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01/02/2010

ACTUALIDAD DEL PASADO


Héctor Aguilar Camín ( Ver todos sus artículos )

Dos siglos de cambios y costumbres políticas de México

La historia está en nosotros o en ninguna parte. No está atrás, en ese lugar nebuloso que llamamos
pasado. No está en los libros que codifican esa historia, a menos que los hagamos nuestros, ni en los
papeles muertos de nuestros archivos, a menos que los revivamos con nuestra mirada. Tampoco está en
los templos, los museos o edificios mudos de nuestras ciudades, a menos que los hagamos hablar con
nuestro conocimiento de otros tiempos y otros hombres.

La historia está en nosotros a veces sin que sepamos que es historia, porque no somos sino historia que
pasa. Hay la historia que pasó, materia deliciosa o atroz de historiadores y lectores que acuden a ella
como quien viaja a un mundo fantástico, ya desaparecido. Y hay la historia que sigue pasando en
nosotros a través de cosas que parecen haber estado siempre ahí, pero que tienen su propia historia. Por
ejemplo: que los niños vayan a la escuela o que nos sentemos a la mesa a comer con cubiertos. Hace sólo
unos siglos que existe en nuestra cabeza la noción de niñez y es cosa del siglo XX que los niños vayan a
la escuela. El plácido cuchillo y el inocente tenedor de nuestras mesas son hijos de un proceso
civilizatorio que empieza en las cortes europeas de los siglos XIV y XV; guardan, en su utilidad
inocente, la memoria de rijosos banquetes palaciegos cuyas sobremesas tenían riesgo de sangre, pues los
cortesanos cortaban el pan y la carne con los mismos cuchillos que eran sus armas de combate. Pocos
siglos de vida tienen la poesía amorosa y nuestra noción del amor como asunto de dos.

Todo lo que hay en el reino del hombre ha empezado y terminado alguna vez, todo es historia. Pero hay
la historia que pasó y la historia que sigue sucediendo, eso que Fernand Braudel llamó la historia de
“larga duración”, cuyos cambios, lentos y profundos, duran más que los gobiernos o las batallas.

México es un país proclive a la larga duración. Nuestras costumbres cambian lentamente. Por largas
temporadas somos tributarios, a veces presos, de nuestro pasado. Nuestra demora en viejas huellas es a
la vez una fortaleza y una debilidad de la historia que vive en nosotros. Soluciones de otros tiempos
tienden a volverse obstáculos para los nuevos.

Celebramos en estos años el bicentenario de nuestra Independencia y el centenario de la Revolución.


Queremos sugerir con ello que hace doscientos años apareció en la historia la nación mexicana y que
hace cien años esa nación se refundó mediante una revolución.

Quisiera poner ahora el acento no tanto en las cosas que cambiaron esos acontecimientos centrales de
nuestra historia, sino en algunos de los rasgos que parecen durar a través del tiempo, que extienden su
sombra hasta nosotros y son todavía la historia que somos.

Empecemos por decir que nuestra historia como nación, como entidad diferente de la civilización
europea y de las civilizaciones indígenas que chocaron a principios del siglo XVI en el territorio que hoy
llamamos América, no empieza hace doscientos años, con la Independencia, sino hace quinientos, con la
Conquista, y con el lento molino de la vida colonial que resultó de la destrucción del mundo indígena y
la precaria siembra del mundo occidental en el nuevo mundo. En el vaivén violento y confuso de la
sociedad colonial nace la nación mexicana, con su extraña mezcla étnica y cultural, vertebrada al final
por las hegemonías convergentes del idioma español y la religión católica.

Tiendo a pensar críticamente nuestra Independencia: por sus excesivas y un tanto artificiales rupturas
con el pasado y porque, hechas bien las cuentas, no hay mucho que celebrar en ella. Fue un momento
ingrato para sus contemporáneos. Quizá no haya existido una generación más optimista que la de los
patriotas de nuestra Independencia. Quizá no hay una más desengañada. Esperaban todo de la libertad:
felicidades públicas y abundancias materiales. La historia que fue saliendo de sus propias manos
desmintió sus sueños. Bolívar resumió el desengaño en una frase: “Hemos ganado la independencia a
costa de perder todo lo demás”.

La Independencia no fue una fiesta fundacional. Dejó una sombra de ilegitimidad política sobre la vida
pública, de la que tardamos siglos en salir. De ahí la fila de gobiernos sin peso, traídos y llevados por los
vientos de una libertad que se parecía a la anarquía, y de unas instituciones desconocidas, que parecían
atizar más que ordenar las ambiciones de tantos nuevos ciudadanos sumergidos en la política de
“muchos ideales y pocos escrúpulos” característica de su tiempo. Tardamos décadas en dar con formas y
reglas sólidas de gobierno, en ausencia de las únicas otras que conocíamos: las reglas y las formas
monárquicas.

La Independencia militarizó nuestra vida independiente. Puso los destinos de las nacientes repúblicas en
manos de caudillos militares, y de ejércitos de aluvión, capaces de derribar gobiernos pero no de
construir naciones. Fue también una escuela de desorden fiscal, tradición bruscamente instaurada
mediante confiscaciones patrióticas, préstamos forzosos, deudas impagables, suspensión de garantías
económicas e incautaciones a los adversarios. Las haciendas públicas de las nuevas naciones tardaron
décadas en reponerse del caos independiente, y en los usos y costumbres de los gobiernos se instaló para
siempre la tentación de disponer de la hacienda pública como de un botín de guerra.

Las nuevas naciones hispanoamericanas, además, confundieron la política con la historia. Para fortalecer
su ruptura política con España fueron a buscar su identidad histórica fuera del orbe hispánico, en las
raíces indígenas, la autoctonía criolla o la invención de un pasado clásico americano. Con su raíz
española tuvieron un pleito de negaciones simbólicas que nos confunde todavía.

Todas estas marcas de origen siguen pesando en nuestra vida, son parte de nuestros impulsos públicos y
de nuestras identidades nacionales.
Acaso el rasgo de nuestra fundación nacional que más peso tuvo en la historia subsecuente es que las
independencias hispanoamericanas no fueron sólo parte de la ruptura de los reinos españoles de América
con su metrópoli europea, sino de toda Europa con su propio pasado.

Me refiero al gran tránsito histórico del orden monárquico absolutista hacia el orden republicano y
democrático que se incuba mentalmente en la Ilustración y estalla en la Revolución francesa: el paso del
mundo político sustentado en la voluntad divina, la lealtad de los súbditos y las leyes dinásticas de
transmisión del poder, al mundo republicano sustentado en la voluntad popular y en la transmisión
democrática del poder mediante el voto de los ciudadanos.

Quisiera dedicar estas reflexiones a recordar las dos construcciones mayores de nuestra vida pública
vinculadas a aquel cambio largo: la construcción de nuestra república democrática y el desarrollo de las
leyes y costumbres que la nutren. Por un lado, el tema de la república y la democracia. Por otro, el de las
costumbres y la ley.

No hay fenómeno de más larga duración en la historia política de México que el intento de suplir con
instituciones representativas, democráticas y republicanas el vacío dejado por el derrumbe del imperio
español y la desaparición del rey como fuente legítima de autoridad. A la exploración de este vacío
dedicó Edmundo O’Gorman una de sus más inspiradas reflexiones históricas: La supervivencia política
novohispana.

O’Gorman mostró ahí que el triunfo de la república contra el monarquismo durante el siglo XIX no fue
la fácil victoria vernácula sobre una pasión foránea y caprichosa. Por el contrario: durante trescientos
años de vida colonial la única legitimidad política que conoció el reino de la Nueva España, matriz de la
nación mexicana, fue la legitimidad monárquica.

Lo exótico en el México independiente no era el monarquismo, sino la república. La república triunfó


porque encarnaba el espíritu de los tiempos, el espíritu de la modernidad política que trajeron al mundo
la Revolución francesa y los ejércitos napoleónicos. Interrumpido el vínculo con la corona española, las
costumbres monárquicas de la sociedad mexicana encontraron sustitutos monárquicos en Agustín de
Iturbide (1822), en Maximiliano de Habsburgo (1863), y en distintos caudillos providenciales, como
Santa Anna, quien llenó tantas veces el vacío soberano de la nueva nación, entre 1828 y 1854.

Con el triunfo de los ejércitos de la república sobre el imperio de Maximiliano, en 1867, la tentación
monárquica fue borrada de las leyes, pero siguió viva en las costumbres públicas. Bajo las togas
republicanas crecieron las figuras protomonárquicas del Caudillo en el siglo XIX y el Señor Presidente
en el XX.

El presidencialismo mexicano tuvo, desde sus orígenes, rasgos monárquicos, lo mismo con Benito
Juárez, quien retuvo la investidura presidencial quince años, que con Porfirio Díaz, quien gobernó
treinta, a la cabeza de un régimen político de pactos y clientelas más parecido en su dinámica al régimen
novohispano que a la institucionalidad republicana.

Al final del experimento protomonárquico que llamamos Porfiriato (1884-1910), Díaz y los mexicanos
se encontraron con el mismo vacío que habían tratado de llenar todos los gobiernos decimonónicos,
incluidos sus antecesores republicanos y liberales: el vacío de la legitimidad en la transmisión del poder.
No había mecanismos aceptados para designar sucesor en el gobierno. Pasada la pax porfiriana, seguía
sin haber una forma legítima de transmitir el mando. El rey estaba ausente, la república democrática
también. Siguió la discordia política evitada treinta años a instancias del mismo conflicto que había
agitado siempre la vida política de la nación: la sucesión presidencial. Esta vez, la del año de 1910.

Vino la Revolución. Los revolucionarios llegaron al poder amparados en la legitimidad de la fuerza,


mediante la destrucción militar del antiguo régimen. Pero apenas se sentaron en el trono, bajo la
presidencia de Venustiano Carranza, los dividió la vieja ausencia de siempre: la falta de un mecanismo
legítimo de transmisión del poder. La sucesión presidencial de 1919 se definió por una rebelión más del
caudillo militar de la hora: Álvaro Obregón. Obregón escogió para sucederlo a su paisano Plutarco Elías
Calles. Los pares de Calles se inconformaron y hubo la rebelión de 1923, cuya derrota dio el poder a
Calles. Camino al momento de su propia sucesión, Calles se encontró con que Obregón quería
reelegirse, aunque la reelección hubiera
sido prohibida por una revolución
provocada en gran parte por las
reelecciones porfirianas.
 
Hubo la enmienda para permitir la
reelección del Caudillo. Costó una
conspiración que fue sofocada, en 1927.
El Caudillo fue reelecto. Pero antes de
asumir el poder, fue asesinado, dejando
tras su muerte un enorme vacío político
en cuyo centro reapareció, más grande
aún, el vacío no llenado desde la
Independencia: cómo elegir al que
gobierna en un país con leyes
republicanas, representativas y
democráticas, que sin embargo no tenía
partidos políticos, ni elecciones libres, ni ciudadanías activas, ni verdadera compatibilidad entre sus
leyes y sus costumbres.

La solución de Calles en 1928, perfeccionada por Lázaro Cárdenas en 1940, fue una actualización del
modelo pactista, clientelar y corporativo, más parecido al antiguo régimen porfiriano, o a la tradición
novohispana, que a la tradición liberal republicana.

Así llegó al mundo el sistema presidencial de partido hegemónico que gobernó México medio siglo,
desde 1940, y resolvió sexenio a sexenio, en forma cupular pero efectiva, el problema crónico de la
sucesión.

Luego de la represión del movimiento estudiantil de 1968, un sentimiento de agravio levantó sombras de
ilegitimidad y amagos de violencia sobre la solidez de apariencia monolítica del régimen. La crisis
económica de 1982, que significó la quiebra de las finanzas públicas, erosionó seriamente el acuerdo con
la continuidad de los gobiernos priistas y, por tanto, con la legitimidad de su pacto sucesorio. A partir de
los años ochenta el país empezó a construir una estructura institucional para dar cabida a su creciente
pluralidad y responder al fantasma de legitimidad en la transmisión del poder que volvía a aparecer en su
horizonte.

Al terminar el siglo XX México había construido las instituciones necesarias para disipar ese fantasma.
Las elecciones habían empezado a ser creíbles. Había empezado a existir y a manifestarse una
ciudadanía real. Por primera vez en la historia política de México los partidos políticos atraían el voto
verdadero de una mayoría de mexicanos que efectivamente acudían a votar —el 80% de los ciudadanos
registrados votó en las elecciones de 1994.

Las elecciones del año 2000 decretaron la primera alternancia pacífica en el poder de nuestra historia.
Nos habíamos tomado más de siglo y medio para cumplir con el ideal republicano democrático firmado
en el primer código constitucional de nuestra república, en 1824. El vacío dejado por la interrupción de
la legitimidad monárquica a principios del siglo XIX había sido llenado por fin con la legitimidad
democrática de fines del siglo XX.

Hasta aquí la sombra larga de la construcción de nuestra república democrática. ¿Qué decir de la
construcción de las leyes y las costumbres que necesita esa república?

Menos exitosa pero no menos larga ha sido esa batalla, la batalla por traer al mundo las leyes y las
costumbres a que nos obliga la modernidad política, elegida hace dos siglos.

Crear un “país de leyes” —un país donde se cumplan las leyes— es el más viejo propósito de los
gobiernos de México. Es también el fracaso político más repetido de
nuestra historia.

Desde su fundación independiente, las obligaciones y derechos de la ciudadanía legal de México no han
logrado coincidir con los comportamientos de la ciudadanía real. La causa originaria de esa distancia la
hemos apuntado antes: la nación jurídica adoptada en México durante el siglo XIX, bajo el credo liberal
inspirado en la Ilustración, era radicalmente distinta, opuesta incluso a las tradiciones monárquicas y
corporativas de la Nueva España, donde se habían formado lenta y profundamente las costumbres de la
nación.
Al empezar el siglo XXI los mexicanos seguimos
presos de aquel magno desencuentro de la ley y la
costumbre que enloquecía a nuestros grandes
pensadores decimonónicos, José María Luis Mora y
Lucas Alamán.

Por razones inversas, Mora y Alamán lamentaban


que las leyes del nuevo país no coincidieran con sus
costumbres. Una cosa decían las leyes y otra cosa
hacía la sociedad.

Mora, el reformista, deploraba la ausencia de


costumbres que pudieran dar sustento cívico a las
leyes liberales en que creía, pensadas para regir una
república federal y democrática, de ciudadanos
industriosos, ilustrados, prósperos e independientes.

Alamán, el conservador, quería más bien lo


contrario: adecuar las leyes a las costumbres
vigentes y fundar la nueva nación sobre sus
continuidades, reconociendo la fuerza histórica de
la herencia colonial, sus hábitos políticos
monárquicos, su religiosidad católica y el vasto
tejido de equilibrios, derechos y privilegios
corporativos en que estaba fundado el antiguo
orden.

La causa liberal ganó el pleito histórico entre la reforma y la conservación, pero su triunfo, fundamental
para la creación nacional mexicana, puso las cosas en el peor o el más largo de los caminos en lo que se
refiere a la formación de un “país de leyes”. A partir del triunfo liberal, en vez de tener leyes que
pudieran ajustarse a las costumbres, hubo que crear las costumbres que le dieran sustento a las leyes
triunfadoras. Creando esas costumbres —costumbres democráticas, republicanas, federalistas,
productivas, en un país monárquico, precapitalista y corporativo— ha pasado México sus ciento
cincuenta años de hechura liberal, desde la promulgación de la constitución de 1857.

Lo cierto es que la primera nueva costumbre que el país adquirió fue la de negociar el incumplimiento de
sus leyes. El gobierno no podía aplicarlas del todo sin afrentar a su sociedad y quedarse solo en la
cúspide, de espaldas a sus gobernados. Se vio obligado entonces a tolerar la ilegalidad como un
compromiso con el orden, pero mantuvo vigentes las leyes incumplibles con un propósito “civilizador”:
crear las costumbres modernas requeridas. También, qué duda cabe, con un propósito político: conservar
en sus manos un instrumento discrecional para el ejercicio de la autoridad frente a intereses, ciudadanos
o movimientos particulares.

Es en esta lógica donde cobra su pleno sentido el dicho atribuido a Juárez, pero que yo no he podido
documentar en ningún lado: “A los amigos, justicia y gracia; a los enemigos, la ley”. La aplicación
estricta de la ley significaba entonces lo que significa todavía en México: una severidad intolerable para
las costumbres vigentes, una suspensión del pacto de ilegalidad consentida en el que estaba y está
fundada la vida diaria de muchos mexicanos, demasiados para proceder legalmente contra ellos sin hacer
estallar el país.

Entonces, como ahora, la aplicación sin excepciones de la ley era cosa imposible o suicida. Aplicar sin
excepciones la ley en el México del bicentenario significaría meter a la cárcel, por evasión de impuestos,
a los millones de mexicanos que viven de la economía informal. Significaría desalojar y consignar por
robo o despojo a la abundante población urbana que vive asentada en terrenos ilegales, y a la no menos
voluminosa población rural que espera, en posesión de terrenos invadidos, la palabra absolutoria de la
autoridad. Tendría que perseguirse y encarcelarse a los miles de campesinos que siembran amapola y
mariguana, y no sólo a sus patronos y compradores. Un gobierno dispuesto a cumplir las obligaciones
que le marcan las leyes tendría que sacar de las calles a los vendedores ambulantes, en vez de oír sus
demandas y satisfacer sus exigencias. Tendría que dispersar con la fuerza pública a los contingentes de
protesta que a menudo bloquean vías generales de comunicación. Hoy como ayer, la autoridad que
decidiera aplicar estrictamente las leyes en México tendría que encarcelar, reprimir, multar o perseguir a
una cantidad imposible de ciudadanos. Tendría que empezar, desde luego, por controlarse a sí mismo,
por castigar y segar la escandalosa fuente de ilegalidad, corrupción e impunidad que sigue siendo el
gobierno en México, asunto, hoy como ayer, de “muchos principios y pocos escrúpulos”. Sin aplicarse a
sí mismo la ley, la legitimidad del gobierno para exigir a otros que la cumplan nunca será verdadera.

La costumbre de la legalidad negociada, la visión de la ley como un terreno de acuerdos, excepciones,


influencias y discrecionalidades, es uno de los nudos de la cultura política del país y se mantiene vivo en
ella al empezar el siglo XXI. Crear un país de leyes significa arrancar esa costumbre de un sector todavía
amplio de la sociedad mexicana. Significa arrancarla también de sus reflejos políticos profesionales,
largamente construidos en dos siglos de prácticas de ilegalidad consentida.
¿Es posible lograr esto? No lo sé, salvo en este sentido relativo: es más posible hoy de lo que era al
momento del triunfo de la causa liberal, hace siglo y medio. Algo de las costumbres democráticas,
ilustradas, federalistas e industriosas que añoraba Mora se han creado en siglo y medio. México es más
parecido hoy a la utopía liberal que lo fundó legalmente en 1857 de lo que era en aquel año.

En suma, de los dos grandes ideales fundadores de nuestra Independencia podemos decir que hemos
alcanzado la democracia pero no la costumbre de la legalidad. Somos en eso, literalmente, un país a
medio hacer.

A las nociones decimonónicas de republicanismo y democracia, nuestra Revolución del siglo XX añadió
la de justicia social. Tratando de acercarnos a estos ideales históricos, lejos todavía de haberlos
cumplido, nos sorprende el primer bicentenario de nuestra historia independiente y el primer centenario
de nuestra Revolución.
La visión crítica que domina nuestro presente contamina nuestra visión del pasado. Se instala con
facilidad la queja retrospectiva: “Nada hemos hecho bien”. Se juzga lo sucedido en siglos por lo
sucedido el día de ayer. ¿Cómo podemos decir que México ha avanzado si los narcos se matan a plena
luz del día?
Lo cierto es que México ha pasado por épocas infinitamente peores que las que vive hoy.

Nuestro camino a la democracia y el bienestar en que se resumen aquellos ideales, eso que nuestros
ancestros llamaron solemne pero honradamente el banquete de la civilización, ha sido un camino largo y
sinuoso, por momentos cruento, de frutos imperfectos, a veces amargos, siempre insatisfactorios.

No hemos alzado los grandes trofeos de la civilización, ni ocupamos los primeros lugares en ella.
Nuestro camino a la libertad, la democracia y el bienestar no ha sido glorioso, es verdad, pero tampoco
ha registrado, hay que decirlo, las cuotas de barbarie que naciones más civilizadas que la nuestra han
dejado en su camino hacia los mismos bienes. No hemos tenido a fondo la civilización pero tampoco la
barbarie.

En su persecución de la libertad, la democracia, la prosperidad o la igualdad, que siguen siendo sus


ideales rectores, México no ha sido nunca, ni en sus momentos más violentos y sombríos, un país capaz
de la barbarie que marca la historia de algunos de los grandes países de Occidente que admiramos.
No hemos sido partícipes de nada parecido a la carnicería napoleónica que transformó Europa, al
infierno de las mortíferas trincheras de la Primera Guerra Mundial, a los fríos y metódicos bombardeos
de población civil indefensa de la segunda, al brutal lanzamiento preventivo de bombas atómicas sobre
Hiroshima y Nagasaki. De nuestros liderazgos políticos desmesurados no ha surgido un Hitler, ni un
Stalin, ni un Mao Tse Tung. De nuestras pobres instituciones públicas no ha nacido un Tercer Reich, ni
un régimen estalinista, ni una dictadura comunista china. De nuestras pugnas fratricidas y nuestras
xenofobias provincianas no ha emergido ni el asomo de un holocausto judío o la sombra de un
archipiélago Gulag.

En busca de la grandeza, en defensa de nuestras libertades o de nuestra hegemonía, en pago de nuestros


sueños de igualdad, no nos hemos sometido como pueblo a las pesadillas bélicas, ni a las utopías
sangrientas ni a las dictaduras concentracionarias del siglo XX.

No hay nada en nuestro pasado que se parezca, ni remotamente, a nada de eso. No hay nada en nuestro
presente, tampoco, que se parezca a nuestros peores momentos históricos de violencia y discordia
internas: ni a la guerra de Independencia, ni a las guerras de Reforma y de Intervención del siglo XIX, ni
a la guerra civil o a la guerra cristera de las primeras décadas del siglo XX.

Doscientos años después de nuestra fundación apresurada, ciento cincuenta años después de nuestra
imperfecta reforma liberal, cien años después de nuestra moderada revolución social, seguimos
forcejeando con nuestros sueños fundadores.

No hemos alcanzado grandes cimas en el proceso de la civilización, pero hemos evitado razonablemente
sus abismos. Hemos persistido, en cambio, en la decisión de volver mundo las ideas de independencia,
ilustración, libertad, democracia y bienestar, que tomamos al nacer de la historia moderna de Occidente,
cuya inspiración asumimos como guía de futuro hace doscientos años y seguimos sembrando,
construyendo y corrigiendo entre nosotros, dos siglos después.

Somos un país considerablemente mejor que el que hemos sido, aunque el país que somos sea tan
imperfecto que merezca y justifique nuestras quejas.
Termino con las cita de dos maestros. La primera, de Enrique Florescano, un llamado al deber y a la
generosidad de la memoria. Dice así:

En la medida en que somos hijos del proyecto colectivo que despuntó en 1810 y fue ratificado en 1910,
los mexicanos del siglo XXI tenemos el compromiso moral de recordar esos orígenes y transmitir su
legado a los ciudadanos de hoy y de mañana. Los objetivos que movieron a los padres fundadores se
mantienen vigentes: República federal, Estado laico asentado en principios democráticos, garantías
individuales, igualdad de derechos y oportunidades, e irrestricta participación ciudadana en los asuntos
públicos. A estos principios liberales la Constitución de 1917 y nuestra historia reciente sumaron los
derechos sociales y la aspiración de erradicar la pobreza, educar a todos, el imperativo de producir
riqueza para satisfacer los rezagos de las mayorías marginadas, vigencia del estado de derecho, la
demanda de equidad y la premura de enfrentar los peligros que amenazan la calidad de vida de las
próximas generaciones.

La segunda cita es de Luis González y González, un grito de independencia espiritual. Dice así:

El grito de Hidalgo del futuro próximo debe ser: ¡Señores, no hay más remedio que ir a remover
supervivencias, encarcelar residuos y enterrar mártires! El nuevo grito de Dolores tiene que arremeter
contra las ánimas de los difuntos que siguen metiéndose con nosotros. Las consignas deben ser: no más
supervivencias inútiles o perjudiciales; no más basura fuera de su lugar; no más remembranzas
encendedoras de odios, suspicacias y quejumbres; no más historias con aspecto de puñales.*

* Enrique Florescano: “Deber de memoria”, en nexos, enero de 2010, y Luis González y González: “La
pesada herencia del pasado, en Diálogos, Colegio de México, julio-agosto de 1981.

Héctor Aguilar Camín. Historiador, escritor y periodista. Su más reciente libro es Pensando en la
izquierda

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