Las tribulaciones de Segismundo, cabal, intemporal y hombre de
mundo.
Segismundo zapatero
Anda Segismundo en la añoranza de tiempos mejores, alimentando la tan generalizada
creencia de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Anda triste y melancólico al evocar las calles sosegadas, vacías de metecos; desocupadas de pordioseros; abandonadas de furcias y rameras de coloristas vestidos y rostros pringados de coloretes; huérfanas de inquietas liberalidades, donde reina el decoro y el comedimiento; despejadas de ladronzuelos escurridizos que por entre las estrechas callejas desaparecen tras despojarte de la bolsa de doblones y ducados. Ahora eran seguras al ser de Don Manuel, el Comendador por aquel entonces, que había afirmado con imperturbable solemnidad, con inequívoco y sarcástico autoritarismo, que la calle era suya. Don Manuel, garante de la salvaguarda de los principios irrenunciables decretados y dictados desde palacio por el Rector, el Capitanísimo, el Condestable Don Francisco Sincero, cumplía con infalible celo el cometido encomendado y gozaban de la incondicional admiración de Segismundo. Bien es cierto que no faltaba algún que otro alborotador, los escarlatas, pagados con oro de tierra allende las fronteras del Condado, que viniesen a perturbar el sosiego, la plácida cotidianidad y el apacible discurrir de los días, con sus falaces promesas de libertad, las cantinelas de los rapsodas y cantores en la plaza en reivindicadoras imposturas, pero si incidir en transgresiones, dignas de mención, de esa mansedumbre imperante. ¿Quién quiere acceder a manuscritos, pergaminos, legajos y códices vedados, de autores de dudosa reputación y de gusto más que ambiguo, como ellos reivindican? ¿Quién quiere asistir a corralones de comedias y a esos autos sacramentales que solo buscan revertir y menoscabar la autoridad eclesiástica, como ellos solicitan? Anda Segismundo meditativo, mientras repasa las nuevas babuchas de Loreta, la hija del boticario, de carnes firmes y pechos turgentes que pugnan por escapar de un delicioso, hasta el paroxismo, escote. Fuente, todo ella, de embaucadores y frescos aromas que hasta las inacabadas babuchas se han impregnado con persistente obstinación en la única ocasión que se las probó. No negará Segismundo como desliza con disimulo la mirada lasciva de sus ojos más allá de las pantorrillas, hasta donde la honorable integridad de la muchacha le permite ver. Pero lo que no se deja ver se deja adivinar, piensa con sarcasmo. También le gusta dejar escapar sus dedos, como fruto de cualquier acto fortuito, desposeídos de maliciosos deseos, para que gocen del leve roce con una piel cérea y suave, lejana aún a cualquier atisbo de marchitamiento. Y mientras toma las medidas ha de apartar a ayudantes y aprendices que revolotean en el taller entorno a la muchacha. Según maldicientes lenguas, Loreta bebe los vientos por un trovador, Ignacio Bermejo, quien mal vive en las plazas y mercados, recitando y declamando poesías llenas de loas a la libertad, encomios a la rebeldía, vituperando los sometimientos al orden y la ley y escribiendo cartas de amor encargadas por despechados amantes para llamar las distraídas atenciones de quienes inspiran sus sufrimientos y llenan sus noches de insomnios. Padece Segismundo el inconfesable hábito de negar a los demás lo que con tanta vehemencia reivindica para sí mismo. Desde que enviudó, y porqué no confesarlo incluso en vida de su mujer, alivia los apremios de la carne con esporádicas visitas a casa de Doña Chantal, rectora del lenocinio, de fingido acento francés y exageradas salutaciones, para retozar con alguna de las muchachas venida de allende los muros de la ciudad, de tierras lejanas de las seguras fronteras del condado; quebrantando las fidelidades a sus principios, infringiendo toda regla de moralidad exigible a todo hombre de bien, con tal de perderse entre dos sugerentes pechos y gozar del virginal fruto ofrecido en discreto privilegio, en exclusiva primicia, por Doña Chantal a cambio de la módica cantidad de tres maravedíes, mientras la muchacha, exhibiendo sus tentadoras exuberancias pierde la mirada, tímida y cándida, en cualquier inconcreto punto de la habitación. Le satisface a Segismundo la tentadora idea de profanar la pureza de esas doncellas antes de que se adentren en los sombríos caminos del pecado sin remisión. Fomentando intencionadamente la ingenuidad, desecha cualquier atisbo de duda que asome por su mente sobre las veracidades exhortadas por la celestina. Paga Segismundo la cantidad exigida y se abandona al deleitoso arrebato sensual que esas carnes jóvenes y tersas le prometen. Refugiado en la ignorancia de que esa misma muchacha desflorada fue unas horas antes, con la misma privilegiada primicia por Don Sebastian, el cambista. Y ayer lo fue por Don Fausto, el matarife. Ni siquiera Doña Chantal sospecha que la doncellez de la muchacha, perdida anda entre los trigales de su tierra donde una tarde primaveral otorgada fue a la mancebía de un joven mozo de cuadra en arrebatado y ardoroso deseo por parte de ambos.