“El hombre está separado del hombre por la diferencia de lenguajes. Pues si dos hombres, cada uno ignorante del lenguaje del otro, se encuentran, y no son forzados a seguir, sino, al contrario, a permanecer en compañía, torpes animales, aun de distintas especies, podrán tener más fácil comunicación entre ellos, aunque sean seres humanos”
(Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios)
I
Sobre todo –y como fuere que todo
haya sido, lleno de gentilezas: llorando como se va Azores arriba, cueros, hojas secas, tablones, óleos en la crisma por un joven bárbaro enloquecido –le levantó la espada al Gobernador, un joven bárbaro más en el baile. No esperemos nada de la poesía, compañeros -llena de jóvenes bárbaros dementes, inventando a pleno sol países fríos donde nunca hubo nada sino palacios, y fuertes, y bellos: nadie creería la cantidad de sangre para alzarlos. Palpa la mano el hueco entre las piedras y nada, ni alfileres ni el aire. Milagro esto –mentira lo otro, NO EXISTEN-, por más que atruene en las orejas: Piraguamonte, Piragua, Piragua, Xenizarizagua, y todo lo de rigor a la hora de construir sólidamente patrimonio. Es de eso que esto se trata –se marea la gente en los barcos, se recuerda mal siempre: el país del frío es también el país de la confusión, y por ello ni siquiera piedras. Tierras abandonadas. Fantasmas épicos hijos de cabezas calientes con bencina para hacer arder el país de norte a sur. II
Vivíamos en el paraíso –no son
palabras mías. Un amigo lo dijo: paraíso –sobrevivió naufragios, el día indebido alzó la bandera. Algo de razón tendría entonces, es decir: soplaba en la selva austral la materia blanca, semiresinosa de la que surgieron misteriosos mensajes en hebreo. Ludovico Ariosto, germánicas nostalgias: idiotas buscando encinas tantean –les sacaron los ojos el 44, les vaciaron las tripas a balazos el 38-, siempre con el buen viejo Tácito -nada les dolía, nada les apremiaba. Cantaban, hacían rondas, día tras día recogían fresas mientras sus brujos acariciaban gatos con nombres infernales en las afueras del pueblo cada semana –azules y sonrientes, aunque se sabía que en la noche mataban. Así también acá -mas qué maravillas vivas sus cuerpos en combate contra la madera firmísima, den un discurso más, hagan una proeza heroica: nos ven desde Madrid, aplauden llenos estadios aplauden la paz y la guerra en el país del frío, país de la ausencia, lejano país, a puros resuellos antes de morir bajo el peso de fantásticos seres hechos de niebla. La etérea niebla del mundo que vivimos -¿mi amigo, yo, cuántos?-, los monos de la tele, todo eso tan dañino para mentes en formación. III
Una imbecilidad encima
de otra: estrato tras estrato de estulticia, destella el metal baluarte del mundo, pisa el suelo y ahora, que no vuelvan sin noticias dignas de fe. Caminaron por la vereda, había un circo donde el curso del río –famoso por obscenidades de todo género. He ahí la riqueza, pensaron -le dijeron de vuelta a mi capitán- cantan gritan saltan, mano contra mano arrugada por el deslave brutal. A lo lejos en Quillota unas piedras, el fuego -todo sellado, por ahí se viene el oro, lo trae esta corriente. Cada invierno se agolpa, echa a perder el suelo: en mi vida tierra más húmeda. Juegan dados, se emborrachan y brindan hasta que no dan más –cada muerto en Flandes se nombra. Hay espectáculos en la noche. La capitana corta cabezas. El capitán hace la vieja rutina del trigo derramado –en la mañana: todos terminan aprendiendo que este suelo es débil, que esta ciudad se hace pedazos de vez en cuando. 11 de Septiembre: el capitán llora sobre los registros destrozados, rasga en pedazos el acta -la fundación-, quema el papel, acaba ebrio celebrando lo bien que bailan los caballerizos, la capitana entra al edificio, flamante tras la batahola, arroja monedas blandas sobre mesas atiborradas de mercaderes, se divierte, todo tiembla aún y ella baila porque jota y nueve –once, once no más la mesa, estrato contra estrato se friega y se remece; imbecilidad tras imbecilidad, una encima de otra. Imagínate. En vez de ratones, vómitos fugaces y vanos de pólvora, lado a lado del estero Marga-Marga. IV
Cae la noche sobre la literatura,
en litorales mal alumbrados muere gente, se pasan la merca a la salida y se guarda en el botiquín, segura para que cuando lleguen –¡o sí, cuando lleguen!- nada pase. Salen un día a matar al poeta, no hallan sino arena agobiante, aromos rubios, estrellas que titilan ante este melan- cólico que todavía sueña. Cuando lleguen -¡o sí, cuando lleguen!- se termina el juego, así que echan todas las botellas a la arena, botan toda la basura al amplio escenario de las olas y celebran amores y declaman ante el universo entero, la boca abierta -la vergüenza a cien kilómetros. Empleados angurrientos recorren la casa del vate, no hay aspirinas para este dolor persistente en la cabeza, mas cuando lleguen -¡oh sí, cuando lleguen!- hasta lo que ya dimos nos será quitado, y una Aurora -cadenas rotas, sacros himnos, nuevos nombres- dará al trasto con toda esta masa penumbrosa. No saben aún el daño que hacían. Les gustaba mucho cantar. Toda la noche contaban historias para que sus hijos las contaran otras noches –cae la noche, siempre, sobre la literatura-, y el diablo les daba clases de guitarrilla, y después en cualquier umbral, en cualquier estación, dejan la gorra en el suelo. Un amplio repertorio para la larga noche –no olvidar la del arriero, no olvidar la palomita-, repasan y repasan en la dolida cabeza (no se les vaya a olvidar); el poeta va a darse un baño, suban, compañeros, la felicidad es este rojo amanecer, ha muerto alguien más en la esquina, no prendan la radio, déjenlo dormir. V
A pesar de todo la vida
es poderosamente alegre, subes cuatro -¿cinco?- cuadras y en Pacífico a la vueltecita hay frías, y al frente buena gente con ganas de conversar: las noches calan los huesos. Vieran las carretas, desde lejos, y subían todos, justo donde hoy está el estadio. La electricidad bañaba el aire, jamás han puesto un pie acá sin sentirlo. Una pila de gente. Ensordecía uno. Mira: todo eso muerto que revive, esos equipos no se usaban hace más de diez años y chazzzz-krak, salta cada músculo de la emoción. Cinco barcos, aparte de la principal, la más linda de todas -gritaban y flotaba entre las olas, temblaban y fluía como un dulce velero. Los golpes son un detalle menor. Lo importante es que ellos sí saben hacer las cosas –entre los ingleses y los prusianos hay un mar. Todo el mundo sabe qué hubo antes de todo esto. Se veía las sombras de los barcos a la distancia, y en la quebrada los muchachos cazaban pajaritos, hacían su ingenuo, su básico rock and roll, mataban el tiempo. Justo ahí, encima de las canchas. VI
Les gustaba la tonterita a ellos
también. Y no es que les faltara fe -si es que alguien vio a Dios fueron ellos, los ojos irritados, la lluvia pesada, las maderas amarradas, el sagrado pan, incluso en los barrancos cerrados, traicioneros; se aparecían sin nada encima, y es pecado ya el pensar. Hace frío, además. Mírenlos correr. Tostados bajo el sol, muerden el filo de las espadas y ni un pequeño temblor –ni el más mínimo- en la cara. Lástima que no existan: si existiesen les pondrían nombres a las cosas, mi capitán. Imagínese el mundo, nuestro seguro canon: usted sabe que lo merecemos, cuánto sufrimos, mi capitán, cuánto la comunidad internacional, cuánto luchamos por la libertad. Por eso el Ser en la punta de su pluma, ahí lo hemos escondido: lo que amarres en la tierra, así será en el cielo -las autopistas, las hidroeléctricas, y también, también en tus manos, compañero, la letra nacional. Barre con ellos, oye nuestra plegaria: queremos publicidad, dinero y chicas rubias, ropa a la moda, góticos como en New York, y travestis y fiestas non stop; que entre ti y nosotros nada, capitán, clausura el tiempo, jamás murió Vuesa Merced en Tucapel, jamás Cristo en la cruz -a vos pedimos ser los únicos testigos de la gloria. Después vino la batahola, el sitio, llegaron unos flaites al bar. Y cuando alguien nombraba a la revolución, se reían y atizaban la fogata. VII
La letra es robo, mi niño –se movía
lenta, pesada-, y sexo, sexo mojado, niño -se movía lenta, pesada-: fue un héroe ella, un héroe –en las malas épocas comía perros, se agarraba a los salvajes barranco abajo. Ahora se desplazaba lenta y pesada: la letra es robo, mi niño -guantazos de pastel sobre la cara. De este metal nacemos, me decían quienes conocían ese oscuro pasado, de este metal, la vieras con el pellejo de los canes encima –pero la época es otra: la letra es sexo mojado, niño, y apila formularios, dicta sentencias. Los muchachos nunca estuvieron conformes con ella. Toda la ciudad temblaba cuando el capitán se la mandaba a guardar. Pero en fin, qué se hará. Dice que está despojada, que la han herido –ya conocen la canción-, que merece. Se va guardando bolsas de oro entre las ropas. Se comenta que se las llevan -Valparaíso mar afuera. Creemos cualquier cosa de ella y el capitán a estas alturas, y de dónde diablos salió ésta. La letra es robo, mi niño –lenta y pesada premia a quien la premia-; es sexo, sexo mojado –cuatro meses de picholeo en las chinganas-; me han herido, despojado –lenta y pesada junta las monedas, ya vendrá el día de conocer al Rey: sonríe, llora y sonríe. VIII
Corre el agua, atraviesa la fundación;
va el curso y no se detiene, no tiene piedad –los animales muertos en la orilla sin luz ni esperas, los ojos reventados-; los miserables buscan amparo –vacíos los surcos. Todos esperando que algo –cualquier cosa- suceda: hablan de la difunta, la medalla, las boticas abiertas, el fraile inocente en las Agustinas –todas esas obscenidades: se refriega en los cojines, mas ¿qué es lo que él sabe? Tan buena cuna, tan bendito y oleado, con barba densa y tan infantil el santísimo. Hay que sujetarlo en las noches de luna -incomprensible su delirio: de cara a años de desarrollo efectivo, en pos de la plena incorporación, el orden de las instituciones. Cuánto penan las hermanas -incluso levita, dice que ve al Padre en la Plaza de San Pedro, dice que no hay Dios, que está frente a él. Pero enfrente sólo la hermana Lucía que lo guarda con ojos de madre -hierve la ciudad del apóstol fraterno. Semillas que no debían haberse echado ni al mar. Malas señales. Los dominicos, el puño de hierro: chanchos empujados convento adentro y este inocente con sus cuentos de la República, del centro de todo un círculo infernal justo acá en el ala boreal del Convento de Agustinas -los chanchos, hijos del brazo armado de la fe con el fraile abrazados en el suelo; vuela la arena sucia, más obscenidad y humillación-; que ciegos los gendarmes, que sólo quede la intensa visión, que santo, santísimo sea, que se detenga esto; que terminen las querellas, que uno y solo babee y hable este inocente –lejos, lejos de las barricadas, se queman inertes, estúpidamente, libros, cajas de ellos. IX
El curso se tuerce, juega,
se deshace, vuelve a hacerse -quietos seres observan, ni siquiera respiran. Cortan el campo porción y porción, tráficos hacen –mas están quietos; el sereno palpa al santo franciscano y es cera, su farol es cera, la llama es cera. Sellado el tiempo, cuadrado el orbe y suena, como piedra sobre el agua. Dios ha visitado la estación, y les dice a sus ángeles que todo estuvo bien –siguen quietos, acá abajo: no termines de vender esa gallina, no acabes de anunciar las seis-, es el Grande quien vela, y sin lluvia ni sol este bendito año. Imposible ya temer a bárbaro alguno. Sumergirse en el espasmo del carisma. La ciudad es eterna. Mi capitán no muere. La capitana sostiene aún la cabeza del toqui, no cesa en su éxtasis; y a la hora del invierno los nubarrones dejan sin alma a la eternidad –como si huyeran, todos de cabeza a la Alameda: juegan con la fe de la gente, esos cristales no sirven, las cámaras no registran, la moneda no está donde debiera estar. Anhelante la cera del moldaje, detenida maqueta, feliz copia de la Quietud -como si tuviera ojos el río mira hacia otro lado, vuelve a su curso, se va. X
La paternidad debe ser el problema
mayor, y la orfandad puede ser esto: un insomnio imposible y él se levanta y toma café, para que siga la conciencia sin dormir. Despiertos sueñan siempre. Despojados velan su distancia insalvada –fantasía el regreso: la moneda no está donde debiera, el río es más pequeño, un hilillo a veces en la garganta, los ojos abiertos y en pleno deslumbre. Llega violento el animal, bañado en sangre, gritos y sudor y gritos –el agua, el agua de la lluvia, el frío de la lluvia. Yo quiero ser el primero, yo sé más de caballos: dame esa espada -muerdo el acero y sin sangrar la lengua cuando hablo sin parar contándote del lejano pasado: París, Moscú, Habana, Mozambique, país tras país, amores y estadios llenos que escuchaban, que nos amaban –para que me creas. Ahora la moneda no está donde debiera, jamás hemos vuelto, dicen: como hijos de inmigrante -telas y relojes, guerras, purga; el problema bien puede ser la orfandad o el no dormir. Mañana es el Santo Día de la Patria. Habrá que disparar caballos por la calle. Habrá que firmar decretos, archivar el petitorio, conversar de política en la mesa familiar. XI
En esta poesía hay un muerto,
entre el verso que queda y el que sigue un muerto no reposa: mastica flores, se rocía del agua azul. Las letras son piedras, los niños semi- desnudos se cascan los pies, a su madre maldicen con palabra nueva –un muerto en el agua, varios muertos por el río. ¿Es ésta razón para detenerse? Habla el río, pero no conoce el agua su propio curso, sus propios nombres -inocentes, esos mestizejos del diablo, véanlos: todos, la carne cual metal. Ellos a la vanguardia -venceremos. El problema sigue siendo este poema, que debe sacarse un muerto de encima, y salta baila se debate -el muerto no sale, el fonema lo deja adentro, las piedras lo guardan, por amor de Dios grita: mas sin amor ni gentileza. Werther y toda el alma romántica lo dejan adentro, el sistema comercial moderno lo dejó adentro, doce años de instrucción obligatoria lo dejan adentro; el muerto no sale –en este poema hay un muerto, no hay justicia, hay ratones en el río, los hijos matan a sus padres y a sus madres en la noche de Arauco; la palabra justa está entre un verso y otro, imposible el reconocimiento. Deténgase, deténgase el curso del agua. XII
Luz en la noche, el aroma del diablo
entre los árboles, sucia la vieja Luna, ensordece todo, ensordece. Sin beber, sin comer nada, sin calor del día; junto a mí los huesos de animales desconocidos. Es el Mal esto, el Mal. Un tan puro Mal en la danza y en el canto –jerigonza incomprensible, sin silencios entre la masa de ruidos-, como si en el fondo, el fondo oscuro del alma. Ondas de radio: el primer balazo se escucha en ondas, y los que iban a matar acaban muertos, todo sale disparado de vuelta hacia atrás -los criminales tienen enormes monumentos en todas las plazas de alguna significación-, niños degollados a un lado, al otro están todos esos apiñados: se cuentan mentiras noches enteras y bailan, bailan y mienten, siguen mintiendo, no dejan de mentir –no saben el daño que hacen. Detengan esto, háganlos bailar fuera de la ciudad, mátenlos a todos si quieren, pero lejos de esta ciudad -ENSORDECE TODO ENSORDECE. Luz en la noche, imposible saber cómo tanta luz, todos matan y todos mueren, toda tragedia y toda épica se cierra, el país es como otro país y otro país y otro país; debería ser de noche alguna vez, ser de noche al fin, de verdad. XIII
No se juega acá: sólo se escribe, se canta
a coro las aventuras de las gallinas, del astuto zorro, el dolido león, en las tardes de hambre tras las lluvias de flechas, tras atabales, chirimías, dianas horrísonas –las paredes llueven, exudan milagros. Canta el Santo Hermano, absortos frailes cantan, desnudos y sin defensa ante las olas –mientras el barco del Gobernador se marcha por siempre, y todos con el beso del adiós guardado tras los labios. La capitana se queda acá pintada en la pared –y si le hablan no responde, porque para tanto no hay milagros. Ni una voz en la noche, nadie capaz de la mínima respuesta: así el silencio tras las llamas del fuerte de Tucapel. Andan sueltos, cantan, escriben, fruncido el ceño, sin jamás ni un minuto de gratuita gracia: que se echen al mar de una vez –ni su nombre conocen, más allá de los muros deberían pasar el día. Mientras tanto: sabias facciones y santas, el fraile inocente a revuelcos por un amor a toda corrupta carne, alumbrado. Nadie es capaz de aprender nada de la historia. Y siguen, la noche entera, contando mentiras. El fraile era, al fin, la capitana: jamás creyó en Dios, escupe y grita, demente, se la come el temblor. XIV
Arde el veneno en la sangre de la ciudad capitana:
fantasmas espantan a la gente –los muros de las Agustinas perversos, postizos como de nieve bajo la sombra de una estrella de género y palo: inclinada, ominosa, opaca. Esquirlas y barbudos en tropel gritando Santiago! -dañado el tiempo permite a las células muertas contaminarlo todo. Mujeres con casco vigilan los fosos: fríos los encuentran. Una labor dolorosa, mas tan necesaria -y si no fuera por la Gloria nadie pondría los pies en esta mierda de perros, toda esta carroña. No habría quién sin manos y sin pies armara de hierba negra leyendas de cuerina. Duele la entraña y el veneno culo arriba: Cristo alza la vista, mira de frente a Don García y le dice que es mortal –miente, sigue mintiendo. Observad ahora la índole especial del veneno volcado en las aguas de la capitana, tiemblan las tripas, indolentes agonizan –Wonder Bar, calle Nueva York, el Olímpico, el Siete: armando la revolución a tripazos, a lágrimas, todo duele, el tanquetazo, el gol, la olla de oro al final del arcoiris, el milenio. XV
No lleva piedras el agua, no hay obstáculo
al curso: amanecerá limpio cualquier día de éstos –y por esto hemos llegado a amar a las ciencias. Vimos a Juan de Austria batirse, entre hierbas azules en la cueva del mago -decenas de sangrados héroes corren, agonizan, danzan en brevísimos espejos de agua. Renace la épica de Arica a Magallanes: salta el mundo, salta; los gendarmes disparan en la frontera -la gris humedad se come a la gente de un zarpazo en el lejano Sur. Todo, todo en un momento único: perfecto diamante de veinticuatro caras. Se hieren los ojos ante el agua limpia: la línea escalonada, el art nouveau, las hidroeléctricas –nada sino el agua y su cauce. Un prodigio: la perla que lava los malos recuerdos de la memoria, oculta entre huesos mondos en Puerto Hambre -no tiembla, jamás los milicos, quieta la cera sella las salidas de madre tras el cristal. El pavor mata de inmediato, la herida cicatriza y el gusano se duerme, detenido en el fulgor exacto y primero de la aurora: limpia amanece el agua. XVI
Cada noche los gendarmes vomitan del asco:
azulada carroña de siglos Biobío abajo. El futuro esplendor oscurece las tripas -matan, matan al capitán, conchas de almejas hierven, vuelcan el alma en mesas cojas. Acá mismo estuvo hermoso Miguel con las mejores de todas y mares de borgoña -los fierros se arrastran en la negra noche, Agüita adentro. Pues acá nunca entraron, y nunca un poeta marica, y nunca jovencitos católicos repartiendo leche. Su derrota en el alma, cual tesoro; las mejores entre las cepas, las salvadas de la Ley de Defensa. Mueren obreros el día de su pago, mueren obreros en los barriles junto a las húmedas, violentas márgenes del Itata –fruto celestial de la madera y los parásitos: se eleva el alma. Vomitan del asco en el corazón del ágora, vomitan los gendarmes: nosotros fundamos esta joya, dicen, vimos morir al capitán, esta poesía no tiene sentido. ¡Limpia esta Atenas queremos! -desarrollo libre del espíritu, camiones atiborrados de justicia el martes a primera, primerísima hora, justo frente al foro. XVII
Arriba, como de pie las cabezas:
verán a su hijo criando caballos, uniendo falange tras falange- no hay piedra que se resista. Hechos lava los muros, y cañones deshacen y recrean el cauce -viejos idiotas que matan gente con la pura voz, gallinas y monedas en jarras de bronce. Monstruos rubios destrozan los huesos, rezan en holandés y quién sabe qué idiomas para joder a la gente decente: calle abajo se caen, con mochilas y lo último del genio tecnológico se revientan a las chicas en la noche cerrada. Hoy estamos rodeados de enemigos. El que lleva el balde de agua les avisa la hora de la siesta, y la vieja de las tortillas vende algo más que tortillas. El conserje reparte panfletos, el zapatero quiere matar curas, abolir el capital. No hay muro que sirva: invierten, compran, disparan, matan al capitán, rompen la autonomía del campus, se comen hectárea tras hectárea -son los judíos, seres de otras galaxias entre las islas, Hitler duerme en los hielos. Sin cabeza de pie los viejos alzan su maldad en Copayapu, el veneno corre en el agua, tiemblan las tripas; todo aquello nuestro puede no serlo en un segundo bajo la prístina pureza original de la Traición. XVIII
El que les paguen es señal de corrupción;
rizados cabellos moros colman las vías, remecen los huesos del patrimonio, tocados de luto: blancos. Pero han hecho que el oro circule. Cusco está lleno de tristes animales, proxenetas, desorejados, fantasmas: todo mal y corrupción. Matan viejos allá, los descabezan –éste, por ejemplo, reventado a la mitad del chisme. Sin dientes hervía de ambición, y chorreaban sus encías una poesía estúpida, incomprensible, un habla de lenguas -nunca supimos bien por qué encima nos echaba los óleos; pájaros cantando o esta abismante y persistente helada, cualquier cosa podría ser el origen, el Grund de nuestra concepción. Cortan las cabezas de los más jóvenes, desnombran, bárbara fábrica alzan en vez del viejo muro. Piden dinero por ver el rostro del Señor y la Santa Madre, nadie reza tras esa amarillez húmeda llena de blasfemia –muerte al capital, onces y veintiunos; marchan a peso el tranco, echan agua a la fiesta grande; siembran árboles en cuadrícula sobre la arena de Tirúa, corrompen el lenguaje, hacen poemas estúpidos que nadie entiende. XIX
No nombra el agua –no hay letras
que la detengan. Ese muerto y ese otro quedan muertos –les hincha el cauce, les borra el rasgo, el carácter, la historia. No hay lenguaje que cargo pueda hacerse, la poesía coja, muda, ciega, arma su reino fuera de este mundo. Bajo una carpa de circo discursean payasos, bailan rameras -no las han traído, ya estaban acá: por un trozo de pan, por un techo en invierno, abrían las patas, y parían. Mudo el mundo sino por lamentos: y la poesía no es eso, sino celebración; dígame, señor García, si habrá ganado la guerra, si tan grande y fiera bestia -anchas espaldas el agua, arremolinada, muda, sorda, ciega: cobran por esto, nos miran. Ni Vietnam ni Stalingrado tuvieron tanta publicidad gratis: el consumo de la épica está al alcance de todos. Un joven bárbaro ve a la belleza hundirse Azores al oeste, sabe ya que algo muy, muy profundo ya ha sido quebrado, Felipe no entenderá, ni Bernardo, ni Salvador, ni nadie va a entender: llora, llora Alonso de Ercilla, ante la sorda Europa.