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CUENTOS

EROTISMO DE SALÓN

Selección y notas
Elkin Obregón S.

1
Primera edición
5.000 ejemplares
Medellín, mayo de 2008
Edita:
Fundación CONFIAR
Calle 52 Nº 49-40
Tel. 513 0339 - 571 8484 Ext: 201-364 Medellín
cfundacion@confiar.com.co
www.confiar.coop
ISBN volumen: 978-958-44-3376-3
ISBN obra completa: 958-4702-7
Ilustración carátula:
Alexánder Bermúdez Echeverri
Diseño e Impresión:
Pregón Ltda.

Este libro no tiene valor comercial


y es de distribución gratuita

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Índice

LOS POCILLOS
Mario Benedetti...........................................7
DEL ARCO DE LA VIEJA..........................21
Fernando Sabino
UN RAMO DE ROSAS.............................29
William T. Higgins
MOVIMIENTO PERPETUO....................33
Augusto Monterroso
LÍNEA ERÓTICA.......................................45
Nicholson Baker
EL “MAGNIFICAT”...................................65
Matteo Bandello
SEIS CUENTOS CORTOS
COLOMBIANOS.......................................73

3
LA LECCIÓN BIEN APRENDIDA...........85
Anatole France
JOSEFINA,
ATIENDEA LOS SEÑORES......................97
Guillermo Cabrera Infante
EL GUARDA VALORES..........................109
Gustavo Gómez Vélez
ALICE.......................................................115
Rubem Fonseca
EL INOCENTE.........................................125
Graham Greene
APÉNDICE...............................................137
CANASTILLA DE POEMAS...................137
El cuerpo tiene a veces razones
que el corazón sí entiende
Proverbio anónimo
LOS POCILLOS
Mario Benedetti

7
MARIO BENEDETTI (1920). Escritor uru-
guayo, vivió muchos años en el exilio. Ha culti-
vado prácticamente todos los géneros literarios,
en especial la poesía, la novela y el cuento. En
este último campo merece mencionarse el volu-
men de relatos Montevideanas. Entre sus nove-
las más conocidas, destacan quizás La tregua y
Gracias por el fuego.

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Los pocillos eran seis: dos rojos, dos ne-
gros, dos verdes, y además importados, irrom-
pibles, modernos. Habían llegado como rega-
lo de Enriqueta, en el último cumpleaños de
Mariana, y desde ese día el comentario de ca-
jón había sido que podía combinarse la taza
de un color con el platillo de otro. “Negro con
rojo queda fenomenal”, había sido el conse-
jo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un
discreto rasgo de independencia, había deci-
dido que cada pocillo sería usado con su pla-
to del mismo color.
“El café está pronto, ¿lo sirvo?”, pregun-
tó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero
los ojos estaban fijos en el cuñado. Éste par-
padeó y no dijo nada, pero José Claudio con-
testó: “Todavía no. Espera un ratito. Antes
quiero fumar un cigarrillo”. Ahora sí ella mi-

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ró a José Claudio y pensó, por milésima vez,
que aquellos ojos no parecían de ciego.
La mano de José Claudio empezó a mo-
verse, tanteando el sofá. “¿Qué buscás?”, pre-
guntó ella. “El encendedor”. “A tu derecha”.
La mano corrigió el rumbo y halló el encen-
dedor. Con ese temblor que da el continuado
afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias
veces la ruedita, pero la llama no apareció. A
una distancia ya calculada, la mano izquier-
da trataba infructuosamente de registrar la
aparición del calor. Entonces Alberto encen-
dió un fósforo y vino en su ayuda. “¿Por qué
no lo tirás?”, dijo, con una sonrisa que, como
toda sonrisa para ciegos, impregnaba tam-
bién las modulaciones de la voz. “No lo tiro
porque le tengo cariño. Es un regalo de Ma-
riana”.
Ella abrió apenas la boca y recorrió el la-
bio inferior con la punta de la lengua. Un
modo como cualquier otro de empezar a
recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él
cumplió treinta y cinco años y todavía veía.
Habían almorzado en casa de los padres de
José Claudio, en Punta Gorda; habían comi-
do arroz con mejillones, y después se habían
ido a caminar por la playa. Él le había pasado
un brazo por los hombros y ella se había sen-

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tido protegida, probablemente feliz o algo se-
mejante. Habían regresado al apartamento y
él la había besado lentamente, morosamen-
te, como besaba antes. Habían inaugurado
el encendedor con un cigarrillo que fumaron
a medias.
Ahora el encendedor ya no servía. Ella
tenía poca confianza en los conglomerados
simbólicos, pero, después de todo, ¿qué ser-
vía aún de aquella época?
“Este mes tampoco fuiste al médico”, di-
jo Alberto.
“No”.
“¿Querés que te sea sincero?”
“Claro”.
“Me parece una idiotez de tu parte”.
“¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir
que tengo una salud de roble, que mi híga-
do funciona admirablemente, que mi cora-
zón golpea con el ritmo debido, que mis in-
testinos son una maravilla? ¿Para eso querés
que vaya? Estoy podrido de mi notable sa-
lud sin ojos”.
La época anterior a la ceguera, José Clau-
dio nunca había sido un especialista en la ex-
teriorización de sus emociones, pero Maria-
na no se ha olvidado de cómo era ese rostro
antes de adquirir esta tensión, este resenti-
miento. Su matrimonio había tenido buenos
momentos, eso no podía ni quería ocultarlo.

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Pero cuando estalló el infortunio, él se había
negado a valorar su amparo, a refugiarse en
ella. Todo su orgullo se concentró en un si-
lencio terrible, testarudo, un silencio que se-
guía siendo tal, aun cuando se rodeara de pa-
labras. José Claudio había dejado de hablar
de sí.
“De todos modos deberías ir”, apoyó
Mariana. “Acordate de lo que siempre te de-
cía Menéndez”.
“Cómo no que me acuerdo. Para Usted
No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famo-
sa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo tam-
poco creo en milagros”.
“¿Y por qué no aferrarte a una esperan-
za? Es humano”.
“¿De veras?” Habló por el costado del ci-
garrillo.
Se había escondido en sí mismo. Pero
Mariana no estaba hecha para asistir, sim-
plemente para asistir, a un reconcentrado.
Mariana reclamaba otra cosa. Una mujerci-
ta para ser exigida con mucho tacto, eso era.
Con todo, había bastante margen para esa
exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad
que él no pudiese ver; pero ésa no era la peor
desgracia. La peor desgracia era que estuviese
dispuesto a evitar, por todos los medios a su
alcance, la ayuda de Mariana. Él menospre-
ciaba su protección. Y Mariana hubiera que-

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rido —sinceramente, cariñosamente, piado-
samente— protegerlo.
Bueno, eso era antes; ahora no. El cam-
bio se había operado con lentitud. Primero
fue un decaimiento de la ternura. El cuidado,
la atención, el apoyo, que desde el comienzo
estuvieron rodeados por un halo constante
de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos.
Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía
duda, pero no disfrutaba manteniéndose so-
lícita. Después fue un temor horrible frente
a la posibilidad de una discusión cualquiera.
Él estaba agresivo, dispuesto siempre a herir,
a decir lo más duro, a establecer su crueldad
sin posible retroceso. Era increíble cómo ha-
llaba a menudo, aun en las ocasiones menos
propicias, la injuria refinadamente certera, la
palabra que llegaba hasta el fondo, el comen-
tario que marcaba a fuego. Y siempre desde
lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si
ésta oficiara de muro de contención para el
incómodo estupor de los otros.
Alberto se levantó del sofá y se acercó al
ventanal.
“Qué otoño desgraciado”, dijo. “¿Te fijas-
te?” La pregunta era para ella.
“No”, respondió José Claudio. “Fijate vos
por mí”.
Alberto la miró. Durante el silencio, se
sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin

13
embargo, a propósito de él. De pronto Ma-
riana supo que se había puesto linda. Siem-
pre que miraba a Alberto, se ponía linda. Él
se lo había dicho por primera vez la noche del
veintitrés de abril del año pasado, hacía exac-
tamente un año y ocho días: una noche en
que José Claudio le había gritado cosas muy
feas, y ella había llorado, desalentada, torpe-
mente triste durante horas y horas, es decir
hasta que había encontrado el hombro de Al-
berto y se había sentido comprendida y se-
gura. ¿De dónde extraería Alberto esa capa-
cidad para entender a la gente? Ella hablaba
con él, o simplemente lo miraba, y sabía de
inmediato que él la estaba sacando del apu-
ro. “Gracias”, había dicho entonces. Y toda-
vía ahora la palabra llegaba a sus labios direc-
tamente desde su corazón, sin razonamien-
tos intermediarios, sin usura. Su amor hacia
Alberto había sido en sus comienzos grati-
tud, pero eso (que ella veía con toda nitidez)
no alcanzaba a despreciarlo. Para ella, querer
había sido siempre un poco agradecer y otro
poco provocar la gratitud. A José Claudio, en
los buenos tiempos, le había agradecido que
él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hu-
biera fijado en ella, tan insignificante. Había
fallado en lo otro, en eso de provocar la gra-
titud y había fallado tan luego en la ocasión

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más absurdamente favorable, es decir, cuan-
do él parecía necesitarla más.
A Alberto, en cambio, le agradecía el im-
pulso inicial, la generosidad de ese primer so-
corro que la había salvado de su propio caos,
y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su
parte, ella había provocado su gratitud, claro
que sí. Porque Alberto era un alma tranqui-
la, un respetuoso de su hermano, un fanáti-
co del equilibrio, pero también, y en defini-
tiva, un solitario. Durante años y años, Al-
berto y ella habían mantenido una relación
superficialmente cariñosa, que se detenía
con espontánea discreción en los umbrales
del tuteo y sólo en contadas ocasiones deja-
ba entrever una solidaridad algo más profun-
da. Acaso Alberto envidiaba un poco la apa-
rente felicidad de su hermano, la buena suer-
te de haber dado con una mujer que él con-
sideraba encantadora. En realidad, no hacía
mucho que Mariana había obtenido la con-
fesión de que la imperturbable soltería de Al-
berto se debía a que toda posible candidata
era sometida a una imaginaria y desventajo-
sa comparación.
“Y ayer estuvo Trelles”, estaba diciendo
José Claudio, “a hacerme la clásica visita adu-
lona que el personal de la fábrica me consa-
gra una vez por trimestre. Me imagino que

15
lo echarán a la suerte y el que pierde se em-
broma y viene a verme”.
“También puede ser que te aprecien”, di-
jo Alberto, “que conserven un buen recuerdo
del tiempo en que los dirigías, que realmen-
te estén preocupados por tu salud. No siem-
pre la gente es tan miserable como te parece
de un tiempo a esta parte”.
“Qué bien. Todos los días se aprende al-
go nuevo”. La sonrisa fue acompañada de un
breve resoplido, destinado a inscribirse en
otro nivel de ironía.
Cuando Mariana había recurrido a Al-
berto, en busca de protección, de consejo,
de cariño, había tenido de inmediato la cer-
tidumbre de que a su vez estaba protegien-
do a su protector, de que él se hallaba tan
necesitado de amparo como ella misma, de
que allí, todavía tensa de escrúpulos y qui-
zá de pudor, había una razonable desespera-
ción de la que ella comenzó a sentirse respon-
sable. Por eso, justamente, había provocado
su gratitud, por no decírselo con todas las le-
tras, por simplemente dejar que él la envol-
viera en su ternura acumulada de tanto tiem-
po atrás, por sólo permitir que él ajustara a la
imprevista realidad aquellas imágenes de ella
misma que había hecho transcurrir, sin ha-
cerse ilusiones, por el desfiladero de sus me-
lancólicos insomnios. Pero la gratitud pron-

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to fue desbordada. Como si todo hubiera es-
tado dispuesto para la mutua revelación, co-
mo si sólo hubiera faltado que se miraran a
los ojos para confrontar y compensar sus afa-
nes, a los pocos días lo más importante estu-
vo dicho y los encuentros furtivos menudea-
ron. Mariana sintió de pronto que su cora-
zón se había ensanchado y que el mundo era
nada más que eso: Alberto y ella.
“Ahora sí podés calentar el café”, dijo Jo-
sé Claudio, y Mariana se inclinó sobre la me-
sita ratona para encender el mecherito de al-
cohol. Por un momento se distrajo contem-
plando los pocillos. Sólo había traído tres,
uno de cada color. Le gustaba verlos así, for-
mando un triángulo.
Después se echó hacia atrás en el sofá y
su nuca encontró lo que esperaba: la mano
cálida de Alberto, ya ahuecada para recibir-
la. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a
moverse suavemente y los dedos largos, afi-
lados, se introdujeron entre el pelo. La prime-
ra vez que Alberto se había animado a hacer-
lo, Mariana se había sentido terriblemente
inquieta, con los músculos anudados en una
dolorosa contracción que le había impedido
disfrutar de la caricia. Ahora no.
Ahora estaba tranquila y podía disfrutar.
Le parecía que la ceguera de José Claudio era
una especie de protección divina.

17
Sentado frente a ellos José Claudio res-
piraba normalmente, casi con beatitud. Con
el tiempo, la caricia de Alberto se había con-
vertido en una especie de rito y ahora mismo,
Mariana estaba en condiciones de de aguar-
dar el movimiento próximo y previsto. Co-
mo todas las tardes la mano acarició el pes-
cuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió
lentamente la mejilla y el mentón. Finalmen-
te se detuvo sobre los labios entreabiertos.
Entonces ella, como todas las tardes, besó si-
lenciosamente aquella palma y cerró por un
instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro
de José Claudio era el mismo. Ajeno, reserva-
do, distante. Para ella, sin embargo, ese mo-
mento incluía siempre un poco de temor. Un
temor que no tenía razón de ser, ya que en el
ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, inso-
lente, ambos habían llegado a un técnica tan
perfecta como silenciosa.
“No lo dejes hervir”, dijo José Claudio.
La mano de Alberto se retiró y Mariana
volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el
mechero, apagó la llamita con la tapa de vi-
drio, llenó los pocillos directamente desde la
cafetera.
Todos los días cambiaba la distribución
de los colores. Hoy sería el verde para José
Claudio, el negro para Alberto, el rojo para
ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárse-

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lo a su marido, pero, antes de dejarlo en sus
manos, se encontró con la extraña, apretada
sonrisa. Se encontró además con unas pala-
bras que sonaban más o menos así: “No, que-
rida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo”.
De Cuentos de mujeres infieles. Antología. Editorial
Andrés Bello, Chile, 1996.
Selección de Fernando Emmerich.

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DEL ARCO DE LA VIEJA
Fernando Sabino
FERNANDO SABINO (1923-2004). Nació en
Belo Horizonte, Brasil. Autor entre otras de En-
cuentro marcado, novela fundamental en la lite-
ratura brasilera del siglo XX, cultivó con ma-
yor asiduidad la crónica y el relato breve, géne-
ros que manejó con mano maestra, y un finísi-
mo toque de humor e ironía. Algunos títulos:
A mulher do vizinho, O gato sou eu, A vida real, O
menino no espelho, etc.
De madrugada, el teléfono lo sacó de la
cama.
—A mi hija le sucedió una desgracia.
Era una voz de vieja, lloriqueante. Al
principio le costó entender. Si mal no recor-
daba, la hija era una muchacha con la que ha-
bía tenido una relación hacía tiempos. Vivía
con su madre en Flamengo. A donde ella fue-
ra, la vieja iba detrás. Terminó por hartarse, y
la dejó. Ahora la madre acudía justo a él.
—Cálmese, voy para allá.
Malhumorado, se vistió, subió al auto y
arrancó. Por lo que había entendido, la joven
había intentado suicidarse. ¿Y yo qué juego
en eso? pensó, molesto: no fuera que la ma-
dre quisiera echarle la culpa a él, que no te-
nía ya nada que ver con esa gente.

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—Se encerró en el baño, diciendo que se
iba a matar —le dijo la vieja, en cuanto llegó.
Y se retorcía las manos, desesperada.
—Está ahí adentro desde hace rato. ¿Y
ahora qué hago, Virgen Santa?
En mitad de la sala, una joven de jeans lo
miraba, desconfiada.
—Y tú, ¿quién eres? —preguntó él, inte-
resado.
—Es nuestra vecina —contestó la vieja,
cortando su interés—. Le pedí que viniera a
ayudarme. ¿Pero qué podíamos hacer las dos
solas?
Él se acercó al baño, golpeó la puerta. Si-
lencio. Olor a gas no había. Pero podía haber-
se cortado las muñecas, o alguna tontería si-
milar. Volvió a llamar. Nada.
—Habría que derribarla.
Sintiendo la aprobación de la vieja, arrimó
el hombro a la puerta, que terminó por ceder.
Ella estaba en camisón, sentada en la taza,
las piernas estiradas, y parecía dormir. A su
lado, en el suelo, un frasco de píldoras vacío.
—¿No se lo dije? ¿No se lo dije? —caca-
reaba la madre, sin atreverse a mirar—. ¡Hi-
ja mía, pobre hijita mía!
—Llevémosla a Urgencias, que aún hay
tiempo. Ayúdeme a sacarla.
La que ayudó fue la joven. La vieja sólo
gimoteaba, impidiendo el paso. La hija bal-
bucía palabras inconexas, el cuerpo desma-

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dejado. Salieron con ella cargada, con gran-
des dificultades lograron meterla en el auto;
la vieja se hizo atrás, amparando la cabeza de
la hija, y la joven a su lado, adelante.
Apenas si hablaron durante el trayecto.
En el hospital, el personal de turno les aten-
dió de inmediato. Llevaron a la paciente a la
sala de emergencias, ellos quedaron a la espe-
ra. Poco después regresó el médico:
—No hay peligro: tomó un vomitivo y
escupió un montón de comprimidos. Ahora
está durmiendo. Pronto se pondrá bien. Ni
siquiera tienen que esperar. Pueden venir a
buscarla en la mañana.
—Yo me haré cargo, quédense tranqui-
las—. Y llevó a las dos de regreso a Flamengo.
—¿No quiere subir a tomar un café? —in-
vitó la vieja.
Contempló aquel rostro rechoncho, el
pintalabios rojo en la boca marchita.
—No, gracias. Voy a ver si descanso un
poco, antes de ir a buscar a su hija.
—Puede descansar aquí.
Era la vecina quien lo sugería. La miró,
sorprendido. La vieja le informó que la mu-
chacha iba a hacerle compañía hasta la ma-
ñana, era una niña muy buena.
—Bien, en ese caso…
Subió, tomó con ellas el café. Como pron-
to amanecería, le sugirieron que descansara
allí mismo, en el sofá de la sala, hasta que lle-

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gara la hora de ir al hospital. Y se marcharon
ambas por el pasillo, la vieja recogiéndose en
su cuarto, la joven en el cuarto de la hija.
Él se quitó la chaqueta y los zapatos, y se
acomodó como pudo en el sofá. Encendió un
cigarrillo, antes de disponerse a dormir. Fue
entonces cuando oyó la voz de la joven, allá
en el pasillo.
—Cierra los ojos, que voy a pasar.
—Puedes pasar —dijo él, los ojos bien
abiertos.
Y vio pasar aquella inesperada recom-
pensa para sus ojos cansados de tantas mo-
lestias: tacones altos, toc-toc-toc, toda empi-
nada, sólo de bragas.
—No vengas acá, porque la puerta está
quebrada, no puedo cerrar —avisó ella des-
de el baño.
Poco después volvía a pedir:
—Cierra los ojos, que voy a pasar de nuevo.
Esta vez, el no sólo no cerró los ojos, si-
no que esperó a que pasara, y un momen-
to después fue tras ella. Tanteando en la pe-
numbra del corredor, encontró entreabierta
la puerta del cuarto. Entró silenciosamente,
percibió en la oscuridad que ella estaba ya en
la cama, esperándolo. Entonces se desnudó a
toda prisa, sin decir una palabra se acomodó
bajo las sábanas, a su lado.

26
Ella lo acogió en sus brazos, y él sintió
soplar muy bajo en su oído una voz ronca y
nasal:
—No hagas ruido, para no despertar a la
niña.
De O gato sou eu, Editora Record,
Rio de Janeiro, 1983.
Traducción para este libro de Elkin Obregón S.

27
UN RAMO DE ROSAS
William T. Higgins
WILLIAM THOMAS HIGGINS (1886-1967).
Nació en Filadelfia, EE. UU. Graduado en leyes,
ejerció el periodismo y la abogacía en diversos
estados del sur de su país. Autor de tres nove-
las extensas, publicó también numerosos tomos
de relatos cortos. Una de sus historias, Friendly
Fire, fue llevada al cine con el título de The Ha-
ppy Hooker.
Cuando cumplí quince años, mi padre
me llamó a su despacho y, mirándome a los
ojos, dijo:
—Quiero la verdad. ¿Has estado ya con
una mujer? Sabes a qué me refiero.
Nunca le había mentido a mi padre, ni
tampoco lo hice esa vez. Así que, ruborizán-
dome hasta las orejas, confesé que no.
—Lo suponía —dijo él—. Ya es tiempo
de que te hagas un hombre. Te he concerta-
do una cita para esta noche. Es una mucha-
cha amable y comprensiva, a la que conozco
por razones que no te importan. Se llama…
bien, puedes decirle Molly. Ella te sabrá guiar
y enseñar. No debes tener miedo. Todo sal-
drá de perlas.
Me entregó un papel, con una dirección
y la hora de la cita. Y, haciendo un gesto, me
dio a entender que podía retirarme.

31
—No tengo dinero —me atreví a susurrar.
—No tienes dinero, pero tienes un padre
—respondió mi padre—. Tú vé, y haz lo tuyo.
Acudí puntualmente, venciendo mis rece-
los, más que todo por complacer a mi padre.
Molly no resultó ser como yo temía. Me agra-
dó su aspecto, su peinado, la discreción de su
atuendo, la frescura del rostro. Sonriente, me
abrió la puerta, y un poco después me abrió las
puertas del cielo.
Al día siguiente, mediada la mañana, vol-
ví a visitarla. Me recibió en el umbral, ataviada
con una coqueta robe de chambre. Sin mediar
palabra, estiré el brazo que llevaba a la espalda,
le entregué un inmenso ramo de rosas, di me-
dia vuelta y salí a toda prisa.
Esa noche, mi padre me llamó de nuevo a
su despacho.
—Molly telefoneó —dijo—. Me habló
muy complacida de tu ramo de rosas. Fue un
lindo gesto el tuyo, sin duda. Y no es fácil con-
seguir buenas rosas en esta época del año. Aho-
ra sí que eres todo un hombre.
Hizo una pausa, y añadió:
—Por cierto, al vestirme esta mañana ad-
vertí la ausencia de dos dólares en mi cartera.
Así que te irás a la cama sin cenar.
De Tales of Colorado,
The New American Library, 1978.
Traducción para este libro de Camilo Jiménez.

32
MOVIMIENTO PERPETUO
Augusto Monterroso
AUGUSTO MONTERROSO (1921-2003).
Guatemalteco, se radicó en México en 1944.
Autor de cuentos, relatos, crónicas y una úni-
ca novela. También de un libro autobiográfico,
Los buscadores de oro. Otras obras: La oveja negra
y demás fábulas, Obras completas y otros cuentos,
Movimiento perpetuo, Lo demás es silencio. Mon-
terroso es, entre otras muchas cosas, un finísi-
mo humorista, y un prosista tan original como
provocador.
Pape: Satan, pape: Stan Aleppe.
Dante, Infierno, VII
—¿Te acordaste?
Luis se enredó en un complicado pero en
todo caso débil esfuerzo mental para recordar
qué era lo que necesitaba haber recordado.
—No.
El gesto de disgusto de Juan le indicó que
esta vez debía de ser algo realmente impor-
tante y que su olvido le acarrearía las conse-
cuencias negativas de costumbre. Así siem-
pre. La noche entera pensando no debo ol-
vidarlo para a última hora olvidarlo. Como
hecho adrede. Si supieran el trabajo que le
costaba tratar de recordar, para no hablar ya
de recordar. Igual que durante toda la prima-
ria: ¿Nueve por siete?
—¿Qué te pasó?
—¿Que qué me pasó?

35
—Sí; cómo no te acordaste.
No supo qué contestar. Un intento de
contrataque:
—Nada. Se me olvidó.
—¡Se me olvidó! ¿Y ahora?
—¿Y ahora?
Resignado y conciliador, Juan le ordenó
o, según después Luis, quizá simplemente le
dijo que no discutieran más y que si quería
un trago.
Sí. Fue a servirse él mismo. El whisky con
agua, en el que colocó tres cubitos de hielo
que con el calor empezaron a disminuir rá-
pidamente aunque no tanto que lo hiciera
decidirse a poner otro, tenía un sedante co-
lor ámbar. ¿Por qué sedante? No desde luego
por el color, sino porque era whisky, whisky
con agua, que le haría olvidar que tenía que
recordar algo.
—Salud.
—Salud.
—Qué vida —dijo irónico Luis movién-
dose en la silla de madera y mirando con pla-
cidez a la playa, al mar, a los barcos, al ho-
rizonte; al horizonte que era todavía mejor
que los barcos y que el mar y que la playa,
porque más allá uno ya no tenía que pensar
ni imaginar ni recordar nada.
Sobre la olvidadiza arena varios bañis-
tas corrían enfrentando a la última luz del

36
crepúsculo sus dulces pelos y sus cuerpos ya
más que tostados por varios días de audaz
exposición a los rigores del astro rey. Juan los
miraba hacer, meditativo. Meditaba pálida-
mente que Acapulco ya no era el mismo, que
acaso tampoco él fuera ya el mismo, que sólo
su mujer continuaba siendo la misma y que
lo más seguro era que en ese instante estuvie-
ra acariciándose con otro hombre detrás de
cualquier peñasco, o en cualquier bar o a bor-
do de cualquier lancha. Pero aunque en reali-
dad no le importaba, eso no quería decir que
no pensara en ello a todas horas. Una cosa
era una cosa y otra otra. Julia seguiría siendo
Julia hasta la consumación de los siglos, tal
como la viera por primera vez seis años an-
tes, cuando, sin provocación y más bien con
sorpresa de su parte, en una fiesta en la que
no conocía casi a nadie, se le quedó viendo y
se le aproximó y lo invitó a bailar y él acep-
tó y ella lo rodeó con sus brazos y comenzó
a incitarlo arrimándosele y buscándolo con
las piernas y acercándosele suave pero calcu-
ladoramente como para que él pudiera sentir
el roce de sus pechos y dejara de estar nervio-
so y se animara.
—¿Te sirvo otro? —dijo Luis.
—Gracias.
Y en cuanto pudo lo besó y lo cercó y lo
llevó a donde quiso y le presentó a sus amigos

37
y lo emborrachó y esa misma noche, cuando
aún no sabían ni sus apellidos y cuando co-
mo a las tres y media de la mañana ni siquie-
ra podía decirse que hubieran acabado de en-
trar en su departamento —el de ella—, sin
darle tiempo a defenderse aunque fuera para
despistar, lo arrastró hasta su cama y lo po-
seyó en tal forma que cuando él se dio cuen-
ta de que ella era virgen apenas se extrañó, no
obstante que ella lo dirigió todo, como ése y
el segundo, el tercero y el cuarto año de casa-
dos, sin que por otra parte pudiera afirmarse
que ella tuviera nada, ni belleza, ni talento,
ni dinero; nada, únicamente aquello.
—El hielo no dura nada —dijo Luis.
—Nada.
Únicamente nada.
Julia entró de pantalones, con el cabello
todavía mojado por la ducha.
—¿No invitan?
—Sí; sírvete.
—Qué amable.
—Yo te sirvo —dijo Luis.
—Gracias. ¿Te acordaste?
—Se le volvió a olvidar; qué te parece.
—Bueno, ya. Se me olvidó y qué.
—¿No van a la playa? —dijo ella.
Bebió su whisky con placer: no hay que
dejar entrar la cruda.

38
Los tres quedaron en silencio. No hablar
ni pensar en nada. ¿Cuántos días más? Cin-
co. Contando desde mañana, cuatro. Nada.
Si uno pudiera quedarse para siempre, sin ver
a nadie. Bueno, quizá no. Bueno, quién sabía.
La cosa estaba en acostumbrarse. Bien tosta-
dos. Negros, negros.
Cuando la negra noche tendió su manto
pidieron otra botella y más agua y más hie-
lo y después más agua y más hielo. Empeza-
ron a sentirse bien. De lo más bien. Los as-
tros tiritaban azules a lo lejos en el momen-
to en que Julia propuso ir al Guadalcanal a
cenar y bailar.
—Hay dos orquestas.
—¿Y por qué no cuatro?
—¿Verdad?
—Vamos a vestirnos.
Una vez allí confirmaron que tal como
Juan lo había presentido para el Guadalcanal
era horriblemente temprano. Escasos grin-
gos por aquí y por allá, bebiendo tristes y bai-
lando graves, animados, aburridos. Y unos
cuantos de nosotros alegrísimos, cuándo no,
mucho antes de tiempo. Pero como a la una
principió a llegar la gente y al rato hasta po-
día decirse, perdonando la metáfora, que no
cabía un alfiler. En cumplimiento de la tra-
dición, Julia había invitado a Juan y a Luis
a bailar; pero después de dos piezas Juan ya

39
no quiso y Luis no era muy bueno (se le olvi-
daban afirmaba los pasos y si era mambo o
rock). Entonces, como desde hacía uno, dos,
tres, cuatro años, Julia se las ingenió para en-
contrar con quién divertirse. Era fácil. Lo úni-
co que había que hacer consistía en mirar de
cierto modo a los que se quedaban solos en
las otras mesas. No fallaba nunca. Pronto
vendría algún joven (nacional, de los nues-
tros) y al verla rubia le preguntaría en inglés
que si le permitía, a lo que ella respondería
dirigiéndose no a él sino a su marido en de-
manda de un consentimiento que de ante-
mano sabía que él no le iba a negar y levan-
tándose y tendiendo los brazos a su invitan-
te, quien más o menos riéndose iniciaría rá-
pidas disculpas por haberla confundido con
una norteamericana y se reiría ahora descon-
certado de veras cuando ella le dijera que sí,
que en efecto era norteamericana, y pasaría
aún otro rato cohibido, toda vez que a estas
alturas resultaba obvio que ella vivía desde
muchos años antes en el país, lo cual conver-
tía en francamente ridículo cualquier inten-
to de reiniciar la plática sobre la manoseada
base de si llevaba mucho tiempo en Méxi-
co y de si le gustaba México. Pero entonces
ella volvería a darle ánimo mediante la infa-
lible táctica de presionarlo con las piernas pa-
ra que él comprendiera que de lo que se trata-

40
ba era de bailar y no de hacer preguntas ni de
atormentarse esforzándose en buscar temas
de conversación, pues, si bien era bonito sen-
tir placer físico, lo que a ella más le agradaba
era dejarse llevar por el pensamiento de que
su marido se hallaría sufriendo como de cos-
tumbre por saberla en brazos de otro, o ima-
ginando que aplicaría con éste ni más ni me-
nos que las mismas tácticas que había usa-
do con él, y que en ese instante estaría lle-
no de resentimiento y de rabia sirviéndose
otra copa, y que después de otras dos se vol-
tearía de espaldas a la pista de baile para no
ver la archisabida maniobra de ellos consis-
tente en acercarse a intervalos prudenciales
a la mesa separados más de la cuenta como
dos inocentes palomas y hablando casi a gri-
tos y riéndose con él para en seguida alejar-
se con maña y perderse detrás de las parejas
más distantes y abrazarse a su sabor y besar-
se sin cambiar palabra pero con la certeza de
que dentro de unos minutos, una vez que su
marido se encontrara completamente borra-
cho, estarían más seguros y el joven nacional
podría llevarlos a todos en su coche con ella
en el asiento delantero como muy apartadi-
tos pero en realidad más unidos que nunca
por la mano derecha de él buscando algo en-
tre sus muslos, mientras hablaría en voz alta
de cosas indiferentes como el calor o el frío,

41
según el caso, en tanto que su marido simula-
ría estar más ebrio de lo que estaba con el ex-
clusivo objeto de que ellos pudieran actuar a
su antojo y ver hasta dónde llegaban, y emi-
tiría de vez en cuando uno que otro gruñido
para que Luis lo creyera en el quinto sueño y
no pensara que se daba cuenta de nada. Des-
pués llegarían a su hotel y su marido y ella
bajarían del coche y el joven nacional se des-
pediría y ofrecería llevar a Luis al suyo y éste
aceptaría y ellos les dirían alegremente adiós
desde la puerta hasta que el coche no arran-
cara, y ya solos entrarían y se servirían otro
whisky y él la recriminaría y le diría que era
una puta y que si creía que no la había visto
restregándose contra el mequetrefe ése, y ella
negaría indignada y le contestaría que esta-
ba loco y que era un pobre celoso acompleja-
do, y entonces él la golpearía en la cara con
la mano abierta y ella trataría de arañarlo y
lo insultaría enfurecida y empezaría a desnu-
darse arrojando la ropa por aquí y por allá y él
lo mismo hasta que ya en la cama, emplean-
do toda su fuerza, la acostaría boca abajo y la
azotaría con un cinturón destinado especial-
mente a eso, hasta que ella se cansara del jue-
go y según lo acostumbrado se diera vuelta y
lo recibiera sollozando no de dolor ni de ra-
bia sino de placer, del placer de estar una vez
más con el único hombre que la había poseí-

42
do y a quien jamás había engañado ni pensa-
ba engañar jamás.
—¿Me permite? —dijo en inglés el joven
nacional.
De Movimiento perpetuo, Editorial Seix Barral,
Biblioteca Breve, 1981.

43
LÍNEA ERÓTICA
Nicholson Baker
NICHOLSON BAKER (1956). Nació en Ro-
chester, New York. Novelista, crítico, musicó-
logo. Su primera novela, The mezzanine, data de
1988. Quizás su obra de ficción más célebre sea
Vox, de donde proviene el extracto que aquí se
reproduce. En 1992 ganó el National Books Cri-
tics por un libro de ensayos, Double ford: Libra-
ries and the assault of paper, apasionada defen-
sa del libro.
—¿Nada más que una bata?1
—Bueno, no, debajo llevo una camiseta
de manga corta y ropa interior, claro.
—Qué ropa interior?
—Gris, blanca, en un tono así. Total, que
salgo y veo el montón de vídeos X, todos api-
lados en lo alto del televisor, en sus cajas de
color naranja. En la tienda usan cajas marro-
nes para los vídeos normales, los de aventu-
ras, los de comedia, los en que muere hasta
el apuntador, etcétera, y meten en una caja
totalmente distinta, de color naranja, los ví-
deos para mayores. Es para evitar confusio-
nes, con la cantidad de cuentos de navidad y
de versiones porno de la Cenicienta que an-
dan ahora por ahí. Nunca había visto más de

1. Pregunta ella al chico con el que mantiene la conver-


sación. (N. del A.).

47
uno de estos vídeos en concreto, pero, por
supuesto, sé muy bien lo que llevan dentro,
y me parece estupendísimamente, apoyo la
pornografía con todo mi entusiasmo. Pero re-
sulta que de pronto vi de antemano mi pro-
pia excitación, en toda su crudeza, me vi pa-
sando a todo meter las partes aburridas, en
busca de una buena imagen, o por lo menos
bastante buena como para correrme con ella,
y el sonido del aparato de vídeo en avance rá-
pido, ese ruido de robot industrial, y, total,
que pensé: no, no, no, aunque en uno de los
vídeos trabaje Lisa Meléndez, que está… que
es encantadora, pensé que no, que no quería
verlos tan en seguida. Menos mal que tam-
bién me había comprado la revista Juggs, por-
que esa reacción antinaranja ya me había su-
cedido antes. Hay momentos en que apetece
una imagen fija.
—Para eso está el botón de pausa —apun-
tó ella.
—Bueno, sí, pero salen unas rayas como
de diente de sierra en la pantalla.
—Más ven cuatro cabezas que sólo dos,
como suele decirse. De todas formas, siem-
pre tendrá mejor resolución una página de
revista, supongo.
—Siempre —dijo él—. ¡Pero no queda
ahí la cosa! No, de verdad, no te rías. No hay
fotograma de película que tenga la calidad de

48
una foto. La foto capta a la mujer en el mo-
mento en que sus dulcijas alcanzan la per-
fección de la expresividad, poniendo el alma
al descubierto; o, mejor dicho, las respecti-
vas almas, porque cada una tiene su propia
personalidad. En las fotos, las mujeres tienen
los pezones tan variados y tan comunicati-
vos como los ojos, o casi.
—¿Qué es eso de las dulcijas?
—Bueno, es que a veces me gusta evitar
lo de decir “pechos”, o cualquiera de sus si-
nónimos más o menos jergales. Pero, como
te estaba diciendo, no tienes más que fijar-
te en la pérdida de poder de provocación que
se produce cuando pasamos de la revista Pla-
yboy al canal Playboy de televisión, exacta-
mente con la misma chica, sólo que en la te-
le se ven los movimientos entre pose y pose.
Aunque la verdad es que no tengo el canal
Playboy, de modo que lo capto con todos los
rayados y los cruces del circuito de codifica-
ción, y ando siempre saltando entre Playboy
y los dos canales de uno y otro lado, porque a
veces, justo al cambiar de canal, hay un mo-
mento en que la imagen resulta visible, y se
capta un torso amarillo brillante, o una dul-
cija enterita, con su pezón al rojo vivo, que
primero se tambalea, luego vacila y al final se
desmenuza. Tengo observado que la codifica-
ción funciona peor cuando no se mueve nada

49
en la imagen, es decir, cuando es una imagen
televisiva de una imagen de revista, como si
a la codificación le pasara lo mismo que a mí,
que la dejasen anonadada las imágenes fijas,
con su poderío. Una vez me quedé hasta las
dos y media de la madrugada haciendo eso,
saltando de canal en canal.
—Ya. ¿Y qué más?
—De acuerdo. Qué más. Estuve hojean-
do el Juggs todo nuevecito, con muchas ex-
pectativas, pero no sé… Resulta que la chi-
ca más sexi estaba en un ambiente de pisci-
na, y a mí las piscinas me rebajan mucho el
erotismo… Quiero decir, en general me reba-
jan mucho el erotismo, porque ya te supon-
drás la enorme cantidad de ambientes de pis-
cina que ha podido uno ver en las revistas,
pero hay algo en eso de que sea un sitio pú-
blico y al aire libre, al sol… Peor es un am-
biente de playa, que me descoloca por com-
pleto… O sea, bueno, si estuviese desterrado
en una isla desierta con nada más que unas
páginas de una revista masculina donde se
viera una mujer desnuda en una isla desier-
ta, con las formas de la arena, artísticamen-
te arriñonadas en torno a los cachetes del cu-
lo, pues a lo mejor renunciaba a mis princi-
pios y me masturbaba con ella… ¿Qué te pa-
rece la palabra?

50
—¿Masturbarse? Ni me gusta ni me de-
ja de gustar.
—Vamos a inventarnos una palabra nue-
va —dijo él.
—Para mí misma, a veces lo llamo “ha-
cerme tiritar un poco”.
—Vale, sí, es una posibilidad. ¿Qué tal
“tocar el violín”? La terminación en –in que-
da de los más fino. No, pero mejor refosca-
charse.
—Refoscacharse.
—Eso es. Mirando el Juggs, a pasar de tra-
tarse del decorado de piscina, intenté refos-
cachármela, y había una foto en que la chica
me miraba directamente a los ojos, tendida
sobre una colchoneta amarilla, apoyada en
los codos, y tenía las dulcijas tan en su pun-
to de perfección y de belleza, con los pezo-
nes sin erguir, con unas aréolas blandas y to-
lerantes, que es lo que hace falta en una foto
ambientada en una piscina, porque nada más
ver un pezón erecto piensa uno en agua fría,
sin excitación de ninguna clase. Por cierto:
que te conste que no soy uno de esos desgra-
ciados que andan merodeando por los super-
mercados, en la sección de pollos ultracon-
gelados, en espera de que a las mujeres se les
repunten los pezones con el frío. No me po-
nen ni siquiera mínimamente cachondo los
concursos de camisetas mojadas, porque ten-

51
go que imaginar la correspondiente excita-
ción en la mujer, y el frío es lo contrario del
sexo. En todo caso, en los concursos de cami-
setas mojadas, a lo mejor logro convencerme
de que la chica está utilizando el impacto del
agua fría, los escarceos y los chorreones, pa-
ra hacer posible algo que de otro modo no
lo sería, y que la pone cachonda. O sea: que
quiere enseñar los pechos, que está orgullo-
sa de ellos, pero sabiendo muy bien que no
es de las que se atreven a tirar para adelante
y hacer un estriptís, o algo así, y el chapuzón
en agua fría la distrae lo suficiente como pa-
ra convencerla de que se trata de una diver-
sión inofensiva… Así, y sólo así, es como lo-
gro excitarme con un concurso de camisetas
mojadas. ¿Comprendes?
—Me hago cargo. De modo que estás mi-
rando a la chica de Juggs.
—Sí, y ella me devuelve la mirada, de una
forma muy llamativa, con una expresión de
mucho gozo y de mucha lucidez. Luego, sus
codos ejercen auténtica presión sobre la al-
mohada de la colchoneta amarilla, que pare-
ce como si fuera a reventar, y estoy a punto
de hacerme a la idea de marcarme un refos-
co a ese compás, cuando resulta que no, que
hay demasiadas cosas que desentonan: el fo-
tógrafo la ha hecho peinarse con coleta, co-
gida con una especie de cintajo grueso de po-

52
liéster, color púrpura, y es un horror, lo de
siempre, lo de toda la vida, los hombres pre-
tendiendo que una mujer de veintiocho años
se convierta en una niña pequeña, imponién-
dole esos iconos de adolescencia, la coleta, y,
la verdad, ¿cuándo ha sido la última vez que
has visto una chica joven con coleta? Por no
mencionar, ya de paso, el hecho de que las
chicas jóvenes también son un descoloque.
De modo que ahí estaba esa mujer hermosa,
atenta, adorable, de no menos de veinticinco
años, y lo único que yo veía era el carapollas
del fotógrafo tendiéndole la cinta de poliés-
ter y diciéndole: “Vale, muy bien, ahora su-
jétate el pelo con la cosa ésta”. Y en ese mo-
mento comprendí que necesitaba hablar con
una mujer real, sin imágenes de ninguna cla-
se, ni avance rápido, ni pausa, ni fotos de re-
vistas. Y ahí estaba el anuncio.
—Pero ya habías llamado a estos núme-
ros, ¿verdad? —preguntó ella.
—Unas pocas veces, pero sin éxito nin-
guno. Y este número en concreto no recuer-
do haberlo marcado antes: 2VOX.
—¿Qué quieres decir con lo de “éxito”?
—Que no me salió ninguna mujer con al-
go de chispa. Bueno, mejor dicho, que me sa-
lieron poquísimas mujeres, punto y aparte,
excepto las pagadas por el servicio telefóni-
co para dar charla sexual de modo mecánico

53
y soltar un gemido cuando corresponde. Lo
que suele salir es un hombre diciendo “oiga,
¿hay alguna dama a la escucha?”. Pero tam-
bién es verdad que de vez en cuando hay al-
guna verdadera mujer que llama. Y así, al re-
vés que con las fotos, cabe al menos la remo-
ta posibilidad de que se produzca el encaje en
algún momento. A lo mejor estoy pasándo-
me de presuntuoso, pero creo que tú y yo en-
cajamos, que existe la posibilidad.
—Sí.
—En cierto modo, es igual que la radio.
¿Sabes que nunca he entrado en una tienda
a comprar un disco? Será por eso por lo que
nunca he aprendido a apreciar la música que
va perdiendo volumen poco a poco, tal como
tú la describes, porque en la radio cada can-
ción empalma con la siguiente, en fundido.
Pero me parece a mí que es indispensable esa
sensación de azar que se tiene oyendo mú-
sica pop por la radio, porque al fin y al ca-
bo de lo que se trata es de que alguien cono-
ce a alguien, entre tropecientos millones de
seres humanos que hay en el mundo, la úni-
ca persona que le gusta, o una de las pocas
personas que encuentra adecuadas. En cam-
bio, si te compras el disco, o la cinta, eres tú
quien controla en qué momento la escuchas,
cuando lo que en realidad quieres es que sea
como una lotería, como el destino, recorrer

54
el dial para arriba y para abajo, buscando la
canción que quieres, en la esperanza de que
alguna emisión la esté emitiendo… Y qué in-
tensa alegría cuando al fin aparece en un gi-
ro del botón. Haces algo más que oírla, es co-
mo si la cazaras al vuelo.
—Por otra parte —dijo ella—, si la cin-
ta es tuya, con ello das muestra de algún dis-
cernimiento: sabes lo que te gusta, sabes có-
mo hacerte feliz, no te zambulles en un ma-
remágnum de posibilidades fortuitas, espe-
rando pasivamente que a algún disyoquei se
le ocurra poner lo que a ti te gusta. De peque-
ño, tal vez, de pronto estás en un balcón, y
hace solecito, y piensas: caramba, qué agra-
dable es esto, y qué poco me lo esperaba. Pe-
ro ya de mayor piensas “sé que voy a expe-
rimentar determinado tipo de placer cuando
salga al balcón y me siente en esa silla, y es
ahora cuando quiero sentir dicho placer”.
—Bueno, muy bien, pues la razón por la
que me puse en contacto con este número
fue porque los placeres que andaba buscando
hasta ese momento no me llenaban, y probé
con la esperanza de tener suerte, de que sur-
giera la conversación…
—No me llegaste a decir qué pasó con la
Campanilla de Walt Disney en videoclub.
—Bueno, pues en la escena que vi, y era
la primera vez que veía algún trozo de esa

55
película de Disney, por cierto, y no te olvides
de que andaba con el ánimo un poco altera-
do, ahí en la tienda, con mis tres películas na-
ranja y mi revista para hombres en el male-
tín… Total, que en la escena de que te hablo
Campanilla revolotea de un modo la mar de
garboso, con mucho tiiing del xilófono y de-
jando una estela de lucecitas, y piensas: vale,
la típica imagen del hada, bah. Y es diminu-
ta, es una chica de clase acomodada, pero di-
minuta, no pasa de medio palmo. Una mu-
jer insustancial, mágica, toda encanto waltd-
isneiano. Y de pronto ocurre. Se detiene en
mitad del aire, y se mira, y tiene unos pechos
muy pequeños…
—¿No quedamos en que no te gustaba la
palabra pechos?
—Sí, tienes razón, pero a veces es la que
mejor cuadra. Casi siempre, si quieres que
te diga la verdad. Total, que tiene los pechos
muy pequeñines, pero unas caderitas la mar
de anchas, y unos muslitos la mar de anchos,
y lleva un trajecito como rasgado o cortado
en picos, que apenas si la cubre, y va y se
mira, poniendo unos morritos adorables y
se coloca las manos en las caderas como pa-
ra medírselas, y menea tristemente la cabe-
za. Demasiado grandes, parece decir. Bueno,
¡me puso a cien! ¡Esa cosa tan chiquitita, con
aquellos caderones! Y en seguida, un segun-

56
do más tarde, se queda atrapada en una có-
moda entre un montón de artículos de cos-
tura, y trata de salir volando por la cerrradu-
ra, pero no… Le sobran caderas y ¡se queda
atascada!
—Suena como para asarse de calentura,
efectivamente.
—Y lo era.
—¿Te acuerdas de Los caballeros las prefie-
ren rubias, cuando Marilyn Monroe está en
un barco y trata de pasar por un ojo de buey,
pero las caderas no se lo permiten?
—No, no me acuerdo. Voy a tener que
alquilarla.
—Tendría gracia que la Marilyn se
hubiera inspirado en Campanilla —di-
jo ella—. Si quieres que te diga la verdad, a
mí también me pareció vagamente sexual el
Peter Pan de Walt Disney.
—Bueno, sí… J. M. Barrie era uno de
aquellos farsantes de antaño, y es evidente
que algo de lo que reprimía se cuela en todas
las versiones de su obra.
—Y la chica, la protagonista, flotando
por ahí en bata —dijo ella—. Eso sí que me
dejó interesada. Y también que resulta de-
masiado mayor para compartir el dormito-
rio con sus hermanos pequeños. Me acuerdo
perfectamente. Andaría yo por los doce años.
Vi la película con mi amiga Pamela, que lue-

57
go ha salido lesbiana, creo, con su pan se lo
coma. Montábamos la tienda de campaña en
su dormitorio, comíamos galletas Saltines y
leíamos juntas la enciclopedia médica. Mar-
caban con una línea de puntos el sitio por
donde el médico tenía que cortar el cartílago
en una operación para meter un poco las ore-
jas. Y al final de cada artículo decía, porque
estaba hecho con preguntas y respuestas, de-
cía: “¿Cuándo pueden reanudarse las relacio-
nes maritales?”. Y la respuesta siempre era de
cuatro a seis semanas. Estuviera donde estu-
viera la línea de puntos, las relaciones mari-
tales siempre se podían reanudar al cabo de
cuatro a seis semanas. Y una vez me leyó ella
a mí una novela de amor, entera, en una no-
che. Me dormí por la mitad y luego me des-
perté. Pamela estaba ya un poco ronca, pero
seguía leyendo. Y otra vez, a lo mejor aque-
lla misma noche, le conté una fantasía sexual
que tengo de vez en cuando de que estoy en
un sitio donde me dicen que me quite la ro-
pa y me meta en el tubo.
—Perdón, ¿en qué?
—En el tubo, en un tubo largo —dijo
ella—. Me deslizo dentro, con los pies por
delante, y empiezo a bajar por ese tubo tan
largo, sobre una especie de lenta corriente
de aceite. ¿Te acuerdas de esos toboganes de
agua que se ponian en el césped, y que des-

58
truían la hierba? Éste no es tan rápido, sino
mucho más lento, pero sin fricción, dentro
de un tubo luminoso. Mientras voy bajan-
do aparecen en el tubo muchos pares de ma-
nos, un poco por delante de mí, agitándose a
ciegas, como buscando algo que palpar, y en
seguida entro en contacto con ellas, por los
pies, y ellas tratan de agarrarme los tobillos,
pero tienen los dedos chorreando aceite, y se-
gún avanzo van subiéndome por las piernas,
reteniéndome con bastante fuerza, pero sin
fricción, gracias al aceite, y luego me presio-
nan el estómago cuando les pasa por encima,
y se vuelven como para recibir mis pechos,
con ambos pulgares casi tocándose, y me re-
sabalan muy despacito por los pechos, apre-
tándomelos, y, figúrate, en la fantasía tengo
unos pechos enormes, de modo que las ma-
nos tardan un montón de tiempo en reco-
rrérmelos.
—¡Uau! ¿Qué dijo tu querida amiga Pa-
mela cuando le contaste tal cosa?
—Al terminar de describírselo le pregun-
té si ella también tenía pensamientos pare-
cidos, y me dijo “¡No!”, como muy ofendi-
da. Me dice: “¡No! Cuéntame otro”. ¿Crees
tú que se habrá hecho lesbiana por culpa de
mi tubo?
—Bueno, lo que te digo es que yo, desde
luego, sí que me hubiera metido a lesbiana.

59
Pero ahora, ¿quieres aclararme una cosa?
¿Ahora mismo cómo tienes la luz en la habi-
tación en que te encuentras, en el cuarto de
estar-comedor? ¿Encendida o apagada?
—Encendida. Es una lámpara de mesa.
La puedo apagar, si prefieres.
—Sí, quizá así resulte…
—Escucha —hubo un clic.
—¿A que la cubertería resplandece ahora
a la luz de la luna? —dijo él.
—No la distingo.
—¿Te has fijado alguna vez en ese inters-
ticio que hay en las películas, más bien en las
de televisión, cuando aparece un personaje
femenino pensando, tranquilamente, en un
primer plano del rostro, y de pronto se vuel-
ve, alarga el brazo y apaga la luz de la mesilla
de noche, clic; pero, claro, es un plató, con lu-
ces muy estudiadas por todas partes, de mo-
do que cuando la mujer acciona el interrup-
tor tiene que coincidir con la supresión de las
principales fuentes de luz, cataclás, y enton-
ces el problema está en que la película cine-
matográfica no opera en la oscuridad, de mo-
do que tiene que seguir habiendo un buen ni-
vel de luz, pero dando la impresión de oscuri-
dad, y al mismo tiempo que se suprimen las
grandes luces incandescentes tiene que en-
trar en funcionamiento la imitación de luz
de luna o tienen que verse por la ventana las

60
luces de la calle, y, con todo ello, a veces pasa
algo raro y se produce un milisegundo de des-
fase mientras se encienden los filamentos de
la luz de luna artificial, el tiempo que invier-
ten en calentarse y alcanzar su máximo; de
modo que en ese momento de cambio se ve
el otro juego de luces, el que tiene que trans-
mitir la impresión de que “el dormitorio es-
tá a oscuras y tranquilo”, cubriendo la cama
y las paredes de la habitación? ¿Te has fijado
alguna vez?
—No —dijo ella—. Pero te prometo que
me fijaré la próxima vez que mire la tele, por-
que me ha sonado muy interesante.
—Fíjate —dijo él—. Por el momento, te
alegrará saber que la farola de alumbrado pú-
blico que se ve desde mi ventana está em-
pezando a entrar en funcionamiento.. Es un
efecto de lo más asombroso. La luz no se en-
ciende de pronto, no es nada parecido a lo
que acabo de describirte. Va viniendo muy
gradualmente, en un período de más de vein-
te minutos. Al principio pasa por una fase de
color naranja oscuro. Rara vez me da tiempo
de verlo completo, claro, con los horarios tan
agitados que llevo. Pero cuando lo hago me
parece bellísimo. Es tan gradual, que no dis-
tingue uno si es que la luz se ha hecho más
brillante o que el cielo se ha oscurecido. Cla-
ro, son las dos cosas, pero no sabe uno cuál
es la que más pesa. Y luego, dentro de cinco

61
minutos, más o menos, habrá un momen-
to en que la luz de la farola será exactamen-
te del mismo color que el cielo, entiéndeme,
el mismo amarillo-verde-violeta, como quie-
ras llamarlo, de modo que parece como si hu-
biera un agujero de cielo en mitad de los ár-
boles que hay al otro lado de la calle, en las
ramas, cuando en la realidad es la farola de
este lado.
Hubo una pausa.
—Óyeme —dijo ella—. Esto está empe-
zando a resultar muy caro, a dólar por minu-
to, o lo que sea que cueste.
—Noventa y cinco centavos el medio
minuto, creo.
—Bueno, pues dame tu número y te lla-
mo yo—dijo ella.
—De acuerdo, pero…
—Pero, ¿qué?
—Que tendrás que encender la luz para
anotar el número —dijo él.
—¿Por qué? Tengo muy buena memoria
para los números.
—Sí, supongo, mucho mejor que la mía
tendrá que ser. Pero, ¿y si en este caso concre-
to se te borra el número de la cabeza?
—Vale, de acuerdo, no corramos riesgos.
Enciendo la luz y lo apunto.
—Pero, ¿y si te equivocas al apuntarlo,
sólo porque ésta es una ocasión excepcional,

62
y por primera vez en tu vida pones dos gua-
rismos en orden inverso?
—Sí, dislexia sexual.
—¡Exacto! U otra cosa: ¿y si cuelgas y
vas a buscar otra Coca Cola Light y al final
decides que no, que qué estupidez, que no te
apetece llamarme? ¿Cómo sé yo que no vas a
dejar de llamarme?
—Sí que te llamo —dijo ella—. Lo estoy
pasando muy bien.
—De acuerdo, pero, ¿y si llamas, y ya,
con la interrupción, aunque sólo estemos un
minuto desconectados, resulta que nos cam-
bia la suerte, y de pronto perdemos la natu-
ralidad con que nos estamos tratando ahora
mismo, y no hay forma de recuperar el tono
íntimo, con lo fácil que nos ha resultado la
primera vez?
—Está bien, de acuerdo, me has conven-
cido. No me des tu teléfono.
—La verdad, me parece barato, dos dó-
lares el minuto, por una cosa así. Lo nece-
sito. No me importaría pagar veinte dólares
el minuto. Y esta línea, además, no tiene lí-
mite de tiempo. Por lo menos, eso dice mi
anuncio: SIN LÍMITE DE TIEMPO, en letras
grandes.
—Está bien, de acuerdo —dijo ella.
De Vox, Editorial Alfaguara, 1992.
Traducción de Ramón Buenaventura.

63
EL “MAGNIFICAT”
Matteo Bandello
MATTEO BANDELLO (1485-1561). Nació
en Catelnuovo, Italia. Estudió letras y ciencias
en Milán y Nápoles. Sus ideas políticas le valie-
ron destierros y persecuciones. Su obra más sig-
nificativa es la colección de relatos Novelas cor-
tas, escrita a lo largo de toda su vida. De sus No-
velas tomaron temas escritores como Stendhal,
Byron y Musset; Shakespeare extrajo de ellas el
argumento de Romeo y Julieta, Mucho ruido y po-
cas nueces y La noche de Epifanía.
En aquellos días en que el memorable se-
ñor Giovanni Bentivoglio junto a sus señores
hijos ostentaba el imperio de la riquísima y
gran Bolonia, florecían en aquella ciudad los
estudios de la razón cesárea y pontificia, jun-
to con los de medicina y todas las demás ar-
tes liberales.
De continuo se congregaban allí hom-
bres solemnes muy doctos en sus especiali-
dades. De toda Italia y aun de Francia y Es-
paña, concurría la juventud a Bolonia a ins-
truirse en las distintas disciplinas, que le re-
sultaran placenteras.
Así como eran diversos los estudiantes,
en su procedencia e ingenio, también lo eran
sus profesores. La mayor parte de éstos no
sólo se esmeraban en mejorar la doctrina y
educación de sus discípulos, sino que tam-
bién se esforzaban con el ejemplo de su vida

67
y de sus costumbres. Había también aquellos
otros a quienes les bastaba con la enseñanza
docta y en cuyos círculos demostraban sus
argumentos con brillantez y agudeza; al ter-
minar sus lecciones, se dedicaban a escuchar
las dudas de sus discípulos y se mostraban
diligentes por dilucidarlas con erudición, in-
tentando satisfacer a todos.
Entre ellos había un doctor, más cerca-
no a los ochenta que a los sesenta, que go-
zaba de una gran reputación y experiencia,
cuyos consejos eran muy estimados; pero,
si alguien lo apartaba de su especialidad, lo
convertía en pez fuera del agua. Era muy pa-
recido a un gran doctor de esta ciudad que
se enojó con el administrador de su casa de
campo, e intentó por todos los medios qui-
tarle el cuidado de su propiedad. Esto ocu-
rrió porque, habiéndole dado el sirviente la
noticia de que una cerda había parido nueve
crías, le dijo luego que la yegua había tenido
un hermoso potrillo.
—Entonces —dijo el doctor al siervo—,
ignorante, ¿me quieres robar? ¿No me has di-
cho que fueron nueve los cochinillos? ¿Y pre-
tendes que una yegua tan robusta haya te-
nido un solo potrillo? ¡No, no... esto no está
bien! Encuéntrame los otros potrillos, si no
quieres ir a parar a manos de la justicia.

68
Comprobad, señores míos, la costumbre
de salar el azúcar.
En cuanto a nuestro profesor, que debió
haber sido en su juventud un gran papamos-
cas, regresando en una ocasión después de las
clases a su casa en compañía de algunos estu-
diantes, vio pasar por debajo de las arcadas a
una joven de hermosas proporciones y pre-
guntó a sus discípulos quién era. Le dijeron
que era una dama caritativa que no permitía
que nadie muriese desesperado.
Siguió el doctor hasta su hogar y, tras
despedir a los demás estudiantes, retuvo con-
sigo a un sagaz calabrés que gozaba de toda
su confianza y a quien con frecuencia invita-
ba a comer. Ante el joven reveló haber que-
dado prendado de aquella bellísima mujer, y
que moriría si no conseguía satisfacer su pla-
cer con ella.
—Señor, yo la conozco muy bien —le
respondió el calabrés—, y en verdad que es
muy hermosa y agradable. Por mí daría su
corazón; si así lo deseáis, la conduciré a es-
ta casa cada vez que sea de vuestro agrado y
la haré entrar por la puerta trasera del jardín
para que nadie la vea. Pero os prevengo que
vende cara su mercancía y no vendrá sin ob-
tener antes un par de ducados.
Al oir esto el doctor, que poca cuenta te-
nía de sus fuerzas, le respondió:

69
—Por eso no te preocupes, pues te daré
un doble ducado, de aquellos que exhiben la
efigie de nuestro señor Giovanni.
Sin pérdida de tiempo, corrió hacia la ca-
ja, cogió el dinero y, entregándoselo al cala-
brés, le dijo:
—Sabes que mañana no daré clases; mira
de traerla del modo que me has dicho.
Partió de inmediato el estudiante y al en-
contrarse con la mujer le dijo:
—Quiero que mañana, a una hora apro-
piada, vayas a una casa para solazar a mi
maestro. Es viejo y precisará que le prodigues
muchas caricias; luego te daré una paga que
te dejará satisfecha.
Era aquella una mujer ambiciosa, que por
una moneda se entregaba a quien la solicita-
se. El escolar pensaba darle solamente tres
monedas y apropiarse del resto del doblón.
El viejo doctor, esperando la hora de encon-
trarse con la joven, no cabía en su propia piel
y se desmayaba de anticipado gozo. Según lo
convenido, el calabrés condujo a la joven has-
ta el profesor, quien la esperaba ya en la ca-
ma. Ella entró a la habitación y, después de
desnudarse, se introdujo en el lecho; lo be-
só una y mil veces, a la par que le hacía toda
clase de caricias para conseguir excitarlo. Se
esforzaba por despertar al perezoso, pero és-
te no conseguía levantar cabeza. El profesor

70
se encolerizaba y la mujer trataba de conso-
larlo con ardientes caricias; pero, viendo que
todo era en vano, le dijo:
—Maestro, no os aflijáis por ahora. Ya
volveré en otra ocasión en que estéis mejor
dispuesto. Entretanto os daré un consejo: re-
cordad el Magnificat que os resultará de gran
ayuda.
—¿Qué diablos quieres decir con eso del
Magnificat? —le respondió el doctor—¡Ya lo
aprendí de joven!
—Así lo creo —repuso la joven—, pero
recordad que al atardecer, cuando se entona
el Magnificat, todos se yerguen y descubren
la cabeza. ¡Enseñadle a este dormilón a ha-
cer lo mismo!
Y así diciendo, se levantó de la cama y
se marchó.
Por esto, señores míos, resulta cierto
aquel proverbio que dice: “Aquel que siendo
burro cree ser ciervo, al saltar el foso se da
cuenta”.
De Cuentos eróticos. 1. Editorial Bruguera, 1978.
Selección y Traducción de Óscar Balmayor.

71
SEIS CUENTOS CORTOS
COLOMBIANOS
EL GALLO
Efe Gómez (1876-1936)

El gallo de San Luis Gonzaga, en la cres-


ta un clavel sangrante, rútilos los ojos, sa-
liente el pecho, se pasea gallardo. Cada vez
que asienta las patas parece que sonaran, co-
mo campanadas, los espolones asesinos. Con
movimientos cortos, explosivos, mueve el
cuello: a lo largo de él la luz corre, chorrea.
Cruza la gallina blanca de las ánimas
benditas: una polla de primera postura.
Cacareo sonoro, piropo saleroso, olé ga-
lante.
La polla se detiene, emocionada, a picar
un grano que se traga. El gallo gira en su re-
dor, y el ala crujiente barre, raya el suelo. Co-
rre la polla provocadora. La sigue a escape, la
alcanza, la muerde del copete, la sujeta… La
crispatura suprema.
La polla sale sacudiéndose. El gallo se
planta, y, altanero, bate las alas, se yergue y

75
canta. Sigue su paseo, y al ir por debajo de la
cuerda en donde han puesto a secar la ropa
al sol, se agacha: le parece que no cabe, que
va a tropezar en la cuerda la erguida cabeza
altanera.
Gallo pa’ bien fullero —piensa el viejo
Cosme Zúñiga—, cuidao no cabes, maldito.
Si del suelo a esa cuerda hay como dos varas
y media, y tú tendrás como dos cuartas de
la cresta al suelo… Para eso sí, es que… ¡ah!
Así era yo cuando muchacho. Recuerdo que
una noche de luna llena en que salía de ca-
sa de Marcela, al brincar de la puerta al pa-
tio me agaché, porque creí que me iba a tope-
tar con la luna, que estaba al frente, en me-
dio del cielo…

76
SUEÑO
Eduardo Serrano Orejuela (1946)

Ahora sólo me resta esperar que quien


me sueña no despierte antes de mi cita con
la bella Andrea.
POTRA DE NÁCAR
La mujer más hermosa del mundo pasó a
mi lado y yo le recité en homenaje:
—Ni nardos ni caracolas tienen el cutis
tan fino, ni los cristales con luna relumbran
con ese brillo.
Se volvió hacia mí, me examinó de abajo
arriba como si no creyera en mi existencia y,
sin que le temblara la voz, me dijo:
—Pero ni esta noche, ni nunca, correrás
el mejor de los caminos, montado en esta po-
tra de nácar, sin bridas y sin estribos.
Estupefacto, la vi alejarse para siempre,
su negra cabellera flotando en el luminoso
viento de la tarde. Desde entonces he renun-

77
ciado a los piropos eruditos. La luz del enten-
dimiento me hace ser muy comedido.

78
EL CATALEJO
David Sánchez Juliao (1945)

Una mujer amó a un marinero. Un buen


día, el marinero tuvo que viajar… por años.
La mujer entonces, compró un catalejo para
sentarse a mirar el mar a la espera de su hom-
bre. Pasó el tiempo. La mujer aprendió el sa-
bor de la espera y supo del color de la año-
ranza; y ambas cosas le gustaron. Un día, el
marinero volvió, y se amaron como locos por
tres meses; rompieron la cama y deshilaron
la hamaca. Pero un buen día (otro), el hom-
bre se levantó y encontró a la mujer instala-
da en la terraza mirando al horizonte por el
catalejo. “¿Qué buscas?”, preguntó el hom-
bre, y la mujer respondió: “A ti”.

79
LA MUJER DE CRIN
Maribel García Morales (1960)

La llanaura se fue consumiendo en sus


jornadas de búsqueda, hasta sentir próxi-
mo el encuentro. Galopó con más prisa y sus
cascos marcaron un ritmo de fuego sobre el
camino de piedra. A lo lejos divisó el portal
de la hacienda, igual al de sus sueños, y el
cansancio cedió a su deseo. Apuró el trote y
pronto arribó a su destino.
En la mecedora, el hombre la aguarda-
ba. Bello, igual al príncipe soñado que la hizo
abandonar a su manada y emprender aque-
lla travesía.
Agotada, se recostó a sus pies, cerró los
ojos y lentamente fue dejando su aspecto
montuno y se convirtió en una bella mujer.
Sin importarle su desnudez, sensual, se acer-
có al hombre que parecía dormido y lo be-
só en los labios. Él, momificado por la espe-
ra, recibió aquel beso añorado y se derrumbó

81
dejando en su lugar una tenue nube de polvo
que se confundió con el que dejaron los cas-
cos de la mujer que huyó, otra vez, converti-
da en yegua salvaje.

82
VISITA CONYUGAL
José Zuleta Ortiz (1960)

La muchacha va a la visita conyugal, lle-


va un tesoro oculto en su vientre. Después de
ser sellada llega a la primera puerta: manos
de centinela la tocan, le miran los pechos, re-
tiran sus calzones, revisan sus nalgas, requi-
san su sexo. La dejan seguir… Llega a la se-
gunda puerta de hierro, pronuncia el nombre
de su hombre, él viene por ella.
—Coroné, tengo lo tuyo.
En la celda el hombre la ayuda a sacar de
su adentro la sustancia exquisita. La fuman,
retozan… El hombre la sella con sus labios,
mira sus pechos, las manos que aguardaron
la tocan, revisa sus nalgas, requisa su sexo,
traspasa la puerta, se dicen sus nombres, se
coronan. La muchacha sale de la visita con-
yugal, lleva un tesoro oculto en su vientre.

83
De Segunda antología del cuento corto colombiano.
Universidad Pedagógica Nacional, 2007.
Compilación de Guillermo Bustamante Zamudio
y Harold Kremer.

84
LA LECCIÓN BIEN
APRENDIDA
Anatole France
ANATOLE FRANCE (1844-1924). Uno de los
más importantes e influyentes escritores fran-
ceses de su tiempo. Novelista, cuentista, ensa-
yista. Algunas obras: El lirio rojo, Los dioses tie-
nen sed, La isla de los pingüinos, Cuentos de Jaques
Tournebroche. Recibió en 1921 el Premio Nobel
de literatura.
En tiempos del rey Luis XI vivía en Pa-
rís, en un aposento alfombrado, una burgue-
sa llamada Violante, que era muy hermosa de
rostro y bien formada en todo su cuerpo. Te-
nía una cara tan deliciosa, que el señor Jaco-
bo Tribouillard, doctor en derecho y cosmó-
grafo renombrado, la visitaba con frecuencia
y solía decirle:
—Al veros, señora, me parece creíble, y
hasta indudable, lo que refiere Cucurbitos Pi-
ger en un escolio de Estrabo, a saber: que la
insigne Ciudad y Universidad de París fue lla-
mada en otro tiempo con el nombre de Lute-
cia o Leucècia, o de otro modo semejante de-
rivado de “Leuke”, es decir, la Blanca, porque
sus damas tenían el descote como la nieve,
aunque no siempre tan puro, blanco y des-
lumbrante como el vuestro, señora.
A lo cual Violante respondía:

87
—Me basta que mi descote no sea horri-
ble al punto de asustar, como los de varias da-
mas que yo conozco, y si lo enseño es para
seguir la moda, pues considero una imperti-
nencia diferenciarse de todas las demás.
La señora Violante se había casado en
la flor de su juventud con un jurisconsulto
del Tribunal Supremo, hombre muy áspe-
ro y muy agrio para recriminar y abrumar
a los infelices, pero enclenque y enfermizo
de complexión, hasta el punto de no pare-
cer apto para dar alegría en su casa ni dis-
gustos fuera de ella. A ese hombre le inte-
resaban más que su esposa los sacos de pro-
cesos, que ciertamente no tenían tan buena
figura; eran toscos, hinchados, informes; pe-
ro el jurisconsulto pasaba las noches sobre
ellos. Siempre discreta, la señora Violante no
pudo sentir afecto por un marido tan poco
afectuoso; y el señor Jacobo Tribouillard de-
cía de ella que era prudente, segura, tranqui-
la, afirmada y confirmada en la fe conyugal,
tanto como la Lutecia romana. Y lo asegu-
raba, por la sencilla razón de no haber sabi-
do jamás que faltase a sus deberes. Los hom-
bres honrados guardaban acerca de este pun-
to una duda prudente, porque las acciones
ocultas aparecerán sólo en el Juicio Final; pe-
ro reflexionaban que aquella señora era muy
aficionada a las joyas y a los encajes, y que

88
llevaba a las reuniones y a las iglesias trajes
de terciopelo, de seda y de brocado, guarne-
cidos con pieles de marta; sin embargo, eran
demasiado prudentes para opinar si, al tiem-
po de ser la condenación de los cristianos que
la veían tan hermosa y tan bien ataviada, se
condenaba ella con alguno. En estas indeci-
siones hubieran jugado a cara o cruz la virtud
de la señora Violante, lo cual era muy honro-
so para esta dama. En verdad su confesor, el
hermano Juan Tureluse, la reprochaba conti-
nuamente.
—¿Suponéis, señora —le decía—, que la
venerable Catalina ganó el cielo con una vi-
da como la vuestra, sin más que lucir el des-
cote y mandarse traer de la ciudad de Géno-
va velillos de encajes?
Era un enorme razonador, muy severo
para las flaquezas humanas, que no perdo-
naba lo más mínimo y creía haberlo hecho
todo cuando asustaba. La amenazó con el in-
fierno por haberse lavado el rostro con leche
de burra.
Pero nadie supo de cierto si aquella mu-
jer adornó convenientemente la cabeza de su
viejo marido, y el señor Felipe Coetquis solía
decirle con retintín:
—¡Cuidadito, señora: es muy calvo y
puede constiparse!

89
El señor Felipe de Coetquis era un caba-
llero de gallarda presencia, tan hermoso co-
mo una sota del noble juego de los naipes.
Había conocido a la señora Violante una no-
che en un baile, y después de bailar con ella
hasta hora muy avanzada habíala conducido
en la grupa de su caballo mientras el juris-
consulto chapoteaba entre el barro del arro-
yo a la luz de las movibles antorchas de los
cuatro lacayos borrachos. En aquel baile y en
aquella cabalgata el señor Felipe de Coetquis
concibió acerca de la señora Violante la idea
de que tenía los pechos abultados y la carne
maciza. Inmediatamente prendóse de ella, y
como no era hombre de doblez, le dijo con
claridad lo que deseaba: verla completamen-
te desnuda entre sus brazos.
A lo cual ella respondió:
—Caballero Felipe, no sabéis con quién
habláis. Soy una dama virtuosa.
Y esto muy bien podría significar:
“Caballero Felipe, volved mañana”.
Volvió al día siguiente, y ella le dijo:
—¿Qué prisa tenéis?
Aquellos aplazamientos causaban mu-
cha inquietud y muchas desazones al caba-
llero, el cual se hallaba ya decidido a creer,
como el señor Triboullard, que la señora Vio-
lante era otra Lutecia. ¡De tal modo se pare-
cen todos los hombres por su fatuidad! Es ne-

90
cesario advertir que la dama no le había con-
sentido siquiera que la besase en la boca, lo
cual no pasa de ser un entretenimiento gra-
cioso y una ligereza delicada.
Así estaban las cosas, cuando el herma-
no Juan Turelure fue llamado a Venecia por el
general de su Orden para que predicase a los
turcos recientemente convertidos a la verda-
dera religión. Antes de partir, el buen herma-
no fue a despedirse de su penitente, y le re-
prochó con mayor severidad que de costum-
bre sus inclinaciones a una vida licenciosa. La
exhortó vivamente a la penitencia y le acon-
sejó que se pusiera un cilicio sobre la piel, in-
comparable remedio contra los deseos dañi-
nos y medicina sin igual para las criaturas
propensas a los pecados carnales.
Ella le dijo:
—Hermanito, no me pidáis demasiado.
Pero ni siquiera la escuchó, y amenazó-
la con el infierno si no se enmendaba. Luego
le ofreció hacer cuantas comisiones le diera.
Esperaba que la señora le rogaría que le traje-
se alguna medalla bendita, un rosario, y aca-
so, lo cual era mucho mejor, un poco de tie-
rra del Santo Sepulcro que los turcos llevan
de Jerusalén entre rosas secas, y que los frai-
les italianos se encargan de vender; pero la se-
ñora Violante le hizo el siguente encargo:

91
—Hermanito: puesto que vais a Venecia,
donde hay muy hábiles cristaleros, os agra-
decería mucho que me trajerais un espejo, el
más claro que sea posible hallar.
El hermano Juan Turelure prometió ser-
virla.
Durante la ausencia de su confesor la se-
ñora Violante hizo la misma vida de siempre,
y cuando el caballero Felipe le decía: “¿No se-
ría muy dulce que nos gozáramos?”, ella con-
testaba suavemente: “Hace mucho calor; mi-
rad la veleta por si el tiempo cambia”. Y las
honradas gentes que tenían puestos los ojos
en la señora Violante desesperaban de que
adornase jamás con unos cuernos a su des-
preciable marido. “Es pecado”, decían.
A su regreso de Italia, el hermano Juan
Turelure se presentó a la señora Violante y le
dijo que le traía lo que ella deseaba:
—Miraos en este espejo, señora.
Y sacó de su hábito una calavera.
—Tal es vuestro espejo; porque esta ca-
lavera perteneció a la más hermosa dama ve-
neciana; era como sois vos, y vos acabareis
pronto siendo igual a ella.
La señora Violante, cuando se repuso de
la sorpresa y de la repugnancia que aquello le
ocasionó, dijo al hermano, con bastante fir-
meza, que admitía la lección y que no deja-
ría de aprovecharla.

92
—No se borrará de mi memoria, herma-
nito, el espejo que me traéis de Venecia y en
el cual me veo, no como soy ahora, sino co-
mo seré después. Os prometo amoldar mi
conducta a esta idea.
El hermano Juan Turelure no esperaba
tan excelentes propósitos, y se mostró muy
satisfecho.
—¿De modo, señora, que resolvéis cam-
biar de vida? ¿Me prometéis regir vuestra
conducta conforme a la idea que esta cabeza
descarnada vino a infundiros? ¿Se lo prome-
téis a Dios lo mismo que a mí?
Ella preguntó:
—¿Es preciso?
El hermano lo consideraba preciso.
—Pues lo haré.
—Señora: me parece muy bien, pero no
hay que desdecirse.
—Aseguro que no me volveré atrás.
Después de oir semejante promesa, el her-
mano Juan Turelure se retiró muy satisfecho.
Y por la calle gritaba:
—¡Esto es admirable! Con la ayuda de
Dios Nuestro Señor he logrado que se enca-
minase hacia las puertas del cielo una señora
que hasta el presente, sin que se pudiera decir
que fornicaba de la manera expresada por el
Profeta (C. XIV, V. 18), empleaba para tentar
a los hombres el barro con que el Creador la

93
formó para servirle y adorarle. Abandonará
sus costumbres para tener otras mejores en
lo sucesivo. Yo conseguí cambiarla por com-
pleto. ¡Alabado sea el Señor!
Apenas había salido de la casa el buen
hermano, cuando el caballero Felipe de Co-
etquis entró, y se acercó a la puerta del apo-
sento donde sa hallaba la señora Violante.
Ella le recibió sonriente y le condujo a un
cuartito alfombrado y con muchos almoha-
dones, donde el caballero Felipe no había en-
trado jamás. Aquello le hizo esperar una bue-
na fortuna, y ofreció a la señora unos confi-
tes que llevaba en una caja:
—¡Chupad, chupad, señora! Son más
dulces que el azúcar, pero no lo son tanto co-
mo vuestros labios.
A lo cual replicó la señora que era vano y
necio juzgar de una fruta sin haberla mordido.
Él dio la respuesta oportuna con un be-
so en la boca.
Ella no se disgustó mucho y limitóse a
decir que era una mujer honrada. Él respuso
que se congratulaba de saberlo y le aconsejó
que no encerrara su honra en un escondrijo
donde peligraba, porque seguramente se la
quitarían de allí muy pronto.
—Probad —adujo ella, dándole unos ca-
chetitos con la sonrosada palma de su mano.

94
Pero él tenía ya la costumbre de apoderar-
se de todo, conforme a sus deseos. Ella gritó:
—No he de consentirlo. ¡Mal haya…!
¡Caballero, no haréis tal cosa…! ¡Amigo
mío…! ¡Corazón mío…! ¡El goce me mata!
Y cuando hubo acabado de suspirar y de
expirar, dijo graciosamente:
—Caballero Felipe, no estéis orgulloso
de haberme gozado por sorpresa. Si obtuvis-
teis de mí lo que deseabais, fue por mi gus-
to, y sólo me resistí lo bastante para ser ven-
cida según mi deseo. Dulce amigo, soy vues-
tra. Si a pesar de vuestros atractivos, que me
agradaron siempre, y a pesar de vuestra ter-
nura amistosa , no os concedí lo que acabáis
de quitarme con mi consentimiento, fue por-
que yo no había reflexionado bastante; no te-
nía prisa, y aletargada en una suave indolen-
cia no disfruté las ventajas de mi juventud
ni de mi hermosura… Pero el buen hermano
Juan Turelure me ha dado una lección pro-
vechosa… Me hizo comprender lo que valen
las horas y cuán rápidamente nos marchita el
tiempo. Hace poco me ha enseñado una ca-
lavera y me ha dicho: “Así vas a ser pronto”,
con lo cual me hizo sentir la conveniencia de
no renunciar a los goces amorosos durante el
breve tiempo que nos ofrece la vida.
Estas palabras y las caricias con que la
señora las acompañó, inclinaron al caballe-

95
ro Felipe a no perder un instante, a obrar del
modo que más convenía a su honor y prove-
cho, en goce y gloria de su querida, y a mul-
tiplicar las pruebas indudables que en oca-
siones parecidas ha de ofrecer un honrado y
leal servidor.
Después de lo cual dióse por satisfecha la
señora, le acompañó hasta la puerta, le besó
graciosamente en los ojos y le dijo:
—Amigo Felipe, ¿verdad que da gusto se-
guir los preceptos del hermano Juan Turelure?
De Humorismo internacional. Editorial B. Bauzá,
Barcelona, 1931.
Sin crédito de traducción.

96
JOSEFINA, ATIENDE
A LOS SEÑORES
Guillermo Cabrera Infante
GUILLERMO CABRERA INFANTE
(1929-2005). Escritor cubano, novelista, cuentis-
ta, ensayista, traductor, crítico de cine. Tras su
deserción del régimen de Fidel Castro se exilió
en Europa, donde murió. Quizás su libro más
célebre es la novela Tres tristes tigres. Otros li-
bros: Habana para un infante difunto, Así en la
paz como en la guerra, Arcadia todas las noches,
Cine o sardina, etc. La peculiar ortografía del re-
lato que aquí se incluye busca reflejar sin duda
los modos y acentos del habla popular cubana.
Bueno, la cosa es que cuando uno tiene
una casa no puede dejarse pasar la mota, por-
que ya se sabe que camalión que no muer-
de… Porque, mire, por ejemplo, esa mucha-
cha Josefina. Es de lo mejorsito. Limpia, asia-
dita, no arma bronca nunca y vive aquí, con
lo que uno la tiene siempre a mano, y nunca
anda regatiando que si le ha quedado poco,
que si el tanto por siento de la casa, que si es
mucho, que si esto que si lo otro y lo de más
allá. Por ese lado no tiene un defectico. Bue-
no, pero sin embargo, no hay quién la haga
moverse de la cama. Mire que yo le digo: Jo-
sefina, has esto, Josefina, has lo otro. Josefi-
na, esta niña, muévete. Sé más viva. Pues ni
con eso. Y le ando atrás todo el bendito día.
Porque a diligente sí que no me gana nadie.
Si no, ¿cómo cre usté que yo hubiera llegado
a montar este localsito? No crea que me he

99
ganado esto con el sudor de mi sintura nada
más. Qué va. De eso nada. A fuerza de espa-
bilarme y de trabajar muy pero muy duro. Y
no sólo horizontal. Porque, el difunto, que
en pas descanse, no me dejó más que deu-
das. Y ya usté sabe lo que era esto: yo aquí,
una mujer sola para atenderlo todo y llevarlo
adelante. Pero yo ni dormía (bueno, igualito
que ahora). A las cuatro o a las cinco cuando
se iba el último cliente, yo cogía y me ponía
a contar el dinero y a repartir lo de cada una
(porque eso sí: a repartir parejo lo que con
justicia le toca a cada una, no hay quién me
gane). Pues después que repartía el dinero,
levantaba al chiquito que me limpia y le ha-
sía ponerse a trabajar a esa hora. Bueno y pa-
ra no cansarlo, me acostaba dos o tres horas
nada más y a las ocho ya estaba yo desper-
tando a las muchachas que tienen el turno
de por la mañana para que se arreglaran y re-
sibieran limpias y compuestas a los clientes
mañaneros. Porque usté sabe que hay gente
que tienen sus manías y vienen por aquí al
ser de día para coger a las muchachas frescas
y descansadas, y otros para evitar lo de las
enfermedades. Vea, ¡como si una noche pu-
diera borrar las cruses! Pero bueno, hijo, hay
que complaserlos a todos —porque eso sí: si
una fama tengo yo es la de ser complasien-
te, porque para mí siempre el cliente, como

100
es el que paga, tiene la razón y no porque és-
te sea un negocio de andar en cueros, no va-
ya a pensar que no hay que darle a cada uno
lo que pida. Bueno, pero para no cansarlo, le
diré… ¿por dónde iba yo? Ah sí.
Pues mire usté, después de las ocho ya no
paraba yo: vaya a la plasa a hacer los man-
dados, cáigale arriba a la cosinera, después
de comer, a resibir a las que duermen fue-
ra y ponerlas pronto a trabajar, (porque us-
té sabe que si una fama tiene mi casa es la de
tener siempre muchachas a disposición del
que venga, a cualquier hora del día que ven-
ga, hasta las dos o las tres de la madruga-
da). Bueno, pues después de eso, me pongo
a sacar lo que hayan ganado las vitrolas de
los tres pisos, reviso cómo anda el baresito y
mando al chiquito a la bodega, si hase falta
cualquier bobería, y luego como ya es hora de
la comida, pues a comer; y al acabar ya es de
noche y bueno, para no cansarlo, que ya es
la hora de empesar el ajetreo de a verdá ver-
dá. Bueno, pues en todo ese tiempo, ¿qué cre
que ha estado haciendo Josefina? ¡Dormien-
do! Yo la he dejado porque ella lo único que
pide es que la dejen dormir y ni siquiera an-
da peliando por la comida, que si es poco que
si es mala, como algunas que yo conosco, y
claro, yo la dejo dormir porque tengo que te-
nerla contenta; porque ella es muy solicita-

101
da por la clientela buena, pero rialmente esa
muchacha es un dolor de cabesa contante.
Yo comprendo que ella tiene proglemias de
a verdá, pero ¡por favor! Quién no los tiene.
Bueno, y usté me ve a mí detrás de ella: Jose-
fina, vieja, baja que te buscan. Esta niña, ¿por
qué no estás en el resibidor, atendiendo a la
gente y no aquí tirada en la cama? Pues ella
ni caso que me hase y entonses no me queda
más remedio que mandar a buscar a Bebo, su
marido, y únicamente así es como ella se le-
vanta, se arregla y está dispuesta a trabajar.
Yo creo que ella no se da cuenta de cómo la
trato, con qué considerasión. Porque bueno,
vamos a ver: si ella estuviera en uno de esos
guachinches de entra que te conviene, y no
en una casa como ésta, de las grandes, respe-
tada, autorisada por la polisía y sin un pro-
glemia nunca, donde no se arresiben meno-
res y hay que tocar para entrar y no entra to-
do el que quiere; ¡y en la calle que está! Por-
que usté sabe que eso de tener una calle seria
no lo consigue todo el mundo. Pero bueno,
para no cansarlo, voy a terminar de contar-
le lo de Josefina.
Claro que ella no se llama Josefina. Ése es
el nombre para el negosio, pero todo el mun-
do cre que es el de a verdá, y yo creo que le
conviene esa crensia. Yo no voy a cogerme
las glorias de habérselo puesto,. Fue ella mis-

102
ma la que lo escogió, porque no le gustaban
nada los de siempre, de Berta, de Siomara, de
Margó, y los demás. Así que se quedó Josefi-
na. Claro que tampoco es de por aquí. Es de
Pinar. Ella vino de allá a trabajar en una casa
particular. Por Almendares. Y aunque ganaba
poco, estaba contenta porque le daban cuar-
to y comida y sus ventisinco. Y entonse llegó
este Bebo (que tampoco se llama Bebo), que
entonse tenía uniforme. Y la enamoró y a la
semana se metía en su cuarto de ensima del
garaje. Y ya usté se puede imaginar el resto.
Bueno, total: que él dejó de ser soldado y ella
dejó de ser criada. Ella al principio se resistió
y cuando me la trajeron aquí la primera ves,
mordía. No hablaba con nadie. Hasta trató
de matarse. ¿Usté no ha visto las marcas que
tiene en la muñeca? Pero se acostumbró, co-
mo se acostumbra uno a todo. Yo al prinsipio
era igual y ya ve usté. Ahora, que yo después
de todo he tenido suerte. Ella no.
Ella se le fue un día a Bebo con un chu-
lo medio alocado, bien paresido él, Cheo, que
vino de Caimanera: un verdadero pico de oro.
Figúrese que le disen Cheo Labia. Pues no du-
ró mucho. Entonse fue cuando ella se metió
en aquello de las carrosas de carnaval y usté
recuerda lo del fuego. Bueno, total: que tu-
vieron que cortarle el braso y el otro la dejó.
Entonse yo por pena la fui a visitar al hospi-

103
tal y al salir fue ella la que me pidió que la tra-
jiera de nuevo. Luego volvió con Bebo. Y pa-
ra que vea usté lo que es la gente, en ves de
perjudicarla lo del braso, la benefisió. Y con
su defegto y todo, es la que más hase. Por-
que oiga, hay gente para todo. Dígamelo a
mí que a lo largo de mi carrera me he topado
con cada uno. Conosí un tipo que no quería
acostarse más que con mujeres con barriga y
siempre andaba cayéndole atrás a las en es-
tado. Había otro tipo que se privaba por las
cojas. ¡Y cómo las pagaba! Podrá crer que ese
tipo no las quería para acostarse, sino que
las desnudaba a las pobres y se ponía a aca-
risiarle la pierna mala, hasta que le ocurría y
se iba, sin haberse quitado ni el sombrero. Y
allá en Caimanera conosí un yoni, marine-
ro él, que no quería más que biscas. Decía
cokay, cokay, y de ahí no había quién lo sa-
cara. ¡Hay cada uno!
Bueno para no cansarlo, esta muchachi-
ta, Josefina (porque como usté habrá visto
es linda sin cuento), se volvió la perla de mi
casa. Y es claro, en esas condisiones hay que
complaserla y por eso es que yo la tengo co-
mo la tengo, que le doy lo que pida. Si no.
¿Esigente? ¿Ella? Si no pide ni agua. Aho-
ra que desde que volvió, después del susedido,
tengo que guardarle de su parte para que se
compre pastillas pa dormir. Sin que se ente-

104
re Bebo, claro. Porque parese que ella se acos-
tumbró en el hospital, pa dormir y aguan-
tar los dolores y eso, pienso yo, a tomar esas
pílduras y ahora no hay quién se las quite.
Entonse es cuando único molesta, cuando le
falta su sedonal y no viene rápido el chiqui-
to de la botica con el mandado. Oiga y que
eso es como la mariguana y la cocaína. Un vi-
sio. Yo digo que con visios sí que no se pue-
de ni trabajar ni vivir tampoco. Porque, di-
ga, bastante tiene una ya con estar esclavisa-
da a un hombre para que también tenga que
estar gobernada por unos frijolitos de esos.
Pero bueno, ése es su único alivio y como a
mí no me cuesta ni dinero ni trabajo guar-
darle su parte y encargarle con el chiquito
las pílduras, pues lo hago. Ahora que es una
lástima: una niña tan bonita como ella. Por-
que eso sí: ella es un cromo. Un cromito. Pe-
ro bueno, resinnación. Ella nasió con mala
pata. Primero lo del camión y ahora lo del ni-
ño, no es jarana. Porque eso último sí que no
lo quiero ni pa mi peor enemiga. Porque hay
que ver cómo se esperansa uno con una ba-
rriga. Ya cre usté que va a salir de todos los
apuros y que el hombre se va a regenerar y a
portarse como persona desente de ahí palan-
te. Aunque luego uno se desilusione, como
me pasó a mí. Aunque a Dios grasias, mi hi-
ja me salió buena. Está mucho mejor que yo.

105
Porque oiga, ahí en Panamá está ganando lo
que quiere y es la envidia de todas las que ha-
sen el Canal: desde negras jamaiquinas has-
ta fransesas. Bueno, para no cansarlo, como
le iba disiendo: eso del niño sí que fue un ja-
quimaso. Porque perder un braso, bueno to-
davía queda otro para acarisiar y si no, la bo-
ca: mientras no se pierda lo que está entre las
piernas. Pero ella pasó una. Las de Caíñas, sí
señor. Ella que como le dije estaba tan espe-
ransada y va, y la criatura le nase muertesi-
ta. Ahora mejor así: porque era un femóme-
mo, un verdadero mostro. Oiga, un femóme-
mo completo. Hasta podía haberlo enseñado
en un circo, que Dios me perdone. Es claro,
eso la acabó de arrebatar. Estaba como boba,
hubo días que ni salió del cuarto. Pero bue-
no, se le pasó. Es claro, que si no hubiera sío
por las pastillas. Uté ve, ahí sí que la ayuda-
ron mucho.
Bueno, para no cansarlo: que si esa mu-
chacha no estuviera conmigo que soy consi-
derada y hasta me he encariñado con ella, la
pasaría muy mal, porque yo sí que no la mo-
lesto y con tal que ella me cumpla. Porque si
algo tengo yo es que soy comprensible, yo
entiendo los proglemias de cada cual y respe-
to el dolor ajeno, claro mientras no me afette.
Ni a mí ni a mi negosio. Porque como disen
los americanos bisne si es bisne. Pero esa mu-

106
chacha Josefina, como le he contado, le tengo
afecto de madre de a verdá. Sin motivo, por-
que mi hija es mucho más joven (y así y to-
do quién va a desir que yo tenga ya una hija
de veinte años, eh), es más joven y es más bo-
nita; además que mi hija tiene su aprepara-
sión. Porque eso sí: yo siempre me dije… Us-
té perdone, con permiso, me va a disculpar
un momentico porque por ahí entra el Sena-
dor con su gente, siempre bien acompañado
el Senador. Quiay Senador. Cómo le va. En-
seguida estoy con usté. (Aquí enternós: el Se-
nador está metido con Josefina, dise que no
hay quién se mueva como ella, además dise
que ese mocho de braso lo ersita como nin-
guna cosa; me dise el Senador. Esa manqui-
ta tuya vale un tesoro, cará, dise. Si no fuera
tan dormilona, dise. Ahora que hasta dormi-
da se mueve, dise. Se mueve. Es una anguila
la chiquita, dise él. ¡Ese Senador es el demo-
nio!) Bueno perdóneme. Que tengo que lla-
mar a esa muchacha antes que el Senador se
me impasiente, ¡Josefina! ¡Josefina!
Josefina, atiende a los señores.
De Narradores cubanos contemporáneos.
Colección Ariel Universal, Ecuador. 1974.

107
EL GUARDA VALORES
Gustavo Gómez Vélez
GUSTAVO GÓMEZ VÉLEZ (1966). Nació en
Itagüí, Antioquia. Estudió literatura y artes es-
cénicas en la Universidad de Antioquia. Ha pu-
blicado, entre otros textos, los libros de cuentos
Los amoríos de Silvana Blert y Usted no tiene quién
me quiera. Varios relatos suyos están incluidos
en antologías de cuentos colombianos. Actual-
mente es coordinador del programa Palabra vi-
va, de la Casa de la Cultura de Envigado.
Y fue aquella mujer de ojos negros y piel
canela quien me hizo sentir como un bebé.
Me abrazó con sus manos tiernas y me apre-
tó entre sus senos. ¡Oh dulce fragancia su
olor imborrable!
Recuerdo la primera vez. Me miró con
esos ojos oscuros detallándome con gran in-
terés. Pero, me desanimé cuando caminó dos
o tres pasos más allá para mirar a otro que
estaba a mi lado, blanco él, fornido y muy
atractivo. Finalmente se decidió por mí. Salió
rodeándome con su brazo y agradeciendo ha-
berla librado de aquel zurrón convencional.
Al comienzo de la convivencia con esta
mujer de mis sueños, que ya era de carne y
hueso, fui muy cauteloso respecto a sus afec-
tos, y a veces dentro de mí, existieron vacíos
enormes que luego se fueron llenando con
su vanidoso bienestar. Poco a poco me ocu-
pé de sus cosas.

111
Antes de aparecer esta maravilla de la na-
turaleza, ninguna, de las que por momentos
me dejaron huella, había logrado llenarme y
demostrar la capacidad de mantener sus ex-
travagantes cariños y ocultar sus más ínti-
mos secretos. Cuando visitábamos algunos
lugares ella me presentaba: “Ésta es mi nueva
adquisición”. Yo comprendía, y tenía que ha-
cerlo ante una mujer que muchos deseaban y
que yo poseía a la saciedad. Aunque no puedo
negar los celos que tuve que soportar. En una
semana me cambió por tres. No imaginan los
ratos que pasé en un rincón del apartamento,
lleno de nada, esperándola, pensando que iba
a dejarme. Sólo una esperanza me mantenía,
y era que, no sé si por moda yo conservaba
sus labios, esos besos de sabor, las fragancias
que brotaban de su cuerpo, y además, cono-
cía en detalle el diario íntimo, donde descri-
bía algunas de las experiencias con los hom-
bres que había tenido. No sé si antes de mí,
algún otro bolsón lo supo, pero me enorgu-
llecía saber que guardaba sus energías y que
se las proporcionaba a la hora que ella quisie-
se. Algunas de esas noches de celo, no llegó.
Aparecía a la madrugada requiriendo de mis
servicios, dizque para no llegar tarde al tra-
bajo, y halándome de un extremo me sacaba
el dinero para el taxi, porque para eso sí era
yo su preferido. Un día me llevó al trabajo.

112
Cuando el jefe salió de la oficina para una di-
ligencia acudió en mi ayuda para que le arre-
glara el cabello. Hasta me llevaba al vientre
(¿cuántos no habrán estado ahí?).
Una vez, antes de ir a su trabajo me ba-
jó el cierre e introdujo su mano piel canela y
yo quietecito sin poder hacer nada. Su cara
se llenaba de rubor. Luego me dijo: “Hoy no
te necesito porque salgo con Enrique el de la
Bolsa de Valores”. Y se iba la muy campante,
y yo que me reventaba con su orgullo reple-
to de carajadas y fruslerías.
Al fin se quedó con el tipo de la Bolsa de
Valores, y entonces como ya no tenía que tra-
bajar, no me buscaba para nada. Que lo me-
jor era dejarme por ahí tirado en un escapa-
rate al lado de otros bolsones, que como yo,
sufrimos los rigores del consumo. Y de nuevo
vacío. Ya ni sus secretos, su perfume, en vez
de haberse comprado a ese otro zurrón con-
vencional. Este escaparate huele a mil demo-
nios, y yo, viejo bolso, guardo el olor de esa
mujer que me hizo sentir como un bebé.
De Los amoríos de Silvana Blert y otros cuentos.
Tercer Mundo editores, Bogotá, 1997.

113
ALICE
Rubem Fonseca
RUBEM FONSECA (1925). Nació en el esta-
do brasilero de Minas Gerais, pero casi todas sus
historias suceden en Rio de Janeiro. Novelista,
cuentista, guionista cinematográfico. Sus rela-
tos oscilan entre la violencia más cruda y el tono
irónico y mordaz de muchos de ellos. Su prime-
ra novela, El caso Morel, fue incautada por la po-
licía. Otros títulos, entresacados de una extensa
obra: El cobrador, El gran arte, Pasado negro, Agos-
to, El enfermo Molière, Pequeñas criaturas.
Nuestro hijo Gabriel, de catorce años, era
gago. Mi mujer Celina y yo lo habíamos lle-
vado a varios especialistas, pero su gaguera
continuaba.
Gabriel era estudioso y aprobaba el año
en todas las materias, menos en portugués,
que siempre debía rehabilitar. Conseguíamos
un profesor que le diera clases particulares, y
aún así pasaba con dificultad.
Si el profesor cambiaba, lo que podía su-
ceder cuando Gabriel pasaba de año, Celina
y yo buscábamos al nuevo profesor para ha-
blarle de las dificultades de nuestro hijo. Ese
año, cuando concertamos la entrevista, su-
pimos que quien iba a enseñar portugués a
Gabriel era una profesora, llamada Alice, que
había sido transferida de otra escuela, una
mujer de aproximadamente cuarenta años,
separada, sin hijos.

117
La profesora preguntó si Gabriel era ami-
go de la lectura y mi mujer respondió que la
detestaba, y se irritaba cuando un profesor
ordenaba leer un libro de la bibliografía. La
profesora Alice dijo que eso era común, a los
jóvenes, con algunas excepciones, no les gus-
taba leer.
Unos meses después, la profesora Alice
nos telefoneó para pedirnos que fuéramos a
la escuela. Nos recibió gentilmente y dijo que
se habían realizado las primeras pruebas y
que Gabriel había tenido un rendimiento por
debajo de lo aceptable. Agregó que le harían
falta clases particulares. Mi mujer dio un sus-
piro, era ella quien se encargaba de los gastos
de la familia y conocía mejor que yo nuestra
situación económica. Siempre pensé que Ga-
briel debería estudiar en una escuela pública,
pero Celina quería que asistiera al mejor cole-
gio, cuya mensualidad costaba una fortuna.
La profesora Alice era una mujer inteli-
gente y debió haber advertido nuestro em-
barazo. O tal vez no había tenido la sensi-
bilidad de leer nuestro semblante, sólo ha-
bía notado por nuestras ropas que no perte-
necíamos al mismo nivel económico y social
de los otros padres que tenían hijos en aquel
colegio. Hubo un instante en que advertí que
la profesora Alice había mirado los zapatos
de Celina, y las mujeres entienden de zapa-

118
tos, y son capaces de descubrir, por los zapa-
tos de una mujer, el nivel económico y social
al que pertenece.
Después de consultar una agenda, la pro-
fesora Alice dijo que podría darle clases parti-
culares a Gabriel sin cobrar por ello.
Celina y yo alegamos, sin mucha convic-
ción, que no queríamos imponerle ese traba-
jo, pero la profesora Alice fue categórica y
anotó para todos los martes y jueves por la
noche clases particulares en su casa.
Aquello nos dejó aliviados, no sólo deja-
ríamos de pagar por las clases sino que éstas
no se dictarían en nuestro pequeño e incó-
modo departamento.
Un mes más tarde noté que Gabriel es-
taba acostado en su cuarto, leyendo. Le pre-
gunté de qué libro se trataba y él me respon-
dió que se lo había prestado la profesora Ali-
ce. Le pregunté si era buena profesora, y él
respondió que era legal.
Le conté a Celina el episodio. Ella no cre-
yó que Gabriel estuviera leyendo un libro, di-
jo que odiaba los libros. Agregué que era un
libro de Machado de Assis y ella hizo una
mueca, diciendo que cuando a ella le ordena-
ban en el colegio leer a Machado de Assis no
se sentía capaz y le pedía a una amiga que le
contara la trama del libro, y añadió que Ma-
chado de Assis era terriblemente aburrido.

119
Más tarde, cuando estábamos en la ca-
ma, mi mujer dijo, esa profesora Alice es una
hechicera.
Hechicera buena, completó después de
una pausa.
Pero la profesora Alice era mucho más
hechicera de lo que suponíamos. Además de
haber sacado una buena nota en la segunda
prueba y de acostumbrarse a leer diariamen-
te, incluso dejando de ver el juego de fútbol
en la televisión, Gabriel dejó de gaguear.
Celina se acordó del médico que había di-
cho que para curar la gaguera de Gabriel ne-
cesitaría usar un tal método holístico. Nos
explicó de qué se trataba, lo escribió en un
papel, que yo guardé. La gaguera, según lo
escrito por el médico, sólo podría curarse por
medio del holismo, que busca la integración
de los aspectos físicos, emocionales y menta-
les del ser humano. Según el médico, no so-
mos apenas materia física, ni solamente con-
ciencia, ni tan sólo emociones, somos una to-
talidad que debe analizarse integralmente. El
tratamiento holístico costaría una fortuna.
Creo que el médico no miró los zapatos de
Celina.
Lo cierto es que Gabriel ya no gagueaba,
y al comentar el asunto en la oficina un co-
lega me dijo que aquello era muy común, los
niños gaguean hasta cierta edad y de repente
dejan de gaguear.

120
Gabriel no sólo hablaba con desembara-
zo, también había dejado de tener el aspec-
to retraído de antes. Haberse curado de la ga-
guera le había hecho mucho bien. Y también
a Celina, que se sintió perdonada. Tuvimos
a Gabriel cuando ella tenía dieciséis años y
yo dieciocho, todavía solteros. Y ella, que era
muy católica, yo diría que incluso una bea-
ta, pensaba que la deficiencia de Gabriel ha-
bía sido una especie de castigo divino, y se
sentía culpable.
Invitamos a la profesora Alice a cenar en
nuestra casa. Era una persona agradable, in-
teligente y muy locuaz. El que permaneció
muy callado durante la cena fue Gabriel, sin
duda por miedo de gaguear delante de la pro-
fesora. Yo lo incité varias veces, pero él res-
pondía con monosílabos.
Celina le preguntó a la profesora si Gabriel
aún necesitaba de aquellas clases extras, dijo
que no queríamos abusar de su generosidad.
Alice respondió que el muchacho marchaba
muy bien, sobre todo en la parte de redac-
ción, pues ahora leía bastante, pero aún pre-
sentaba algunas insuficiencias en gramática.
Un día recibí una llamada telefónica de
un comisario de menores de nombre Lacer-
da, quien me dijo que quería hablar en reser-
va conmigo. Pedí un permiso en la oficina y
señalé una hora de la tarde en que Celina es-
taría trabajando.

121
Lacerda se identificó al llegar. Después
me preguntó si conocía a la profesora Ali-
ce Peçanha. Contesté que sí. Lacerda me di-
jo que había ido al colegio y había sabido que
mi hijo de catorce años, Gabriel, estaba reci-
biendo clases particulares con ella, en su ca-
sa, durante las noches. Asentí. Él entonces
me dijo que la profesora Alice Peçanha ha-
bía sido obligada a abandonar la escuela don-
de enseñaba antes, en otra ciudad, por haber
sido acusada de abusar sexualmente de un
alumno de trece años, a quien daba también
clases particulares, pero la acusación no ha-
bía sido debidamente comprobada.
Las mujeres pedófilas, dijo Lacerda, son
escasas, esa atracción sexual de un adulto por
niños se da más en los hombres. Luego, con
voz grave, dijo que le gustaría hablar con mi
hijo, para preparar el informe que sería en-
viado al juzgado.
En cuanto terminó de hablar le pregun-
té si el hecho de que una mujer tuviera rela-
ciones con un chico de catorce años le haría
mal a éste. El comisario respondió que el Es-
tatuto del Niño y del Adolescente decía que
era una acción criminal someter a un adoles-
cente, no importaba el sexo, a una explota-
ción sexual. Niños y niñas recibían el mismo
tratamiento ante la ley, si no se aceptaba que
un hombre adulto tuviera relaciones sexua-

122
les con una niña, lo que llegaba a ser consi-
derado presunta violación, tampoco se po-
día aceptar que una mujer adulta tuviera re-
laciones sexuales con un niño. Dijo que era
un deber de ellos, los comisarios, de acuerdo
a la ley, garantizar la inviolabilidad de la in-
tegridad física, psíquica y moral del niño y
del adolescente, de ambos sexos. Lo lamen-
taba mucho, pero debía tener una conversa-
ción con mi hijo. Si éste confirmaba que la
profesora Alice abusaba de él, sería procesa-
da de acuerdo a la ley.
Me mostré de acuerdo, le pedí esperar
mientras iba al colegio, que quedaba cerca,
traería a mi hijo para que hablara con él.
Cuando volví con mi hijo el comisario di-
jo que quería hablar con él sin mi presencia.
Salí de la sala y los dejé a solas.
El comisario Lacerda debía ser un hom-
bre meticuloso, pues estuvo conversando
con mi hijo casi dos horas. Después abrió la
puerta de la sala y me llamó. Dijo que mi hi-
jo le había dicho que la profesora Alice jamás
lo había tocado. Y que, según su experiencia
en interrogar a menores, no le cabía duda de
que decía la verdad.
Antes de despedirse, lamentó el tiempo
que perdía haciendo investigaciones basadas
en informes falsos.

123
Permanecimos en silencio en la sala, mi
hijo y yo, sin mirarnos las caras. Después de
algún tiempo, Gabriel dijo que había seguido
mis instrucciones, haciendo exactamente lo
que yo le había ordenado, tan a la perfección
que el comisario le había creído. Le respondí
que había hecho bien. Gabriel dijo que le gus-
taba la profesora, que lo había curado de la
gaguera, le había hecho tomar gusto a la lec-
tura, y que lo que los dos hacían en la cama
no era ningún pecado. Le respondí que el ca-
so estaba cerrado, que su madre no necesita-
ba saber nada de aquello, y que tampoco yo
quería saber nada más.
Gabriel dijo que esa noche tenía clase con
la profesora Alice, me preguntó si debía ir. Le
respondí que sí, debía ir a todas las clases en
casa de la profesora Alice.
Gabriel me dio un abrazo. Y no habla-
mos más del asunto.
De Ella y otras mujeres.
Grupo Editorial Norma, Bogotá, 2008.
Traducción de Elkin Obregón S.

124
EL INOCENTE
Graham Greene
GRAHAM GREENE (1904-1991). Novelis-
ta y cuentista inglés, autor de novelas y relatos,
con frecuencia de intriga, en muchos de los cua-
les, sea cual sea su género, subyace una honda
preocupación moral. Algunos títulos: El poder y
la gloria, El tercer hombre, Nuestro hombre en La Ha-
bana, Un americano impasible. Varias de sus histo-
rias han sido llevadas al cine inglés y al norteame-
ricano, entre ellas El tercer hombre, filme conside-
rado un auténtico cásico de los años 50.
Había sido un error el llevar allí a Lola,
y lo comprendí desde el instante mismo en
que descendimos del tren, en la pequeña es-
tación pueblerina. En una tarde de otoño,
uno se acuerda más de su niñez que en cual-
quier otra época del año, y el rostro vivo de
mi acompañante y la maletita en la que pre-
tendía llevarlo todo para la noche no combi-
naba demasiado con el antiguo almacén de
granos, situado al otro lado del canal, las lu-
ces que titilaban sobre la colina y los anun-
cios de una antigua película. Pero había di-
cho: “Vámonos al campo”, y el nombre de
Bishop’s Hendron fue el primero que acudió
a mi cabeza. Nadie me conocería allí, y no se
me había ocurrido que el pueblo fuera a re-
cordarme tantas cosas.
Incluso el viejo mozo de equipajes des-
pertó mis añoranzas.

127
—Habrá un coche a la entrada —dije a Lola.
Y, efectivamente, así era, aunque al prin-
cipio no pude verle, sumido en la contempla-
ción de dos taxis. “El lugar resurge de nuevo
ante mi vista”, pensé. Estaba todo muy oscu-
ro, y la leve niebla otoñal, y el olor de la ho-
jarasca húmeda y del agua del canal, me re-
sultaban altamente familiares.
—¿Por qué has escogido este pueblo?
—preguntó Lola—. Me parece muy triste.
Era inútil explicarle que a mí no me cau-
saba semejante impresión, y añadir que la
arena apilada junto al canal había estado
siempre en aquel sitio. Tomé el maletín, muy
ligero como dije antes, y con el cual intentá-
bamos, más que otra cosa, rodearnos de cier-
ta atmósfera de respetabilidad, y nos pusi-
mos en marcha. Atravesamos el puentecillo
arqueado y pasamos ante el arruinado hos-
picio. Cuando tenía cinco años, vi cómo un
hombre de mediana edad penetraba en él pa-
ra suicidarse. Llevaba un cuchillo en la ma-
no, y muchas personas lo perseguían por la
escalera.
—Jamás creí que el campo fuese así —di-
jo Lola.
El hospicio constaba de varias alas, de fea
construcción, semejantes a grises bloques de
piedra, y nada más. Pero para mí era tan fa-
miliar como todo lo demás. Durante el ca-

128
mino, me pareció estar escuchando delicio-
sos acordes.
Era preciso decir algo a Lola. No era cul-
pa suya si no se hallaba allí como en su casa.
Pasamos ante la escuela y la iglesia, y salimos
a la antigua y amplia calle Principal. Yo me
sentía de nuevo como en mis doce años. De
no haber venido, jamás habría podido saber
que dicho sentimiento fuese tan fuerte, por-
que no recordaba aquella época de mi exis-
tencia como particularmente feliz o desgra-
ciada. Fueron unos años rutinarios; pero aho-
ra, con el olor de las fogatas y el frío que pa-
recía levantarse de la propia humedad de las
piedras, comprendí la causa de que me con-
moviera tanto. Lo que yo percibía no era otra
cosa sino el aroma de la inocencia.
—Hay una posada excelente —dije a Lo-
la—. Nadie nos molestará en ella, ya lo verás.
Cenaremos, beberemos un poco y nos acos-
taremos.
Pero lo peor de todo, era que no podía me-
nos de desear hallarme solo. No había vuelto
a aquel pueblo desde los días de mi infancia,
y ello me había impedido comprobar lo bien
que recordaba hasta sus menores detalles.
Cosas que creía olvidadas, como los monto-
nes de arena, volvían a mí, acompañadas de
sufrimiento y de nostalgia. Me hubiera senti-
do muy feliz aquella noche, deambulando en

129
la noche otoñal, recogiendo sugerencias de
esa época de la vida en la que, por desgracia-
dos que nos sintamos, no dejamos de confiar
en el mañana. No sería igual volver en otra
ocasión, porque entonces se interpondría el
recuerdo de Lola, y ésta no significaba abso-
lutamente nada para mí. Nos habíamos co-
nocido el día antes en un bar, y nos fuimos
mutuamente simpáticos. Lola era una chica
simpática, pero no cuadraba en aquellos re-
cuerdos. Debíamos haber ido a Maidenhead.
También aquello era campo.
La posada no se hallaba exactamente en
el lugar que había supuesto. Llegamos fren-
te al Ayuntamiento. Habían construído un
nuevo cine con cúpula morisca, y un café con
garaje. Había olvidado también aquella vuel-
ta a la izquierda, por una colina empedrada
y llena de casitas.
—No creas que la carretera pasaba por
ahí, en mis tiempos —dije.
—¿Tus tiempos? —preguntó Lola.
—¡Ah! Pero, ¿es que no te lo he conta-
do? Nací aquí.
—¡Mira que traerme a tu pueblo! —ex-
clamó Lola—. Creí que imaginabas cosas así,
tan sólo cuando eras pequeño.
—Sí —repuse, porque no era culpa suya.
Tenía razón. Lola usaba un perfume dis-
creto, y un tono de carmín muy bonito. Me

130
estaba costando bastante dinero el haberla
invitado. Cinco libras para ella, y además los
billetes, las propinas, las bebidas… A pesar de
todo, lo habría considerado dinero bien gasta-
do, de no encontrarme en Bishop’s Hendron.
Me detuve al llegar a la carretera. Algo
pugnaba por perfilarse en mi cerebro. Pero
jamás habría tomado forma, de no haber si-
do porque, en aquel instante, una bandada
de chiquillos descendió corriendo la colina,
y pasó bajo la brillante claridad de los faro-
les, gritando alegremente y expeliendo nube-
cillas de vapor. Todos llevaban bolsas de lona,
algunas de ellas bordadas con sus iniciales,
lucían sus mejores atavíos y parecían algo or-
gullosos. Las niñas formaban grupo aparte,
como de costumbre, con sus cintas para el
pelo y sus zapatos bien lustrosos. Creí per-
cibir el suave tintineo de un piano, y, de im-
proviso, todo volvió a mi mente con rapidez
pasmosa. Regresaban de una clase de danza,
igual a aquella a la que yo concurría. La casa,
pequeña y cuadrada, se hallaba a medio ca-
mino de la colina, entre macizos de rododen-
dros. Más que nunca, deseé verme libre de la
presencia de Lola. No cuadraba en aquello.
Pensé que algo faltaba al ambiente, y cierto
sentimiento de dolor fue surgiendo desde lo
más profundo de mi alma.

131
Bebimos varias copas en el bar; pero
transcurrió más de media antes de que nos
sirviesen la cena.
—Supongo que no querrás deambular
por el pueblo —dije a Lola—. Si no te impor-
ta, saldré unos diez minutos para echar un
vistazo al lugar.
Estuvo de acuerdo. En el bar había un
hombre, quizá maestro de escuela, que no
deseaba otra cosa sino invitar a Lola a un
trago. Podía notar cómo envidiaba mi suer-
te, cómo me consideraba afortunado, por ve-
nir de la ciudad acompañado de una joven,
para pasar la noche en el pueblo.
Ascendí la colina. Las primeras casas
eran todas nuevas, y experimenté cierto dis-
gusto al contemplarlas. Ocultaban campos y
verjas que debían haber permanecido como
antes. Era como un mapa estropeado, cuyas
distintas partes se han pegado entre sí, ocul-
tando, al abrirlo, pedazos enteros. Pero, a mi-
tad de camino, colina arriba, me encontré de
pronto ante la escuela, tal como la conocie-
ra en otros tiempos. Quizá incluso continua-
ra regentándola la misma anciana profesora.
La presencia de chiquillos exagera la edad de
los mayores. En aquellos tiempos debió con-
tar, a lo sumo, treinta y cinco años. Pude es-
cuchar los acordes del piano. A lo que colegí,
seguía la misma rutina de siempre. Los alum-

132
nos menores de ocho años, de seis a siete de
la tarde. Los de ocho a trece, de siete a ocho.
Abrí la verja y penetré en el jardín. Trataba
de recordar.
No sé lo que la hizo volver a mí. Quizá
fuese tan sólo el otoño, el frío, las húmedas
hojas esparcidas por el suelo, más que el pia-
no, de cuyo interior tantas tonadas diferen-
tes habían salido durante mi niñez. El caso
es que, de improviso, recordé a aquella mu-
chachita, con la misma nitidez que si la es-
tuviera contemplando en una fotografía. Era
un año mayor que yo; debía tener entonces
ocho, y la quise con una intensidad como ja-
más he vuelto a sentir desde entonces. Nun-
ca he cometido la equivocación de reirme del
amor de los niños. Éste posee una caracterís-
tica inevitable de separación, porque en nin-
gún caso puede ser consumado. Desde luego,
uno inventa historias de incendios, de gue-
rras y de actos heroicos con los que se in-
tenta aparecer valiente ante los ojos de ella;
pero jamás se saca a relucir el matrimonio.
Uno sabe, sin que nadie se lo diga, que tal
cosa no puede ocurrir; pero no por eso sufre
menos. Recordé los juegos de la “gallina cie-
ga” durante las fiestas de cumpleaños, cuan-
do vanamente traté de atraparla, disponien-
do así de una excusa para estrecharla entre
mis brazos; aunque sin conseguirlo jamás,

133
porque siempre se me escabullía de entre las
manos.
Durante dos inviernos, gocé de la oca-
sión, una vez por semana. En efecto, tales
días podía bailar con ella. Tuve un gran dis-
gusto cuando cierto día me enteré de que iba
a pasar a la clase de las mayores. También
me quería, estaba seguro, pero jamás tuvi-
mos ocasión de demostrarnos nuestro afec-
to. Concurría a sus fiestas de cumpleaños,
y yo la invitaba a las mías; pero nunca sali-
mos juntos de nuestras clases de baile. Sim-
plemente, no creo que se nos ocurriera; nos
hubiese parecido demasiado extraño. Veíame
precisado a marchar en grupo, con mis burlo-
nes compañeros, y ella se alejaba, rodeada de
aquellas niñas movedizas y chillonas.
Estaba tiritando, en aquella fría niebla,
y hube de levantarme el cuello del gabán. El
piano tocaba un bailable de una antigua re-
vista de C. B. Cochran. Me pareció haber re-
corrido un largo trecho, tan sólo para encon-
trar a Lola al final de él. Existe algo en la ino-
cencia, que uno no se resigna nunca a perder.
En la actualidad, cuando una chica me fasti-
dia, sólo tengo el trabajo de buscarme otra
que la sustituya. En aquellos tiempos de mi
niñez, consideraba lo mejor escribir apasio-
nadas frases en un pedazo de papel y correr
a esconderlas en un lugar recóndito… ¡Qué

134
raro! ¡Con qué nitidez me acordaba de todo!
Una vez, hablé a mi amiguita de aquel es-
condrijo, y estaba seguro de que, más tarde
o más temprano, terminaría por encontrar
mis amorosas cartas. Me pregunté en qué ha-
brían consistido. En una edad tan temprana,
uno no puede expresar gran cosa. Pero, aun-
que las frases resultaran insulsas, el dolor de
escribirlas no era menor al que se experimen-
ta después, en ocasiones parecidas. Recordé
cómo, durante varios días, hurgué en el agu-
jero, encontrando siempre el papelito. Luego,
las lecciones cesaron, y probablemente, al in-
vierno siguiente, todo quedó olvidado.
Al trasponer la verja, miré hacia el lugar
en el que había existido mi escondrijo. En
efecto, allí estaba. Introduje un dedo, y ocul-
to en su lugar más íntimo, a salvo de las in-
clemencias del tiempo, y a pesar de los años
transcurridos, el pedacito de papel se conser-
vaba intacto. Lo extraje y procedí a desple-
garlo. Luego encendí un fósforo. La llamita
produjo una tenue claridad en aquella atmós-
fera neblinosa y húmeda, y a su luz percibí
algo que me dejó petrificado. En el papel apa-
recía dibujada una escena aterradoramente
sexual. No, no podía existir error. Mis inicia-
les aparecían bien claras, al pie del desmaña-
do dibujo infantil, cuyos personajes eran un
hombre y una mujer. Pero aquel descarado

135
croquis despertó en mí menos recuerdos que
las nubecillas de vapor que surgían de las bo-
cas de los niños, sus bolsos de lona, las hojas
mojadas y los montones de arena. No podía
reconocerlo como mío. Igualmente hubiera
podido ser trazado por un bribón cualquie-
ra, en la pared de un retrete. Todo cuanto mi
mente evocaba, era la pureza, la intensidad,
el sufrimiento de mi amor por la pequeña.
Al principio, sentí como si hubiera sido
traicionado. “Después de todo —me dije—,
Lola no se encuentra aquí tan fuera de lu-
gar como pensé al principio”: Pero, más tar-
de, aquella misma noche, cuando Lola se dis-
puso a dormir, empecé a comprender la pro-
funda inocencia del dibujo. Era sólo ahora,
tras de treinta años de agitada vida, cuando
aquella tosca pintura me parecía obscena.
De El ídolo caído. Libros Plaza, Barcelona.
Traducción de Julio Fernández Yáñez.

136
APÉNDICE
CANASTILLA DE POEMAS
EL CANTAR DE LOS CANTARES
Si bien la tradición cristiana suele atri-
buir este libro del Antiguo Testamento al rey
Salomón, múltiples interpretaciones, hechas
a lo largo de muchos siglos y a menudo con-
tradictorias, parecen desembocar en la hipó-
tesis (en absoluto unánime), de que se trata
de una antología de poemas, una colección
de canciones de amor.
Sea como sea, lo incuestionable es que se
trata de uno de los más bellos poemas amo-
roso-eróticos de todas las épocas, un verda-
dero patrimonio de la poesía universal.

139
EL CANTAR
DE LOS CANTARES
(Fragmento)

Ella
Yo dormía,
pero mi corazón velaba;
la voz palpitante de mi amor:
Él
“Ábreme, hermana mía, amiga mía, mi
paloma, mi todo;
que mi cabeza está cuajada de rocío,
mis cabellos, de hierbas nocturnas”.
Ella
Ya me he quitado la túnica,
¿tendré que vestirme?
ya me he lavado los pies,
¿me los he de manchar?
Mas mi amor alarga mi mano
y ya soy puro temblor.
Me levanto para abrir a mi amor;

140
mis manos destilan mirra,
líquida mirra mis dedos
por las manecillas de la cerradura.
Voy a abrir a mi amor;
ay, se ha marchado, se ha ido;
tras sus palabras vuela mi vida,
lo busco y no lo hallo,
lo llamo y no responde.
Me encuentran los guardias que hacen
la ronda de la ciudad;
me golpean, me hieren,
me arrancan el velo
los guardianes de las murallas.
Yo os conjuro, mujeres de Jersusalén:
si encontráis a mi amor,
¿sabréis qué decirle?
Que estoy enferma de amor.

De El cantar más bello.


Editorial Trotta, Madrid, 1998.
Traducción de Emilia Fernández Tejero.

141
JOHN DONNE (1572-1631). Prosista y poeta
inglés, considerado por muchos el más grande
de su época, y uno de los mayores de la lírica in-
glesa, gracias ante todo a su poesía metafísica y
amorosa. Autor de Sátiras (quizás su obra más
celebrada), Canciones y sonetos, El progreso del al-
ma, Aniversarios, etc. De uno de sus últimos li-
bros en prosa es esta frase, incorporada desde
hace mucho al patrimonio de la cultura univer-
sal: “… si oyes doblar las campanas no pregun-
tes por quién doblan; doblan por ti”.
ELEGÍA: ANTES
DE ACOSTARSE
John Donne

Ven, ven, todo reposo mi fuerza desafía.


Reposar es mi fuerza pues tendido me
/esfuerzo:
No es enemigo el enemigo
Hasta que no lo ciñe nuestro mortal
/abrazo.
Tu ceñidor desciñe, meridiano
Que un mundo más hermoso que el del
/cielo
Aprisiona en su luz; desprende
El prendedor de estrellas que llevas en el
/pecho
Por detener ojos entrometidos;
Desenlaza tu ser, campanas armoniosas
Nos dicen, sin decirlo, que es hora de
/acostarse.
Ese feliz corpiño que yo envidio,
Pegado a ti como si fuese vivo:
¡Fuera! Fuera el vestido, surjan valles
/salvajes

143
Entre las sombras de tus montes, fuera
/el tocado,
Caiga tu pelo, tu diadema,
Descálzate y camina sin miedo hasta la
/cama.
También de blancas ropas revestidos los
/ángeles
El cielo al hombre muestran, mas tú
/blanca, contigo
A un cielo mahometano me conduces.
Verdad que los espectros van de blanco
Pero por ti distingo al buen del mal
/espíritu:
Uno hiela la sangre, tú la enciendes.
Deja correr mis manos vagabundas
Atrás, arriba, enfrente, abajo y entre,
Mi América encontrada: Terranova,
Reino sólo por mí poblado.
Mi venero precioso, mi dominio.
Goces, descubrimientos,
Mi libertad alcanzo entre tus lazos:
Lo que toco, mis manos lo han sellado.
La plena desnudez es goce entero:
Para gozar la gloria las almas
/desencarnan,
Los cuerpos se desvisten.
Las joyas que te cubren
Son como las pelotas de Atalanta:
Brillan, roban la vista de los tontos.
La mujer es secreta: Apariencia pintada

144
Como libro de estampas para indoctos
Que esconde un texto místico, tan sólo
Revelado a los ojos que traspasan
Adornos y atavíos.
Quiero saber quién eres tú: desvístete,
Sé natural como al nacer,
Más allá de la pena y la inocencia
Deja caer esa camisa blanca,
Mírame, ven ¿qué mejor manta
Para tu desnudez, que yo, desnudo?
De versiones y diversiones.
Ed. Joaquín Mortiz, México, 1978.
Traducción de Octavio Paz.

145
RUBÉN DARÍO (1867-1916). Seudónimo de
Félix Rubén García Sarmiento. Nació en Nica-
ragua. Figura capital del Modernismo, ejerció
una vasta influencia en la poesía de lengua es-
pañola. Autor de Azul, Prosas profanas, Cantos
de vida y esperanza, El canto errante, Poema del oto-
ño y otros poemas, etc. Borges dijo de él: “Todos
los poetas posteriores a Darío le deben algo, in-
cluso aquellos que no lo han leído”.
LA BAILARINA DE
LOS PIES DESNUDOS
Rubén Darío

Iba en un paso rítmico y felino


a avances dulces, ágiles o rudos,
con algo de animal y de felino
la bailarina de los pies desnudos.
Su falda era la falda de las rosas,
en sus pechos había dos escudos…
Constelada de casos y de cosas…
La bailarina de los pies desnudos.
Bajaban mil deleites de los senos
hacia la perla hundida del ombligo,
e iniciaban propósitos obscenos
azúcares de fresa y miel de higo.
A un lado de la silla gestatoria
estaban mis bufones y mis mudos…
¡Y era todo Selene y Anactoria
la bailarina de los pies desnudos!
De Rubén Darío: Poesía erótica. Ed.Hiperión,
Madrid, 1997. Edición de Alberto Acereda.

147
ALFONSINA STORNI (1892-1938). Poeta ar-
gentina. Fue también maestra, periodista, pole-
mista. Como tal, libró grandes batallas en pro
de los derechos de la mujer. Su poesía, en espe-
cial la amorosa, es una larga e intensa crónica
de esperenzas y desencantos. Algunos títulos:
El dulce daño, Ocre, El mundo de siete pozos, Mas-
carilla y trébol, etc.
EL DIVINO AMOR
Alfonsina Storni

Te ando buscando, amor que nunca llegas,


te ando buscando, amor que te mezquinas,
me aguzo por saber si me adivinas,
me doblo por saber si te me entregas.
Las tempestades mías, andariegas,
se han aquietado sobre un haz de espinas;
sangran mis carnes gotas purpurinas
porque a salvarme, oh niño, te me niegas.
Mira que estoy de pie sobre los leños,
que a veces bastan unos pocos sueños
para encender la llama que me pierde.
Sálvame, amor, y con tus manos puras
trueca este fuego en límpidas ternuras
y haz de mis leños una rama verde.
De Poemas de Alfonsina Storni.
Editorial Horizonte, colección El Arco y La Lira.

149
BLAS DE OTERO. (1916-1979). Poeta espa-
ñol. Inscrito en la primera generación española
de la posguerra, su obra tiene con frecuencia un
tono combativo. En su poesía erótica suele ha-
ber un eco religioso. Autor, entre otras obras, de
Cántico espiritual, Ángel fieramente humano, Pido
la paz y la palabra, En castellano, etc.
CUERPO DE MUJER
Blas de Otero

Cuerpo de la mujer, río de oro,


donde, hundidos los brazos, recibimos
un relámpago azul, unos racimos
de luz rasgada en un frondor de oro.
Cuerpo de la mujer o mar de oro
donde, amando las manos, no sabemos,
si los senos son olas, si son remos
los brazos, si son alas solas de oro…
Cuerpo de la mujer, fuente de llanto
donde, después de tanta luz, de tanto
tacto sutil, de Tántalo es la pena.
Suena la soledad de Dios. Sentimos
la soledad de dos. Y una cadena
que no suena, ancla en Dios almas y limos.
De Blas de Otero. Poesía escogida.
Ed. Vicens Vives, Barcelona, 1995.

151
CIRO MENDÍA (1892-1979). Seudónimo de
Carlos Mejía Ángel. Nació en Caldas, Antio-
quia. Poeta, dramaturgo, periodista. Autor de
Escuadrilla de poemas, Naipe nuevo, Noche de es-
padas, Farol sin calle, entre otros títulos. Póstuma-
mente apareció La golondrina de cristal, compila-
ción de sonetos inéditos hasta entonces.
EL PECADO DEL ÁNGEL
Ciro Mendía

Siempre cuando en su alcoba perfumada


la amada desnudarse pretendía,
el Ángel de la Guarda se salía
al momento del cuarto de la amada.
De la vecina estancia distinguía,
con el placer de un alma enamorada,
el ruido de la seda liberada
de aquella blanca y dulce tiranía.
Una noche el buen Ángel, de repente,
en el espejo vio las maravillas
de aquel desnudo cuerpo transparente.
Y al sentir que en pasión se iba abrasando
cayó, como un esclavo, de rodillas
ante la luna de cristal llorando.
De Sentimentario.
Antología de la poesía amorosa colombiana.
Compilación y presentación de Darío Jaramillo.
Editorial Oveja Negra, 1986

153

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