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Toda acción acarrea una reacción. Existe un vínculo entre las cosas buenas
y malas que nos ocurren, y las actividades del pasado. Podríamos preguntar:
¿quiénes fueron los que ahora tuvieron que nacer como terneritos, para ser
sacrificados, luego de una infancia tortuosa y haber vivido encerrados en
una caja sin poder moverse? ¿Qué clase de almas tienen que pasar por
semejante agonía y tormento? ¿Será que su sufrimiento se debe a que en
otras vidas hicieron lo mismo en cuerpos de humanos? ¿Será que detrás de
la carita de este ternerito hay un ser que en la vida pasada fue un hombre
insensible ante el dolor que causó a otros, y ahora le toca sufrirlo en carne
propia? Resulta duro responder abiertamente que sí a este último
interrogante. Pero así opera la ley del karma. Sin embargo, para las personas
ignorantes este asunto no reviste mayor relevancia, no es real y tampoco es
digno de atención.
Si bien es cierto que debemos conocer la existencia del karma y ver que el
sufrimiento de otros y el propio se debe a nuestros actos y al
desconocimiento de dicha ley, no somos jueces del karma ni estamos
autorizados por Dios para gratificarnos con el sufrimiento de nadie. Si en el
mundo todos somos hermanos y hermanas, lo primero que hay que
aprender es que debemos amarnos. Así, seguramente no haremos nada que
pudiera afligir a otros. Las circunstancias desafortunadas o desfavorables
que nos salgan al paso vienen sólo para recordarnos lo peligroso que es
equivocarse.
Con la fe puesta en Dios podremos enfrentar con más valor las dificultades
de la vida. En esta medida hay que esforzarse para comprender los secretos
de su Creación; también, por ser muy auspicioso, cantar sus Santos
Nombres y escuchar a quienes se han dedicado a Él de todo Corazón.