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IMPORTANTE: Esto es sólo un avance del primer capítulo del libro Ángeles y Mariposas

(no está completo). No representa la versión final ni su formato y diseño.

Capítulo Uno: Despertares

Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, no me dejes


sola sino me perdería…

Anoche después de dar mil vueltas en la cama, en una búsqueda interminable del sueño y
cuando estuve cerca de dormirme, repetí cinco veces esa oración que mi madre me enseñó
cuando era pequeña.

A pesar de que tenía dieciséis años, por alguna extraña razón que no comprendía, la seguía
diciendo. Rezaba esa plegaria cada vez que me iba a dormir, con mis dedos entrecruzados
sobre el pecho, porque me hacía sentir tranquila y protegida cuando las sombras de la
oscuridad se movían en la penumbra de mi habitación.

El hecho de saber que en algún momento de la noche él estaba ahí, de pie a mi lado y
cuidándome de todo mal, hacía que olvidara los pequeños problemas de adolescente
solitaria que había tenido durante el día.

No tenía una imagen definida de mi ángel guardián, porque él jugaba a las escondidas y no
se dejaba ver. Tal vez me estaba volviendo loca, pero las cosas se habían tornado
demasiado reales para mí. Al menos yo creía en él.

El sueño de la noche de anterior fue igual de vivido que los demás. Siempre pasaba lo
mismo; era casi una rutina que estaba obligada a vivir todas las noches, cuando el silencio
se apoderaba del mundo.

Me veía parada con una fuerte idea en la cabeza, nerviosa y cerca de la ruta, donde los
autos que pasaban a gran velocidad, eran borrosos frente a mis ojos. El vestido blanco y
liviano que llevaba puesto, comenzaba a flotar cuando la brisa proveniente de un bosque
cercano llegaba hasta mí, acarreando hojas secas. Nadie parecía querer ayudarme o
preguntarme si estaba bien, lo que me llevaba a la conclusión de que era invisible para
ellos.

En lo más profundo de mí ser estaba el sentimiento, las ganas de querer dar un paso
adelante, cerrar los ojos y esperar al primer automóvil que quisiera quitarme la vida. Lo que
no entendía era el motivo que me llevaba a tomar esa decisión. Yo sabía que nunca pensaba
en esas cosas horribles. Era como sentirme tentada a cometer el error.

Pero siempre en el instante en que estaba por tomar la drástica decisión, alguien me tocaba
el hombro izquierdo. Me dejaba completamente paralizada, como congelada. Estática como
antiguas estatuas de museo que esperaban la eternidad, pero con los sentidos más alerta que
nunca. Podía oler los perfumes que el viento llevaba, los ruidos que llegaban hasta mis
oídos eran fuertes y podía ver las cosas con mucha nitidez, a pesar de que estaba oscuro.

Siempre giraba sobre mis pies lentamente, asustada, para ver quién era el que estaba parado
detrás de mí y allí estaba él, pero un tanto más lejos. Aunque no podía distinguir su cara ni
sus ojos, sabía, porque lo sentía en todo mi cuerpo que ya estaba acostumbrado a su
presencia, que era el mismo ser que me cuidaba por las noches. Entonces entendía que mis
sentidos eran mejores, pero el de la vista me jugaba en contra cuando lo quería ver.

En el preciso momento en que me acercaba a acariciar su rostro, para mirar de cerca su


cara, alguien de la vida real destruía mi excusa de la caricia y me devolvía a la vida. Tenía
la sensación de que era él quien no deseaba mostrarse, pero cada vez estaba más segura de
que era mi protector.

Me desperté dando un salto al escuchar los gritos de papá, provenientes del piso de abajo.

“Amelie, Amelie es hora de levantarse” ¿¿dijo o gritó?? , mientras yo me puse la almohada


en la cara, llena de rabia, porque otra vez alguien había interrumpido mi sueño, en el
momento más inoportuno. No tenía despertador sobre la mesa de luz, porque con los gritos
de mi familia tratando de despertarme todas las mañanas no era necesario.

“Ya voy. Sólo un segundo más” traté de decir y me di cuenta que mi voz se escuchaba
áspera, seca y cansada, debido a que no había podido pegar un ojo la noche anterior. Esos
sueños eran tan reales que me cansaban demasiado, ya que parecía vivirlos de verdad. Estos
tomaban toda la energía que tenía. Luego no podía hacer más que levantarme, con finas
líneas rojas en mis ojos. Parecía salida de una película de terror, una zombi, o algún
monstruo de esa clase. Pero por suerte, papá siempre se acordaba de comprarme unas gotas,
que hacían que la irritación se fuera en minutos, ya que no saldría a la calle con esos ojos.

Bueno, salir a la calle era un decir, ya que no era una de mis actividades preferidas, porque
yo no era como las demás chicas, no me interesaban las mismas cosas, porque las
consideraba banales.

Mis padres trataban de obligarme a que saliera a la vida, pero a mí no me importaba


demasiado. Tal vez se reprochaban el hecho de que mi forma de ser tenía que ver con el
trabajo de papá. Una vez escuché a mi madre culpándolo por mi personalidad. Hasta mi
pequeña hermana tenía más amigos que yo. El sólo hecho de tener uno, era más de lo que
yo tenía. Llegué a plantearme si era así como quería vivir y supuse que la respuesta era: no.

Martina, mi hermana menor, entró corriendo y abrió las ventanas, porque sabía que era la
única forma en que podía despertarme, o mejor dicho, levantarme de la cama. Los rayos de
sol que ingresaban, quemaban mis ojos, que aún no habían sido expuestos a las gotas.
Entonces, no tenía otra solución que levantarme para empezar con mi rutinaria aburrida y
antisocial vida, a la cual estaba demasiado acostumbrada.

“¡Arriba remolona, es hora de levantarse!” gritó mi hermana, con la voz mas aguda que
haya podido escuchar en una nena de seis años. A veces temía por los vidrios y las cosas
hechas de cristal que se encontraban en la casa. Sabía que era de tonta, pero creía que los
vidrios podían estallar, como pasaba en las películas. ¿Todos tenían que gritar en mi
familia?

Luego de esa manera obligada de despertar, dábamos paso a una cacería, en la que la
perseguía hasta el piso de abajo. Las cosquillas eran su punto débil. Entonces cuando la
tenía entre mis manos, la hacía reír por un minuto completo y quedaba realmente agotada,
dolorida de tantas carcajadas que dejaba salir de su pequeño cuerpo.

Tal vez si alguien lo veía de afuera, yo parecía un tanto infantil para mi edad, aunque
dieciséis años no significaba ser adulta. Sabía que había otras chicas que no jugaban con
sus hermanos, porque sus mentes estaban ocupadas con otras cosas (novios) que no tenían
que ver con niños. A mí era lo que más me gustaba, pues los momentos que compartía con
Martina eran de lo mejor y también escasos, ya que me la pasaba casi todo el día en el
colegio de doble turno.

“¡Amelie! Deja de hacerle cosquillas a tu hermana, sabes que le hace mal” era lo primero
que decía mamá cuando nos escuchaba corretear por el living. Tenía la idea que reír era
perjudicial para la salud, pero yo pensaba todo lo contrario. Cuando estaba triste, que
pasaba muy a menudo, me acordaba de cosas graciosas y me alegraba al instante. Toda la
mala energía se iba.

Mamá tenía un cerebro impresionante, al menos eso es lo que yo creía. Mucha gente decía
que las mujeres podían hacer varias cosas a la vez. Yo era la excepción, porque era
distraída y torpe con mis movimientos, entonces era mejor hacer sólo una cosa bien
(cuando podía). Mamá era diferente y pensaba que al crecer, tal vez, obtendría sus
habilidades. A pesar de que estaba haciendo miles de cosas al mismo tiempo, estaba
pendiente de cada sonido, se daba cuenta de todo lo que pasaba a su alrededor y siempre
tenía una respuesta para todo.

Después de atacar a mi hermana y recibir el reto, enseguida corrí a la cocina donde estaba
mamá, bajo la mirada cómplice de mi padre. Esperaba cautelosamente hasta que tuviera mil
cosas más que hacer, así la encontraba desprevenida y le hacía cosquillas por detrás. Como
ella estaba preparando nuestro desayuno, lo que amaba hacer, utilizaba en su defensa los
elementos a su alcance como armas para el contraataque. Generalmente eran tostadas, pero
sabía que el día que me arrojara un frasco de mermelada o una manzana grande por la
cabeza, me iba a arrepentir de atacarla. Y así eran y habían sido mis despertares hasta ese
día y pensaba, que así seguirían siendo.

Luego frente al espejo del baño, mientras me cepillaba los dientes con una pasta dental que
papá nos obligaba a usar y que a mí no me gustaba, recordaba lo sucedido minutos atrás y
no podía evitar reír de las tonterías que hacía una chica, que ese año cumpliría diecisiete.

Mi habitación parecía brillar con la luz solar que entraba por la ventana, abierta de par en
par. Me quedé mirando todo, inmóvil, como si fuera la primera vez que lo hacía.
Mi cuarto no había cambiado en nada, por varios meses. El color durazno, que todos
confundían con rosado, aún estaba en las paredes, contrastando con las blancas y largas
cortinas que llegaban hasta el suelo.

Mi amor o devoción por las mariposas se notaba, ya que había unos cuantos móviles de
ellas en varios lugares. Algunas eran metálicas, otras de vidrio pintado, pero mariposas en
fin.

Al lado de la puerta estaba mi amada biblioteca, con todos los libros que había leído y los
que me faltaba leer, definitivamente mi posesión más preciada, junto con las mariposas
móviles. La habitación era mi refugio cuando el aburrimiento constante de mi vida se hacía
presente.

Me puse unos jeans gastados, una camisa blanca de mangas cortas, con pequeños botones y
entallada. Até mi pelo ondulado en una cola, con una cinta azul y lo dejé caer sobre mi
hombro izquierdo. Tal vez la forma de peinarme era anticuada, patética o “muy de
princesa”, pero me gustaba. Me hacía recordar a Kate Winslet en Titanic, ya que mi pelo
era colorado también. Odiaba que me dijeran: “ahí va la colorada”, aunque tan poca gente
se acordaba de mí, o me prestaba atención, que no debía preocuparme por eso.

Fue en ese momento, al sentir mi cabello reposar sobre el hombro, que me acordé de la
mano tibia en el sueño, y como siempre que eso me pasaba, moví lentamente los ojos hacia
la ventana. Desde ella se podía ver la parte superior de la catedral, las dos altas torres que
querían tocar las nubes. No sabía por qué, pero el escuchar las campanas sonar a cada hora
me daba escalofríos.

“¡Amelie! ¿Qué te dicen las palabras DESAYUNO y COLEGIO?” me gritó mamá desde el
pie de las escaleras, seguramente con mi taza de té ya en la mano, enfatizando las dos
primeras “obligaciones” de mi día.

“Además de que odio escucharlas, que me tengo que apurar” le respondí en tono de burla,
tomando el bolso con mis libros. Antes de salir, me aseguré de no olvidar nada, porque eso
me ocurría con frecuencia.
Mientras bajaba, al ver a mi madre esperándome, me sentí como Rose en Titanic, bajando
la gran escalera de madera. Sí, por segunda vez y en los pocos minutos de estar despierta,
pensé en Titanic. ¿Qué tan patético podía ser eso? No más patético que haberla visto
cientos de veces y conocer los diálogos de memoria, pero amaba esa película.

En la mesa de desayuno de la cocina, todo pareció ser normal, la misma imagen de siempre.
Papá estaba absorto en las noticias del diario y con la cara casi escondida tras él. Mamá y
mi hermana estaban hablando de tarea escolar. Mamá también le daba respuestas a papá,
sobre las noticias que él le comentaba. Otra vez, la vi haciendo varias cosas al mismo
tiempo. La miré y sonreí, ella también lo hizo.

Mientras comía una tostada con manteca y mermelada de frutilla, me acordé de la historia
de mi nombre: Amelie. No era por ser arrogante, pero me encantaba mi nombre.

Al parecer, a mamá le gustaba mucho una bailarina que se llamaba así. Era bastante famosa
según ella decía. Lamentablemente y en un mal salto, se rompió un tobillo y nunca más
pudo volver a bailar. Mi madre pensó que tal vez podría hacer un poco de justicia
poniéndome a mí ese nombre. Como era de esperar, también me obligó a estudiar danza
clásica, aunque no le resultó. El traje y las zapatillas especiales aún estaban guardados, ya
que ni Martina quiso usarlos. Las dos preferíamos jugar a la pelota con papá, para
decepción de ella y alegría de él, que no tenía un hijo varón.

El colectivo rojo hizo sonar su bocina fuertemente frente a la puerta de mi casa. Todos nos
levantamos de un salto. Nos despedimos apresuradamente sin cruzar muchas palabras.
Martina y yo nos subimos de inmediato, porque sabíamos que al conductor no le gustaba
esperar.

Hacía casi un año nos habíamos mudado a Puerto Azul, porque papá era político y
consiguió ganar las elecciones como intendente en Puerto Azul, una ciudad que parecía ser
más conveniente en todos los aspectos. Cuando dejamos Santa María no fue en los mejores
términos; mi padre terminó su mandato como intendente allí, pero en los últimos años las
amenazas y ataques por parte de los opositores a su gobierno se habían tornado graves. El
día en que una nota en papel azul atravesó la ventana de nuestro living atada a una roca
rompiendo el vidrio en mil pedazos, fue el día que papá se puso paranoico con nuestra
seguridad, pues la amenazante nota decía: cuida mucho a tu familia. Llegué a odiar a los
tontos que hicieron eso, porque papá se obsesionó y contrató dos guardaespaldas que
custodiaban la casa casi todo el día y me seguían a todos lados. Y fue así que me convertí
en una adolescente cerrada, protegida y que confiaba más en los personajes y héroes de
libros que en las personas. Pero luego papá cambió, dejó de preocuparse tanto y despidió a
los guardaespaldas, por lo que di gracias a Dios y nos mudamos de inmediato a la nueva
ciudad. Esta era más chica, tranquila, los colegios eran muy buenos y mis padres creían que
nos llevaríamos bien con las personas, porque estas eran amigables. Al menos eso ellos le
demostraban a papá, lo apreciaban mucho, pero yo creía que amarían a cualquier intendente
nuevo que no fuese un tirano como el anterior. Tuvimos que volver a empezar. Otra vez me
tuve que acostumbrar a las pocas cosas que me alejaban de mi casa y mi habitación. Una de
las más terribles era el colegio y en su dirección iba ese día.

Todavía no lograba llevarme bien con nadie ni tener mejores amigos, a pesar de que
faltaban dos meses para que terminaran las clases. Tampoco yo buscaba que los demás se
interesaran en mí. Estaba tan acostumbrada a ser solitaria que sólo necesitaba hablar
conmigo misma. Pero tenía el presentimiento que todo iba a cambiar pronto y esa era una
buena habilidad que tenía, porque mis presentimientos siempre resultaban ser verdad.

Todos los días me sentaba sola en el colectivo, cerca de la ventana. Martina ya tenía sus
amigas, así que me abandonaba. Pero bueno, no podía arrastrarla a mi mundo de “bicho
raro”. Ella se bajaba unos minutos antes en su escuela y venía corriendo a darme un beso,
para desgracia del conductor, que quería que se apresurara a bajar.

Después de recorrer la misma calle, el colectivo se detuvo en el lugar que se detenía todos
los días. Los demás chicos de años inferiores, bajaron corriendo. Así que los que aún
estábamos arriba, oliendo el perfume de naranja con el que el colectivero perfumaba el
transporte, nos quedamos atascados esperando a que ellos bajaran.

Sentí la mano de Leo en mi espalda. Él iba a mi curso, se sentaba cerca y se notaba (de
más) que yo le interesaba, pero nunca nos decíamos más que: “hola” o “perdón”, en
momentos como esos en los que por un “descuido” suyo me tocaba. Le sonreí, escondiendo
mi rabia, bajé del colectivo, cerré los ojos dos segundos, respiré hondo y miré la puerta
vidriada de entrada, como si fuese una guillotina en la que estaba a punto de perder mi
cabeza.

“A la selva otra vez Amelie, se fuerte” me dije a mi misma, resignada y empecé a avanzar
sin ganas, esperando que ya llegara el final del largo día.

El colegio parecía un típico centro educativo norteamericano, sacado de una película, serie
televisiva o libro, porque no había visto en la ciudad otro igual.

Las “clases” de chicos estaban bien marcadas, visibles, todas estereotípicas, pero reales, lo
que era difícil de creer. Si uno no creía en estereotipos, con sólo vernos, se haría creyente al
instante.

Estaban las chicas populares, bellas, maquilladas como para una fiesta, con ropa de marcas
conocidas y caras, usando celulares que ni siquiera estaban a la venta en los negocios de la
ciudad. Ellas siempre caminaban rodeadas por un séquito de otras chicas, que no les
llegaban ni a los talones, pero que de todos modos, trataban de alimentarse de esa magia,
que la realeza juvenil-estudiantil, parecía tener. No sabía como muchas aprobaban las
materias con sus reducidos intelectos, pero había que darles el mérito por ello.

Luego estaban los deportistas, tal cual y como se ven representados en películas, series
televisivas y libros. Preocupados porque la masa muscular de sus cuerpos incrementara y
ganar el torneo de fútbol anual, contra el Colegio Saint Mary’s, el enemigo eterno del
nuestro, que se llamaba Highland. ¿Quién habrá pensado en los nombres?

Las populares y deportistas siempre se llevaban bien, era la naturaleza. Terminaban


convirtiéndose en novios antes de graduarse y se iban a estudiar juntos a la universidad. Tal
vez compartían la única neurona que tenían, por eso se llevaban tan bien y soportaban su
arrogancia compartida.

Después existían los estudiosos, hambrientos de desafíos, como de olimpiadas matemáticas


para demostrar cuanto sabían. No faltaban a ninguna clase, por más que el mundo se
estuviera destruyendo. AMABAN ser amigos de sus profesores, trataban de conseguir sus
teléfonos o direcciones de correo electrónico, para sentirse un paso más cerca de ellos, de la
inteligencia superior. ¡Dios Mío!
En el último lugar de todos se encontraban los solitarios, o sea yo, Nadia y Alexis (mis dos
únicos “especie” de amigos), la clase más rara e inferior de todo el colegio. No sabía si
estaba bien arrastrar a esos dos chicos a mi clase, de la que era la líder, pero como nunca
los veía hablar con nadie más que ellos mismos, pensaba que esa era su clasificación.

Los de mi clase eran los que amaban los libros (novelas, a diferencia de los estudiosos que
amaban los manuales), se movían en grupos extremadamente reducidos, no tenían vida
social, pero sí disponían de tiempo de observación para ponerse a hacer un extenso-
completo-digno de ser libro, análisis de las clases existentes en la escuela secundaria:
Highland.

Al final, entre miradas de envidia, celos y rabia nos movíamos todas las clases juntos, como
una masa uniforme por el pasillo, para ingresar a nuestras aulas a soportar la cantidad de
horas de estudio que nos esperaban.

El llegar a mi clase era siempre satisfactorio, porque el pequeño detalle de ver el cartel
blanco que decía CUARTO AÑO, y saber que el aula del lado era el último nivel, me ponía
más que contenta. Sabía que era buena alumna y aprobaría todas las materias.

“Sólo un año más en esta selva superficial y serás libre, Amelie” me dije con una sonrisa
gigante imposible de ocultar, mientras la señora Herrero con sus ojos fijos en mi, prometió
borrármela con alguna pregunta complicada que me haría durante la clase.

“Buen día” le dije solamente, acomodé la cinta de mi cabello, dejé el bolso bajo el
escritorio, que era todo mío en el fondo del aula y me dispuse a “disfrutar” de un día más,
de mi cuarto año de escuela secundaria.

Como siempre, Leo estaba en el escritorio de la fila siguiente, sólo un delgado pasillo
separándonos, pero él siempre estaba mirándome fijo, lo cual era MUY irritante. Hasta que
la profesora le llamó la atención por estar distraído. Me pregunté si no se animaba a
decirme algo. O sea, no era una tonta, porque podía darme cuenta de la forma obsesiva en
que me miraba. Tal vez no se animaba a decirme algo, porque sabía que con sólo verme la
cara la respuesta sería: ¡NO!
Mis dos “amigos”, se sentaban en el escritorio delante del mío, pero no parecían verme ya
que estaban muy concentrados en su charla, bromas y risas cómplices. No era que quería
que me prestaran atención, pero tal vez decirme de lo que se reían hubiese sido gracioso.
Igualmente no los culpaba, porque era yo la que no les hablaba demasiado, a pesar de que
nos sentábamos juntos en el comedor.

No había que ser muy sensitivo para darse cuenta de que además de esa “amistad”
indestructible que los dos tenían, iban a llegar al altar. Ella en un hermoso vestido blanco,
moderno, con el que podría lucir su hermosa figura y él, en un perfecto traje negro, que
haría resaltar la hermosa blancura de su rostro.

Luego de varias materias, mini recreos que te dejaban con ganas de tener más tiempo libre,
el timbre largo se hizo escuchar, para decirnos que era hora de almorzar.

“¿Qué sucede?” pregunté intrigada ante la fija mirada de Nadia. No entendía por qué ella y
Alexis (empujado por ella) me miraban directo a los ojos, cuando ya estábamos ubicados en
el comedor, con comida en nuestra mesa.

“Tus ojos” me dijo ella, mientras él seguía muy entretenido en su sándwich de jamón y
queso.

“Olvidé ponerme las gotas” fue lo primero que se me ocurrió, lo más inmediato que
apareció en mi mente. Pero volví a la velocidad de la luz a ver las imágenes de mi día y SÍ
las había usado, así que no me quedó otra opción que indagar. Estábamos hablando más
que de costumbre, eso se podía ver.

“¿Qué pasa con mis ojos?” pregunté dudosa, creyendo que tal vez no había lavado bien mi
cara en la mañana, o que me había rayado con un marcador como solía ocurrirme en mis
descuidos.

“No exageres, Amelie. Es que con Alexis…” dijo ella, hundiendo su codo en el costado
izquierdo de su cuerpo, para que dejara su sándwich y asintiera.
“…recién nos damos cuenta de que son muy lindos, un color marrón o miel mejor dicho, un
tanto más bello que el color normal” terminó ella, acabando con todas mis tontas ideas.
¿Qué más podía hacer que decir gracias?

“Muchas gracias” fueron las dos únicas palabras que pude lograr emitir, ya que nunca me
sorprendía con un comentario así. Superficial sí, pero nadie más que mis padres se fijaba en
lo bella que podía ser. A pesar de que no era un buen tema para romper el hielo, me alegró
que lo hiciera. Las cosas estaban cambiando y yo estaba empezando a sentirme bien al
hablar con ellos.

“Quedan perfectos en tu cara. ¿Nunca nadie, además de tus padres, te dijo que eras linda?”
dijo Nadia bromeando, como si supiera lo que yo estaba pensando. Ella creía que yo era
linda. Justo ella, que parecía la muñeca Barbie más hermosa que tenía guardada en un baúl.
Tenía un cuerpo estupendo, sin necesidad de visitar el gimnasio, como otras hacían todos
los días. Su pelo era rubio, lacio y caía perfecto sobre sus hombros, ojos azules y alta como
una modelo de pasarela.

“Sexy” comentó Alexis lamiendo su dedo, en el que había quedado un poco de mayonesa.
Nadia aclaró su garganta y a mí me pareció que el cometario, su adjetivo: “sexy”, de él
hacia mí o al resto de mayonesa en su dedo (no estaba segura), no le agradó a ella para
nada.

Miré a mí alrededor, al gran comedor del colegio. Hasta en eso parecía extranjero. Había
una gran barra de comidas, donde podíamos elegir con que deleitarnos día a día. Y vi a
todos los grupos, las clases que unas horas atrás pude distinguir con tanta claridad. Todos
formando parte de mi vida. Era extraño lo que estaba sintiendo, pero no se sentía para nada
mal pertenecer a algo, por más malo que me pareciera.

Observé a Nadia y Alexis, que hace unos pocos meses, y a pesar de conocernos ya casi un
año, me seguían a todos lados. Soportaron mi ignorancia e indiferencia todo ese tiempo.
¡Qué mala había sido!

Los miré jugar y bromear del otro lado de nuestra pequeña mesa, cerca del gran ventanal
con vista al bosque.
“¿Por qué soy tan cerrada y egoísta? Les tengo que dar la oportunidad. Es hora de salir de
la crisálida Amelie. Hay que experimentar la metamorfosis” me alenté a mi misma, con
metáforas referentes a mis amadas mariposas.

“Gracias” dije usando un tono de voz más alto que el que debería haber usado. Los que
estaban sentados en la mesa cercana se dieron vuelta, miraron e hicieron una risa de burla,
lo que no me importó, porque tenía que decirlo.

“De nada. Pero, ¿a qué viene eso?” preguntó Alexis, mientras otra vez, los dos me miraban
como un objeto de estudio, como una rareza. Pero tuve que darles la razón, porque ellos no
estaban pensando lo mismo que yo en ese momento y no tenían ni una mínima idea del
porqué de mi agradecimiento.

“Expresarme abiertamente, no va mucho conmigo, pero… les agradezco el haberme


aceptado, soportado estos meses y ser mis amigos” finalmente pude decirlo, MIS
AMIGOS, que más que eso podían ser. Siempre habían estado conmigo, apoyándome y
golpeando al que se atrevía a jugarme bromas por ser la “nuevita” del lugar y yo no
reaccionaba.

La Barbie inteligente y amante de los libros, que si tuviera sólo una neurona, les quitaría el
trono a las populares y el chico sin interés por los deportes pero con hermoso cuerpo, sin
modales a la hora de comer, que podía quitarle el puesto a los musculosos deportistas,
ERAN mis amigos, no había otra palabra que lo describiera mejor.

“Sabes que siempre estaremos para lo que nos necesites. Sólo debes hablar un poco más”
dijo Nadia, tomando mi mano izquierda y apretándola fuertemente. Eso fue mucho más de
lo que esperaba.

“Si no, ¿para qué son los amigos?” comentó Alexis y tomó mi mano derecha. Bueno, eso sí
que fue más que demasiado, pero lo tenía que soportar.

“Patético” dijo Gina, la chica más popular del colegio, al pasar con su séquito uni-neuronal,
con el brazo de Augusto, el líder del equipo de fútbol, enroscado en su cuello. Ellos iban a
nuestro curso pero no los registraba, a menos que respondieran una tontería cuando algún
profesor preguntaba algo serio.
“Igual que tú” dije para nosotros tres y comenzamos a reír a carcajadas, mientras las fieras
de la selva superficial se alejaron de sus presas.

La hora del almuerzo había terminado más rápido que de costumbre, pero fue el almuerzo
mas diferente que había tenido.

Las materias de la tarde transcurrieron igual que siempre, nada que ya no supiera, pero para
quedar bien ante los ojos de cada profesor pretendía tomar notas, mientras sin sentido,
escribía mi nombre miles de veces en una hoja. También dibujaba mariposas de alas
complicadas y me tomaba todo el tiempo de pintarlas.

La mirada de Leo, aun irritante sobre mí, me hizo respirar hondo para calmarme y no
levantarme a darle una bofetada, así que baje la vista a mis dibujos.

Luego mis deseos fueron escuchados. Había estado pidiendo fuertemente y con todas mis
energías, que la tarde escolar terminara, cuando el sonido del timbre final me dejó más que
satisfecha, con una sensación de poder. Como que si mis deseos se cumplían, si realmente
así lo quería.

Cuando estaba a punto de subir al colectivo, alguien tomó fuertemente mi brazo. Era Nadia
y no sabía qué era lo que me venía a decir.

“Hey, pensábamos con Al…” y señaló a Alexis en el estacionamiento, así que supuse que
ese era su apodo o diminutivo.

“…que tal vez querías venir a casa, a hacer el trabajo de historia y comer algo después.
¿Qué dices?” agregó ansiosa. Recordé que me había dicho que tenía que dar oportunidades,
poco a poco estaba saliendo a la vida. Iba a responder positivamente.

“Claro. ¿Por qué no? Además necesito ayuda con la primera guerra mundial” comenté,
sacando el celular del bolsillo de mi bolso negro, que llevaba cruzado en mi hombro. Le
mandé un mensaje a mamá.

Me voy a hacer un trabajo de historia con Nadia y Alexis. Después vamos a comer algo en
su casa. Vuelvo más tarde. Enviar.
“No te preocupes por la vuelta. Al tiene auto, nosotros te llevamos” comentó ella
abrazándome, como si hace tiempo quería hacerlo. Y me sentí egoísta otra vez, porque
siempre les había mezquinado afecto, así que traté de apretarla un poco para que el abrazo
fuera caluroso. Ella se rió, de mi torpeza con el saludo seguramente.

“Gracias, pero no quiero molestar. Puedo volver en taxi, no hay problema” le dije
sonriendo un poco, tratando de no decepcionarla, mientras leía el mensaje de respuesta de
mamá.

BUENISIMO. Decía con letras mayúsculas que denotaban sorpresa. Seguro estaba más que
feliz y llamando a papá, porque su hija estaba empezando a tener vida social. Empecé a reír
por lo que estaba pensando y le mandé el siguiente mensaje: los chicos me llevan en su auto
después, nos vemos, besos.

“¿Cuándo vas a entender que no eres una molestia para nosotros?” dijo ella con un tono de
enojo en su voz, pero tenía toda la razón. Hace unos minutos había entendido que nada que
viniera de mí, era molestia para ellos, porque realmente yo les agradaba. Tenía que dejar de
pensar en que yo no podía caerle bien a nadie, ya que ellos eran la prueba viviente.

“Bueno, iré y volveré a mi casa con ustedes. Ya se los informé a mis padres, así que no hay
vuelta atrás” dije amenazante mostrándole mi celular.

Nos acercamos a Alexis, quien abrió el baúl para mí, indicándome que ese sería el lugar del
auto que ocuparía. Saqué la lengua en su dirección y se apresuró a abrirme la puerta trasera.
Nadia le dedicó una mirada cómplice y se sentó en el asiento del acompañante…

© Todos los Derechos Reservados a Muza Editions Inc. Canadá y Matías Zitterkopf.

ISBN: 9781926828053

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