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Floro San Antonio “La caza del Gug” Reservados los derechos con n.a.p. 16/2005/6270
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subir la ladera con torpeza. Creo que hice un ademán de moverme porque se detuvo, se
giró y lanzó un gugido profundo y amenazante hacia mí. Entonces, creo, empecé a
lloriquear.
El gug dejó caer la masa de su cabeza hacia la izquierda, como hacemos
los perros cuando sentimos sorpresa. “Venga, márchate, no te quedes ahí llorando” –
dijo una voz cavernosa. Yo levanté las orejas cuando escuché aquello. No me di cuenta
de que era el gug quien hablaba hasta que vi como agitaba el dorso de una de sus manos
gigantes indicándome que me alejara. Me erguí sobre mis cuatro patas temblorosas.
-¿Hablas? –le pregunté.
-Vamos, muchacho –me respondió-, es mejor que vuelvas con los tuyos.
-Pero, esto es increíble –exclamé, recobrando cierta confianza-; no sabía
que los gug hablarais.
-Y pensamos, y sufrimos –declaró con un doloroso tono de voz-. ¿No se
te había ocurrido nunca?.
-Pues..., esto –titubeé-: no, nunca.
El gug se sentó, dejando caer sus pequeños cuartos traseros sobre la
hojarasca.
-¿Quieres hacerme creer que has hablado con las diminutas hormigas,
con los escarabajos y los ratones, y nunca se te había ocurrido que nosotros también
pensábamos y sentíamos?.
-Bueno –declaré con vergüenza-, nuestra educación y todo eso...
El gug se levantó.
-Está bien, pues ahora ya lo sabes –manifestó y empezó a alejarse colina
arriba, rompiendo arbustos con su barbilla.
-Gug –grité.
-¿Qué? –respondió, deteniéndose pero sin girar la cabezota.
-¿Tienes un nombre?.
-Morf, jefe del clan de los Eberings –pregonó, con orgullo. Después
desapareció entre los árboles grises del crepúsculo.
Tardé más de dos horas en regresar a la casa. Mi amo me introdujo con
una patada en el cobertizo de los perros. Yo dudaba si debía o no comunicar mi
descubrimiento a los demás. Estuve dándole vueltas gran parte de la noche, y cuando ya
apuntaba el día, les desperté:
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-Yo descubrí eso mismo que tú hace más de un año. Pero mantuve la
cordura, pensé en las consecuencias y vi claramente mi futuro. ¿Lo entiendes?.
-¿Lo sabías? –exclamé, asombrado.
-Y Fidias, y Bart, y Chuspi...
Los cazadores asintieron con seguridad.
-Y ahora, gracias a ti -continuó Parker-, lo saben todos los jóvenes, quizá
demasiado pronto. ¿Qué pensáis hacer? –exclamó, lanzando un enérgico ladrido hacia la
pared de los aprendices.
Los jóvenes bajaron las orejas y agacharon la cabeza. Fue como si el
grito de Parker hubiera solucionado de golpe el conflicto que en más de uno parecía
haberse iniciado.
-No quiero problemas, muchachos –dijo el jefe de cazadores, caminado
entre ellos-. El que crea que no puede cazar debe marcharse ahora. No deseo tener que
matar a ninguno de vosotros si demostráis cobardía. Si uno falla, las consecuencias son
para todos –terminó Parker de dirigirse a los jóvenes, y se aproximó a mí con una
postura amenazante, el rabo erecto y enseñando los dos colmillos superiores-. Y eso va
por ti también, Chiqui. A partir de ahora voy a vigilarte, vamos a vigilarte muy
estrechamente.
El portón de la cabaña se abrió de repente y el amo recibió como saludo
un bosque de rabos agitados. Yo hubiera querido preguntar a Parker por qué a mi no se
me había comunicado que los gugs eran personas. Pero la cuestión era ociosa: estaba
claro que la jauría había olido algo extraño en mi carácter, algo de lo que yo mismo no
tenía conciencia y que les había hecho desconfiar desde el principio. Me toleraban
porque era útil en las cacerías. Pero ahora todo había cambiado.
Nos llevaron a trabajar con los cachorros en una colina distinta de la del
día anterior. A mí los amos me debieron ver flojo y desganado porque me llevé un par
de golpes y les oí decir que si estaba enfermo y que me iban a dar no sé qué solución.
Así que decidí correr como los demás y mordisquear las orejas de los cachorros
díscolos. Al fin y al cabo, el día siguiente era el de descanso.
**********
En nuestra jornada libre nos solíamos dedicar a gandulear, tumbados al
tibio solo otoñal. Cuanto más holgazaneaba, más vueltas le daba a la situación que me
había creado mi encuentro con Morf. Para distraer un poco mis preocupaciones, salí a
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Abrí los ojos, y entre los dedos de mis patas alcancé a ver la cabezota de
Morf. Di un suspiro de alivio.
-Te buscaba –dije, no obstante, con timidez.
-¿Cómo es que te buscaba, Morf? –exclamó otra voz desconocida, a mi
espalda-. ¿Dónde están los demás?.
Y muchos gugs gugieron a la vez alarmados.
-¿Vienes solo? –preguntó Morf, mirando en todas direcciones.
-Sí –respondí.
-¿Por qué voy a creerte? –chilló Morf dando un manotazo que hizo
temblar la ladera en que nos encontrábamos.
-Está anocheciendo, ya no es hora de cazar –confesé asustado-. Vine para
hablar contigo, y luego me perdí en tu bosque. Trataba de volver a casa.
Morf miró a su alrededor, las copas de los árboles y a sus compañeros.
Olió el aire y unas ramas que tomó del suelo. Me dio la espalda y dijo: “Nos
quedaremos aquí esta noche”.
Una hembra de gug se acercó a él y le acarició el pelo de la coronilla,
mientras le hablaba al oído, no lo suficientemente bajo como para que yo no la
escuchara: “Haz que se vaya, Morf; nos traerá desgracias”.
-No, Beula –dijo, pensativo-, este es diferente. Tal vez si nos conoce...
-Las leyendas no mencionan a ningún perro.
-Sí, las leyendas... –suspiró él.
Mientras iban formando el campamento, me ignoraron. Yo sólo tenía que
apartarme cuando la masa de uno de eses gugs se me venía encima, absorto en su
quehacer. Colocaron cuatro centinelas, uno en cada punto cardinal del círculo de zarza.
Llenaron de bayas y moras una roca cóncava y encendieron la linterna. Dentro de una
hermosa piedra de cuarzo tenían encerradas culebras de luz, limpias y bien alimentadas.
Una gug, a la que llamaban Marion, golpeaba de vez en cuando la piedra con un palo
cuando su brillo amenazaba con languidecer. Pensé que aquel descubrimiento del
campamento y la linterna sería muy útil a mis amos para organizar cacerías nocturnas.
Luego aparté ese pensamiento, con desprecio hacia mí mismo.
Sus noches consistían en reposar sobre camas de hojas, comer los frutos
recogidos del bosque, hablar sobre las cosas del día y cantar canciones. Yo asistía a ese
espectáculo en un lugar apartado del campamento, casi escondido tras un tronco viejo.
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Los gugs que pasaban a mi lado me miraban con temor y desprecio, y ninguno me
dirigió la palabra. Hasta que Morf me llamó. Con el rabo debidamente plegado entre las
patas, salí de mi escondrijo y me acerque hacia él y Beula, su mujer. Me invitaron a
sentarme cerca de ellos, de espaldas a la valla de zarzas y mirando, igual que los demás,
en dirección a la linterna.
-Voy a presentaros a... –se interrumpió pensativo.
-Chiqui –le informé.
-Chiqui, el perro perdido –concluyó la presentación-. Debemos tratarle
con deferencia, como a un invitado. Tened presente que ha descubierto recientemente
que también somos personas; y, no sólo no ha ignorado ese hecho para seguir
colaborando en nuestra caza, sino que ha venido a buscarnos en paz, como quien visita a
un amigo.
El campamento entero murmuró.
-Hacedle los honores –continuó Morf-, y tal vez el destino nos favorezca.
Un gug se acercó a mí y depositó el contenido de una de sus manazas
frente a mis patas.
-Come, invitado –dijo-. Me llamo Muse de Ebering.
Yo di las gracias y mordisqueé educadamente dos o tres moras.
Morf dio unas palmadas.
-Bien, y ahora cantad, bardos, nuestra historia.
Escuché absorto los cantos de esa gente. Su voz profunda, el uso que
hacían de las lianas y las maderas como acompañamiento musical, y la belleza de sus
canciones me conmovió. Después de un rato de escucharlos, empecé a hacerme una idea
de sus leyendas, de sus sueños. Ellos recordaban un mundo que era todo bosque, la
época en que los hombres aun no cazaban, cuando bajaban libremente a los valles para
pastar y sólo debían cuidarse de algún león solitario. Se consideraban a sí mismos la
raza más antigua de la tierra. En sus leyendas se hablaba de un día de la liberación, una
época en la que la humanidad caía fulminada y perecía, y el bosque volvía a sus
antiguas fronteras, estrangulado y ocupando las ciudades de los hombres.
En un momento de la noche, caí en la cuenta de que esos frutos rojos que
comían les estaban produciendo un curioso efecto: se levantaban con dificultad del
suelo, la voz se les trababa y era más difícil comprender sus discursos y canciones. Morf
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me miró con sus tres ojos de azabache brillante y una rara sonrisa de murciélago, y me
dijo:
-¿Te diviertes?.
Yo, para entonces, había perdido todo temor. Interpreté además, que el
estado de embriaguez en que se encontraban les hacía aun más inofensivos y, tal vez,
más dispuestos aceptar una sugerencia.
-Esto..., Morf –comencé-, creo que no tenéis una idea muy clara de la
realidad. Está muy bien todo eso de tener orgullo de grupo y honrar el pasado. Lo que
me parece equivocado es esperar que vuestros enemigos desaparezcan sin más. Los
hombres no se detienen en su expansión, y cada vez será peor.
Morf escuchaba, con una sonrisa desdibujada y congelada, mis palabras,
y me di cuenta de que le estaban produciendo efecto.
-Quizá deberíais buscar un territorio virgen, más allá, en la alta montaña.
O bien, yo podría enseñaros algunas tácticas para esquivar los ataques del hombre, o... –
titubeé-, incluso algunas estrategias para que vosotros les pudierais atacar. Yo conozco
sus costumbres.
Morf dejó caer su callosa barbilla sobre la tierra. Entrecruzó los dedos
pensativos de sus manazas y contempló la linterna de culebras con inusitado interés.
Luego se giró hacia mí.
-¿Eso es lo que crees, amigo mío?.
-Sí, Morf.
-Bien –dijo, esforzándose por combatir el efecto de los frutos rojos y, tal
vez, la ira o la tristeza-, pues voy a pedirte un favor.
-Te escucho.
-Si alguno de los míos te pregunta tu parecer, no les digas lo que piensas.
Déjalo estar –terminó, lúgubre.
Luego como si hubiera recibido una corriente eléctrica, se enderezó y,
dando grandes voces, se dirigió hacia el centro del círculo.
-Bailemos, hermanos, bailemos.
Las danzas y las canciones duraron varias horas. Una gug adolescente me
hizo salir al círculo para bailar, pero después de recibir un pisotón de una de esas moles
en el rabo, volví dando gañidos a mi lecho de hojas. Cuando la fiesta languideció, yo
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la orgía de sangre habían perecido todos los cachorros, aplastados o desgarrados por
unos dientes ciegos.
Yo tenía una pata rota, pero bien entablillada por mis amos. Las heridas
del cuello y los flancos, con ser profundas, no tardarían más de unos días en cicatrizar.
Mis jóvenes amigos tenían heridas terribles en la piel, pero la belleza no es algo que
determine el destino de los perros, y sus órganos vitales se encontraban intactos.
Ayer no pude descubrir nada más. Dormí todo el día y la noche,
sabiéndome bien custodiado. Sólo desperté un momento, alertado por el aullido de un
lobo, y aproveché ese momento de desvelo para pedir perdón a los muchachos.
-No importa Chiqui –me respondió Morfina-, tenía que pasar tarde o
temprano.
En su respuesta adiviné que esos jóvenes heridos ya eran grandes
cazadores, antes de tiempo, sin haber matado aun una víctima decretada por los
hombres. Volví a caer en el sueño, pensando que los tiempos estaban cambiando, que
los jóvenes me superaban en valor y arrojo, que yo no era más que un símbolo estúpido
de su rebeldía, y que un día sería finalmente desenmascarado. Dormí y tuve pesadillas.
**********
Soñé que la puerta de la cuadra se abría, entraban los perros cazadores
vestidos de soldados, y a empujones y culatazos de sus fusiles nos sacaban de allí. Nos
conducían a la parte trasera de la casa y nos alineaban contra la pared. Parker le pasó su
sable a Fidias el negro que llevaba vendada la cabeza y un brazo en cabestrillo. Fidias
levantó el sable y los perros del pelotón nos apuntaron con sus rifles. Nobel, Pancho y
Morfina miraron orgullosos a sus ejecutores, que parecían ridículos muñecos con esas
ropas militares. Yo, en cambio, estaba tirado en el suelo, hecho un ovillo, temblando.
Fidias bajó el sable y sonaron los disparos. Mis tres jóvenes camaradas yacían en el
suelo flotando sobre charcos de sangre. Yo sentía humedad a mi alrededor y pensé que
estaba muerto también. Pero el olor de la orina del miedo me hizo comprender que
seguía vivo, nadando en mis propios meados. El vehículo de los humanos se detuvo
frente al paredón y los amos bajaron felicitar a sus soldados, estrechándoles las patas.
Les hicieron subir después a la parte de atrás, donde se situaron ordenadamente en dos
bancos corridos, con los fusiles al hombro. Antes de que el coche arrancara Parker giro
su cabeza ciento ochenta grados, de un modo imposible, y entre tremendas risotadas
exclamó:
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-Tu cobardía es tu castigo. Ahora vamos a por tus amigos del bosque.
**********
Me desperté bruscamente. En realidad, me había despertado el ruido de
un vehículo tratando de arrancar. La puerta de la cuadra estaba abierta y, cojeando, me
asomé al exterior. El todo terreno de los humanos se ponía en marcha, cargado con los
perros, y salía ya del patio. A través del cristal trasero de la cabina pude ver los cañones
de las escopetas de caza.
Me encontraba aturdido por las pesadillas, las heridas y los tres días que
llevaba tirado sobre el suelo de piedra. Eché un vistazo hacia el interior de la cuadra y
no había nadie, ni siquiera Fidias que se encontraba gravemente herido. En ese
momento no pensé nada más que en seguir a los cazadores y evitar una desgracia. Doblé
la esquina del caserón de los humanos, pasé junto al cobertizo de los perros, y atravesé
el huerto para atajar así en dirección a la carretera del valle. Desde el murete de la
huerta hasta el pie de la colina se extendía el castañar. No había dado más de un par de
pasos torpes entre las cáscaras espinosas de las castañas cuando me enfrenté al horror.
Como frutas extrañas, los cuerpos de mis tres jóvenes amigos colgaban
de la rama de un castaño. Una de las patas traseras de Morfina se agitaba agónica en el
aire.
Petrificado por el terror, permanecí en el mismo sitio durante un buen
rato, como hipnotizado por el oscilar de los cuerpos. Una hoja cayó del árbol de los
ahorcados y la seguí con la mirada hasta que se posó sobre unos despojos
ensangrentados, depositados entres las salientes raíces del castaño. Era Fidias el negro,
con la garganta destrozada y los vendajes desenvueltos.
Empecé a encontrar explicaciones, que no justificaciones, a todo ese
horror: el cazador negro probablemente trató de arrastrarse hasta mi cuerpo dormido y
terminar el trabajo inconcluso de unos días antes. Mis amigos debieron descubrirlo y
acabaron con él. Quizá los hombres entraron en la cuadra cuando aun se estaban
encargando del gran cazador negro. Por las especiales circunstancias de la violencia, yo
volví a quedar exento de toda responsabilidad, igual que la vez anterior.
A los humanos, perder un cazador más debió irritarles sobremanera. Y
volvieron a aplicar su injusta justicia sobre los animales. Se precian de no desperdiciar
nunca un cartucho para acabar con la vida de un perro. En vez de eso, utilizan alambre
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de espino para enredarlo en la garganta y luego elevar el cuerpo del animal hasta la
rama accesible de un árbol. Y así lo hicieron, hasta tres veces, esa mañana.
Las columnas excitadas de vaho que proyectaba mi hocico me hicieron
despertar del enmimismamiento en que me mantenían las suposiciones y el estupor. La
mañana era fría y húmeda, perfecta para matar gugs. Lleno de ira, empecé a roer el
entablillado de mi pata: por muy despacio que caminara sin él, siempre sería mejor que
esa rigidez torpe. Dejé los restos del vendaje y, rodeando con precaución el árbol
siniestro, seguí mi camino.
Se podría decir del tiempo que duró mi carrera renqueante por el valle
que fueron horas desesperadas. Mis patas no daban lo que yo esperaba de ellas y, sin
embargo, mi mente marchaba a la velocidad de la luz previendo consecuencias,
tomando decisiones, alimentando el odio y la rabia, anegándose en el asco.
Debieron pasar tres horas desde que saliera de la granja hasta que divisé a
lo lejos el vehículo. Mi primera sensación fue de alivió ya que el coche se había
detenido tres colinas antes de la de los gugs del clan Ebering. No obstante, me sentía
dispuesto a impedir cualquier matanza contra cualquier gug, incluso contra cualquier
otro animal.
Sin embargo, al aproximarme al vehículo me di cuenta de qué algo raro
pasaba. Los oteadores humanos indican de qué colina provienen las columnas de sudor
de los gugs, y el conductor llega con el coche hasta el pie de la indicada. Entonces abre
la reja de atrás, suelta a los perros y va tras ellos. Sin embargo, esta vez, los ladridos
sonaban varias colinas más allá de donde se había detenido el todo terreno. Corrí,
desesperado, por entre la alta hierba y las zarzas en dirección al estrépito de la caza,
lleno de negros presentimientos.
Al pie de la colina de Morf y los suyos, pase veloz y ajeno al dolor de mi
pata, entre los sorprendidos oteadores humanos que auxiliaban al amo cazador. En mi
torpe carrera desesperada tuve tiempo de oírles decir:
-Mira como corre el jodío cojo.
-Esto será de contar a nuestros nietos: le dejamos herido en la casa y vino
él solo a la cacería. Qué raza...
Empecé a trepar las laderas escarpadas de los Ebering. Las fuerzas me
fallaban. Vi, no muy lejos, al amo que esperaba apostado, con la culata ya cargada sobre
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en una victoriosa campaña de caza que nos proporcione fama y seguridad, eso sí,
evitando siempre al clan de los Ebering por honrar a mi amigo?. ¿O por el contrario
debo entablar contacto con el resto de los clanes, aprovechado mi situación de
privilegio, y organizar con ellos una resistencia contra los hombres, ...por honrar a mi
amigo?.
Mi cobardía me dicta lo primero. Pero el miedo triunfaría.
Los efectos que en los demás produce mi cobardía, me inclinan por lo
segundo. Sería la victoria del orgullo.
Veremos, después de esta noche de obligado ayuno.
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