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El viejo

UNIVERSIDAD DE COLIMA
MC Miguel Ángel Aguayo López, Rector / Dr. Ramón Arturo Cedillo
Nakay, Secretario General / MC Christian Torres-Ortiz Zermeño,
Coordinador General de Comunicación Social / Licda. Guillermina
Araiza Torres, Directora General de Publicaciones
El viejo
Guillermo Ríos Bonilla
© UNIVERSIDAD DE COLIMA, 2010
Avenida Universidad 333
Colima, Colima, México, CP 28040
Dirección General de Publicaciones
Teléfonos: 01(312) 31 610 81 y 31 610 00, ext. 35004
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http://www.ucol.mx

Colección: 978-970-692-325-7

Derechos reservados conforme a la ley.


Impreso en México. / Printed in México.

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I
El bullicio de un festival inundaba con
perfecta resonancia el teatro griego. El
viejo caminó de un lado hacia el otro en
su cuarto. Iban a ser tres días de fiesta en
honor a Dioniso, y las representaciones
teatrales eran el atractivo principal. El
viejo llevaba en las manos una cerveza
y escuchaba un poco de música. Muchas
personas habían venido de varias partes
del mundo helénico, y de las ciudades e
islas de más allá del Egeo. Sólo una cama
con las sábanas en desorden, una mesa,
algunos libros, una vieja grabadora, un
armario, botellas de licor, una caja de
cartón con algunos casetes y una mesita
de noche con un portarretrato adornaban
el dormitorio del viejo. Muchos llevaban
comida en abundancia y algunas mantas
para pasar las noches en el mismo teatro.
Ya el licor daba vueltas en la cabeza del

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viejo y la música le hacía sentir grifa la
piel. La expectativa era grande, porque
en esta ocasión se homenajeaba a uno de
los mejores trágicos griegos: a Sófocles.
Con un libro abierto, el viejo se puso a
recitar una tragedia griega en voz alta,
y los versos avivaban aún más su en-
tusiasmo. Las tragedias empezaron, un
silencio largo se propagó por las gradas,
por el aire, mientras los actores cantaban
y danzaban y declamaban los diálogos
que tejían las historias y sacaban a flote
los sentimientos de los espectadores. Las
imágenes de un antiguo festival griego
no surgían del texto del viejo, sino de su
mente saturada de alcohol y cigarro. De
vez en cuando se escuchaban sollozos
cuando era una tragedia, o el ambiente se
llenaba de carcajadas cuando las farsas y
las sátiras invadían el escenario. La mú-
sica iba en su cenit y el viejo sentía que
su visión también lo estaba, como cuando
dos amantes que se quieren logran llegar

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juntos al orgasmo. La guerra del Pelopo-
neso tenía tensa a la gente, en los rostros
se reflejaban años y años de lucha que en
estos momentos buscaban un respiro. El
viejo frunció el entrecejo. El homenaje
a Sófocles se hizo presente. Desde las
gradas se vio, se levantó furioso y arrojó
una piedra al teatro: “¡Mentiroso! ¡Men-
tiroso!”, gritaba. La canción se terminó,
el viejo suspiró y arrojó el libro contra el
suelo; luego tomó otro sorbo de cerveza,
buscó otro casete y fumó una vez más,
con dolor.
II
El estudiante se levantó y miró el reloj.
El viejo tocó el despertador y se levantó
con lentitud buscando sus chanclas. El
educando se preguntaba por qué cuando
tenía examen las horas se le hacían tan
cortas. El anciano se vistió con los an-
drajos de siempre, poniéndose unas gafas
oscuras, luego tomó un pedazo de pan y

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se lo comió con jugo de naranja. El estu-
diante puso un pie en el suelo y se dijo
que tenía un poco de tiempo. El hombre
senil salió. El estudiante hizo pereza, miró
el vaso con agua que siempre dejaba a
un lado de la cama por si amanecía con
sed. El viejo llegó a su lugar preferido. El
educando levantó y se puso a estudiar para
el examen que tenía por la tarde.
El viejo pedía limosna, mientras
aguantaba el sol y el ruido de los carros.
El estudiante salió hacia la universidad
con algo de tiempo a su favor. El ancia-
no comía de un plato que le había traído
una mujer. Mientras el joven caminaba,
iba repasando en la mente lo que había
estudiado para el examen final. El hombre
senil agradeció a una persona que le dio
una moneda y luego se rascó la barriga.
El estudiante pasó por su lado. El anciano,
recostado contra la pared, en un andén,
extendió la mano y le pidió una moneda.

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El joven se detuvo no con el deseo de
satisfacer la petición, sino por la sorpresa
de escuchar que le pedía algo de lo que
tal vez nadie antes se había percatado. El
viejo repitió:
—Regáleme, por favor, un dracma
para este pobre ciego.
“¿Un dracma?”, se preguntó el joven,
“¿Alguien preguntaba por un dracma en
estos tiempos y en este país?” El viejo
parecía mirarlo. El estudiante recordó
algunas de las ideas que su maestro de
griego le había dicho sobre la numismá-
tica antigua. El anciano mantenía la mano
extendida. El educando también pensó
en la moneda de la Grecia actual, pero
recordó que ya no era ésa; además no era
común que un limosnero pidiera algo así.
“Un dracma, por favor”, repitió el viejo.
No fue banal, entonces, el asombro del
estudiante y le preguntó:
—¿Un dracma?

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—Sí, joven, para poder encontrar a mis
hijas y viajar a Atenas —dijo el viejo.
El estudiante frunció el entrecejo y
pensó que tal vez nadie tuviera hoy en
día esa moneda, quizá los numismáticos o
algún museo, pero aun así nadie se lo daría
como limosna. El anciano permanecía en
silencio y la gente continuaba pasando.
El educando sonrió y le pareció que el
viejo usaba una buena manera de buscar
la simpatía de la gente, y se marchó. El
viejo continuó pidiendo dracmas.
III
Al otro día, el estudiante pasó de nuevo
por el lugar. El viejo estaba ahí, como las
otras veces, pidiendo lo mismo. El joven
sacó de su bolsillo una moneda y la puso
en las manos del viejo.
—Aquí tiene el dracma, noble griego
—dijo con simpatía.
El viejo permaneció en silencio, sólo
preguntó:
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—¿Cómo lo supo?
—¿Qué cosa? —quiso saber el joven
cuando sintió el fuerte brazo del viejo
agarrando el suyo.
—Que soy griego.
—Pues... sólo fue... este... una broma.
No se ofenda.
—No estoy ofendido. Sólo que... es
usted el único que me ha dicho eso.
El estudiante se quedó callado. El an-
ciano palpó despacio la moneda, sin decir
palabra, como esperando algo importante.
El joven se zafó bruscamente del viejo.
Un día más y en el camino hacia la
universidad, el estudiante cruzó de nuevo
por el mismo sitio. El viejo pedía dracmas.
El estudiante pensó pasar de largo y olvi-
darse del asunto, pero el día anterior había
quedado impresionado y la curiosidad lo
embargó. El viejo estiró la mano. El estu-
diante le pasó una moneda y le dijo:

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—Su dracma, noble griego.
—¿Es usted? ¿El joven de ayer? —pre-
guntó.
—Sí, ¿por qué?
El viejo no contestó. El estudiante tam-
poco dijo nada, sólo se limitó a observarle
los harapos ajustados a la cintura con una
cuerda de fique.
—No me tenga miedo. Yo no como
gente. Ni soy el ogro de los cuentos —el
viejo lo tomó del brazo.
—Suélteme, tengo que ir a clase.
—¿A clase? ¿Qué estudia? —el ancia-
no lo soltó.
El joven le dijo que estudiaba lengua
y literatura grecolatina.
— Ah, qué alegría. Veo que aún eso no
se ha olvidado. ¿Por eso me llamó noble
griego?

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—Pues, como para seguirle la corrien-
te, y porque se me hizo raro que un vaga-
bundo pida dracmas como limosna.
—¡No soy ningún vagabundo! Ni
estoy loco, si eso es lo que cree. ¡Yo soy
Edipo! ¡Edipo!
El estudiante soltó una risotada y ex-
presó:
—¡Sí, y yo Superman en tanga!
El viejo se enojó e hizo un ademán de
golpearlo con su bastón. El joven salió
corriendo y le gritó:
—¡Viejo hijo de puta!
IV
Las explicaciones del maestro parecían
murmullos lejanos, tintineos de alguien
que se escucha a lo lejos. El estudiante
tenía la mirada perdida, su mente no
estaba ahí. El maestro continuaba expli-
cando tiempos, construcciones, oraciones,
gramática, corregía las traducciones de

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los educandos. El joven pensaba en las
palabras del viejo: “Veo que aún eso no
se ha olvidado”. Llegó el turno de leer
a dos de sus compañeros antes que él.
El estudiante sólo escuchaba voces que
caían como gotas de agua golpeando el
suelo. El profesor callaba y escuchaba la
traducción ahora del alumno antes que
él. El educando se sintió mal; por un mo-
mento se arrepintió de haberse burlado de
ese viejo andrajoso. El maestro llamó. El
estudiante pensaba ir a disculparse con
el viejo. El pedagogo llamó por segunda
vez. El estudiante pensó en las palabras
del viejo: “¡Yo soy Edipo!” El maestro se
impacientó y gritó:
—¡Artemio!
El estudiante respondió:
—¡Edipo!
Todos se quedaron extrañados y se
miraron unos a otros, hasta que después
una carcajada en conjunto se escuchó. El

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estudiante se disculpó y salió corriendo
del salón.
La noche ya empezaba a imponerse.
El estudiante caminaba rápido, esperando
encontrarse al viejo. Pero el avance del
reloj le demostraba que sería difícil. El
educando llegó al lugar donde el viejo
acostumbraba pedir limosna, pero él no
estaba. El reloj y la noche le decían que
había llegado tarde. El estudiante caminó
de regreso a su casa. La noche le trajo
extrañas sensaciones después de algunos
pasos. El joven giró la cabeza. El hombre
senil parecía seguirlo, iba detrás de él. El
estudiante quiso regresar para expresarle
lo que había reflexionado, pero cambió
de idea. El anciano giró por la esquina
siguiente. El estudiante decidió seguirlo,
sentía curiosidad por saber en dónde vi-
vía el anciano. El viejo aceleró un poco
el paso, para ser ciego caminaba bien y
sin titubear mucho. El joven pensó que

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tal vez ya se sabía el camino de memoria
y lo iba recorriendo en la mente, como si
caminar en ella le guiara también los pies.
El viejo llegó a una casa y abrió la puerta.
El estudiante se extrañó, no podía creer
que el viejo viviera en el mismo lugar que
él, en la misma casa grande en donde le
habían rentado un cuarto. El anciano en-
tró y se dirigió a su propia habitación. El
estudiante también abrió la puerta y vio
que la pieza del viejo quedaba en el primer
piso; la de él estaba en el tercero. El viejo
se internó en su aposento. El educando
subió a su respectiva estancia.
V
El estudiante no pudo dormir. El hom-
bre de edad avanzada aún estaba en el
cuarto, listo para empezar un nuevo día.
El estudiante salió del suyo y golpeó la
puerta de la habitación del primer piso.
El anciano abrió y preguntó:
—¿Quién es?

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—Yo, noble griego.
El viejo sonrió y reconoció al estu-
diante.
—¿Cómo logró entrar? —dijo.
—Yo vivo aquí, en la misma casa que
usted. La dueña me rentó un cuarto.
—Ah, qué sorpresa. Yo también vivo
aquí, y qué raro que no lo haya visto —y
dibujó una leve sonrisa.
El estudiante no supo si celebrarle su
ocurrencia o si decir algo para romper el
momentáneo silencio; sólo comentó:
—Aquí también viven otras personas,
todas muy ocupadas y con sus respectivos
problemas.
—Con sus respectivos problemas—
repitió el viejo—. ¿Y qué lo trae a mi
cuarto? ¿Le puedo ayudar en algo?
El joven le dijo que venía a pedirle
excusas por la manera tan grosera como
se había portado la otra vez, pues ya eran

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vecinos. El anciano aceptó y le contestó
que no se preocupara; después lo invitó a
sentarse para que pudieran conversar. El
estudiante asintió y por un momento es-
tuvo observando el lugar: vio el armario,
la cama sin tender, la vieja grabadora, las
botellas de licor, una caja de cartón con
algunos casetes, una mesita de noche con
un portarretratos, el armario. El hombre
senil mantenía una leve sonrisa en los
labios, como esperando a que él empeza-
ra a hablar. El educando se detuvo en el
portarretratos, alcanzó a ver los rostros de
una mujer y dos jovencitas.
—¿Qué le parece mi cuarto?
—Bien. Sólo que... la foto, ¿quiénes
son?
El joven se disculpó de nuevo, pensan-
do que el viejo se había molestado por la
imprudencia de su pregunta.

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—No se preocupe. También la señora
cuando entra aquí siempre se detiene en
esa foto.
—¿La señora? —se extrañó el estu-
diante.
—Sí, la dueña de la casa.
—Ah —dijo el joven aprendiz; y nue-
vamente el silencio.
—La del retrato es... bueno, fue mi...
esposa, y las otras dos... son mis hijas
—dijo el viejo señalando, y el semblante
le cambió.
El estudiante lo percibió y le dijo que
si le incomodaba mejor lo dejaran para
otro día. Pero el anciano se negó: “Sólo
así me ayudo a sobrellevar el dolor”, dijo.
El estudiante escuchaba con silencio de
iglesia.
El viejo le contó que en cuanto llegó al
mundo, su padre lo entregó a un campe-
sino para que lo dejara abandonado en un

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bosque, completamente amarrado, porque
sobre él pesaba una profecía: sería el ase-
sino de su propio padre. Pero el campesi-
no se compadeció y decidió criarlo, junto
con su esposa, como a un hijo suyo. Así,
con ellos creció y se hizo hombre.
Un día, en un cruce de caminos, una
persona que iba en un carruaje custodiado
por dos soldados se negó a dejarlo pasar y
envió a los dos guardias para que lo azo-
taran. De la lucha, el viejo salió vencedor
y mató a los dos soldados; y se enfureció
tanto que también le dio muerte al hombre
del carruaje, cuyo nombre era Layo, rey
de Tebas.
Tiempo después, un ser monstruoso,
conocido como Esfinge, tenía azotada
a la ciudad de Tebas, devorando con
frecuencia a muchos de los habitantes
que no sabían responder al acertijo. Él la
mató después de haber dado la respuesta
correcta; y esto le dio el derecho –pues

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esa era la recompensa por la muerte del
monstruo– a casarse con Yocasta, la reina
viuda de Tebas. Con ella vivió muy feliz,
tuvo cuatro hijos, hasta el día en que una
peste azotó Tebas. El adivino Tiresias le
dijo que la causa era él por haber matado
a su padre, y profanar el lecho de su ma-
dre; y también le reveló que Layo había
sido su padre y Yocasta era su madre. Al
saberlo, la reina no pudo soportar la no-
ticia y se ahorcó; y él no logró superar la
imagen del cuerpo de Yocasta colgado y
sin vida, por eso se hirió los ojos para no
ver nunca más.
Más adelante fue expulsado de Tebas
por sus dos hijos, y vivió errando por
mucho tiempo. En ningún lugar le daban
hospedaje porque se le consideraba un
hombre maldito, su fama había llegado
a muchas partes. Su hija Antígona era la
única que lo acompañaba. Después de mu-
cho vagar, él y su hija llegaron a Atenas, a

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un lugar llamado Colono, en donde, según
le habían dicho los dioses, encontraría
reposo a sus penas y a sus huesos, hospe-
dado por el rey Teseo. También le dijeron
que su sepultura se convertiría en motivo
de disputa entre dos ciudades, Atenas y
Tebas, pues la que la poseyera ganaría la
guerra contra la otra. Pero él no obedeció
al oráculo, porque no quería seguir siendo
la causa de más disputas; por eso siguió
solitario su camino sin rumbo fijo. Los
dioses lo volvieron a castigar evitándole
la muerte, sin saber hasta cuándo, y con-
denándolo a errar sin pausa.
Cuando supo lo que el viejo Sófocles
había escrito sobre él, no pudo más que
sonreír y suspirar, “pues los poetas mane-
jan tan dulcemente la fantasía, que todos
quisiéramos que mucho de lo que escriben
fuera real, y más yo que he sufrido tanto,
¿o no? Así, mi vida se dividió en dos:
por una parte soy el mito sofocleo; y por

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la otra, el Edipo real que ahora continúa
peregrinando y viviendo una vejez eterna
con el favor de la caridad de la gente”, ex-
plicó. “Usted sabe, noble joven, cómo son
los poetas y lo que de ellos dijo Platón.
¿Mi muerte? Quién sabe hasta cuándo;
no hay peor maldición que vivir errante
sin poder morir. A veces quisiera que al
fin la muerte llegue y me libere del sufri-
miento, pero no me corre prisa ir hacia
ella. Me consuelo, noble joven, al pensar
que sólo estoy obedeciendo al designio
de los dioses”, terminó sus palabras con
un profundo sentimiento que le llenaba el
rostro de solemnidad.
El estudiante quiso decirle que esa his-
toria ya la conocía. El viejo permaneció en
silencio, esperando una palabra del joven.
También el estudiante pensó preguntarle
cómo había logrado vivir tanto tiempo,
pero se arrepintió, porque tal vez el viejo
lo tomaría como una burla. El rostro del

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anciano inspiraba ternura. El educando
comprendió que lo mejor sería seguirle
la corriente y asintió a todo lo que el vie-
jo le dijo. Satisfecho porque al fin había
encontrado a una persona que lo había
entendido, el hombre de edad avanzada
sonrió, y le pasó al aprendiz las tragedias
de Sófocles, diciéndole: “para que veas lo
mentirosos que son los poetas”. El estu-
diante ya conocía las obras de Sófocles;
sin embargo, le agradeció y, después de
despedirse, abandonó el cuarto.
VI
Unos días después, el estudiante salió
de su habitación y pensó dirigirse hacia
donde el viejo para regresarle el libro.
Otro educando salió y lo saludó. El joven
le correspondió con un gesto de la mano.
El bullicio de repente se incrementó
porque de los otros cuartos empezaron a
salir más escolares, unos corriendo hacia
el baño, otros a desayunar y otros con la

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prisa propia de querer abandonar el lugar
para ir a clases. El estudiante saludó una y
otra vez a los que apenas conocía, pues no
llevaba mucho tiempo viviendo ahí. Una
mujer, a quien ya se le dibujaba la edad en
el rostro, venía hacia él; y al pasar por uno
de los cuartos, un educando que salía se
tropezó con ella. El aprendiz corrió hacia
la dueña de la casa, y junto con el otro la
ayudó a levantarse.
—Perdón, señora, es que no me fijé
—dijo el otro inquilino.
El estudiante lo miró como diciéndole
con los ojos que la próxima vez tuviera
más cuidado.
—No se preocupe. Yo entiendo. Vá-
yase que se le hace tarde, yo estoy bien
—comentó la señora y el joven se fue.
—¿Segura que se encuentra bien, se-
ñora? —preguntó el educando.
—Sí, ya lo dije. Estoy muy bien. Sólo

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fue un tropezón sin ninguna importan-
cia.
—¡Qué bueno! Permítame que la
ayude a bajar las escaleras —le ofreció
el brazo como apoyo.
—No hay necesidad, yo puedo sola.
—Muy bien, como guste —y se dirigió
al cuarto del viejo.
La mujer lo siguió, lo miró tan fija-
mente que el estudiante se inquietó y ella
preguntó:
—¿Ya le contó todo?
—¿Perdón? —se extrañó el joven.
—¿Ya sabe quién vive aquí?
—Sí —respondió el estudiante inquie-
to por la fija mirada de la mujer.
Ella sonrió y luego continuó:
—¿Y le creyó?
—¿Qué cosa? —el estudiante no sabía
de qué se trataba el asunto.

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—Lo que le contó. Siempre lo hace con
las personas que le prestan atención.
El joven aprendiz le iba a señalar que
por supuesto que no, pero simplemente le
respondió que le había parecido un señor
muy simpático; y que lo excusara, pues
el viejo no estaba, y él debía irse para la
universidad.
—¿No le gustaría saber la verdad?
Él se detuvo e intentó abrir la boca para
expresar algo que ni siquiera había pensa-
do, incluso para decirle que a él eso no le
incumbía. A la mujer no le importó y se
dispuso a contarle la historia del viejo. El
estudiante escuchaba sin saber hacia dón-
de conducían las intenciones de la mujer.
Ella empezó a narrarle la bella historia de
una familia de mucha alcurnia, que vivía
en una hermosa y enorme casa, poblada
de jardines y cuidada por sirvientes. El
joven se sorprendió.

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Luego al mando de la casa estaba una
mujer lozana, cuyo marido era comer-
ciante, el cual vivía muy contento porque
iba a ser padre. La mujer, en cambio,
vivía triste porque su figura se estaba
deformando y, pues, cuando naciera su
hijo, tendría que amamantarlo, cosa que
reduciría la altivez de sus bellos senos
de piel blanca. Además, ella no quería
un hijo, no gustaba mucho de los niños.
Llegó el día esperado y la mujer dio a luz
a un bello varoncito que despertó a la vida
con un enorme grito, como si al nacer lo
hubieran desgarrado de las entrañas de la
muerte. La mujer entregó al niño a una de
sus criadas para que lo amamantara y se
lo llevara lo más lejos posible, pagándole
una cantidad de dinero. El niño creció y
pronto se convirtió en hombre, alejado de
sus padres.
En una ocasión, en el mercado, mien-
tras el joven, sentado en un rincón, leía

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un libro, cosa que acostumbraba a hacer
con mucha frecuencia, lo distrajeron unos
hombres que apostaban dinero jugando
a las cartas. Quiso participar y fue acep-
tado, aunque se sentía incómodo porque
uno de los integrantes no estuvo muy de
acuerdo con que él jugara, pues no creía
que tuviera algo para apostar. El joven
le dijo que apostaría todo su salario de
obrero. Al fin, las cartas se barajaron y
el hombre mal encarado hizo una mala
jugada que al joven no le pareció. Se
hicieron a las manos, y por intervención
de los demás la lucha no pasó a mayores.
El joven se retiró y emprendió el camino
de regreso a su vivienda, pero en una es-
quina el hombre mal encarado lo estaba
esperando. De inmediato sacó la navaja
y desafió al joven, quien sólo pensó en
quitarse la camisa y amarrarla a su brazo
izquierdo para desviar los navajazos que
no cesaban, como abanicos afilados que
cortaban el aire. Al fin logró desarmar

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al hombre mal encarado y con la misma
navaja le dio muerte. El joven huyó. A
nadie le importó el muerto ni se hicieron
averiguaciones para encontrar al victima-
rio, era uno más de alguna riña callejera
sin mayor importancia.
Aun así, el joven permaneció un tiem-
po escondido. Cuando se percató de que
el asunto no había repercutido como él
pensaba, regresó para pedir empleo en la
hermosa y enorme casa, donde solicitaban
a alguien para la vacante de capataz. La
mujer lozana miró al joven con deteni-
miento y le pareció una buena fuerza de
trabajo. El empleo era suyo, y el joven
vivió en la casa de aquella mujer; después
ocupó también un lugar en su cama cuan-
do la pasión y el amor inflamó el corazón
de ella, quien se enamoró perdidamente
del joven y lo hizo su esposo. Poco tiem-
po después tuvo dos hijas, a las cuales
amamantó y cuidó con cariño, pues ya no

30
había caso evitar que la edad se llevara sus
encantos. Además, su remordimiento por
el hijo que había abandonado hace mucho
tiempo y el amor por el joven le hicieron
cambiar la postura ante los niños.
La madre del joven no estaba de acuer-
do con esa unión, pero no quería empañar
la felicidad de su hijo. Sin embargo, en
una ocasión le confesó que la mujer con
la que compartía el lecho era su verda-
dera madre, y le narró los pormenores
de su nacimiento. Él joven reaccionó de
manera airada y decidió enfrentar a la
mujer lozana, conduciéndola incluso ante
la anciana que en la juventud le había
servido tanto. La mujer terminó aceptan-
do y después de encerrarse en el cuarto
se cortó las venas. Cuando él se enteró
no supo qué hacer, la enorme impresión
lo obligó a salir huyendo, dejando todo
atrás. Regresó a donde su antigua madre,
pero la encontró muerta, su corazón no

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resistió tanto sentimiento. El joven quiso
apagar su dolor, escondiéndose en su ser
y sufriendo por dentro.
Pronto, las hijas lo encontraron aban-
donado en un basurero y se dedicaron a
cuidarlo. Él pasaba horas encerrado en su
cuarto, unas veces con la mirada perdida
en el vacío, y otras con los ojos fijos en
los libros. Su texto preferido, y el cual leía
con mucha frecuencia, fue la tragedia de
Edipo, que se sabía de memoria y a veces
recitaba en voz alta. Así, por esto y por la
edad poco a poco se le fue deteriorando la
vista, hasta quedar casi ciego. Sus hijas ya
no quisieron cuidarlo cuando decidieron
hacer sus propias vidas. “Fui su sirvienta
por algunos años y lo cuidé con esmero y
cariño, me compadecía mucho lo que le
había ocurrido. Lo dejaron a mi cuidado,
me dieron esta casa y un dinero que me
envían cada mes, pero que ya no es su-
ficiente, por eso rento algunos cuartos”,
comentó la dueña de la casa.
32
Ella le tenía prohibido al viejo salir
de la vivienda, porque temía que algo le
ocurriera por su deficiencia visual. Pero
un día en que la puerta de la entrada
quedó abierta por alguna razón, él salió
y duró algún tiempo perdido. Después
de mucho buscarlo, lo encontró en el
lugar donde acostumbra pedir limosna.
Ella se dio cuenta de que el viejo disfru-
taba mucho de ese sitio. Al comienzo lo
acompañaba y después, por la tarde iba
por él, pero luego pudo regresar solo, y
desde entonces así lo ha hecho todos los
días. Ella le lleva comida en las tardes.
“Ya no me preocupo, él es inofensivo y
hasta chistoso”, comentó, “Pide limosna
para ir a buscar a sus hijas y encontrar un
lugar en donde pueda descansar en paz,
porque, según dice, ya está cansado de
vivir mucho, de errar, sin que los dioses
le otorguen la muerte por su falta. Quiere
que sus hijas lo lleven a Atenas, a un lugar
llamado Colono, para morir ahí protegido

33
por un rey que él llama Teseo”, finalizó la
dueña de la casa.
Ella terminó esperando alguna reac-
ción del estudiante. Él no dijo nada, sim-
plemente suspiró, le entregó el libro del
viejo y le pidió que le diera las gracias;
luego se retiró. La dueña de la casa entró
en el cuarto y dejó el libro encima de la
cama.
VII
Una vez más el estudiante salió hacia
la universidad. El viejo había salido antes
hacia su lugar preferido. Mientras pasaba
por ahí, el educando vio al anciano esti-
rando la mano y pidiendo limosna. Éste
seguía en el mismo sitio, como el retrato
de un tiempo que se negaba a cambiar,
con la palabra “dracma” proferida cada
vez que solicitaba una moneda de alguien.
El joven se acercó al viejo, se detuvo a
contemplarlo y recordó las palabras de

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la dueña de la casa: “Ya no me preocu-
po, él es inofensivo y hasta chistoso”. El
hombre senil continuaba con el rostro fijo
en el vacío, estirando la mano y diciendo
su monótona palabra. Para el estudiante,
ese hombre no era chistoso, ni cordial si-
quiera, era un ser con el cual quizá podría
sentarse a conversar de cosas que pocas
personas acostumbran, y por qué no, tal
vez alguien de quién escribir.
Una semana después, en su mismo
lugar de limosnero, el anciano recibió la
visita de dos mujeres. El estudiante notó
que las trataba con mucha familiaridad.
El viejo les sostenía las manos e inten-
taba de vez en cuando tocarles el rostro.
El educando se aproximó, saludó y, antes
de seguir su camino, le dio una moneda
y expresó: “Aquí tiene el dracma, noble
Edipo”. El anciano giró la cabeza, reco-
noció la voz y con una sonrisa dijo:
—Él es mi amigo.

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Las dos mujeres hicieron una venia al
estudiante. Él se retiró correspondiendo
a la deferencia. Las dos mujeres tomaron
del brazo al viejo y se lo llevaron.
Cuando el joven regresó a su cuarto,
la dueña de la casa le contó que las dos
hijas del viejo habían venido por él, arre-
pentidas y deseosas de que pasara sus
últimos días con ellas, dejándole la casa y
algo de dinero. En ocasiones, el educando
sorprendía a la mujer llorando, y ante su
pregunta ella contestaba:
—Lo extraño. Siento su presencia en
cada rincón de esta casa.

36
El viejo, de Guillermo Ríos Bonilla, de la colección El Rapidín, fue editado en
la Dirección General de Publicaciones de la Universidad de Colima, avenida
Universidad 333, Colima, Colima, México, teléfonos 01(312) 31 61081 y
31 61000, ext. 35004, correo electrónico publicac@ucol.mx. La impresión
se terminó en agosto de 2010 y fue realizada en los talleres de la Dirección
General de Publicaciones. Impresión: Adolfo Álvarez. Terminados: Pedro
Martínez, Carlos Plascencia y Horacio Ávalos. Se tiraron 500 ejemplares
sobre papel bond blanco de 37 kg para interiores y papel couché brillante
de 250 g para la portada. El diseño fue realizado por Carmen Millán. En
la composición tipográfica se utilizó la familia Times New Roman de 14
puntos para el cuerpo del texto y de 24 puntos para títulos. El tamaño de
la caja es de 9 x 13.5 cm. La edición estuvo al cuidado de Alberto Llanes
y Guillermina Cuevas.

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