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Multiculturalismo y diversidad

Un debate actual
Ana Esther Koldorf
compiladora

Multiculturalismo y diversidad
Un debate actual

Rosario, 2010
Índice

INTRODUCCIÓN
Ana Esther Koldorf.......................................................................................

La vivencia de la diversidad en las sociedades antiguas. Estado y comunidades:


imposición y resistencia. Mesopotamia entre el III y II milenios a. C.
Cristina Di Bennardis/De Bernardi............................................................... 12

La construcción del americanismo y el imaginario colonial


Nidia R. Areces............................................................................................. 29

La madre del verano es una mariposa: la cultura económica del capitalismo


en la Amazonía de Loreto (Perú)
Ana Rocchietti.............................................................................................. 45

Violencia y Exclusión
Hilda Habichayn........................................................................................... 69

Las relaciones de género y las diversidades de la pobreza


Ana Esther Koldorf....................................................................................... 75

Multiculturalismo y diversidad
Un debate sobre políticas e investigación social
Elena L. Achilli............................................................................................. 89
Las relaciones de género y las diversidades
de la pobreza

Ana Esther Koldorf

E
Des-velando la pobreza de las mujeres en América Latina
s necesario analizar de manera profunda los usos de la diversidad socio-
cultural en un marco de neoliberalismo conservador (Neufeld, 1999), ya
que esto nos permite reflexionar sobre por qué las diversidades día a día se
profundizan y están más presentes y propagadas; y nos conduce también a consi-
derar las consecuencias que los procesos de mundialización han tenido sobre las
diferencias humanas. La cuestión a debatir es cómo debemos analizar y compren-
der correctamente estas prácticas que han llevado a convertir las diversidades en
desigualdades.
Nancy Fraser (2000) plantea que la lucha por la igualdad social ha dado paso
a la pugna por el reconocimiento, desplegando una transformación que ha traído
consigo una orientación distinta de lo que podríamos denominar el sentido de jus-
ticia. Se ha abierto, en estas últimas décadas, un proceso de disputa por reivindica-
ciones concretas de los colectivos afectados por la discriminación y la dominación
cultural (Young, 1990). Los procesos de homogeneización sociocultural desple-
gados por los poderes hegemónicos de turno, han sido puestos en cuestión por las
reivindicaciones de las diversas minorías que articulan un discurso de inclusión
y reconocimiento de su especificidad. Pero las injusticias no sólo son la falta de
reconocimiento de la diversidad cultural o de las diferentes minorías sociales, las
injusticias son, también, socioeconómicas. Una forma de explicar estas cuestiones
la ha propuesto Fraser con su intento de solución del dilema entre redistribución y
reconocimiento. Se trata de contextos que comprenden escenarios de explotación,
marginación económica y privaciones combinados con situaciones que se relacio-
nan con la intolerancia, el no reconocimiento a la diversidad, el poco respeto y la
estigmatización de la diferencia. El objetivo del reconocimiento es la acomoda-
ción de las diferencias, mientras que el de la redistribución es la eliminación de
las desigualdades.
“La ‘lucha por el reconocimiento’ se está convirtiendo rápidamente en la
forma paradigmática del conflicto político a finales del siglo XX. Las rei-
vindicaciones del ‘reconocimiento de la diferencia’ estimulan las luchas de
grupos que se movilizan bajo la bandera de la nacionalidad, la etnicidad, la
‘raza’, el género y la sexualidad. En estos conflictos […], la identidad de
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grupo reemplaza al interés de clase como motivo principal de movilización


política. La dominación cultural reemplaza a la explotación en tanto injusti-
cia fundamental. Y el reconocimiento cultural reemplaza a la redistribución
socioeconómica como remedio contra la injusticia y objetivo de la lucha
política.

Evidentemente, ahí no acaba la historia. Las luchas por el reconocimien-


to tienen lugar en un mundo de desigualdades materiales exacerbadas: en
cuanto a la renta y la propiedad, en el acceso al trabajo asalariado, la edu-
cación, la asistencia sanitaria y el tiempo de ocio, aunque también, de ma-
nera más evidente, en el consumo de calorías y la exposición a la toxicidad
medioambiental y, como consecuencia, en las expectativas de vida y las
tasas de enfermedad y mortalidad. La desigualdad material va en aumento
en la mayoría de los países del mundo…” (Fraser, 2000).
En ese sentido, dice la autora, la justicia que busca el reconocimiento servirá en
tanto y en cuanto suponga un apoyo a la distributiva, o expresado en las propias
palabras de la autora: “no puede haber reconocimiento sin redistribución” (Fraser,
2000).
El paradigma de colectivo más perjudicado por ambos tipos de injusticias es
el de las mujeres, ya que constituyen un grupo afectado por las formas de ex-
plotación y opresión que producen ambos ejes de justicia. La discriminación de
género incluye tanto dimensiones político-económicas como cultural-valorativas.
En relación con la primera, se da sobre todo en la estructura que subyace a la
división fundamental del trabajo a través de una concepción de trabajo remunera-
do-productivo por un lado, y doméstico-reproductivo por otro. Con respecto a la
dimensión cultural-valorativa, la proyección más vejatoria de injusticia se revela
a través del androcentrismo; esto es, la construcción autoritaria de normas que
privilegian los rasgos asociados con la masculinidad.
Ambas dimensiones se refuerzan dialécticamente en la práctica, por lo tanto,
es importante encontrar soluciones aunque a simple vista pudieran parecer contra-
dictorias. Porque por un lado, las injusticias económico-sociales requieren de po-
líticas de igualdad, en cambio las culturales demandan políticas de reconocimiento
de la diferencia.
La discriminación de género se constata no solamente por la reclusión de las
mujeres en el ámbito doméstico-reproductivo sino que podemos verificarla tam-
bién en el espacio público, especialmente en el mundo laboral.
A nivel internacional y desde mediados del siglo XX, las mujeres se han in-
cluido lentamente al mercado de trabajo remunerado, fundamentalmente después
de la Segunda Guerra Mundial. Se ha producido, por lo tanto, un crecimiento del
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empleo asalariado de las mujeres, de modo que hay cada vez más mujeres que tra-
bajan y esto es un logro. Pero “este crecimiento se ha producido junto a una mayor
precarización y una mayor vulnerabilidad de los empleos” (Hirata, 2003).
Las empresas multinacionales buscan a las mujeres para ciertas tareas: “Se tra-
ta […] de una mirada social diferente sobre el trabajo de las mujeres en razón de su
sexo, que las convierte en una reserva de mano de obra más interesante” (Castells,
2002), porque, dice Castells, permite la posibilidad de pagar menos un trabajo si-
milar con igual educación y competencia y, además, existe una correlación entre la
flexibilidad del trabajo de las mujeres y las necesidades de la nueva economía. Se
asiste a una generalización de las prácticas calificadas como “modelo femenino” o
empleos que se emparentan a menudo con el trabajo de reproducción social de las
mujeres (cuidado de las personas y tareas domésticas): un trabajo flexible, atípico,
de tiempo parcial, fragmentado, llamado a domicilio, a medida, subcontratado,
independiente, inestable, precario, clandestino, etc., más proclive a la sobreexplo-
tación (Castells, 2002).
La proporción de mujeres trabajadoras ha aumentado tanto en el sector pú-
blico como en el privado, especialmente a partir de fines de la década de 1980.
Pero principalmente entre los empleos precarios (flexibilización laboral) creados
y suprimidos según la coyuntura y aquellos en los que el aumento de los ingresos
es menor.
Según la CEPAL (2002) en América Latina existe una amplia brecha salarial
entre los sexos: las mujeres siguen ganando un promedio del 72% del salario mas-
culino. En ningún país se paga una remuneración equivalente a hombres y mujeres
con el mismo nivel de instrucción. Los ingresos de las mujeres, jóvenes o adultas,
habitualmente son menores que los de los hombres, independientemente del nivel
educacional que se considere, y la discriminación se presenta en todos los grupos
ocupacionales.
También se puede distinguir la existencia de segregación ocupacional según el
sexo como un denominador común de los mercados de trabajo de la región, que
persiste a través de las décadas y las fronteras. La existencia de la segmentación
ocupacional según género, en el mercado laboral, se expresa en la concentración
de las mujeres en un conjunto reducido de actividades que se definen como tí-
picamente femeninas en términos culturales (segmentación horizontal), como si
fueran “ghettos” ocupacionales, como los talleres textiles, el trabajo domiciliario
a destajo, servicio doméstico, enfermería, cuidado de ancianos y niños. Puestos de
trabajo mal remunerados e inestables (Abramo, 1993).
En los países de Latinoamérica, especialmente en México miles de mujeres
trabajan en las “zonas francas”, donde las grandes empresas tratan siempre de re-
ducir los costos de mano de obra para obtener más ganancias. Han encontrado dos
soluciones “fáciles”: 1) contratar a más mujeres que hombres y 2) localizarse en
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estas “zonas francas” llamadas maquilas. El auge de la maquila va de la mano con


la explotación de la mano de obra femenina. Las condiciones son parecidas a las
de la esclavitud: salarios muy bajos, insuficientes para asegurarle la supervivencia
(cobran un promedio de U$S4 por día) largas horas de trabajo (de 50 a 80 horas se-
manales) ritmo intenso y controles permanentes, despidos arbitrarios, prohibición
de sindicalizarse y ausencia total de medidas de seguridad (CEPAL, 2002). En
algunas empresas las obreras deben someterse a exámenes de gravidez. Además,
estas maquilas son a menudo lugares donde se ejerce violencia sobre las mujeres,
un ejemplo es Ciudad Juárez (México) donde la desaparición y el asesinato de
mujeres se vienen produciendo desde 1993 y permanecen impunes.
Vemos entonces que la pobreza fue adquiriendo rostro de mujer latinoameri-
cana, en su triple discriminación de género, clase y etnia. La “feminización” de
la pobreza es un proceso direccional que muestra a las mujeres como principal
colectivo afectado, con varios fenómenos que han ido en aumento: 1) las “Madres
solas jefas de hogar” que tienen una proporción creciente e importante de emba-
razos a temprana edad, con la consecuente vulnerabilidad económica (Kliksberg,
2002); 2) feminización de los flujos migratorios hacia los países centrales de la
economía y su inserción en los circuitos alternativos (industria del sexo, servicios
domésticos y de cuidados, trabajo informal); la feminización de la migración es
una estrategia de sobrevivencia de las mujeres ante las situaciones de pobreza y
exclusión impuestas a gran parte de la población latinoamericana; 3) las mujeres
que integran las “clases de servidumbre” (Sassen, 2003), dedicadas a realizar tra-
bajos domésticos y de cuidado que son base de apoyo a la producción eficiente en
los países centrales.
En Latinoamérica –como en otras partes del mundo pobre– el aporte de las
mujeres es indispensable para mitigar la pobreza tanto si perciben ingresos mone-
tarios como si hacen un aporte no remunerado al hogar. Y también los trabajos co-
munitarios de tipo voluntario (en los comedores, las copas de leche, las vecinales)
que realizan las mujeres de los sectores populares, permiten un ahorro (al Estado)
en gastos de salud, cuidado de los niños y de los miembros familiares de la tercera
edad (CEPAL, 2006-2007).
Otras de las lacras del neoliberalismo es la comercialización del cuerpo de las
mujeres, ocasionado también por la pobreza.
La venta del cuerpo “cosificado” de las mujeres se ha convertido en la tercera
actividad más lucrativa después de las drogas y las armas. La liberalización de los
mercados aumenta el interés por las mujeres como producto sexual de exporta-
ción: las mujeres, pero también las niñas y los niños, son “objetos” y sus cuerpos
“cosas” vendibles, comercializables, destinadas a responder a las necesidades de
los hombres (OIT, 2005).
La persistencia de la relación de dominio de los varones sobre las mujeres
Las relaciones de género y las diversidades de la pobreza  79 

se manifiesta a través de la intensificación del tráfico de mujeres, el aumento del


turismo sexual, la expansión de la industria mundial del sexo y también las redes
mafiosas de Internet. Y el camino del tráfico de mujeres, niñas y niños es el mismo
que el del reembolso de la deuda: del Sur hacia el Norte y del Este hacia el Oeste.
Se sabe en efecto que la industria del sexo constituye una importante fuente de
dólares para los países endeudados (COMITÉ FEMMES SALAMI, 2000).

¿Y qué pasa en nuestro país?


Al tradicional atraso en América Latina en materia de pobreza y distribución de in-
gresos se agrega el empobrecimiento reciente de grandes sectores medios de la po-
blación latinoamericana a raíz de las crisis económicas que afectaron a la región, y
con especial fuerza a algunos países, en el decenio de 1990 (Arriagada, 2006).
En Argentina, en el término de diez años (de 1990 a 2000), siete millones de
personas dejaron de ser clase media para pasar a ser pobres. Prácticamente no
se conoce un caso similar, con esta velocidad y con esta pasividad (Domínguez,
2002): “…los otrora ascendentes sectores medios se están desperdigando, se resis-
ten, se agarran como pueden para no seguir resbalando. La mayoría va para abajo:
han sido los más ajustados” (Minujin, 1992). Los/as protagonistas son empleados/
as públicos, taxistas, maestras/os, cuentapropistas, pequeños comerciantes, talle-
ristas, funcionarios/as de las capas bajas de las diferentes estructuras del Estado,
bancarios/as y, esencialmente los/as jubilados/as, en su gran mayoría. Nunca re-
sultó ser un sector fácil de definir. En un momento de nuestra historia operó como
un marco ideal de referencia, como un “modelo” identificatorio que permitía la
operación de autoinclusión social. Su existencia real y el imaginario sobre el mis-
mo, definían los contenidos del sueño argentino, de una sociedad abierta, fluida,
de movilidad social ascendente en la que el progreso coronaba el esfuerzo (Feijoo,
1992).
Esta caída en el empobrecimiento incidió profundamente en los integrantes
de las unidades familiares: salida al mercado laboral de las cónyuges y/o hijos en
edad escolar (y como posible consecuencia abandono de la escolaridad), cambio
en los roles domésticos varón-mujer, sufrimiento psíquico del jefe de hogar des-
empleado, pérdida de niveles de vida, doble o triple jornada laboral para la mujer
que sale al mundo del trabajo, incremento de los niveles de violencia doméstica.
Existen evidencias acumuladas de que los efectos de estas crisis han perjudi-
cado de diferente manera a hombres y mujeres. Para analizar la pobreza desde una
perspectiva de género hay que hacer visibles diversas relaciones de poder, como
las ligadas a las exclusiones, desigualdades y discriminaciones de género en el
mercado laboral, el reparto desigual del trabajo no remunerado, el ejercicio de la
violencia física y simbólica en contra de la mujer y el diferente uso del tiempo de
hombres y mujeres (Arriagada, 2006).
80 Multiculturalismo y diversidad

Según Amartya Sen existen una serie de desigualdades específicas por género,
entre ellas las que nos interesan distinguir: desigualdad de oportunidades básicas
(prohibición o inequidad de acceso a la educación y salud básicas); desigualdad
de oportunidades especiales (dificultades o prohibiciones de acceso a la educación
superior); desigualdad profesional en el acceso al mercado de trabajo y a puestos
de nivel superior; desigualdad en el hogar, reflejada en la división del trabajo por
género, donde las mujeres tienen a su cargo el trabajo doméstico de manera exclu-
siva (Sen, 2002).
Hemos comprobado en una larga experiencia de trabajo antropológico, rea-
lizada en el Barrio Toba Municipal de la ciudad de Rosario, entre 2001 a 2008,
cómo se puede convertir la diferencia, la diversidad, en desigualdad. Al abordar
el complejo entrelazado de educación, pobreza, género y diversidad étnica hemos
constatado inequidades que crean situaciones de exclusión y de restricciones edu-
cativas sobre adolescentes y jóvenes que, por ser pobres y madres son expulsadas
del sistema educativo.
En algunas de las entrevistas realizadas se dijo:
“…cuando era chica y vivíamos en el Chaco […], yo tenía que ir a ayudar a
mi mamá en la cosecha de algodón […], faltaba mucho a la escuela […], por
eso quiero que mis hijos vayan y terminen la escuela…” (N).

“…éramos 7 hermanos y yo la acompañaba a mi mamá a las quintas […],


no pude terminarla…” (L).

“…me quedaba a cuidar a los más chiquitos cuando mi mamá iba a la cose-
cha […], no pude seguir, mi hermano siguió” (R).
La desigualdad en las oportunidades educativas comienza en el hogar; las caracte-
rísticas de la familia, especialmente la ubicación urbana/rural y el nivel de educa-
ción de la madre, afectan la nutrición y la salud de los niños y niñas al igual que su
disposición a ingresar a la escuela y la probabilidad de desertar, al mismo tiempo
que perjudica la obtención de conocimientos tanto en cantidad como en calidad
mientras el niño o la niña están en la escuela. En este sentido, los niños y niñas in-
dígenas comienzan su educación escolar con una grave desventaja en relación con
los no indígenas y blancos y tienen mayores probabilidades de desertar y menores
posibilidades de finalizar la escuela.
Los pueblos originarios experimentan los más altos índices de analfabetismo,
sobre todo en los grupos de mayor edad y en las mujeres. También existen in-
dicadores en los diferentes países que ilustran cómo, sobre todo las mujeres, no
llegan a la educación media o superior. Esto se produce por factores culturales y
relaciones de género articuladas con las lógicas de demanda laboral que priorizan
Las relaciones de género y las diversidades de la pobreza  81 

el papel proveedor de los hombres (Peredo Beltrán, 2004).


La marginación en las oportunidades de beneficiarse de los avances del desa-
rrollo ha generado una especie de consenso acerca de que la noción de desigualdad
social incluye diversas formas de inequidades y, además de las de clase, etnia y
edad, el género es una de ellas (Oliveira, 2007). La categoría de género forma par-
te de un conjunto de desigualdades categoriales (Tilly, 2000; 2003), es decir, de
sistemas de distinción y de clasificación socialmente organizados entre categorías
sociales (varones/mujeres, blancos/negros, indígenas/no indígenas) que producen
desigualdades persistentes en el espacio y en el tiempo.
Las de género, al igual que otras formas de desigualdades, se producen en con-
textos históricos y socioculturales específicos, mediante diferentes tipos de meca-
nismos: apropiación y acaparamiento de recursos y oportunidades, segregación
ocupacional, discriminación salarial, explotación, desvalorización, utilización de
la violencia física y psicológica. Se manifiestan de diversas maneras: diferencias
de ingresos, educación, poder, prestigio, protección.
Las inequidades de género son una construcción sociocultural y comprenden
aspectos objetivos y subjetivos que son recreados y transformados lentamente al
interior de las sociedades, a partir de los significados que la historia, la cultura y
las instituciones les proporcionan.
Desde esta óptica las desigualdades de género, al igual que otras formas de
inequidades, articulan simultáneamente aspectos simbólicos y estructurales, ideo-
lógicos y materiales, interactivos e institucionales. Incluyen un sistema de repre-
sentaciones, normas, valores y prácticas que establecen relaciones jerárquicas en-
tre varones y mujeres y, a la vez, al interior del grupo de mujeres y de hombres
(Lamas, 1996; De Barbieri, 1992, 1996; Ariza y Oliveira, 2000).
De todas formas, debemos reconocer que en las últimas décadas se ha logrado
una mayor igualdad en el acceso de las mujeres a la educación y en la inserción en
los mercados de trabajo. Pero este fenómeno tiene un doble origen, por un lado, es
consecuencia de las transformaciones logradas a partir de la lucha y movilización
constante, desde mediados del siglo pasado, de los movimientos de mujeres; estas
luchas se plantearon por el mejoramiento de las condiciones de vida de todas las
mujeres y la búsqueda de acceso al mercado laboral (Koldorf, 2008). Esta partici-
pación de las mujeres en actividades remuneradas, especialmente de aquellas pro-
venientes de hogares pobres o empobrecidos, es uno de los factores que ha logrado
frenar, en parte, el aumento de la pobreza en América Latina. Esto se debe a que
sus aportes han contribuido a aumentar el ingreso familiar, paliando los efectos
de las caídas de los niveles salariales y permitiendo a un número significativo de
hogares mejorar su nivel de vida (Valenzuela, 2003).
Pero, por otro lado, el empobrecimiento en que han caído la mayoría de las
sociedades latinoamericanas debido a los procesos de reestructuración económica
82 Multiculturalismo y diversidad

que, a pesar de la ampliación de las oportunidades educativas y la mayor presen-


cia de las mujeres en los mercados de trabajo, no se han reflejado en una marcada
reducción de las inequidades de género en el mundo laboral (la segregación ocu-
pacional y la discriminación salarial son inequidades que perduran en el tiempo y
en el espacio); más bien, se han acentuado los contrastes en la situación laboral de
diferentes grupos de mujeres y de hombres. La mirada de género, al resaltar tanto
las similitudes que han surgido entre hombres y mujeres como las diferencias que
se han gestado, pone de manifiesto nuevas formas de inequidades y desigualdades.
Por ejemplo, este masivo ingreso de las mujeres al mercado de trabajo remunerado
no ha aportado a la mejora de la calidad de vida de las mismas, ni se tradujo en
una transformación más o menos rápida de las formas de relación de género en la
sociedad. En definitiva no ha impactado en el bienestar personal de las mujeres en
forma automática. Vemos cómo, todavía, persiste la brecha de género, las diferen-
tes posiciones que hombres y mujeres ocupan en la trama social y que conllevan a
una desigual distribución de recursos y de poder, en un contexto dado, a favor de
los hombres en detrimento del colectivo de mujeres, que incide en el acceso de las
mismas al campo laboral (Koldorf, 2008). Como consecuencia de las formas de
sujeción y discriminación por su condición de género, las mujeres enfrentan barre-
ras socioculturales para ingresar y permanecer en el mercado de trabajo en igual-
dad de oportunidades con los hombres. Tienen una inserción laboral más débil que
los hombres “en 2000, la tasa regional de participación masculina –calculada con
base en 8 países, que cubren más del 80% de la PEA de América Latina– alcanzaba
al 74,1%, en tanto la femenina llegaba al 43,4%…” (Valenzuela, 2003).
Son muchos los factores que inciden desfavorablemente en la incorporación de
las mujeres en el campo laboral y en la capacidad de generación de ingresos por
parte de ellas. Existen una variedad de fenómenos que intervienen en las oportu-
nidades laborales de las mismas, entre ellos, como lo mencionáramos, la segmen-
tación de las ocupaciones según sexo, la subvaloración del trabajo femenino, la
menor gama de funciones (o tareas) disponibles para éstas. Entre los aspectos de
carácter más estructural que restringen sus oportunidades se encuentran las prác-
ticas discriminatorias –abiertas o encubiertas– en relación con la maternidad y sus
roles reproductivos, entre ellos solicitud de información sobre estado civil, si están
embarazadas y número de hijos como parte del proceso de selección; los despidos
al ser comprobados los embarazos; a pesar de que muchas de estas prácticas están
prohibidas por la ley. La legislación de protección a la maternidad, diseñada para
que opere en un contexto de empleo asalariado, no ampara a una alta proporción
de mujeres que se desempeñan en el mercado informal, bajo distintas formas de
contratos precarios y quedan excluidas de todo resguardo (Koldorf, 2008).
Por todo lo dicho se desprende que en las políticas de educación es necesario
avanzar hacia un concepto de equidad que no sólo dé cuenta de la desigualdad so-
Las relaciones de género y las diversidades de la pobreza  83 

cioeconómica en el acceso, la calidad y las oportunidades sociales generadas por


el sistema escolar, sino que indague en las raíces culturales de la desigualdad y en
los mecanismos que la reproducen dentro y fuera de la escuela, orientando mejor
las acciones necesarias para superarla.
Argentina a pesar que presenta importantes avances en los niveles de cobertura
de la educación primaria, en general, no es así en el nivel secundario y, también,
queda pendiente superar los altos niveles de fragmentación, inequidad y desigual-
dad en materia de pobreza. Las regiones con mayores grados de pobreza son las
que tienen menores niveles de escolarización, y las diferencias se acentúan a me-
dida que se asciende en la carrera escolar. Las dificultades para egresar del nivel
medio son notoriamente diferenciales según el nivel de ingreso del hogar. En el
2003, el 68% de los/las jóvenes de 18 a 20 años de los hogares más pobres no
había concluido el nivel medio; entre quienes viven en hogares de mayor ingreso
el porcentaje es de 19% (Giacometti, 2005).
Las falencias en la educación tienen fuerte incidencia en materia de igualdad
de género: se traslada parte del peso de la educación a las familias que, por cues-
tiones de género, recae sobre la madre; en los hogares más pobres, por lo tanto, no
se logra romper el círculo de pobreza: viviendas con poca disponibilidad de bienes
y servicios y con lugares inapropiados para el desarrollo de tareas escolares, con
madres de bajo nivel educativo y por consiguiente con menores posibilidad para
el seguimiento y apoyo, con mayor cantidad de miembros menores de edad y gran
carga de trabajo sobre la mujer.
También se dificulta el trabajo docente, pues trabajan en lugares inadecuados,
con mayores exigencias de la población escolar que deben atender, escasez de
recursos para hacerlo y deterioro del salario. Debe tenerse presente que en este
sector es muy fuerte la presencia de mano de obra femenina.
La carga de fracaso se hace evidente en un grupo de riesgo: los/las adolescen-
tes, que se retiran del sistema y se encuentran ante un mercado laboral que no los/
as incorpora. Los/as adolescentes excluidos van quedando en peores condiciones
al no contar con una formación básica suficiente para insertarse en el mercado
de trabajo formal, agudizándose su situación de vulnerabilidad y exclusión. La
conjunción de mala o deficiente calidad educativa y ausencia o debilidad de polí-
ticas de planificación familiar aumentan los riesgos de embarazo adolescente. La
temprana maternidad no sólo es un factor de riesgo de mortalidad infantil, sino
también un fuerte condicionante para la incorporación de las mujeres en el merca-
do de trabajo (Giacometti, 2005).
Por lo tanto, se verifica una caída muy importante en el porcentaje de asistencia
al nivel secundario, entre los varones por asumir tempranamente su condición de
proveedor, mientras que para las mujeres la explicación puede buscarse en el em-
barazo o en su incorporación al quehacer doméstico no remunerado.
84 Multiculturalismo y diversidad

De las jóvenes que prestaron testimonio solo algunas terminaron noveno año
del EGB y la gran mayoría no terminó el secundario completo. Algunos de los mo-
tivos del abandono, a la pregunta de por qué no pudieron seguir, fueron: “porque
me fui a cuidar a mis sobrinos”, “me fui a vivir con él”, “me llevaba mal con el
profesor”, “porque faltaba mucho y quedé libre de faltas”, “quedé embarazada” y
una frase muy repetida “no me daba la cabeza para estudiar”.
La formación de las parejas, la permanencia en el hogar y en el trabajo domés-
tico, pero sobre todo en las etapas de nacimiento y crianza de sus hijos hace que
las mujeres pierdan en la competencia con los varones, lo que estaría mostrando
la persistencia de una distribución de roles familiares que perjudica las posibilida-
des de las mujeres, tanto en su permanencia en el sistema educativo, como en su
incorporación a trabajos remunerados.
El bajo nivel de educación de la mujer favorece la pobreza, la persistencia de la
violencia, el maltrato, los abusos intrafamiliares; y el trabajo doméstico no remu-
nerado genera dependencia económica que aumenta su vulnerabilidad y potencian
la asignación de lugares subordinados, centrados en tareas relacionadas con la
maternidad y el ejercicio de lo doméstico.
En este sentido, podríamos afirmar que el actual contexto de desocupación o
de inserción en trabajos precarios, sumado a la falta de jardines-guarderías mater-
nales financiados por el Estado, dificulta la inserción de las mujeres de sectores
pobres o empobrecidos en el ámbito laboral y la posibilidad de desarrollar una
trayectoria de vida digna.
Argentina, como el resto de América Latina presenta actualmente un panorama
distributivo que se caracteriza por sus niveles de desigualdades, con una distribu-
ción inequitativa de la riqueza y con importantes grupos de población excluidos de
los avances del desarrollo y vulnerables a las situaciones de pobreza. Como con-
secuencia, los beneficios de la mayor equidad de género no alcanzaron a toda la
población. Por eso los notables avances en la conquista de derechos de las mujeres
durante la década de 1990 deben ser consolidados y profundizados. Es necesario el
aumento de la participación de la mujer en la vida pública, en puestos de decisión,
tanto en los lugares de trabajo como en la vida política.
Por todo lo expresado, el desafío en nuestro país es: garantizar la igualdad de
oportunidades para el acceso, la permanencia y el egreso de toda la población de
menores recursos, pero especialmente de las mujeres, al sistema educativo y la
posibilidad de ingreso y estabilidad en todos los lugares de trabajo.

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Las relaciones de género y las diversidades de la pobreza  85 

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