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Zoológicos urbanos
Historias mutantes de Rafael Chaparro Madiedo
Colección Periodismo
Editorial Universidad de Antioquia
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Contenido
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Nota preliminar
Con los ojos rojos, irritados por tanto smog que producen las
ciudades grandes y de tráfico congestionado como Bogotá, Chaparro
empezó a manifestar su inquietud de desconsuelo ante el caos que la
capital colombiana vivía a finales de los ochenta y principios de los
noventa. Mientras tantos otros estaban enfocados en la violencia y en una
variedad de temas que aún hoy son de cotidiana ingestión de los
colombianos, él, antes de ganarse con Opio en las nubes el
reconocimiento nacional, empezó a recoger toda suerte de historias
urbanas. Al hacerlo se dio cuenta de que su entorno era un zoológico
urbano repleto de situaciones y disparates, con muchos animales de la
fauna de concreto y con fieras de todas las clases, olores y texturas que
podían convertirse en una crónica o en un comentario editorial. Por eso
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vagó por toda Bogotá, mientras pudo, como un sigiloso escritor de tenis
roto tomando atenta nota de todo. Recorrió Bogotá y otras ciudades de la
misma manera en la que lo hace un gato vagabundo, que va por las calles
con sus instintos alerta para cazar o para tomar cosas del suelo y de las
bases de los postes de luz, donde habitualmente se apiña la basura. Qué
mejor fórmula que esta para encontrar historias.
En este libro el lector encontrará a un escritor de crónicas enamorado,
nostálgico y al mismo tiempo desencantado de la ciudad en la que le tocó
vivir. Una Bogotá que se fracciona en diferentes partes y de varias
formas. Una Bogotá en llamas que en mucho puede parecerse a la ciudad
a la ciudad destruida e híbrida de Opio en las nubes. Una Bogotá vista
como un entorno mutante, en donde la realidad y la ficción se
entrecruzan y personajes de una y otra se miran a los ojos y se dan cuenta
de que los tienen rojos por el esmog, mientras a Olafo le toca soportar en
un bus mal carburado los tradicionales trancones, al contrario Mick
Jagger que va feliz en una buseta por la Caracas. Se trata de la siempre
gris Bogotá y su exótico comercio de la carrera Séptima, donde la
Batichica compra en Solo Kukos y “Las parejas de enamorados que no
salieron a vacaciones a París, van a la terraza Pasteur a curarse del virus
de la nostalgia. Un virus que sube escaleras. Un virus que toma café de
Colombia. Un virus que se encuentra en los ojos de cada transeúnte. Es
un virus que se incuba bajo la carpa rota del circo del cielo bogotano”.1
Una Bogotá a veces de terciopelo, a veces de papel de lija. Una Bogotá
con horarios puntuales como el de las putas tristes de Chapinero que
renacen siempre a las 6 de la tarde. Una Bogotá con su desaforada
construcción de edificios altos que le quitaron la posibilidad de cielos a
las cometas. Una Bogotá que en palabras de Chaparro “es la propina que
nos dio el infierno […] Bogotá, una palabra que suena a pesadilla o a
café capuchino con crisis existencial de tercera categoría […]. Una
ciudad que es un capuchino. Se la toman y la botan y lo peor es que la
cobran, y bien cara”.2
Pero no solo sobre la capital colombiana hay textos en esta
compilación. También se encuentran pequeños recorridos por Praga, La
Habana y París. Se habla de religión, política, literatura, amor, whisky,
heroína, marihuana, pestilencia, cine, John Lennon, Gabo, Kafka,
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Cervantes, Rimbaud, Baudelaire, Borges, Jim Morrison, Jimi Hendrix,
Bart Simpson, Kurt Cobain, Mick Jagger y los Rolling Stones, fútbol,
comunismo, besos, lluvia, sol, sangre, desconcierto, lo correcto y lo
incorrecto.
La invitación nunca sobra. Este libro es un respiro, una oportunidad
de conocer otra forma de hacer periodismo. Uno sin esquemas, sin
lugares comunes, todavía novedoso y con una puntuación que a veces
responde a un ritmo anárquico y a veces a la formalidad. Un periodismo
que no se desprende de su progenitora, la literatura, y que finalmente
logra retratar mejor a una sociedad que el cubrimiento diario, vertiginoso
y casi despiadado de noticias. No tendrán decepción alguna en su lectura.
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1
Chaparro Madiedo, Rafael, “Siete veces Séptima”. La Prensa. Bogotá, 2 de
enero de 1989, p. 8.
2
Ídem, “Bogotá S. A.”. Consigna. Bogotá, N.° 367, 30 de junio de 1989, p. 31.
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Nota biográfica sobre
Rafael Chaparro Madiedo
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Chaparro Madiedo dirigió el programa de televisión infantil Brújula
Mágica.
Uno de los años más cruciales de su vida fue 1992, cuando ganó el
Premio Nacional de Novela, convocado por Colcultura, con Opio en las
nubes. Esta obra fue escogida por los jurados Salvador Garmendia
(Venezuela), Héctor Rojas Herazo (Colombia) y José Viñals (Argentina),
quienes la elogiaron por novedosa.
La noche del 17 de abril de 1995, Rafael Chaparro Madiedo murió
víctima de lupus. En su edición del 19, el periódico El Tiempo lo
despidió así: “El blues es siempre una canción triste, un lamento que
arrulla las angustias del alma. Por eso anoche, en la madrugada, sonó un
blues en Bogotá, el blues más triste para la nueva generación de
escritores colombianos porque ayer falleció Rafael Chaparro Madiedo”.
En el mismo artículo se citan más adelante unas palabras de su
compañero Eduardo Arias: “Creo que al verdadero Rafael Chaparro
nadie lo pudo conocer... “. 5
_______________________
5
“Se fue el de Opio en las nubes. Falleció el joven escritor Rafael Chaparro”. El
Tiempo. Sección Gente. Miércoles, 19 de abril de 1995, pp. 1-2.
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Zoológicos urbanos
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De Lenin a Pink Floyd
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elementos para el desarrollo del rock metálico en aquel país. Phil
Manzanero toca en Inglaterra con el grupo Roxie Music.
La rosa de smog, la 19 con Séptima aguanta de todo. Pesados buses
con su negra bocanada de humo, los pesados del rock pesado, las drogas
pesadas, los apestosos sahumerios de los despistados hare krishnas, la
formación de los policías antimotines, las manifestaciones de la UP, de
Fecode y los teatreros. Allí Lenin nunca se imaginó estar al lado de Julio
Flórez o Platón al lado de los estudios sobre Freud hechos por un oscuro
psicoanalista opita. Allí nace una cultura compleja donde se mezcla el
contrabando con la legalidad, el grafiti con el código de comercio que
venden en las esquinas, los gamines trabados con bóxer que piden y
asustan a las señoras, los viejos cachacos que salen a la 19 a tomar el
transporte después de una larga y nostálgica tarde de tinto y charla con
sus amigos, paraguas en mano y corbatines rojos o de pepitas, paño
inglés o del Restrepo. Una cultura donde se oye hablar de diálogo
nacional o de represión, de la bolsa o de los Beatles, de Dios y del diablo,
del negro y del blanco. Una cultura callejera que se extiende como un
pulpo en una forma muy colombiana: hamburguesas, rock, Monserrate,
riqueza, pobreza y lujuria.
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La insoportable levedad del ser
La metida de pata
Los que llegaban al colegio con zapatos ortopédicos eran objeto de una
incisiva reprobación por parte de los reyes del “Tractor”. Ellos eran los
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señores de los castillos de arena, los caballeros andantes de las espadas
de plástico que relegaban a los “ortopédicos” a los puestos de retaguardia
en la Armada Invisible de la imaginación. Eran siempre los malos de las
películas, en los partidos de fútbol los defensas, en las piñatas siempre se
ganaban su tiestazo y por desgracia las mamás generalmente les ponían
tirantas de caucho elástico. Con un expediente de esta naturaleza era
imposible llegar a ser, en alguna limpia mañana de verano, un
conquistador de los reinos lunares. A lo máximo que llegaba, era a ser el
lunar de la clase.
Un buen día los señores de la guerra de las canicas vieron
desplomarse su soberanía: unos “Adidas” y unos “Puma”, extraños
animales venidos de Miami, destruyeron los espacios arados por los
“Tractor”. Los “ortopédicos”, siempre tan correctos ellos, decidieron
morir con las botas puestas y no cambiaron la mula por el avión. Ni
tampoco quisieron meter la pata en la boca de los pumas.
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La película Grease estaba en su máximo apogeo y a la entrada de los
cines se veían dos grupos claramente definidos: uno era el de las hordas
medievales de las pandillas que iban con camisetas chiviadas y con
relojes tipo acuario o tipo detective. El otro eran los niños y las niñas
bien del norte con sus aperos traídos de Miami. Mientras los unos
hablaban de la fiesta en el salón comunal, los otros hablaban del caballo
de polo o de lo último en guarachas en materia de tecnología: se trataba
de un aparato conectado al televisor y en el cual se podían ver películas.
Era un betamax.
Un puñado de estridencia
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Los sapos
Los arsenales
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Guerra y seducción
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Aquí no pasa ni el tiempo
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El semáforo, un estado de ánimo
Los semáforos no son objetos tan inocentes como a primera vista puede
parecer. En realidad son pequeños soles electrónicos que nacen tras el
concierto de los pitos y tienen su crepúsculo en el horizonte del smog. No
en vano el reloj mecánico de los autos, busetas y motos, se mide con el
ciclo luminoso de los semáforos. Allí los carros y las personas que van en
ellos solo tienen una faceta: el afán. En verdad, es el punto de cruce entre
la paranoia colectiva y cierta idea de orden público, pues aunque no
parezca, el tránsito es la expresión motorizada del orden social. La
circulación caótica de carros en las calles de la mayoría de las ciudades
colombianas representa, de cierto modo, no la lucha de clases, sino una
especie de carrera entre las clases sociales. En la grilla de partida de los
semáforos los autos parecen caballos de acero en la pista del hipódromo
urbano donde se apuesta la vida y el prestigio. De algún modo
especialmente misterioso, la llegada de los semáforos a la ciudad
colombiana, y en particular a Bogotá, tiene que ver con los complejos
procesos históricos que sacudieron la vida nacional.
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Sangre pesada
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impaciente el reloj y el ama de casa regaña al hijo que lleva medio
cuerpo por fuera de la ventana mientras el perro ladra. Todos esperan que
cambie el semáforo. Todos parecen que estuvieran en una especie de
coctel de gas carbónico.
También es un billar. Las miradas se dirigen de un punto a otro, del
cabello de la mona del modelo 81, con una calcomanía de “I Love
Pitalito”, a la luz roja del semáforo. La carambola se produce cuando las
luces del semáforo indican que los caballos de acero pueden iniciar su
carrera para llegar a los establos del trabajo.
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El pito intermitente es el grito de la victoria, es un pito rojo, bello, un
pito de Santa Fe. Es un pito sin agresiones y sin violaciones de ningún
orden.
Toda la realidad del semáforo está influida por los estados de ánimo.
Un aparato, a primera vista tan frío, en realidad es toda una metáfora del
estado de alma de la gran ciudad.
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Mira el cielo. El horizonte de la polución deja entrever, solo por unos
segundos, un reino que se encuentra más allá de los pitos y los
rascacielos. En ese reino medio confuso, la impresión momentánea es la
de sentirse, de pronto, irreal. Es esa sensación que hace que los pies ya
no sean de plomo sino de nubes, que hace que la vida parezca una
mañana congelada en un viernes de sol a las nueve de la mañana.
Arrancaron los carros. Se impulsan sobre el pavimento.
Se van los amos sobre sus tronos de acero, ruedan sobre sus reinos a 60 o
90 km/h y queda allí la alternativa de mercadeo más ingeniosa de toda
América Latina o inclusive del mundo entero: los vendedores que
ofrecen “Marlboros, Marlboros, duraznos, aguacates, La Prensa, El
Tiempo, Espectador, Frunas, chocolatinas, chicles, una monedita, Dios se
lo pague”. Allí también confluyen los gamines a limpiar los vidrios y las
farolas de los carros con trapos sucios. Vienen de los sótanos de los
submundos a limpiar los vidrios cotidianos de los ciudadanos
motorizados. Hace algunos años cuando aparecía un gamín a limpiar los
vidrios de los carros, algunos choferes se ahogaban de miedo.
Ahora se ha establecido una especie de ética del semáforo o más bien
una cierta diplomacia que hace de la relación entre los ciudadanos y los
gamines algo más bien amable. Ellos, los habitantes de los puentes y las
alcantarillas, brillan con la paranoia colectiva. Mueven su mano de
izquierda a derecha. Con un trapo viejo le recuerdan a la ciudad la
metáfora de su condición: le dicen al señor sentado frente a su volante
que ellos son los “olvidados” de la sociedad. Le recuerdan que no llevan
el volante de la realidad. Le dicen que están en la boca de los exostos de
la ciudad, donde los han relegado, y que reciben sobre sus rostros el grito
carbónico de la urbe. Cambia el semáforo. Luz verde. Parten de nuevo
los carros. Llueve.
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Los gamines se quedan allí. Las aletas de sus narices se inflan.
Respiran con esa fuerza que solo tienen los que andan por el mundo con
pies de asfalto. Los semáforos son el hogar donde apenas, por unos
momentos, reciben un delgado rayito de los soles luminosos y donde la
ciudad compra la tranquilidad de su conciencia dándoles unos cuantos
centavos.
Domingo. El mundo parece la escena de una película muda. Los
semáforos anuncian la resurrección de los dioses y los demonios de la
ciudad. Los semáforos han pasado una noche de soledad y frío en medio
de la lluvia eléctrica. Varios carros aparecen crucificados en los cruces.
Sus hojas de lata están arrugadas por los golpes del licor y la fiesta. Los
semáforos despiertan de nuevo. Se preparan para oficiar su misa de
preservación de la vida. Son unos sumos sacerdotes de tres luces y cuatro
velocidades. Los carros se llenan de familias, todos van y vienen sin
rumbo fijo y conducen con especial paciencia. Los taxis no son taxis y la
ciudad tiene una parte de su vida dormida. Los semáforos siguen su labor
electrónica a pesar de todo.
El poeta chino yace sobre un separador. El pasto está mojado. En su
boca aparece un hilo de sangre congelado. Su túnica está rasgada. Los
sueños de arroz están regados sobre el pavimento. Los ojos anclados en
la eternidad. Las estrellas no le habían dicho cómo manejar un Chevrolet.
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Esta calle que hace sobremesa
Una calle del barrio Germania de Bogotá. Arriba del centro, el profundo
olor del lúpulo y de la cebada del antiguo barrio cervecero se ha
cambiado por el perfume carbónico de los buses y carros. Tiene el
aspecto de un camino lunar. En realidad esta estrecha calle muestra el
paso del tiempo por cada poro de su olvido. Cada bus que pasa y cada
pito de cada carro desmorona la pintura antigua de las paredes. La
cosmética de esta calle ha ido maquillando el paso del tiempo. O más
bien es el tiempo el que se ha decantado en esta calle: las puertas, el olor
de la comida cocida, el andén maltratado y los rostros de la gente están
listos en la paleta de un pintor y en los obturadores de las cámaras. Todo
está dispuesto para que sea un gran óleo o una gran fotografía. Los
elementos se encuentran en una composición dispuesta por ese artista
invisible que ejecuta el ruido del mundo sobre cada objeto: el tiempo.
Como esas mujeres que tienen un alto sentido de la cosmética, es
decir del cosmos, del ordenamiento de la fisionomía, de la mirada -sobre
todo la mirada del estado de ánimo y que no necesita maquillaje
recargado-, esta calle muestra su rostro de cara al sol, a la lluvia y a los
siglos. Cada golpe de luz se difumina de un modo especial: las puertas
que no conducen a ninguna parte de pronto se ven iluminados sus
umbrales por una sombra que nunca ha existido. Son puertas que, alguna
vez, algún niño abrió y cerró para siempre cuando supo que el sol no
giraba alrededor de la Tierra. La lluvia que cae se empoza en los huecos
negros de este pequeño universo de asfalto y pintura antigua.
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Una calle del barrio Germania de Bogotá. Allí no ha llegado todavía
eso que llaman pujanza y el progreso de la gran ciudad. Todo transcurre
como cuando se establece la charla después de la comida: es una calle
que está haciendo sobremesa por lo menos desde hace unos 30 o 40 años.
Llueve en el barrio Germania. Llueve y las palomas se posan sobre
los techos y en las tapias. Los buses pasan salpicando con furia el sueño
de las paredes descascaradas. Los estudiantes de Los Andes, que tienen
en esa calle una ruta obligatoria, apenas si miran ese universo. Sus
constelaciones de FM, Toreros Muertos y cigarrillos americanos en los
labios, no les permiten desviar la mirada a la antigua calle del barrio
Germania. Van pensando en la informática, mientras esta calle es la
muestra más patente del paso de la historia por la memoria del asfalto.
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sábado por dosis de rock. De la Virgen María pasaron a los Sex Pistols.
Del masato a la pola. De los paseos por el Parque Nacional con fritanga y
colesterol incluidos llegaron a la ciclovía con Coca-Cola en mano,
pantaloneta playera, piña y nicotina. Atrás quedaron las tardes de agosto
cuando elevaban las cometas mientras se tullían de frío. La fascinación
de armar un esqueleto tan frágil como el aire para que se elevara por los
cielos se olvidó para siempre.
Ahora están enfrentados a ese infierno que es salir todas las mañanas
a buscar empleo como ayudantes de flota, lavadores de platos en los
restaurantes del centro y bomberos en las estaciones de gasolina. Dejaron
colgados los pantalones cortos y con grandes sacrificios compraron jeans
en la Siete de Agosto. De los incómodos zapatos de charol para lucir en
las fiestas que organizaba la junta de acción comunal pasaron a los tenis
multicolores para las noches de sábado en las tabernas donde solo se oye
el rumor de la cerveza y el estruendo de la música. Contradictoriamente,
estos muchachos, nietos de los hombres que trabajaron en la cervecería
que funcionaba en el barrio, tuvieron que acudir un poco más allá de su
ámbito para probar la cerveza, eso a lo que sus padres y abuelos el
entregaron la vida entera.
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noticia”. El lugar tiene ese olor que solo poseen los espacios donde se
habla de viejos caudillos, de guerras milenarias y de hechos que pudieron
haber pasado ese día en la cancha de tejo si el Presidente hubiera ido
acompañado de su esposa a pelar con sus dientes un hueso de marrano.
En el interior de la barbería, don Leovigildo se pasea seguro y sereno.
Sus manos permanecen en los bolsillos. Se para en la puerta. La calle.
Germania. Bogotá bulle más allá de las paredes como un caldo caliente.
Don Leovigildo extiende su mirada al horizonte. Frunce el ceño cuando
pasa un bus y se parque frente a la barbería e invade el pequeño ámbito
de la gomina con su pito bestial. El conductor, un hombre calvo, se pega
a la trompeta que suena como el de una ballena enferma de metal. Don
Leovigildo entonces saca las manos de sus bolsillos y cierra las
portezuelas de su establecimiento para evitar que se cuelen las ondas
decibélicas del afán. Se para enfrente de uno de los espejos esféricos. Sin
embargo no se mira en él. Espejos. Buses. Espejos de los buses, buses de
espejos, pasajeros tan etéreos como la niebla. El chofer abre la puerta
trasera y un grupo de niños salta del interior. Don Leovigildo mira con
nostalgia a las futuras víctimas de la tijera y la gomina.
Ya sabe que todo va a ser como antes: de pronto un día dejan de ir a la
tienda de la esquina y nunca más comprarán las historietas de Kalimán.
Empiezan entonces a ser fanáticos de los Transformers. Y entonces nunca
más se aparecen acompañados por los abuelos a la barbería. Ni siquiera
Superman se salva cuando empiezan a rodar las cabezas de los héroes
legendarios de la infancia. Don Leovigildo lo sabe. El cielo también. El
infierno mucho más. Los viejos comics de Kalimán y de Porky que hay
en la barbería La Estrella lucen descompuestos: parecía que los antiguos
héroes se hubieran despertado luego de una larga noche de letargo
engominado y se fueran a hacer cola con los jubilados en las oficinas
públicas donde Batman regaña a Robin porque lo cogió metiendo pepas.
También las viejas revistas con sus fotos enlodadas por el tiempo yacen
arrumadas. Viejas noticias de viejas figuras. Allí no hay revistas con
viejas en las páginas centrales.
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El mundo ya no se llama Germania
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Adiós a las ranas
Se fueron para siempre las ranas, las tardes de viento, las cometas, las
botas pantaneras y los pantalones rotos. Llegaron los trancones, los
cocteles de monóxido, las minifaldas, los pitos y las luces de neón. El
lugar donde hoy se levanta el “Bulevar Niza” era el espacio de los safaris
acuáticos de los niños de Niza. Desde muy temprano salíamos a la calle
para iniciar la cacería de ranas y sapos. Todas las mañanas, nuestras
mamás se esmeraban en arreglar a sus nenés para un día de: agua florida
por todo el cuerpo, los tenis bien blancos y una delineada carretera en la
cabeza. Pero valía más nuestro interés por la naturaleza que el amor
maternal, que en Niza siempre se identifica con misa de diez de la
mañana y la empanada con yogur para que el niño -futuro promisorio de
la patria- no llegara a la adolescencia mal alimentado en cuerpo y alma.
Todo empezó una perdida mañana de 1970, cuando varios niños nos
aburrimos de las carreras de tapas de gaseosa sobre los andenes y de los
paseos por los parques de Niza donde tocaba lidiar abuelitas chochas y
perros. Las abuelitas, herederas del catecismo del padre Astete y de los
sermones televisados del padre García-Herreros, siempre nos conducían
por los caminos verdes y nos enseñaban cuán bellos era los arbolitos y
las avecillas. Los perros, la mayoría de las veces, eran unos odiosos
pekineses que antes de orinar hacían una especie de venía con su
deforme cabeza. Esperábamos con ansiedad el momento en que al can le
diera un fulminante ataque al corazón cuando apareciera el famoso pastor
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alemán de la calle 124, que según contaban, era alimentado con carne
cruda y odiaba a los perros chiquitos. Sin embargo, el judío dueño de
“Lobo” solamente lo sacaba a pasear por las noches cuando ya en las
calles del barrio no había abuelitas para asustar, potenciales pekineses a
la pastor alemán y niños malvados.
Lo único rescatable de esa evangelización de yogur, orines de perro
oriental, pinos, galletas y jartera era el momento cuando las abuelitas
lucían descompuestas y por fin se sentaban a descansar. Entonces, casi
siempre, aparecían por allí a jugar futbolito los muchachos más grandes,
que empezaban a pisar duro la vida con sus cerebros mojados de ácido.
Eran los muchachos de pelo largo, camisetas y jeans descoloridos que
hacían los goles más espectaculares de esta zona de Bogotá y que tenían
en el cura y en el inspector del puesto de policía de Niza a sus más
acérrimos enemigos. Era una alianza de la Suma Teológica y el código de
Policía contra las melenas, los Beatles y los Rolling Stones. Desde ahí
empezamos a comprender que la psicodelia de los de Niza nacía en la
tienda de la esquina: los ácidos de estos muchachos eran el decol y el
ácido muriático para limpiar baños. Los compraban y los vertían en
baldes, donde después consumían los jeans y las camisetas para volverlos
como lo exigían los tiempos: color púrpura profunda.
Entonces descubrimos el enorme potrero, donde ahora se levanta el
“Bulevar Niza”. Estábamos seguros de que en ese lugar, ni la chochera
de las abuelas ni el protocolo urinario de los pekineses nos iban a
molestar. El potrero nos cambió por completo la visión del mundo, que
en ese momento se reducía a los parques, a los tres chiflados, a los
villancicos, a la misa con el padre Julián y a los carabineros que de vez
en cuando pasaban por allí: se creían una especie de policía montada
canadiense de la avenida Suba.
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tiznamos la cara con tierra mojada. Los tenis pulcros los cambiamos por
unas hermosas botas de caucho. Los armarios de los papás tampoco se
salvaron del asalto de los pequeños cazadores de sapos y ranas: correa
que veíamos, correa que nos apropiábamos. Era necesario lucir una
parafernalia adecuada para ir a cazar anfibios: cachucha del Santa Fe -la
de Millonarios solo la usaban los que continuaban lidiando abuelas y
perros-, pantalones cortos, a la usanza de los ingleses pendejos que
hacían safari en el programa de Tarzán -domingo a las 10 de la mañana,
Cadena Uno-, las gafas negras del hermano mayor o del primo o en su
defecto las de la mamá, que había comprado una vez en ese viaje a “las
islas”, bolsas plásticas, una lupa, frascos, brújula y, claro está, no faltaba
la bruja incluida. Lo más jarto del safari anfibio era la hermanita menor
de alguno de nosotros siempre que se nos pegaba. Entonces surgía el
conflicto: “no queremos nenas en el grupo”. Si la brujita no se iba, la
solución era radical: por ese día, excluíamos al hermano y a la hermana.
Un día supimos la leyenda de la Rana de Oro del potrero. Cierta
mañana, ya cuando nuestras mamás se habían resignado a darle quejas al
cura por nuestra turbia conducta, no tanto por lo pecaminosa como por lo
pestilente, nos encontramos frente a frente con otro grupo de niños que
también estaban en plan del safari anfibio. De pronto el cielo de la
mañana se endureció. El sol reflejado en los charcos del potrero pareció
romperse por mil rayos de furia. El viento empezó a oler a puño cerrado.
La situación era evidente y clara: alguno de los dos grupos estaba en
territorio ajeno y era menester fijar las fronteras de la cacería.
Lentamente nos fuimos acercando, el agua nos daba un poco más arriba
de las rodillas, los pitos de los carros sonaban lejanos, el mundo era
nuestro. Todo parecía la escena de los noticieros que mostraban a los
muchachos americanos agobiados por la peste y por la sangre en los
pantanos de agua pesada de Vietnam. En el aire sonaba “dense en la
jeta”. Ya estábamos a punto de rompernos la cara a puño limpio, unos
tres metros nos separaban... el croar de las ranas de pronto se silenció,
cuando, de pronto, por el medio de los dos grupos pasó la Rana de Oro.
Era una rana más grande que las comunes, de un amarillo profundo y con
pintas negras sobre su espalda. Quedamos paralizados por un segundo y
enseguida los dos grupos de chinos dejamos que la Rana nos diera la
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vuelta. Por varios instantes, la Rana de Oro fue y vino. Nos sentíamos
como en una especie de oración. La leyenda de los niños de Niza, decía
que el día que alguien lograra atraparla, se secaría el pantano. Dejamos
que la Rana de Oro se moviera como quisiera. Al fin y al cabo ella era la
madre y la reina de las aguas de aquel pantano.
Se fueron para siempre las ranas, las cometas, los safaris anfibios, los
paseos con las abuelitas chochas y los odiosos pequineses. “Lobo”, el
feroz pastor de la 124, nunca se comió a alguno de los pekineses y en
cambio murió una buena tarde atragantado por un inofensivo hueso de
pollo.
Ahora, diciembre de 1988, el pantano y el potrero y las ranas y sapos
se hallan tapizados por concreto. Por allí transitan sapos con “Reebok” y
sapas con minifalda. Los constructores del “Bulevar Niza” lograron
hacernos ver que nuestra infancia no terminó hace tantos años, sino
apenas hace una semana cuando se inauguró el centro comercial y nos
dimos cuenta de que lo de la leyenda de la Rana de Oro era cierto.
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Siete veces Séptima
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amor. La carrera Séptima, zona centro de la ciudad, no es la excepción.
Un beso en la calle 20, en el parque de las Nieves, sabe inevitablemente a
teléfono o a manifestación de la UP. Un beso con sabor a teléfono es ese
que se da a larga distancia. Un beso de la UP corre el riesgo de ser
desaparecido. Es un beso en medio del reflejo de los cascos de cristal
pesado de los policías antimotines, un beso que hace llorar de la emoción
que producen las cápsulas de amor de los dragones verdes: el
lacrimógeno. En este sitio los besos saben a estado de sitio. Dicen que en
las noches, varias parejas de enamorados han sido asaltadas por una
criatura que tiene en vilo a todos los hombres de ciencia de la calle 45
con carrera 30: se trata de abominable hombre del parque de las Nieves.
El Ídolo Eterno ha llegado a la carrera Séptima de Bogotá. Camina
camuflado junto a la horda de gringos que cuando andan por la Séptima
se creen en un capítulo de la serie policiaca de televisión Baretta. Llevan
cámaras fotográficas, jeans molidos y camisas floreadas con palmeritas
ventiadas por todos los rincones del algodón. En la agencia de turismo de
su pueblito perdido en una colina del estado de Dakota, donde ponen
todo el día esa especie de Colacho Mendoza gringo, Willie Nelson,
seguramente les dijeron que la carrera Séptima era el lugar ideal para
levantarse unas preciosas morenas que bailan chacha-chá y mambo
durante toda esta época guapachosa. Sus amigos mariners les juraron y
rejuraron que Cartagena quedaba a la vuelta de la Plaza de Toros. El
levante de los gringos tiene la factura de ser amor “contra”: un amor que
se hace a bordo de una buseta de “Cootrans... Pensilvania”.
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de ser un amor que sea tan salado como las papas que sirven junto al
pollo. Batman sale cada quince días. Cada quince días desempolva su
capa de algodón derrotado. Ya no sale a luchar con el Guasón o el
Pingüino. Ahora la lucha es con Condorito, esta especie de Batman
suramericano que habita en la síntesis de las ciudades góticas
latinoamericanas: Pelotillehue. Lo cierto es que el frente del almacén Ley
de la carrera Séptima, Yayita le ha ganado la batalla a la Batichica. De
hecho la Batichica se ganó una reputación muy difícil de olvidar: cómo
no recordar a una chica que en el día ayuda a Batman y en la noche se
cita con el Guasón en cualquier abominable bar.
Pasan muy pocos carros por la Séptima. Las parejas de enamorados
que no salieron a vacaciones a París, van a la Terraza Pasteur a curarse
del virus de la nostalgia. Un virus que sube escaleras. Un virus que toma
café de Colombia. Un virus que se encuentra bajo los ojos de cada
transeúnte. Es un virus que se incuba bajo la carpa rota del circo del cielo
bogotano. Los profetas de la Iglesia Paranoica de los Últimos Días
lanzan improperios contra lo que consideran la mayor ofensa contra
Dios: la promoción del almacén “Solo Kukos”, que tiene una promoción
para terminar y comenzar bien el año: por solo setecientos pesos las
mujeres que pasaron el 24 y el 31 de diciembre lidiando borrachos y
saltando matones para comprar regalos a los niños, encuentran su barata
docena de ropa íntima amarilla para entrar pisando duro esta parte del
destino rotulada “89”. Para ellas, los cucos amarillos son una especie de
semáforos de la suerte instalados en las esquinas de sus pubis
angelicales.
La carpa rota del circo del cielo bogotano deja escapar su grito.
Mientras tanto los espectadores comen sus palomitas de metal oxidado.
En una esquina, de pronto alguien dice: “aquí la realidad empieza a
hervir a los siete grados centígrados”. Sin embargo, todo no pasa de ser
una falacia más de la esquina de la Séptima con calle 24, al frente de un
local donde venden conos. Allí, el tiempo pesado declara: “mentira, aquí
hierve a los siete gramos”.
42
Miguel Mateos para ver si da mejores resultados. “Tonces nada de
nada...”. Y así pueden durar horas y horas y horas y horas. En resumidas
cuentas lo que quería decir el rudo y duro muchacho era invitarla a unas
tradicionales onces con té y galleticas. Quién lo hubiera creído. El
muchacho rudo, el pistoloco, el bárbaro de Unicentro come galleticas
como cualquier abuelita chocha y malgeniada.
También está la señora que llama y del otro lado le contestan:
“¿Aló?”, ¿A quién desea?”. Y entonces ella responde: “Yo a esta hora y a
esta edad no deseo a nadie”.
Teléfono. Teléfono. Teléfono que da rabia. Rabia de telefonear, un
nuevo verbo para decir mentiras a la velocidad de la luz. Un nuevo
evangelio según Graham Bell, las campanas de la duda, las campanas del
silencio del chicharrón, esa angustia que produce oír ese inhóspito
chicharrón en medio de dos soledades unidas por un cable, esa angustia
que se llama teléfono y que se marca anteponiendo un simple y solitario
“2”. Irónico. Un dos. Y dos personas separadas. Tan cerca y sin embargo
tan lejos. Teléfono. Teléfono. Teléfono. Teléfono. Teléfono. Un nuevo
verbo para mentir y para excusarse.
43
La octava en la Octava
Unas dos cuadras más allá, en frente del demolido Palacio de Justicia, la
carrera Octava debería llamarse “Donde las palomas se atreven”. El
esqueleto del edificio está cercado. Cercado por una muralla de metal
que brilla con cada golpe de sol filtrado con smog. Parece un campo de
concentración con los ladrillos partidos que quedaron sordos desde hace
tres años cuando una orquesta infernal de fuego de artillería pesada
ejecutó Opus Nigrum sobre el tedio de las palomas. Ahora inmensos
45
dinosaurios de metal excavan los restos del esqueleto enfermo de la
indiferencia. “Compre la Fruna y el Cocosette...”, grita un niñito en la
esquina de la carrera Octava con Once. Es como si de algún modo
extraño y misterioso la realidad exigiera que se le endulzara para atenuar
la tremenda carga de adrenalina que descarga este sitio. Es como si
tuviera una boca herida que desde hace tres años vocifera un grito
congelado de rabia que se pega a las paredes y a los cigarrillos que se
prenden allí. Los pitos de los carros suenan más nostálgicos que nunca, y
pensar que la nostalgia es un sentimiento irreal, un sentimiento de tarjeta
postal que nunca se envió. Es por eso que los pitos parecen como salidos
de una película absurda donde un señor de sombrero de fieltro, a bordo
de un Buick, de pronto dice “La justicia no cojea, ni llega, se demuele”.
Las palomas vuelan asustadas cada vez que los taladores empiezan a
romper esa memoria dura de roer del cemento apretado por las láminas
de metal oxidado y por miles y miles de miradas que se han posado sobre
esas ruinas. Miradas duras. Es que el cemento merece miradas duras.
Pero desde la carrera Octava aquellas ruinas se miran con miradas en
ruinas. Los ojos se caen a pedazos, cada percepción es un instante
tembloroso perforado por ese gran talador del tiempo que desde siempre
hace estragos en el silencio.
Y la carrera Octava sigue su camino. Su aroma se torna duro y más
pesado. En una esquina se ve un aviso de almacén de ropa que se llama
“El Esquinazo”: pantis, combinaciones, corpiños, ligueros, ropa para
toda ocasión. Es de esos almacenes que sacan en pequeñas canastas, que
colocan en la calle, la ropa de promoción y cientos de zapatos de plástico
a precios irrisorios. Allí llegan los campesinos de las fincas de tierra
caliente, a quienes sus patrones mandaron a comprar un repuesto para el
tractor Zetor y que aprovecharon que en Fedearroz lo había, para ir a
comprar pendejaditas para su mujer y sus hijas que se quedaron en la
finca enterrando cada vez más sus manos en el lodo invisible del trabajo
del cual ningún tractor podrá sacarlos. Entonces recuerdan los
almanaques donde alguna vez vieron a una princesita de un reino lejano
y deciden comprar unos zapatos de plástico azul para su hija menor.
Desean que se asemeje de algún modo a esa muñequita mítica que vieron
colgada en la pared de un almacén de tuercas y tornillos en su pueblo. Es
46
como si en medio de un millón de tornillos apretujados hubiera un
destello de algún mago. Sombreros, papeles arrinconados en los filos de
los andenes, gamines, olor a ostras trasnochadas, cigarrillos, Frunas, ojos
en ruinas, aire en ruinas, ruinas en ruinas, paredes con grafitis gastados
por el agua y la indiferencia. “Jaimito Pardo vive...”, “La huelga es
general”, Coco-settes, chocolates, personas en ruinas. En la carrera
Octava todo está marcado por un letargo duro. El gran exosto duro
exhala su aroma duro sobre la carrera. Carrera contra la muerte, contra la
carestía, contra todo, contra El Todo.
47
con avenida 19. Pero como si fuera un río secreto, la Octava sigue su
curso por el cauce negro del pavimento. Llegamos al cine de la 20.
Rambo, El Exterminador, se buscan muertos o muertos. Se encuentran a
la salida del cine. En el parque de las Nieves, la Octava toma un respiro
después de unas diez cuadras de miradas duras, personas duras, andenes
duros, naranjas duras. “Hágase millonario en cinco minutos”, reza el
aviso luminoso de un triste esferódromo de la 21. En la puerta dos
muchachos, mechón anaranjado, tenis rosados, candongas, están parados
esperando la suerte. Seguramente llegaron no sin antes haber escuchado
a los sacerdotes de rigor: Scorpions, Metal Church, Black Sabbath,
Motor Head, Dead Kennedys y los Púrpura. Sacerdotes que les darán la
suerte de acero que necesitan para salir de la pobreza e irse a Londres a
ser de verdad “undergrun”. Entonces en Londres ya no tomarán buseta,
pero irán en bus de dos pisos. “Huy, qué bacanería”. Pero mientras tanto
a boliar buseta y a comer empanada. A pedir prestado el “casete” de
metal ácido para antes de ir a jugar básquet.
Figuras verdesquietasmuertasdefrío en la calle 22. La Octava se
interrumpe. El sueño de la luna oxidada sobre las vitrinas sucias se
rompe en mil pedazos. Un almacén de ropa, siempre la ropa, que se
llama “La feria de la valeta”. Pero en realidad allí debería llamarse La
feria de la bareta. Luna oxi-dada, lu-na o-xi-da-da en la Oc-ta-va con
calle 22. La Octava, más allá de la Décima y más acá de la Séptima.
Donde no hay ni cielo ni infierno. Donde la realidad lo hace toser a uno
pues detrás de cada segundo hay un tercero detrás de cada tercero hay un
cuarto donde cada pareja hace el amor en la oscuridad de una residencia
triste detrás de cada cuarto un quinto piso donde un portero viejo lee una
revista de hace dos años sobre un asesinato detrás de cada quinto no hay
quinto malo un sex-to un sex-shop con vibradores para las mujeres
aburridas del sexo de oficina sex-appeal de almacenes Only
Cosmopolitan y buseta ruta 56C detrás del sexto el séptimo sello que hay
que poner en los papeles de las oficinas públicas detrás del séptimo la
8ctava 8ctava 8ctava 8ctava 8ctava 8ctava 8ctava 8ctava.
51
De Perogrullo a Míster Atlas
53
de la fuerza óptica”, por Einstein Rodríguez, profesor de Educación
Física de la universidad relativamente conocida de Pitalito. “De Sócrates
al Mico García”, conferencia del emérito catedrático en ciencias
humanas de la Universidad de Kunhgstak, doctor Chiqui Rodríguez,
sobre el desarrollo de la episteme desde los tiempos de la Grecia Clásica
hasta los clásicos del Campín. En fin, del padre Astete a Gardel, se pasó
a Piaget, al Fiat 147 y a la teología de la liberación versión Los
Prisioneros. Sin embargo, todavía quedan algunos rezagos de esa vieja
guardia que creía más en la fuerza: en Bogotá, en algún colegio de esos
que se llaman algo así como Charles de Gaulle o John Lennon Ruiz,
había un rector muy sui generis: era campeón de lucha libre. Nuevas
generaciones. Mr. Atlas Bermúdez, rector por miedo general.
54
Chicha, cerveza y adobe
56
la hora de ver a la mujer y a los hijos. La hora cuando el mundo se
coloreaba de un ruido azul. La hora de acordarse de los zapatos, las risas,
las huellas y la chicha.
Mientras los hombres laboraban allí, mientras la sirena de un mar
muerto sonaba en los vientos y los barrancos, las mujeres y los niños se
dedicaban a la fabricación de “capachos”, que era unas camisas hechas
con los juncos de los pantanos con las que se cubrían las botellas que
luego se llevaban a los pueblos a lomo de mula en los famosos “petacos”.
En La Perseverancia mientras en el día se hacían capachos, en la noche
se hacían muchachos. A la gente se le asignaron los lotes a un costo de 35
pesos y con una extensión de 4,30 metros de frente y 8 de fondo. En la
escritura se estipulaba la manzana donde estaba situada, el terreno -
señalado con una letra del abecedario-, los desagües y hasta la siembra de
árboles y arbustos.
El área total del barrio era de 10 fanegadas. Por disposición municipal
le correspondió a la plaza central 10 mil metros cuadrados. En realidad la
zona fue creciendo alrededor de una plaza imaginaria e imaginada. Era
como un círculo que se iba cerrando con cada adobe de cada casa de cada
manzana de cada ilusión de ver ese espacio circundado de casas y gritos
de niños. En este sentido el nombre de La Perseverancia corresponde al
más literal de sus sentidos. Día a día, sol a sol, luna a luna, adobe a
adobe, piedra a piedra, hombre a hombre, mujer a mujer, niño a niño, el
barrio fue esculpiéndose como una roca abstracta. La plaza era el centro
de esa ilusión blanca que se cristalizó el primero de mayo de 1914,
cuando se inauguró con el nombre de “Plaza del Trabajo” haciendo
honor al nombre oficial del barrio, que era “Unión Obrera”. Pero pudo
más e peso de los recuerdos que el peso de los decretos. Los habitantes,
fieles a su nostalgia, a esa nostalgia de los golpes del sol y la lluvia sobre
los adobes fabricados en la antigua hacienda La Perseverancia,
conservaron el nombre. Al acto de inauguración de la plaza asistieron
más de dos mil personas y se colocó la primera piedra del Monumento
del Trabajo. Unas cuadras más allá todo era papa, maíz, cebada, vacas y
ovejas. La Perseverancia nació con el sello de Bavaria. La mayoría de
sus habitantes laboraban en sus instalaciones. Pero casi ninguno
consumía cerveza, pues la consideraban como algo exótico. Como una
57
bebida “extranjera” y de la clase alta bogotana.
58
del trabajo. Alegre y oscuro por momentos. Uno encuentra escaleras que
conducen a un cuartico de San Alejo, cuando se suponen que van a un
segundo piso. Ventanas que dan a otra ventana. Visiones enfrentadas en
el fondo de un corredor que de pronto se corta en una puerta en la que
hay que agacharse para pasar. Umbrales quejumbrosos. A pesar de que el
trazado de las calles fue decretado por disposición municipal, éstas
tienen un lugar especial. Entre calle y calle hay calles intermedias y
callejones. Ventanas. Un sol de tres de la tarde con la sombra de la torre
de la Iglesia Jesucristo Obrero en el recodo de un callejón que comunica
a una calle con otra, pero primero hay que pasar por una casa empotrada
en la mitad de la luz y el tiempo. Allí las calles se nombran por su
anchura: “tercera ancha, tercera estrecha”. En La Perseverancia el
sentimiento religioso ha tenido siempre mucho peso. Pero es un
sentimiento que ha estado ligado con la vida cultural. Para la
construcción de la Iglesia Jesucristo Obrero, fundada en 1940, se
organizaron muchos bazares. Esto sirvió de impulso a la formación de
grupos de teatro conformados por gente del barrio. El más famoso fue la
“Compañía García”, que montó obras propias como Venganza gitana.
Inclusive llegaron a presentarse en el Teatro Colón. En Semana Santa los
viacrucis se hacían y se hacen en vivo. Allí se daban cita todas las
familias pioneras, los emboladores, los carpinteros. Todo el mundo,
incluso los duros de la parte alta de La Perseverancia. El Loco del
Tranvía, que se vestía como los operarios de estos vehículos y se iba a
dirigir el tránsito no solo de tranvías sino también de mulas y señoras
encopetadas. El Radiopatrulla, un embolador escandaloso. El
Tumbapuertas, que una vez llegó borracho y que le iba a pegar a su
mujer tumbó la puerta, de ahí el apodo. El Puntillas, los Mocos.
El Gaitán de La Perseverancia
59
sus habitantes iban a los famosos viernes culturales del Teatro Municipal,
donde Gaitán arengaba a los asistentes con su alma puesta en voz. El
mismo líder fue varias veces al barrio, al que llamaba “la zona roja de
Bogotá”. En “Alto Alegre”, un lugar donde se bailaba y se bebía, estuvo
departiendo con sus seguidores. Cuando mataron a Gaitán un fuego
poderoso se abrió paso por entre los ojos de La Perseverancia. Sus
habitantes se fueron al centro de Bogotá y saquearon los almacenes.
Ocho días después del asesinato, los habitantes de la parte alta del barrio
sacaron los objetos saqueados para la venta. Entonces llegaban las
señoras en sus autos a comprar joyas, abrigos y sobretodo zapatos de
todas las especies. Así mismo, las sillas del Palacio Arzobispal fueron
llevadas a La “Perse”. No era raro ver al “Barrida de Plomo” sentado en
la misma silla donde el arzobispo de Bogotá se sentaba a reposar. La
diferencia es que la silla se quedó sorda de tanto mundanal de ruido a su
alrededor. Aquello fue un verdadero mercado persa. Unos días más tarde,
el ejército llegó a hacer rondas de casa en casa para buscar objetos
perdidos. Entonces los potreros aledaños a La Perseverancia se llenaron
de toda clase de cosas abandonadas a la mano de Dios y la lluvia.
La Perseverancia es hoy por hoy uno de los lugares más tradicionales
de Bogotá. Es un espacio al que no se le puede considerar como parte del
espíritu colonial y señorial de Santafé de Bogotá. Está marcada por
Apolo. La plaza de Bolívar determina el espacio de la legislación y la
religiosidad oficiales. Es el Templo de Apolo. La Perseverancia, en
cambio, es total irrupción del espíritu dionisiaco. Allí impera la religión
del trabajo y la solidaridad. La religión de la embriaguez en comunidad,
de la grosería que hace estallar en mil pedazos esa realidad acartonada
por la bandera patria unas cuadras más allá. La Perseverancia es la
reivindicación total de que el adobe es el camino de la felicidad en
comunidad.
60
Compre Marlboro y lleve su Gabo
62
país de Venezuela.
Y llegó la hora de la verdad: diciembre de 1982, cuando Estocolmo
estuvo al borde de un ataque vallenato. El nobel llegó a la capital del frío
planetario acompañado del mejor dueto vallenato de todos los tiempos:
Poncho y Emiliano Zuleta, que sedujeron el ánimo lechoso de las suecas
con su endemoniado ritmo tropical y el incunable “ay hombe”. Lo más
curioso de todo es que las dedicaciones eran de este estilo, ya cuando la
canción estaba en sus estertores finales: “allá en Valledupar un saludo a
mi compadre Andrés Becerra y en Estocolmo a Wsers Hbsdretm”. No
entiende uno de cuando acá los costeños resultaron expertos en la
pronunciación sueca.
Y ahora nuevamente el país está con la fiebre de García Márquez. En
los semáforo, en los almacenes de cadena, y hasta en los CAI se ofrece el
último libro del jilguero de Aracataca. Toda clase de interpretaciones han
surcado las páginas de los diarios y revistas no solo colombianas, sino
también internacionales. Igual número de críticos han surgido. De todas
clases y pelambres: unos especializados en la Universidad de Stanford en
artes, ciencias folclóricas y literatura de la preconquista, con tesis
laureada que se llama “Regina Once o una aproximación crítica al
realismo mágico urbano contemporáneo”. Otros más humildes habían
salido de Planeta Rica o de Lorica y la muestra más patente de su
realismo mágico era su forma de vestir.
“El general, El general” se oye al mismo tiempo que “Marlboro,
Marlboro”. Hay algo extraño para que la conciencia del colombiano
acepte con igual facilidad una noticia amarillista que se vende en el
semáforo entre el verde y el amarillo y que dice en letras rojas “En motel
del centro: Sardina mató a viejito. El Vicario no resistió la energía de la
muchacha” y los últimos días del general. Lo que tal vez uno no sabe es
que el vicario de pronto es Bolívar, la sardina una ardiente mulata y el
motel uno que queda por ahí cerca al aeropuerto y que se llama “El
Laberinto”...
63
Supermercado en tres actos
C
... ontenido neto 280 cm3. Su rico sabor a menta deja el aliento fresco.
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bien antes de usar. Para niños una cucharadita al día. No más. Ocho de la
mañana en un supermercado.
Es un lugar obligado para que muchos hogares se mantengan como
institución. Todos los productos se miran unos a otros. Las Zucaritas
suponen que ese día vendrá, como suele hacerlo todas las mañanas de
viernes, la señora de sudadera verde acompañada de su pequeño hijo,
enjaulado en el carrito, y éste coja el empaque llamativo y exclame: “eta
mami, eta”. Las carnes, en cambio, reposan allá en sus camas de hielo,
perfectamente cómodas. Un pedazo de lomo se queja de vez en cuando.
Carnes frías allí y allá. Una verdadera masacre para comer con
condimentos de todas las pelambres. Parece extraño, pero cuando uno ve
en los campos las inocentes vaquitas, todo recuerda aquellas estampas
idílicas que regalan en las agencias de viaje de cuando uno por
equivocación quiere viajar a Suiza. Lo que no se imaginan los nobles
cuadrúpedos es que terminarán convertidos en un baby beef, en el más
favorable de los casos, y en el peor, en una carne molida acompañada
con arroz y papa. Pero lo más dramático, aparte de tener que soportar
64
esas semillas blancas o los tubérculos boyacenses, no es tener que
aguantarse las puñaladas arteras de los cuchillos inoxidables, que venden
en el mismo supermercado unos estantes más allá. Lo más patológico es
tener que soportar las conversaciones de los comensales a la hora de la
comida. Que el 120, el 121, perdón yo vivo en la 123, que el
constituyente primario, que el mejor reconstituyente para la salud es el
aceite de hígado de bacalao, que para abreviar explicaciones es como una
especie de vaca marina, que la nación, que el presidente, que nosotros
somos más adelantados que los norteamericanos, pues si ellos tienen mil
satélites en el espacio, nosotros, en cambio, tenemos un barco en la luna
y finalmente que el postre.
Cronch cronch
Mientras tanto las uvas de la ira miran con recelo a las naranjas
mecánicas apostadas como esféricos senos amarillos de mujeres
eléctricas venidas de Marte. O de Miércole. O de Jueve. Nueve de la
mañana. Ya empiezan a entrar las muchachas del servicio: las de adentro,
las de afuera y las del medio. Poco a poco el supermercado ha ido
cobrando vida. Y bien caro que la cobran. Todas llevan en la mano una
pequeña lista para la lonchera del niño Carlitos y de la niña Paula.
Entonces las Zucaritas se ponen de nuevo contentas. Saben que serán las
reinas de los recreos. Claro que están, unos metros más allá, los Chitos
que hacen cronch cronch de la rabia. Ay si esa muchacha del delantal
azul no se acerca y los agarra. Sin embargo, la muchacha sigue derecho y
se para de frente a los pasabocas de la nueva generación de los
ejecutivos, que, juegan con baldes en la arena y cantan las canciones de
Los Prisioneros: los yupis. Cronch cronch sigue sonando en uno de los
estantes.
Entre tanto toda clase de promociones empiezan a surgir en cada
esquina del supermercado. Toda la gama de jamones especiales. Uno no
65
sabe de dónde sacan tanta variedad, pero la verdad es que son muy
ingeniosas: jamón de pollo con uvas, especiales para las bodas de plata.
Carne de diablo para la luna de miel, pero con una anotación especial:
para antes, después o durante. Pero con el riesgo de quedar convertidos
en diablos. Sin embargo, la promoción más atrayente para los cachacos
es una que atiende una niña con evidente acento costeño. Es una nueva
gama de yogures de una lechería de Magangué que se llama “Pilar
Ternera” y que trae para los “exigente paladare cachaco el nuevo y
popular yogur de ñame...”.
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66
adolescentes a los que todavía no les ha llegado su todavía. No son como
los malandros del parqueadero que ya les ha tocado su cuarto de hora en
un CAI cercano y para los cuales la felicidad es ya no un centro
comercial, sino un antro comercial. Entonces los pequeños ladronzuelos
entran generalmente de a dos. O tres. Llegan al supermercado
ilusionados con ver el afiche de Los Toreros Muertos pegado en la puerta
de su armario para que cuando vayan a sacar los calzoncillos por las
mañanas, para ir al colegio como la mamá y el señor rector mandan, esas
mañanas no sean tan tristes. Y cuando llegan al colegio ya no piensan en
las ecuaciones de primer grado, sino en los encuentros cercanos de
primer tipo que tuvieron con la compañerita de dos pupitres más allá en
una fiesta de tres a nueve de la noche donde al maloso del paseo se le
ocurrió proponer jugar a “la botella caleña” que se realizó al
endemoniado ritmo de un beso cada diez segundos. Y entonces arrancan
el poster de la revista y como generalmente sucede en estos casos el
celador desde el principio se había dado cuenta y en la entrada los
detiene. De ahí en adelante deciden que la octava de las bellas artes no es
para ellos y optan entonces por dedicarse al ciclismo o a una de sus
variaciones más interesantes con premios de montaña fuera de serie:
álgebra.
La pequeña ciudad tiene sus ciclos. Hay momentos donde los productos
parecen deprimidos y en otros alegres. Sin embargo, la zona más tétrica
del supermercado es una que han dado en llamar “zona paramilitar para
cucarachas”. Es allí donde toda la artillería pesada de insecticidas está
apostada esperando que entren en acción. Atienden al llamado del gran
jefe Kan Kill. Cucaracha, salve usted la patria, dicen por allí.
De pronto una adolescente bastante pasada de kilos ronda por una
zona que para ella significa “orden público alterado”. Es la panadería y
todas sus tentaciones: milhojas, toda clase de bizcochos, croissants o
67
pancachos o una deliciosa torta que por todos sus lados deja ver los
lujuriosos encantos de la crema. La niña va de aquí para allá. Parece que
no se atreviera a acercarse, parece que no conoce la consigna de Oscar
Wilde cuando dice que la mejor forma de asumir una tentación es
cayendo en ella. Entonces se ve en los espejos y considera que todavía se
merece una que otra harina. Pero se acuerda de que ha hecho una apuesta
con la mamá, en el otro extremo del supermercado, está también
cometiendo trampa. En la promoción de yogures, la costeña le dijo que el
de ñame era dietético, pero mamola.
Nueve de la noche. El supermercado ya está cerrando. La noche
termina pero para la joven mujer que acaba de entrar a toda carrera,
tumbando carritos, celadores y toda clase de tarros, el día apenas
comienza. Por delante tiene toda la noche para devorar la vaca que va a
comprar para su dieta de alta tensión. Se trata de un novedoso sistema
para rebajar de peso que combina lo mejor de la acupuntura china con lo
más granado de la ingeniería eléctrica nacional y que consiste en solo
comer carnes y estar conectada a un par de agujas en las orejas. Dieta
pecaminosa. Pura carne. Pero mientras coge a toda carrera toda clase de
cortes de toda clase de cuadrúpedos y de aves gallináceas, llega a la caja
y paga el mercado más surrealista que haya visto supermercado alguno
desde su aparición en las ciudades colombianas: kilos y kilos de carne y
unos diez tarros de “gel” para el pelo.
Contenido neto 280 cm3. Su rico sabor a menta deja el aliento fresco.
Déjese unos momentos y retírese con papel tissú. Home Products Inc.
Cali. Boyle Midaway USA con carnauba y silicona. Leche de magnesia
Phillips. Suspensión. Antiácido y laxante. The Sydney Ross Co. Agítese
bien antes de usar. Para niños una cucharadita al día. No más.
Entonces un empleado del supermercado se acerca al estante de los
ambientadores. Coge en sus manos uno y hace spray spray por el aire.
En la leyenda del tarro del nuevo ambientador dice: “Nuevo ambientador
para los hogares colombianos donde ya no hay medio ambiente, sino
miedo ambiente...”.
71
Olafo en un Blue Bird TSS
76
Niza, bye bye
78
eso, no hay celadores para eso, solamente hay ojos y bolillo para no dejar
entrar esos que vienen a pie y que tienen un color de piel poco oscuro.
Aunque nadie lo crea, el antiguo espíritu cívico de los habitantes de Niza
se ha trocado por una especie de campaña de limpieza media que no
respeta árboles, calles, niños y niñas. Niños con mentalidad plana apenas
aptos para ser absorbidos por la nueva ballena de vidrio que con su gran
boca abierta se traga cada tarde a las bandas de biyis que van a reflejar su
tedio en las vitrinas de los almacenes, o a escuchar discos “jevis” para
llevar buena música a la fiesta de los del Agustiniano, donde además van
las viejas del Mazarello.
El más bello perfil de Niza eran sus árboles y estos están diezmados
por lo menos en un 50 por ciento. Ya no hay sombras para después de los
partidos, ya no hay lugar para guarecerse de la lluvia. Se fue Pink Floyd,
el humo denso, los Beatles, los grafitis de lamento cuando murió Lennon
-uno de los primeros grafitis de Bogotá por allá en el mes de 1980-, se
fueron las chispas sobre el pavimento. Quedan los perros bravos, las
rejas grises, las hojas marchitas sobre las calles sin viento... Los niños
que ya no rompen vidrios. Se fueron de Niza las batallas campales entre
cuadras. Niza ya no es aventura. Allí la realidad se llama razón, dinero,
limpieza, limpieza, dinero, razón y misa de doce por si las moscas...
79
Los hombres del campero rojo
81
le dijo:
-¿Qué pasó, mijo?
-No se preocupe, mamá, que todo está bien.
Al otro día doña Josefina se levantó como de costumbre a las cinco de
la mañana a preparar el desayuno. Entonces oyó que uno de sus hijos
salía del baño. Ella dijo, “Edilbrando, mijo, venga...” y una voz le
contestó: “Soy Víctor, Edilbrando no vino anoche”.
-Vamos a buscarlo -dijo entonces uno de los hijos cuando el frío de la
mañana se pegaba a los vidrios con ese olor gris del tedio.
Ese día estuvieron en hospitales, estaciones de policía y cuarteles, en
el F-2, en el DAS. El miércoles alguien les dijo que fueran al BIM en
Usaquén. Allá fueron a parar doña Josefina y su esposo. Los recibió el
sargento Herrera, quien desde un principio ultrajó al matrimonio Joya. El
sargento les preguntó cuántos años tenía Edilbrando y de qué colegio se
había “perdido”.
-Él no se ha perdido. Venimos a ver si está aquí -dijo doña Josefina.
Cuando la madre le dijo que era estudiando de la Universidad
Nacional, el sargento afirmó que seguramente era uno de los subversivos
que por esos días iban a poner una bomba por los lados de Chocontá. Y
entonces procedió a mostrarles el arsenal que habían incautado.
-Miren, no hablemos más y váyanse. Es que los padres son unos
alcahuetes -dijo el sargento mientras le ordenaba a un soldado que los
sacara de la oficina. La rabia de los padres fue inmensa, pues ahora
resultaba que según este militar, su hijo se “había perdido de un colegio y
fuera de eso lo habían tildado de subversivo”. Llegaron cansados a la
casa. Por la noche escucharon en un noticiero de la televisión que varios
estudiantes de la Nacional habían desaparecido. Entre ellos estaba
Edilbrando. Doña Josefina era la primera vez que había oído hablar de
“desaparecidos”. Le preguntó a su hijo en qué consistía exactamente.
-Se cree que miembros de la policía y de las fuerzas armadas los
capturan y nunca más vuelven a aparecer- aclaró el hijo sentado en el
sofá frente al televisor.
82
Búsquelo en el B-2 y en el F-2
83
suficientes. Entonces ella fue al F-2 y puso en conocimiento de las
autoridades estas llamadas. Mandaron a un técnico para que las
interceptara. Días más tarde llevó al mayor Vanegas del F-2, los casetes.
Una mañana en una emisora un periodista dijo que alguien “había dicho
que si soltaban a Edilbrando, liberarían a Gloria Lara”, quien estaba
secuestrada en ese tiempo.
Fue nuevamente al F-2 y allí le dijeron que Edilbrando había sido
testigo de la muerte de un profesor de la Nacional, Alberto Alava,
asesinado cerca de la universidad. Pero en realidad lo que pasó fue que
los estudiantes, entre ellos el hijo de doña Josefina, habían estado
vigilando que el cuerpo del profesor no lo sacaran de la Nacional. Y
también estuvo presente en el levantamiento del cadáver. Entonces
Edilbrando con dos compañeros, que según parece también
desaparecieron, improvisaron una alcancía y se dispusieron a recolectar
dinero para el funeral de Alava. Doña Josefina cree que esta fue la causa
de la desaparición de su hijo. Hasta que un día los titulares de los
periódicos prendieron la rabia de la familia Joya. En efecto, las noticias
decían que Edilbrando era una uno de los secuestradores de Gloria Lara y
que era buscado en todo el país por las autoridades.
84
se hizo y el juez halló a cuatro policías culpables, pero la condena fue
ridícula: quince a treinta días. Los policías dijeron que ellos hicieron eso
por “órdenes de sus superiores”. Y sus superiores eran el mayor Vanegas
y el Coronel Nacyn Yanine Díaz. En total eran veintidós altos oficiales de
la policía los que habían planeado la operación. ¿Los cargos? El
secuestro de Gloria Lara y el secuestro de tres niños, hijos de un
reconocido traficante, que luego aparecieron muertos.
“Mi hijo no está, pero estoy yo para defenderlo”, dice doña Josefina.
El 4 de febrero de 1983, los familiares de los desaparecidos hacen una
marcha y sacan las fotos de sus muchachos. Se empiezan a conocer
diversos casos ocurridos en todo el país. Dos días después de su
desaparición, un vecino amigo de la familia vio a Edilbrando en la plaza
de mercado de Gachalá. Este testigo trabaja en la hidroeléctrica del
Guavio y se encontraba allí de paso cuando vio a su amigo esposado y
escoltado por unos hombres vestidos de civil.
-Hermanito, ¿usted qué hace por aquí? -le dijo el vecino.
-No, aquí que me tienen metido en un problema- masculló Edilbrando
mientras los hombres de civil trataban de apresar a su amigo, que a la
postre se escabulló como pudo.
Un mes más tarde alguien dijo que a Edilbrando lo vieron otra vez en
Gachalá. Los dueños de una posada donde estaban hospedados los
detectives desparecedores, afirmaron ante el juez que adelantaba la
investigación que lo tenían amarrado a la pata de la cama. Y esa fue la
última vez que lo vieron. Su rostro se lo tragó una mano en el largo
camino de la niebla.
85
Los seis legionarios
Muerte en Montefiascone
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susto cogí la ametralladora y salí volando loma abajo muerto del miedo.
Allí estaba un compañero, José Leonidas Cuartas, un paisa, que me vio
llegar pálido y temblando. El sargento que se encontraba ahí dijo:
“Cuartas, dele golpes en la cara, que Serrano está con la enfermedad del
miedo, dele golpes en la cara...”. Entonces Cuartas empezó a pegarme y
el susto se transformó en rabia y yo también empecé a darle en la jeta.
Añoro mucho a José Leonidas Cuartas. Era un compañero excelente.
Un día en Alsacia, él iba conduciendo un jeep. A su lado estaba el
médico. Se dirigían a una escuela, donde estaban los heridos. Pero al
pasar por un sitio donde había una Virgen, ahí los ametrallaron y a José
Leonidas le dieron. El médico alcanzó a saltar, llegó y nos avisó. Según
el médico, Cuartas había quedado herido. Entonces yo le dije al teniente
Martín, francés: “Teniente, subamos al carro a sacar a Cuartas...”. El
teniente me respondió: “¿Usted qué prefiere, salvar a su compañero, que
a lo mejor ya está muerto, o salvarse usted...?”.
En ese momento empezó la descarga de la ametralladora. Nos
metimos detrás de una piedra. El teniente Martín dijo: “echémonos a
botes... Serrano”. Él se botó primero y le dieron plomo, pero las balas no
lo alcanzaron. Yo estaba detrás de la piedra que ya estaba prácticamente
partida por las balas de ametralladora. También me eché a botes loma
abajo y también me dieron una lluvia prolongada de plomo, pero
afortunadamente tampoco me alcanzaron. Caímos a la carretera y
corrimos como alma que lleva el diablo.
Por la noche, a eso de las siete, me fui solo, porque nadie me quiso
acompañar, a sacar a Cuartas. Llegué al sitio y había un reguero
impresionante de cadáveres. Me puse a escarbar. Había alemanes,
franceses, colombianos. José Leonidas Cuartas era el último de la loma.
Estaba cubierto de nieve. Estaba muerto. Me lo eché al hombro y bajé.
Cuando llegué a la Virgen me di cuenta que el capitán de la Segunda
Compañía también había muerto. Los recogí y a ambos los metí en el
jeep. Lo más increíble de todo era que los alemanes ya estaban allí, pero
no me dispararon, tal vez por respeto, pues se dieron cuenta de que
estaba sacando a un compañero muerto... Era otra guerra, otros tiempos.
Yo tenía una novia en Inglaterra. Luego tuve otra en Francia. La
inglesa se llamaba Francine y era muy elegante. Yo le escribía desde
88
África. Ella me decía que cuando acabara la guerra me la llevara para
Colombia. En 1945 fui a Londres a buscarla y llegué a la calle donde
quedaba su casa, pero esta ya no existía. Lo que había allí eran
escombros. Nunca volví a saber de ella. Había muchas ruinas.
89
calmado, me paré junto a un árbol frondoso. Otro colombiano estaba a
mi lado. Ya los alemanes se habían ido, pero quedaban francotiradores.
De pronto, sentí un gran golpe en el estómago, como si alguien con un
puño muy grande me hubiera pegado. Se me fue la respiración y salí
disparado a un lado del árbol. Estaba aturdido. Cuando me di cuenta, el
árbol estaba todo astillado por un mortero y mi compañero se encontraba
al otro lado del árbol. Estaba muerto. Había mucho humo.
Lo salvó la penicilina
90
soldado de unos diecisiete años, le arrancó las piernas. A mí me destruyó
el codo y el brazo. Tuve suerte, además porque pude abrir la puerta del
tanque, que normalmente en estos casos queda atascada. Salté y en ese
instante recibí una bala explosiva en la pierna. Después de estar tendido
una hora con la pistola en el suelo, herido, vinieron unos compañeros y
me recogieron.
Me llevaron a un hospital donde me hicieron las primeras curaciones,
me dieron morfina y todo eso. Pegaron un papel en mi camisa y alcancé
a ver que decía “cortar el brazo”. Me lo tragué. Me llevaron a muchos
hospitales y en el último que estuve me dieron nuevamente la orden de
cortar el brazo. Tuve la suerte de que el comando dio la orden de
concentrar en un mismo sitio a todos los heridos de la Segunda División.
Allí en París estaban las “Damas Americanas”, voluntarias que se
ocupaban mucho de nosotros. Ellas fueron las que nos dieron la
penicilina, que en Francia era desconocida.
Había salvado mi brazo por segunda vez, pero oficialmente estaba
muerto, pues cuando yo salté del tanque, mis documentos se cayeron al
suelo. Un soldado español recogió mis papeles y pocos días después una
ráfaga de metralla lo mató. Entonces lo enterraron con mi nombre. Mis
compañeros llamaron a mi familia y le contaron lo sucedido.
Al final de la guerra, cuando ya me encontraba más recuperado, me
casé con Luisa, la hija de un primo mío. Nos conocimos a los 6 años.
Nos fuimos a México. En realidad cumplimos lo que nos habíamos
prometido cuando éramos niños: que me esperara para casarnos. Había
mucho tiempo.
91
Al principio no era consciente de que iba a una guerra. Pensé que iba
a un paseo. A pasear en barco. Yo era fusilero de un barco de guerra.
Cuando entramos en batalla sentí en el cuerpo una cosa rara. Algo muy
feo. Por ejemplo, cuando el desembarco de Normandía, no pisamos tierra
francesa. Nos devolvieron para África. Pero frente a la costa de
Normandía viendo el cielo iluminado por las bombas, me puse a llorar.
Me vi en ese cruce de cañones y me preguntaba, bueno, ¿a mí quién me
mando a esto? Yo en Cartagena la pasaba sabroso, no joda. Tengo que
conformarme con lo hecho. Eso era lo que me repetía una y otra vez,
hasta el cansancio, allí en el barco. Una noche nos despertó la alarma.
Por el altoparlante se avisaba que dos submarinos enemigos estaban
listos a atacar. Sin embargo, gracias a la pericia del comandante, las dos
naves alemanas fueron hundidas y aquella noche hubo fiesta en el barco.
El capitán le regaló trago a la tripulación.
Me amoldé al asunto aquel de la guerra y regresé sin una herida de
gravedad. Yo creo que todo se lo debo a un amuleto que compré cuando
pasamos Palestina. En un pueblo de aquellos alguien me dijo que le
comprara un pedazo de la cruz de Cristo, envuelto en una tela blanca.
Una vez en El Cairo, entré al cabaret Reagal con otros compañeros
colombianos: Calle, Cano, Tejada. Pedimos una botella de vodka y nada
que nos la traían. De pronto a mí ya me dio rabia y me paré y le grité al
mesero “eche, una botella de vodka, no joda”. Entonces unas mesas más
allá se paró un señor y se vino hacia nuestra mesa. Nosotros pensamos lo
peor, tal vez era algún general que venía a reprendernos. Lo cierto es que
se paró enfrente a nosotros y nos dijo: “Oiga señor, ¿usted de dónde es?”.
“De Cartagena”. Era el doctor Ramón Emiliani Vélez, que estaba en
Egipto con su hija en un viaje de placer y la guerra le había impedido
regresar. Nosotros le dimos nuestros pasajes de regreso, no queríamos
venirnos todavía. Hablamos con nuestro superior y el doctor Emiliani y
su hija se fueron para Colombia y nosotros nos quedamos allí en Egipto.
Había mucho vodka.
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Santificada sea tu nada
Bogotá, una ciudad donde la gente tiene los pulmones llenos de odio y
humo. Bogotá, una inmensa mosca que se despierta con los perfumes de
la pestilencia. Bogotá, un camino, un encuentro, un desencuentro, un
atraco, un desfalco, una depre, una alucinación, una lánguida buseta
donde millones de almas se debaten con los ojos teñidos de sangre en
medio del ruidoso concierto espiritual de los gases.
Bogotá ya no es la ciudad de los cachacos. Ya no es la ciudad del tinto
con tertulia. A la nostalgia se la han comido a dentelladas los rumores
que salen de los esferódromos, el tinto se ha reemplazado por las voces
del bazuco, la verde serenidad de los parques se ha roto por el afán de la
paranoia a 100 km/h. Es el total imperio de las narcotoyotas, los
narcoministros, los narcocuras, las narcoputas, las narcodepres, las
narcopartes, los narcoalmacenes, las narcoseparatas, la
narcocontaminación. Bogotá, una ciudad que tose en los suburbios y
vomita en el centro. Crisis. Centro. Humo, mucho humo. Ruido, mucho
ruido. Gente, mucha gente.
Bogotá, una ciudad, que es muchas ciudades, muchas mujeres,
muchos nombres, muchas soledades, muchos asesinatos, muchas busetas
con placas de Miami, mucha gente con la cara marcada por la moneda
del desconcierto.
Luna Park, Kennedy, Lucero Alto, City Garden, nombres duros con
gente dura, amores pesados, metal pesado, edificios de tres pisos con lo
mejor del cuco Fabricato en el material elástico y colores vivos, esos que
se pueden rasgar de un solo tirón cuando se aplican tácticas violentas
95
luego de haber mojado la mente con veneno y la voz con humo, mucho
humo, veneno, mucho veneno.
Ya no estamos en la ciudad del té y las colaciones de mamá. Ya no
hay mamás, ni té, ni colaciones. Estamos en la ciudad del No, no hay, no
y no, no joda, no acabe, no se venga, no se vaya, no y no, esferódromos
aquí y allá, no se baje, no ame, no odie, no se bañe, no se mate, no viva,
no y no.
Ciudad en crisis, conciertos speed metal en bodegas abandonadas,
donde la neurosis de la ciudad le dispara paranoias eléctricas a los
fantasmas de la frustración, la constitución, la institución, la
reencarnación, la colación. Es la canción opaca de la juventud mutante
que no se resigna a entrar a la ciudad por la puerta delantera, sino que por
el contrario, se quiere tomar por asalto el sangrado corazón de Bogotá en
los andenes, en los asientos traseros mientras hacen el amor y afuera se
desgaja una lluvia esquizofrénica sobre perros, ladrones y policías.
Ciudad perrata.
96
imágenes religiosas del Divino Niño en el Veinte de Julio. O este que
acabó de cortarse las venas con una cuchilla de afeitar y todavía riega su
sangre sobre los tranquilos antejardines con magnolias y astromelias,
mientras los niños, tan bien peinados por mamá, están envueltos por la
baba inocente de la realidad.
Bienaventurados sean las mamás, los niños, las colaciones, el té, el
Mercedes blanco de la abuela, el perro marica, los policías montadores,
los CAI, los alcaldes populares, los idiotas, los jarrones japoneses, los
aeróbicos, los cuentos chinos, las dietas, la ciclovía, los supermercados,
los consejos de ministros, las galerías, pues de ellos será el Reino de la
Sangre. Bienaventurados los buses color sangre. Bogotá no puede evitar
la sangre, cada ladrillo, cada mañana, cada sol, cada niño, cada silencio
se halla salpicado de hemoglobina.
Bogotá, una ciudad donde la gente tiene los pulmones llenos de odio
y humo. Bogotá, un camino, un encuentro, un desencuentro, un atraco,
un desfalco, una depre, una alucinación, una lánguida buseta donde
millones de almas se debaten con los ojos teñidos de sangre en medio del
ruidoso concierto espiritual de los gases.
Bogotá depresiva, Bogotá a 30 pisos de altura a las nueve de la noche
cuando abajo las luces de la ciudad iluminan las miles y miles de
soledades, cuando todo parece quieto, pero en realidad es cuando
irrumpe la tormenta de los mutantes con sus ojos inyectados de
desesperanza y pareciera que ya Bogotá hubiera renunciado a la segunda
oportunidad. Bogotá, mil pisos de angustia, mil ascensores peligrosos,
cortes de agua, cortes de pelo, cortes de presupuesto. Bogotá, una ciudad
cortada, fragmentada en sus registros. Bogotá, un carro de perros
calientes en una esquina. Un cigarrillo, una gaseosa, un taxi de papel
periódico, un celador, un robo, qué importa, una ciudad sembrada con
pequeñas flores de terror, raquetas por todos lados, conciertos de
alcantarilla, paraísos pegados en los cerebros con bóxer.
Bogotá, una ciudad donde Dios no ha huido, sino que lo han
secuestrado.
99
últimas de la lotería, el papa de ella cinco pedazos de la extra. Ella se
dio cuenta de que yo era el hombre para ella y empezó a celarme hasta
con la sombra. A veces a las doce del día, cuando supuestamente no hay
sombras, yo volteaba a ver y veía su sombra. No me dejaba en paz, me
hablaba y me empujaba. Yo creo que yo iba a ser papa o un gran sabio
de la adivinación, pues cuando yo era pequeño mi papá casi me mata
porque dijo que yo era un duende. Desde ahí empecé a desconfiar de las
sombras. Sabía leer la mano, el cigarrillo, la mirada y los anillos. Yo
analizaba a una persona, si era mujer le decía va a tener mellizos y
preciso. También leía los anillos. Se coge un anillo, preferiblemente de
oro o de plata, el caso es que sea de metal puro, luego se dicen unas
palabras mágicas que no le puedo decir y se mira a través de él hacia un
punto en el norte. El norte es el lugar donde habitan los demonios. Los
poderes están en el sur. Entonces empiezan a sucederse visiones de vidas
anteriores. En estos anillos he visto muchas vidas anteriores y antiguas.
Muchas de las cosas que le van a suceder a una persona son porque en
sus vidas anteriores los demonios no las dejaron que pasaran. Una vez,
una mujer de Cúcuta me dio un anillo para que se lo leyera. Entonces
salí a la calle en la noche, miré hacia el norte por el anillo y allí vi a un
ejército de jinetes que la perseguían en una noche de tormenta.
Don Leo Kopp permanece impasible ante la lluvia de voces púrpuras que
atacan su oído. Una casa, un trabajo, una novia, un crimen, un
chanchullo, una nota para una beca, una esperanza. La esperanza de
cobre bajo la luz blanca del Cementerio Central. Las almas del
Purgatorio siguen girando. La gitana con la luna en sus ojos. Los ojos
con la luna en la gitana. No se debe pronunciar el nombre de Dios. Tiene
99. Only 99. Only paredes blancas, only fantasmas, only miradas
apretadas por la mano invisible de algún fantasma de alguna familia
100
“bien” de Bogotá.
-Esa vieja me volvió un bobo. Para andar cinco cuadras duraba
cinco horas. Ella se dio cuenta de que yo era el hombre que le
pertenecía, entonces se entregó al Demonio. Una noche me puso a soñar
con espantos, con costales llenos de monedas oxidadas, con aves azules,
con soles negros que iluminaban mis ojos con el brillo que solamente
tienen los súbditos del Demonio. Ella me robó mis poderes, yo sabía leer
los sueños. Por ejemplo el que sueña con mierda, pero con bastante
mierda, significa que va a tener billete, soñarse con perros significa que
alguien le está haciendo hechicería, soñarse con agua sucia es
desgracia, lo mismo que cuando en el sueño aparecen gatos,
seguramente vendrán tiempos de desgracia.
Últimamente he conocido muchas personas que se han soñado con
gatos. La clave de la infelicidad son los gatos. Desde hace trece años
vengo aquí al cementerio a pedirle a las ánimas; es que nosotros somos
apenas unas sombras entre Dios y los mutantes. Los mutantes son más
perfectos que nosotros. Ellos tienen la luz en su mente. Cuando hablan
iluminan lo que pronuncian. Pero la única palabra que no pueden
pronunciar es el nombre de Dios.
Tampoco se debe pronunciar el nombre del Demonio. Está en cada
esquina. Limpiar, siempre limpiar las tumbas, las huellas de las almas
sobre el cemento, el ruido del trole, el ruido del ruido, la sombra de la
sombra, el tedio del tedio, la muerte de la muerte, el Dios de Dios, Dios
Vengador, con Él, y en Él, sin Él también, nuevamente las aristas de la
muerte, las flores sobre una muerte oxidada, almas del Purgatorio, almas
del Laboratorio Universal, Luz de Luz, el Dios de Dios. La
incertidumbre siempre.
-El Demonio se me presentó en persona hace trece años. Me pidió
que le vendiera el alma. Tenía un vestido negro y un tabaco inmenso. Yo
le dije que quería las mujeres más hermosas del mundo y se me presentó
Yaneth, el nombre de ese demonio, y entonces esa vieja empezó a
chuparme la sangre, no me dejaba dormir, me hacía soñar con sus
partos, una vez tuvo gemelos y yo sentía los dolores del parto. Yo
resultaba en las noches discutiendo con los espíritus. Con las sombras
de las sombras. La última vez que la vi fue como hace tres años, cuando
101
yo le estaba ayudando a vender lotería a un tío. Yo la vi venir en dos
direcciones diferentes, venía por ambos lados de la calle. Creo que para
ese tiempo ya se había convertido en mutante. En el Siete de Agosto hay
muchas mutantes aunque usted no me crea.
Yo sé que cuando ventea fuerte es porque ella se está arrepintiendo.
Descanso cuando hace sol.
102
Solo sé de cada gol: Sócrates
103
no se sitúan ya según los rangos de sangre, sino de cuenta bancaria. Los
esclavos de los señores aristócratas de Grecia asistían a la tragedia, por
ejemplo un montaje de Esquilo, desde la última fila. Sin embargo, en un
partido Santa Fe-Millos, los ñeros bogotanos se hacen en primera fila, es
decir, donde la visualización es más fácil.
Pero hay algo que no tiene el estadio moderno y que en cambio el
teatro griego sí. En efecto, en este último es posible tirar una moneda en
la mitad del escenario y el esclavo de Alcibíades escucha ese sonido
inconfundible del mismo modo que Pericles, que está sentado en la
primera fila. Ahora un par de pilas, un transistor y la voz enredada de un
narrador deportivo, es lo que permite establecer una conexión entre las
tribunas y el juego.
Famoso a los 23
¿Dónde está la bolita? ¿Dónde está la bolita? Los arqueros de los equipos
de fútbol ocupan el puesto más desgraciado y desagradecido del mundo.
En el pasado partido de Nacional por la Copa Libertadores, cuando René
Higuita tapó más de cinco penas máximas ante Peñarol, se convirtió en el
amo y señor de todos los miocardios colombianos. En ese momento
Higuita era el presidente de Colombia. Su figura opacó a todos los
políticos y héroes de la historia colombiana. Mientras que Bolívar tiene
que reivindicarse a través de los aburridos manuales de historia de
bachillerato y la primaria y también por medio de las disquisiciones
académicas, un jugador de fútbol atrapaba la posteridad con tan solo una
jugada. Basta recordar al defensa de la Selección Colombia, el paisa
Andrés Escobar, que con un certero cabezazo en el partido que Colombia
jugó contra la selección de Inglaterra en junio del año pasado en el
Estadio de Wembley pasó, en lo que duró el balón en recorrer la distancia
entre su frente y el fondo de la malla -pasando por entre la mirada atónita
del arquero- a la fama eterna. No en vano ahora le dicen Andrés
Wembley Escobar. 23 años. Famoso a los 23. Feliz a los 23. Defensa a
104
los 23. Eternidad a los 23.
Pero así como se puede atajar para siempre la inmortalidad, del
mismo modo la desgracia le puede meter un gol a los arqueros. Es el
caso del cuento del jugador de la Selección Argentina. “El filósofo”
Valdano, quien narra la historia de un arquero de un equipo de barrio.
Este arquero tendría 17 o 18 años. Sus expectativas eran ir a cine de tres
el sábado con la novia y ganarle al equipo de la otra cuadra. Tenía una
particularidad: siempre llevaba una cachucha. El partido iba sin mayores
contratiempos. Pero ya en el segundo tiempo el asunto había cambiado.
Iban empatados y quedaba poco tiempo. De pronto sucedió algo que
sacudió la zona de candela: un faul. Inmediatamente al árbitro se le
iluminaron los ojos. Infló sus pulmones y como si estuviera abriendo las
aguas del Mar Rojo con su soplo hizo sonar su pito al tiempo que corría
al lugar del insuceso tan rápido como le permitieron sus piernas de
tendero de barrio. Penalty... Penalty. Era la palabra que estaba escrita en
el aire. Todo el mundo se situó detrás del arco del arquero de la
cachucha, que no se supo bien de qué color era. Lo cierto es que en sus
manos estaba el destino de su equipo. Era imperioso que atajara ese tiro
desde el punto penal. Llegó la hora de la verdad. Todo el mundo en
silencio. El universo entero paró su relojería para presenciar el tiro.
Frente a frente, los dos hombres se miraron primero a los ojos. Luego el
guardameta de la cachucha miró a la cintura, como le habían enseñado o
tal vez había leído en un diario.
Pero antes de que el delantero del otro equipo se cuadrara frente al
balón, hizo lo que tenía que hacer: se quitó la cachucha y la puso en el
fondo del arco para poder ver mejor la trayectoria del zapatazo del
contrincante. Y vino el disparo. Una silueta cortó la línea del horizonte y
la luz del sol se vio opacada por aquel hombrecito que voló y atajó el
balón. La alegría fue total. Pero lo que sucedió después de este mágico
instante fue muy rápido. Apenas cayó a tierra se incorporó con el balón
en sus manos. Miró a su derecha, se acordó de la cachucha que se
encontraba abandonada en el fondo de la red y caminó con todo y pelota
hacia adentro. La recogió y se la puso. Conclusión: el réferi pitó gol y su
equipo perdió.
105
Nadie se olvida de Plakto
Las referencias del fútbol con otros registros de la cultura a veces son
evidentes y otras no. Con la literatura es apenas obvio. Miguel
Hernández les ha hecho poemas a los arqueros. Lo mismo sucede con
Rafael Alberti. Albert Camus también llega a teorizar sobre el gol y el
quehacer literario. En su novela La peste habla de que del mismo modo
que para llegar al gol hay que “tejerlo” a través de muchas jugadas,
también para hacer literatura y arribar al tono ideal se necesita dar mucha
pata y leña a las palabras.
Pero hay otros que mantuvieron una relación irónica con el fútbol. Es
el caso del escritor argentino Jorge Luis Borges, a quien unos meses
antes de empezar el Mundial de 1978, un reportero se le acercó y le
preguntó qué pensaba del fútbol. Borges contestó tajantemente: “Son
veintidós idiotas detrás de un desgraciado balón”.
Pero si los escritores tienen posturas lúcidas sobre el fútbol, no pasa
lo mismo con los políticos, por lo menos con los nuestros. Una tarde, un
precandidato fue a un partido a un estadio de una ciudad colombiana.
Cuando estaba en la mitad de una tribuna y sentía el calor de una
multitud que tal vez electoralmente no era suya, se le acercó un cronista
radial y le preguntó: “Doctor, doctor, ¿cuál es la pena máxima en
Colombia?”. El político le respondió que en país la Constitución no
contempla la pena de muerte. Sin embargo, el proceloso líder quedó
“chiviado” cuando el cronista le dijo que la pena máxima en Colombia
era el penalty.
Plakto
110
regocijaba en su orgía perpetua.
La piel, sí, la piel. Debía ser una piel del sur, curtida por el pito de los
Blue Birds, por las injurias y por el paso de oxidados made in Taiwán.
Una piel sangrante por cada poro, una piel lista para ser reparchada por la
Secretaría de Obras Públicas. Una piel formada por células desgraciadas,
por ácido muriático para baños públicos. Una piel para tiempos de
guerra.
Las manos, los pies. Las manos tenían que ser aptas para apalear a las
futuras degeneraciones. Los pies, listos para patear las flores y los bebés,
el presidente y sus ministros y el saque de honor en los estadios del país.
Para embarrarla, para caminar por los senderos luminosos sembrados de
noches incendiadas. Para correr hacia el fin del mundo.
Faltaba la voz. Dios no sabe nada de estéreo. Ni de sonidos dolby. Era
preciso la voz de un grito cortada por cuchillos de silencio cuando llega
la mañana mojada por la lluvia gris de gas carbónico, mientras chorrea
una sangre blanca como las circunvoluciones de una mente con daño
cerebral. Esa era la voz. Entonces Dios creó esa voz para millones de
seres tan numerosos como las estrellas regadas en el fondo del cielo
como si fueran espermatozoides luminosos sembrando la semilla de la
locura en el universo cerrado, Una voz para susurrar palabras podridas
antes de dar el beso de Judas.
Era el quinto día. Dios seguía caminando hacia el sur. Los sueños de
las fieras ya se habían secado por completo. En sus ojos solamente
quedaban los coágulos de las miradas dirigidas hacia mares con
hidrofobia.
Llego el sexto día. 666. Apareció la Reina de la Devastación, detrás
de las luces rotas de las autopistas de la furia.
-Comed y bebed. La guerra sea entre vosotros- dijo. Luego enroscó
en un árbol de una selva afectada por el efecto invernadero. En ese
momento sobre un ejército de ciegos cayó una eterna lluvia de luz, las
más bellas mujeres parieron bestias de ojos púrpura; en las ciudades,
taxis de papel periódico empezaron a recorrer las calles, los cielos se
tornaron de mermelada azul. El final se aproximaba.
Dios puso al hombre de basura en su palma y le dio un soplo. Por
todos los rincones de la Cloaca se armaron los ejércitos alucinados con el
111
humo en la cabeza. Los ríos se tiñeron de rojo, las siete plagas de Bogotá
inundaron el mundo, el riñón de las ciudades se secó.
Dios empezó a sangrar. La Reina de la Devastación hizo lo que tenía
que hacer: escupió sobre su sangre.
112
El gas sea con vosotros
115
Inyecta el veneno, Chapinero
Ride on, ride on, corre, corre que viene la policía a montarla. Lo más
seguro es que el Judío Perrante, un argentino que vendía aretes y toda
clase de bocelería para las niñas bien pero mal de la Javeriana, más
exactamente de Comunicación Social, se tuvo que ir con su tendido a
otra parte.
Aficiones: AC/DC, y claro está el equipo Vélez Sarsfield. Lo más
seguro es que el olor a grasa pesada que salía de la Salsamentaria
Switzerlandia va a extrañar la música de los hermanos Young y Brian
Johnson. Lo más seguro es que todo quede inseguro. Otra vez AC/DC.
Otra vez exiliado. Rock and roll is not pollution. Lo repetían una y otra
vez, hasta el cansancio, hasta dejar su sangre contaminada de rabia en el
escenario. Muchas veces fueron proscritos en su país natal por
irreverentes. En las emisoras británicas por “sucios”. Y es que han dicho
lo que tenían que decir sin miedo.
You shook me all night long. Era la canción que el Judío Perrante
ponía hacia las seis de la tarde cuando se iniciaba el desfile de las puticas
tristes por la carrera Trece a la altura de la calle 61. Me haces estremecer
toda la noche. ¿Entonces, mamita? Entonces nada porque Judío Perrante
solo tenía para lo del hotel que queda en el centro, para el bus y para la
miel. Sí, la miel. Una botella de Johnie Walker pero llena de miel. Miel
para soportar la mierda de una ciudad. Para forrar la garganta con aceite
dulce, para que las palabras no se gasten fácilmente. Se calcula que
aproximadamente cada mil kilómetros, es decir, cada semana, Judío
116
Perrante lubrica sus pulmones desesperados.
We salute you. We salute you. Te saludamos Judío Perrante, and
lonely, lonely, lonely... AC/DC solía sonar en la grabadora vieja de Judío
Perrante todo el día. Hacia las once de la mañana llegaba a la 58.
Loverboy. Rambo III. Toda clase de malevos entraban al Metro Riviera a
destaparse los sesos con el plomo de made in Hollywood. Mientras tanto
Judío Perrante ahí en el suelo sintiendo las emociones del cemento.
Preciso en el instante cuando pasaba Olaya-Quiroga escupiendo un
delicioso jugo de gas carbónico, Judío Perrante hacía sonar su grabadora
con rock and roll is not pollution. Rock and roll will never die. Will never
die.
117
will never die.
Desde tiempos inmemoriales las casetas ocultaron la cara podrida de
la ciudad. Tráfico, descontrol, me robaron, atájenlo, mierda, un chorizo
con francés y colombiana, a cómo el polvo, ruido, ruido, metal, lata,
lluvia sobre Chapinodromo, esferódromos, mundo: AC/DC.
Si algún día los Rolling Stones o AC/DC vinieran a Bogotá en primer
lugar tendrían que hacer una rueda de prensa con los choferes de buses,
busetas y taxis, en el caso de los Stones por lo menos. Nunca antes se
había visto en lugar alguno en el mundo una publicidad al mejor grupo
de todos los tiempos como la que le hacen los choferes. Eso sí. Nada de
que vamos a la 82. Nada. Los Stones en el Campín con todo Sidauto o la
Empresa de buses rojos. Nada de barcitos, donde por poco trago mucho
pagar. Mick Jagger sería feliz en un bus por la Caracas. Algo parecido
sucedería con los AC/DC. Nada de pipelines. Cero.
AC/DC le pertenecen a la Bogotá subterránea, a la Bogotá donde los
servicios públicos son deficientes, a la Bogotá donde de nada valen los
avalúos catastrales no ser para castrar a alguien.
Se fueron los vendedores ambulantes, los areteros y Chapinero se
quedó sin AC/DC. Rock and roll is not pollution. Ride on, run, run, run,
the gun, corre, corre, ahí viene lo mejor de la Fuerza Disponible con sus
cascos recién brillados, corre, corre. Pero no hay nada qué hacer: AC/DC
no se rinde, AC/DC muere con las botas puestas, AC/DC arriba y abajo,
almacenes Only, Only rock and roll, Only bolillo, ya no se puede
comprar Mustang, ni la gafa negra, ni la Barbie con el Ken hawaiano
para la fiesta de la niña, ni los collares del Judío Perrante, ni Los jinetes
de la coca, ni El hueco, todo es un hueco, ni papel de arroz, ni el
ungüento chino traído de Maicao, ni la legítima chaqueta Levi's traída de
Panamá. De todos modos AC/DC ya hizo lo suyo: Inject the venom,
inyectó el veneno en Chapinero para siempre...
118
Crónica marxiana
120
guerrillero heroico” en Coppelia son las uñas pintadas de colores, los
moños, las manos cogidas, el humo intenso del cigarrillo sin filtro
Popular, todo mientras en fondo suena U2 -With or without you-, Donna
Summer o Madonna. También José José o Rocío Durcal. Pero los ídolos
son sin duda U2. U2 arriba y abajo, cerca y lejos, la voz de Bono, The
Edge, U2, langostas que se comen el cielo azul. Otro helado de mango.
Haga la cola, compañero. Contigo o sin ti puedo vivir. Pero no sin helado
de mango.
Se dice que en Cuba hay dos palabras que son míticas: son Fidel y el
famoso “neumático”. En cuanto a la primera nadie sabe dónde vive,
todos la pronuncian y por eso vive en la garganta de cada cubano. La
segunda casi nadie la pronuncia. Esa la llevan unos cuantos en el fondo
del estómago nadando entre los ácidos de la melancolía. Para ellos
melancolía se viste de azul bluyín, tenis “Nike” y el resplandor de Miami
que según dicen se ve desde el último piso del Habana Libre. Pero la
melancolía también se desinfla. Está el caso de un compañero que se
consiguió un compañero neumático. Sucedía que el compañero
neumático nunca había salido de su pueblo, muy cercano a La Habana.
Una madrugada se echó mar adentro destino Miami Beach a bordo del
compañero neumático. Tras dos días de tempestades el compañero de
pronto se alegró pues vio una playa enfrente de sus ojos. Como pudo
llegó y su cuerpo se llenó de euforia pues la playa estaba llena de rubios
y rubias. El compañero salió con el compañero neumático como si fuera
un trofeo. Empezó a balbucear en inglés. Pidió un Marlboro. Una rubia
en bikini se lo dio. No había duda. Estaba en Miami. Sin embargo todo se
le aguó cuando apareció un policía cubano paseando por la playa. Estaba
en playas de Varadero a tres horas de La Habana. No había caso. Saludó
al policía y lo abrazó. Pensó que Fidel le había mandado un policía a
Miami Beach para que los gringos no lo fueran a devolver. Lo cierto es
que el compañero estuvo encarcelado, pero todavía no se sabe si en La
Habana o en Miami.
Un eterno Baragua
121
Definitivamente los taxistas son el mejor termómetro para conocer un
país. Y más si son de una ciudad caribeña, donde el taxi es una especie de
sala rodante en la que el conductor hablan con el extranjero de una
manera clara y sincera. Algo así sucede en La Habana, donde un taxista
perfectamente le puede hablar a uno de un partido de béisbol, del
comandante en jefe Fidel, de las agresiones del enemigo, de la pizzería
donde va su hija con un novio que a él no le gusta para nada y de
materialismo histórico. Por el contrario, en Bogotá los taxistas no hablan
casi. A esas alturas sobre el nivel del mar, lo único verdadero es la
contaminación de las miradas, la confusión de los cuerpos y los vómitos
de sangre.
En La Habana, el mar de algún modo hace que las palabras suenen
diferente, suenan a sal, a gaviota, a coral, a beso en el malecón. Por eso
tampoco sobresalta el hecho de que el taxista que hace el recorrido
Habana Libre-El Ranchón haya estado en Addis Abeba y en Angola.
Parece increíble que ese hombre moreno con un reloj de fabricación
rumana, que maneja suicidamente por las calles de La Habana, haya
estado algún día en las estepas africanas comprobando hasta qué punto
su vida valía la pena. A la altura del Túnel de Línea que divide al Vedado
de Miramar, el taxista dice que frente a un fusil no hay verdades que
valgan, por eso si uno no muere es porque está vivo de verdad, de lo
contrario la vida era una mentira disfrazada de carne, angustias y pelo.
Entonces viene el paso por el Túnel de Línea y toda Cuba se encierra en
esos diez metros bajo tierra: junto al taxi rueda un ómnibus con ese
característico sonido de bestia diésel encerrada en una jaula de lata, más
atrás en un Lada mil trescientos centímetros cúbicos con una típica
familia cubana, él, un hombre que seguramente no ha “capado” ninguna
sesión del comité pleno del PC cubano, gafas de aros dorados, guayabera
amarilla, la tez tostada por el sol y un habano en los labios, ella, algo
regordeta, tez demasiado blanca, pañoleta de flores en la cabeza, atrás
dos adolescentes que miran hacia las paredes del túnel. Allí en el vientre
del túnel se concentran los olores del socialismo cubano: el diésel pesado
del bus, el viento salado del mar, el ambientador barato del taxi, ese es el
olor de Cuba a tres metros debajo del mar.
122
Viene ahora el paso por la embajada soviética, que es una estructura
que parece que hubiera sido construida por el libretista japonés de
Mazinger, pues en verdad parece un robot. Afirma la leyenda que en caso
de invasión del enemigo esta mole de cemento activa un mecanismo que
la hace salir caminando. La hoz y el martillo ondean con el mar de fondo.
Algunas caras rojas salen de la embajada y se suben a un Mercedes Benz.
Más adelante se encuentra una de las famosas “Diplotiendas”, donde
solamente pueden entrar los extranjeros. Allí adentro todo recuerda al
Carulla de la 85. Uno se va metiendo en su atmósfera familiar: Coca-
Cola, Marlboro, quesos suizos, pastas italianas. Pero algo indica que hay
un elemento que no está funcionando bien: de pronto todo se vuelve
amarillo. Es una pareja de vietnamitas que discuten a grito pelado sobre
si comprar una caja de pastas italianas. Más adelante todo se vuelve rojo:
unos polacos están frente al stand de licores viendo qué ron comprar para
ir tomando mientras hacen mercado. Un tour de profesoras islandesas de
kínder, rojas como camarones por el sol, se paran en la sección de carnes
extasiadas por el corpulento moreno cubano que corta la carne. A cada
hachazo que da el fornido carnicero que seguramente se llama “el
compañero carnicero Lázaro”, la abominable y glacial colección de
profesoras dejan escapar no menos horrendos gemidos semieróticos
mientras la compañera sangre se va vaciando en un compañero balde. Y
claro, no podía faltar el tour de turistas latinoamericanos donde se
cuentan colombianos, venezolanos, ecuatorianos, chilenos, que se pasean
en pantaloneta y gafas negras por el supermercado como si se creyeran
en Cartagena. Caminan muy dignos por la “diplo” tratando de hacer ver
que pueden gastar la misma cantidad de dólares que aquellos canadienses
que tienen cara de escoger dónde ir por el sonido de los lugares y
seguramente vinieron a La Habana procedentes de Katanga y después
irán a Tabatinga.
Once de la noche. Treinta y cinco grados centígrados. En Coppelia,
las parejas se toman de la mano, el sonido de las guaguas envuelve las
miradas. Estamos en Cuba. La noche huele a verde oliva.
125
la noche los bombillos de esta población fueran una especie de puertos
eléctricos. Es como si ya se sintiera la cercanía de la Escuela.
La buseta avanza lentamente por las calles de San Antonio de Los Baños.
Todas las puertas están abiertas de par en par. En los umbrales las parejas
hablan, se abrazan, se confunden, se prometen amor eterno bajo los 110
watts de las bombillas, se besan, se vuelven a confundir, se aparean. A
esta hora San Antonio de Los Baños huele a amor. Huele a aquella
sábana cómplice que ha recibido dos cuerpos que se abrazan mientras en
el fondo de la casa se oye el discurso del Comandante en jefe Fidel
Castro, que da un parte de victoria de la Operación “Escudo Cubano” por
la jodedera de los gringos cerca de aguas territoriales cubanas. En otra
puerta un par de viejos hablan bajo el hechizo del olor del tabaco, duro,
negro, humano. Es cierto. El tabaco hace a estos hombres más humanos.
El sabor los une a la tierra. Es un constante rito. Cada vez que un
veterano de estos prende un tabaco renueva su compromiso con la vida,
es como si el humo azul fuera la puerta invisible hacia el reino de los
sueños, de los amores perdidos, de la música del pasado. Pero este rumor
se pierde cada vez que el tabaco agoniza en medio de una conversación.
En fondo de las casas se ilumina con los destellos de la pantalla de los
televisores. Todo parece un sueño, pues todos los televisores de San
Antonio de Los Baños están en el mismo canal mientras la buseta pasa
lentamente. Se alcanza a ver la mano de Fidel que se mueve mientras
habla, la gesticulación, una serie de aviones Mig, Fidel besando a una
abuela, otra vez el Mig, un pionerito pintando un fusil.
La buseta sale del pueblo y el olor a casa encerrada por el tiempo, un
olor mezclado a orines, actos de amor y libros viejos, se cambia por el
olor peculiar de las naranjas en medio de la noche. A lado y lado de la
carretera se extienden las plantaciones inmensas de naranjales, que
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duermen un sueño anaranjado en el núcleo de la oscuridad.
Por fin la entrada de la Escuela Internacional de Cine y Televisión. La
puerta metálica se corre y una pequeña avenida de palmas africanas
protege la buseta de los fantasmas de la noche cubana. Cuando el
ronroneo de la buseta ha cesado, el murmullo de un millón de ranas
inunda el calor de la noche, pero sobre todo las miradas de una
colombiana y una venezolana sabiendo que les espera una lucha sin
cuartel contra los infames batracios. Efectivamente. Los apartamentos de
los estudiantes están bajo el fuego cruzado del enemigo-rana, que entra
sin remilgos de ninguna clase a aguas territoriales (entiéndase la taza del
baño). Para sacar una rana de un apartamento se necesita armar un
equipo de producción: un colombiano, una escoba cubana, el café
derramado, préndanme un cigarrillo, la maldita rana ha saltado sobre la
mermelada, al brasilero le da una risa nerviosa, llamen al Comandante.
Por fin la compañera rana sabe que está agarrada y opta por suicidarse y
entonces se lanza en caída libre desde un cuarto piso. El público
femenino aplaude y entonces empiezan a hablar de Remedios La Bella
volando por los aires.
Se la chingó
“Ahí viene Gabo”... “El maestro...”. Dice una argentina que hace Tai Chi
en el borde de la piscina mientras todo el mundo se dedica a las artes
etílicas y amatorias en el agua de la piscina. Nadie se imagina que el
maestro del realismo mágico llegue a dar su taller en un flamante BMW
azul profundo. Gabo camina hacia el salón número 6 vestido
impecablemente blanco. Todo está listo. El salón huele a fresco. A
mango, a vaca recién ordeñada. Primera regla del realismo mágico: el
mando que han traído del comedor hay que comerlo descalzo. Diez de la
mañana. Entonces se entra al reino de la dimensión desconocida. Gabo
para arriba, Gabo para abajo, a los lados, en los costados. Doce
127
estudiantes latinoamericanos. Doce rostros diferentes, doce lenguas
diferentes, chévere, macanudo, buenísimo, bellísimo, aloa, aloa, chulada.
El mexicano ha resuelto por fin su historia: “entonces el hombre se
encuentra con la chava y se la tira... Y luego se chinga de paso a la
hija...”. Mientras tanto el uruguayo se quita sus gafas y se ríe
estrepitosamente. Los dos cubanos tratan de acomodar la dialéctica al
despelote de las historias de los otros latinoamericanos y por eso cuando
el brasilero dice que las vacas estaban felices porque llovía, el cubano
dice que debe ser al contrario. O sea, que más bien la lluvia es producida
por la presencia de las vacas. Bueno. El chileno enciende su cigarrillo sin
filtro. Pregunta quién va a ir a La Habana a tomarse unos rones con él.
Sin embargo solamente unos cuantos aceptan acometer la aventura. La
razón es Fassbinder, que en ese taller se ha convertido en una especie de
adicción. Luego del taller cada quien se va a su apartamento a ver
películas del alemán y entonces de nada vale decirles que el ron se paga
en pesos y no en dólares, que Fassbinder puede esperar. Pero todo llega a
niveles insostenibles cuando uno de los brasileros saca películas
subtituladas en checo, al otro día el Acorazado Potemkim, con el cual ha
torturado a medio taller, pues la ha visto tres veces seguidas. Cuando se
termina el taller, hacia la una de la tarde, viene la hora del almuerzo.
Nada raro que hoy el almuerzo sea pizza con pasta y jugo de mango
endulzado con medio ingenio azucarero. En la misma mesa el mundo
entero: un morocho de Guinea Bissau, otra vez el hindú, un argentino
mamertísimo, una chilena agresiva y una cubana bellísima. Luego de la
terapia de la grasa de cerdo viene el cigarrillo sin filtro y una siesta
donde se sueña con leones verdes con música de aviones de combate
Mig, pues cerca de la escuela se encuentra la base aérea más importante
de Cuba y sería el principal objetivo de los gringos. Luego hay que
aguantar los ladrillos que saca el brasilero, otra vez el Acorazado, los
alaridos de la argentina cada vez que Fassbinder hace decir algo terrible a
alguna puta desgreñada, tetona, teutona, otro cigarrillo, hora de piscina.
Por la noche el ambiente se caldea en la Escuela de Cine. Unos se van
para La Habana a inyectarse ron en la mente, otros se quedan leyendo,
otros vomitan sangre en los baños, algunos hacen el amor en la piscina,
todo queda a la merced de las potencias del universo: la canción de las
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ranas, Remedios La Bella que se desviste, animales eróticos que escalan
por los cristales de las ventanas, gemido va, gemido viene, nuevamente
el Mig. Un ruido ensordecedor envuelve los cuerpos. Una de la mañana.
Nuevamente a esperar que el realismo mágico llegue a bordo de su
BMW o que en medio del taller alguien toque a la puerta y afuera un par
de marinos gringos esperen con sus fusiles mientras García Márquez
dice: “coño, no jodan la vida, que estoy dando clase...”.
129
Santa Carroña de Bogotá
131
temible Doctor Mengele, y la banda de los Decapitados, que se
especializaban en la cacería de cabezas. Fue el horror. En las noches
nadie se asomaba por esa estación. Ambas bandas se apoderaban del
recinto y en las mañanas las vitrinas amanecían rotas y en alguna de
ellas, junto a los zapatos, la ropa y la comida, se veían cabezas. La
policía radioactiva no podía hacer nada porque ambas bandas poseían
armas más poderosas, al parecer traídas de algún suburbio de Frankfurt.
Eran armas cortas, negras, que producían un sonido tan agudo que podía
penetrar cualquier cosa.
En la estación Unicentro día y noche están encendidos un millón de
televisores. Son televisores del tamaño de una persona y están por todas
partes. En los techos, en las cúpulas de cristal, en los baños. Si alguien
está orinando seguramente hay un televisor en frente suyo para que no se
pierda la última telenovela intergaláctica, aunque hecha todavía en
Venezuela. Parece ser que es en los baños donde la gente se atreve a
mirarse. Los hombres todavía se asombran de tener ese miembro que les
cuelga entre las piernas y las mujeres todavía se asombran de tener esos
promontorios en el pecho. Claro está que esto está desapareciendo por la
última moda dictada en Nueva York, luego de un asalto nuclear hace dos
años en el que las mujeres quedaron sin senos. Por eso en la última
temporada de moda llamada “pieles para el invierno nuclear”, las
modelos no llevaban senos. No hubo caso, la moda se extendió por todo
el mundo. Cada día los niños son alimentados por extrañas máquinas.
Apenas nacen son conectados a una máquina que produce leche sintética,
Nestlé, creo. Son hechas en Suiza y tienen una musiquita de circo
incorporada. Cada vez que el niño chupa, suena la música. Todo el
mundo anda comprando regalos de Navidad. Los almacenes no dan
abasto. Todo el mundo quiere llegar temprano a sus multifamiliares, pero
para llegar a los multifamiliares primero tienen que pasar por dos retenes,
el bloque A, el bloque B, el bloque C, luego el interior 1, 2, 3 y
finalmente esperar que algún ascensor suba hasta el piso 78 y baje y todo
para encerrarse a ver la demencia de los coheticos sobre el cielo de Santa
Carroña de Bogotá.
Las madres llevan a sus hijos amarrados con cadenas a sus manos. Al
parecer son cadenas de alta seguridad contra robo, pues “La Chupa” anda
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suelta por Bogotá. Según reportes de la policía se trata de una banda que
roba niños con una gran aspiradora. Sin embargo, la semana pasada
varios niños y sus madres fueron chupados por alguna de esas máquinas.
Todos compran lo mismo: árboles de Navidad con bolitas de basura
nuclear que chisporrotean y que dañan poco a poco el cerebro,
cucarachas eléctricas, pistolas de agua contaminada, dulces de ácido
sunshine para alucinar, pasteles de harina de hueso. Todos pagan con
dinero plastificado. Son unas tarjetas de diversos colores que poco a poco
van perdiendo su intensidad a medida de su uso. Las de más valor son
azules, las de menor valor verdes.
En la estación del metro de Unicentro de noche nadie se asoma. Solo
se ven sombras que corren, fantasmas que recorren las vitrinas. Huele a
caos, a anarquía. Se alcanza a percibir el olor a cianuro, que es el licor
que toman el Doctor Mengele y sus Necrorreptiles, allá en el fondo de la
estación. Los Necrorreptiles se pasean por allí y por allá y no dejan nada
en pie. Nada.
Los últimos habitantes están desapareciendo por la boca del metro de
la estación de Unicentro. Las puertas del tren son negras y parecen una
gran boca hambrienta que devora seres envueltos en aquellos abrigos
negros. Da la impresión de que entran a un ataúd sobre rieles. Y así es en
verdad. El metro de Santa Carroña de Bogotá es un gran ataúd
subterráneo que pulula por las entrañas. Adentro se escucha música
gregoriana hecha por sintetizador. Las voces de un millón de monjes
mutantes, ciegos y castrados resuenan por todo el interior de este gran
funeral. Todos van en silencio. En el techo del metro hay pequeños
avisos publicitarios: “Plan 25 a Marte... no espere a que todo esté vuelto
miércoles... acuda a nosotros”, “¿Su perro la seduce?”. La música
gregoriana envuelve a los cuerpos, las miradas, y se confunde con el
chirrido de los rieles. De vez en cuando las chispas de los rieles golpean
contra las ventanas. De vez en cuando las chispas de los rieles dejan ver
rostros que están allí afuera. Rostros que sacan la lengua, rostros que
escupen a los vidrios de lata seguridad. Son cuerpos que cagan, orinan y
que a veces saludan, pero no más. El inmenso funeral subterráneo avanza
a gran velocidad hacia la estación del metro de Lourdes. Atrás, en la
estación de Unicentro solamente han quedado las dos bandas, los
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Necrorreptiles y los Decapitados destrozando las vitrinas. Están
celebrando la Navidad, se inyectan meteoritos en las venas, comen
sándwiches de arena y se encargan de escribir con sangre en las paredes:
“Merry Christmas... No!!! Merry Crisis!!!”. Entre tanto el funeral rueda
rápido por debajo de la tierra a trescientas angustias por hora. Es la hora
pico. Es Navidad y en las calles los tanques disparan descargas de helado
radioactivo contra la multitud. Es Navidad.
Yo quiero un sunshine
134
los colores y olores. Son controladas por un operario que desde un
cubículo maneja un serie de botones. Los habitantes pasan apurados y
algunos se quedan mirando. El show en “El acuario” está a punto de
terminar. Una mujer nada lentamente con movimientos armoniosos. De
pronto aparece un gran tiburón, pero su cresta es en forma de falo.
Algunos habitantes aplauden. La vitrina se llena de sangre. Uno que otro
habitante aplaude. Otros gritan. La música se va apagando. “El acuario”
se llena de pequeños pececillos obscenos que sacan la lengua y hay un
receso. Los vendedores de ácidos sunshine siguen vendiendo a lo loco.
En el interior de la iglesia de Lourdes el metro acaba de llegar y el
sacerdote aprovecha los breves momentos para dar algunas indicaciones
a los fieles de cómo enviar los cuchillos encendidos hacia el cielo. Todos
miran cómo el sacerdote lanza una serie de dagas encendidas que
alcanzan varias aves que volaban distraídas cerca de la gran cúpula de
cristal.
Poco a poco la estación del metro de Lourdes se va quedando desierta.
Poco a poco el sonido lejano de los rieles se va apoderando de las
paredes, de las puertas, de las miradas. Solamente quedan los vendedores
de perros calientes, el último rezago del siglo XX. Pero ahora esos perros
calientes tienen una salsa bárbara y gas mostaza traído especialmente de
una usina ubicada a veintitrés kilómetros de Bagdag, en Irak.
Es un 8 de diciembre del año 2021 en Santa Carroña de Bogotá. Son
las siete y media de la noche. Es época de Navidad. Las calles están
desiertas. Solamente se escucha el paso lento de los muñecos de carne
que recorren ciertos lugares escarbando los desperdicios nucleares que
helicópteros del Instituto Distrital de Basura y Turismo lanzan desde el
aire. Abajo, en las entradas de la ciudad rueda un gran funeral, un gran
ataúd subterráneo lleno de cadáveres envueltos en papel regalo. Creo que
todo está dispuesto para un gran asalto nuclear.
135
Una cerveza con West Texas Intermediate,
por favor
136
internacionales suena y huele bien. Veamos. Coja una olla, enciendan la
cocina. Off. Ponga la olla, trate de no pensar en nada, vierta un poco de
leche y espere a que la leche hierva lentamente. Goce viendo cómo sube
esa espuma blanca, sosegadamente. Ponga la leche en una taza de color
claro y échele café, pero únicamente el que tiene licencia de
funcionamiento 1-A-15M-004 y que dice que el consumo debe ser
exclusivamente en Colombia porque su exportación es un delito
castigado con prisión. Mande todo para la mierda y tómese su café con
las páginas internacionales. Así la novelista española Corín Tellado fue
ingresada ayer a la Unidad de Cuidados Intensivos en Oviedo, qué rico
café, debido a problemas respiratorios, quiero más café, el helicóptero
MI-8 que se estrelló el pasado miércoles en Nagorno Karajab fue
derribado con disparos hechos con armas automáticas, ya se está
acabando el café, el primer ministro de Kiraguiza Nazirdin Isanov murió
en un accidente de tráfico. Qué vaina, el café ya murió también.
Todo parece indicar que la “alerta blanca” está en su máximo apogeo.
Supongamos que usted se echó desodorante. Supongamos que es un día
cualquiera de la semana y que el dólar sigue subiendo, Hommes se sigue
riendo je je je, la guerrilla sigue de vacaciones y en TV Cable van a dar
el partido de Los Celtics de Boston y el equipo de Atlanta y usted tiene
que ir al banco.
Supongamos que usted tiene una cuenta en el Banco Cafetero. Pero se
acaba de enterar, por un titular de primera, que ese banco prestó 58
millones de dólares para comprar dieciocho aviones de combate para la
Fuerza Aérea Colombiana. Atención. Acabamos de entrar a la “alerta
naranja”. El día no está para héroes de cachucha azul y guardabarros en
las orejas. El día no está para que le hablen a usted de alimentos y
decolajes. Pero es así. Usted hace la cola pacientemente en el Banco
Cafetero y sabe que mientras el cajero oprime las teclas de su máquina
hay unos pilotos que con su plata están oprimiendo otro tipo de botones.
La cosa funciona así: si usted va a sacar, por ejemplo, diez mil pesos para
hacer un minimercado que consta de azúcar (para que no le pase lo que le
pasó en el desayuno), jamón, una crema de dientes, unos cigarros y una
revista, puede pasar lo siguiente: no señor, tiene que esperar porque no
hay línea. Por favor siéntese allá en esa silla y espere quince minutos.
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Eso significa que sus diez mil pesos para comprar azúcar, la crema de
dientes y todo lo demás, están embolatados a trece mil pies de altura en
medio de gasolina de alto octanaje. No hay caso, su azúcar está siendo
esparcida sobre los espacios aéreos colombianos, su azúcar está siendo
untada en las nubes, su azúcar conoce de cerca la capa de ozono, su
azúcar monta en avión de combate, un piloto de la FAC se limpia los
dientes a veinte mil pies de altura con su crema de dientes, todo por el
bien de la soberanía nacional. ¿Pero quién dijo que la soberanía nacional
evita la caries? Mierda, yo quiero mi crema de dientes y mi azúcar. No
hay línea. Siga esperando. ¿Y de los demás qué? Los cigarrillos estarán
cerca de las brumas de Dios, la revista no la podrá leer porque los diez
mil pesos están en los 58 millones de dólares para comprar los dieciocho
aviones de guerra.
Usted piensa en los aviones K-fir, usted piensa en un millón de
aviones de combate echando bombas de azúcar sobre las ciudades de
cielo azul, usted ve un millón de aviones que disparan crema de dientes
sobre los mares. Usted está desesperado. Entre tanto el cajero se
zambulle al ritmo de un chucuchucu espantoso. Cuenta plata y se mueve
de aquí para allá, mil, dos mil, juepa, tres mil, juepa, cuatro, eso mamita,
cinco mil, juepa y la línea nada que llega. Tiempos difíciles. Juepa je.
Hubiera sido mejor que en lugar de aviones hubieran comprado aros de
básquet, tazas para café, sillas para descansar en una playa a las tres de la
tarde o algo por el estilo. Por fin llega la línea. Por fin. Por fin. Y el
maldito cajero sigue convulsionando al son del chucuchucu. Agüita de
coco para calmar la sed. Escucha uno de los catorce cañonazos bailables
de fin de año. Usted piensa que debería meterle un cañonazo. Le dan los
diez mil pesos y ya se va a poder comprar el azúcar, la crema y todo lo
demás. Qué alivio. Pero a pesar de todo usted sabe que su plata está
metida en la mitad del ruido de uno de esos dieciocho aviones de guerra
que acaba de financiar el banco. Sus cigarrillos rompen la barrera del
sonido. Usted es el único que fuma cigarrillos a trece mil pies de altura.
Usted tiene un cáncer con soberanía nacional. No se sorprenda si en un
titular de presa ve que alguna población fue arrasada con bombas. Si
usted quiere estar tranquilo con su conciencia piense que fueron bombas
de azúcar o de crema dental.
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Albahaca en el tercer inning
Llegó la hora del almuerzo. Ya han pasado los dieciocho aviones. Ahora
viene bien mezclar un poco de carne, una cerveza, unas papas, unas
habichuelas y de pronto las páginas de economía. La hora del mediodía
debe ser la más tranquila de todas. Debe ser la hora para una cerveza. El
mundo hecho una espumosa cerveza, un sillón y nada más. Que no se
hable de cuentas de luz, ni de agua, ni de teléfono. Que se hable de cosas
reales, por ejemplo de una cerveza, de una silla playera para descansar a
las tres de la tarde, de una empanada de cangrejo, de un libro de Henry
Miller, de una jugada de béisbol en el tercer inning, de la albahaca, del
ajo, de la cebolla, de la sazón, por favor no hablen de la razón, por favor,
porque estamos en “alerta roja”.
140
Eres un Bart-baro total
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Faustino no mataba perros amarillos
Era el año de 1970. Mamá estaba embarazada. Iba por la mitad del
embarazo. Yo era un niño de siete años y me gustaba matar perros
amarillos en las tardes aburridas. El último perro amarillo que había
matado fue tal vez un domingo después de cine. Mi hermano y yo
habíamos ido a ver a Franco Nero. Ya saben, la típica película de
vaqueros. Papas fritas, Coca-Cola y esa tristeza que se siente en la boca
del estómago a las cinco de la tarde cuando la lluvia cae por entre los
árboles y sabes que las aves se cagan de a poquitos sobre las ramas y
sobre los techos mientras los tristes gatos que recorren los techos se
escabullen silenciosos.
Ese año realmente mis dos únicas pasiones eran matar perros
amarillos y el equipo brasilero de fútbol que por ese mes de junio jugaba
en el Mundial de México. Papá me había comprado el álbum de los
jugadores, pero a mí solamente me interesaban Tostao, Gilmar, Pelé,
Paulo César, Jairzinho y otros tantos de los que no me acuerdo. Creo que
fue una vez en el parque, en medio del olor confuso de los pinos y de los
urapanes, que mi hermano y yo nos sentimos en inferioridad de
condiciones. En la casa las mujeres eran mayoría,. Estaban mamá, Isabel,
Liliana y Silvia. Los hombres éramos papá, mi hermano y yo. Por eso
cada vez que jugábamos fútbol en el parque que quedaba cerca de la casa
deseábamos que en la barriga que tenía mi mamá no hubiera una niña
caguetas, sino un hombre, un futuro Pelé. Por eso cada vez que cogía el
145
balón entre mis piernas trataba de meter goles y pensaba que ese gol
debía ser para que naciera un hombrecito, porque de no ser así la casa
corría el riesgo de convertirse en un matriarcado irremediable.
Y llegó la final. Brasil contra Italia. Nosotros, es decir papá, mi
hermano y yo, dábamos por seguro que mamá iba a tener un hombre.
Entonces llegamos a un acuerdo para sellar el acontecimiento. Ese futuro
hombre tendría que llevar el nombre de un jugador de la selección de
Brasil. Empezó el partido. Yo miré por la ventana y vi que el vecino se
había dejado un bigote igual al de Rivelino. Era domingo. Las calles
estaban vacías, el cielo estaba azul y los perros amarillos ladraban detrás
de los árboles. Yo le dije a mamá que el niño que iba a nacer tendría que
llamarse como el primer jugador de Brasil que metiera un gol. Mamá se
rió y aceptó. Tal vez pensó: un juego de niños. Pero la cosa iba en serio.
Lo que pasó fue que creo que el primer gol lo metió Jairzinho. Mierda.
Papá, mi hermano y yo nos miramos aterrados. Ni por el putas. No podía
ser que mi hermano se llamara Jairzinho. Tácitamente esperamos que
otro jugador con otro nombre más “decente” metiera el gol. Entre tanto
seguimos viendo el partido. De vez en cuando la cámara se iba hacia el
público y allí, en esa tarde, frente al televisor, fue la primera vez que me
enamoré de una mujer. Mierda. Hubo un foul y mientras los médicos iban
a atender a los jugadores, la cámara enfocó a una mujer de gafas negras,
pelo rubio que fumaba desprevenidamente y que miraba hacia alguna
parte. Yo le mandé un beso y ya poco me importaban los cabrioles de
Pelé y los riflazos de Rivelino. Solamente deseaba que la cámara se
quedara allí con esa mujer para siempre. Era una imagen irreal. Su pelo
dorado quemado por el sol, sus gafas negras, el humo azul entre sus
dedos mientras su perfume lejano se diluía entre los gritos sordos de la
multitud. Pero mierda. El partido continuó y Rivelino cobró. Del pelo
dorado de aquella rubia pasé a conformarme con el bigote charro
mexicano de Rivelino. Entre tanto mi hermano en gestación seguía sin
nombre. Ya habíamos perdido totalmente las esperanzas. Sin embargo,
llegando al final del partido Pelé saca uno, saca dos, saca tres, amaga, se
para, estanca la bola y hace un pase a su derecha y llega el capitán del
equipo, el espigado Carlos Alberto y ¡pun! Tremendo zapatazo y
goooooooooooooooooooooooooooool. Tremendo goooooooooooooool el
146
que le metimos a mamá. Llamamos a mamá y le mostramos el jugador
que había dado su nombre al futuro hermano. Y efectivamente se llamó
Carlos Alberto. Después apagamos el televisor y nunca más me
volvieron a meter goles olímpicos en la mitad del corazón. Pasó el
Mundial del 70 y mi hermano y yo seguíamos matando perros amarillos
en las tardes aburridas del barrio. Pasó el Mundial y mi hermano y yo
montábamos en bicicleta, pero no podíamos obtener satisfacción porque
la niñez es un desequilibrio de lo real, porque en la niñez no tenemos
recuerdos porque vivimos en los futuros recuerdos.
Alguien decía que cuando un blanco coge una guitarra hace música. Y
que cuando un negro coge una guitarra hace rock and roll y blues. Algo
parecido sucede con el Tino. No había vuelto a sentir esa emoción que
había sentido con Pelé, Jairzinho y Carlos Alberto. Pero al ver a Valencia,
a Rincón y al Tino me devolví a los años cuando mataba perritos
amarillos. Lo que sucede ahora es que ya no mato perros amarillos, sino
que enamoro mujeres amarillas que tienen muchos gatos. Hace mucho
que no veo figuras de los perros ahorcados balanceándose de las ramas
fuertes de los pinos mientras llueve.
No hace mucho abrí el periódico y leí una crónica del escritor
argentino Oswaldo Soriano acerca del dos por uno que Colombia le
propinó a Argentina en Barranquilla. Soriano decía que cómo era posible
que un gordo mofletudo, refiriéndose a Valenciano, les hubiera metido un
gol a los espigados argentinos. Y después Soriano se quejaba de que
cómo era posible que un morocho, que parecía botones de un hotel, nos
hubiera metido dos goles y que fuera de eso se ganara cincuenta millones
de pesos al mes. Y tal vez eso es lo mejor del Tino Asprilla. Lo mejor es
su aspecto de vendedor de lotería de Cali, lo mejor es que parece
cualquier hijo de vecino de Tuluá, lo mejor de Asprilla es que creció
jugando fútbol en polvorientas canchas destartaladas, lo mejor de
Asprilla es que creció mientras se enamoraba del sol, lo mejor de
Asprilla era que hacía goles mientras llovía, lo mejor de Asprilla es que
pudo haber sido cantante de rap, vendedor de pescado, cantante de salsa,
pero fue jugador de fútbol.
Los últimos goles los vi en el noticiero. Tres golazos. Estaba con una
mujer amarilla. Con una mujer que tal vez no entendía mucho de fútbol,
147
con una mujer que tal vez no sepa qué es un tiro directo sin barreras, pero
que al final supo meterme un golazo en el fondo de mi corazón. Tres
goles del Tino. Domingo en la noche. Lluvia. Lluvia. Lluvia. Ella me
miró a los ojos y me besó. Si hubiera estado solo no me hubiera
importado. Hubiera sabido que estaba acompañado por los goles de
Asprilla.
Hace unos días mi hermano, el que lleva el nombre del capitán de
Brasil del año 70, me dijo que había tomado la decisión más importante
de su vida. Mierda, pensé yo. Se va a casar. O se va a ir de cura. Se va a
cambiar de carrera. Va a cambiar la pizza de jamón y pollo por la de solo
champiñones. En todo caso, me dijo que era una decisión importante:
me dijo que se iba a cambiar el nombre por el de Faustino. Mamá está de
acuerdo y hasta ya hace un arroz con coco que llama “arroz Tino”.
148
Jim no ha muerto, lo que pasa es que huele
raro
Para llegar al cementerio Pére Lachaise hay que coger el metro, dirección
Gallieni y bajarse en la Pére Lachaise. Apenas se sale del metro, uno
sabe que ha llegado definitivamente a otro planeta. En el bulevar
Ménnilmontant los árboles se reúnen en grupos de tres o de a cuatro y
fuman. A su lado los viejos perros pastores alemanes con las pulgas más
viejas de París en sus espaldas deambulan como alucinados por entre las
mareas del Gauloise, que impregna todo el bulevar y hace navegar a los
árboles y a la gente en un sopor particular, en una nube alucinógena rota
a la distancia por el ruido del metro, las sirenas de la policía, los
cantantes que se paran en la boca oscura del metro y el ruido de los
bares.
Sin embargo uno sabe que está cerca de Jim Morrison por diversas
razones. Cuando se baja, por ejemplo, en la estación Trocadoreo abundan
150
los perfumes discretos, las cámaras de cuatro lentes, las jaurías de
japoneses y alemanes. En cambio, en la estación Pére Lachaise lo
primero que encuentras son perfumes indiscretos y si delante de uno hay
una chica que camina descalza y lleva el pelo desordenado y una rosa en
la mano con toda seguridad va a visitar a James Douglas Morrison.
Toda clase de seres van a visitar a Jim. Pero en su mayoría son chicas,
las chicas más bellas del universo, que vienen como sacerdotisas de la
heroína y del whisky y le ofrecen sus ojos, le ofrecen sus tetas, sus
manos, sus dientes, su cuerpo entero a Morrison.
El desfile empieza a las nueve de la mañana y a esa hora cuando el
aire está impregnado de mierda triste de triste paloma y por entre los
árboles del cementerio se filtra ese olor a huesos con sangre antigua, las
chicas, las devotas de Morrison, empiezan a llegar y se dirigen a la sexta
división del cementerio. A medida que uno se acerca va viendo flechas
que cien “Jim está por aquí, baby” y entonces por entre las tumbas se
alcanza a escuchar esa vieja canción que dice “Vamos al bar de whisky
más cercano porque si no moriremos... vamos al bar de whisky más
cercano...”.
Entonces se acercan a la tumba de Morrison, la única tumba vigilada
del cementerio, pues en dos ocasiones se robaron su busto (en este
momento solo hay una placa con su nombre) y le botan cigarrillos con
inscripciones que dicen “Fúmame toda Jim” o “Para que no te aburras
allá”. Otras más atrevidas le botan tabaquitos de hash o riegan whisky,
mientras la policía, que no entiende tanta devoción, las saca a
empellones.
151
heroína. Es el olor de aquel que nunca han dejado en paz. Los clochards
de la estación de Pére Lachaise dicen que hay noches donde les parece
oír la voz de Morrison gritando cada vez que pasa el metro que por favor
no le jodan más la vida. Otros clochards dicen que a veces también,
sobre todo en el verano, se le escucha cagado de la risa, al saber que otra
vez va a venir a visitarlos el ejército más hermoso del universo, ese
ejército de alemanas, españolas, de sudacas, de suecas, de inglesas, de
gringuitas despistadas que se toman un sorbo de whisky sentadas en el
borde de la tumba mientras el sol revienta en sus cabellos tristes.
En todo caso cuando todo el mundo se va, cuando se cierra el
cementerio, a las cinco de la tarde, los espíritus quedan otra vez en
sosiego, pero solamente en una tumba hay flores, whisky y cigarrillos
para toda la eternidad. Solamente en una tumba un muerto está sentado
en el borde de su tumba con un cigarrillo en los labios, una botella de
whisky, cantando hasta el amanecer, cuando llega el viejo indio navajo,
le acaricia la frente, le limpia las lágrimas y lo manda a dormir un rato.
Por eso la gente que sabe dice que Jim Morrison no está muerto, lo
que pasa es que huele un poco raro.
152
Editoriales de Pink Tomate
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Bogotá S.A.
Bogotá con el Dr. Rock a bordo. Para curar la fiebre producida por el
smog. Bogotá, Bogotá, Bogotá. Una palabra chibcha que suena a bus
urbano Blue Bird con escape de monóxido carbono, una palabra que es
muchas palabras, muchas sensaciones, muchas luces y bombillos rotos,
huecos, chanchullos. Paranoia. Una ciudad que es muchas ciudades
silencios al tiempo. La primera Bogotá es aquella que empieza su rutina
a las seis de la mañana. Y muere hacia las diez de la mañana. Es la
Bogotá de los basuriegos, de los rusos que cogen los primeros rayos de
sol y sus buses para ir a construir la Bogotá del cemento y la arena. La
Bogotá de los gamines que salen de los puentes. Hacia las siete de la
mañana ya son los estudiantes que empiezan a insertarse en esa nueva
marea de busetas que huelen a colonia de contrabando, o a rostros
demacrados por el cálculo y la física cuántica, a saco recién lavado en
una máquina de cuatro velocidades y programable. A esa hora parece
como si la luz apenas se estuviera construyendo, las pocas aves que hay
vuelan y se posan en los árboles. Una que otra sonrisa, uno que otro
cigarrillo, una que otra felicidad aplastada sobre el pavimento.
A las diez de la mañana esa ciudad fenece. El último pitazo del chupa
vestido de azul o de la mota con pañoleta vogue cinderella indica que ya
ha comenzado el desfile de la otra Bogotá. Los trancones desaparecen, y
154
empiezan en unos pocos metros cuadrados. En los bancos, en los
ascensores, en los salones de las universidades. Es la Bogotá de los
académicos, de los indicadores, de los comentarios de los artículos. La
Bogotá de la censura. Censura que empieza cuando un diario, un
columnista contraescapado de la izquierda y lambiéndole las puertas
celestiales dice que fue un acto de “responsabilidad” no haber relevado
los documentos que implicaban al Ministro de Gobierno.
Censura sobre los cielos de Bogotá. Censura, cuando prohibieron el
programa de Castro Caicedo, precisamente cuando no cualquier militar,
sino su jefe, iba a hablar, a develar el misterio “semántico” que cae sobre
ellos.
A las doce del día vuelve y renace otra ciudad. Es la Bogotá de las
minifaldas de cuero negro, del primer cigarrillo del día, de la
hamburguesa o los crepes. Bogotá emparedada. Bogotá con Coca-Cola
para sobrellevar esa modorra que le da a uno cuando el mesero ha traído
la cuenta. Bogotá con propina. Bogotá es la propina que nos dio el
infierno. Mil techos se confunden con el olor a helado de chocolate de la
calle 24 con séptima y la mierda que hablan los periódicos y los
políticos.
Bogotá entre las tres de la tarde y las seis. Bogotá Radio Taxi Real
S.A. Servicio puerta a puerta, apenas cuatro pesitos, el tanque lleno por
favor, la jartera de ir a casa a hacer nada, a reciclar el tedio acumulado
durante todo el día, a lavarse las manos para quitarse el olor a gris que se
le pega a uno en Bogotá cuando camina por sus calles, a no recordar que
Bogotá es un constante basurero de la memoria donde se siembran
nostalgias y se recogen pesadillas.
Bogotá, una palabra que suena a pesadilla o a café capuchino con
crisis existencial de tercera categoría, es decir pasada con algo de la
nueva trova cubana, Cuba connection. Una palabra que suena a pesadilla.
Una pesadilla que suena a capuchino. Una ciudad que es un capuchino.
Se la toman y la botan y lo peor es que la cobran, y bien cara.
155
Agosto sabe a octubre
Ya los vientos no soplan como antes. Ya las cometas no son como antes.
Agosto sabe a octubre, octubre sabe a noviembre y noviembre, no hay
que decirlo, no sabe a diciembre.
Una ciudad sin cometas es una ciudad sin dioses. Una ciudad sin
dioses es una ciudad sin demonios y cuando no hay demonios no hay
ciudad. La magia de coger un pedazo de papel, cuerda, las medias
veladas de la mamá, se cambió por los multifamiliares de tres a cuatro
etapas. De algún modo especialmente misterioso, el viento fue robado
por las mezcladoras de cemento, las rejas, los celadores paranoicos y mil
Sprint modelo 88.
Poco a poco los potreros que había en la mitad de Bogotá han ido
desapareciendo. La capa de ozono se ha ido reduciendo. Las cometas ya
no son más que una leve sombra en el vasto viento del olvido. Este
viento le ha jugado una mala pasada a las cometas. Lo cierto es que
Bogotá ha dejado de ser niña. La inocencia infantil se ha ido perdiendo.
Somos una ciudad adolescente que está creciendo, que come espacios
desaforadamente tal como lo haría un muchacho luego de llegar de jugar
fútbol. Hasta se habla de “metro”.
En este sentido, si es que Bogotá todavía ofrece sentidos, las cometas
eran los signos de una ciudad que todavía se podía dar el lujo de
compartir con el sol y las estrellas. Éramos la ciudad-niña, la ciudad que
156
se pintaba en la calle, calles con nombres de mujer o de perros lanosos,
ciudad que se borraba cada tarde con el paso de la lluvia y que al otro
día, en la mañana, había que pintar otra vez. Era, en síntesis, una pequeña
y secreta obra de arte.
Éramos la ciudad-niña, otra vez, con las cometas tratando de ver qué
escondía una nube detrás de una breve mota de smog. Éramos las
cometas tratando de tumbar el avión rojo que pasaba ensordeciendo los
siete vientos de los siete mares. Pero quién sabe qué pasó, pues la ciudad
de un momento a otro dejó su irresponsabilidad y entró a formar gente
upaquizada, gente que habla con una papa en la boca y que dice
“Superbien pero nada qué ver, bien...”. O “tenaz”. Y que generalmente
estudian en el CESA o en la Facultad de Administración de la Javeriana.
O en Economía en los Andes. Ya nadie se interesa por las cometas. Ya
nadie se interesa por asuntos sensatos, como la magia o el ocio de irse
una buena tarde de agosto a ver cómo el viento frío de las tres de la tarde
se lleva el tiempo mientras la cometa se regocija allá arriba con un mar
transparente.
¿Para dónde va Bogotá? ¿Dónde están aquellos vientos, aquella
magia? ¿Por qué ya no hay cometas? Tan patológico es el asunto que a
Bogotá se la está comiendo el acelere a ritmo de bus urbano a las seis de
la tarde. Aquí ya no se puede elevar una cometa con el viento. Aquí se
eleva, por el contrario, con tiempo, es él quien se la traga allá arriba. O
mejor dicho se la tragó hace vientos.
157
Hussein llega a Al Cuccah
159
El tiempo es un banano
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banano, pero ya bajo otra forma. Después del primer beso lo mejor era
invitar a la chica a una banana split en el segundo piso de Unicentro
cerca de la bolera. Atrás había quedado Mary Moon, la playmate de
diciembre. Ahora tal vez había alguien de carne y hueso, una mujer que
no olía a papel satinado, sino a otra cosa. De pronto a vainilla, a champú
de fresa, de pronto a banano. El primer beso, como todos los primeros
besos, siempre era en los parques, en medio de las hojas secas. Eran
besos que duraban un minuto o dos minutos tres minutos o una eternidad
y que sabían a crema dental bifluor contra la caries, pero también eran
besos con sabor a banano. De todos modos al Urabá le debemos el sabor
de los primeros besos pues de allí vienen los besos, los primeros, los que
nunca se olvidan. Si no hubiera sido por el Urabá a lo mejor los primeros
besos sabrían a papa tocarreña o algo así. Afortunadamente saben a
banano.
Después venía la invitación a banana split. Se cogía una buseta hasta
Unicentro y en el segundo piso se pedía la banana split y se hablaba de
qué mamera el colegio, voy rajado en matemáticas, me voy para Santa
Marta, vamos mejor a cine, están dando King Kong. A pesar de las
palomitas de maíz, de la gaseosa y del perro caliente, el olor del banano
siempre salía invicto.
Luego otra vez a coger buseta. Otra vez la tarde oliendo a King Kong,
a banana split. Otra vez la vida estaba hecha de un poco de olor a buseta,
de un poco de vallenato, de un poco de banana split metida en la mitad
de la caja de cambios del corazón.
Y bueno, en la universidad todo era diferente por dos razones. La
primera era que temporalmente el banano salía derrotado frente a la
cerveza. En esa batalla no tenía nada que hacer el banano. La segunda
razón era que el banano en la universidad se volvió un símbolo negativo
porque siempre se decía lástima de esa vieja, mire los bananos que tiene.
Había otras que no tenían bananos, sino bulto de plátanos. Pero a pesar
de todo el banano resultaba vencedor. Después de una tarde de cerveza
Águila quedaba plata para dos cosas: un transporte y un banano porque
qué hambre tan tenaz.
En esencia el banano es una fruta que huele un poco a domingo, un
poco a depresión, a nevera, a vacaciones, a coma banano porque todavía
162
no está el almuerzo. El banano huele a cero en matemáticas, a ecuación
de segundo grado 3x más 4 igual a 45 sobre 3y, y a deme un beso ya, a
vamos a cine y luego a un parque, a cógeme la mano, a hoja seca, a tres
de la tarde, a diez de la mañana. Huele a fox terrier detrás de una verja.
Huele a tiempo. Huele a pasado.
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Nueve mamertos y medio
MAM
Referencia: algún ciclo sobre cualquier cineasta que haya hecho más de
cien películas, que haya muerto de sobredosis y que “haya contribuido a
la estética del cine contemporáneo”.
1. Miopía con más de tres dioptrías para entender la Nouvelle Vague
francesa. Si usted tiene menos de tres dioptrías no insista. Mejor
váyase a ver una película de vacaciones en el Palermo.
2. Curso obligatorio de las técnicas del guión y de la dirección
cinematográfica a cargo del descrestador del momento. No olvide
llevar la biblia de todo buen cinéfilo del MAM: “Conversaciones con
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Hitchcock”, de Truffaut.
3. Indispensables por lo menos mil pesos para comprarles chocolates
y papas fritas a la señora Méndez, que toda la vida ha vendido
galguerías a la entrada.
4. Mándese a hacer peluquear en la misma peluquería a donde va
Enrique Pulecio Mariño.
5. Diga que usted tiene una beca para ir a estudiar cine a la UCLA,
pero que en el momento está haciendo cursos libres en la javeriana
en la Facultad de Comunicación sobre cine alternativo.
6. Lleve un antidepresivo para la salida del cine.
Cinemateca Distrital
165
Radio City
Centro Granahorrar
Unicentro
167
Chapinero 1
168
En la misma nube de Jagger
170
Un submarino amarillo con mariposas, por
favor
Epicuro, aquel filósofo que fundó una escuela filosófica llamada “El
Jardín”, les propuso una vez a los griegos de su tiempo otra visión de los
astros. Para muchos griegos los astros representaban en muchos casos
divinidades. Epicuro, el primer griego en asumir el concepto de placer
como tal, es decir el primero que dijo que la mejor manera de asumir el
mundanal ruido era cayendo en él, les dijo a los griegos que había que
tener múltiples puntos de vista en torno al asunto de los astros. Para
Epicuro, el punto de vista religioso en torno a los astros era uno entre
tantos. Epicuro estableció que debían tenerse ciertos puntos de vista
físicos y científicos en torno a ellos.
Esta referencia a Epicuro, cuyo principal postulado filosófico era la
“eutaraxia” (una posible interpretación sería “la imperturbabilidad”, “la
serenidad”) para alcanzar la felicidad, nos sirve para abordar un
problema que no es tan problema y que por estos días tiene a más de un
cura con la sotana alborotada. El asunto es el de la educación religiosa en
los colegios y la libertad de cultos. La Iglesia Católica de este país,
siempre tan mal acostumbrada a los privilegios, ve en esto una pérdida
de su poder que día a día es más terrenal y menos celestial por lo menos
desde la época de Justiniano. Alguien dijo que Cristo unió a los primeros
cristianos en torno a él y después la Iglesia se encargó de someterlos. Esa
es la diferencia: la unión solidaria de Cristo y otra muy diferente el
sometimiento como en el caso de la “evangelización” de los indios
americanos.
173
En los últimos años, amplios sectores de la Iglesia colombiana,
exceptuando algunas corbatas jesuíticas dedicadas a la investigación
social, han asumido papeles regresivos que en lugar de ayudar a la
conformación de un proyecto social conjunto han dado paso más bien a
un regreso al oscurantismo. Mientras otras iglesias de otros países del
continente como Brasil, Nicaragua y Chile, asumieron roles más
cercanos a la vida social de sus pueblos, es decir asumieron una teología
de la vida, la Iglesia colombiana asumió la teología de la muerte con
pecado de omisión.
En este sentido el pueblo colombiano es un pueblo que tiene que
buscarse su vida espiritual en las calles, en la música popular, en el
humor, en los buses, en los deportes, en el pedaleo de los ciclistas en
tierras francesas porque la Iglesia no propone caminos espirituales. Qué
triste realidad. La Iglesia colombiana no habla de vida. Es una iglesia que
no hace propuestas de vanguardia a nivel espiritual, ontológico,
metafísico. Sus propuestas solamente buscan mantener sus posiciones
políticas, sus indulgencias económicas. Cada vez que habla un alto
prelado siempre lo hace en tono negativo: “no vamos a dejar que la
educación católica se vaya de los colegios”, “no vamos a dejar que se
instaure la planificación”, “estamos en contra del uso del condón”. Muy
raras veces la Iglesia propone caminos alternos de solución a los
problemas de la vida cotidiana. En este sentido las vías de comunicación
entre la Iglesia y su rebaño están obstruidas. No existe una microfísica
espiritual que penetre los tejidos emocionales, las capas sociales más
bajas. En las comunas tiene más sentido la música punk que el discurso
clerical. El movimiento punk, para bien o para mal, propone en estos
sectores opciones de vida, opciones éticas frente a la sociedad. El
movimiento punk dice: “frescos locos, sí hay, sí hay futuro, repriman el
presente”. Todo esto nos lleva a ver que hay otras opciones que están
llenando el vacío que dejó una iglesia que se ha dedicado más bien a
cuidar los predios donde pasta el rebaño que el rebaño mismo.
La libertad de cultos religiosos y la posibilidad de otras opciones de
educación religiosa son asuntos vitales para una sociedad que está
entrando a la posmodernidad y que como tal debe actuar y pensar.
Éticamente hablando la posibilidad de varias opciones vitales y
174
espirituales es mucho más sana que una sola opción impuesta por la
tradición más que por convencimiento. La posición de la alta jerarquía de
la Iglesia es tan absurda como si un profesor de física dijera que el hecho
de impartir los conocimientos de Newton perjudica las teorías de Kepler.
O como si alguien le diera por decir que no se puede enseñar en los
colegios francés o inglés porque esto va en detrimento del idioma
español.
Esto de la libertad de cultos y la libertad en la educación religiosa es
un momento crucial para que el país asuma una visión posmodernista, es
decir la opción de la multiplicidad de puntos de vista para poder actuar,
sentir, amar, dormir, soñar y pensar con un espectro más amplio. De una
vez por todas este país debe dejar atrás ese viejo olor a sonata, ese olor a
incienso que tanto daño nos ha hecho a la hora de olfatear las verdaderas
soluciones vitales y cotidianas de este pueblo. Señor: perdónalos porque
no saben lo que dicen, pero sí saben el poder que protegen. ¡Dios mío!
¿Por qué nos has abandonado y nos has dejado en tan malas manos?
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El vértigo de escribir
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En Praga se inventaron las mujeres
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Perdónanos porque no sabemos lo que
hacemos
Unas personas rezan en las iglesias. Yo rezo en los parques cuando las
aves son más transparentes y el aire me trae el sabor de tu nombre. Yo
rezo para que los de abajo no sigan abajo, rezo por el whisky Jack
Daniel's, rezo para que Jim Morrison enterrado en la sexta división del
cementerio Pére Lachaise de París resucite algún día rodeado de las
chicas más hermosas del universo mientras el cielo se llena de botellas
rotas de whisky y de heroína, rezo para que las tetas y las nalgas de las
mujeres cada día se les pongan más bellas, rezo por el brillo del sol
estallando en el pelo de las rubias, rezo por los labios de las negras, rezo
por el vientre de las árabes, rezo por el rock, rezo por las aves del cielo,
rezo para que los niños se sigan sacando los mocos con el dedo en clase
de matemáticas, rezo para que los niños se bañen desnudos en las fuentes
de los parques, rezo para que los bares abran a las once de la mañana,
rezo para que algún día dos más dos sea igual a cinco, rezo por los
números negativos, rezo por el cero, rezo por los osos, rezo por la capa
de ozono, rezo por el oxígeno fresco, rezo por la gasolina, rezo por todos
los animales y las plantas del bosque, rezo por el Gran Jefe Seattle, rezo
por el brillo del sol en las aguas de los lagos, rezo por la espuma del mar,
rezo por la marihuana, rezo por Bob Marley, rezo por aquellos gatos del
mundo que todas las noches se escabullen con sus gatas a hacer el amor
en los techos mientras llueve, rezo por la lluvia, rezo por los tomates,
rezo por la cerveza, rezo por el blues, rezo por B.B. King tocando
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Lucille, rezo por Eric Clapton tocando Cocaine, rezo por el opio, rezo
por las nubes, rezo por los aviones, rezo para que la policía no siga
matando a los ñeros, rezo por los habitantes de Bosnia, rezo por los
habitantes de Somalia, rezo por los habitantes de Ciudad Bolívar, rezo
por ti, rezo por mis padres y hermanos, rezo y le digo al Padre Nuestro,
Padre Nuestro que estás en los cielos, en los bares, en los parques, en las
prisiones, santificado sea tu nombre, en el cielo como en la tierra,
vénganos tu reino, hágase tu voluntad, dadnos hoy nuestro whisky de
cada día, dadnos hoy nuestro beso transparente de cada día, dadnos hoy
nuestra lluvia fresca de cada día, perdona nuestras ofensas así como
nosotros hemos perdonado a tantos que nos han ofendido, desde liberales
hasta conservadores pasando por comunistas, no nos dejes caer en la
tentación de los precandidatos, amén.
185
Bogotá es un acuario de peces tristes
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Gasolina en el corazón
Desde que tengo diez años me siento enfermo. Ahora puedo recurrir a
los servicios del doctor Rock y de la enfermera jefe, pero en ese tiempo
la enfermedad de vivir solamente la curaba Mick Jagger. Creo que a los
diez años me atacó un extraño virus llamado “gripa Stone”, cuyos
principales síntomas eran severas convulsiones, sudoración constante, tos
persistente, pulso alterado al escuchar Satisfaction. De esa gripa extraña
nunca me he curado y creo que no quiero curarme. De todos modos de
vez en cuando acudo a los venenos del doctor Rock y de la enfermera
jefe para soportar la insoportable levedad del ser, esa insoportable
levedad de levantarse todas las mañanas con las tripas pegadas al
corazón, esa insoportable levedad de tener pesadillas en el núcleo negro
del asfalto, esa insoportable levedad de explotar en la mitad de la ola
amarilla del calor, esa insoportable levedad de morir cada día en la
confusión azarosa de los días.
Más tarde llegaron otro tipo de enfermedades médicas crónicas. Un
poco más tarde me atacó la enfermedad crónica Zeppelin con todas sus
escaleras al cielo, con todos sus perros alborotados, con toda su lluvia,
con todas sus guitarras, con todos sus gemidos, con sus gritos. La
cuestión fue un día en un cine, a las tres de la tarde. Tristeza en la boca
del estómago. Tristeza en la pantalla. Tristeza en la paleta de chocolate.
El veneno Zeppelin se regó por todo el cuerpo como gasolina poderosa y
llegó aquí y allá, atacó el corazón, los riñones, el hígado, el estómago y
sobre todo la vejiga. Desde ese instante orinar es algo doloroso, es algo
188
parecido a estar orinando mil perros negros mientras pasan por el cielo
siete aviones negros regando bombas de napalm.
Después llegaron al tiempo muchas cosas. Llegaron los primeros
cigarrillos, las primeras novias y entonces en la mitad de mi cuerpo
abierto aterrizaron Rimbaud y su temporada infernal y el extraño señor
James Douglas Morrison y sus puertas cochinas. El coctel Rimbaud-
Morrison fue mortal y me dejó en estado de coma. Entonces pequeños
infiernos fueron apareciendo en los rincones de los pequeños días,
pequeños infiernos salpicados con la voz profunda de Jim Morrison, Jim
Morrison me condujo a su vez a William Blake y entonces ahí ya estaba
con todos los huesos llenos de puntillas negras y en mi corazón un millón
de moscas se disputaban los latidos, uno a uno. Poco a poco mi sangre se
fue poniendo espesa como si estuviera infestada de peces de vidrio, de
diamantes, de latas de cerveza, de botellas rotas, de rosas y pistolas, de
bombas radioactivas, de sombreros negros, de palomas tristes, de balas,
de turbinas.
En estos momentos los servicios de urgencia del doctor Rock y de la
enfermera jefe son requeridos por este columnista, pues tengo una
sobredosis inminente de Janis Joplin, Kundera, ojos claros, manos
blancas, Morrison, Pearl Jam, Nirvana, Mick Jagger, Jimi Hendrix,
Baudelaire, Rimbaud, opio, nubes, Amarilla, Pink Tomate, Marciana,
calles, buses, mierda, noches, camisa negra, café, tabaco, máquina de
escribir, mañanas sin sol, lluvia, techos, bares, licor, humo azul,
obladíoblada, pájaros negros, piedras en el zapato, aviones, gasolina en el
corazón...
189
Bogotá
Bogotá pertenece a esa estirpe de las ciudades grises, esa estirpe de las
ciudades llenas de bruma y contaminación como Estambul, Lima,
Saigón. Perfectamente un vendedor de cigarrillos de Saigón puede venir
aquí a un semáforo y no se muere de hambre. El idioma es el mismo: la
supervivencia.
Bogotá, como Saigón o Estambul, es la ciudad más triste del mundo
entero. Bogotá de un tiempo para acá es una ciudad perfumada por el
olor de las cagarrutas grises de las palomas del parque de Lourdes y de la
plaza de Bolívar.
Bogotá se ha vuelto una ciudad donde la gente huele a mierda de
perro policía. Una ciudad asaltada por el frío y por la lluvia. Una ciudad
asustada por las balas que estallan en la oscuridad.
Hay ciudades que tienen el signo del infierno. Una de ellas es París.
Camus decía que París era como una gran puta que primero daba un beso
y después escupía encima. Bogotá también es una ciudad infernal. Para
nada es el mejor vividero del mundo. Cuando digo que es un infierno no
digo que sea malo vivir aquí. Todo lo contrario, Bogotá ofrece la
contradicción en su más primitiva esencia. Al mismo tiempo que se
realiza un Festival de Teatro, también se realiza una masacre de
indigentes. En Bogotá se mezclan los diversos olores: en el centro se
mezcla el olor de los buses diésel con el olor de la marihuana de los
190
pequeños ladronzuelos que se suben a los buses a robar carteras. En la
troncal de la Caracas se mezclan los olores de los hare krishna que se
meten al TSS a vender sahumerios con los perfumes baratos de las
mujeres que van a ninguna parte mirando por la ventanita sucia del bus
que rueda por la Caracas como un ataúd pestilente lleno de cadáveres
tristes que ganan el salario mínimo y que cada día se desgastan en el
tedio de los días sucios de su existencia.
Bogotá podrá ser la ciudad más fea del mundo, pero es la ciudad más
extraña, la más alucinante que haya dado la faz de la tierra. Aquí se
puede cambiar de ritmo a ritmo de calle a calle. En una calle se encuentra
uno en el ritmo de lo más posmoderno y a la siguiente está como en un
pueblo. Lo discontinuo produce continuidad por lo menos en el espíritu.
Por lo menos los gatos de los techos de Bogotá son más felices que
los gatos de París. Por lo menos la lluvia de Bogotá todavía sabe a sangre
fresca cuando llega a la boca.
191
In Utero
193
Voto en blanco
196
¿Quién va a soportar a Bogotá?
Tal como van las cosas Bogotá se está convirtiendo en la ciudad más
invivible del planeta. Ya no es como decía la gente “un buen vividero”.
La falta de visión de los alcaldes que hemos tenido, la destrucción del
patrimonio urbanístico ha hecho de esta ciudad un verdadero caos
emocional, urbano y social. De verdad que en Bogotá quedaron muy
pocos barrios donde se puede vivir dignamente. El resto de la ciudad es
una colcha de retazos sin planeación. En Bogotá no se construyen
parques y a los que hay no se les hace mantenimiento. Es
verdaderamente triste ver cómo barrios enteros son arrasados para
levantar allí horrorosos edificios o centros comerciales. A Bogotá le falta
alguien que la quiera de verdad. Yo nunca había visto ciudad más fea que
esta. No me da pena decirlo. Ya no podemos decir como los cachacos de
antes que Bogotá era “digna y hermosa”. Ahora es como esas mujeres
que en la adolescencia prometían ser muy hermosas y que en su madurez
se han vuelto gordas, feas y mezquinas. Y la culpa está desde el colegio,
ya que en esa inútil materia llamada urbanidad le enseñaron a uno cómo
comportarse en la mesa y en la casa, pero no cómo comportarse en la
ciudad. Debería haber una materia llamada “urbanismo”, para que los
niños supieran la importancia de conservar el patrimonio arquitectónico,
la importancia de un transporte adecuado, la importancia de conservar
los viejos cinemas, las viejas cafeterías para charlar, la importancia de las
avenidas arborizadas (y no esos horrores de las avenidas
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deshumanizadas: la Caracas, la Décima, la Primero de Mayo).
A pesar de los tres billones de presupuesto para Bogotá, estoy
completamente seguro de que no se van a ver por ninguna parte.
Seguramente se harán más puentes para “descongestionar” la ciudad.
Seguramente nos harán creer que esto es el mejor vividero del mundo.
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Un poco triste, pero más feliz que los
demás
Ser escritor en este país es una aventura mental que solo comprenden
aquellos que están metidos en este oficio solitario. Todo empieza con
preguntas estúpidas y obvias: ¿Es usted escritor? Uno responde
orgulloso: Sí, soy escritor de novelas. La otra persona le pregunta ¿De
qué novelas, de las del mediodía o de las de la noche? En ese momento
uno ya ha encendido un cigarrillo y entonces tiene dos opciones:
despedirse de la otra persona, desearle buena suerte (aunque por dentro
prefiere que se pudra en el infierno) o decirle que son novelas de verdad,
libros. Cuando opta por la segunda vía, la otra persona empieza a mirarlo
a uno de forma extraña y dice estupideces de este estilo: ¿Por qué será
que los escritores son como medio locos? O esta otra perla: Todos los
escritores que conozco son alcohólicos, drogadictos, mujeriegos y
vividores, inútiles, etc. Bueno, en parte tiene razón esa persona: los
escritores somos mujeriegos; nos enamoramos de todas nuestras mujeres
que creamos en los libros. Las conocemos en las primeras páginas.
Salimos con ellas en las noches de los libros, vamos a bares imaginarios,
hacemos el amor con ellas más o menos a la mitad del libro y cuando
acabamos de escribir el libro nos olvidamos de ellas. ¿Inútiles? Sí, somos
inútiles. No creemos en el neoliberalismo, no creemos que la raza
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humana “progrese” gracias al capitalismo salvaje, no creemos en la
democracia de partidos tradicionales, mucho menos en el pacto social, en
las instituciones, en la Iglesia, en los militares, en las buenas costumbres.
Por este momento nuestro oyente ya está escandalizado y ya nos ha
tildado de inmorales, comunistas, ateos, promiscuos, sucios, etc... Y eso
que no hemos hablado de la forma como critican el hecho de uno
encienda un cigarrillo tras otro. ¡Qué porquería, se va a morir de cáncer!
Uno debería responder: Usted se va a morir de idiotez. Nadie ha
comprendido que el tabaco es el mejor amigo del escritor en esas noches
solitarias cuando uno está frente al computador y la pantalla está en
blanco. El tabaco es una especie de mar extraño por donde navegan las
ideas. Unas se van con el humo. Otras se quedan, permanecen. Se
escriben.
Si usted es escritor comprenderá a la perfección estas líneas. Si no lo
es trate de entender. Si su hijo o hija están en pos de serlo, no se
desespere. Tarde o temprano descubrirá que es escritor si se levanta
tarde, se acuesta tarde, tiene ojeras, fuma mucho, es un poco triste, pero
más feliz que los demás.
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Lucero Alto no es lo mismo que Alto de
Rosales
Rosalba es una mujer de veinte años. Vive en el Lucero Alto. Todos los
días sale de su casa a las seis de la mañana hacia el Norte donde trabaja
como muchacha de servicio. Ella es una tolimense desplazada por la
violencia, ella huyó del sonido sordo de las granadas.
Roberto es un muchacho de veinte años, vive en Alto de Rosales.
Escucha el más violento heavy metal. Todas las mañanas su chofer lo
lleva a su colegio, el Nueva Granada.
Rosalba estuvo casada pero su marido, un celador, le daba mucho
palo.
Roberto tiene en su edificio diez celadores y juega polo.
Rosalba gana siete mil pesos al día lavando pisos, baños, platos y
barriendo la acera de la casa donde trabaja. Todos los días monta dos
horas por la mañana y dos horas por la tarde en bus urbano.
Roberto monta todos los días dos horas por la mañana y dos horas
por la tarde en su precioso caballo de polo de siete millones de pesos.
La dieta de Rosalba es muy simple: aguadepanela por la mañana, al
mediodía y en la noche.
La dieta del caballo del Roberto es a base de panela en la mañana,
en la tarde y en la noche.
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Los hermanos de Rosalba juegan con tierrita a la salida del rancho en
el Lucero Alto.
Roberto va de paseo con sus amigos a sus diversas tierras alrededor
de la sabana de Bogotá.
Rosalba tiene peligro de contraer cólera por las deficientes
condiciones de los servicios de agua y alcantarillado.
Roberto monta en cólera cada vez que no le dan agua pura a su
sediento caballo de polo.
Rosalba todos los domingos monta en zorra por la Zona Roja.
Roberto todos los viernes se emborracha con sus amigos en la Zona
Rosa.
Si propugnar por una repartición más justa de la riqueza es ser
comunista, me declaro comunista línea Moscú, comunista línea Pekín,
comunista línea Praga, comunista línea La Habana, anticlerical, ateo,
etc., etc., etc.
202
La actitud del té
204
Imprenta
Universidad de Antioquia
205