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99. Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna. Yo era muy joven
entonces, pero no creía que hubiera futuro. Quería vivir peligrosamente, ir lo más lejos
posible y luego ver qué me sucedía cuando llegara allí. Tal y como salieron las cosas, casi
no lo consigo. Poco a poco, vi cómo mi dinero iba menguando hasta quedar reducido a
cero; perdí el apartamento; acabé viviendo en las calles. De no haber sido por una chica
que se llamaba Kitty Wu, probablemente me habría muerto de hambre. La había
conocido por casualidad muy poco antes, pero con el tiempo llegué a considerar esa
casualidad como una forma de predisposición, un modo de salvarme por medio de la
mente de otros. Esa fue la primera parte. A partir de entonces me ocurrieron cosas
extrañas. Acepté el trabajo que me ofreció el viejo de la silla de ruedas. Descubrí quién
era mi padre. Crucé a pie el desierto desde Utah hasta California. Eso fue hace mucho
tiempo, claro, pero recuerdo bien aquellos tiempos, lo recuerdo como el principio de mi
vida.
Paul Auster, El palacio de la luna
100. Sin que se dieran cuenta se les hizo de noche en la habitación de donde no habían
salido en muchas horas, donde habían estado abrazándose y conversando en una voz
cada vez más baja, como si la penumbra y luego la oscuridad que no notaban hubieran
ido apaciguando el tono de sus voces pero no la avidez mutua de palabras, igual que se
había apaciguado el modo al principio perentorio en que satisfacían y simultáneamente
alimentaban su deseo, cuando regresaban caminando bajo la nieve y el frío de la taberna
irlandesa donde habían almorzado, el pie descalzo de ella buscándolo con desvergüenza
y sigilo bajo el amparo insuficiente del mantel, la casi persecución en el ascensor, ante la
puerta, en el pasillo, en el cuarto de baño, la ropa arrancada con una delicada furia de
impaciencia y las bocas mordiéndose mientras su doble respiración crecía en el calor de
la habitación a media tarde, en la luz listada de las persianas que dejaban entrever al
otro lado de la calle una hilera de árboles con las ramas peladas cuyo nombre ella no
supo decirle y […]
ANTONIO MUÑOZ MOLINA: El jinete polaco