamente, sin dejar de vigilarme ni un segundo, y empezó a

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subir la ladera con torpeza. Creo que hice un ademán de moverme porque se detuvo, se
giró y lanzó un gugido profundo y amenazante hacia mí. Entonces, creo, empecé a
lloriquear.
El gug dejó caer la masa de su cabeza hacia la izquierda, como hacemos
los perros cuando sentimos sorpresa. “Venga, márchate, no te quedes ahí llorando” –
dijo una voz cavernosa. Yo levanté las orejas cuando escuché aquello. No me di cuenta
de que era el gug quien hablaba hasta que vi como agitaba el dorso de una de sus manos
gigantes indicándome que me alejara. Me erguí sobre mis cuatro patas temblorosas.
-¿Hablas? –le pregunté.
-Vamos, muchacho –me respondió-, es mejor que vuelvas con los tuyos.
-Pero, esto es increíble –exclamé, recobrando cierta confianza-; no sabía
que los gug hablarais.
-Y pensamos, y sufrimos –declaró con un doloroso tono de voz-. ¿No se
te había ocurrido nunca?.
-Pues..., esto –titubeé-: no, nunca.
El gug se sentó, dejando caer sus pequeños cuartos traseros sobre la
hojarasca.
-¿Quieres hacerme creer que has hablado con las diminutas hormigas,
con los escarabajos y los ratones, y nunca se te había ocurrido que nosotros también
pensábamos y sentíamos?.
-Bueno –declaré con vergüenza-, nuestra educación y todo eso...
El gug se levantó.
-Está bien, pues ahora ya lo sabes –manifestó y empezó a alejarse colina
arriba, rompiendo arbustos con su barbilla.
-Gug –grité.
-¿Qué? –respondió, deteniéndose pero sin girar la cabezota.
-¿Tienes un nombre?.
-Morf, jefe del clan de los Eberings –pregonó, con orgullo. Después
desapareció entre los árboles grises del crepúsculo.
Tardé más de dos horas en regresar a la casa. Mi amo me introdujo con
una patada en el cobertizo de los perros. Yo dudaba si debía o no comunicar mi
descubrimiento a los demás. Estuve dándole vueltas gran parte de la noche, y cuando ya
apuntaba el día, les desperté:

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-Escuchadme todos –anuncié-, tengo que deciros algo muy importante.


Mis compañeros gruñeron y maldijeron, alguno me enseñó los dientes.
-Escuchad, por favor –dije, y cuando vi que todos, más o menos, me
prestaban atención, conté mi aventura de la tarde anterior.
Cuando terminé, un murmullo persistente invadió nuestra cabaña. Los
más jóvenes repetían sorprendidos detalles de mi historia, los cachorros saltaban y
lamían a todo el mundo sin entender nada. Los cazadores mayores guardaban silencio y
se miraban. Parker, el jefe de cazadores, se acercó a mí y se encaró con el auditorio.
-Muy interesante la historia de nuestro amigo Chiqui –dijo, poniéndome
una pata sobre el hombro-. Lo que ahora quisiéramos saber, compañero, es qué esperas
que hagamos con esos nuevos conocimientos que nos has proporcionado.
Me di cuenta enseguida de que había ironía y mala intención en las
palabras de Parker. Los ojos encendidos de los demás cazadores no eran precisamente
tranquilizadores. Supe que debía tener cuidado con lo que decía.
-Bueno, veréis –rece, más que dije-. Había pensado que ya que sabemos
lo que sabemos,..., esto, pues que..., podríamos..., ehh,..., conocerlos un poco mejor, no
sé,..., tal vez,...
-Bien, bien –me interrumpió Parker-. Propones que les conozcamos, que
vayamos de visita al bosque. Sí, buena idea -exclamó, levantando de repente el tono de
voz-, deberíamos llevar bocadillos y té y merendar con ellos. Quizá..., no sé, echar una
manitas de póker, y al final de la tarde invitarles a que vengan a visitarnos a la granja.
¡Eso es!, otra merienda aquí en nuestro cobertizo.
-Sí, sí –aulló Fidias, un gran cazador negro-, que vengan y nos los
merendamos.
Todos los perros lanzaron grandes risotadas. Los cachorros contentos con
la agitación del momento, volvieron a lamer hocicos como locos.
-Escúchame Chiqui –me dijo Parker-, tu descubrimiento no cambia nada.
¿O es que esperas que cuando los amos preparen la próxima cacería les expliquemos
que no podemos acompañarles porque los gugs son gente legal?. Es sencillo de
entender: si dejáramos de cazar, no nos necesitarían. Acabaríamos todos ahorcados.
Excepto uno o dos que dejarían para vigilar la granja.
Parker guardó un breve y dramático silencio antes de continuar.

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-Yo descubrí eso mismo que tú hace más de un año. Pero mantuve la
cordura, pensé en las consecuencias y vi claramente mi futuro. ¿Lo entiendes?.
-¿Lo sabías? –exclamé, asombrado.
-Y Fidias, y Bart, y Chuspi...
Los cazadores asintieron con seguridad.
-Y ahora, gracias a ti -continuó Parker-, lo saben todos los jóvenes, quizá
demasiado pronto. ¿Qué pensáis hacer? –exclamó, lanzando un enérgico ladrido hacia la
pared de los aprendices.
Los jóvenes bajaron las orejas y agacharon la cabeza. Fue como si el
grito de Parker hubiera solucionado de golpe el conflicto que en más de uno parecía
haberse iniciado.
-No quiero problemas, muchachos –dijo el jefe de cazadores, caminado
entre ellos-. El que crea que no puede cazar debe marcharse ahora. No deseo tener que
matar a ninguno de vosotros si demostráis cobardía. Si uno falla, las consecuencias son
para todos –terminó Parker de dirigirse a los jóvenes, y se aproximó a mí con una
postura amenazante, el rabo erecto y enseñando los dos colmillos superiores-. Y eso va
por ti también, Chiqui. A partir de ahora voy a vigilarte, vamos a vigilarte muy
estrechamente.
El portón de la cabaña se abrió de repente y el amo recibió como saludo
un bosque de rabos agitados. Yo hubiera querido preguntar a Parker por qué a mi no se
me había comunicado que los gugs eran personas. Pero la cuestión era ociosa: estaba
claro que la jauría había olido algo extraño en mi carácter, algo de lo que yo mismo no
tenía conciencia y que les había hecho desconfiar desde el principio. Me toleraban
porque era útil en las cacerías. Pero ahora todo había cambiado.
Nos llevaron a trabajar con los cachorros en una colina distinta de la del
día anterior. A mí los amos me debieron ver flojo y desganado porque me llevé un par
de golpes y les oí decir que si estaba enfermo y que me iban a dar no sé qué solución.
Así que decidí correr como los demás y mordisquear las orejas de los cachorros
díscolos. Al fin y al cabo, el día siguiente era el de descanso.
**********
En nuestra jornada libre nos solíamos dedicar a gandulear, tumbados al
tibio solo otoñal. Cuanto más holgazaneaba, más vueltas le daba a la situación que me
había creado mi encuentro con Morf. Para distraer un poco mis preocupaciones, salí a

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dar un paseo fuera de la granja. Atravesé la aldea olisqueando los contenedores de


basura y los postes del teléfono. Bajé hasta la carretera a ver si había conejos aplastados
en las cunetas. Y, de repente, contemplando el largo valle que se perdía hasta casi el pie
de las montañas, me sorprendí diciendo “¿Por qué no?; volveré a tiempo para la hora
del cierre”.
Cuando llegué a la boscosa colina de Morf, olisqueé el aire, intranquilo.
Me pareció detectar un rastro familiar. Oteé el terreno que había dejado atrás, pero no vi
nada anormal, de modo que penetré en la espesura, ansioso, como si estuviera a punto
de cazar respuestas.
Después de más de una hora de búsqueda infructuosa, me resultó
evidente que había cometido un error: en un día despejado, sin ayuda, teniendo en
consideración que los gugs habrían adoptado alguna medida en previsión de que un
perro localizase su territorio, era casi imposible que diera con él. Olisqueé un par de
rocas musgosas que no eran más que rocas, y decidí finalmente volver a la granja.
Sabía que para volver al valle, sólo tenía que bajar. Pero la cosa se
complicó cuando descendí y volví a subir de nuevo y luego volví a bajar y no terminaba
nunca de salir del bosque. Desanduve el camino hasta que estuve de nuevo junto a las
piedras que había olfateado antes. Volví a sentir inquietud, porque un olor familiar y
amenazante se mezclaba con el mío, pero no conseguí ver nada. Para entonces ya estaba
atardeciendo, y empezaba a inquietarme. El rabo se me enganchó en una zarza y al tirar
para liberarme un pequeño desgarro en la carne me hizo dar un gañido de dolor que
retumbó por la espesura. Mi grito provocó que cientos de hojas se elevaran del suelo y
luego llovieran en todas direcciones, y que varios árboles jóvenes se troncharan, y que
el bosque gugiera con estruendo.
Cuando una manaza de gug iba a machacarme el cráneo contra la tierra,
una voz honda la detuvo: “Espera, Ether”. Yo, por entonces, estaba aplastado contra el
barro, los ojos tapados con las pezuñas y con el rabo tan enérgicamente escondido entre
mis patas que me producía cosquillas en la garganta.
-Pero jefe –protestó el gug que tenia sobre mí-, es un perro.
-Déjalo, Ether, confía en mí.
-Esto va a tener funestas consecuencias, lo sé –refunfuñó el gug llamado
Ether, mientras se separaba de mi cuerpo tembloroso.
-¿Qué haces aquí? –clamó una voz sobre mi cabeza.

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Abrí los ojos, y entre los dedos de mis patas alcancé a ver la cabezota de
Morf. Di un suspiro de alivio.
-Te buscaba –dije, no obstante, con timidez.
-¿Cómo es que te buscaba, Morf? –exclamó otra voz desconocida, a mi
espalda-. ¿Dónde están los demás?.
Y muchos gugs gugieron a la vez alarmados.
-¿Vienes solo? –preguntó Morf, mirando en todas direcciones.
-Sí –respondí.
-¿Por qué voy a creerte? –chilló Morf dando un manotazo que hizo
temblar la ladera en que nos encontrábamos.
-Está anocheciendo, ya no es hora de cazar –confesé asustado-. Vine para
hablar contigo, y luego me perdí en tu bosque. Trataba de volver a casa.
Morf miró a su alrededor, las copas de los árboles y a sus compañeros.
Olió el aire y unas ramas que tomó del suelo. Me dio la espalda y dijo: “Nos
quedaremos aquí esta noche”.
Una hembra de gug se acercó a él y le acarició el pelo de la coronilla,
mientras le hablaba al oído, no lo suficientemente bajo como para que yo no la
escuchara: “Haz que se vaya, Morf; nos traerá desgracias”.
-No, Beula –dijo, pensativo-, este es diferente. Tal vez si nos conoce...
-Las leyendas no mencionan a ningún perro.
-Sí, las leyendas... –suspiró él.
Mientras iban formando el campamento, me ignoraron. Yo sólo tenía que
apartarme cuando la masa de uno de eses gugs se me venía encima, absorto en su
quehacer. Colocaron cuatro centinelas, uno en cada punto cardinal del círculo de zarza.
Llenaron de bayas y moras una roca cóncava y encendieron la linterna. Dentro de una
hermosa piedra de cuarzo tenían encerradas culebras de luz, limpias y bien alimentadas.
Una gug, a la que llamaban Marion, golpeaba de vez en cuando la piedra con un palo
cuando su brillo amenazaba con languidecer. Pensé que aquel descubrimiento del
campamento y la linterna sería muy útil a mis amos para organizar cacerías nocturnas.
Luego aparté ese pensamiento, con desprecio hacia mí mismo.
Sus noches consistían en reposar sobre camas de hojas, comer los frutos
recogidos del bosque, hablar sobre las cosas del día y cantar canciones. Yo asistía a ese
espectáculo en un lugar apartado del campamento, casi escondido tras un tronco viejo.

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Los gugs que pasaban a mi lado me miraban con temor y desprecio, y ninguno me
dirigió la palabra. Hasta que Morf me llamó. Con el rabo debidamente plegado entre las
patas, salí de mi escondrijo y me acerque hacia él y Beula, su mujer. Me invitaron a
sentarme cerca de ellos, de espaldas a la valla de zarzas y mirando, igual que los demás,
en dirección a la linterna.
-Voy a presentaros a... –se interrumpió pensativo.
-Chiqui –le informé.
-Chiqui, el perro perdido –concluyó la presentación-. Debemos tratarle
con deferencia, como a un invitado. Tened presente que ha descubierto recientemente
que también somos personas; y, no sólo no ha ignorado ese hecho para seguir
colaborando en nuestra caza, sino que ha venido a buscarnos en paz, como quien visita a
un amigo.
El campamento entero murmuró.
-Hacedle los honores –continuó Morf-, y tal vez el destino nos favorezca.
Un gug se acercó a mí y depositó el contenido de una de sus manazas
frente a mis patas.
-Come, invitado –dijo-. Me llamo Muse de Ebering.
Yo di las gracias y mordisqueé educadamente dos o tres moras.
Morf dio unas palmadas.
-Bien, y ahora cantad, bardos, nuestra historia.
Escuché absorto los cantos de esa gente. Su voz profunda, el uso que
hacían de las lianas y las maderas como acompañamiento musical, y la belleza de sus
canciones me conmovió. Después de un rato de escucharlos, empecé a hacerme una idea
de sus leyendas, de sus sueños. Ellos recordaban un mundo que era todo bosque, la
época en que los hombres aun no cazaban, cuando bajaban libremente a los valles para
pastar y sólo debían cuidarse de algún león solitario. Se consideraban a sí mismos la
raza más antigua de la tierra. En sus leyendas se hablaba de un día de la liberación, una
época en la que la humanidad caía fulminada y perecía, y el bosque volvía a sus
antiguas fronteras, estrangulado y ocupando las ciudades de los hombres.
En un momento de la noche, caí en la cuenta de que esos frutos rojos que
comían les estaban produciendo un curioso efecto: se levantaban con dificultad del
suelo, la voz se les trababa y era más difícil comprender sus discursos y canciones. Morf

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me miró con sus tres ojos de azabache brillante y una rara sonrisa de murciélago, y me
dijo:
-¿Te diviertes?.
Yo, para entonces, había perdido todo temor. Interpreté además, que el
estado de embriaguez en que se encontraban les hacía aun más inofensivos y, tal vez,
más dispuestos aceptar una sugerencia.
-Esto..., Morf –comencé-, creo que no tenéis una idea muy clara de la
realidad. Está muy bien todo eso de tener orgullo de grupo y honrar el pasado. Lo que
me parece equivocado es esperar que vuestros enemigos desaparezcan sin más. Los
hombres no se detienen en su expansión, y cada vez será peor.
Morf escuchaba, con una sonrisa desdibujada y congelada, mis palabras,
y me di cuenta de que le estaban produciendo efecto.
-Quizá deberíais buscar un territorio virgen, más allá, en la alta montaña.
O bien, yo podría enseñaros algunas tácticas para esquivar los ataques del hombre, o... –
titubeé-, incluso algunas estrategias para que vosotros les pudierais atacar. Yo conozco
sus costumbres.
Morf dejó caer su callosa barbilla sobre la tierra. Entrecruzó los dedos
pensativos de sus manazas y contempló la linterna de culebras con inusitado interés.
Luego se giró hacia mí.
-¿Eso es lo que crees, amigo mío?.
-Sí, Morf.
-Bien –dijo, esforzándose por combatir el efecto de los frutos rojos y, tal
vez, la ira o la tristeza-, pues voy a pedirte un favor.
-Te escucho.
-Si alguno de los míos te pregunta tu parecer, no les digas lo que piensas.
Déjalo estar –terminó, lúgubre.
Luego como si hubiera recibido una corriente eléctrica, se enderezó y,
dando grandes voces, se dirigió hacia el centro del círculo.
-Bailemos, hermanos, bailemos.
Las danzas y las canciones duraron varias horas. Una gug adolescente me
hizo salir al círculo para bailar, pero después de recibir un pisotón de una de esas moles
en el rabo, volví dando gañidos a mi lecho de hojas. Cuando la fiesta languideció, yo

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empecé a quedarme dormido. Lo último que recuerdo es la voz pastosa de Morf,


después de desplomarse con estrépito a mi lado:
-Buenas noches, amigo –farfulló un instante antes de empezar a roncar.
**********
Cuando desperté a la mañana siguiente, todos habían desaparecido. Del
campamento no quedaba ni rastro: antes de partir habían desecho las camas de hojas y
las cercas de espino de modo que era imposible adivinar que hubiera habido una
celebración en aquel lugar. Seguí las indicaciones que por la noche me diera Morf y en
poco tiempo me encontré en la senda que salía del bosque. Había dormido mucho y el
sol ya calentaba.
Mientras correteaba por el valle de vuelta a casa, iba pensando qué
demonios iba a contar a los demás para justificar mi ausencia. Mentiría, les diría que
había perseguido a unas hembras o que me habían secuestrado o que había estado
cazando topos. No me decidía por una mentira u otra. Sólo sentía miedo, un profundo
temor -que imaginé injustificado para serenarme- a que me hicieran daño.
Entré en la granja cerca de las doce. No había nadie. El portalón de
nuestro cobertizo estaba abierto y me deslice dentro. Me dejé caer sobre el heno seco, y
en la penumbra de la cabaña me pareció detectar el olor de la ira de los perros.
Diez minutos después, el ruido de los vehículos me sobresaltó. Se
detuvieron y oí como abrían las portezuelas traseras para dejar salir a mis compañeros.
Dos cachorros entraron corriendo en el cobertizo y me descubrieron. Ladraron antes de
reconocerme, y en su aliento percibí el olor de la sangre de zorro. Habían estado
haciendo prácticas con animales y eso no me gustó nada porque los perros cazadores
vendrían excitados.
Di un salto sobre mis cuatro patas cuando alguien más entró. Pero era el
amo viejo.
-Mira, aquí está el Chiqui –gritó-. Ya te dije que se había ido de hembras.
Entre las piernas del hombre asomaban las cabezas de los cazadores, que
me miraban fijamente. Se dió la vuelta de repente y pisó a uno de ellos que aulló como
un demonio. El amo empezó a patearles los traseros:
-Siempre en medio. Vamos, adentro todos, escandalosos.

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Echó un cubo de agua en el abrevadero de latón y cerró la puerta del


cobertizo. No era normal que nos encerraran a mediodía, pero nadie podía predecir él
ánimo cambiante de los hombres. Y las cosas no podían haberse puesto peor.
Los cazadores, sedientos y con los hocicos manchados de sangre, se me
acercaron sin siquiera probar el agua. Sólo los cachorros bebían, ajenos a la tensión. Los
jóvenes se retiraron a su pared.
-Vaya, vaya –dijo Parker con sorna-, espero que hayas pasado una buena
noche con las hembras.
-Bueno... –balbuceé-, no ha sido eso exactamente.
-Oh, claro, quizá has estado cazando conejos o te secuestraron los de la
perrera.
No podía utilizar la mentira de las hembras porque sabía que cualquier
macho adulto puede detectar en la piel su olor, y me hubieran descubierto. Cuando
Parker enunció otras dos excusas que ya había planeado utilizar me quedé en blanco.
Acorralado, sólo se me ocurrió una bravuconada.
-¿Por qué tengo que daros cuenta de mis actos? –declaré, casi chillando y
poniéndome en guardia, amenazante.
Mi respuesta sólo produjo más irritación en ellos. Me acorralaron contra
una esquina. La lengua de Parker caía casi hasta el suelo, Fidias había erizado toda la
espina de su lomo, un joven aprendiz de color canela se había unido a ellos y me
enseñaba los dientes, y en la mirada de todos adiviné su sed de sangre. Cambié de
estrategia y me dejé caer sobre la paja, mostrándoles la nuca.
-Eso está mejor –declaró Parker.
-Pensé en abandonaros, eso es todo –confesé, con una voz
estudiadamente sumisa-. Tú dijiste que no se puede flaquear, que somos un equipo, y yo
tenía dudas. He vagado toda la noche por el valle y he reflexionado. Sois mi familia y
sin vosotros no soy nada –dije a punto de llorar, para corroborar mi mentira
improvisada.
-¡Mientes! –tronó Parker-. Te hice seguir. El joven Trueno –continuó,
señalando al aprendiz de color canela- te vio penetrar en el bosque de tus amigos los
gugs; siguió tus pasos hasta que te encontraste con ellos.
Recordé ese olor familiar en el bosque que no lograba identificar: era el
de mi perseguidor. Entonces me rendí. Empecé a temblar. Intente decir algo que hiciera

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digna mi muerte, un discurso que se me atascó en la garganta angustiada. Traté de no


mirarles, pero mis ojos de perro educado en la violencia no podían apartarse de sus
movimientos, de sus fauces, de su orden preciso a la hora de atacar. Y todo sucedió muy
deprisa, quizá en segundos.
Sentí las dentelladas secas en mi cuerpo, por todas partes. Supe que una
de mis manos se había roto bajo la presión de unos dientes, y que sangraba por mis
heridas. También mi boca sabía a sangre, porque había roto la carne de alguno de mis
atacantes. Después el estruendo de la pelea pareció alejarse. Yo estaba tirado en el
suelo, descansando, y sin embargo seguía escuchando dientes entrechocándose y
lamentos y golpes contra el latón del abrevadero, al otro lado del cobertizo. Y yo no
estaba peleando.
El portón se abrió y entraron los hombres. Dieron un garrotazo y un
cráneo se quebró. Algunos perros salieron huyendo de la cabaña, dando alaridos. Otro
garrotazo, y luego el silencio de los animales. Los hombres maldecían y blasfemaban, y
aunque había perros agonizantes y perros destrozados, sólo se escuchaba la voz de los
hombres. Había sido una batalla terrible, y las gargantas de los amos sonaban
monótonas y estridentes, ajenas como las ambulancias.
Tumbado de costado contra la pared, pude ver como sacaban los
cadáveres de los perros jóvenes que habían luchado en mi favor, con sus tiernas
gargantas destrozadas. Imaginé cómo se habían separado de su pared acogedora para
mordisquear los rabos de mis asesinos, como estos se revolvieron y olvidaron de mí,
como masacraron a los aprendices que no habían soportado la injusticia de mi muerte, la
del adulto cazador más parecido a ellos. Y su muerte me pesó terriblemente sobre el
alma, que se desvaneció en la oscuridad, aplastada.
**********
Ayer mismo volví de la inconsciencia. A los heridos nos habían guardado
en las caballerizas vacías. Allí reposábamos Fidias el negro, tres jóvenes supervivientes
y yo. Fidias estaba bajo las colleras, cubierto de vendajes. Cada vez que se movía le
acompañaba un coro de gruñidos de mis jóvenes guardianes. Les pregunté sus nombres:
Nobel, Pancho y Morfina. Ellos me informaron de que los otros grandes cazadores,
Parker, Chuspí y Bart, habían salido indemnes del combate. Y con ellos tres aprendices
que se mantuvieron al margen de la pelea y ahora eran parte de la compañía de caza. En

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la orgía de sangre habían perecido todos los cachorros, aplastados o desgarrados por
unos dientes ciegos.
Yo tenía una pata rota, pero bien entablillada por mis amos. Las heridas
del cuello y los flancos, con ser profundas, no tardarían más de unos días en cicatrizar.
Mis jóvenes amigos tenían heridas terribles en la piel, pero la belleza no es algo que
determine el destino de los perros, y sus órganos vitales se encontraban intactos.
Ayer no pude descubrir nada más. Dormí todo el día y la noche,
sabiéndome bien custodiado. Sólo desperté un momento, alertado por el aullido de un
lobo, y aproveché ese momento de desvelo para pedir perdón a los muchachos.
-No importa Chiqui –me respondió Morfina-, tenía que pasar tarde o
temprano.
En su respuesta adiviné que esos jóvenes heridos ya eran grandes
cazadores, antes de tiempo, sin haber matado aun una víctima decretada por los
hombres. Volví a caer en el sueño, pensando que los tiempos estaban cambiando, que
los jóvenes me superaban en valor y arrojo, que yo no era más que un símbolo estúpido
de su rebeldía, y que un día sería finalmente desenmascarado. Dormí y tuve pesadillas.
**********
Soñé que la puerta de la cuadra se abría, entraban los perros cazadores
vestidos de soldados, y a empujones y culatazos de sus fusiles nos sacaban de allí. Nos
conducían a la parte trasera de la casa y nos alineaban contra la pared. Parker le pasó su
sable a Fidias el negro que llevaba vendada la cabeza y un brazo en cabestrillo. Fidias
levantó el sable y los perros del pelotón nos apuntaron con sus rifles. Nobel, Pancho y
Morfina miraron orgullosos a sus ejecutores, que parecían ridículos muñecos con esas
ropas militares. Yo, en cambio, estaba tirado en el suelo, hecho un ovillo, temblando.
Fidias bajó el sable y sonaron los disparos. Mis tres jóvenes camaradas yacían en el
suelo flotando sobre charcos de sangre. Yo sentía humedad a mi alrededor y pensé que
estaba muerto también. Pero el olor de la orina del miedo me hizo comprender que
seguía vivo, nadando en mis propios meados. El vehículo de los humanos se detuvo
frente al paredón y los amos bajaron felicitar a sus soldados, estrechándoles las patas.
Les hicieron subir después a la parte de atrás, donde se situaron ordenadamente en dos
bancos corridos, con los fusiles al hombro. Antes de que el coche arrancara Parker giro
su cabeza ciento ochenta grados, de un modo imposible, y entre tremendas risotadas
exclamó:

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-Tu cobardía es tu castigo. Ahora vamos a por tus amigos del bosque.
**********
Me desperté bruscamente. En realidad, me había despertado el ruido de
un vehículo tratando de arrancar. La puerta de la cuadra estaba abierta y, cojeando, me
asomé al exterior. El todo terreno de los humanos se ponía en marcha, cargado con los
perros, y salía ya del patio. A través del cristal trasero de la cabina pude ver los cañones
de las escopetas de caza.
Me encontraba aturdido por las pesadillas, las heridas y los tres días que
llevaba tirado sobre el suelo de piedra. Eché un vistazo hacia el interior de la cuadra y
no había nadie, ni siquiera Fidias que se encontraba gravemente herido. En ese
momento no pensé nada más que en seguir a los cazadores y evitar una desgracia. Doblé
la esquina del caserón de los humanos, pasé junto al cobertizo de los perros, y atravesé
el huerto para atajar así en dirección a la carretera del valle. Desde el murete de la
huerta hasta el pie de la colina se extendía el castañar. No había dado más de un par de
pasos torpes entre las cáscaras espinosas de las castañas cuando me enfrenté al horror.
Como frutas extrañas, los cuerpos de mis tres jóvenes amigos colgaban
de la rama de un castaño. Una de las patas traseras de Morfina se agitaba agónica en el
aire.
Petrificado por el terror, permanecí en el mismo sitio durante un buen
rato, como hipnotizado por el oscilar de los cuerpos. Una hoja cayó del árbol de los
ahorcados y la seguí con la mirada hasta que se posó sobre unos despojos
ensangrentados, depositados entres las salientes raíces del castaño. Era Fidias el negro,
con la garganta destrozada y los vendajes desenvueltos.
Empecé a encontrar explicaciones, que no justificaciones, a todo ese
horror: el cazador negro probablemente trató de arrastrarse hasta mi cuerpo dormido y
terminar el trabajo inconcluso de unos días antes. Mis amigos debieron descubrirlo y
acabaron con él. Quizá los hombres entraron en la cuadra cuando aun se estaban
encargando del gran cazador negro. Por las especiales circunstancias de la violencia, yo
volví a quedar exento de toda responsabilidad, igual que la vez anterior.
A los humanos, perder un cazador más debió irritarles sobremanera. Y
volvieron a aplicar su injusta justicia sobre los animales. Se precian de no desperdiciar
nunca un cartucho para acabar con la vida de un perro. En vez de eso, utilizan alambre

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de espino para enredarlo en la garganta y luego elevar el cuerpo del animal hasta la
rama accesible de un árbol. Y así lo hicieron, hasta tres veces, esa mañana.
Las columnas excitadas de vaho que proyectaba mi hocico me hicieron
despertar del enmimismamiento en que me mantenían las suposiciones y el estupor. La
mañana era fría y húmeda, perfecta para matar gugs. Lleno de ira, empecé a roer el
entablillado de mi pata: por muy despacio que caminara sin él, siempre sería mejor que
esa rigidez torpe. Dejé los restos del vendaje y, rodeando con precaución el árbol
siniestro, seguí mi camino.
Se podría decir del tiempo que duró mi carrera renqueante por el valle
que fueron horas desesperadas. Mis patas no daban lo que yo esperaba de ellas y, sin
embargo, mi mente marchaba a la velocidad de la luz previendo consecuencias,
tomando decisiones, alimentando el odio y la rabia, anegándose en el asco.
Debieron pasar tres horas desde que saliera de la granja hasta que divisé a
lo lejos el vehículo. Mi primera sensación fue de alivió ya que el coche se había
detenido tres colinas antes de la de los gugs del clan Ebering. No obstante, me sentía
dispuesto a impedir cualquier matanza contra cualquier gug, incluso contra cualquier
otro animal.
Sin embargo, al aproximarme al vehículo me di cuenta de qué algo raro
pasaba. Los oteadores humanos indican de qué colina provienen las columnas de sudor
de los gugs, y el conductor llega con el coche hasta el pie de la indicada. Entonces abre
la reja de atrás, suelta a los perros y va tras ellos. Sin embargo, esta vez, los ladridos
sonaban varias colinas más allá de donde se había detenido el todo terreno. Corrí,
desesperado, por entre la alta hierba y las zarzas en dirección al estrépito de la caza,
lleno de negros presentimientos.
Al pie de la colina de Morf y los suyos, pase veloz y ajeno al dolor de mi
pata, entre los sorprendidos oteadores humanos que auxiliaban al amo cazador. En mi
torpe carrera desesperada tuve tiempo de oírles decir:
-Mira como corre el jodío cojo.
-Esto será de contar a nuestros nietos: le dejamos herido en la casa y vino
él solo a la cacería. Qué raza...
Empecé a trepar las laderas escarpadas de los Ebering. Las fuerzas me
fallaban. Vi, no muy lejos, al amo que esperaba apostado, con la culata ya cargada sobre

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el hombro, la aparición del gug en su mirilla telescópica. Pasé a su lado y eso le


desconcertó un momento:
-¿Pero, tú a dónde vas? -gritó.
El hueso mal soldado me dolía terriblemente. Pero los gugidos y los
ladridos sonaban cada vez más cerca. Rompí un velo de helechos con la cabeza y, como
en una obra de teatro, aparecieron los actores del drama. Morf corría ladera abajo
perseguido por los perros, con sus tres ojos azabache abiertos hasta la explosión. Parker
estaba enganchado con los dientes a una de las patas traseras del gug, arrastrado pero
dando vigorosos golpes de cuello de vez en cuando. Yo traté de trepar por un talud
embarrado, sin pode avanzar, escurriéndome una y otra vez. Gritaba a Morf para que
desviara su recorrido:
-No, Morf, a la izquierda, a la izquierda.
Pero el jefe de los gugs tenía miedo, y estaba sordo y ciego.
-Morf, gira, gira –volví a aullar.
Mis palabras fueron silenciadas por una detonación lejana y potente. Y luego
otra.
Morf cayó desplomado. Y entonces pasó algo curioso, extraño, inolvidable.
Parker soltó su presa, y con una sonrisa sardónica, llena de dientes ensangrentados, dijo:
-Llegas tarde.
Y Morf, moribundo, clavando sus tres ojos en mí, exhaló al mismo tiempo:
-Llegas tarde.
Y las palabras de ambos se superpusieron y doblaron, dichas al mismo tiempo:
“LLlleeggaass ttaarrddee”, palabras que temblaron un instante en el filo de un segundo,
llenas de odio y de tristeza.
El resto de los perros llegaron junto al gug moribundo y empezaron a
mordisquearle el pequeño tronco y los vigorosos brazos yertos. Cuando contemplé
aquello, a Parker orgulloso junto a su presa y a los demás excitados y embrutecidos
sobre aquel cuerpo querido, el dolor y la rabia que me había acompañado durante las
últimas horas, los últimos días, implosionó. En vez de lanzarme contra la turba ciega,
una idea oscura fue brotando. Del silencio de mi amigo muerto, de mis jóvenes
camaradas ahorcados, de las heridas, de la violencia en el cobertizo, de la misma
soledad en que me encontraba frente a tanta barbarie, brotó, como el pus de una herida
infectada que revienta, un plan.

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El aprendiz canela, el advenedizo que me había seguido el día de mi


visita a los Ebering, Trueno el traidor, mordisqueaba el hueco blando del vientre de
Morf. Todo fue muy rápido. Sin reparar en el dolor de mi pata, salté y desgarré de un
mordisco su garganta. La sangre brotó rítmicamente de su cuello, ahora sí y ahora no.
Rápidamente me limpie las fauces contra las hojas de roble, me revolqué en el humus
hasta que no quedó ni rastro de sangre sobre mi cuerpo.
-Ha llegado tu hora –declaré solemne, dirigiéndome a Parker.
El jefe de cazadores no esperaba esa firmeza en mí. Esperó perplejo a
que algo pasara. Y todo fue muy sencillo, más de lo que yo esperaba. Salté sobre él, le
desplacé y cayó sobre el charco de sangre del joven traidor. Tratando de erguirse para
hacerme frente, sorprendido por un ataque cuyo resultado había sido un simple empujón
y ningún mordisco, se rebozó en la sangre del aprendiz y su cuerpo musculoso se tiñó
de rojo, como del suelo de un otoño violento.
-Eres un cobarde –dijo, sacudiéndose el pelaje ensangrentado-. Es tu hora
la que ha llegado.
Súbitamente apareció el amo viejo para cobrar su presa. Encontró al gran
gug abatido, pero junto a él estaba Parker, sobre el cuerpo del joven perro agonizante,
cubierto de sangre y enseñando las fauces a otro compañero, a mí mismo. El hombre,
como yo había supuesto, harto ya de tantas rencillas en su jauría, metió un cartucho en
su escopeta y, haciendo una excepción en su concepto de la justicia hacia los perros,
cerró el cañón y apuntó.
-Estás acabado –dije a Parker, un instante antes de que recibiera la
granizada de plomo.
**********
Como dije al principio, estoy encerrado en la cuadra con el cadáver de
Morf, el gug hoy abatido. Y he narrado toda esta historia para denunciar la aberrante
práctica humana de cazarles.
Después de los acontecimientos de estos días, he sido honrado con el
privilegio de los líderes: quedar encerrado con la caza para dar cuenta de ella hasta la
saciedad. A partir de hoy soy el jefe de cazadores.
Evidentemente, no voy a comer la carne ni a beber la sangre de mi
amigo. Sin embargo, desde ahora mismo se me plantea un interesante dilema que deberé
resolver. ¿He de liderar a los perros, ahora que conozco los secretos íntimos de los gugs,

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en una victoriosa campaña de caza que nos proporcione fama y seguridad, eso sí,
evitando siempre al clan de los Ebering por honrar a mi amigo?. ¿O por el contrario
debo entablar contacto con el resto de los clanes, aprovechado mi situación de
privilegio, y organizar con ellos una resistencia contra los hombres, ...por honrar a mi
amigo?.
Mi cobardía me dicta lo primero. Pero el miedo triunfaría.
Los efectos que en los demás produce mi cobardía, me inclinan por lo
segundo. Sería la victoria del orgullo.
Veremos, después de esta noche de obligado ayuno.

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