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Relatos de Andar y Ver

Llegada

Ernesto Ramos Cobo

Apenas en mi primer día en la Ciudad de Alfabetos y con dolor de muelas. Fuera de


la boca del subterráneo me detuve en uno de esos kioscos que abundan, no sólo para
disfrutar el aire, sino también para darle una pausa al trajín por aquello de las maletas que
cargaba, el dolor, percibir el acontecer, sentir con todas las letras lo que sucedía a mí
alrededor.

En ocasiones me ocurre empezar desde temprano un día, por ejemplo, verlo pasar al
ritmo de las manecillas, hacer cosas, ver gente o tener conversaciones con cualquiera, o
salir a las calles a fotografiar lo que fuere, volver atrás y abandonarlo todo, caminar
pidiendo dedo en una carretera desierta, cruzar túneles y pasar días enteros en ese hotelillo
rascuache ya abandonado, perder el tiempo de un sitio al otro entre desvalijadas tiendas, y
ver hembras, e intentar catapultarme, crecer, lograr algo en algún lado, hasta que lo único
que queda en la noche, ya a punto de dormir, es una nada de arroz con leche, una verdadera
y nívea nada que va acrecentándose, al parecer para siempre y sin remedio.

Es como sentir que algo en el interior traiciona. Y tal vez por eso, para aminorar la
angustia, o tal vez solo por payaso melancólico que soy, que he sido, he optado por hacer
pausas, ensimismarme, sacar una libreta y escribir letras que acaban en nada, justo como
ahora en este kiosco, donde tratar de captar el acontecer es ignorar cualquier voz que
murmure que todo en realidad es un sinsentido.

Pero el caso es que las intenciones eran esas, y que el kiosco en turno era de los
circulares, de ladrillo, con un pequeño tejadillo y bancos alrededor, donde un tipo vendía
brebajes entre gritos, sudando, ya saben, apurado de un lado a otro, jadeante, le pedí un
refresquito, y me lo fui tomando poco a poco tranquilo con media nalga en el aire, y en esas
andaba, intentando olvidar el dolor de muelas de días hasta que un tatuado de greñas
comenzó a hablar

¿Qué… nuevo en el barrio?

Escuchándolo hice el gesto de brindar, sin responderle; escupiendo giró a la


izquierda,

“te vas a divertir, te vas a divertir” Murmuraba al desviar los ojos, cual si viviera
dentro de un comic lleno de charlatanes,

“Psh, psh, eh, me oiste, ehh, basura?”

Oyéndolo recordé ese cuento de Bukowski donde el narrador camina despreocupado


por la sórdida calle, hasta que por allí, desde el fondo de uno de esos edificios, una negra
potente comienza a invitarlo con la lengua desde la puerta que se recarga, eh, basurita
blanca, eh, basurita blanca, je, e incitado al revolcón lo piensa dos veces por la malacara
de un tipo detrás de las cortinas, y dejando ir la oportunidad --que no regresa--el narrador
sigue con el fluir del cuento por otros derroteros...

Ehh, ehh, psh, basura?, continuaba, por lo que tuve que preguntarle de dónde era,
buscarle los ojos cuando me perforó el dolor de muela. Un calambre como punzada de
inyección fría, una buena sobada apenas, carajo, por lo que decidí mejor marcharme a
donde iba, a buscar mi nueva dirección en esa calle de vacios balcones, ehh, psh, basura?,
entre un atardecer delirante que se perdía detrás del río.

Así que por fin llegué a ese Octavo Piso a arrumbar los bultos en la esquina. Y me
tiré por allí en posición fetal sobre unas cobijas, tratando que el sueño venciera el dolor.
Una aguja clavada en la mandíbula, una corriente de hielo, un gusano en celo, un chorro de
fiebre, hasta despertar convencido de que había que buscar un dentista.

Sobre lo que sucedió más adelante tengo sólo recuerdos difusos. Recuerdo haber
bajado por las escaleras porque el maldito ascensor no respondía. Recuerdo haberme
lanzado calle abajo, hacia el negro paisaje de la madrugada. Más no recuerdo mayor cosa.
Todo es difuso, lineal, salpicado. Semejante a ese hilillo de sangre del día siguiente --sobre
la alfombra-- cuando desperté abrumado.

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