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Índice
Prólogo
Uno de los fenómenos que más les llamó la atención, aparte del
nauseabundo olor, era el polvo gris que todo lo cubría, el paisaje nevado, los
tejados, los desnudos árboles... Inicialmente pensaron que se trataba del
efecto contaminante de las industrias químicas, hasta que advirtieron que
aquel hedor insoportable, que provocaba náuseas incluso a los más veteranos,
era el olor a carne putrefacta, a muerto, pero en una escala que nadie había
tenido que soportar ni en las batallas más sangrientas de la campaña.
El aire aún se volvió más irrespirable al acercarse al centro administrativo
del campo, un antiguo acuartelamiento del ejército polaco, compuesto por
edificios de ladrillo rojo rodeado de alambradas, en cuya entrada, cuberta por
un arco metálico, podía leerse “Arbeit Mach Frei” (el trabajo hace libres).
Hacia ellos avanzaba tambaleante una dantesca procesión de esqueletos, que
producía un clamor pavoroso e ininteligible. Caminaban como zombis,
cubiertos de mugrientos harapos rayados, temblando de frío, de emoción, de
hambre; con los rostros surcados por las lágrimas, contraídos en muecas que
trataban de ser alegres... Los ejércitos vencedores descubrieron en aquel
momento algo que era un secreto a voces dentro y fuera del imperio nazi: los
campos de exterminio, ya mediante cámaras de gas, cualquier forma de
asesinato, el trabajo extenuante, los malos tratos, el hambre, el frío y las
enfermedades derivadas de todo ello y descubrían, también, que dentro de la
maquinaria asesina de Hitler, la víctima más tenazmente perseguida había sido
el pueblo judío... Judíos eran, en efecto, la mayoría de aquellos siete mil
supervivientes hallados por los soviéticos en Auschwitz -denominación alemana
del nombre polaco de Oswiecim-, a judíos pertenecían gran parte de los más
de dos mil cadáveres insepultos que se hallaban hacinados o tirados por
doquier entre los barracones y los que yacían en inmensas fosas, tan
someramente enterrados que sus miembros descarnados emergían de la tierra,
y cenizas de judío era aquel polvo blanco que todo lo cubría, procedente de los
hornos crematorios destruidos por las SS ante el avance del Ejército Rojo.
El personaje nefasto fue, sin duda, Adolf Hitler, pero la idea no surgió de la
nada, no la creó aquel pintor de postales en la Viena del ocaso del emperador
Francisco José, ni el “cabo bohemio”, en frase del mariscal Hindenburg. Los
autores, en los dos primeros capítulos, ofrecen un somero pero suficiente
recorrido por la historia del antisemitismo en Europa desde la Edad Media y,
sobre todo, desde la Revolución Francesa hasta nuestro días. Aquel fue el caldo
de cultivo en el que Hitleer desarrolló su antisemitismo, mucho más fuerte y
sobre todo mucho más peligroso que todo cuanto antes se había visto.
El historiador británico Ian Kershaw, en su obra El mito de Hitler, dice que
las dos obesiones ideológicas fundamentales del pensamiento de Hitler eran
el “Lebensraum” (espacio vital), es decir, el expansionismo a costa de polacos
y eslavos, y el antisemitismo. Ambas ideas fueron muy populares en Alemania,
pero, concluye ese historiador, salvo sus incondicionales y sus fanáticos nazis,
los alemanes no hubieran estado dispuestos a una feroz guerra por conquistar
territorios en el Este y, pese a sus actitudes discriminatorias, “no se acercaban
ni remotamente a la paranoia antijudía de Hitler”. Y, sin embargo, los alemanes
fueron a la guerra y causaron aterradores estragos en el frente del Este y,
salvo en una parte minoritaria, su “desagrado ante los judíos se convirtió en un
atroz y violento odio”.
Bien, Hitler era un feroz antisemita, pero poco hubiera podido hacer solo,
pobre, desmovilizado, sin oficio ni beneficio. ¿Cómo un tipo como aquel podía
encumbrarse hasta alcanzar el poder en Alemania, que, pese a estar en horas
bajas, era potencialmente el primer país europeo por su pujanza demográfica,
económica, científica e intelectual? Es una alucinante historia.
Adolf Hitler fue dando tumbos por Múnich rumiando las responsabilidades
comunistas, socialdemócratas y judías en la Puñalada por la espalda, auto
afirmándose en sus prejuicios antijudíos y antimarxistas gracias a la caótica
situación de Baviera. Esas ideas, la convicción para exponerlas y su incipiente
fuerza oratoria le proporcionaron un trabajo: el ejército lo empleó como
reeducador de los soldados prisioneros en la URSS que estaban siendo
repatriados. Hitler les impartía clases de antimarxismo y antijudaismo. En esas
labores vinculadas al ejército hubo de asistir a mítines políticos de formaciones
que podía resultar sospechosas. Así, observó con mirada crítica lo que hacían
los diferentes oradores y midió con precisión la reacción del público ante los
diversos asuntos y argumentos. En esa actividad fue adquiriendo experiencia y
halló la ocasión para integrarse en el partido, del que en pocos meses sería
auténtico líder: el Deutsche Arbeiter Partei (Partido Alemán del Trabajo), que
respondía a las siglas DAP.
Tal como se preveía, los cansados electores dieron la espalda a las urnas. El
NSDAP obtuvo 11,7 millones de votos, el 33,1%. Con todo, seguía siendo el
partido más votado y el más numeroso en el Reichstag, con 196 escaños.
Goebbels respiraba aliviado al conocer los resultados: “Hemos sufrido un
fracaso, evidentemente, pero los resultados son mejores de lo que habíamos
calculado”. Y, tal como predijera Hitler, el éxito psicológico correspondió a los
nazis, pues a su izquierda solo destacaban los comunistas con 100 diputados, y
a su derecha el Gobierno solo conseguía 14. El Reichstag de otoño era igual de
ingobernable pero los nazis seguían en cabeza.
Todo esto lo tenía Hitler en sus manos antes de alcanzar sus primeros cien
días como Canciller. A partir de ahí nada lo detendría: terminó con los partidos
políticos y los sindicatos; dictó leyes para la mejora de la raza -que consistían
en eliminar o esterilizar a enfermos incurables o afectados por enfermedades
congénitas- o para depurar el mundo de la cultura y el arte, con las piras
gigantescas de libros de autores repudiados. De la Alemania nazi desaparecen
las obras de Mann, Remarque, Proust, Wells, Einstein e incluso de literatos del
pasado como Heine o Zola, y quedaron proscritos artistas como Kandinsky,
Klee, Molde, Dix, Picasso, Kokoschka o Van Gogh, que no se quemaron pero
desaparecieron de los museos, y fueron almacenadas o vendidas en el
extranjero.
Nada se resistía a su voluntad. Había acaparado casi todo el poder, y el
pueblo, aunque seguía viviendo los últimos coletazos de la Gran Depresión,
creía vislumbrar que algo se estaba moviendo y a punto de mejorar. Por eso se
secundaban locuras como las quemas de libros o la imposición de la batería de
medidas antijudías que se pusieron en vigor. El primero de abril de 1933 se
convocó una jornada de boicot contra los comercios judíos; se promulgaron
decretos que ordenaban abandonar sus puestos en la Administración, la
Universidad, la Jurisprudencia y la Medicina a todos los “no arios”. Esas
medidas afectaron a muchos millares de judíos, que hubieron de cambiar de
trabajo o se exilaron; el caso más espectacular fue el de Einstein, premio
Nobel y profesor de Física en Berlín, que se afincó en USA en 1933. El propio
Hindenburg, que apenas se enteraba ya de lo que estaba ocurriendo, escribió
una carta a Hitler protestando por aquellas medidas y recordando los servicios
relevantes de los judíos durante la Gran Guerra: “...si fueron dignos de luchar
y desangrarse por Alemania, también debe considerárseles merecedores de
seguir sirviendo a la patria desde sus trabajos profesionales”. Hitler prometió
ser clemente pero no revocó ninguna de sus disposiciones, aunque pospuso de
momento el paquete de medidas antisemitas.
Hitler fue apretando aún más el dogal antisemita. Entre la puesta en marcha
de las Leyes de Núremberg y la Noche de los cristales rotos -el 9 de noviembre
de 1938-, la vida de los judíos en Alemania se iría convirtiendo en una
pesadilla. Se les prohibió asistir a conciertos, al cine, al teatro, a las escuelas
estatales; se les retiraron los permisos de conducir y el ejercicio de profesiones
como dentista o veterinario; se les impidió el acceso a exámens profesionales
para las cámaras de comercio, industria y artesanía. Los nazis legislaron
incluso los nombres entre los cuales podían elegir los judíos; quien llevara ya
nombre de pila diferente a los autorizados debía añadir Israel o Sara. La
mayoría eligió el camino del exilio, pero los que no poseían nada tenían difícil
encontrar el dinero para irse o hallar quien los rescatara desde el extranjero;
algunos con más de diez generaciones en Alemania y pequeños negocios en
propiedad prefirieron pensar que aquella terrible época pasaría y se quedaron.
En noviembre de 1938 comprenderían la futilidad de sus esperanzas.
Los autores han intentado demostrar, primero, que las grandes potencias
conocían la “solución final” iniciada por el III Reich tras la conferencia de
Wannsee, en enero de 1942 y, segundo, que nada hicieron para remediar la
tragedia, pues su empeño era ganar la guerra lo antes posible y con la victoria
se pondría fin a la vesania exterminadora de los nazis; por eso se ahorraron
toda actuación en otros asuntos que hubieran distraido fuerzas, hombres y
medios.
Introducción
EL GRAN CARNAVAL DE LA MUERTE
Capítulo Uno
JUDIOS, GENTILES Y ALEMANES
La Iglesia se mantuvo firme en la idea de que había un sitio para todas las
cosas y para todos, incluso los judíos. En la Alta Edad Media este concepto
encarnó el sistema teológico dominante en la Europa medieval llamado
teología escolástica, que se desarrolló en las universidades. La escolástica
mantenía y respetaba estrictamente las distinciones y separaciones sociales.
La impronta de Dios tenía que estar en todo lo creado, como sostenía Tomás
de Aquino, el gran escolástico, filósofo y profesor de la Universidad de París en
el siglo XIII.
Esta idea recibió un decidido giro político de manos del poeta italiano Dante.
Su tratado sobre la monarquía como institución es una exposición clara de lo
que pensaba la gente educada en la Edad Media. La humanidad existía para
realizar el potencial intelectual humano.
Durante la Peste Negra que asoló Europa en 1348 y 1349, los judíos fueron
expulsados “para siempre” o “por al menos doscientos años”. Pero como eran
necesarios por motivos económicos, al cabo de un año se les permitió volver,
pero en peores términos y condiciones más estrictas de reclusión. Ante esta
situación, muchos emigraron de Francia y Alemania al Este, hacia Austria,
Bohemia, Moravia y Silesia, incluso Polonia, donde les ofrecieron mejores
oportunidades económicas y, esperaban, mayor estabilidad.
A mediados del siglo XVII, la mitad de la población judía del mundo (dos
millones) vivía en Europa central, Polonia y Lituania, segregada de la sociedad
cristiana por las leyes estatales y por su propia voluntad. Tendían de forma
natural a vivir cerca de la sinagoga, la casa de baños, la escuela y las tiendas
kosher. Hablaban yídish, un idioma común que podían utilizar entre ellos,
esperando que los cristianos no los entendiesen.
Las leyes antiguas, desde 1215, obligaban a los judíos a llevar ropas
diferentes; cuatrocientos años después, el gorro cónico y el parche amarillo de
tela con forma de círculo, las “señales hebreas”, habían desaparecido. Sin
embargo siguieron distinguiéndose por su vestimenta, los rizos de pelo que les
caían sobre las sienes a los hombres y el cabello tapado de las mujeres. El
mundo de los cristianos era un sitio para ganarse la vida, su comunidad era
conservadora y tradicional.
A los ataques contra los judíos, o pogromos, durante la Edad Media se les
dio una justificación teológica para excitar a las masas, utilizando viejas
palabras que incitaban al odio. Sin embargo, estos disturbios tenían poco de
religioso. Más bien, los judíos y otros grupos estaban atrapados en una lucha
por el poder político. Los hebreos de la Europa medieval estaban bajo la
protección del rey o de un noble local y los pogromos fueron conflictos entre
las autoridades religiosas y seculares.
Los mendigos, los leprosos, los viajeros en tránsito e incluso aquellos a los
que la Iglesia consideraba herejes, como los albigenses, una secta gnóstica de
Aquitania, estaban bajo el amparo de un monarca o de un noble. Los leprosos
o los albigenses eran comunidades que, como la judía, fueron víctimas de la
violencia. Durante la Cruzada de los Pastores de 1320, que abarcó a toda la
Francia actual y el norte de España, los leprosos fueron perseguidos tan
despiadadamente como los judíos. Y a pesar de la protección del conde de
Tolosa los albigenses se convirtieron en un peón dentro de una simple lucha
política que enfrentaba a la Iglesia, al rey de Francia y a un noble de la región.
Fueron asesinados en masa.
Esta era una nueva clase de antijudaísmo, más política que religiosa. El
lenguaje de Fichte pudo haber sido extermista, pero su razonamiento lo
recogieron los historiadores de la derecha durante todo el siglo XIX. Los judíos,
sencillamente, no eran parte de la nación. No importaba que hubiesen vivido
en Francia, Alemania o Italia desde la época de los romanos, o durante mucho
más tiempo que las tribus que habían emigrado a esas tierras en el siglo V y
formaron la espina dorsal de las nuevas naciones. Los historiadores
nacionalistas pasaron por alto su presencia, o la describieron como algo nocivo
y exterior a la propia nación. Para el nacionalista Michelet, Francia
representaba el ideal del progreso, mientras Inglaterra estaba enfangada en la
tradición. Los judíos, con sus préstamos, comercio y tradición financiera, eran
extraños a Francia y en Inglaterra se sentían como en casa. “Los judíos, dígase
lo que se quiera de ellos, tienen un país: la Bolsa de Londres; viven en
cualquier sitio, pero sus raíces nacen en el país del oro. Y ahora que el dinero
de todos los Estados está en sus manos, ¿qué pueden amar? Inglaterra, la
tierra del status quo. ¿Qué pueden odiar? Francia, la tierra del progreso”.
Durante la década progresista de los años cuarenta del siglo XIX, Karl Marx
esperó que otra revolución completara los objetivos de la francesa de 1789. En
1847 las condiciones parecían maduras: las malas cosechas habían acabado
con los alimentos de primera necesidad en Europa. En Francia y Alemania
estallaron revueltas, y la situación empeoró cuando el desempleo aumentó y
los artesanos vieron sus medios de vida amenazados por la producción
industrial. Marx y su colaborador Friedrich Engels proclamaron la más famosa
llamada a las armas de la historia. “Pueden temblar las clases dominantes ante
la revolución comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella
salvo sus cadenas. Tienen un mundo que ganar. !Proletarios de todos los
países, uníos!”.
Los revolucionarios franceses fueron a las barricadas en febrero de 1848. En
Alemanis hubo manifestaciones y se exigió libertad de reunión, de prensa y el
juicio por jurado. Millones de alemanes creían que grandes acontecimientos
estaban a punto de suceder. “El viejo mundo está desmoronándose, y uno
nuevo surgirá de este, pues la excelsa diosa Revolución viene susurrando sobre
las alas de la tormenta” (Richard Wagner).
Wagner creía que la nación alemana había sido dotada con una rica vida
interior, desarrollada durante la severa prueba de la guerra de los Treinta Años.
El cuerpo de la nación había sido aniquilado, pero “el espíritu alemán había
sobrevivido”. En medio de las ruinas materiales, los alemanes se dieron cuenta
que eran una nación del espíritu, y el Grial que había conservado dicho espíritu
era la música, y su custodio Johann Sebastian Bach. “Lo bello y lo noble no
vino al mundo en consideración al beneficio; ni siquiera por amor a la fama y al
reconocimiento”. Y Wagner concibió el festival de teatro que fundó en la ciudad
bávara de Bayreuth en 1876 como el castillo del grial de una nueva Alemania
espiritual. Lejos de los teatros cosmopolitas, dirigidos por judíos, Bayreuth
permitía a la nación alemana recuperar el sentido de sí misma, viviendo la
fuerza mítica de su antigua épica propia: los Nibelungen.
Pronto Bayreuth se convirtió en el centro de peregrinaje de los jóvenes
alemanes que compartían la visión de Wagner. Algunos extranjeros habían
llegado a la misma conclusión, como el conde de Gobineau.
Eso iba más allá del nacionalismo; eso era racismo, e incluso un nacionalista
tan apasionado como Renan lo calificó de desatino pernicioso. “La verdad es
que no hay raza pura”; la premisa de Gobineau eran “un gravísimo error”. Con
espantosa precisión predijo que si la ideología del conde se impusiese,
“significaría la ruina de la civilización occidental”. Y al refutar rigurosamente a
Gobineau, Renan sostuvo que “aparte los caracteres antropológicos, la razón,
la justicia, lo verdadero, lo bello, igual es para todos”. Por otra parte, si las
diferencias raciales tenían un fundamento científico, ¿qué sucedería cuando
dichas ideas científicas cambiaran? “¿Han de cambiar entonces las naciones a
la par que los sistemas? Los límites de los Estados seguirán las fluctuaciones
de la ciencia... ¿Le dirán al patriota: Te han engañado, creías ser eslavo pero
eres germano?...Luego, diez años más tarde, os dirán que sois eslavo.”
Sentían que había llegado el momento de tomar una decisión: O bien las
últimas gotas de sangre “aria” desaparecían en un crisol de razas, o bien los
“arios” tendrán que luchar para invertir el proceso de la degeneración; se
renovarían a sí mismos y se convertirían en una nación superior, idónea para
gobernar el mundo... Exigían la emancipación del ario que había en nuestro
interior, del “ario oculto”. “Si deseamos convertirnos en señores, debemos ser
arios”, escribió Kretzer.
El ario oculto: el héroe, el hombre que lucha, el soldado. “Entraña una vida
heroica, tal como Beethoven había descrito en su sinfonía del mismo nombre, y
no la felicidad de las masas, del rebaño”. Eran expresiones violentas que no
cayeron en saco roto en una sociedad que contaba con filósofos como Friedrich
Nietzsche. Como a muchos contemporáneos, a este le dolía vivir en una época
de decadencia general. Y el problema era el cristianismo, que había dado como
fruto una cultura vulgar, mediocre. El cristianismo estimaba a los desdichados
y a los débiles. Nietzsche, por el contrario, exigía un hombre nuevo, poderoso
y orgulloso, un Übermensch (superhombre) que evitara las enseñanzas
cristianas. Pero si tenía que haber Übermenschen, también tenía que haber
Untermenschen (infrahombres). Y si los alemanes, con su sangre “aria”, serían
los primeros, a los nazis no les costó mucho tiempo identificar a los judíos en
el segundo grupo.
Había que hacer algo. Estaba claro que la justicia militar no existía, así que
Zola se preparó para que lo juzgaran a él mismo en los tribunales ordinarios.
Bajo el titular a toda plana de “J´ACCUSE”, Zola escribió su famosa carta
abierta a Félix Faure, presidente de la República, recordándole la
responsabilidad que tenía de defender los ideales de justicia, acusando
directamente a ocho oficiales de alta graduación del ejército, citándolos por su
nombre. La carta encendió la cólera del público. Antisemitas, católicos y
extremistas nacionalistas provocaron disturbios en treinta ciudades, atacando
las tiendas judías y las sinagogas al grito de “!Muerte a los judíos! !Viva el
ejército! Zola fue juzgado y condenado por difamación. Pero como había
previsto, durante su juicio se desvelón, finalmente, lo que el ejército sabía y
había encubierto desde hacía mucho tiempo: la mano que había escrito la
infame carta encontrada en la embajada alemana en 1894 era la de Esterhazy,
no la de Dreyfus. La marea cambió. Un año después, en 1899, el presidente
perdonó a Dreyfus y en 1906 el fallo del tribunal militar fue revocado.
(Sin embargo, no fue hasta el 7 de septiembre de 1995, que el ejército francés
declaró oficialmente inocente a Dreyfus).
Capítulo Dos
LA GRAN GUERRA Y SUS TERRIBLES CONSECUENCIAS
Los jóvenes sensibles de todas las naciones escribieron sobre las matanzas
que habían visto. Para el veterano francés Henri Barbusse, la guerra había
adquirido un nuevo significado. “...esta guerra es la fatiga espantosa y
sobrenatural, y el agua hasta el vientre y el barro y la infame suciedad. Las
caras mustias y las carnes hechas jirones, y los cadáveres sobrenadando la
tierra voraz. Es esto, esta monotonía infinita de miserias, esto y no la bayoneta
que centellea como la plata, ni el canto del gallo del clarín bajo el sol”. Ernst
Jünger, veterano alemán del frente occidental, poseedor de las más
prestigiosas condecoraciones, estaba de acuerdo. Para Jünger, un campo de
batalla era un paisaje en el que ”la muerte se deshacía dentro de una carne de
pescaso verdosa que resplandecía por la noche, surgiendo de los uniformes
desgarrados. Cuando ascendían, dejaban rastros de fósforo. Otros, marchitos
hasta adquirir el color de la tiza, momias sin vendas... En la noche sofocante,
los cadáveres hinchados recobraban una vida de espectros, mientras los gases
siseaban, al escapar por las heridas. Lo peor de todo era el bullicioso borboteo
que emitían gusanos incontables”.
Como muchas familias habían perdido a los hombres que las mantenían, las
mujeres se encontraron, por primera vez, con muchos puestos de trabajo
disponibles. Ya no estaban en su hogar, cuidando de sus hijos. Estos asistían a
la escuela de forma esporádica, pues muchas de ellas cerraron durante la
guerra a causa del frío, consecuencia de la carestía de combustible, además de
la falta de profesores reclutados por el ejército. Con la madre en el trabajo y el
padre en el frente, los niños en edad escolar pasaban la mayor parte del día
haciendo cola con las cartillas de racionamiento de la familia para conseguir
comida o combustible.
En 1935 Georg Hermann se dio cuenta de que “el alud que nos enterraba
había empezado a deslizarse en una fecha tan temprana como agosto de
1914, y no importaba cuántos votos habíamos emitido, pues éramos incapaces
de detenerlo”. Y apremiaba a la siguiente generación para que no se dejase
pillar desprevenida como a él le había sucedido. “Solo podríamos haberlo
parado si, desde el mismo principio, hubiésemos adoptado las técnicas de
nuestros enemigos y asesinado a los líderes de sus movimientos, en vez de
sostenerles los estribos para que pudiesen montar en sus caballos”.
La vida se había vuelto cada vez más difícil para los judíos que vivían en el
Territorio durante los treinta años que precedieron a la Gran Guerra. La
población agrícola se estancó mientras la población aumentaba, y como
resultado se extendieron la pobleza y el hambre. Esta situación provocó
violencia y movimientos revolucionarios y motivaron otro género de violencia
contra los judíos: los conservadores argumentaban que este tipo de
insurrecciones eran muy poco rusas y relacionaban estos movimientos políticos
con los judíos. En una situación de debilidad gubernamental y revolución en
fermento, estaban especialmente expuestos al antijudaísmo tradicional y el
antisemitismo racista. El pogromo de Kishinev de 1903 que, como otras
matanzas de la Edad Media, tuvo lugar en Pascua, se inició con un “libelo de
sangre”, mito que sostenía que los judíos usaban la sangre de niños cristianos
para hacer el pan ázimo que los hebreos comen durante su propia Pascua.
Cincuenta y cinco judíos murieron, unos 500 resultaron heridos, ardieron 700
casas y 600 tiendas fueron saqueadas. Otra serie de pogromos siguió a la
destrucción de la flota rusa a manos japonesas, y el Gobierno ruso no hizo
esfuerzo alguno para evitarlos. Después de todo, eran un elemento extranjero,
nunca podrían ser rusos.
En honor de la Duma, hay que decir que todos los diputados estuvieron de
acuerdo con su colega y pidieron al Gobierno que detuviese las deportaciones.
Un grupo de 225 escritores se unió a los parlamentarios firmando un
manifiesto que exigía la “unión completa de todas las nacionalidades que
vivían en Rusia” y el establecimiento de la “igualdad para todos los
ciudadanos”. Como la Constitución no exigía que el Gobierno respondiese a la
Duma, el zar, temiendo que mermara su autoridad, no hizo nada.
Los seguidores del zar no olvidaron esos hechos. Y como el retrato de “Karl
Marx, el judío” sustituyó a los iconos, la nobleza y el estamento militar se
acordaron de los panfletos que habían predicho que los judíos arruinarían
Rusia, desposeerían a los campesinos, cerrarían las iglesias y esclavizarían a
la población, pasando por alto el hecho de que los seguidores de Marx también
despojaron a los artesanos judíos y cerraron las escuelas y sinagogas hebreas.
Un periodista inglés observó que los oficiales rusos “sostenían que todo
aquel cataclismo (la revolución) había sido maquinado por alguna grande y
misteriosa sociedad de judíos internacionales”. Haciénose eco de los
Protocolos, proclamaban el antisemitismo la verdadera razón de ser de la
contrarrevolución blanca. Derrotados al fin por los rojos, los oficiales blancos
escaparon al oeste, convencidos de que los judíos era responsables del
bolchevismo.
“Y todo esto ha sido en vano”, escribió Adolf Hitler en Mein Kampf. “En vano
todos los sacrificios y privaciones, el hambre y la sed, las horas en las que un
miedo mortal atenazaba nuestros corazones, mientras cumplíamos, sin
embargo, con nuestro deber, y en vano la muerte de los dos millones que
cayeron”. E invocó la apertura de sus tumbas “para que aquellos héroes
cubiertos de barro y sangre retornaran como espíritus de venganza a la patria
que los había engañado con semejante escarnio”.
Exigían el sur del Tirol, e Istria, Dalmacia y Albania a lo largo de la costa del
Adriático. En Istria vivían grandes grupos de italianos; en Dalmacia había un
puñado de ellos, aunque había mantenido relaciones históricas con Venecia. Y
Albania era sencillamente el postre. Francesco Nitti, primer ministro italiano,
procuró delimitar las exigencias territoriales de su país. Pero la verdad era que
en Istria y el sur del Tirol había otros grandes grupos étnicos; había que buscar
mucho para encontrar un italiano en Dalmacia, y el Albania no había ninguno.
Nitti, por razones estratégicas, estaba dispuesto a presionar por el sur del Tirol
e Istria pero argumentaba que el resto de las reclamaciones eran irrazonables.
Lo que decía lo hacía. Al mes siguiente celebró el primer mitin con los que
se oponían a la paz, los fasci di combattimento. Y eligieron como símbolo una
insignia de la antigua República de Roma, el fasces, una segur que en aquella
época significaba autoridad, rodeada de un haz de varas, para demostrar la
fuerza en la unidad. Italia podría recurrir a la grandeza de su pasado para
crear un magnífico futuro. Esta visión atrajo a los arditi desmovilizados, las
tropas de choque italianas que, en palabras de Mussolini, “se arrojaron al
combate con bombas en las manos y dagas en los dientes, con el mayor
desprecio de la muerte y entonando sus heroicos himnos de guerra”. Los arditi,
a cambio, influyeron en Mussolini, que adoptó la camisa negra de su uniforme
y su afición por las acciones violentas.
Zweig estaba conmocionado. “Por primera vez, supe entonces que aquel
fascismo legendario, del cual tan poco sabía, era real, que era algo muy bien
dirigido capaz de atraer a jóvenes decididos y osados y convertirlos en
fanáticos”.
En cambio, los nazis miraban hacia atrás. El hombre del futuro ya había
existido en el pasado y, para convertirse en ese hombre del futuro, uno tenía
que liberar el “ario” que había en un interior. Los arios, o antiguos teutones, no
eran simples ejemplos, modelos del pasado e ideales que imitar; eran el
pasado y el futuro a la vez. Y los “no arios” no se ajustaban a ese patrón y,
explícitamente estaban excluidos.
Hitler y los nazis supusieron que este era el momento propicio para montar
su “Revolución Nacional” al estilo de Mussolini. Su objetivo era derribar al
Gobierno bávaro y avanzar rápidamente hacia Berlín. Sin embargo, Alemania
no era Italia. A Mussolini lo habían invitado y llevaba en el bolsillo una carta
secreta del rey Víctor Manuel III, cuando dejó Milán para marchar sobre Roma.
Hitler no tenía el beneplácito de las autoridades bávaras y berlinesas. Después
de pasar la noche en una cervecería muniquesa, los nazis emprendieron su
propia “marcha” el 9 de noviembre, pero fueron detenidos al instante. En la
refriega murieron 16 nazis. Por otro lado, Hitler fue acusado de un delito que,
de conformidad con el artículo 81 del Código Penal alemán, conllevaba una
pena de cadena perpetua. El tribunal lo ensalzó como un gran patriota alemán
y lo condenó a cinco años de cárcel. Preso en la fortaleza de Landsberg, que
era como un hotel, y acompañado de sus acólitos, aprovechó para escribir
Mein Kampf.
Capítulo Tres
PROMESA Y PRACTICA NACIONALSOCIALISTA
Las desgracias de Brüning fueron las llaves de Hitler para acceder al poder.
La Depresión era un problema político, no económico, les dijo a los hombres de
negocios en el Club Industrial de Düsseldorf en enero de 1932, y la bolsa poco
importaba. Lo que discutía eran las divisiones internas y el derrumbe de
Alemania. La solución era un cuerpo político “intolerante con los que pecaran
contra la nación y sus intereses, intolerante contra los que no reconocieran sus
intereses vitales o se opusiera a ellos, e intolerante y despiadado contra
cualquiera que una vez más intentara destruir o desintegrar ese cuerpo
político”. Largos y estruendosos aplausos. Los empresarios creían en él, y los
parados también. Ambos extremos del espectro económico volaron hacia el
estandarte nazi.
La consigna nazi: Ein Reich, ein Volk, ein Führer tuvo sentido para millones
de votantes. Si Hitler podía ser el centro en torno al cual se uniesen todos los
alemanes del Reich, de todas las clases sociales, él y quizá solo él, sería capaz
de restablecer la posición alemana en Europa, no restaurando el Segundo
Reich, derrotado en 1918, sino creando un nuevo y fuerte Tercer Reich. Este
superaría la vergüenza del Tratado de Versalles e impulsaría el orgullo germano
mediante la unidad de los alemanes en un Reich y bajo un solo líder: de todos
los alemanes, de los de Alemania, de Austria, de Dánzig y de Memel, en
Polonia, de todos los lugares.
Su súplica cayó en saco roto. Los nazis obtuvieron 230 escaños de los 680
que componían el Reichstag en 1932. Era el partido más numeroso pero no
controlaban la mayoría del Parlamento, incluso con sus aliados nominales del
Partido Nacional Alemán del Pueblo (DNVP). El país se consumía en un callejón
sin salida. Hitler exigía repetidamente la Cancillería, pero los otros partidos de
derecha, necesarios para una coalición mayoritaria, no querían concedérsela.
Sin otros candidatos, Kurt von Schleicher se vio obligado a aceptarla, pero al
no poder reunir tampoco una mayoría, dimitió en enero de 1933. Ahora era el
turno de Hitler, y Von Schleicher no pidió al ejército que lo impidiera.
Nadie prestó mucha atención pues nos lazis dominaban la prensa desde el
1 de abril. Desde esta fecha se inició el boicot de todos los profesionales y de
los negocios controlados por judíos. Al enterarse que el Congreso Americano
Judío (en contra de los deseos de los propios judíos alemanes) planeaba
también su propio boicot, y por todo el mundo, de mercancías alemanas, Hitler
ordenó un día de huelga preventiva para pacificar de esta forma a los anti-
semitas más virulentos e inmanejables de su partido, sin alarmar a los más
pragmáticos, que temían que una acción radical pudiera dañar la economía.
La dirección nazi pidió acciones defensivas contra los judíos, los “culpables
que viven entre nosotros, y que día tras día abusan del derecho de hospitalidad
que el Volk alemán les ha concedido”. Para el partido, los judíos habían sido
reducidos a la condición de residentes extranjeros, que podían ser retenidos
como rehenes para asegurar la conducta del mundo exterior hacia Alemania.
Esto era racismo práctico en estado puro: la gente era considerada
responsable no solo de sus propias acciones, sino también por ser miembros
de la imaginada comunidad racial a la que pertenecían. Y así como los
alemanes formaban parte de un organismo racial unido, los hebreos también.
Por tanto, los judíos que vivían en Alemania eran responsables de las acciones
de los hebreos del extranjero. Eran “los judíos que viven entre nosotros, los
que orquestaban la campaña de odio y mentiras contra Alemania” en los USA.
“En los judíos alemanes reside el poder para persuadir a los mentirosos del
resto del mundo. Y como han elegido no hacerlo, nosotros nos aseguraremos
que esta cruzada de odio e infundios contra Alemania no se dirija ya más
contra el inocente Volk alemán, sino contra los propios responsables de la
agitación. Esta calumniosa campaña de boicot y atrocidades no deberá injuriar,
y no lo hará más al Volk alemán, sino a los propios judíos, mil veces más
duramente” (citado en Max Domarus).
Los nazis más intransigentes eran reacios a esperar leyes más rigurosas
contra los judíos y tomaron la iniciativa para obligar al Gobierno central a
actuar. Cuando las autoridades locales prohibieron a los médicos judíos tratar
pacientes en los hospitales y clínicas del sistema nacional de salud, el Gobierno
se apresuró a legalizar post facto estas disposiciones. Y cuando las
administraciones locales expulsaron a los niños judíos de la escuelas públicas,
el Gobierno aprobó la Ley contra el Hacinamiento en las Escuelas, que
establecía una cuota del 1,5% de judíos, con un máximo del 5%. Además
estaban obligados a llevar un carnet especial de estudiante con barras
amarillas, y estaban excluidos de las asociaciones estudiantiles. Los alumnos
“arios” celebraron estas leyes. La ideología de Wagner y sus discípulos habían
moldeado sus reacciones. “Cuando el judío escribe en alemán, miente” se leía
en un anuncio expuesto en el centro de estudiantes en Dresde. “De ahora en
adelante, solo se le permitirá escribir en hebreo”. Víctor Klemperer, que lo
incluye en su diario, estaba sinceramente desconcertado, y predijo que “el
destino del movimiento hitleriano está indudablemente determinado por los
negocios judíos”. Esto estaba claro, pero confesó: “No entiendo el porqué de
convertir este asunto en el principal de su programa. Los hundirá. Pero
probablemente nos arrastrará también a nosotros”. Como muchos otros judíos
alemanes de la época, Klemperer no se tomaba demasiado seriamente sus
observaciones. No sabía lo sagaz que estaba siendo.
“Mil años de historia de los judíos alemanes han llegado a su fin”, anunció
Leo Baeck, el erudito rabino reformista y profesor, ante una reunión de
organizaciones comunitarias hebreas poco antes de la llegada de Hitler al
poder. Pero en aquel tiempo, nadie se daba cuenta de cuánta verdad había en
estas palabras. Realmente, soñaban con la salvación. “Mi idea sigue siendo
esta”, reflexionaba un año después, “me despierto un día y me encuentro con
carteles que anuncian: Me he hecho cargo del poder ejecutivo. General von...”
(citado en Kurt Jacob Ball-Kadurie)
Los judíos europeos habían aprendido que los malos tiempos venían y se
iban, el antisemitismo no era nada nuevo. Los pogromos habían arrasado sus
comunidades orientales quince años antes de la Gran Guerra. La legislación
antisemita había sido el tema central de la vida civil de muchas regiones
europeas apenas un siglo antes. Habían aprendido a arreglárselas con el
antisemitismo. La principal organización judía alemana era la Centralverein
(CV), a la que pertenecían el 60% de las familias hebreas. Su estrategia
estaba modelada por la experiencia histórica: aguantar y mantenerse firme,
insistir más y arreglárselas con menos.
El novelista y periodista Leo Katz fue uno de los 37 mil judíos que
econtraron refugio en otros lugares. Su hijo Friedrich recuerda décadas
después: “Vivimos en Berlín de 1930 a 1933. En aquella época, mi padre
escribía para el diaro del Partido Comunista alemán y era corresponsal de
periódicos en yidish de la Unión Soviética y otros países. Su especialidad eran
los artículos satíricos, en especial sobre Hitler... Después del incendio del
Reichstag, mi padre pasó a la clandestinidad y prácticamente no vivió en casa
nunca más”. Pero los nazis habían enviado a alguien a espiar en su piso. “Unas
semanas después volvió a casa, solo para saludar a mi madre, verme a mí y
coger algunas camisas y otras cosas. Alguien llamó a la puerta. Era la policía
que quería interrogar a mi padre”. Sabían mucho sobre Leo Katz... comunista,
ciudadano austriaco, que era una famosa figura literaria. “Mi padre no firmaba
sus artículos con su verdadero nombre, pues éramos ciudadanos austriacos y
podían expulsarnos como extranjeros indeseables... Pero los nazis tenían un
espía en el cuartel general comunista que les pasó el seudónimo de mi padre y
la policía lo sabía todo”. Irónicamente, la entrevista bien pudo salvar a la
familia Katz. “Mi padre negó todo, y después de una hora el policía dijo: “Mire,
señor Katz, no me creo una sola palabra de lo que me ha dicho, pero yo nunca
me he reunido con usted. Ahora me voy y no sé quién vendrá después. Espero
que lo entienda”. Mi padre cogió el siguiente tren hacia París”.
La huída de Leo Katz es típica de la primera oleada de emigrantes: hombres
que buscaban la seguridad, con la esperanza de encontrar un refugio para sus
familias. “Mi madre y yo nos quedamos varios meses antes de ir a Francia a
reunirnos con mi padre”, explica Friedrich Katz. “A veces le preguntaba a mi
madre: “¿Por qué te quedas?”. Y ella me respondía que por dos razones. La
primera era que trabajaba en la delegación comercial soviética y pensaba que
no la detendrían; la segunda era que sentía que quizá el partido la necesitase
para realizar algún trabajo clandestino. Esto, teniendo en cuenta que éramos
judíos, y visto ahora retrospectivamente, creo que no era la más inteligente de
las decisiones. Sin embargo, durante cinco o seis meses, mi madre intentó
trabajar de verdad en la clandestinidad”.
Durante la que llegó a ser conocida como la Noche de los Cuchillos Largos,
las SS obedecieron, incondicionalmente, las órdenes de masacrar a sus
camaradas de las SA. Bien entrada la noche del 30 de junio de 1934, las tropas
de las SS arrancaron de sus camas a los líders de la SA y los mataron a tiros.
El ejército colaboró proporcionando armas y transporte, mientras unidades
regulares permanecían a la espera. Incluso después de saber que los
“enemigos políticos” del partido nazi también habían sido asesinados, incluido
su propio general Kurt von Schleicher, la jefatura del ejército no puso reparos.
Todo lo contrario, en la Orden del día de las fuerzas armadas del 1 de julio, el
ministro de Defensa, general Werner von Blomberg admiraba la “decisión
marcial y el valor ejemplar” de Hitler a la hora de “acabar con los amotinados y
traidores”.
“Adolf Hitler fue el hijo del dolor y la rabia de una raza y un Imperio
poderoso que habían sufrido en la guerra abrumadora derrota. Fue él quien
exorcizó el espíritu de desesperación de la mente alemana sustituyéndolo por
el no menos funesto, pero mucho menos mórbido espíritu de venganza.
Cuando los terribles ejércitos alemanes, que habían tenido media Europa entre
sus garras, retrocedían en todos los frentes, y solicitaban un armisticio de
aquellos mismos pueblos cuyas tierras ocupaban aún como invasores; cuando
el orgullo y la obstinación de la raza prusiana se quebraban en rendición y
revolución detrás de las líneas de combate; cuando aquel Gobierno imperial,
que durante más de cincuenta espantosos meses, había sido el terror de casi
todas las naciones, se desplomaba ignominiosamente en colapso, dejando a
sus leales súbditos indefensos y desarmados ante la cólera de los gravemente
heridos, pero victoriosos Aliados, entonces fue cuando un cabo, un austriaco,
antes pintor de puertas y ventanas, se lanzó a recobrarlo todo”. (Grandes
contemporáneos)
Capítulo Cuatro
EL TERCER REICH
Para muchos alemanes, a mediados de los años 30, el patente éxito del
nazismo y la salida de Alemania del cieno de la miseria económica y del caos
político, demostraba que Hitler era un líder magnífico. Un libro nazi explicaba
que, a lo largo de la historia alemana, dichos líderes habían surgido para
“llevar adelante un gran sueño y un profundo anhelo, con la vista puesta en
horizontes más lejanos”. Hitler era el Führer más grande de todos. “Ahora la
voluntad del Führer resplandece ante Alemania. De nuevo, una antorcha
ilumina el camino que conduce a la felicidad, la lucha y las victorias del futuro”.
“Hemos sido muy indulgentes con los judíos”, declaró Goebbels en 1934,
“pero si creen que pueden seguir permitiéndose actuar en los escenarios
alemanes, mostrando sus ardides ante el pueblo alemán; si creen que pueden
seguir moviéndose a hurtadillas en las redacciones y escribiendo en los
periódicos alemanes; si creen que pueden seguir pavoneándose por la
Kurfürstendamm como si no hubiese pasado nada; si creen eso, quizá debieran
entender estas palabras como una advertencia final”. Y valiéndose de la
imaginería de los guetos medievales, Goebbels prometió: “La judería puede
quedar tranquila, pues los dejaremos solos, siempre y cuando se retiren,
humildemente, detrás de sus cuatro muros, y no se muestren provocadores ni
se enfrenten al pueblo alemán exigiendo ser tratados como iguales”. Y al
depositar directamente en los judíos la responsabilidad de mantener la paz,
concluye: “Si los judíos no escuchan esta advertencia, será culpa suya todo lo
que les suceda” (citado en The Yellow Spot).
Alguien podría preguntarse por qué les costó a los vecinos dieciocho meses
llegar a este estado descrito como “desórdenes públicos”. Ciertamente, el
verano de 1935 la situación había cambiado y los nazis radicales se sentían
autorizados a emprender acciones cada vez más violentas.
Poco después, la Ley para Protección del Honor y la Sangre prohibió los
matrimonios entre “judíos y ciudadanos de sangre o linaje germánicos” y las
“relaciones sexuales fuera del matrimonio”. De esta forma, los judíos ya no
podían contratar a “mujeres alemanas” menores de 45 años como empleadas
domésticas. Una segunda disposición legal, la Ley de Ciudadanía del Reich,
reservaba la misma a los individuos de sangre o linaje germánicos que
demostraran, medianto su conducta, “tanto el deseo como la capacidad para
servir con fidelidad al pueblo alemán y al Reich”.
Rudolf Rosenberg tenía once años y vivía en Berlín cuando entraron en vigor
las leyes de Núremberg. Su padre era un pequeño mayorista de tabaco que
también tenía una tienda abierta al público. Su madre “ayudaba en el negocio
muy activamente”. Rosenberg recuerda que su padre aguantó hasta 1935,
cuando tuvo que dejar la tienda; trasladó el comercio al por mayor al piso
donde vivían, en la segunda planta de un edificio de Berlín. La familia dormía
en una habitación, otra era el salón, y la tercera se dedicaba al negocio. En
cuanto llegaba la oscuridad de la tarde, los clientes fieles acudían para tratar
con Rosenberg.
“La gente solía venir y recoger los pedidos de cigarrillos, cigarros y tabaco,
o íbamos nosotros a repartirlos. Esos días yo era el mozo de reparto... empecé,
como algo normal, a repartir en bici paquetes, cigarrillos y otros artículos por
todo Berlín. Tenía una mochila grande y una especie de bandeja en la parte de
atrás de la bici... No solo tenía que repartir los paquetes, sino cobrar también
el dinero. Volvía a casa con cientos de marcos en el bolsillo...Hacía mi recorrido
todas las tardes después de terminar los deberes, desde más o menos, las
cuatro... digamos hasta la seis”.
Rudolf repartía los pedidos del negocio familiar seis días a la semana,
incluidos los sábados después de asistir a la sinagoga. Así lo hizo durante un
año. Entonces, cuando tenía doce, “de repente, y les tuvo que doler mucho,
mis padres me miraron y dijeron: “Necesitamos tu ayuda”. En esa éspoca ya
era bastante mayor para entenderlo, y también dejé de ir a la sinagoga. Tenía
que colaborar los sábados en el negocio, pues eran esos días concretos (no sé
el porqué) los más ajetreados. Los sábados, por supuesto, no iba a la escuela
y, por tanto, trabajaba todo el día”. Lentamente, a pesar de los sacrificios, el
negoció decayó. En el invierno de 1937-38 la situación se había vuelto tan
difícil -no dejaban que la gente comerciara con nosotros- que nuestra fuente
de ingresos desapareció en un abrir y cerrar de ojos”.
Los gitanos eran atacados por lo que hacían y por lo que eran. Las leyes de
Núremberg tenían como objetivo a los judíos. Sin embargo, el ministro del
Interior, Wilhelm Frick, dejó claro mediante varios decretos posteriores que
dichas leyes se aplicaban también a “gitanos, negros y sus bastardos”.
Sus palabras fueron saludadas con una ovación de éxtasis. Este mito, el
pasado común nacido en los albores del tiempo que maduraba ahora en una
promesa de grandeza para el porvenir, era a la vez alentador y apremiante.
El cronista oficial de la concentración de Núremberg de 1937 hablaba en
nombre de las masas alemanas cuando comentaba que “la grandeza de
nuestro tiempo no reside en el vivir día a día, sino en la configuración de
nuestra vida actual en armonía perfecta con la gran tradición del pasado y el
necesario futuro eterno de la nación”.
Al día siguiente había incluso más gente abarrotando las calles para vitorear
a su Führer mientras desfilaba camino de la Heldenplatz. Marianne Marco-
Braun recuerda que “en marzo de 1938, cuando Hitler entró, yo diría que el
noventa por ciento, aunque probablemente no fuese el noventa por ciento de
los austriacos, se irguió y gritó: Heil Hitler!”. Las estimaciones de Marianne no
estaban tan lejos de la realidad: 250 mil personas, más de un tercio de los
habitantes de Viena, participaron en aquel júbilo espontáneo.
“No son tanto las brutalidades de los nazis austriacos de las que he sido
testigo; no, lo que mancha la imagen de la Viena que creía conocer son las
masas sin corazón, sonrientes y sobriamente vestidas en la Graben y en la
Kärntnerstrasse, el típico “vienés de toda la vida”, las rubias vienesas
exuberantes, empujándose unos a otros para acercarse al espectáculo
edificante de un cirujano judío con el rostro ceniciento, humillado de rodillas
ante media docena de gamberros con brazaletes con la esvástica y fustas en la
mano, todo esto es lo que se fija en mi mente. Sus dedos delicados, que
debían haber practicado operaciones rápidas y seguras, salvando las vidas de
muchos de sus conciudadanos, sostenían un cepillo. Un miliciano nazi vertía
una solución ácida sobre aquel cepillo y sobre sus dedos. Otro mojaba el
pavimento con un cubo, procurando empapar los pantalones rasgados del
médico. Y los vieneses, no los nazis uniformados ni la chusma enfurecida, sino
los “hombres comunes y corrientes” de Viena y sus mujeres eran los que se
regocijaban ante esta magnífica diversión”.
Si los alemanes les dieron a los austriacos el sistema político que tanto
tiempo habían deseado, estos les ofrecieron una nueva dimensión de anti-
semitismo violento. El Gobierno nazi aprendió mucho de su experiencia vienesa
y se llevaron a casa la lección bien aprendida. La excusa para el infame
pogromo de noviembre, conocido como la Kristallnacht, fue el intento de
Herschel Grynszpan para asesinar a Ernst von Rath, un diplomático de la
embajada alemana en París, el 7 de noviembre de 1938.
Los padres de Grynszpan, como miles de judíos nacidos en Polonia que
vivían en Alemania y habían adquirido la nacionalidad, se encontraron privados
de la misma en 1933. El Gobierno polaco, al ver los resultados de la Anschluss,
temió la vuelta de estos judíos, y el 31 de marzo de 1938 prohibieron su
regreso a Polonia. Esto alarmó a Berlín. Si los judíos polacos se convertían en
apátridas mientras residían en la Gran Alemania, no podrían ser repatriados a
Polonia o enviados a cualquier otro lugar fuera cual fuese la razón.
Los nazis y los alemanes que cooperaron con ellos se valieron de las
instituciones del Estado y de las comunicaciones modernas. El pogromo del 9
de noviembre, que estuvo patrocinado y organizado por el Estado contra el
derecho de propiedad, culminó el 10 de noviembre en una acción organizada y
patrocinada por el Estado contra seres humanos, cuando 30 mil personas
fueron arrancadas de sus hogares para ser encerradas en campos de
concentración por el simple hecho de ser judías. Con sus acciones contra el
pueblo, los hombres y sus familias, los alemanes dieron un paso trascendental
al echarse en brazos de la olvidada violencia irracional de las masas. Tal vez
fuese un paso pequeño, pero fue muy importante. Quedaba ya claro que los
nazis no sentían necesidad política alguna de ocultar la perversa ilusión que
movía el vandalismo de las turbas. La persecución burocrática y sistemática se
convirtió en una política abierta, insolente, fogosa y arrogante, visible para
todo el mundo. La jefatura del partido conocía el país y sabía calcular los
resultados. Las élites no dijeron una sola palabra. Las clases trabajadoras
callaron. La burguesía movió la cabeza espantada y tampoco dijo nada. Y así,
los nazis no estuvieron solos cuando dieron el paso pequeño, sus compatriotas
los acompañaron. Los alemanes cruzaron el umbral.
Capítulo Cinco
LOS REFUGIADOS
El talento que tenía Jacques Kupfermann como pintor le salvó la vida. Nació
en 1930 en Viena. Sus padres provenían de los territorios orientales en Polonia
y con pasaportes de este país emigraron a la capital del antiguo imperio.
Estaba claro que Jacques, desde su más temprana edad, tenía talento artístico,
y sus padres decidieron, haciendo un gran esfuerzo, que recibiese lecciones
particulares de pintura. Su maestra era austriaca y nazi.
Las minorías que habían vivido en un país huían a otro al que estaban
vinculadas por su nacionalidad. Y los que temían convertirse en minorías,
porque la zona donde vivían iba a ser cedida a otro Estado, escapaban también
a un país donde pudieran vincularse “nacionalmente”. Las cifras eran enormes:
unos 800 mil alemanes se desplazaron a Alemania desde las zonas concedidas
a Polonia; 1,3 millones de griegos a Grecia desde Turquía; desde este mismo
país, Grecia y Rumanía, partieron 250 mil búlgaros a Bulgaria; 750 mil turcos a
Turquía desde Grecia y Bulgaria, y 400 mil armenios a la República Soviética
de Armenia desde Turquía. Para los afectados, este era un aspecto positivo del
nacionalismo. Estos refugiados, millones de personas, pertenecían a algún sitio
y fueron relativamente bien asimilados dentro de sus “hogares nacionales”.
Otros viajaron a los USA, una sociedad consciente de ser un país de
emigrantes.
Uno de estos pioneeros sionistas era el judío húngaro Arthur Koestler, que
posteriormente fue periodista y novelista. En 1926 llegó a Palestina con su
permiso de inmigración, una libra en el bolsillo, una maleta, dispuesto a llevar
una heroica vida de pobreza. Cuando se presentó en el kibbutz (granja
comunal) quedó profundamente desilusionado. Era un “miserable” grupo de
“algo parecido a chabolas” rodeadas por “tristes cultivos de verduras”,
trabajadas por gentes “fatigadas y físicamente exhaustas”, movidas por la
mera supervivencia. Si Palestina era la solución prometida al problema de los
refugiados judíos, apenas servía de nada. Las condiciones de vida eran tan
duras como extrañas, y el hambre, las enfermedades y la vida al límite eran
las verdades de la vida en el Yishuv. Hacia 1930 esta comunidad de enclaves
dispersos abarcaba el 4% de la superficie y el 19% de la población total. La
retirada de los colonos desencantados se inició al cabo de poco tiempo,
Koestler entre ellos. Del kibbutz fue a Haifa, Tel Aviv y Jerusalén, y a los dos
años no soportaba más Palestina. En su autobiografía escribió: “Tenía 23 años
y estaba harto del Oriente, del romanticismo árabe y de la mística judía”.
Entre otras quejas, Koestler creía que la adopción del hebreo como idioma
oficial era una locura: esta lengua, con su arcaica estructura, no podría
expresar el pensamiento del siglo XX, y acabaría separando al Yishuv de la
civilización occidental. “Mi cuerpo y mi espíritu añoraban Europa, estaban
sedientos de Europa, suspiraban por Europa”, admitía Koestler. Se fue a
Francia y se olvidó del sionismo. (Arthur Koestler, Arrow in the Blue, 1969).
Los nazis estaban obsesionados con los intelectuales. En 1933 unos 1.200
profesores judíos perdieron sus cátedras. Este éxodo general recordaba la
huída de los eruditos griegos después de la conquista turca de Constantinopla
en 1452. Era un ataque directo a la misma civilización occidental. Muchas
personas ayudaron, haciendo gestiones al más alto nivel. Científicos y eruditos
ilustres de Inglaterra organizaron el Consejo Académico de Asistencia y
consiguieron puestos de trabajo para 178 de estos exiliados en el transcurso
de un año; de la misma manera, en USA se creó el Comité de Emergencia para
los Académicos Alemanes Desplazados, y en Francia el Comité des Savants.
(Norman Bentwich, The Refugees from Germany)
A pesar de este comienzo tan poco propicio, McDonald y lord Cecil creían
fervientemente en la importancia de su trabajo. “Nos enfrentamos a un gran
desafío”, advertía lord Cecil a la Junta de Gobierno, “un desafío a los principios
de nuestra civilización que han ido gobernando, cada vez más, el mundo
durante casi dos mil años. Debemos aceptar este desafío o, como a mí me
parece, la civilización de la que disfrutamos recibirá un golpe tan terrible, que
quizá nunca nos recuperemos”. (The Refugees from Germany)
Por tanto, los nazis parlamentaron con los sionistas. El Ha´avara, o Acuerdo
de Transferencia, permitía a los judíos alemanes disponer de la suma exigida
por los ingleses para la entrada sin restricciones en Palestina, es decir, el
equivalente a 1.000 libras esterlinas en divisas (15 mil Reichmarks). También
permitió transferir capital en forma de mercancías o productos alemanes. Los
judíos vendían sus posesiones en Alemania y depositaban los marcos obtenidos
en un banco alemán. Luego un banco fiduciario gastaba ese dinero en coches,
materiales de construcción, tintes, medicamentos y similares, que embarcados
a Palestina eran vendidos allí a cambio de libras palestinas por otro banco
fiduciario; dichas mercancías se entregaban a los colonos. De esta forma, los
Reichmarks depositados en Alemania eran cambiados por libras palestinas sin
minar las reservas de divisas extranjeras del Reichbank. (Edwin Black, The
Transfer Agreement)
Durante unos años, los nazis celebraron esta “solución” al “Problema Judío”.
Der Angriff, el periódico de Goebbels, publicó doce artículos en otoño de 1934
sobre la visita al Yishuv del jefe del departamento judío del Servicio de
Seguridad de Heydrich, el SS-Untersturmführer barón Leopold von Mildenstein.
Este informó que Palestina ha atraído a los judíos de Europa y los ha cambiado,
y escribía contento que “la tierra había reformado al judío y a su clase en una
década. Este nuevo judío será un nuevo pueblo”. El jefe de seguridad de las
SS, Reinhard Heydrich, que fue el genio creador del genocidio judío seis años
después, convenía en este asunto en un artículos del semanario de las SS Das
Schwarze Korps, “No está lejos el tiempo en que Palestina sea capaz de
aceptar de nuevo a sus hijos, perdidos durante más de mil años. A ellos les
dedicamos nuestros mejores deseos junto con nuestra buena voluntad oficial”.
(citado en Heinz Höhne, La orden de la calavera)
Un año más tarde, Zweig admitía: “He dejado sentado con bastante
serenidad que no pertenezco a este lugar. Después de veinte años de sionismo,
esto es, naturalmente, difícil de creer”. El nacionalismo, sobre todo en lo
referido al hebreo, lo deprimía. “La gente exige hablar en hebreo y yo no
puedo hacerlo. Soy un escritor alemán y un alemán europeo, y este hecho
tiene ciertas consecuencias”. Freud le aconsejó que se quedara; al menos,
Palestina era segura. (Ernst L. Freud, The Letters of Sigmund Freud & Arnold
Zweig)
La opinión de Weizmann era que las condiciones de los judíos alemanes eran
mejores y, además, tenían otras alternativas a la huida. Nahum Goldmann, que
había escapado a Suiza en 1933, representaba a la Agencia Judía ante la
Sociedad de Naciones. Su objetivo era luchar para asegurar los derechos de los
judíos por todo el mundo y, con este fin, fundó junto al muy conocido rabino
estadounidense Stephen S. Wise el Congreso Judío Mundial. “Existe en la
Europa actual un problema judío de tal magnitud y premura como no se ha
dado durante siglos”, declaró Goldmann en la conferencia fundacional
celebrada en Ginebra el 8 de agosto de 1936. ”Casi podría decirse que ya no es
más una lucha por los derechos de una minoría, o de la igualdad de derechos
de ciudadanía; se ha convertido cada vez más en un asunto elemental de
supervivencia física en el sentido más rudimentario del término”. Y observó
exactamente que “por toda Europa, incluso en los Estados no totalitarios,
domina un ambiente de resignación, de escepticismo, de letargo ante el rostro
de la agresión de estos nuevos poderes y tendencias antiliberales”. Los judíos
de todo el mundo debían resistirse a semejante sopor y apatía; debían luchar
para la restauración de los derechos en Alemania.
En 1937 Polonia libraba una guerra no declarada contra los judíos, llena de
pogromos organizados, actos al azar de violencia callejera y la creación de
“guetos de asiento”, tales como pupitres aislados para los estudiantes judíos en
la universidad. Varias organizaciones profesionales adoptaron de los nazis el
“párrafo ario”, expulsando a los judíos. Los boicots económicos a los negocios
judíos se convirtieron en una práctica habitual, así como la destrucción de sus
propiedades y la violencia contra los hebreos y los cristianos que no
participaban en los altercados. Los judíos polacos, pobres de por sí, se
hundieron en la indigencia. Si a principios de los años treinta, 3 de los 3,5
millones de judíos eran pobres y el resto apenas era capaz de ganarse la vida,
en pocos años toda la comunidad se había desmoronado. Estaban tan ansiosos
de emigrar como su Gobierno de librarse de ellos. Pero no tenían donde ir.
“Los judíos, los judíos son nuestra maldición. Envenenan nuestro Estado,
nuestra vida, a nuestro pueblo. Desmoralizan a la nación. Destruyen a nuestra
juventud. Son los archienemigos”. Y siguió despotricando: “Destruiremos a los
judíos antes de que nos destruyan a nosotros”. Para Codreanu, “hay tres
formas de tratar con los judíos: asimilación, cooperación y eliminación”. Pero:
“No queremos que los judíos se asimilen. Nunca cooperaremos en ellos, solo
queda la eliminación. Esta es mi solución. Estoy a favor de la total, completa y,
sin excepción, eliminación de los judíos”. Podían marcharse por su propia
voluntad o Rumania los expulsaría. “El punto principal es que los judíos deben
irse. Todos y cada uno de ellos debe abandonar este país. ¿Me pregunta
adónde deberían ir? Ese no es mi problema. Es un asunto que los propios
judíos y el resto de los países deben decidir”. (citado en Alexander Easterman)
Los nazis estaban de acuerdo con Codreanu. Desde 1933 su política fue
“solucionar” la “Cuestión Judía” mediante la emigración. Hasta cierto punto se
podía decir que había tenido éxito: alrededor de 120 mil del medio millón de
judíos alemanes que vivían en el Reich lo habían abandonado; sin embargo, la
Anschluss incorporó otros 200 mil judíos austriacos al que ahora era el Gran
Reich. Desde el punto de vista nazi, los procedimientos de emigración no
bastaban para que el “problema” se “solucionara” solo. Había que hacer algo
para acelerar el proceso.
El genio maligno que concibió esta nueva estrategia fue Adolf Eichmann.
Nació en Ruhr en 1906, se crió en Austria y fue allí donde se afilió al Partido
Nazi austriaco en 1932. Una año después marchó a Alemania para incorporarse
a una unidad austriaca de las SS. Eichmann ascendía, pero su verdadera
carrera comenzó cuando se unió a la oficina principal del Servicio de Seguridad
(SD) de Himmler en 1934. Allí encontró un puesto conveniente en el
Departamento del SS-Untersturmführer von Mildenstein como especialista en
asuntos sionistas, lo que le llevó a viajar a Palestina para informar sobre el
proyecto de colonización judío. En 1937 el apoyo nazi al sionismo había
menguado, y los objetivos de su departamento se dirigieron hacia los
“aspectos generales y principales de la cuestión judía”. Cuando Himmler
decidió centralizar la gestión de los procedimientos de emigración (visados,
transferencias monetarias y acuerdos económicos), Eichmann se hizo cargo del
diseño y la puesta en práctica de este modernizado “servicio”. (Karl Shleunes,
The Twisted Road to Auschwitz)
Si la Oficina Central para la Emigración Judía era para Eichmann una cinta
transportadora, para los judíos austriacos era una pesadilla. “La solicitud inicial
y el resto de los papeles exigidos se ponían en un extemo”, se jactó Eichmann
frívolamente. Pero ¿cómo se podían conseguir esos papeles? Los nazis querían
que los judíos se fuesen, y estos, humillados, ultrajados y aterrorizados desde
el primer día de la Anschluss, buscaban escapar. Pero, como su correligionarios
alemanes habían aprendido durante cinco años, la emigración, al contrario de
la afirmación de Codreanu, no era “un asunto que tenían que resolver los
propios judíos”; era una búsqueda desesperada de fiadores en el extranjero,
certificados de pago de impuestos, visados de entrada, billetes de tren y
camarotes de barco.
Los planes para emigrar dominaban las conversaciones entre los judíos
austriacos. “Todos hablábamos sobre la emigración y cómo salir del país”,
recuerda Robert Rosner, que entonces tenía catorce años. “Mi padre encontró
un primo, no sé quién, que vivía en los USA, en una granja de pollos en algún
sitio en Nueva Jersey. Le escribió. Y después repasó los listines telefónicos de
Nueva York, buscando a todos los Rosner, y les escribió”.
Era una curiosa decisión la que había tomado Roosevelt. La tasa de paro
seguía siendo alta en los USA. Los políticos y el público temían tanto la
competencia de los emigrantes por los puestos de trabajo, como la carga
financiera de su sustento. La gran Depresión había empobrecido a millones de
familias y casi despojado al país de la esperanza y la seguridad. Muchos eran
aislacionistas, no querían saber nada de Europa ni de sus problemas. América
debía cuidar de los americanos y no resolver los conflictos europeos o abrir sus
puertas a los extranjeros. Los políticos de Washington leían en el ánimo de sus
votantes y abogaban por una política estricta de inmigración restringida.
Para entonces, la Sociedad de Naciones ya tenía tres organismos dedicados
a los diferentes aspectos del problema de los refugiados: la Oficina Nansen, la
Oficina Internacional del Trabajo y la Comisión para los Refugiados de
Alemania. Pero los USA, que no habían aceptado tantos refugiados europeos,
estaban en una difícil posición para persuadir a los sobrecargados vecinos de
Alemania para que aceptaran más.
La conferencia fue un fracaso funesto y un serio revés para los judíos que
deseaban ansiosos huir de Europa. Pero ni ellos ni nadie más se dio cuenta de
qué trágicos serían sus resultados. Nadie estaba preparado para llevar a cabo
la tarea de encontrar lugares seguros para los refugiados. Y como rechazaban
actuar, todos los países abandonaros la conferencia con el permiso tácito
internacional de mantener las puertas cerradas. En USA, el Departamento de
Estado descubrió que el papeleo podía convertirse en un grave impedimento
para la emigración. Los burócratas que idearon los formularios se proponían,
en verdad, mantener fuera a los refugiados. La solicitud de visado que tenían
que rellenar los fiadores era un documento escrito por las dos caras de más de
un metro de largo. Y en aquella época sin fotocopiadoras se exigían seis
copias. El rechazo no se motivaba, y si así era, el fiador no podía hacer nada
hasta pasados seis meses.
Sin saber realmente cómo actuar, los británicos crearon una Comisión Real
sobre Palestina. Un año después llegaron las recomendaciones: debería
abandonarse la política de inmigración basada en la sola capacidad de
absorción económica; “deberán tenerse en cuenta los factores políticos y
psicológicos”. La orden del día era apaciguar a los árabes locales, sin importar
las consecuencias para los judíos europeos. La Comisión limitó la emigración
judía a 12 mil personas anuales durante los siguientes cinco años.
Los nazis, los entusiastas del sionismo de 1933, se sintieron aliviados.
Habían visto también con espanto el éxito del Acuerdo Ha´avara. ¿Qué
sucedería si nacía en ese momento un Estado judío? En 1937 el Ministerio de
Exteriores alemán impartió instrucciones a sus embajadas: “A la vista de la
agitación antialemana de la judería internacional, Alemania no puede estar de
acuerdo en que la formación de un estado judío palestino ayude al desarrollo
pacífico de las naciones del mundo”. Las SS advirtieron que la creación de un
Estado judío en Palestina conduciría a “una protección particular de las
minorías judías en todos lo países, concediendo, por tanto, protección legal a
las actividades explotadoras de la judería mundial”. (The Twisted Road to
Auschwitz)
Aquello era excesivo para ser el primer paso. Rudolf, catorce años (menor
de edad), eludió la red legal de emigración y lo enviaron con el hermano inglés
de su madre en agosto de 1938. “En noviembre tuvo lugar la famosa
Kristallnacht y dio a mis padres el golpe definitivo. Cuando vieron arder la
sinagoga, dijeron: “Bien, este es el momento de irnos”. De hecho, lo hicieron.
Cerraron con llave el piso y se fueron a Inglaterra con un billete de ida y
vuelta”. La suerte los acompañó. Los padres de la madre de Rudolf celebraban
sus bodas de oro en diciembre y les concedieron un visado de salida para
celebrar la fiesta familiar. “Por lo que respecta a la entrada en Inglaterra, a mi
madre no podían negársela por haber nacido inglesa. Y no podían devolver a
mi padre porque no podían separar a un marido de su esposa”.
Nadie sabía cómo proceder mejor, todo el mundo estaba tenso. “Había
trifulcas terribles. Lo que digo es que recuerdo claramente peleas que te
dejaban helada; entre mi madre y mi padre; entre mis padres y yo, entre mi
tía, mi madre y mi padre, y entre la tía de mi madre y mi padre: solo peleas”.
La angustia crecía día a día. “Desde entonces quedó claro que nadie volvería a
reñir sobre la voluntad de mis padres de enviarme fuera, a mí, para que me
fuese lo más rápidamente posible”. A mediados de diciembre, el tío de Lore
obtuvo un permiso de estudiante para ella y el visado necesario para viajar a
Inglaterra. Con Lore a salvo, “mi tío otorgó garantías suficientes para que mis
padres pudiesen hacer lo mismo”.
Todavía se podía encontrar asilo para los más jóvenes, y los padres,
desesperados, llenaban con sus hijos los trenes de transporte hasta su máxima
capacidad. El pogromo de noviembre había tenido el efecto que los nazis
buscaban: el número de judíos que deseaban abandonar la Gran Alemania
aumentó de forma espectacular. Unos 120 mil dejaron el país durante el
invierno de 1938-39, casi tantos como los que habían salido los cinco años
anteriores. Los cálculos preveían una salida de 100 mil personas al año.
(John Hope Simpson, Refugees, 1939)
Pero los judíos no eran el único grupo de refugiados que buscaban asilo en
el invierno de 1938-39. El final de la Guerra Civil española y la caída del
Gobierno de la República lanzó a miles de ellos a Francia a través de los
Pirineos. En verdad, los dos primeros meses de 1939 huyeron a Francia más
refugiados que los que habían salido de Alemania desde 1933. Francia
albergaba a unos 570 mil refugiados, 350 mil españoles y 40 mil de la Gran
Alemania. Los franceses estaban desbordados por las masas de gentes que
cruzaban las fronteras y construyeron una serie de campos de internamiento
en las estribaciones de los Pirineos. Esos mismos días, los holandeses
levantaron Westerbork, un campo de internamiento para refugiados judíos
alemanes, en una distante zona del noeste del país.
“Estaba vestida, muy abrigada. Era invierno y hacía bastante frío. Fuimos a
Gronau en tren. Bajamos del tren, había una gente extraña con dos bicicletas,
una para mi padre y la otra para mi madre. Yo fui en la bici de uno de los
extraños, pues ahí es donde me pusieron. Mis padres desaparecieron. Se
fueron pedaleando, mientras yo seguía en la bici del extraño. Era Nochebuena
y la frontera no estaba bien vigilada.
Llegamos a una granja y allí estaba mi padre. Nos dijeron que ya estábamos
en Holanda, en medio de la nada, de los campos. Desde allí fuimos... Todos
llevábamos una manta encima, pero tuvimos que tirarlas porque nos
delataban. De esta manera llegamos a Amsterdam, sin nada, excepto la ropa
que vestíamos. Sin nada. Al día siguiente vino la hermana de mi tía y su padre,
de la misma manera, con los mismos ciclistas.
Creo que fuimos a Amsterdam al día siguiente. No lo hicimos en tren,
porque había policías por todas partes. Policía holandesa. No querían más
extranjeros. Éramos ilegales. Teníamos un pasaporte pero no un visado para
Holanda. A Amsterdam fuimos en dos taxis. El primero para controlar que la
carretera no estaba vigilada. Nosotros íbamos en el segundo”.
Las audiencias se estremecían con sus palabras y los alemanes, por todas
partes, se dejaron arrastrar por la megalomanía. En ese momento empezó una
campaña de más de un siglo para establecer un único Reich. Bismarck unificó
los Estados alemanes en 1871, pero Austria no estaba incluida, aunque Hitler
corrigió la situación con la Anschluss de 1938. El nuevo Reich de la Gran
Alemania incluía ahora un total de 72 millones de alemanes; incluso así,
Luxemburgo, Liechtenstein, la ciudad libre de Dánzig, de población alemana en
la práctica, así como Suiza (72%) y Checoslovaquia (23%) estaban fuera del
Reich, y a nadie se le escapaba que los alemanes que vivían en otros países
sumaban seis millones más.
Tenía razón. Según los nazis y sus muchos amigos, Alemania no tenía tierra
suficiente para que su población viviera de ella. Y el espacio que necesitaba
estaba en el Este. “El destino de Alemania está radicado en el Este... El
nacionalsocialismo, una vez más, ha vuelto el rostro de todo el pueblo,
convincente e indudablemente, hacia el Este”, dijo efusivamente Walther
Darré, filósofo nazi de la sangre y la tierra. (Heinrich Bauer, Geburt des
Ostens, 1933)
Lanzó una mirada codiciosa sobre las tierras checas, soñando con la
Lebensraum para el pueblo alemán y, de paso, apoderarse de sus fábricas de
armamento para el Reich. (Hermann Rauschning, Hitler me dijo)
Justo después de la Anschluss, el “sufrimiento” de los hermanos alemanes
bajo el yugo checo se convirtió súbitamente en la noticia de portada de los
periódicos germanos.
Los que hablaban alemán intentaron aparentar ser más alemanes que
judíos... Se convencieron a sí mismo de que los alemanes les considerarían
alemanes. “Mi padre estuvo en el ejército austrohúngaro y tenía una medalla al
valor”.
“Pero el hecho era que todos sabían perfectamente bien lo que iba a pasar.
Uno sabía, incluso entonces, que había campos de concentración. Ya había
habido gente asesinada en los campos. En aquellos días decían:” Disparad
cuando escapen”. Bien, todos estaban escapando para siempre y había una
cantidad impresionante de fugados con tiros en la espalda. Uno sabía. Si
escuchabas los discursos, leías los libros y oías el Horst Wessel Lied”.
Arnost Graumann se propuso nadar hacia la seguridad. “El plan era que, de
una forma u otra, me las arreglara para conseguir una invitación para ir a
Londres a algún torneo de natación”. Se entrenó como si su vida dependiese
de ello. “Y con ese fin me preparé para esa marca en concreto, para batir el
récord de los 400 metros braza, que me convenía especialmente. Y lo logré”.
Impresionado, el Club de Natación Maccabi de Londres le invitó a una “Gala de
Natación”, programada para octubre en las piscinas de Goulston Street en el
East End.
Los padres de Arnost Graumann, como la mayoría de los judíos del país, no
tenían forma de escapar. Se quedaron, atrapados y sujeros a un antisemitismo
cada vez más violento. Después del pogromo de noviembre, Hitler estaba
verdaderamente poseído por la idea de que los checos tenían que resolver su
“problema judío” enérgicamente. En enero de 1939 arengó a Chvalkovsky
diciéndole que los judíos seguían envenenando a la nación. Este estuvo de
acuerdo; su Gobierno deseaba solventar la “Cuestión Judía”. Pero ni siquiera
podía librarse de los 22 mil refugiados judíos que tenían.
“Se quejaba amargamente de los británicos, que tanto habían prometido.
Por ejemplo, dejar que dos mil judíos emigraran a Australia y Nueva Zelanda.
Hoy, esos judíos siguen en un campo de concentración y los británicos no
hacen ningún arreglo para sacarlos... Chvalkovsky se preguntaba por dónde y
a través de qué fronteras podía ayudar a escapar a los judíos. No podían
deshacerse de ellos en la frontera alemana, ni en la polaca, ni en la húngara.
En esta última, los militares los devolverían... El Führer señaló la posibilidad de
que los Estados interesados pudiesen elegir un lugar del mundo y llevar allí a
los judíos, para luego decirles a los países anglosajones que rezuman
humanidad: “Aquí están: o se mueren de hambre o ponen en práctica su
verborrea”. (Departamento de Estado, Documents on German Foreing Policy)
En el informe figura que los dos dirigentes dijeron: “No imiten la conducta
sentimental y ociosa con la que hemos tratado este problema. Nuestra bondad
no ha sido otra cosa que debilidad y nos arrepentimos de ella. Esta canalla
debe ser destruida. Los judíos son enemigos jurados nuestros, y a finales de
año no quedará ninguno de ellos en Alemania. Los franceses, ingleses y
americanos no son responsables de las dificultades que tenemos con ellos. Los
responsables son los judíos. Les daremos el mismo consejo que a Rumanía,
Hungría, etc. Alemania buscará la formación de un bloque de Estados
antisemitas, pues ya no puede seguir adoptando una actitud amistosa hacia
esos Estados en los que los judíos, bien sea por su actividad económica, bien
por los altos cargos que ocupan, puedan ejercer cualquier tipo de influencia”.
(Ministerio de Asuntos Exteriores francés, Le Livre Jaun Français)
Chvalkovsky podía haber estado inquieto pero, como político pragmático que
era, mantuvo a su Gobierno en esta línea de actuación.
Unos pocos días después de las reuniones de Berlín, Andor Hencke, el
encargado de negocios de la embajada alemana en Praga, informó a
Ribbentrop que “se dice que el gabinete ha decidido intensificar las normas
sobre la “Cuestión Judía”. El Gobierno expulsó a los judíos del funcionariado,
las universidades y los hospitales públicos mediante “dimisiones voluntarias” y
“retiros anticipados”, desde el 15 de enero de 1939 en adelante. También firmó
su propia versión del Acuerdo Ha´avara con la Agencia Judía en Palestina para
resolver la ahora urgencia repentina del “Problema Judío” a través de la
emigración. (Citado en Heinrich Bodensieck)
Los checoslovacos estaban de acuerdo. En este país, la nacionalidad era un
asunto de lengua, no de “raza”, y la mayoría de los 117 mil judíos hablaban
alemán. Prácticamente, todos los escritores de la “Escuela de Praga” de la
literatura alemana eran judíos: Franz Kafka, Max Brod, Felix Weltsch y otros.
El centro de la vida alemana en Praga, el Neues Deutsches Theater, era dirigido
por judíos para judíos. (Citado en Dierk O. Hoffman)
Los esfuerzos checos para complacer a Berlín, o hacer como que les
gustaba, no establecían diferencia alguna. A los dos meses de las reuniones en
Berlín, Checoslovaquia dejó de existir. La pérdida de los Sudetes había
desestabilizado la joven república; los eslovacos se fueron de la unión para
formar un Estado independiente, y los rutenos se unieron a Hungría.
Los judíos no recibieron nada, por supuesto. Los fascistas checos les daban
palizas, mientras los hombres de negocios y los profesionales pedían al
Gobierno que los expulsase del comercio y de las profesiones liberales. Praga
no necesitaba que la azuzase nadie: 600 chechos vivían en los Sudetes y
muchos habían decidido trasladarse a la capital. Todos los miembros del
ejército checo, casi todos los funcionarios del Gobierno y muchos nacionalistas
huyeron a Bohemia y Moravia. Sin medios de vida, se dirigieron al Gobierno
para que les proporcionase puestos de trabajo. Por su lado, los políticos
contaban en dinero en efectivo los procesos de expropiación de los bienes
judíos para reestructurar la economía nacional. Tranquilamente, la avaricia se
convirtió en un principio moral. (Vojtecj Mastny, The Czechs Under Nazi Rule)
“Pero los hechos que han tenido lugar esta semana, pasando completamente
por alto los principios expuestos por el propio Gobierno alemán, parecen caer
dentro de una categoría diferente y nos obligan a todos a preguntarnos: ¿Es
este el fin de una vieja aventura, o es el incio de una nueva? ¿Es este el último
ataque contra un pequeño Estado, o será seguido contra otros? ¿Es este, de
hecho, un paso dirigido a conseguir el dominio del mundo por la fuerza?”
(Foreign Office, The British War Blue Book, 1939)
A los ojos de los alemanes, el ataque contra Polonia lo consiguió todo: sus
hermanos étnicos volvieron “al hogar del Reich”, se recuperaron los territorios
perdidos en Versalles y se consiguió la Lebensraum en el Este.
Woodrow Wilson fue muy claro en este asunto. “No habrá anexiones, ni
impuestos, ni castigos ejemplares”, proclamó en su famoso discurso de 1918
sobre los Cuatro Principios de Derecho y Justicia, que formarían parte de los
acuerdos de paz de la I Guerra Mundial. “No se repartirán los pueblos de una
soberanía a otra por decisión de conferencia internacional alguna, o por
entendimientos entre rivales y antagonistas. Las aspiraciones nacionales deben
respetarse; ahora un pueblo podrá ser dominado o gobernado solo por su
propio consentimiento”. (Harold W. Temperley, A History of the Peace
Conference of Paris)
Si Himmler tenía poder para traer a los alemanes étnicos, también tenía la
autoridad para deportar a las poblaciones no alemanas de los territorios
anexionados. Ciertamente, Hitler y sus colegas consideraban como algo
evidente por sí mismo que, si los alemanes étnicos tenían que abandonar sus
viejos hogares, el Reich tenía justo derecho a trasladar a otros pueblos a
cualquier otro lugar. El trabajo de Himmler era supervisar la expulsión en masa
de polacos y judíos para hacer sitio a los nuevos alemanes. A los pocos días de
su nombramiento, Himmler comenzó a deportarlos de esas zonas, arrojándolos
en el recién creado “Gobierno General”, como se llamó al territorio polaco
restante. (German Resettlement and Population Policy)
La primera gran ciudad que se “limpió” fue Gdynia, elegida como puerto de
llegada de los alemanes provenientes de Estonia y Letonia. Los “retornados”
iban a recibir los hogares de los anteriores habitantes polacos. Dos días antes
de que el primer transporte zarpase del puerto de Tallin, en Gdynia
comenzaron las deportaciones.
“Los hechos que tienen lugar en Polonia han creado una situación que hace
imposible nuestro consentimiento al retorno de los judíos a sus puestos de
privilegio, a no ser que uno desee exponer nuestro país a una revuelta que
ponga en peligro nuestro futuro estado. Para decirlo sin tapujos: ya no es
cuestión de devolver los derechos políticos y de propiedad a los judíos, si no de
que se vayan todos juntos de nuestro país”. (Shmuel Krakowski, Yad Vashem
Studies)
Pero los alemanes fueron demasiado lejos. La expulsión era una cosa, el
asesinato en masa, otra. En agosto de 1942, el Noticiario Polaco, semanario
del Ejército del Interior (que encarnaba lo mejor del patriotismo y lo peor de
los prejuicios polacos), describió las condiciones existentes en el gueto de
Varsovia y la deportación de hombres, mujeres y niños en furgones cerrados
con destino desconocido.
“Las trágicas escenas están ocultas a nuestros ojos por los elevados muros,
pero los disparos ininterrumpidos y los rumores terribles nos dan una idea de
un horror inimaginable”.
Si la raza polaca tenía que ser subyugada, los daneses iban a ser
cortejados. Alemania ofreció a Dinamarca asociación y colaboración. Después
de todo, los daneses eran un “pueblo nórdico”, el tipo superior de “ario”. Ellos
también cooperaron.
Para impedir que los ingleses ocuparan Noruega, lo que hubiese amenazado
el suministro del hierro sueco y del níquel finlandés a Alemania y asegurar su
propio acceso al Atlántico, la Wehrmacht ocupó Dinamarca en abril de 1940, de
camino al norte, hacia Noruega.
Los daneses se rindieron rápidamente. El rey Christian permaneció en el
trono, no se menoscabó la soberanía nacional y la vida civil siguió su curso
durante casi tres años y medio. En Dinamarca tuvo lugar la forma de
ocupación más clemente; un “protectorado modelo”, según Hitler. (Richard
Petrov, The Bitter Years)
Berlín nombró plenipotenciario del Reich a Cecil von Renthe-Fink. Los
daneses se acomodaron a la situación y establecieron una política de diálogo
que pretendía evitar las consecuencias de la guerra. Este acuerdo, sin
fundamento alguno en el derecho internacional, fue, no obstante, aceptado por
ambos gobiernos. El ejército danés permaneció intacto y se celebraron
elecciones libres al parlamento en una fecha tan tardía como marzo de 1943.
El diminuto Partido Nazi danés apenas recibió apoyo alemán. Y un hecho de lo
más notable: Renthe-Fink no amenazó a los 5.000 judíos daneses ni a los
1.500 judíos alemanes refugiados por miedo a que ello “provocara una
parálisis de la vida económica o graves distrubios”. (Leni Yahil, The Rescue of
Danish Jewry)
Los alemanes tenían mucho que ganar con este acuerdo. Alemania se
aseguraba el suministro ininterrumpido de productos agrícolas daneses al
Reich, necesarios para los ya exhaustos recursos alemanes. Para los militares
era una cómoda alternativa al mortífero frente oriental.
Si los nazis creían que la miseria y las privaciones moverían a los noruegos
a aceptar su responsabilidad como pueblo nórdico en el Nuevo Orden,
quedaron defraudados. Sin embargo, no todo fueron fracasos: la policía
noruega vio su oportunidad.
Como Hannah Arendt observó más tarde, la cooperación de las policías
locales con sus colegas alemanes fue un rasgo sorprendente de la ocupación.
Gracias a la policía noruega, los alemanes se hicieron con el control y, también
gracias a ella, entró en vigor la política racista nazi. El 10 de enero de 1942, y
a petición alemana, el ministro de Policía, Jonas Lie, ordenó que se estampase
la fatídica “J” en los documentos de identidad de los aproximadamente 1.800
judíos que vivían en Noruega. Pocos meses después, los judíos tuvieron que
rellenar unos formularios en las comisarías locales, que se utilizaron para crear
un registro central. (Richard Petrow, The Bitter Years)
Pero los nazis se sentían frustrados. Los escandinavos podían ser gloriosos
vikingos nórdicos, pero los holandeses eran parientes de sangre, unidos a ellos
por lazos geográficos, históricos y lingüísticos. Desde el punto de vista alemán,
Holanda era un simple estuario del Rin y pertenecía al Reich; los Países Bajos
habían sido parte integrante del Sacro Imperio hasta 1648 y el idioma
holandés era, en verdad, bajo alemán. (Max Freiherr, Die Niederlande im
Umbruch der Zeiten)
Quizá lo más importante era el papel que principal que los holandeses
habían desempeñado en la historia de Alemania. En efecto, fueron holandeses
los que iniciaron el gran “avance hacia el Este”, un programa de emigración
sistemática que llegó hasta Estonia y Ucrania. Pero aunque estos pioneros
viajaron con la esperanza de encontrar una vida mejor, los historiadores
alemanes que escribieron sobre ellos siglos después los consideraron
misioneros de la cultura alemana. (Karl Lamprecht, Deutsche Geschichte)
A finales del siglo XIX, las tierras en las que se asentaron se llamaron
“Alemania Oriental” y se convirtieron en una de las principales obsesiones
nazis.
Uno de los valores era la tolerancia. Desde que la minúscula república del
siglo XVI guerreó contra la poderosa España, los Países Bajos habían sido un
refugio para los oprimidos y un enemigo de la tiranía. Los judíos de la
Península Ibérica huyeron a Holanda cuando les amenazó la Inquisición.
También acogió al filósofo francés Descartes cuando tuvo que exiliarse.
Esta historia, y los mitos asociados con ella, sublevaron a los holandeses
cuando los alemanes allanaron brutalmente el barrio judío de Amsterdam un
fin de semana de febrero de 1941. A plena luz del día y ante miles de testigos,
unos 600 miembros de la policía de seguridad sellaron la zona, golpearon,
abofetearon y apalearon a las mujeres y niños con los que se encontraban.
Después reunieron en una plaza a unos 450 judíos, que fueron víctimas de
escarnio y desprecio generales.
Los holandeses no sabían lo que les iba a suceder a esos jóvenes, pero sí
sabían que los habían detenido por ser judíos. Esto era el colmo; era un ataque
al sentido holandés del orden social y demostraron su indignación con una
huelga que iniciaron los empleados municipales, a la que se unieron los
trabajadores del metal y de los astilleros, así como grandes manifestaciones
que se extendieron por todo Amsterdam. Los sistemas de transporte y la
producción industrial en las provincias de North Holland y Utrecht quedaron
paralizados. Los alemanes declararon el estado de excepción y desplegaron
tropas de las SS. La opinión pública no podía tolerar la política alemana
antijudía y los alemanes no iban a consentir las protestas públicas. Al final, la
fuerza prevaleció. La huelga fue brutalmente reprimida. Numerosos huelguistas
y manifestantes quedaron heridos o muertos en las calles. (Werner Warmbrunn
The Dutch Under German Occupation)
Quizá por esta razón la ocupación mantuvo una presencia muy visible
durante toda la guerra. Seyss-Inquart iba a gobernar valiéndose de los
funcionarios que no habían huido a Londres con la reina. En las primeras
conversaciones con las autoridades alemanas, estos altos funcionarios
comunicaron que estaban dispuestos a cooperar, pero que “solo les preocupaba
la Cuestión Judía”. Asumían que las autoridades alemanas respetarían la
Convención de La Haya, y que administrarían Holanda de conformidad con el
artículo 43 de la misma. Por supuesto, los alemanes les aseguraron que así lo
harían, pero durante la huelga de febrero sus acciones desmintieron sus
promesas. (C.Hilbrink)
Von Falkenhausen recibió una buena recompensa por sus esfuerzos. Con el
rey y la Iglesia aseguradas y los jóvenes de vuelta con sus familias, pronto
regresó la sensación de normalidad. Los belgas se las arreglaron, las élites
colaboraron ampliamente y todos se conformaron con la situación.
“Vimos huir a miles de personas y escenas increíbles. Todos los belgas, los
franceses del norte, habían venido al sudoeste, pues nunca soñaron siquiera
que los alemanes penetrarían tan profundamente. Todos como un torrente. La
comida escaseaba. Un tomate costaba una fortuna. Es difícil de imaginar. La
gente dormía al aire libre en la playa. Estaba toda cubierta con familias
vestidas de negro. Las ancianas vestían de luto. Los campesinos traían parte
de su ganado, con sus carretas, sus carretillas. El país se había precipitado en
una confusión totoal, como un hormiguero destrozado”. (Citado en Margaret
Collins Weitz, Sisters in the Resistance)
Exhortó a los soldados franceses para que depusieran las armas y buscó un
armisticio. El 22 de junio de 1940, un victorioso Adolf Hitler y su séquito se
reunieron con el derrotado general Charles Huntziger en el mismo vagón de
tren que el mariscal de campo Ferdinand Foch había utilizado para dictar los
términos del armisticio a Matthias Erzberger y sus colegas en noviembre de
1918. Durante 22 años, ese coche restaurante de madera había estado en un
museo de París y Hitler ordenó que lo llevaran al mismo paraje del bosque de
Compiègne, al sitio donde había tenido lugar la humillación alemana. Allí, los
representantes franceses se reunieron con el Führer, que se sentó en la misma
silla que ocupó el mariscal Foch en medio de la mesa. (William L. Shirer, 20th
Century Journey: The Nightmare Years)
Este no fue el único eco histórico que se oyó en junio de 1940. El teniente
general Bogislav von Studnitz exigió al comandante militar francés de París,
general Fernand Dentz, que devolviese las banderas de los regimientos
alemanes capturadas durante la I Guerra Mundial. Al general Dentz le hubiese
encantado hacerlo, pero no sabía dónde estaban. De igual forma, se autorizó
que Francia mantuviese un ejército de 100 mil hombres, exactamente la
misma cifra permitida a Alemania en Versalles.
Los franceses llegaron a las negociaciones con poco que ofrecer y poco
obtuvieron de los alemanes, pero consiguieron los suficiente para confundir los
objetivos finales del Gobierno nazi. El Reich reconocía a Pétain y su gabinete
como Gobierno legítimo de toda Francia, incluido su imperio, aunque, de hecho
el ejército alemán ocupó el norte industrial y el oeste, incluida París; la “Zona
Libre” no ocupada abarcaba el tercio sur meridional y agrícola del país.
Capítulo Siete
LA AGRESION DE LA GUERRA TOTAL
Hitler volaba alto; todos sus objetivos a su alcance: la vida era buena. El
espectáculo de las tropas alemanas desfilando por los Campos Elíseos aliviaba
la humillación de Versalles. Solo quedaban dos asuntos irritantes: un aliado al
que odiaba en el este, la Unión Soviética, y un enemigo al que admiraba en el
oeste, Gran Bretaña. Contra toda expectativa, los ingleses no se doblegaban.
Neville Chamberlain, con el que se había entendido muy bien en Múnich en
1938, había dejado de ser primer ministro el 10 de mayo de 1940. El cargo lo
ocupaba ahora Winston Churchill, que estaba cortado por un patrón diferente.
Era una molestia tener a un igual como adversario. El Führer, un hombre
abstemio, se consolaba: afortunadamente, Churchill era un borracho y un
fumador empedernido. O se caía muerto, o en medio del estupor de la
embriaguez, seguramente cometería un error monumental.
Churchill fumaba en exceso y se bebía todos los días una botella de whisky.
Pero no cometió ningún error importante. Su viva memoria histórica le dio la
brújula moral e intelectual que lo guió en medio de la tempestad del momento.
Churchill, que era un gran nacionalista, estaba orgulloso del pasado de su país
y lleno de esperanzas for su futuro, y consideraba que una gran ocasión
histórica recaía sobre ellos. Así, mientras Bélgica se rendía, Francia se
tambaleaba y el ministro de Exteriores británico lord Halifax sugería una paz
negociada con Hitler, con Mussolini de mediador, Churchill se mantuvo firme.
(John Lukacs, Five Days in London: May 1940)
Chamberlain, que sabía que ningún acuerdo con Hitler duraba mucho, lo
apoyó. El primer ministro llevó este asunto a la Cámara de los Comunes el 28
de mayo:
“Mientras la Cámara debería prepararse para noticias penosas y tristes, yo
solo tengo que añadir que nada de lo que pueda acaecer en esta batalla podrá
en forma alguna liberarnos de nuestro deber para defender la causa del mundo
ante la cual nos hemos comprometido solemnemente; ni debería destruir
nuestra confianza en nuestro poder para avanzar, como en anteriores
ocasiones de nuestra historia, a través del desastre y de la aflicción hasta la
derrota final de nuestros enemigos”. (Blood, Sweat and Tears, 1941)
Hitler perdió la Batalla de Inglaterra que se libró en los cielos aquel verano.
Los británicos se defendieron y no fueron conquistados. Era un hecho que la
guerra iba a durar más de lo que el Führer había imaginado. Aunque este se
había preparado para una larga campaña: los alimentos de la rica cuenca del
Danubio y el petróleo de los campos de Ploesti en Rumanía le servirían a la
perfección.
Alemania consideraba el sur y el centro de Europa como su patio trasero.
Durante la Gran Guerra resurgió el concepto de Mitteleuropa (Europa Central),
una comunidad de naciones autosuficiente, dirigida por Alemania, que
abarcase desde el mar del Norte hasta Turquía. (Friedrich Naumann, Central
Europe, 1916)
Para complacer a Berlín, el Gobierno eslovaco impulsó una ley que definía
quién era judío, para restringir después sus actividades. Los eslovacos
esperaban la “arianización” de los bienes judíos, pero el Gobierno, ante la
evidencia del escaso número de eslovacos con estudios y preparación para
sustituir a los judíos en sus puestos, prefirió a estos antes que a emigrantes
alemanes, y detuvo el golpe. Los judíos se tranquilizaron.
De todos los países bañados por el Danubio, Hungría fue el que más perdió,
al ser privado del 71% de sus territorios y del 63% de su población en los
ajustes posbélicos. En la situación inestable que siguió, un régimen de tipo
soviético, encabezado por Béla Kun, se hizo con el poder en 1919. (Albert Kaas
y Fedor de Lazarovics, Bolshevism in Hungary: The Béla Kun Period, 1931)
Horthy pudo no haber querido “hacerle el caldo gordo a los alemanes”, pero
ciertamente estaba deseoso de permitir que Hungría se beneficiase del ataque
alemán. Después de los Acuerdos de Múnich de 1938, Hungría obtuvo la región
meridional de Eslovaquia, con más de 500 mil magiares y 78 mil judíos. En
marzo de 1939 el país se expandió de nuevo con la anexión de Rutenia, que
dio a Hungría 550 mil habitantes más, 72 mil de ellos judíos de habla yídish,
así como una frontera común con su aliada Polonia.
Esta frontera solo duró unos seis meses. En septiembre, Hungría se negó a
ayudar a los alemanes en su invasión de Polonia y abrió, además, sus puertas
a los soldados polacos que se retiraban. (Livia Rothkirchen, Yad Vashem
Studies)
“De anteriores encuentros con el primer ministro, él sabe que Kállay está
especialmente interesado en saber si después de las deportaciones se les
proporciona a los judíos medios de vida. A este respecto, corren rumores que
Sztójay no cree en absoluto; pero que, no obstante, preocupan al primer
ministro... Respondí que todos los judíos deportados, incluidos por supuesto
los húngaros, estarán empleados en la construcción de carreteras en el Este y
que, posteriormente serán transportados a una reserva. Esta respuesta lo
tranquilizó visiblemente y advirtió que dicha información tendría un efecto
particularmente calmante y favorecedor en el primer ministro”. (Núremberg,
Trial of the Major War Criminals, 1947-49)
Horthy no sabía qué más podía hacer; “al fin y al cabo, no podía matarlos a
todos”. Hitler no estaba de acuerdo. “Había que tratar a los judíos como
gérmenes de la tuberculosis que pueden infectar un cuerpo sano...Las naciones
que no se difienden contra los judíos, perecen”. (Citado en Raul Hilberg,
Documents of Destruction, 1971) (Sobre las opiniones de Horthy: Nicholas
Horthy, Memoirs, 1957)
Sin embargo, Horthy no se dejó convencer. “La cuestión judía será resuelta
final y satisfactoriamente por los húngaros”, escribió Goebbels en su diaro el 8
de mayo de 1943.
“El Estado húngaro está infiltrado por los judíos y el Führer no ha tenido
éxito en sus conversaciones con Horthy para convencerlo de la necesidad de
medidas más estrictas. El propio Horthy... sigue resistiéndose a todos los
intentos de abordar el problema judío de forma agresiva y se valió de toda una
serie de argumentos humanitarios que, por supuesto, no se aplican en
absoluto en este caso. Sencillamente, no se puede hablar de humanitarismo
cuando se trata con judíos”. (Goebbels, Diario)
Los judíos húngaros siguieron formando parte del Estado. En otras partes
de Europa, millones de hebreos habían sido ya masacrados, y aunque en
Hungría sufrieron la muerte social, la expulsión de la vida económica y el
rechazo de la vida cultural del país, no fueron marcados, ni aislados en guetos,
ni tampoco asesinados. Los judíos húngaros pensaron que sobrevivirían
desvaneciéndose en la oscuridad, bajo la protección de Horthy.
Diez días más tarde, Coga describió a los judíos como pobladores extraños
que debían ser expulsados. Estas declaraciones prepararon al público para un
real decreto, fechado el 22 de enero, que exigía a los judíos pruebas de
ciudadanía respaldadas con la más completa documentación. Era una labor
imposible en un país tan pobre en registros civiles como Rumanía. El pánico se
desencadenó: los negocios judíos cerraron, el capital huyó al extranjero, el
valor de las acciones rumanas en las bolsas extranjeras se desplomó y el
comercio se detuvo en la práctica. La crisis económica obligó al rey Carol a
destituir a Coga, que se despidió gritando: “Israel ha triunfado”. (King Carol,
Hitler and Lupescu)
El Gobierno de Cuza y Coga duró solo tres semanas, pero el daño hecho
perduraría durante años. Un nuevo Gobierno formado apresuradamente por el
Patriarca Primado ortodoxo Miron Christea promulgó la igualdad de derechos
para todos, pero no derogó el real decreto. En el plazo de 18 meses, 225 mil
judíos perdieron la nacionalidad, el 38% de la población judía. Uno tras otro,
los proyectos de ley antisemitas pasaban por el Parlamento, reduciendo a los
judíos rumanos a la penuria de sus correligionarios alemanes. Pronto llegó la
muerte social y el antisemitismo racista se convirtió en moneda de uso
corriente. En agosto de 1940, el rey Carol firmó un decreto que prohibía los
matrimonios entre judíos y rumanos “de sangre rumana”. (Radu Ioanid, The
Holocaust in Romania)
Con el poderoso apoyo interno que tenía el programa nazi y sin aliados
externos que contrarrestaran la presión alemana, Rumanía se unió al Eje en
otoño de 1940. Tropas alemanas entraron en el país para preparar la próxima
invasión a la URSS a través de la frontera rumana. Podría creerse que esta
situación beneficiaría a la Guardia de Hierro, pero Hitler necesitaba la
estabilidad política del país y un ejército rumano a su disposición. La Guardia
de Hierro era tan molesta como las SA en 1934, y con aprobación de los
alemanes, Antonescu la suprimió en una acción sangrienta en enero de 1941,
estableciendo al mismo tiempo una dictadura militar. Así, Hitler obtuvo lo que
quería: el 22 de junio el ejército rumano se unió al alemán en el ataque a la
Unión Soviética.
Bulgaria, como los otros países de la cuenca del Danubio, tenía también sus
agravios territoriales. Había perdido Macedonia, Tracia y el sur de Dobrudja, y
quería recuperarlas. Además, como aliada de las Potencias Centrales en la
Gran Guerra, había terminado en el bando perdedor y cargaba con las enormes
deudas de las reparaciones de guerra por valor de 2,25 millones de francos
oro. Cercenada y frustrada, Bulgaria quería mejorar su situación.
Al igual que les sucedió a sus vecinos, cayó dentro de la órbita comercial
alemana. En 1939 el Reich representaba el 70% del comercio exterior búlgaro.
Pero no conservaban buenos recuerdos de los alemanes, que les trataron como
una colonia durante la Guerra. La comunidad hebrea de 50 mil personas dentro
de una población de seis millones era bastante pequeña y, a diferencia de
Hungría, apenas había judíos en la vida académica, económica o en las
profesiones liberales. En resumen, el antisemitismo era prácticamente
inexistente. (Frederick B. Chary, The Bulgarian Jews and the Final Solution)
Hitler explotó ante esta afrenta intolerable y ordenó la invasión. ”El golpe
militar en Yugoslavia ha cambiado la situación política en los Balcanes. Incluso
si Yugoslavia presentase al principio una declaración de lealtad, debe ser
considerada como una nación enemiga y destruida, por tanto, lo más
rápidamente posible”. (Documents on German Foreing Policy)
Los chetniks luchaban contra los partisanos de Tito; estos contra los
alemanes y los ustachi, y la Ustashe luchaba contra todos, excepto los croatas
étnicos y los alemanes.
“El pueblo croata”, dijo Ante Pavelic, “desea ser gobernado con bondad y
justicia. Y yo estoy aquí para garantizar esa bondad y esa justicia”.
Mientras decía esto, yo contemplaba un cesto de mimbre colocado sobre la
mesa del despacho, a la izquierda del poglavnik. El tapetito que lo cubría
estaba un poco levantado, permitiendo ver que el interior estaba lleno de
frutos de mar, al menos así me lo parecieron a mí, y hubiese asegurado que
eran ostras sacadas de su concha, como las que a veces se ven expuestas en
grandes fuentes en los escaparates de Fortnum and Mason, de Piccadilly.
Casertano me miró guiñándome el ojo:
-!Bien le agradaría una buena sopa de ostras!
-¿Son ostras de Dalmacia? -pregunté al poglavnik.
Pavelic alzó la servilleta que cubría el cesto y, mostrándome aquellos frutos de
mar, aquella masa gris y gelatinosa, me contestó, sonriendo, con su habitual,
bonachona y cansada sonrisa:
-Es un regalo de mis fieles ustachi. Son veinte kilos de ojos humanos.
(Curzio Malaparte, Kaputt, 1947)
Hitler invadió Grecia el mismo día que Yugoslavia, y tuvo bastante más
éxito que su aliado Mussolini. La envidia dominaba al Duce. Después de haber
patrocinado a Hitler en los años veinte, Mussolini había visto cómo Alemania
devoraba grandes pedazos de Europa central entre 1938 y 1939. ¿Por qué
Italia no podía conquistar también? En abril de 1939 ordenó la invasión de
Albania, que fue aplastada en un día y anexionada inmediatamente.
Los fascistas podían proclamar que eran los mejores, pero Italia,
simplemente, no tenía los recursos necesarios para emprender una guerra.
Los alemanes les pidieron ayuda, y como Ciano, yerno de Mussolini, escribió en
su diario: “Una cosa es predicar y otra dar trigo”. Y seguía: “Me quedo a solas
con el Duce y redactamos un mensaje para Hitler. Le explicamos el porqué de
nuestras grandes necesidades, y terminados diciéndole que Italia no podrá
entrar nunca en guerra sin dichos abastecimientos”. Hitler respondió que
“aniquilaría Polonia y atacaría Francia e Inglaterra sin ayuda”. (Ciano, The
Ciano Diaries, 1939-1943)
El pueblo ruso supo pronto del destino de sus hijos, maridos y hermanos
capturados, aprendiendo que la brutalidad alemana no se detenía en el campo
de batalla. Se siguió el modelo establecido en Polonia y copiado por toda
Europa: los civiles soviéticos eran aterrorizados con las redadas para el
Russeneinsatz (Servicio Ruso). Entre 1942 y 1944, 2,8 millones de civiles,
hombres y mujeres, fueron deportados para realizar trabajos forzados en las
minas, las industrias de armamento, agricultura y mantenimiento del servicio
ferroviario alemanes. Eran trabajadores forzados, no esclavos, porque recibían
un jornal de hambre como salario. Tampoco se les permitía usar los servicios
públicos, ni participar en la vida social o local: las relaciones sexuales con
alemanes estaban castigadas con la muerte. (German Rule in Russia)
Estos obreros vivían en 20 mil míseros campos por todo el Reich, dirigidos
según la ideología racista nazi; los nacionales de los países occidentales
recibían una paga mejor, con raciones que los mantenían con vida y sus
condiciones de trabajo no eran peores que las de los obreros alemanes. A los
Untermensch del Este les daban una sopa de nabos aguada tres veces al día y
una ración mínima de pan. Trabajaban fatigosamente durante muchas horas
sin apenas descanso, en medio de condiciones inseguras y faltas de higiene,
favoreciendo la propagación de enfermedades contagiosas, sobre todo la
tuberculosis.
Los alemanes bombardearon el país con propaganda: los judíos eran los
culpables del sufrimiento de la nación bajo el dominio soviético. Mientras tanto,
el régimen de ocupación exhumaba grandes fosas comunes con los cadáveres
de los letones asesinados por la policía secreta soviética, y acusaron de este
crimen a los judíos. Luego presionaron a los letones para que saqueasen las
propiedades hebreas y se las quedaran. (Andrew Ezergailis, The Holocaust in
Latvia, 1941-1944)
A mediados de los años 30, Alemania apoyó a Italia cuando esta sufrió el
aislamiento internacional después de invadir y conquistar Abisinia y, en 1937,
ambas naciones acudieron en ayuda de Franco durante la Guerra Civil
española. Pero, a pesar de las declaraciones de mutua lealtad al Pacto de Acero
de mayo de 1939, Italia no se unió al ataque alemán contra Polonia y mantuvo
una neutralidad auténtica hasta junio de 1940. En ese momento, Alemania ya
era su socio principal y Mussolini trató de equilibrar la balanza con la aciaga
invasión de Egipto en septiembre de 1940, seguida después por la igualmente
desastrosa aventura en Grecia del mes siguiente.
En ambos casos, los italianos estuvieron a punto de ser derrotados por los
británicos hasta que Alemania intervino. A finales de 1940 Italia dependía de
los alemanes en la dirección de la guerra y estos, a cambio de trabajo y
alimentos, entregaron combustible y materias primas.
La creciente dependencia militar y política entre 1937 y 1940 trajo como
secuela una programa antisemita. Las Conversaciones con Mussolini de Emil
Ludwig se retiraron de la circulación en el verano de 1938. En su lugar se
publicó, con las bendiciones del Duce, el Manifesto della razza.
En parte, estaba dirigido a justificar el racismo italiano en el
establecimiento de un imperio africano: valor pragmático del racismo.
Pero Mussolini también necesitaba conservar la buena voluntad de Hitler:
valor estratégico del racismo. “Los judíos no pertenecen a la raza italiana”,
afirmaban los autores del Manifesto. “Los judíos representan a la única
población que no puede ser asimilada en Italia, pues está formada por
elementos raciales no europeos, completamente diferentes de los que dieron
origen a los italianos”. (Renzo de Felici, Storia degli ebrei italiani sotto il
fascismo, 1972)
El papa Pío XI, cabeza de la mayor organización del mundo que sostenía
como doctrina básica la igualdad de todas las almas, respondió de inmediato,
condenando públicamente el Manifesto como una “imitación deshonrosa” de la
mitología Hitleriana. El rey Víctor Manuel estaba igualmente horrorizado pero,
demasiado apocado para un enfrentamiento, expresó sus reservas en privado.
“Está más allá de mi comprensión cómo un gran hombre como él puede
importar estas modas raciales de Berlín a Italia. Aunque debe entender que si
se ata al carro alemán, se alineará en contra de la Iglesia, la burguesía y el
alto mando del ejército”. (Citado en Michaelis, Mussolini and the Jews,
extraído de Civilitá Cattolica, 29 de julio de 1938)
El teléfono sonó pocos minutos después. Era una llamada desde Estocolmo.
Enrico Fermi acababa de ganar el premio Nobel de Física por su descubrimiento
de “nuevas sustancias radiactivas pertenecientes a un grupo completo de
elementos...” Los Fermi aprendieron ese día un nuevo significado de grupo: de
grupo racil, por supuesto.
Como otras familias judías italianas, los Piperno tenían dos opciones: enviar
a sus hijos a una escuela católica con sus ritos religiosos, o a una academia
privada laica para estudiantes que tenían que repetir curso. Roma, y otras
muchas ciudades, tenían escuelas primarias judías (de primero a quinto curso)
pero había pocas de bachillerato. Para remediar esta situación, comunidades
judías establecieron colegios para sus jóvenes: los maestros y profesores eran
los despedidos por culpa de las leyes raciales. (De Felice, Storia degli ebrei
italiani sotto il fascismo)
Mussolini, que antes se sometía por miedo a Hitler, era ahora despreciado.
“El Führer se da cuenta ahora de que Italia nunca fue una potencia, no lo es
hoy en día y no lo será en el futuro”, escribió Goebbels. “Italia ha abdicado de
todos sus derechos como pueblo y como nación”. La República de Saló no era
más que la fachada de un régimen de ocupación bañado en el desdén.
Los partisanos combatieron con más ardor contra los fascistas y los
alemanes que el que habían tenido los fascistas luchando por su Gobierno; se
apoderaron de las montañas de Emilia, el Piamonte y el Véneto. “Golpeados,
abandonados, traicionados, supieron saber, por sí mismos, cómo encontrar la
senda de la revuelta, solos, sin propaganda, con la urgencia de la fe”, los
elogiaba Davido Lajolo, un oficial fascista que había combatido en España.
(Citado en James D. Wilkinson, The Intellectual Resistance in Europe)
Italia concertó una paz por separado con los Aliados en 1943 antes de la
invasión alemana. Hungría, otra aliada reacia, fracasó a la hora de separarse
de los alemanes al año siguiente. En aquel momento todo el mundo sabía que
Alemania sería derrotada, pero ¿cuándo? Hitler nunca se rendiría.
Por contra, Horthy estaba ansioso por deponer las armas y suplicar la paz:
él solo había querido territorios. Hitler interpretó perfectamente la negativa del
Gobierno de Horthy de deportar judíos como un signo de ruptura del
compromiso con el Reich y de acercamiento a los Aliados. El Führer obligó a
Horthy que aceptase un Gobierno alemán en la sombra. Y este informó al
Consejo de la Corona después de la visita obligada a Hitler en marzo de 1944.
En total, 265 millones de personas quedaron bajo el dominio del Gran Reich
durante la II Guerra Mundial. Pocos de ellos creían que Alemania violaría tan
completamente el derecho internacional. Tenian la experiencia de la historia:
Alemania había invadido Francia en 1870-71. Tanto este país como Bélgica
vivieron bajo gobierno germano durante la Gran Guerra y en ninguno de los
casos la ocupación fue violenta. ¿Por qué habría de ser diferente en 1939 y
1940? Muchos, entre las élites políticas y sociales, y la burocracia civil y
judicial, creyeron sinceramente al principio que era tarea suya aceptar a la
potencia ocupante.
Semejantes conjeturas tranquilizadoras desaparecieron rápidamente.
Aunque los alemanes no sabían lo que iba a ser el “Nuevo Orden” nacional-
socialista, tenían muy claro que lo que querían era la autoridad absoluta.
Asumieron plenos poderes legislativos, violando el artículo 43 de la Convención
de La Haya. “Si alguien pregunta hoy qué piensa usted de la Nueva Europa,
tenemos que responder que no lo sabemos”, admitió Goebbels ante los
periodistas alemanes el 5 de abril de 1940. “Obtengamos primero el poder,
luego el pueblo verá y nosotros también veremos lo que podemos hacer con
este poder”. (Citado en H.A. Jacobsen, Der Zweite Weltkrieg, 1965)
Capítulo Ocho
LA VIDA DE LOS JUDIOS BAJO LA OCUPACION ALEMANA
“Estaba con mi madre cuando entraron tres alemanes. “Ist hier ein Jude?
Ist hier ein Jude?”. Les dijimos que mi madre, mi padre y yo. “¿Dónde está su
padre?” “Mi padre está fuera”. Mi padre estaba arriba (en una habitación
particular suya en el tercer piso) davening (rezando). Mi padre se ponía todas
las mañanas el chal de las oraciones y recitaba sus plegarias. Sabíamos el
peligro que había abajo, pues muchos de nuestros vecinos habían sido
apresados. Los hombres subieron las escaleras. Llamaron a todos los pisos.
Mi padre estaba arriba rezando por lo que fuese que rezase. Y a quien-
quiera a quien alzase sus plegarias, quizá lo escuchó en ese momento. Subían
corriendo las escaleras, llamando a todas las puertas, sacando a la gente para
asegurarse que no hubiese ningún hombre. Yo iba detrás de ellos, y cuando
nos acercábamos al estudio donde él estaba, les dije que esa habitación estaba
libre. La familia polaca que vivía allí se había mudado. No había nadie. No me
creyeron. Siguieron llamando a la puerta. Sabíamos que mi padre sabía que él
no iba a abrir la puerta. Pasase lo que pasase. Estas subidas, los tres tramos
de escaleras, el no saber lo que iba a suceder era más que suficiente para un
ataque al corazón; por muy joven que fuera, daba igual. Hasta que no
empezaron a bajar, estuve con el alma en vilo. Fue una experiencia pavorosa y
terrible. Me llevó días recobrarme. Así fue como tuvimos que esconder a mi
padre”.
Lodz estaba en la zona polaca que los alemanes anexionaron al Reich y, por
tanto, los judíos de la ciudad quedaron bajo el gobierno directo del Gauleiter
local, Arthur Grieser. El objetivo de los alemanes, desde 1933, había sido
expulsar a los judíos. Ahora, con todo el territorio que consideraban suyo,
habían ganado unos judíos que no deseaban en absoluto. Sin saber qué hacer
con ellos, decidieron aislarlos en áreas delimitadas, para facilitar su traslado
futuro. La creación del gueto la ordenó el jefe de policía de Lodz, SS-
Brigadeführer Johannes Schäfer, el 8 de febrero de 1940. Y eligió Baluty, el
barrio más pobre, situado en la periferia de la ciudad.
“Nos dijeros que teníamos que ir al gueto. Todos los que pudimos lo
aplazamos, porque significaba abandonar nuestra casa, nuestras ocupaciones;
abandonar todo lo que nos resultaba familiar y todo lo que nos pertenecía.
Teníamos que salir y trasladarnos al gueto. “Trasladarse” significaba dejar
todas nuestras posesiones, excepto los objetos personales. Todo el mundo
trataba de aplazar el momento. Pero paulatinamente, la gente se mudó. Si
podían, cargaban una mesa y unas sillas en una carreta y se las llevaban. O
una cómoda, o lo que pudieran... La gente evitaba el momento, pero
lentamente podías ver cómo se trasladaban de la ciudad al gueto.
Al final, nos fuimos al gueto. Nos mudamos a una habitación en la planta
baja, solo tenía una estufa, sin agua corriente, muy, muy primitiva. Si recuerdo
bien, el tejado estaba cubierto con paja. Y vivimos allí, en aquella choza, que
nunca había sido antes una vivienda”.
Para niños como Mira Teeman fue un momento decisivo. “Nací en Polonia,
en Lodz”, recuerda desde la seguridad de Estocolmo 50 años después.
“Cuando la guerra estalló, tenía 13 años. Iba a la escuela. Tenía un
hermano. Se llamaba Stephan. Por lo que sé, desapareció en Auschwitz. En
esa época debía tener unos 16 años. Así que éramos cuatro, mis padre y
nosotros dos. Creo, hasta donde puedo suponer, que éramos una familia
acomodada. Hasta la guerra tuvimos niñera, cocinera y una señora que venía
a lavar. Teníamos una casa en la ciudad con jardín. Yo iba a una escuela
privada, lo mismo que mi hermano. Todo cambió de golpe en septiembre de
1939”.
La familia de Mira Teeman se fue a la casa de una tía; vivían diez personas
en tres habitaciones. Aunque la situación era angustiosa, empeoró. El 10 de
marzo de 1940, el día de su cumpleaños, se trasladaron al gueto. “Fue muy
duro. Teníamos un piso de dos habitaciones y una cocina” para 15 personas.
“No solo eran horribles las condiciones del gueto, sino también la presión que
ejercían sobre nosotros las autoridades, la policía del gueto y los alemanes.
Ellos (los alemanes) entraron en el gueto y marcharon por las calles.
Vociferaban mientras apaleaban a la gente y les disparaban”.
La nueva “patria” judía entre el Vístula y el Bug fue una iniciativa de Adolf
Eichmann, uno de los miembros de la Oficina Principal de la Seguridad del
Reich de Heydrich. En 1939, Eichmann dirigía la Oficina Central de Emigración
Judía para el Protectorado de Bohemia y Moravia, y ya se había ganado una
buena reputación en la Viena posterior a la Anschluss, supervisando la
emigración de 150 mil judíos austriacos en un año. Después de la ocupación de
los territorios checos, fue trasladado a Praga, donde lo hizo menos bien, pues
en esa época a los judíos les resultaba casi imposible obtener un visado de
entrada en cualquier otro país.
Poner a trabajar a los judíos había sido una de las prioridades desde la
invasión de Polonia. Uno de los primeros decretos de Hans Frank como
gobernador general sometía a todos los judíos de 14 a 60 años a trabajos
forzados.
El Illustrierter Beobachter del 12 de octubre incluía una foto de judíos
acarreando ladrillos bajo el siguiente titular: “!Los judíos deben trabajar!”.
Un tal doctor Emil Strodthoff escribía en el Völkischer Beobachter del 28 de
noviembre: “Es para nosotros un placer especial utilizar a los amados
caballeros de la progenie de Abraham para transportar paja y levantar
campos”. Y seguía: “Vamos tranquilamente por las calles, los recogemos y el
que, a pesar de nuestros amistosos requerimientos, alega que no tiene tiempo,
aprende en seguida la lección”. (Citado en The Black Book of Poland)
La prensa en los países neutrales cubrió los hechos. “En la actualidad, las
autoridades alemanas están obligando a miles de judíos, que antes trabajaban
en profesiones liberales, a realizar otro tipo de labores, como construcción de
carreteras, limpieza de bosques, etc.”, informaba el Die Tat de Zúrich en su
número del 1 de enero de 1940.
Por muy paradójico que a algunos les hubiese parecido, los trabajos
forzados de los judíos iban a cumplir la promesa alemana de reparar las
carreteras polacas, limpiar las orillas de los ríos y excavar nuevos canales.
Las reflexiones nazis sobre la nueva situación de los judíos son importantes
no por los planes que se iban a aprobar, sino para comprender el pensamiento
nazi. Mucho después de que renunciaran al plan de Madagascar y los pantanos,
la terminología de estas siguió usándose como sinónimo de “solución final
mediante el reasentamiento”.
Por supuesto, la vida era dura y con el tiempo se volvió pero. ¿Cómo seguir
ganándose el sustento? ¿Cómo arreglárselas en medio de las normas alemanas
que restringían radicalmente sus actividades? Por ejemplo, los médicos judíos
ya no podían tratar a pacientes gentiles, ni los enfermos judíos tampoco podían
ser atendidos por médicos gentiles: por tanto, los médicos judíos intentaron
ganarse la vida atendiendo solo a pacientes judíos. De la misma manera,
surgieron colegios hebreos, dirigidos por profesores judíos y a los que solo
asistían estudiantes judíos. Algunos de los que habían tenido negocios o
tiendas intentaron sobrevivir únicamente con clientela judía, mientras otros
desafiaron las leyes y continuaron comerciando -clandestinamente y con gran
riesto- con clientes gentiles lo suficientemente valerosos para tratar con ellos.
Los niños judíos no sufrieron en igual medida que sus padres, hasta que la
segunda oleada de leyes antisemitas les segregaron del resto de la población.
El mundo aparte que es la niñez quedó hecho añicos, ya no eran bienvenidos
en los lugares públicos, no podían ir al cine o a las heladerías, ni jugar en los
parques o bañarse en las piscinas municipales.
Justo dos días después, Kaplan anotó: “El rostro de Varsovia ha cambiado
de tal forma que nadie la reconocería. Las gentes de fuera ya no pueden entrar
pero si milagrosamente fuese así y uno de sus habitantes huidos regresase a la
ciudad, preguntaría: ¿Es esto Varsovia?”. (Chaim Kaplan, Scroll of Agony)
Esta vez fue el jefe militar local de Varsovia el que vetó el plan; en su lugar
declaró el barrio judío tradicional como Seuchengebiet (zona de epidemias) y
prohibido, por tanto, a los alemanes. No se hizo nada más en esa época
porque se contaba con que los judíos iban a ser transportados a la reserva de
Nisko. En efecto, la sucesión de planes territoriales y el establecimiento y la
permanencia de los guetos cerrados estaban íntimamente vinculados. (Aly,
Final Solucion)
“De repente, nos vimos acorralados por todos los sitios”, escribía Chaim
Kaplan en su diario el 17 de noviembre, tan solo 15 días depués de que la idea
de un “gueto cerrado” le resultase “inconcebible”.
“Estamos segregados y separados del mundo, y la plenitud de este hecho
nos expulsa de la sociedad de la raza humana”. (Kaplan, Scroll of Agony)
“Desde el principio, han surgido dos tipos distintos en el gueto. Están los
hombres de ayer que rememoran su anterior importancia y viven de sus
recuerdos. Añoran el pasado cuando la vida era más o menos normal y sueñan
con un futuro más agradable. Pero tienen muy pocas posibilidades de llevarse
bien con el presente. En estos momentos sus puntos de vista y conducta son
inconexos y ejercen poca influencia.
Luego están los hombres prometedores del día a día. Aunque tienen poca
experiencia, se han acostumbrado rápidamente al desconcertante cambio de
fortuna. Ahora llevan la voz cantante”. (Hillel Seidman, The Warsaw Ghetto
Diaries)
Seguir con vida significaba ganar lo suficiente para comer. Era algo tan
sencillo y duro como esto: el hambre se evitaba con una rebanada de pan
viejo, un cuenco de sopa aguada y una patata comprada con un dinero
duramente ganado. En octubre de 1939 Chaim Kaplan relataba que “decenas
de miles de personas se han quedado sin medios de vida”; al cabo de 14
meses, todas las clases sociales estaban afectadas. “La mayoría de los
profesionales liberales, privados de su trabajo, pasan el día sin hacer nada...
A los menestrales les sucede lo mismo, pues nadie les da zapatos que remedar
o ropas que coser”. Mientras algunos viven “con dos o tres zlotys al día”, hay
“miles, decenas de miles que viven de la caridad y van a los comedores de
beneficencia. A estos últimos concurren 100 mil personas todos los días”.
(Kaplan, Scroll of Agony)
“!Libertad! !Al fin, libertad! Hoy todo ha sido maravilloso, incluso estar
sentada en este horrible sofá en la habitación de Ala, estrujada entre Zula y
Hanka. Incluso las matemáticas. A propósito, me he perdido bastantes
lecciones, pero Hanka dice que me ayudará a ponerme al día en un periquete.
Todas parecían estar muy contentas cuando aparecí inesperadamente. Renata
estaba tan entusiasmada que me dio un beso, olvidando todas las
precauciones médicas. Nina dijo que esperaba que me hubiese muerto de tifus,
la muy bruta.
Un montón de noticias... Irena quería unirse a nuestro grupo, pero las
chicas dicen que ocho son más que suficientes y la han rechazado sin más. Así
que les ha pedido a los profesores si puede ir con los chicos. A ellos no les
importa y están encantados, o eso es lo que ella dice. Ahora son nueve en
total. !Qué bien volverlos a ver! Mismos profesores, mismos problemas”.
(Janina Bauman, Winter in the Morning)
Aquello fue una terrible pérdida para ella. Era mucho más que pasar el
tiempo tranquilamente. “El vivir es esperar; y mantuve la esperanza de que
algo, de alguna manera, sucediese y la guerra terminara. Una solo tenía que
ser lo suficientemente fuerte para esperar y aceptar el día a día, tal y como
llegase... Lo que a mí me preocupaba era: ¿seré capaz de tener una
educación? Es gracioso que en semejante situación fuera esto de lo que
hablaba con Heniek: ¿Podré tener alguna vez una educación? Intenté
conservar cierta normalidad, pero siempre deseando algo”.
Las condiciones del gueto eran un verdadero problema para los deberes de
los chicos. Como Esther Geizhals-Zucker recuerda: “Mis estudios se detuvieron
en el gueto. Ya no fue más a la escuela; tenía que trabajar para conseguir una
cartilla de racionamiento con la que poder obtener comida. No tenía tiempo
para ir a clase”.
Lituania, bajo gobierno ruso desde 1939, fue ocupada rápidamente cuando
los alemanes atacaron a la Unión Soviética en junio de 1941. En esos días la
comunidad judía de Kovno era la octava en número de la Europa oriental
ocupada por los nazis; Vilna tenía casi el doble de habitantes judíos (55 mil en
1931). Pronto se crearon sendos guetos en ambas ciudades. En esta última, el
gueto se creó el 10 de julio de 1941, en el suburbio de Slobodka, al otro lado
del río. Era una zona empobrecida. Los judíos estaban señalados con la estrella
en el pecho y en la espalda, y cindo días después fueron expulsados de la
ciudad y obligados a ir al gueto. En este, todas las escuelas quedaron cerradas.
En diciembre de 1941 se reabrieron dos colegios de primaria por iniciativa de
los profesores, solo para ser clausurados de nuevo por las autoridades en los
meses de invierno. La causa, esta vez, fue la escasez de leña para calentar las
aulas; luego, en abril, volvieron a abrirse, para prohibirse otra vez en verano.
(Avraham Tory, Surviving the Holocaust: The Kovno Ghetto Diary)
Nada de esto supuso diferencia alguna para la señora Segal y sus discipulos
“21 de marzo de 1943”, escribió en su diario Avraham Golub, abogado sionista
y, en esa época, vicesecretario del nuevo Consejo Judío. La señora Segal “hace
caso omiso de las prohibiciones y órdenes. Aunque la escuela judía ha sido
oficialmente cerrada por mandato alemán, dicha orden no ha llegado todavía a
esta valiente y distinguida educadora. Todos los días, los niños se reúnen en su
pequeña habitación, donde les enseña el abecedario, a decir “shalom” y a
cantar en hebreo. Siembra en los corazones de los niños un amor por el pueblo
judío y un anhelo por su patria: la tierra de Israel”. (Surviving the Holocaust)
Por decreto, la única música que se podía interpretar era la no aria. “No se
pueden tocar piezas musicales de compositores arios, y entre los judíos solo
aquellos que son arios de adopción. Eso quiere decir que se tocan (sin
permiso) composiciones de Mendelssohn, Kalman, Bizet, Meyerbeer”, anotó
Emmanuel Ringelblum en febrero de 1941. (Ringelblum, Crónica del gueto de
Varsovia)
“El proceso de discriminación entre judíos y otras gentes aumenta cada día.
Los judíos tienen ahora vetano beber de las fuentes de la sabiduría y cultura
arias. Con el fin de hacer entrar en vigor esta prohibición, Auerswald,
comisario del gueto, ha emitido un decreto por el que se prohibe tajantemente,
bajo pena de los más duros castigos, la difusión en cafeterías y teatros del
gueto de cualquier forma de arte, literaria o musical, escrita o compuesta por
un ario. De hecho, esta prohibición ya estuvo en vigor durante un tiempo, pero
se incumplía más que se acataba. Ahora, los nazis han empezado a hacerla
cumplir rigurosamente”. (Kaplan, Scroll of Agony)
“El otro día me enteré de uno de esos lugares de reunión entre el gueto y
el lado ario. Todos los domingos, a las tres en punto de la tarde, una orquesta
sinfónica judía se reúne en el cruce de las calles Panska y Zhelazna para tocar
al lado de la alambrada de púas que rodea el gueto. Cientos y cientos de arios
escuchan la música; se van cada media hora, dejando sitio libre para que una
nueva multitud de polacos venga a escuchar la música prohibida. Un policía de
los suyos hace una colecta entre los oyentes y entrega el dinero (zlotys) a un
policía judío, que se lo entrega a los miembros de la orquesta. Así, durante
toda la tarde hasta el toque de queda, muchedumbres de cristianos no paran
de venir para escuchar música judía”. (Joseph Kermish, Yad Vashem Studies)
Tenían muy poca información sobre el mundo, y este apenas sabía nada del
gueto. Cualquier cosa que los alemanes decidían contarles era mentira.
Abraham Lewin recuerda en su diario que el 19 de mayo de 1942 los alemanes
filmaron el gueto. Eligieron a personas que todavía parecían respetables, las
llevaron a un restaurante, las sentaron a las mesas y pidieron que les sirvieran
carne, pescado, licores y pasteles; a expensas, claro está, de la comunidad
judía. “Los judíos comieron y los alemanes lo filmaron”, relató Lewin. “No es
difícil imaginar el motivo que hay detrás de esto. Dejar que el mundo vea el
tipo de paraíso en el que viven los judíos”. Delante de la cámara, y fuera de
ella, la vida seguía. Por el momento. (Lewin, A Cup of Tears)
Los hebreos que vivían en el oeste, sobre todo los de Alemania, que habían
sufrido bajo el régimen nazi desde 1933, estaban en un limbo. Al final, los
judíos polacos fueron segregados en guetos rodeados por muros como en
Varsovia, o por alambradas de púas como en Lodz. Como hemos visto, los
hebreos alemanes fueron implacablemente aislados política, social y
económicamente. En 1938 el Gobierno nazi decidió borrar el pasado, la
memoria y el recuerdo de los antiguos logros judíos. Por ejemplo, un decreto
de julio ordenaba que “en cuanto a lo no realizado hasta ahora, todas las
calles, o parte de las mismas, que lleven nombres judíos, o medio judíos,
recibirán nombres nuevos inmediatamente. Las placas viejas de dichas calles
tendrán que retirarse al mismo tiempo que se instalan las nuevas”. (Joseph
Walk, Das Sonderrecht für die Juden)
Los judíos solo tenían un lugar en la economía: los trabajos forzados. Con
la invasión de Polonia y el alistamiento de los varones alemanes en las fuerzas
armadas, se extendió rápidamente el uso de trabajadores forzados judíos.
Estos fueron asignados a los trabajos más sucios, difíciles y agotadores de las
fábricas, sin recibir ninguno de los beneficios (días de vacaciones pagadas por
el Estado, seguros, raciones extra) acordados para los “arios”. A menudo, sus
patrones no les proporcionaban herramientas para realizar el trabajo. Se
convirtieron en una pieza fija de las fábricas de munición, en las brigadas de
asfaltado de calles, de retirada de nieve y de limpieza de basuras en general.
Provenían de todos los estratos de la comunidad hebrea, y como casi todos los
jóvenes habían emigrado, los que quedaban eran bastante mayores. En 1939
la cuadrilla de limpieza de los lavabos de los trenes que llegaban a la estación
de Lehrter en Berlín estaba formada por un antiguo profesor de instituto, el ex
propietario de un fábrica y un pintor. No les daban los materiales de limpieza
que necesitaban para trabajar. (Die Juden in Deutschland)
Los judíos no tenían derecho a una pensión y ganaban los sueldos más
bajos. El salario medio estaba en 0,90 RM la hora, mientras que un trabajador
forzado judío obtenía como máximo 0,16 RM. Estaban vigilados en su lugar de
trabajo; llegaban juntos escoltados, trabajaban en formación cerrada, no se les
permitía hablar o moverse libremente y volvían como habían llegado.
Los judíos alemanes, que recibían los peores sueldos y soportaban los
impuestos más altos, se hundieron todavía más en la miseria. Y cada vez había
menos artículos en los que gastar el poco dinero que les quedaba. El 1 de
diciembre de 1939, justo tres meses después del inicio de la guerra, el
Ministerio de Agricultura decretó que a los judíos no se les permitiría comprar
ciertas raciones de alimentos. Víctor Klemperer, el profesor de la Universidad
de Dresde, era un converso al cristianismo y estaba casado con una mujer de
esta religión. Describió una visita a la Casa Comunitaria Judía de su ciudad “al
lado de la sinagoga incendiada y arrasada” para pagar otro impuesto que
recaía solo sobre los judíos.
Desde ese momento, a los judíos se les prohibió comprar ropa o zapatos.
La única fuente de prendas “nuevas” de vestir para los niños que, lógicamente,
crecían eran los suministros comunitarios, o las que dejaban los afortunados
que emigraban.
Hubo más restricciones: menos cupones para carne, fruta y mantequilla, y
ninguno para legumbres, cocos o arroz. Se les prohibió comprar alimentos que
no estaban racionados, como pollo, pescado o carnes ahumadas. Restringieron
también el horario de compras. Lo normal era que les dejaran solo las últimas
horas de la tarde, después de que los clientes “arios” hubiesen vaciado los
estantes: esto significaba que les permitían comprar, aunque no quedara nada
que vender. (Das Sonderrecht für die Juden)
Con poco dinero y prácticamente nada que comprar, los judíos y aquellos
que (como Klemperer) eran señados como tales dependían cada vez más de
las amistades o parientes gentiles. Pero estos, también, tenían miedo. Durante
la Nochebuena de 1939, un antiguo alumno le llevó comida a Klemperer: dos
escalopes de ternera, un huevo, algo de miel, una barra de chocolate y otras
pocas cosas. “Los dos estamos profundamente conmovidos”, escribió en su
diario. “!Qué tiempos extraordinarios! !Estos son los regalos que le hacen a un
profesor! Es una demostración de valor y una declaración de oposición”. Al año
siguiente, el mismo antiguo alumno envió un paquete mucho más pequeño,
con un par de panes de jengibre y manzanas, un poco de cebada perlada, algo
de budín en polvo y una tarjeta navideña sin firmar. En las navidades de 1941
los nazis ya habían abandonado la “solución territorial” y los judíos alemanes
ya estaban señalados con una estrella. El antiguo alumno no envió nada.
(Quiero dar testimonio)
Con el paso de los años, también quedaron aislados unos de otros. El mito
de una esfera judía separada, que había llevado a un renacimiento cultural y
espiritual entre los judíos alemanes, explotó. El Gobierno cerró las editoriales y
las librerías judías.
Las organizaciones hebreas, tan críticas anteriormente con la vida
comunitaria, fueron clausuradas también. La instauración del toque de queda
dificultó todavía más las relaciones personales. En mayo de 1940 les
prohibieron salir de sus casas desde las nueve de la noche hasta las cinco de la
mañana siguiente. En octubre el periodo se amplió: desde las ocho de la tarde
hasta las seis de la mañana. Víctor Klemperer escribió el 20 de diciembre: “El
acoso aumenta nuevamente. Después de las ocho de la noche, confinados en
el apartamento. Está prohibido visitar a los vecinos del edificio, pasar el rato en
el portal o en las escaleras”. (Quiero dar testimonio)
“Al levantarse: ¿Vendrán “ellos” hoy? (Hay días que son peligrosos y otros
que no lo son, por ejemplo: el viernes es muy arriesgado, pues “ellos”
supondrán que ya se han hecho las compras para el domingo). Mientras te
lavas, te duchas, te afeitas, ¿dónde colocar el jabón si vienen “ellos” en ese
momento? Luego el desayuno: sacando todo de los escondites, devolviéndolo
de nuevo. Después, trabajar sin un cigarro; miedo mientras fumas una pipa
(llena de hojas de morera), por la que nadie va a la cárcel pero por la que se
gana unas bofetadas. Sin periódico. Luego la cartera llama al timbre. ¿Es la
cartera o son “ellos”? A la ventana todo el rato, la de la cocina está en la
fachada de delante, la del despacho en la trasera. Alguien, u otro, llamará
inevitablemente al timbre de la puerta al menos una vez por la mañana, y al
menos una vez por la tarde. ¿Serán “ellos”? Luego a la compra. Uno sospecha
que “ellos” están en todos los coches, en todas las bicicletas, en todos los
peatones. (He sido maltratado bastante a menudo). Me encuentro que justo en
este momento llevo mi portafolios debajo del brazo izquierdo, quizá tape la
estrella, quizá alguien me haya denunciado... Luego tengo que ir a ver a
alguien. La pregunta de camino hacia allí es: ¿Me cogerán en un registro
domiciliario cuando esté allí? La pregunta de vuelta a casa es: ¿Habrán estado
“ellos” en nuestra casa mientras tanto, o siguen “ellos” todavía allí? Angustia,
un coche se detiene a mi lado. ¿Son “ellos”?”. (Quiero dar testimonio)
El sufrimiento que los nazis habían infligido a los judíos alemanes durante
tantos años se puso en práctica en cuestión de meses en Bélgica, Holanda y
Luxemburgo. (Sobre el Holocausto en los Países Bajos, Jacob Presser, Ashes in
the Wind, Bob Moore, Victims and Survivors)
Pero si en los Países Bajos las medidas antijudías fueron iniciativa alemana
-a las que se opuso una débil resistencia-, en Francia fueron los propios
franceses los que tomaron la delantera. Nadie quedó más aturdido por este
hecho que los judíos que vivían en Francia. Los judíos alemanes vivían en un
país en el que el antisemitismo estaba incrustado dentro del sistema legal del
Estado y era la política oficial. Los judíos polacos vivían en una nación con un
largo historial de profundo antisemitismo, y no esperaban mucho de sus
compatriotas gentiles. En cambio, los judíos franceses, tanto los allí nacidos
como los refugiados, creían que las autoridades francesas tratarían de
protegerlos. Francia era el país de los Derechos del Hombre, de la tierra de
asilo, de la liberté, egalité, fraternité. Estos eran los principios fundamentales
del Estado. Los que habían huido del régimen nazi a Francia desde todos lo
lugares de Europa confiaban en la promesa nacional de protección. Fueron
completamente traicionados. (La obra clasica sobre la política de Vichy con
relación a los judíos, Michael R. Marrus y Robert O. Paxton, Vichy France and
the Jews, 1983. George Wellers, L´etoile jaune à l´heure de Vichy, 1973 y
Serge Klarsfeld, Vichy-Auschwitz, 1983)
Pero en ese momento los alemanes que ocupaban París no tenían interés
alguno en encerrar a los judíos; preferían impedir que los que habían huido al
sur retornasen a sus hogares. La Francia de Vichy fue una excelente aliada.
Los alemanes expulsaron a 3.000 judíos de Alsacia (ahora anexionada al Reich)
a Vichy en el verano de 1940. Esta operación resultó tan satisfactoria que, con
el definitivo traslado a Madagascar en mente, deportaron a 6.504 judíos de
Baden y el Palatinado a Lyon en trenes sellados. Un informe del Ministerio de
Exteriores alemán del 30 de octubre describe este hecho:
“De conformidad con las órdenes de los Gauleiters, “todas las personas de
raza judía” deberán ser deportadas “en cuanto estén en condiciones de viajar”,
sin tener en cuenta edad o sexo”. Esto comprendía a los ex combatientes,
“incluidos los que participaron en la Guerra Mundial de 1914-1918 en el bando
alemán como soldados del frente y, en algunos casos, como oficiales de la
antigua Wehrmacht”, así como a los ancianos: “Las residencias de ancianos de
Mannheim, Karlsruhe, Ludwigshafen, etc., han sido evacuadas”. El ejército
participó en estos hechos. “Vehículos de la Wehrmacht estuvieron disponibles
para transportar a estas personas desde los sitios más alejados a los centros
de reunión”. A los judíos les dieron muy poco tiempo para prepararse, “de 15
minutos a dos horas, dependiendo de la localidad”.
Marie y sus hermanas estaban entre ellos. “Era un campo sin agua
corriente. Solamente una vez al día venían camiones cisterna y teníamos que
hacer cola durante horas para conseguir un poco de agua”. Ir a los retretes era
arriesgado y aterrador. Eran una especie de letrinas de trinchera; la plataforma
tenía un metro de altura y se subía mediante una escalera. Ninguna pared
rodeaba el agujero. “Una de las cosas que más me chocó en aquella época
fueron los retretes. Tenía (que subir por) una escalera; era muy alta, como de
un metro, y con grandes agujeros (en la plataforma), podía ver todos los
excrementos debajo. Tenía mucho miedo de caer allí. Esto era una de las cosas
más horribles, el miedo de caer dentro de esa mierda”.
Ruth Lambert, una trabajadora social de la OSE que residía en Gurs estaba
de acuerdo. En una carta que escribió en 1944 resumiendo su estancia en el
campo, decía: “Fritz Brunner (y su acompañante, el pianista) Leval y sus
conciertos, todos los domingos desde las diez y media de la mañana hasta el
mediodía durante quince meses. Exposiciones de pintura y artesanía. !Teatro,
las famosas revistas de Nathan y Leval! !Todo tipo de artistas y fabulosos
imitadores!”. (Libro editado de forma privada, Kibbutz Schluchot)
Capítulo Nueve
A LA SOMBRA DE LA MUERTE
En Radom, como en las calles de Varsovia, Vilna, Lodz, en todos los sitios,
niños hambrientos mendigaban, pero crecían tan débiles que ni siquiera podían
seguir pidiendo. Las organizaciones filantrópicas y los Consejos Judíos
luchaban para ayudar a estos huérfanos desamparados, pero las necesidades
sobrepasaban los escasos recursos disponibles. Los albergues para refugiados,
orfanatos, centros de día y los esfuerzos de las comunidades de vecinos no
podían apoyar a sus habitantes; por esta razón, muchos de ellos quedaban
fuera de las redes de ayuda institucionales.
“En la calle hay dos niños pequeños mendigando al lado de nuestra puerta”,
escribió Janina Bauman en su diario el 18 de abril de 1941.
“Los veo cada vez que salgo. O puede que sean niñas, lo lo sé. Tienen la
cabeza afeitada, las ropas son un andrajo; sus caras terriblemente diminutas,
flacas, me recuerdan más las de los pájaros que las de los seres humanos.
Aunque sus grandes ojos negros son humanos; tan llenos de tristeza... El más
joven tendrá seis o siete años, el mayor quizá diez. No se mueven, no hablan;
el pequeño se sienta en la acera, el mayor está de pie allí, con la mano, como
una garra, estirada”. (Janina Bauman, Winter in the Morning)
“Un tipo especial de mendigos son los que empiezan a pedir después de las
nueve de la noche... Caminan por el centro de la calle, pidiendo pan. La
mayoría son niños. En medio del silencio que rodea a la oscuridad, los llantos
de hambre de estos niños menesterosos son terriblemente insistentes... No les
preocupa en absoluto el toque de queda... No tienen miedo de nada ni de
nadie. Es muy normal que estas criaturas se mueran en la acera, de noche.
Me han contado una de esas horribles escenas que tuvo lugar en frente de la
calle Muranowska, donde un chico de seis años estuvo tirado toda la noche
jadeando, demasiado débil para arrastrarse hasta el trozo de pan que alguien
le había lanzado desde un balcón”. (Ringelblum, Crónica del gueto de Varsovia)
“La población pobre tiene piojos hasta unos niveles espantosos. La gente
no tiene ni un trozo de jabón, vive en condiciones terribles, con estrechez y
suciedad. Las enfermeras encuentran bajo los vendajes nidos enteros de
piojos”, anotó Emmanuel Ringelblum en junio de 1941. Al cabo de pocas
semanas, el tifus atacó indiscriminadamente.
La enfermedad era tan visible que casi se podía palpar. “Fui muy cuidadoso,
evitando tocar paredes y personas. Habría rechazado un vaso de agua en esa
ciudad de la muerte si hubiese estado muriéndome de sed. Creo que incluso
contuve la respiración todo lo que pude con el fin de evitar inhalar aquel aire
contaminado”. (Jan Karski, Story of a Secret State, 1944)
Este tipo de guetos fueron también el sumidero perfectos para los gitanos.
Sin saber dónde librarse de ellos, los alemanes alumbraron la solución.
Con el visto bueno de Himmler, casi 5 mil gitanos fueron llevados al gueto
de Lodz en noviembre de 1941. Los encerraron en unas cuantas casas, sin
muebles y apenas instalaciones higiénicas, separadas del gueto por una
alambrada de púas. Los alimentos los proporcionaba el Consejo Judío. La
mortalidad era alta: el 1 de diciembre, los cronistas del gueto de Lodz
anotaron que ya habían muerto 213 gitanos. “La inmensa mayoría de los
cuerpos que sacaron de allí eran niños”. Separados de los judíos, mientras
vivieron, los gitanos eran también enterrados en su propia parcela dentro del
cementerio judío.
“Nadie sabe cómo aguantar a esta gente. Llevan brazaletes blancos con
una “Z” roja impresa, que significa Zigeuner, o como dicen los polacos,
“zlodzieje” (ladrones)... Quizá el Herrenvolk lo haga sencillamente por razones
estéticas. Tal vez no toleren las caras de pordioseros sucios... También es
posible que quieran arrojar dentro del gueto todas las cosas que son de índole
inmunda, despreciable y grotesca, todas esas cosas a las que hay que
amedrentar y que, después de todo, tienen que destruirse. Esa fue la razón
para tirar a los gitanos, primero al gueto de Lodz, luego a Chelmno y allí, al
final, gasearlos.
Mientras tanto, han traído a 240 familias al nº5 de la calle Pokorna. La
gente les tiene miedo. Robarán, hurtarán, romperán los cristales de las
ventanas y se llevarán el pan de los mostradores de las tiendas. Y no se
morirán calladamente de hambre como hacemos los judíos”. (Joseph Kermish,
Yad Vashem Studies, 1968)
Los guetos amurallados eran una “medida sanitaria”, tal como Hans Frank
le explicó a Curzio Malaparte, corresponsal del Corriere della Sera, que lo había
enviado en 1941 para informar sobre el ejército italiano en el frente oriental.
Aventurero, periodista, novelista, editor, político, músico y actor, Malaparte
había ocupado un lugar destacado en el movimiento fascista durante los años
veinte. Desencantado de Mussolini, estuvo un año exiliado en la isla de Lipari;
liberado posteriormente, se unió al Corriere della Sera como corresponsal.
Además de sus artículos, llevó un diario y escribió Kaputt, el libro que lo haría
famoso después de la guerra.
La selección duró todo el día hasta bien entrada la noche. Al final, 10 mil
personas fueron encerradas en un área pequeña. A la mañana siguiente, “el
ataque fue tan inesperado y brutal que ninguno de los infelices tuvieron un
solo momento para darse cuenta de lo que pasaba”. Los obligaron a ir a
marchas forzadas por una carretera cuesta arriba que “conducía a los judíos en
una sola dirección: a un lugar del que ninguno volvería”.
Si, finalmente, Rauca pudo persuadir al Anciano del gueto de Kovno de que
la lista era “un asunto puramente administrativo” y de que “no se ocultaba
intención maligna alguna tras ella”, Czerniakow, diez meses después,
comprendió que lo que le pedían que hiciese era la verdadera esencia del mal:
participar, nada más y nada menos, en la selección de los que iban a ser
asesinados; colaborar, nada más y nada menos, con los alemanes que se
arrogaban el derecho a decidir quién iba a vivir y quién iba a morir. Los niños
estaban en la lista de los que iban a ser “reasentados”. Czerniakow sabía que
“reasentado” significaba “asesinado”, y no estaba dispuesto a firmar. Prefirió
darse muerte antes que pactar el asesinato de niños. Al día siguiente se
suicidó. “Me siento incapaz... No puedo soportar más todo esto”, explicó en su
nota. (Czerniakow, The Warsaw Diary)
“Pensé en mi padre, que vivía lejos y que estaba muy solo. Sabía que si él
seguía allí (a solas), estaba condenado; si nadie escondía a mi padre, nunca
más lo veríamos vivo. Me fui a la calle, corrí a través de los sótanos, y cada
vez que tenía que salir al exterior, miraba a izquierda y derecha, de frente y a
mi espalda, daba un salto, avanzaba y, de nuevo, dentro de otra casa. Así es
como crucé (el gueto) a salvo, milagrosamente, asombrada mientras lo hacía.
Lleguí finalmente a casa de mis padres. Era un buen trecho, de verdad que
estaba lejos; ¿cómo pude hacerlo? No lo sé. No pensaba: ¿qué estoy haciendo?
O ¿por qué me estoy arriesgando? Solo sentía que debía hacerlo, porque no
podría vivir conmigo misma si no lo hubiese hecho. Así que corrí de casa en
casa, escondiéndome, mirando, hasta que llegué allí.
Nadie, observó Hillel Seidman, podía comprender los hechos que habían
ocurrido en la comunidad. El 8 de diciembre de 1942 hubo una reunión en su
casa de “hombres versados en muchos saberes, grandes rabbanim (rabinos) e
intelectuales que contemplaban el mundo desde perspectivas diferentes”.
Las atrocidades y una locura viviente impregnaban la vida del gueto bajo la
ocupación alemana. Los judíos, al azar, caían de un tiro mientras se dedicaban
a sus labores diarias; la gente se desplomaba muerta de hambre en las calles.
Órdenes sanguinarias, condiciones mortales, fusilamientos, asesinatos. La
única oportunidad que les quedaba a los supervivientes de los ataques
cotidianos era salir adelante, arreglárselas con lo que hubiese. Y así siguieron.
La mayoría no tenían otra elección, excepto el suicidio.
“Seguimos con nuestra vida diaria después de la selección que se ha
llevado a las personas con las que estuvimos ayer. Hoy no nos las
encontraremos.” No era una cuestión de “voluntad de vivir” o de cualquier otra
estrategia de supervivencia, expuso Sara Grossman-Weil.
“No teníamos muchas esperanzas, ni tampoco pensábamos mucho sobre lo
que nos depararía el mañana. No había espacio, ni lugar, ni siquiera fuerza o
voluntad para pensar sobre ello”.
Józef Zelkowicz, uno de los cronistas del gueto de Lodz, observó el mismo
fenómeno.
“Parecía que toda la población del gueto iba a estar de luto durante mucho
tiempo por los acontecimientos de los últimos días, sin embargo, justo después
de los incidentes, e incluso durante la selección de los que iban a reasentar, la
gente seguía obsesionada con sus preocupaciones diarias: conseguir pan,
raciones y demás, pasando, muy a menudo, directamente de la tragedia
personal a la vida cotidiana”. (Dobroszycki, Chronicle of the Lodz Ghetto)
Para Zelkowicz, como para Nelken y Seidman, estaba “más allá de toda
comprensión” que “después de perder a las personas más queridas, !la gente
siguiese hablando constantemente de raciones de comida, patatas, sopa, etc!”.
Se preguntaba si esto era “algún tipo de sedante nervioso... ¿O era un síntoma
de una enfermedad que se manifestaba a través de reacciones emocionales
atrofiadas?”. Seidman lo atribuía a “un retirarse de la amarga verdad hacia un
mundo artificial y de ilusiones. Para nosotros, la fantasía sustituye a la
realidad, mientras esta retrocede dentro de aquella. Existimos, desasosegados,
entre dos mundos en conflicto”. (Dobroszycki, Seidman)
“En un edificio de la calle Lezno, donde solían vivir 150 personas, ahora
quedan 30. Ayer asesinaron a ocho de estas”. La destrucción vino de muchas
formas: los precios de los alimentos, hacer las cuentas de memoria.
“El hambre nos obliga a mendigar, a pedir un poco de comida. Incluso en
horas tan terribles como estas, lo que quiere una persona hambrienta es saciar
su hambre”. (Lewin, A Cup of Tears)
Según los cronistas del gueto de Lodz, el suministro de alimentos tenía una
enorme influencia en la moral.
“Sábado, 8 de mayo de 1943... El gueto está de muchos mejor humor. Los
constantes repartos de patatas siguen siendo el principal tema de conversación
del día.” Con alimentos, la supervivencia era posible.
“Los estómagos están llenos, los dolores de hambre han remitido y,
despues de un largo periodo de hambruna, la gente ha empezado a recobrarse
gradualmente y a ganar algo de peso. Esta recuperación física ha creado un
buen estado de ánimo. Hay chispas de esperanza en los ojos de la gente”.
(Dobroszycki, Chronicle of the Lodz Ghetto)
Pero había más cosas en juego que el simple hecho de volver a los hábitos
diarios, a la rutina absorbente o a la necesidad de comer. En Cracovia, como
Halina Nelken observó, “incluso se han reanudado en el orfanato los conciertos
semanales de beneficencia”. (Nelken, And Yet, I Am Here!)
El grupo del club juvenil de Vilna era muy importante para muchachos
como Yitskhok Rudashevski. “Al fin, han abierto el club”, escribió en su diario el
lunes de 1942. Dos días más tarde destacaba que la “vida se ha vuelto un poco
más interesante. Las actividades han empezado. Tenemos grupos literarios y
de ciencias naturales. Después de salir de clase a las siete y media, voy
directamente al club. Hay mucha alegría y pasamos bien el tiempo”. Yitskhok y
sus compañeros se enfrascaron totalmente en las labores de la asociación. “Los
días pasan rápidamente”. “Nos divertimos un poco... Los jóvenes trabajamos y
así no moriremos”. Los proyectos eran un antídoto contra la desdicha. “Fuera
hace frío, en casa hace frío, así que corres hacia el club donde no sientes nada.
Con tanta actividad no sientes el frío”. (Yitskhok Rudashevski, The Diary of the
Vilna Ghetto)
Cualquier equilibrio en el medio físico del barrio judío con sus calles,
sinagogas y mercados había sido una quimera. Desde su inicio hasta su
liquidación, se demostró que el gueto era un campo de exterminio lento. Pero
“lento” no era lo suficientemente rápido. Con el tiempo, todos los guetos
tuvieron su “liquidación final”.
Las Aktionen masivas de los alemanes por todo el gueto durante julio,
agosto y septiembre demostraron lo acertado de estos presagios.
Todos los esfuerzos para sobrevivir día tras día se habían quedado en nada:
padres, esposas, maridos, hermanos, hermanas y niños habían sido
secuestrados y deportados. Los que quedaban en el gueto eran, en su mayor
parte, fuertes y sanos, no les quedaban parientes y estaban desesperados.
No tenían a nadie ni nada que perder. La resistencia armada, al menos,
ofrecía venganza, aun cuando no prometiese supervivencia alguna. En abril de
1943, cuando los alemanes preparaban la “Aktion final” para limpiar Varsovia
de judíos, estos jóvenes estaban decididos a actuar.
La defensa del gueto de Varsovia asesta un duro golpe a lo que queda del
prestigio de la Alemania nazi. Es voluntad del Zeitgeist que los mismos
alemanes, que con total desprecio buscaron borrar al pueblo hebreo del
registro de las naciones vivas, proporcionen a los judíos la oportunidad de
combatir gloriosamente, para así añadir a la larga lista de sus crímenes una
horrenda línea más con el exterminio de todo un pueblo. Toda la nación
alemana responderá por esto ante el tribunal de la humanidad, pues ha estado
cometiendo estos delitos, concebidos en la mente de sus dirigentes, con
obediencia y premeditación”. (Citado en Shmuel Krakowski, Yad Vashem
Studies)
Durante cuatro semanas la presión aumentó sobre los jefes de los talleres:
les exigieron que confeccionaran listas de empleados que no fuesen
imprescindibles para la producción.
El primer transporte con 600 personas iba a partir el miércoles 21 de junio,
pero “debido a que los vagones de mercancías requisados no estaban
disponibles, la fecha se retrasaba al 23”, informaron los cronistas del gueto.
Descendía un paño mortuorio.
Como los autores observaron: “Nadie pensó dos veces si esto era una
breve interrupción o el final definitivo de los transportes”.
Era sencillamente un respiro.
El miércoles 2 de agosto, la última orden de deportación, firmada por
Rumkowski, se pegó en los muros del gueto.
Capítulo Diez
HACIA LA “SOLUCION FINAL”
“Queda un asunto más al que me gustaría referirme en este día que, quizá,
no sea solo memorable para nosotros los alemanes: en el curso de mi vida he
sido profeta muy a menudo y, por eso, me han ridiculizado muchas veces. En
los años de mi lucha por el poder eran los judíos, sobre todo, los que se
burlaban de mi profecía de que algún día yo asumiría la jefatura de esta
Alemania, de este Estado, de todo el Volk, y que insistiría en una solución de la
cuestión judía, entre otros muchos problemas. Hoy, sospecho que los judíos de
Alemania bien pueden tragarse los ecos de sus risas de antaño.
Una vez más seré un profeta: si la judería internacional de las finanzas,
dentro y fuera de Europa, precipitase de nuevo a la humanidad en otra guerra
mundial, el resultado no será entonces la bolchevización de la tierra y la
victoria de la judería, sino la aniquilación de la raza judía en Europa”.
(Max Domarus, Hitler: Speeches and Proclamations)
Por último, Hoche predijo confiadamente que “vendrá una nueva época
que, basada en una moral superior, abandonará la puesta en práctica
continuada que exige este concepto desmedido de humanidad y la opinión
exagerada que se tiene sobre el valor de la vida humana a un coste tan
elevado”.
La Ley para Preservar la Pureza Hereditaria del Pueblo Alemán prohibió las
nupcias de las personas con diagnósticos de enfermedades contagiosas
peligrosas, desórdenes mentales y otras enfermedades hereditarias.
Se aprobó en 1935. (Hans-Walter Schmuhl, Rassenhygiene, Paul Klee,
Euthanasie in NS-Staat, Michael Burleigh y Wolfgang Wippermann, The Racial
State, y Henry Friedländer, The Origins of Nazi Genocide)
El público conocía bien estas nuevas leyes y políticas. Los libros de texto,
artículos y películas animaban a los alemanes a apoyar un régimen de higiene
racial de mayor alcance, hecho este que impulsó a que ciertas secciones del
partido adoptaran posturas todavía más violentas.
En 1937 Das Schwarze Korps habó claramente y sin tapujos a favor del
asesinato de los incapacitados en un artículo titulado “Sobre el tema de la
eutanasia”.
En dicho artículo, al responder la carta de un lector que pedía una ley que
permitiese matar a todos los niños “idiotas” si sus padres estaban de acuerdo,
los directores respondieron aprobatoriamente:
“La naturaleza dejaría que esta criatura incapacitada muriese de hambre.
Nosotros podemos ser más humanos y darle una muerte misericordiosa sin
dolor. Es este el único acto humano apropiado en casos semejantes; y es cien
veces más noble, decente y humano que la cobardía que se esconde detrás de
esos balbuceos humanitarios que imponen a la pobre criatura el peso de la
existencia, y a la familia y a la comunidad nacional la carga de su cuidado”.
Bouhler dirigía la oficina nazi que manejaba los asuntos privados de Hitler,
incluidas las peticiones personales a este. A finales de 1938 llegó un creciente
número de cartas de familiares de enfermos mentales pidiendo una “muerte
misericordiosa” para sus seres queridos. Al darse cuenta de que el asunto de la
eutanasia podía promover su carrera dentro de la Cancillería del Führer, pues
así se llamaba su oficina, el ambicioso Bouhler entregó a Hitler la súplica de
cierto Herr Kauer de Leipzig.
El hijo de este hombre había nacido ciego, parecía idiota y le faltaban una
pierna y parte de un brazo. A instancias de Bouhler, Hitler ordenó a su médico
personal, doctor Karl Brandt, que examinara al chico y, si la descripción del
padre era verídica, matara al joven. Brandt obedeció.
A Hitler le gustaba jugar a ser Dios y autorizó a Bouhler y a Brandt el
tratamiento de casos similares de la misma manera. Bouhler, agradecido por el
favor, se quedó muy contento al poder controlar una operación confidencial tan
cercana al espíritu de Hitler. (Friedländer, The Origins of Nazi Genocide)
No se aprobó ley alguna, no hubo orden oficial o escrita del Führer a
Bouhler. Pero este tenía su consentimiento, y junto con Brandt fundó el Comité
del Reich para el Registro de Enfermedades Congénitas y Hereditarias Graves,
dirigido por burócratas de su Cancillería y del Ministerio del Interior del Reich,
así como por médicos partidarios de medidas radicales de higiene racial.
En ese mismo mes (agosto), el Ministerio del Interior decretó que todos los
médicos y comadronas tenían que informar a dicho Comité sobre las diferentes
dolencias y enfermedades que padecieran todos los recién nacidos y los niños
de hasta tres años. Los investigadores examinaban la información remitida y
autorizaban el asesinato de los casos “positivos” en Kinderfachabteilingen
(Departamentos de Pediatría) especiales situados en treinta hospitales
psiquiátricos.
En ese momento la voluntad de matar pasó de las páginas impresas de una
revista al propio acto. Cinco mil niños fueron asesinados. El lenguaje de la
destrucción se había convertido en un programa homicida, aunque no se había
aprobado ley alguna, ni se habían dado órdenes oficiales por escrito.
(Friedländer, The Origins of Nazi Genocide)
La familia de una víctima recibió una carta que decía que su pariente había
sido trasladado a otro hospital psiquiátrico, donde había enfermado, y que
“todos los intentos de los médicos para mantener con vida al paciente habían
resultado infructuosos”.
Después de las condolencias habituales, en la carta se declaraba que “de
conformidad con los reglamentos de orden público nos vimos obligados a
incinerar el cadáver inmediatamente. Esta medida tiene como objeto proteger
al país de la propagación de enfermedades infecciosas que representan una
seria amenaza en tiempos de guerra y que debemos cumplir estrictamente”.
(Noakes y Pridham, Nazism, Friedländer, The Origins of Nazi Genocide)
Miles de estas directrices, aprobadas por las “más altas autoridades” (es
decir, Hitler, Goering y Himmler), se entregaron a dirigentes económicos y jefes
militares de todos los rangos.
Miles de funcionarios civiles y oficiales del ejército, comunes y corrientes,
con muchos años de servicio antes de 1933, aceptaron esta política genocida.
Los motivos de esta se debían más a razones económicas y geopolíticas -los
eslavos deben morir para que los alemanes vivan- que a una ideología racial en
particular: los eslavos deben morir porque son eslavos; incluso así, seguía
siengo un genocidio.
El asedio de Leningrado, un intento para hacer morir de hambre a la
ciudad, y la muerte por este mismo medio de millones de civiles y prisioneros
de guerra soviéticos, estaban basados en dichas directrices.
“Los funcionarios nos ordenaron que subiésemos a unas barcazas que nos
esperaban. Abandonamos Rumanía, nuestro país.
Mi padre combatió valerosamente en Marasesti, en la I Guerra Mundial,
entre 1916 y 1918. Fue herido y recibió varias condecoraciones de manos de
S.M. El rey Fernando I. Los soldados se las llevaron comentando
ofensivamente: “¿A quién le has robado estas medallas?”.
Estaba a punto de atardecer. Llegamos a Moghilev exhaustos y asustados.
Un nuevo pelotón de soldados nos condujo a un Lager. Estábamos rodeados de
ruinas y suciedad. Nos tumbamos en un suelo de cemento frío y húmedo.
Desnudos, con los pies al aire, los niños tiritaban pidiendo un trozo de pan.
Intentamos buscar una esquina pequeña, un sitio mejor para descansar
después de un viaje tan largo. Qué día tan terrible. No podía encontrar las
palabras correctas para describirlo, ni tenía tampoco suficiente tinta o papel
para anotar nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestra desdicha”.
(Citado en Felicia Carmelly, Shattered! 50 Years of Silence)
Pero el coronel tenía pensado algo especial para los cuatro mil judíos de
Akmicetca. Los dejaron morir de hambre. Cada pocos días, Isopescu visitaba el
campo para comprobar los progresos y fotografiar a los presos moribundos.
(Ancel, Antonescu and the Jews)
Fue una orgía de crueldad. Los que lo habían visto no podían comprender lo
que estaba pasando. El representante diplomático estadounidense en Bucarest
Franklin M. Gunther, estaba desconcertado. Más tarde, se dio cuenta
horrorizado de lo que Antonescu quería decir cuando afirmó: este es el
“momento más favorable de nuestra historia para resolver el problema judíos
de Rumanía”. (Citado en Butnaru, The Silent Holocaust)
Solo el ejército podría haber detenido las matanzas de Himmler, pero los
militares se apartaron. (Gerhard Hirschfeld, The Politics of Genocide)
Los generales tenían otros problemas. Sus planes se habían derrumbado y,
a principios de agosto, tuvieron que admitir un error: habían subestimado la
flexibilidad y eficacia soviéticas, el verdadero teatro de operaciones y las
dificultades provocadas por el mal estado de las carreteras.
La ofensiva alemana llevaba semanas de retraso, y si el Ejército Rojo
aguantaba dos meses más, la campaña fracasaría y los alemanes se hundirían
en una guerra permanente en dos frentes. En esta situación de rabia y
frustración renovadas, el ejército dejó que los Einsatzgruppen hiciesen su
trabajo. (Frans P. ten Kate, De Duitse aanval op de Sovjet-Unie in 1941)
Aquí nació el mito de la “inocencia” del ejército alemán. La Wehrmacht no
tuvo responsabilidad alguna en la pérdida del control del frente y contuvo a las
fuerzas de Himmler. Y lo que es más: los oficiales lamentaron las acciones de
los Einsatzgruppen, impotentes ante ellas, como si esas unidades de asesinos
fueran unos monstruos completamente independientes de ellos. En realidad, el
ejército sencillamente hizo la vista gorda y otorgó un permiso tácito que con el
tiempo se convirtió en una colaboración activa y sistemática.
“Nos enfrentábamos a unas escenas tan abominables y crueles que
quedamos totalmente destrozados y horrorizados”, escribió el comandante Karl
Rösler al general Rudolf Schniewindt sobre la masacre de la que había sido
testigo en Zhitomir a finales del mes de julio.
Si Rösler estaba asqueado, era evidente que los soldados y los civiles no lo
estaban. Para estos era una diversión. Y para Berlín, un asunto de estadísticas.
Había que contar todos los cadáveres.
“También les decía que lo primero era bañarse y quitarse las ropas para
que las pudieran desinfectar. Desde el patio, los mandaban al interior de la
casa, a una habitación con calefacción en el primer piso, donde se desvestían.
Luego bajaban por unas escaleras hasta un pasillo; en las paredes había unos
carteles que indicaban “al médico” o “a los baños”; en este último, una flecha
señalaba hacia la puerta principal. Cuando salían, les decían que irían en un
camión cerrado a la casa de baños.
Ante la puerta de la casa de campo estaba aparcado un gran camión con la
puerta de atrás abierta, colocado de forma que se pudiera entrar en el mismo
con la ayuda de una escalera.
El tiempo destinado para llenar el camión era muy breve; los policías que
estaban en el pasillo conducían a las desdichadas víctimas al vehículo lo más
rápido posible, a gritos y a golpes.
Cuando ya había entrado por la fuerza un grupo completo en el camión,
cerraban la puerta de golpe y encendían el motor, envenenando con los gases
de escape a los encerrados. El proceso duraba habitualmente entre 4 ó 5
minutos, despues el camión se dirigía al bosque de Rzuchow, a unos cuatro
kilómetros de distancia, donde descargaban los cadáveres y los incineraban”.
(Wladyslaw Bednarz, German Crimes in Poland)
Como en Lodz, los alemanes asesinaron a los judíos locales para hacer sitio
a los que llegaban del Reich.
En esta época, a finales de 1941, los alemanes y sus aliados estaban
masacrando a judíos por toda Europa. Y la Wehrmacht estaba plenamente
involucrada. Había ido más allá de la ayuda a los Einsatzgruppen y de la
participación en el asesinato de judíos considerados “partisanos”.
En esos días, el ejército operaba por iniciativa propia. A las órdenes del
teniente general Walter Braemer, jefe del ejército en Ostland, un batallón de la
reserva de la policía, agregado a sus fuerzas, masacró a los habitantes de los
guetos de Smilovic, Koidanavo y Slutsk. (Hannes Heer y Klaus Naumann, War
of Extermination)
Los perpetradores sabían, sobre el terreno, lo que tenían que hacer. Pero no
estaban muy seguros sobre la política general. La “Cartera Marrón”, la guía
oficial sobre el trato a los judíos, no mencionaba el genocidio. (Véase Yitzhak
Arad, Yad Vashem Studies)
Lohse, un nazi que no era militar, compartía este punto de vista. Dos meses
antes había impedido la ejecución de algunos judíos. Y cuando las SS se
quejaron a sus superiores en Berlín, Lohse protestó alegando que no había
recibido instrucciones claras.
“He prohibido la ejecución indiscriminada de judíos en Lepaya porque no se
llevan a cabo de forma razonable”, declaró.
Y luego preguntaba:
“¿Significa su investigación... una directriz para liquidar a todos lo judíos
del este? ¿Tiene que hacerse sin distinción de edad o de sexo? ¿O en función
de su utilidad para la economía?... Hasta ahora no he sido capaz de encontrar
semejante directriz, ni en los reglamentos en relación a la cuestión judía de la
“Cartera Marrón”, ni en ningún otro decreto”. (Documento de Núremberg, Trial
of the Major War Criminals, 1947-1949)
Hitler, como ardiente antisemita que era, creía en el mito del inmenso
poder judío y confiaba en que los judíos norteamericanos mantuviesen al
Gobierno de este país fuera del conflicto europeo, con el fin de proteger a sus
correligionarios en Alemania. Pero ahora que ambos países estaban en guerra,
de nada le servían los judíos alemanes. No había necesidad alguna de
almacenarlos en Lodz y Minsk: se podían sacrificar.
Pero la pregunta de Lohse seguía sin respuesta. ¿Cuál era la política oficial
con relación a los judíos? ¿Quién era el responsable de establecerla y ponerla
en práctica?
A finales de noviembre muchas personas y organismos habían tomado la
iniciativa de matar judíos. Koppe había levantado sus propias instalaciones de
exterminio en Kulmhof, y el ministerio de Rosenberg para los Territorios
Ocupados estaba negociando con los especialistas desocupados del programa
T4 para que aportaran sus conocimientos teóricos en Riga y Minsk.
Por su lado, la Wehrmacht también seguía ocupada.
“Pero ¿qué les pasará a los judíos? ¿Imaginan acaso que los asentaremos
en pueblos del Ostland?... Caballeros, debo pedirles que se blinden contra
cualquier sentimiento de piedad. Debemos exterminar a los judíos donde los
encontremos y donde sea posible hacerlo, con el fin de conservar aquí,
completa, la estructura del Reich... El Gobierno General, como el Reich, debe
quedar libre de judíos. Dónde y cómo suceda esto es tarea de los organismos
que debemos crear y de las fuerzas que haya que desplegar. En breve, les
informaré sobre cómo actuar al respecto”. (Präg y Jacobmeyer, Das
Diensttagebuch des deutschen Generalgouverneus in Polen)
Los nazis nunca titubearon con los judíos. Solo el destino de los “cuarto y
mitad judíos” revoloteó sobre la mesa de la conferencia de Wannsee.
El secretario de Estado de Interior, Wilhelm Stuckart, adujo que la
deportación y muerte de estos Mischlinge crearía problemas debido a sus lazos
con alemanes “arios”.
Capítulo Once
HOLOCAUSTO
-A pesar de que yo no tengo un corazón tan sensible como el suyo -me dijo
Frank-, comprendo y comparto su horror por la matanza de Iasi. Condeno los
pogromos como hombre, como alemán y como generalgouverneur de Polonia.
-Very kind of you (Muy amable por su parte) -dije, inclinándome.
-Alemania es un país de civilización superior y aborrece ciertos métodos
bárbaros -continuó Frank, lanzando una mirada sinceramente indignada
alrededor suyo.
-Natürlich -exlamaron todos a coro.
-Alemania -intervino Wächter-, tiene una gran misión civilizadora que
cumplir en el Este. (Curzio Malaparte, Kaputt)
Los alemanes tenían un modo bastante diferente de hacer las cosas. No
eran rumanos y no se comportaban como tales.
El mando de las SS, que era muy consciente de que debía dirigir el
genocidio judío, temía que sus hombres pudieran matar por placer en lugar de
hacerlo obedeciendo órdenes.
“He hablado con el Reichsführer-SS (Himmler) sobre este importante
asunto”, escribió un juez de las SS a la dirección general del sistema judicial de
esta organización el 26 de octubre de 1942.
“La situación” que debía considerar el tribunal “era si había que castigar, y
cómo, a los hombres que matasen judíos sin órdenes o autorización para
hacerlo”.
En este proceso participaron muchos de los brazos del Estado nazi, lo que
condujo a una nueva entidad en la historia de la civilización occidental: el
campo de exterminio.
Aislado de la curiosidad del público y del fisgoneo de los periodistas, estos
campos ofrecían varias ventajas: ahorraban a los Einsatzgruppen la
experiencia penosa del fusilamiento a quemarropa de grupos grandes de
personas; la incineración a gran escala resolvía el problema de los cadáveres,
además estos campos proporcionaban la ocasión ideal para recoger, clasificar y
enviar al Reich las posesiones de las víctimas. Nada de “gratis para todos”
como en Iasi. De paso, se evitaba la corrupción que el robo podía suponer para
las SS.
El diario del suboficial alemán Wilhelm Cornides deja claro que los
asesinatos en masa de Belzec no eran una operación secreta. De viaje a
Chelm, Cornides se detuvo el 30 de agosto en la ciudad de Rawa Ruska, en
Galitzia.
Al día siguiente, mientras daba un paseo por la calle, “vio un tren de
mercancías entrando en la estación”, tal como anotó en su diario. Las
ventanillas del tren estaban cubiertas con alambres de espino en zigzag; las
puertas estaban cerradas.
“En el techo y en los estribos del tren había guardias sentados con rifles.
Desde lejos podía verse que los vagones estaban atestados de gente. Me
acerqué y caminé a lo largo del convoy: 38 vagones de ganado y uno de
pasajeros. En cada uno de ellos había al menos 60 judíos... los más jóvenes
seguramente no tendrían más de dos años de edad.
Tan pronto como el tren se detuvo, los judíos intentaron pasarnos botellas
para conseguir agua. Sin embargo, el tren fue rodeado por guardias de las SS,
así que nadie se pudo acercar. En ese momento, entró un tren procedente de
Jaroslav; los pasajeros corrieron hacia la salida sin hacer caso del
mercancías...
Hablé con un policía de servicio en la estación. A mi pregunta sobre de
dónde venían en realidad los judíos, me respondió:
“Estos probablemente son los últimos de Lvov. Esto lleva pasando cinco
semanas sin parar. En Jaroslav han dejado que se queden ocho judíos y nadie
sabe por qué”.
Le pregunté: “¿Hasta dónde van?” Respuesta: “A Belzec”. “Y después,
¿Dónde?” “Veneno”. Inquirí: “¿Gas?”. Se encogió de hombros. Luego dijo
solamente: “Al principio, los fusilaban siempre, o eso creo”. (Wilhelm Cornides,
Diario, citado en Raul Hilberg, Documents of Destruction)
Prosiguió su viaje a Chelm. Tomó un tren que partió esa misma tarde a las
4.40. La visión de lo que había contemplado unas pocas horas antes lo puso en
guardia sobre lo que podía venir. En las entradas de su diario anotaba
minuciosamente la hora.
“En mi compartimento. Charlo con la esposa de un policía del ferrocarril
que está visitando a su marido esos días”, escribió antes de que transcurriese
una hora (5.30 de la tarde). Gracias a la mujer aprendió mucho.
Los transportes, le dijo, pasaban todos los días, algunas veces con judíos
alemanes, otras con Ostjuden. El marido de la compañera de viaje de Cornides
que servía como escolta en ese tren, se unió a la conversación. Y Cornides les
preguntó a los dos:
“Entonces, ¿saben los judíos lo que les va a suceder?”.
La mujer respondió:
“Los que vienen de lejos no saben nada, pero los de aquí, los de los
alrededores están enterados. E intentan escaparse, si advierten que alguien va
tras ellos. Hace muy poco, por ejemplo, fusilaron a tres en Cholm, cuando
cruzaban la ciudad”.
El policía intervino:
“En los documentos del ferrocarril, estos trenes circulan bajo el nombre de
transportes de reasentamiento”.
Luego dijo que después del asesinato de Heydrich habían pasado varios
transportes con checos. Se suponía que el campo de Belzec estaba situado a la
derecha de la línea férrea y la mujer me prometió que me lo enseñaría cuando
pasáramos”. Y lo hizo.
(6.30 de la tarde)
Pasamos al lado del campo de Belzec. Antes, hemos cruzado un bosque con
pinos muy altos. Cuando la mujer me advirtió: “Ahora viene”, se podía ver una
elevada barrera de abetos.
Se percibía claramente un marcado olor dulzón.
“Otra vez esa peste”, dijo la mujer.
“No digas tonterías, es solo el gas”, respondió riendo el policía.
Mientras tanto -habríamos recorrido casi doscientos metros- ese olor dulzón
se transformó en el fuerte tufo de algo que se quemaba.
“Eso viene del crematorio”, dijo el policía. Más allá, a poca distancia,
terminaba la barrera. Delante había un puesto de guardia con un centinela de
las SS. Una línea férrea de doble vía conducía al campo. Una se bifurcaba de la
línea principal y la otra, que unía el campo con una hilera de barracones que
estaban a unos 230 metros, pasaba por encima de una plataforma giratoria...
Los centinelas de las SS, fusiles bajo el brazo, estaban alerta. Uno de los
barracones estaba abierto; se podía ver claramente que estaba lleno de
montones de ropas hasta el techo. Mientras seguíamos, miré hacia atrás otra
vez. La cerca era demasiado alta para ver algo. La mujer dijo que, a veces, al
pasar, se podía ver humo saliendo del campo, pero yo no pude advertir nada
de eso”. (W. Cornides, Diario)
Al llegar a Chelm, su destino ese día, Cornides inició una conversación con
otro policía. Este le contó que los guardianes ucranianos que trabajaban en el
campo venían a la ciudad para vender el botín que habían robado a sus
víctimas judías: oro, relojes y otros objetos de valor. Pero ¿cómo mataban en
realidad a los judíos? Cornides quería saber.
“Les dicen que hay que quitarles los piojos, luego que deben desvestirse y
después que entren en una habitación, donde reciben un chorro de aire
caliente que ya está mezclado con una pequeña dosis de gas.
Esto es suficiente para dejarlos inconscientes. Luego viene el resto.
Después los queman inmediatamente”. (W. Cornides, Diario)
El expolio que se hizo a los judíos, y que comenzó cuando todavía vivían
en sus casas, había llegado a su penúltima fase. Lo único que quedaba era el
oro de sus dientes. Se lo quitaron después de matarlos.
En nueve meses, de marzo a diciembre de 1942, unos 550 mil judíos
fueron gaseados hasta morir y quemados en las fosas al aire libre de Belzec.
Provenían de Galitzia, Cracovia y Lublín, donde los judíos habían vivido durante
siglos. Los burócratas estaban medio millón de personas más cerca de su ideal
de un Gobierno General Judenrein. (Arad, Belzec, Sobibor, Treblinka, Hilberg,
The Destruction of the European Jews)
El hedor era tan fétido que, en el verano de 1941, el jefe del Departamento
Político, Grabner, convenció al director del departamento de obras del campo,
August Schlachter, para que instalase un sistema de ventilación más moderno
que no se limitase a extraer el aire que él encontraba nauseabundo, sino que
permitiera además la entrada de aire puro del exterior. (Dwork y van Pelt,
Auschwitz)
Alentado por este éxito, Fritsch dirigió la primera ejecución masiva con
Zyklon B el 3 de septiembre de 1941. Wojciech Barz, un interno que trabajaba
de enfermero, recordó que pocos meses después del comienzo de la guerra
contra la Unión Soviética le ordenaron que llevara a presos con enfermedades
graves a las celdas subterráneas del bloque 11.
En realidad, muchos alegaron, como los médicos que, en los andenes de las
estaciones seleccionaban a los que tenían que vivir y los que tenían que morir,
que lo hacían con la mejor de las intenciones: con el fin de concederles un
aplazamiento de la ejecución. De esta forma, repicaban e iban en la procesión;
por un lado se alegraban de participar en el gran proyecto nazi de aniquilación
de los judíos y, al mismo tiempo, conservaban un vestigio del viejo sistema
moral. No eran responsables. En verdad, habían salvado a tantos como había
sido posible. (Pierre Vidal-Naquet, The Jews: History, Memory and the Present)
Los campos de tránsito sirvieron también para otra función. Los organismos
que a menudo competían entre ellos, encargados de la “Solución Final”,
compartían una política genocida común, pero con sus propios programas,
prioridades y calendario.
Por ejemplo, una razia en París no siempre estaba coordinada
adecuadamente con la incautación máxima “legal” de las propiedades judías,
las exigencias militares de transporte ferroviario esa semana o con la
capacidad de exterminio disponible en ese momento en los campos de la
muerte.
Los alemanes utilizaban los campos de tránsito como depósitos temporales
para los judíos, hasta que las cámaras de gas de Sobibór o Birkenau pudiesen
acomodarlos y hubiese suficientes vagones de tren vacíos para transportarlos.
De esta forma, aumentaban al máximo el rendimiento de la maquinaria de la
muerte.
El saqueo jalonaba cada etapa de este camino. El dinero y las propiedades
perdidas anteriormente se exigió como pago por el privilegio de permanecer en
el campo. Los judíos con pasaportes dudosamente válidos de países neutrales
eran identificados y separados, quizá por su futuro valor político como rehenes.
De vez en cuando, los que ejercían profesiones muy especializadas (como los
talladores de diamantes) eran también separados.
El Führer entrega una ciudad a los judíos, era el título de una película de
propaganda nazi sobre Theresienstadt, el campo de tránsito más famoso,
situado en Checoslovaquia.
Pero a pesar de las perversiones alemanas, estos campos de tránsito no
eran estables ni comunidades alegres, sino tristes paradas temporales de
camino al este. Y muchas de las personas filmadas por los alemanes ya habían
sido deportadas y asesinadas cuando se estrenó la película.
Por aquel entonces, Ellen no sabía nada de Auschwitz. Lo único que sabía
era que se llevaban a aquellos bebés.
“Más tarde, cuando llegué a Auschwitz me di cuenta. Había llevado un
delantal especial, un delantal de esos de enfermera; mi madre se lo llevó a
casa (después de la guerra). Ese delantal sigue allí, per ya no hay ningún
bebé”.
Ellen Wallach, los bebés, sus madres y, en realidad, casi todos los
habitantes dejaron los campos de tránsito en vagones de ganado rumbo al
este. Desde la Francia ocupada, Holanda, Bélgica y Terezín en Checoslovaquia,
los encerraron y los embarcaron. El ritmo de salida de los trenes se convirtió
en el pulso de la vida de los campos de tránsito. En algunos, los trenes partían
sin regularidad, dependiendo de las razias practicadas contra las víctimas en
las zonas circundantes.
“Creo que no actuó más gente porque no sabían cómo empezar”, observó
medio siglo después la resistente holandesa Marion Pritchard- van Binsbergen.
La novelista y periodista berlinesa Ruth Andreas-Friedrich recogió ese
desconcierto en su diario privado.
Sus colegas y él, ciertamente, hicieron todo lo posible para que siguiese
“sin escribirse”. Para ello codificaron los términos del exterminio.
“Reasentamiento” y “evacuación de judíos” significaron deportación a los
campos de la muerte; “acción especial” y “medidas especiales” significaron
matar; “Solución Final” significó genocidio de los judíos; y “Este” y “Lejano
Este” significaron centros de exterminio.
También ordenaron guardar silencio. Incluso los arquitectos e ingenieros de
Auschwitz rara vez se referían directamente a las cámaras de gas o a los
asesinatos que se perpetraban en ellas.
Para los alemanes, 1943 empezó mal y terminó peor. Quizá, si se metiese a
Hungría en vereda, la situación mejorase. Veesenmeyer, en su informe de
diciembre de ese año, insistía en que “el judío es nuestro primer enemigo. El
millón y pico de judíos de este país son todos unos saboteadores en lo que
respecta al Reich y, al menos, el mismo número, si no el doble, de húngaros
son seguidores suyos, tropas auxiliares camufladas, que les ayudan a llevar a
cabo su fantástico plan de sabotaje y espionaje”. (Jenö Lévai, Eichmann in
Hungary)
Planeaban utilizar a los judíos sanos y fuertes como esclavos pero, además,
querían trasladarlos rápidamente, pues en aquel mes de abril de 1944 la falta
de mano de obra en el Reich era tan grave que Hitler ordenó a Himmler que
capturase inmediatamente a 100 mil trabajadores esclavos en Hungría.
Los incapaces deberían ser asesinados. Pero como en 1943 los alemanes
habían cerrado definitivamente Chelmno, Sobibór, Belzec y Treblinka, campos
de exterminio levantados solo y exclusivamente para asesinar, lo único que les
quedaba era Auschwitz, que se había convertido en una gigantesca fábrica de
muertos desde los primeros asesinatos con gas en 1942.
En 1944 estaba equipada con cuatro crematorios, ocho cámaras de gas y
cuarenta y seis hornos: esta maquinaria podía “procesar” 4.416 cadáveres al
día. Auschwitz sería la puerta de entrada; los judíos que sirviesen como
esclavos se llevarían a los campos de concentración anexos: el resto sería
asesinado en los crematorios de Birkenau. (Dwork y van Pelt, Auschwitz)
“Nos llevaron a un gran campo vacío. Todo el mundo tuvo que sentarse
encima de su equipaje. Vinieron los policías para inspeccionar lo que
llevábamos. Fue entonces cuando empecé a oír las primeras cosas. Nos
quitaron los cepillos de dientes; mi madre se levantó y dijo:
“¿No deberíamos llevar cepillos de dientes?”.
El policía respondió: “No los van a necesitar. No los necesitarán”.
Esta fue la primera. No podíamos entenderlo.
Le arrancaron el anillo de boda, y mi madre dijo: “Las normas dicen que
podemos quedárnoslo”.
En las normas también se estipulaba que podíamos llevar cien pengös por
persona: nos los quitaron.
Y mi madre dijo: “Las normas dicen que cien...”
Pero el gendarme respondió: “Ya no los necesitarán más”.
Estábamos allí, de pie, en ese campo vacío, todas las familias con sus
equipajes. Nosotros estábamos allí en ese campo vacío. Le quitaron el bolso de
mano a mi madre. Ella gritó: “!Nuestros papeles! !Nuestros papeles
personales!”.
Entonces el policía abrió el bolso, rompió nuestros papeles, y la frase fue:
“Ya no los necesitarán más”.
Luego nos golpearon. Al final del campo se levantaba una casa pequeña. No
lo comprendíamos. No nos habíamos dado cuenta de su existencia. Después
oímos los nombres de las personas que llamaban para que fuesen a esa casa.
Dentro había varios hombres sentado, vestidos de civil. Eran “detectives”. Nos
preguntaron dónde habíamos escondido el oro y la plata, la porcelana o
cualquier otra cosa. Quiénes eran los amigos cristiamos a los que les habíamos
dado nuestros objetos de valor. A mi madre le pegaron en las plantas de los
pies con una porra de plástico. Luego no pudo caminar... a mí me abofetearon
y me interrogaron, porque ya era lo suficientemente mayor y podía haber
ayudado a esconder los objetos de valor. De esto me acuerdo bien.
Luego me llevaron a la comadrona. Aquello fue horrible. Las comadronas
examinaban a las mujeres y las chicas jóvenes por si escondían, quizá, un
anillo de oro o algo así en la vagina. Nunca había visto una mesa semejante o
una silla de ese tipo. Mi madre tuvo que tenderse y la exploraron. Después me
tocó a mí y mi madre gritó: “!Cuidado! !Es una niña!” No sé lo que pensé de
esas mujeres.
Salimos y mi madre me rodeaba los hombros con su brazo. Dijo que
deberíamos mandar lejos de nosotros a mi hermana, que ella debería decir que
no sabía cómo se llamaba, para que no le pegaran. Eso es lo que hicimos, pero
ella no entendía el porqué y quería quedarse con nosotras porque comprendía
que algo muy malo estaba pasando, y era algo natural que ella quisiera
quedarse con las personas a las que más quería en el mundo. Yo susurraba:
“!Vete! !Vete lejos!”...
Era el día 16 de junio de 1944. Fue un día muy caluroso. En la gran llanura
húngara se podía llegar a los 30 y 40 grados. Y allí estábamos nosotras, todas
con nuestro abrigo de invierno. Mi madre y las madres de todas las familias
habían dicho: “Ponte el abrigo de invierno. No sabemos adónde nos van a
llevar; el abrigo es muy importante”. Así que nos pusimos los abrigos de
invierno y no nos atrevimos a quitárnoslos. Hacía 40 grados y estuvimos todo
el día sentadas, al lado de nuestras pequeñas cosas, las que ellos nos habían
dejado traer. Todo el día estuvimos sentadas, mientras llamaban a los hombres
y mujeres para golpearlos”.
“Empezó a llover y mi madre dijo: “Si existe un Dios, está con ellos”. Nos
sentamos en el barro, mientras llovía y llovía”.
“Yo le dije que daba igual y que no debería hacer eso. En aquella época era
una fatalista y ahora también lo soy, pero si ella no hubiese tomado esa
decisión, yo no estaría sentada aquí en este momento... Se fue a ver al
Anciano de nuestra comunidad y le dijo que había oído algo acerca de una lista
para Austria y que, si fuese posible, a ella le gustaría ir a ese país, porque ella
hablaba alemán y las niñas también.
El Anciano le dijo que esa lista era para los miembros más prominentes de
la comunidad judía y que nosotros solo éramos judíos corrientes, que no
éramos líderes. Mi padre no era un hombre religioso, ni tampoco
destacábamos mucho en la comunidad.
Mi madre le dijo que había oído que la lista era también para la gente que
pagaba muchos impuestos, y ¿quién podía negar que no habíamos pagado un
gran precio en Abádszalók?
Y el Anciano dijo: “Bueno, de acuerdo; pero la abuela, no...”
No sabíamos si (estábamos de verdad en) el transporte con destino a
Austria o en el de Polonia, ni distinguíamos la diferencia. Mi madre pensaba
que Polonia sería peor; el clima era más duro, los polacos eran antisemitas. En
Austria haría mejor tiempo. Y, quizá, si trabajábamos, podríamos sobrevivir”.
En cuanto se hizo de día fuimos a una zona flanqueada a ambos lados por
alambres de espino. Bajamos por un callejón, vigilado por centinelas cada
ciertos tramos. Seguimos moviéndonos; nos aguijoneaban para que nos
apresuráramos. Nos dijeron: “Ustedes se dirigirán a una zona donde les darán
un baño, les cambiarán de ropa y les dirán lo que tienen que hacer después”.
Caminábamos, y al otro lado de las verjas de alambre había montones de
cascotes y ramas, ramas de pino y escombros que ardían, que ardían
lentamente. Al pasar al lado, mientras los centinelas seguían gritando “Lauf!
Lauf!”, oí llorar a un bebé. Se le oía llorar a lo lejos en algún sitio, pero no pude
pararme y mirar. Seguíamos caminando y olía, un hedor terrible. Y supe qué
eran las cosas que se movían en la hoguera: bebés que se quemaban”.
Al resto los asesinaron. Durante todo el mes de julio de 1944 siguieron los
asesinatos en las cámaras de gas y las incineraciones. Un tercio del total de las
personas asesinadas en Auschwitz murió en el plazo de dos meses. O, en otras
palabras: Auschwitz estuvo funcionando durante treinta y cuatro meses. En
este periodo, de marzo de 1942 a noviembre de 1944, entre un millón y un
millón cien mil personas fueron asesinadas, a una media de 32.000 a 34.000
víctimas mensuales. Durante la acción húngara, los alemanes, con prontitud y
eficacia, aumentaron dicha media entre cinco y seis veces, asesinando a
400.000 personas.
“Los judíos que han llevado a A(uschwitz) hacia finales de 1941 son, en su
mayoría, prisioneros políticos polacos y bajo esa condición han sido asesinados
mediante diferentes métodos. Pero no fue hasta la primavera de 1942 en la
que los judíos transportados masivamente a B(irkenau) -construido
especialmente para ellos- fueron exterminados por motivos puramente
raciales”. (Telegrama de Leland Harrison al secretario de Estado, 6 de julio de
1944; en David S. Wyman, America and the Holocaust)
El New York Times fue más rápido que McClelland. Había publicado tres
artículos sobre Auschwitz antes de que Washington tuviese el resumen del
informe Vrba-Wetzler. El corresponsal de este periodico en Ginebra, al disponer
de más detalles, horrorizado, escribió:
“Afirman que 1.715.000 judíos han sido asesinados por los alemanes hasta
el 15 de abril”. El autor insistía en que había “confirmación incontrovertible de
los hechos”. (Daniel T. Brigham, “Two Death Camps Places of Horror”)
Horthy estaba en un aprieto. Era un verdadero antisemita que nunca había
aprobado el genocidio, un apasionado nacionalista húngaro, y estaba turbado
por semejantes informes. Se daba cuenta de que Alemania había perdido la
guerra y de que Hungría podría hundirse con ella. Intentó salvar algo de
orgullo, y haciendo acopio de valor, él, que había sido emplazado por Hitler,
convocó a Veesenmeyer al Palacio Real y le ordenó que Eichmann despidiese a
sus hombres. Los alemanes habían violado la soberanía húngara.
“Dijo que estaba en una posición muy difícil, que se sentía como una
marioneta y no como el jefe de su propio país”, informó posteriormente
Veesenmeyer a Berlín.
“En relación con la cuestión judía mencionó que todo el día llovían sobre él
telegramas, nacionales y extranjeros”. (Telegrama de Veesenmeyer a Ministerio
de Exteriores de Alemania, 6 de junio de 1944. Citado en Lévai, Eichmann in
hungary)
Pero en aquel momento los intereses húngaros chocaban con los alemanes
y el gobierno magyar quería acabar con las deportaciones. ¿Qué significaba
esto para los judíos de Budapest? Por el momento, ni libertad ni trenes;
260.000 personas llevaban una vida de subsistencia y, al igual que sus
correligionarios alemanes tres años antes, sobrellevaban a duras penas una
existencia en casas con la “estrella amarilla”, diseminadas por toda la ciudad,
con la entrada prohibida en los jardines o los parques públicos, y la compra
solo cuando los estantes estaban vacíos. Detrás de cada esquina aguardaba el
peligro; mientras, los judíos de Budapest, siempre temiendo a los alemanes y
a los militantes sedientos de sangre de la Cruz de la Flecha, sobrevivieron, por
el momento, otra vez.
Capítulo Doce
¿DE DONDE VENDRA LA AYUDA?
La inevitable caída del régimen nazi dio a los gobiernos europeos el ímpetu
necesario para apoyar las acciones de rescate.
En parte, tuvieron éxito.
Por ejemplo, a Andrew Nagy y su madre no les fue del todo mal hasta el
golpe de Estado de la Cruz de la Flecha. Cuando la sombra de las redadas cayó
sobre ellos, madre e hijo, al igual que otros judíos, buscaron una forma de huir
desesperadamente.
Su casa de apartamentos había sido señalada con la estrella amarilla. Un
día u otro les llevarían seguramente a la estación de tren. Gracias al cuñado de
su marido, la señora Nagy obtuvo un salvoconducto suizo.
Andrew recuerda que “yo, que acababa de cumplir doce años, falsifiqué mi
nombre en el pase suizo de mi madre. Cogí una vieja y baqueteada máquina
de escribir de la oficina de mi padre y tecleé “und Sohn” (e hijo) en el
salvoconducto. Se veía claramente la diferencia entre las letras, no era
perfecto, pero al menos el “und Sohn” estaba a la vista: así yo también estaba
protegido por el pase suizo”.
Paradójicamente, sus éxitos arrojan una luz brillante sobre el fracaso del
mundo libre a la hora de rescatar antes a las víctimas. Después de la llegada
de los nazis al poder en 1933, bastante antes del inicio de la guerra o el
Holocausto, muchos políticos entendían que “rescate” significaba “refugiados”.
La Sociedad de Naciones reconoció la nueva dimensión de la crisis que
suponían estos refugiados y creó el Alto Comisionado para los Refugiados
provenientes de Alemania. Un estadounidense, James MacDonald, fue
nombrado para este cargo, y para contentar a los alemanes informaba a una
Junta de Gobierno separada, presidida por un estadista británicos, el vizconde
Cecil de Chelwood. Este y MacDonald eran inflexibles acerca de la importancia
de su trabajo. Lord Cecil dijo que “nos enfrentamos a algo que desafía los
principios de nuestra civilización”. (Norman Bentwich, The Refugees from
Germany, 1936)
Hoy en día, podríamos creer que lord Cecil se refería al problema
humanitario de los refugiados judíos de la Alemania nazi, auque, de hecho,
estos solo eran la punta del iceberg del problema.
Los oficiales pronazis del ejército que se hicieron con el poder en Polonia
tras la muerte de Pilsudski declararon que la solución a las dificultades de su
país pasaban por la deportación de toda la población judía. En septiembre de
1936 pidieron a la Sociedad de Naciones que les proporcionaran colonias para
sus judíos. La propuesta fracasó por completo, pero aumentó la presión.
El dirigente sionista Chaim Weizmann, al considerar la difícil situación de los
judíos de Europa central y oriental, vio “un pueblo condenado a estar
encerrado donde no los quieren, en un mundo dividido entre lugares donde no
pueden vivir y sitios donde no pueden entrar”. Pero para Weizmann, como para
lord Cecil, el problema crucial no era la Alemania nazi, sino Polonia. Y prosiguió
diciendo:
“La tragedia alemana tiene un tamaño mucho menor que la polaca, sus
proporciones pueden manejarse y, además, los judíos alemanes son más
fuertes económicamente, mucho más fuertes; pueden aguantar esta
embestida mucho mejor que los judíos polacos, que han sido pisoteados
durante casi un siglo”. (Chaim Weizmann, “The Jewish People and Palestine”,
en Meyer W. Weisgal, Chaim Weizmann: Statesman, 1944)
Estos tres países adoptaron una postura de dureza con Polonia, Rumanía y
Alemania, haciendo uso de una política financiera de palo y zanahora para
obligar a estos Estados tiránicos a dejar vivir a sus ciudadanos en paz.
Por oportuna o inadecuada que hubiese podido ser esa postura antes del
Holocausto, era un completo desatino ante los asesinatos en masa. El rescate
se convirtió en un asunto de vida o muerte después de la invasión alemana de
la Unión Soviética y del estallido de su furia genocida. En la conferencia de
Wannsee, seis meses después, los nazis calcularon que les quedaban otros 11
millones de judíos que matar.
Sucedió que nadie quiso a los judíos, ni reclutó tropas entre los jóvenes en
edad militar, aun cuando los británicos ciertamente hubiesen podido utilizarlos
como soldados. Cegados por sus prejuicios, ni el Ministerio de Exteriores
británico ni el Departamento de Estado se compadecieron personalmente con
la desgracia de los judíos. En realidad, dicho Departamento fue clara e
imperdonablemente antisemita. El jefe de esa banda, Breckinridge Long,
subsecretario de Estado, escribió en marzo de 1943 que salvar a los judíos
“aliviaría a Hitler de cargas y males”. La contribución de Long a la política y
actividades del Departamento de Estado fue una obstrucción continua de
cualquier tipo de rescate, incluida la concesión de los cupos legales de
inmigración. (Citado en Feingold, The Politics of Rescue)
Lo único que querían los Aliados era ganar la guerra. Y cualquier idea que
tuviesen sobre los judíos caía dentro de este contexto.
El Ministerio de Exteriores británico dejó clara su postura en un telegrama a
su embajada en Washington:
“La verdad desnuda es que el conjunto total de los problemas humanitarios
provocados por el actual dominio alemán en Europa... solo puede abordarse
mediante una victoria definitiva de los Aliados, y todo paso meditado que
prejuzgue este hecho no puede darse en beneficio de los judíos de Europa”.
(Citado en Bernard Wasserstein, Britain and the Jews of Europe)
Esta política secreta pronto se hizo pública. “El único remedio real contra la
firme política nazi de persecución racial y religiosa descansa en la victoria
aliada; todos los recursos deben ponerse a disposición de este objetivo
supremo”, respondió el viceprimer ministro, Clemente Atlee, a una pregunta en
la Cámara de los Comunes el 19 de enero de 1943.
El lema del día podría haber sido “A la salvación por la victoria”, si los
Aliados hubiesen ideado uno pensando un poco en los judíos. La lógica de esta
postura se le escapaba al conocido editor judío Víctor Gollancz, que unos años
antes había publicado The Yellow Spot. Hombre de letras, imprimió una obra
para presentar su propuesta desde una perspectiva, esperaba, más persuasiva.
“Me dirán que “la mejor manera para salvar a estas gentes es ganar la
guera”. Por supuesto. Pero ¿qué garantías tenemos de ganarla a tiempo para
salvarlos? Hay soluciones prácticas que podrían llevarse a cabo ahora, aunque
muy pronto signifique demasiado tarde”. Los esfuerzos de Gollancz fueron en
vano. (Victor Gollancz, “Let My People Go”, 1943)
Los judíos de Varsovia que se reunieron con Jan Karski antes de su llegada
clandestina a Inglaterra sabían a lo que se enfrentaban. Le dijeron que 1,8
millones de judíos polacos, aproximadamente, ya habían sido asesinados y que
los 1,3 millones que todavía seguían vivos pronto seguirían el mismo camino.
Suplicaron a Karski que propusiese a los Aliados planes radicales para
salvarlos. Lo apremiaron diciéndole:
“Esta en una situación sin precedentes en la historia y solo puede
abordarse con métodos similares. Que los gobiernos aliados, allá donde
alcance su poder, en América, Inglaterra y África, inicien ejecuciones públicas
de alemanes, de cualquiera del que puedan apoderarse. Esto es lo que
exigimos”.
Karski, espantado, les respondió que semejante propuesta horrorizaría
incluso a los que apoyaban a los judíos. Y ellos le explicaron:
“No soñamos ni por asomo que esto se cumpla, sin embargo, lo exigimos.
Lo hacemos para que así la gente sepa cómo nos sentimos sobre lo que nos
están haciendo, cuán desesperados estamos, cuán terrible es nuestra situación
y qué poco tenemos que ganar con la victoria de los Aliados si las cosas siguen
como hasta ahora”. (Jan Karski, Story of a Secret State, 1944)
Los judíos también le pidieron que los compraran con dinero, con
suministros y pertrechos, o que los intercambiaran por alemanes que estaban
en el extranjero. Karski les recordó que semejante trato fortalecería
militarmente a los alemanes.
“Eso es. Por eso estamos en una situación tan apurada. Todo el mundo nos
lo dice: “Esto va en contra de la estrategia de la guerra”. Pero se puede
cambiar la estrategia. Se puede ajustar. Ajustémosla para que incluya el
rescate de un puñado de desdichados judíos”. (Story of a Secret State)
Curaçao fue solo una fachada. Nadie fue allí. Sugihara puso otros destinos
en los documentos de los refugiados: Shanghai, los USA, Palestina,
Iberoamérica. Algunos eran auténticos, los otros falsos. Pero a medida que
pasaban los días y se acercaba la fecha límite impuesta por los soviéticos para
cerrar el consulado, Sugihara ni siquiera se molestó en echar un vistazo a esta
parte del formulario. Se limitó, sencilla y tranquilamente, a firmar y sellar los
visados de tránsito japoneses hasta el día de su partida. Cuando se fue, la
gente dice, siguió arrojando formularios sellados en blanco desde la ventana
del tren. (Sugihara, Visas for Life)
La principal prioridad del Vaada era salvar a los niños, pero los nazis se
opusieron. Entonces redactaron una lista confusa en la que entraron sionistas,
huérfanos, ortodoxos, etc. Las gentes de la antigua ciudad rumana de Cluj,
ahora la Koloszvár húngara, recibieron un particular trato de favor. Kasztner
era de allí y su suegro seguía viviendo en esa ciudad, como casi una cuarta
parte de las personas de la lista, entre ellas la familia Czitrom. Esta fue elegida
porque “mi padre era uno de los miembros más prominentes de la sociedad
local y había hecho muchas obras benéficas”, supone su hijo Gabor Czitrom.
Los británicos sospecharon que Grosz era un doble agente que trabajaba
para los alemanes y lo detuvieron a él y a Brand en Estambul. Después los
trasladaron a El Cairo, donde se cocieron a fuego lento durante varios meses
de confinamiento en solitario.
Los dirigentes en Budapest esperaban, en el entretando, una respuesta a la
oferta alemana. Cualesquiera que fuesen los motivos de Himmler, era una
propuesta firme.
Todos los días, trenes atestados partían en dirección a Auschwitz. Occidente
tenía que hacer algo de verdad para detenerlos. Seguro que los Aliados
parlamentarían. Pero los judíos también estaban equivocados. No iba a haber
trato. La salvación vendría con la victoria.
Los oficiales italianos veían las atrocidades que los croatas cometían contra
los serbios y cómo los judíos huían del nuevo Estado de Croacia, antisemita,
hacia la zona italiana. Cuando se desencadenó la guerra civil en esta país, la
violencia se desbordó. Y todos a la vez, los oficiales italianos descubrieron la
misión de su ejército. Tenían que salvar la civilización.
Se les había confiado una noble tarea y tenían un deber moral. De esta
manera, estos militares definieron su política de ocupación de acuerdo con su
“palabra de honor”.
En 1942 los judíos huían masivamente a las zonas ocupadas por Italia. El
gobernador local quería devolverlos, pero el general Mario Roatta, máxima
autoridad militar de la región, no quiso saber nada de ello. Y le escribió al
gobernador:
“Les hemos garantizado cierto grado de protección y, además, hemos
resistido las presiones croatas para deportarlos a campos de concentración. En
mi opinión, si los judíos que han huido a la Dalmacia ocupada son entregados a
los croatas, terminarán encerrados en Jasenovac, con las bien conocidas
consecuencias”. (Citado en Steinberg, All or Nothing)
Durante los siguientes meses, el ejército italiano protegió a los judíos que
estaban bajo su jurisdicción. Un grupo de estos y de serbios acababan de ser
trasladados a la isla dálmata de Arbe, justo cuando Mussolini fue depuesto en
julio de 1943. Aun así, los militares no los abandonaron. Después de la
rendición del Gobierno Badoglio, el ejército italiano entregó sus armas y Arbe
cayó en manos de los alemanes y sus aliados croatas. Casi todos los internos
judíos, unos 3.500, corrieron a unirse a los partisanos de Tito y solo quedaron
204 ancianos y enfermos que capturados por los alemanes fueron enviados a
Auschwitz. Las familias de las zonas controladas por los guerrilleros acogieron
a los niños demasiado pequeños para luchar. Durante el año y medio de guerra
que siguió los judíos cayeron en la lucha, al igual que los demás combatientes.
El ejército italiano les había dado la oportunidad de pelear, y gracias a su
política de ocupación, 3.000 de los 3.000 judíos de la zona sobrevivieron en un
grupo, mientras miles más cruzaban la frontera con Italia, ayudados
tácitamente por los jefes militares locales que no los detuvieron. (Poliakov,
Jews Under Italian Occupation)
Esta era una empresa alemana en la que los italianos no querían participar.
Tal vez tuvieran un ejército de segunda, pero no eran unos bárbaros.
La política de los alemanes era “incompatible con la dignidad del ejército
italiano”. Sus aliados no paraban de humillarlos, así que se consolaron con su
civilización y su humanidad. Tuvieron razón. Su ejército fue el único de las
fuerzas del Eje que protegió a los judíos en sus dominios.
No obstante, hay una diferencia entre lo que los franceses llaman la grand
église, la jerarquía eclesiástica, y la petite église, las organizaciones religiosas
locales o los individuos. Por toda Europa, monjas, sacerdotes, pastores y
prelados actuaron independientemente. Hablaron contra el mal del que eran
testigos y se embarcaron en todo tipo de actividades de rescate clandestinas.
Unos pocos, como monseñor Jules-Gérard Saliège, arzobispo de Toulouse,
un hombre anciano, paralítico en parte y muy popular, pertenecían a las altas
autoridades eclesiales. Saliège no esperó permiso u orden alguna de Roma
para dejar clara su postura. Si lo hubiese hecho, nunca habría dicho nada.
Por propia iniciativa, censuró el antisemitismo y condenó el racismo y los
programas raciales desde el primer día de la ocupación.
Consternado por las Aktionen de deportación que barrían Francia en el
verano de 1942, Saliège redactó una pastoral que se leyó en los púlpitos de
todas las parroquias de su archidiócesis el 23 de agosto, a pesar de los
esfuerzos que hizo el prefecto local para impedirlo.
Esa mañana de domingo, el arzobispo amonestó a sus fieles:
“Existe una moralidad cristiana y existe una moralidad humana que impone
obligaciones y reconoce derechos”.
“Estos niños, mujeres y hombres, padres y madres deben ser tratados como
viles animales; los miembros de una familia deben ser separados unos de otros
y deportados a destinos desconocidos; es el sino de nuestros tiempos
contemplar semejante calamitosa situacion...
Aquí, en nuestra archidiócesis, han tenido lugar terribles y conmovedoras
escenas en los campos de Noé y Récebédou. Los judíos son hombres, los
judíos son mujeres. Los extranjeros son hombres, los extranjeros son mujeres.
Está prohibido hacerles daño. Está prohibido herir a estos hombres, herir a
estas mujeres, herir a estos padres y madres de familia. Forman parte de la
raza humana; son nuestros hermanos como los demás. Un cristiano no debe
olvidar esto”. (Citado en Asher Cohen, Persécutations et sauvetages)
Con esta pastoral, Saliège fue la primera figura relevante de la Iglesia que
hizo pública, desde 1940, una crítica de las políticas racistas de Vichy y de
Alemania. Otros tres obispos de la “zona libre” publicaron pastorales
semejantes, independientemente de Roma y sin consultar entre ellos. El resto
de los treinta y un obispos franceses, sus hermanos, no dijeron nada.
Pero ¿dónde ir? Los que tenían contactos y dinero encontraron refugio más
fácilmente.
“Fuimos a todos los conventos de la Via Nomentana, pero como no
teníamos carta de recomendación, en todos nos dijeron: “No es posible”... Lo
recuerdo como si fuese una pesadilla, toda la gran Via Nomentana sin fin, llena
de conventos, llena de puertas, llena de timbres que sonaban”.
Ese día no encontraron nada. Más tarde, las tías de Emma Alatri dejaron
sus sitios en Nuestra Señora de Sión para que los ocuparan las dos chicas y su
madre.
“Entramos en el convento a finales de octubre y lo abandonamos, también,
a finales de enero. Durante aquel periodo volvieron mis tías y se unieron a
nosotras. Allí había muchos judíos. Para ser sincera debo decir que los que
estaban allí decían que les habían aceptado sin carta de recomendación,
mientras que nosotras no habíamos tenido tanta suerte. Estuvimos hasta
finales de enero, principios de febrero, y luego no pudimos seguir más.
Costaba mucho dinero y nadie sabía cuánto tiempo más iba a durar la
situación. Así que nos fuimos a la casa de unas amigas de la familia, dos
hermanas que vivían en la Via Po... Allí nos quedamos hasta el día de la
liberación, el 4 de junio”.
En el ámbito local, los protestantes fueron tan activos como los católicos,
mientras la jerarquía de sus iglesias, con iguales e importantes excepciones,
no hizo nada. Organizaciones religiosas muy populares y de todas las
confesiones trabajaron juntas muy a menudo.
A finales de 1943, unos mil doscientos judíos de Lyon fueron capturados
durante una redada sorpresa y enviados al campo de internamiento de
Venissieux. (René Nodot, Les Enfants en partiron pas!, 1970, David Diamant,
Les juifs dans la resistance française, 1971, Anny Latour, The Jewish
Resistance in France, 1981, Lucien Lazare, La Résistance juive en France, y
L´Abbé Glasberg, 1990)
Grupos de resistentes por toda Francia trasladaron judíos, sobre todo niños,
a Le Chambon. En este pueblo permanecieron durante toda la guerra unos
miles de ellos o los pasaron a través de la frontera con Suiza. Muchos se
refugiaron en casas particulares y otros vivieron en un grupo de siete casas
financiadas por organizaciones caritativas, entre ellas la Sociedad de Amigos
(los cuáqueros), los congregacionalistas americanos y el CIMADE, así como
gobiernos nacionales, como el suizo y el sueco entre los más destacados.
Naomi Lévi vivió en “L´Abric”, una casa dirigida por el Secours Suisse aux
Enfants.
Había nacido en Bélgica en 1929, de padres polacos que se divorciaron
posteriormente. En 1932, ella, su madre, y el segundo marido de esta,
naturalizado francés, vivían en París. Gracias a este nuevo matrimonio, su
madre obtuvo la nacionalidad francesa, pero cuando la guerra llegó a Francia,
Naomi era la única de la familia que seguía teniendo pasaporte polaco.
Al principio, los primeros en estar en el punto de mira de los nazis fueron
los judíos extranjeros, antes que los que poseían la ciudadanía francesa.
Los padres de Naomi, con la esperanza de que estuviese a salvo, la
enviaron fuera.
Estaba en un sitio seguro. Le Chambon tuvo éxito allí donde Roma fracasó.
Una pobre y pequeña parroquia protestante, inspirada por un pastor de
profundas convicciones, logró lo que la Iglesia católica universal, encabezada
por un Papa muy politizado, ni siquiera empezó a hacer: salvar a los judíos que
necesitaban refugio. La población de Le Chambon se duplicó durante los años
de la guerra. Roma no habría tenido que apuntar tan alto.
(Christine van der Zanden, tesis doctoral “The Plateau Hospitality”, 1982,
Philippe Boegner, Ici on a aimé les juifs, 1982, Pierre Bolle, Le Plateau
Vivarais-Lignon, 1992, Hallie, Lest Innocent Blood Be Shed, 1986, Sabine
Zeitoun, Ces enfants qu´il fallait souver, 1989)
Capítulo Trece
RESCATE
Durante los dos primeros años de la guerra, “rescate” significó “huida”. Los
esfuerzos que se hicieron para salvar judíos se centraron en sacarlos de la
Europa ocupada por los nazis. A finales de 1941 los alemanes acometieron el
Holocausto, el asesinato en masa de todos los hebreos que tenían a su
alcance, mientras que, y al mismo tiempo, los USA entraban en guerra y
cerraban, por tanto, todas las rutas de fuga. Por este motivo, “rescatar”
cambió de significado y se transformó en “esconder”. Algunos judíos cruzaron
los Alpes para entrar en Suiza ilegalmente, los Pirineros para llegar a España o
huyeron a la Rusia asiática. Pero para la mayoría de ellos, atrapados en la red
mortal del nazismo, la única manera de salir era desaparecer.
La réseau Garel (red Garel) fue el principal paso que dio la OSE en
dirección hacia las actividades “ilícitas”, pues salvar vidas judías era, por
supuesto, una actividad ilegal en Francia en aquella época.
En 1912, médicos judíos habían fundado en Rusia la OSE, una organización
de beneficencia para el ciudado médico preventivo. Cuando empezó la guerra,
la OSE mantenía a 300 niños, sobre todo de Alemania y Austria, en casas
especiales, las maisons d´enfants.
Los niños y el personal de estas casas que había en París se unieron al gran
éxodo que se dirigía al sur de Francia. Entonces, la OSE dividió sus actividades
de acuerdo con la situación geográfica: la OSE-Sur continuó de forma legal,
mientras que la OSE-Norte funcionó bajo condiciones de ocupación, para lo
cual tuvieron que involucrarse en actividades clandestinas, especialmente en el
traslado secreto de niños judíos de Europa central y oriental a través de la
frontera con la zona libre. Después de la sangrienta redada de Val d´Hiv, la
organización del norte trabajó con más ahínco para esconder a la mayor
cantidad de gente posible. (L´activité des organisations juives, 1947)
El personal de la OSE de la “zona libre” (como todos los demás) creía que
un gobierno francés trataría mejor a sus ciudadanos judíos y refugiados que
los invasores alemanes. Las redadas de agosto de 1942 demostraron lo
contrario. En ese mismo momento, la OSE inició sus operaciones clandestinas.
El entremado legal de las casas para niños y de los centros médicos
permaneció intacto, pero también sirvió para encubrir los traslados secretos
por las fronteras, para falsificar documentos de identidad y esconder a los que
estaban en peligro inminente de ser detenidos.
La ocupación alemana de Vichy en noviembre de 1942 significó que todos
los recursos tenían que dedicarse a las actividades clandestinas. Y en enero de
1943 la dirección de la OSE le pidió a Georges Gael que estableciese una
résaeu para esconder a los niños de sus maisons d´enfants.
Garel se puso a trabajar. Dividieron a los niños en dos grupos. Los que
podían “pasar por” gentiles, obtuvieron documentos de identidad o certificados
de nacimiento falsos, además de cartillas de racionamiento falsificadas para
que pudiesen conseguir comida y ropa, y después los dispersaban en medios
“arios”, donde nadie los conocía. Este grupo quedó bajo la supervisión directa
de Garel.
Los otros niños, que por razones culturales, de idioma o religión no podían
“pasar por”, quedaron al cuidado del “circuito B”, dirigido por una joven
llamada Andrée Salomon.
Vivían en una casa con sus propias familias o en otras, usando sus nombres
verdaderos. Cuando la OSE pasó totalmente a la clandestinidad en febrero de
1944, a los niños los pasaban en secreto a través de la frontera francesa,
principalmente a Suiza y, en ocasiones, a España. En esos días, esos dos
países vecinos habían cambiado su política hacia los refugiados y los judíos,
que escapaban al control de Vichy y de los alemanes: si cruzaban la frontera,
se les permitía quedarse. (Según una declaración del Comité de distribución
conjunto americano, la OSE trasladó clandestinamente a dos mil niños judíos a
Suiza).
A finales del verano de 1943 la réseau Garel protegía a mil quinientos niños
y disponía de una gran infraestructura. Había un departamento de vestuario
que compraba ropa hecha o la confeccionaba. El personal de documentación
“producía” ininterrumpidamente documentos de identidad y cartillas de
racionamiento, así como certificados de nacimiento y partidas de bautismo.
Estos papeles falsos se conseguían de varias formas: al principio,
manipulaban los auténticos, más tarde, y mediante todo tipo de halagos, las
obtuvieron de altos funcionarios compasivos o los compraban en el mercado
negro.
Con el tiempo, al aumentar las necesidades, falsificaban los documentos en
imprentas clandestinas. Un departamento de transporte estaba siempre alerta
para trasladar rápidamente a los niños en caso de urgencia.
De este modo, Jacob (o Jaap) y Gerard Musch crearon una red clandestina
más o menos por casualidad. Como muchos otros que comenzaron a hacer
este trabajo, tenían pocos amigos judíos. Pero cuando los Braun estuvieron en
peligro y necesitaron auxilio, se organizaron para ayudarlos.
Gerard Musch reclutó a un amigo, Dick Groenewegen van Wijk y, después
de esconder a la familia Braun, los tres jóvenes se pusieron a trabajar para
rescatar niños judíos. Eligieron a estos porque ellos mismos eran jóvenes, y
porque no se sentían capaces de tratar eficazmente, o con autoridad, a
personas mayores. Además, los niños, las pequeñas criaturas del mundo,
serían más fáciles de esconder.
“En aquella época mis padres no llegaban a fin de mes sin mi salario. (Así
que les di todo el dinero que tenía. !Aunque me quedé con algo de dinero para
mis gastos!) Fue un paso muy serio para ellos y para mí... Pensaba que ahí
estaban esos malditos alemanes metiéndose con gente inocente y me
soliviantaba... Sí. Me gustaba el trabajo que hacía en la oficina, pero me gusta
más la gente”.
Por aquellos días, Truus Vermeer tenía un amigo que, con el tiempo, sería
su marido, llamado Cor Grootendorst. Ella le mandó un mensaje pidiéndole que
se reuniese con ella en Limburg, pues había trabajo que hacer.
“!Y así es como me convertí en el número seis!”, recuerda Cor.
“En primer lugar, nuestro trabajo era encontrar las casas. Íbamos a ver a
familias (uno se sentía como un vendedor a domicilio), llamábamos a la puerta
y nos presentábamos. No íbamos ciegamente casa por casa. Sabíamos que era
gente de confianza y que había una posibilidad razonable de que quisieran
ayudar. La mayoría (de las presentaciones) las conseguíamos a través de
sacerdotes.
Mi madre, gracias a que tenía una familia muy grande, era muy conocida. Y
había un sacerdote católico que la tenía en gran concepto. Así que fuimos a
visitar a este sacerdote que también nos dio unas direcciones.
Era casi como una bola de nieve. Tenías una dirección y aun fuese un sí o
un no, siempre era alguien que estaba en contra de los alemanes. Si la
respuesta era un “no me atrevo”, o por alguna razón un “no puedo”, la
pregunta habitual era: “¿Conoce usted a alguien que quisiera ayudar?” Y te
daban un par o tres direcciones. Era como una cadena. Así que no fué muy
difícil encontrar posibles direcciones de personas que pudieran ayudarte”.
“Tuvimos una reunión, charlamos, pero los chicos no sabían mucho porque
eran muy jóvenes, pero Jaap era una persona seria y Theo, a su manera,
también. Hablamos sobre lo que podíamos hacer y cómo hacerlo. Yo escuchaba
y les dije:
“Os dáis cuenta que si hacéis lo que estáis diciendo, todo lo que pase
después en vuestra vida será un regalo. Si no estás dispuestos, no deberíais
seguir”.
Todos dijeron que sí, que querían hacerlo. Creo que los más jóvenes no se
daban cuenta de verdad de lo que hacían, pero Jaap sí sabía lo que estaba
haciendo, lo sabía. Theo lo sabía muy bien; y yo también”.
Rebecca van Delft fue la primera mujer correo. Años más tarde recuerda
cómo Marianne Braun, su mejor amiga de la escuela, le “presentó” a los
hermanos Musch.
“Creo recordar que fue un día de verano, en julio de 1942. Gerard llamó a
la puerta, un joven desconocido en aquel entonces y me dijo que era amigo de
Marianne Braun, y que si podía tener una conversación personal conmigo. Todo
me pareció muy misterioso”.
La cuestión era “que si estaba dispuesta a acompañar a niños judíos en
tren desde Amsterdam hasta Heerlen (en la provincia de Limburg, en el sur de
Holanda) donde sería más fácil encontrarles casas para que se escondieran,
con el fin de salvarles de los alemanes.
Por supuesto, yo estaba deseando hacer ese tipo de cosas; era algo natural
que había que hacer”
Rebecca tenía 18 o 19 años en aquella época y vivía en casa de sus padres.
“No recuerdo haberles pedido permiso: estaba claro que debía hacerlo”. De
hecho, nos explica, este trabajo solo lo podían hacer las mujeres.
“Para los jóvenes era muy peligroso viajar en tren; los soldados alemanes
siempre les estaban pidiendo que enseñaran la documentación, ya que
deberían estar trabajando en las fábricas en Alemania. Pero las chias no eran
unas sospechosas habituales y, la verdad, mientras hice este trabajo nunca me
paró un soldado alemán”.
Era más fácil decirlo que hacerlo. Quizá los niños ya no existiesen más
sobre el papel, pero estaban vivos y los alemanes custodiaban el parvulario.
Sin embargo, las jóvenes que trabajaban allí no estaban detenidas, y entraban
y salían del edificio cuando querían. Gracias a esta situación, sacaban a las
criaturas, con un chupete o un biberón en la boca, dentro de sus mochilas,
rezando para que los bebés no se pusieran a llorar. También servía cualquier
cosa que se utilizase normalmente y que no levantara sospechas, como sacos
de patatas, canastas de comida y maletas. Los niños mayores salían por otros
caminos. A estos y a los que ya podían andar les dejaban dar un paseo
acompañados por uno o dos miembros del personal. De vez en cuando, alguno
de esos niños cuyos papeles se habían destruido, se iba también a dar una
vuelta con ellos y, en el lugar acordado, un miembro de la red lo recogía.
Por fin, Pimentel se ganó la confianza del colegio vecino, una pequeña
escuela de magisterio llamada Hervormde Kweekschool. Vistos desde la calle,
los dos edificios estaban separados, porque un callejón discurría entre ellos
pero, a pesar del exterior, estaban unidos por un jardín trasero.
Una joven judía que trabajaba en el jardín de infancia recuerda que “el
director del colegio, el profesor van Hulst, vio que en el jardín había un montón
de niños judíos y bien: era un hombre bueno (en aquella época, decíamos que
todo era bueno o no bueno) e intentó ayudarnos. Podíamos pasar a los niños
desde nuestro jardín al de la kweekschool mientras sus estudiantes, y otros
“ilegales” que iban al colegio, los sacaban por (las calles que había a ambos
lados) Plantage Parklaan y Plantage Kerklaan. Las entradas del colegio no
estaban vigiladas y, por eso, podíamos evitar los controles.
Fue la última vez que Marion van Binsbergen se quedó “sin hacer nada”.
No pertenecía a ninguna red, pero como la inmensa mayoría de las personas
involucradas en tareas de rescate, trabajó por su propia cuenta. Recibió la
ayuda de otras personas y, a cambio, ella hizo lo mismo por otras.
De esta manera, Marion respondía a los problemas que surgían en la vida
diaria.
“Siempre había trabajo que hacer. La gente que conocía, los que sabían de
mí, me llamaban, pero no estábamos organizados. A veces, recibía dos avisos
en un día, pero también podían pasar semanas sin que me pidieran nada
especial”.
Marion tenía 22 años y, como el resto de los rescatadores, no sabía nada
del trabajo en la clandestinidad, pero tuvo mucho éxito porque estaba
comprometida fervorosamente. Llevó alimentos, ropas y papeles a gentes que
lo necesitaban. Escogió lugares para esconderlos y escoltó a los perseguidos a
refugios seguros. También se encargó de misiones especiales.
Por ejemplo, una vez “una vieja amiga mía de la infancia, me llamó y me
dijo que tenía que llevar un “paquete” al norte de Holanda al día siguiente,
pero tenía fiebre, no podía ir y me preguntó si podía hacerlo yo. Dije que sí.
Me contó donde había que ir a recogerlo: detrás del parvulario. Sabía donde
estaba, y también sabía lo que pasaba en el Schouwburg. Pero desconocía las
operaciones de rescate que realizaban allí”.
“Los alemanes tendría que venir en algún vehículo de motor, así que
teníamos tiempo suficiente para oírles y, mientras encontraban la casa,
localizaban las puertas principal y trasera y las abrían, teníamos tiempo de
sobra para escondernos. Lo podíamos hacer en 30 segundos. Practicábamos
mucho”. (Gay Block y Malka Drucker, Rescuers: Portrait of Moral Courage in
the Holocaust)
Metí en la cama a Lex y a Tom, y a Erica en su cuna. Media hora más tarde,
quizá, el holandés volvió solo. No había cerrado la puerta ni tampoco
camuflado el escondite. No recuerdo haber dicho nada, pero sabía que si no
hacía algo, descubriría a los chicos...
Ojalá no hubiese sido así. He cavilado sobre esto durante cincuenta años, y
sigo sin saber qué otra cosa pude hacer. No estaba dispuesta a dejas que se
llevase a los niños. Por eso le disparé”.
Cuando terminó la guerra, Mario van Binsbergen dijo que había “matado,
robado, mentido y hecho de todo. He faltado a todos y cada unos de los Diez
Mandamientos, excepto, quizá, al primero”.
Sin embargo, ella no consideraba que su trabajo formase parte de la
“verdadera resistencia”. Mario, como la mayoría de los rescatadores, dice que
hizo lo que había que hacerse.
“No pensaba sobre el tema. Simplemente lo hice”.
Los judíos fueron, por lo menos, tan activos en este tipo de operaciones
como los gentiles. Muchos, como el personal de la OSE, trabajaron jugándose
la vida para esconder a sus correligionarios. Marion había encontrado un sitio
para Karel Poons, un bailarín judío homosexual, en el invernadero de la villa de
los Wette, que estaba al lado de la suya. Karel, después de teñirse el pelo,
podía pasar por gentil. Además, también estaba complicado en las actividades
de rescate.
En julio de 1944, les pidieron que rescataran a una niña de dos años que
estaba bajo custodia en la casa de un médico de otro pueblo.
La Gestapo esperaba obtener información valiosa durante el interrogatorio
de sus padres, si estos sabían que su hija estaba en peligro.
Pero la familia fue amable. No había malicia alguna en negarle los libros a
Sara Spier. Podía haber sido peligros para ellos ir de repente a pedirlos
prestados a la biblioteca. Pero Sara Spier, como todos lo judíos escondidos, no
tenía derechos, ni tampoco preferencias personales. Uno tenía que estar
agradecido, porque los anfitriones arriesgaban su vida en nombre de la suya
propia.
En el Oeste, la pena establecida por acoger a un judío era la deportación;
en el Este, la ejecución.
“No es fácil la vida para un polaco que esconde a un judío”, observó
Emmanuel Ringelblum en Varsovia.
“Sin duda, el dinero representa un papel importante a la hora de esconder
judíos. Hay familias pobres que basan su subsistencia en los fondos que estos
pagan diariamente a sus caseros arios. Pero ¿hay dinero suficiente en el
mundo para compensar el miedo constante al peligro; miedo a los vecinos, al
portero, al encargado del bloque de pisos, etc?”. Las tareas del anfitrión no
tenían fin; todos los días había problemas que resolver y penalidades continuas
que vencer. (Emmanuel Ringelblum, Polish-Jewish Relations During the Second
World War, 1976)
Lástima que no todos los anfitriones fueran tan dignos de mérito. Los
abusos físicos y sexuales, hechos que se dan en la vida diaria, no
desaparecieron durante el Holocausto. En la pura relación de poder que creaba
el esconder a los judíos, podían darse con facilidad dichos abusos, dejando a la
víctima con apenas posibilidades de elegir.
“Busqué (a Esther) otro sitio porque el chico mayor de la familia abusaba
sexualmente de ella en la casa en la que estaba”, recuerda Marion van
Binsbergen. “La persona que me lo dijo fue la hermana del chico”. Esther no
había contado nada. “Él le había amenazado con el infierno. Si la chica
hablaba, la entregaría a los nazis. Esa fue una de las amenazas que utilizó un
montón de gente”.
Vivir escondido, dijo un hombre, “era llevar de repente toda una forma de
vida que no era vida (un sin vivir)”. Todos los actos de la vida diaria tenían su
importacia: ir al baño, lavarse, restañar el flujo de la menstruación. Moishe
Koblyanski y su familia se escondieron en el campo, cerca de Gruszwica, el
pueblo de Ucrania donde vivían. Desde finales de 1942 hasta mayo o junio de
1943 vivieron en el pajar que había encima de una pocilga.
Vivían en una habitación que habían alquilado por uno o dos días hasta que
“como un estúpido le dije a mi madre mientras ella me ponía el abrigo:
“¿Dónde está mi estrella?”. Me di cuenta justo en el instante que decía
“estre...”. Desgraciadamente, “había un chico gordo y grande de unos doce o
trece años que lo oyó y se lo contó inmediatamente a su madre. A esta le faltó
tiempo para decirnos que nos fuéramos”.
Bajo aquellas circunstancias tuvieron suerte; la patrona no llamó a la
policía. Pero los cuidadosos planes de la señora Sved se derrumbaron en un
instante. Ahora tenía que empezar de nuevo.
Arthur Koestler, el refugiado judío húngaro que había ido a Palestina, luego
a Francia, para terminar en Gran Bretaña, expresaba frecuentemente su
amarga frustración por la renuencia Aliada a creer las noticias que venían
paulatinamente de Europa.
“El problema de ser un contemporáneo en tiempos como estos”, dijo
Koestler al público que le escuchaba por la radio, “es que la realidad golpea la
imaginación sin parar... A un inglés culto le resulta más fácil imaginar las
condiciones de vida durante los tiempos del rey Canuto en esta isla que,
digamos, las condiciones que reinan ahora en la Polonia actual”. (Citado en Ian
Hamilton, Koestler: A Biography, 1982)
Pero por muy numerosas que fuesen las operaciones de rescate, estas
estaban lejos de ser suficientes y no todas las que se emprendieron tuvieron
éxito. El rescate era una actividad poco corriente, pero existió y forma parte
del legado histórico del Holocausto.
Capítulo Catorce
EL MUNDO DE LOS CAMPOS DE CONCENTRACION
Los guardianes “golpeaban a todos los recién llegados con barras de hierro,
látigos, etc. Así que prácticamente todos los judíos que había en el campo
tenían heridas o contusiones en la cabeza. Algunos, entre los más débiles,
murieron pisoteados por la muchedumbre”.
En ningún idioma existen las palabras para describir las escenas que
tuvieron lugar en la plaza donde pasaban lista. A la vista de todos, los hombres
de las SS expoliaban, de la manera más desvergonzada, a los presos que
habían sido derribados a golpes, asesinados o pisoteados hasta la muerte,
robándoles los relojes, anillos y otros objetos de valor que les sacaban de los
bolsillos... Como resultado de estas terribles experiencias de los primeros días,
que se repitieron una y otra vez hasta que el campo quedó abarrotado, unos
70 judíos se volvieron locos. Yacían encadenados al suelo de cemento de unos
barracones de madera, que antes habían sido las lavanderías. Luego, poco a
poco, los llevaban en grupos de a cuatro al bloque de celdas, donde (el SS-
Hauptscharführer Martin) Sommer los mataba a bastonazos. (Hackett, The
Buchenwald Report)
Los campos prestaron un buen servicio a los nazis. Demostraron ser un
método para extorsionar dinero y propiedades a los judíos ricos, robar los
objetos personales de los internos y presionar a todos los judíos para que
abandonaran el país.
Los dirigentes nazis declararon que los prisioneros serían puestos en
libertad cuando las familias dispusiesen de los papeles de inmigración y los
visados. Las mujeres se abalanzaron sobre los consulados y las oficinas del
gobierno en busca de la documentación exigida. El 23 de enero de 1939,
Heydrich advirtió que si los prisioneros volvían alguna vez a Alemania,
permanecerían en los campos de por vida. Semejante admonición la
necesitaban muy pocas personas.
(Para una relación de las historias orales de los supervivientes que trabajaron
en los Sonderkommandos, véase Gideon Greif, Wir weinten tränenlos, un libro
de memorias importante es el de Filip Müller, Auschwitz Inferno, 1979.
También las reflexiones sobre el destino de los Sonderkommandos en Primo
Levi, Los hundidos y los salvados)
“La tristeza crecía cada kilómetro que recorríamos, y con cada kilómetro
recorrido el vacío se hacía mayor. ¿Qué había pasado? Aquí estábamos,
acercándonos a la infame estación de Treblinka, tan trágica para los judíos,
donde según todos los informes que nos habían llegado, la mayoría de los
polacos y los judíos del extranjero eran devorados y aniquilados”.
Los “números” a los que se les dejaba vivir durante un tiempo tenían
trabajo que hacer. En Auschwitz, había muchas tareas para estos esclavos.
A Gradowski le destinaron a la más infame del campo: el Sonderkommando.
Otros trabajaron en obras civiles.
En 1943 se abrieron cinco campos más y, en 1944, diecinueve. Las SS, que
tenían bajo su control toda clase de prisioneros, ampliaron este sistema por
todo el Reich y la Europa ocupada. La decisión de Hitler de abril de 1940, que
autorizaba a las SS a enviar a los prisioneros judíos a los campos, significó que
los que pasaron la selección en Auschwitz fueron repartidos por todo el
continente. (Sobre la historia de Auschwitz, véase Yisrael Gutman y Michael
Berembaum, Anatomy of the Auschwitz Death Camp, Danuta Czech, Auschwitz
Chronicle, y Dwork y van Pelt, Auschwitz: 1270 to the Present. Hay fuentes
importantes en Rudolf Höss, Death Dealer, y Adler, Langbein y Lingens-Reiner,
Auschwitz: Zeugnisse und Berichte)
Los alemanes solo seleccionaron a unos 240 mil judíos para que trabajaran
como esclavos, y eran estos los que sí entraban en el campo y todos ellos,
excepto unos 30 mil, llamados Durchgangsjuden (judíos en tránsito) fueron
tatuados. Aproximadamente 110 mil de los numerados permanecieron en el
campo, y 100 mil de ellos murieron. El resto (100 mil “numerados” y los 30 mil
sin tatuar) fueron reexpedidos; algunos al cabo de pocos días, otros en el plazo
de meses, e incluso años. Sara Grossman-Weil estuvo entre ellos.
En agosto de 1944, el gueto de Lodz fue liquidado, taller por taller, después
de leerse la proclama final de Rumkowski: “Los trabajadores de las fábricas
viajarán con sus familias”.
Sara Grossman-Weil se fue con la de su marido. En la estación de tren
fueron rodeados como animales y embarcados en vagones de ganado.
“No cabía un alfiler, nos sentábamos unos encima de otros, apretujados.
Y allí estuvimos, en ese vagón de ganado, rodando, viajando sin parar. Parecía
no haber fin. La pequeña preguntaba en polaco: “Papá, ¿no es mejor que hoy
sea un mal día, para que mañana sea uno mejor?”. Tenía cinco años y su padre
le respondió: “Hoy no importa, mañana será mucho mejor”.
“Estaba allí de pie sin saber qué estaba pasando, abrumada por el gentío
que me rodeaba, no podía creer cómo nos habían tratado al sacarnos de los
vagones. Cómo nos habían empujado, dado de empellones y gritado. Y todos
esos hombres de las SS con sus perros enfrente de nosotros. Dejé de ver lo
que estaba sucediendo. Estaba enloquecida, de pie con mi suegra y mi cuñada
con su pequeña cuando alguien se acercó y dijo: “Entregue esta niña a su
abuela”. Y mi cuñada se la pasó a mi suegra. Ellas se fueron a la izquierda,
nosotras a la derecha”.
Los alemanes habían establecido un campo dentro del gueto. “Nos dijeron
que trabajaríamos allí, derribando muros y edificios para recuperar materiales
de obra”.
Alex y su hermano estuvieron en ese campo de demolición y recuperación
unos tres meses. En julio, los soviéticos estaban tan cerca de la ciudad que los
alemanes evacuaron el Lager.
“De madrugada, nos ordenaron que saliéramos fuera. Al final, sobre las
diez y media de la mañana empezamos la marcha. Había una carretera abierta
de Varsovia en dirección a Lodz, y que iba por el noroeste. Fue en esta
carretera donde empezamos a marchar. Todo el día hasta que nos detuvimos
en medio del campo cuando llegó la noche. Acampamos para dormir. Las SS
nos acompañaban. Tenían carretas tiradas por caballos y en ellas había algo de
comida, y perros. Cuando montaron el campamento nos dijeron que todos
debíamos permanecer tumbados. El que levantara la cabeza o se sentara
recibiría un disparo sin previo aviso.
“El trabajo principal era mezclar cemento... yo dije que era electricista,
esperando que me pusieran en la cuadrilla de electricistas... (Al cabo de unos
pocos días) me agarraron y me llevaron al grupo del cemento... Por entonces,
descubrimos que los que trabajaban allí caían como moscas por culpa del
cemento; se les metía en los pulmones. Nadie duraba más de dos o tres
semanas en aquel trabajo. Sencillamente, se secaban. Se secaban a la vista de
todos mientras el cemento se les metía en los pulmones. No sé si era
tuberculosis, o tenía los efectos de esta, pero en cualquier caso, las narices
empezaban a moquear, contraían gangrena en los pies y la infección se
extendía. Literalmente, hubo gente que se desplomó muerta sobre la pasarela
con su saco de cemento. Había un vagón mortuorio especial para llevarse a los
que morían durante el trabajo...
El otoño estaba a punto de llegar y el tiempo empezó a ser un factor
importante también... Y los piojos, en aquella época estábamos llenos de
piojos... También contrajimos el tifus”.
Lo que los judíos de Radom no podían imaginar es que les iban a arrastrar
más lejos todavía; y que les iban a asesinar igualmente. Pero primero, los que
pudiesen trabajar tendrían que ofrecer sus servicios al Reich.
Heniek pasó. “De nuevo, entre golpes y patadas”, los afortunados fueron
obligados a subir al mismo tren. Dos días más tarde, “llegamos a un campo
vacío, los barracones solo estaban rodeados por alambre de espino: desierto,
completamente vacío. Estaba en Würtemberg, en el sudoeste de Alemania, a
orillas del río Ens. El nombre del lugar era Vaihingen y el campo se llamaba
Wiesengrundlager, que significa “vega”. Pero no hay que dejarse engañar por
ese calificativo silvestre y bucólico”. No importó cuante gente fue llevada allí,
el número de personas siguió siendo el mismo. El hambre, las enfermedades y
los malos tratos segaban a los prisioneros.
Los judíos habían sufrido y muerto durante seis años, pero los nazis se
habían asegurado de que sus tormentos permanecieran ocultos, en gran parte,
a la población alemana. Formaba parte del contrato no escrito celebrado
después de las secuelas del pogromo de noviembre: el Gobierno no enfrentaría
a los alemanes con su “solución” a la “Cuestión Judía”, y la población fingiría
ante ella misma y ante los funcionarios no saber nada. Lo que les pasara a los
judíos era asunto “del Gobierno”, no suyo. Pero cuando Hitler decidió repoblar
el Reich Judenrein con trabajadores esclavos judíos en campos de trabajo por
toda Alemania para emplearlos en fábricas y otras industrias, el trato se
rompió. Los civiles alemanes en todo el país pudieron contemplar a estos
esclavos. Si los judíos se habían vuelto invisibles paulatinamente desde 1933 a
1941, para desvanecerse después, ahora estaban bien a la vista, desde
mediados de 1944 hasta la victoria aliada en Europa.
“Era otoño y llovía. Había mucho viento. Teníamos que salir a trabajar en la
ciudad, a sitios diferentes, a limpiar los destrozos... Luego, cuando llegaron las
nieves, nos obligaban a limpiar las calles, con las mismas ropas que me dieron
en Auschwitz. Estaba helada y empapada. Una noche, cuando volvíamos (al
campo) noté que tenía una fiebre muy alta y pensé que esa iba a ser mi última
noche... Pero por la mañana la fiebre había desaparecido. Esto lo había visto
muchas veces durante la guerra. Sacas fuerzas de la nada cuando sabes que
ya no se puede hacer otra cosa. No te podías poner enfermo en ese momento.
Tú no está enferma, te decías. Esa mañana me fui con los demás al trabajo”.
“Teníamos que levantarnos todas las mañanas. Creo que a las cinco en
punto. Luego, nos daban pan”. Las raciones disminuían con el paso de los días.
“Y una especie de agua caliente. Se suponía que con esto debíamos aguantar
toda la jornada de trabajo”. Marchaban desde el campo de Sasel Poppenbüttel
durante “cuatro o cinco kilómetros hasta el metro, luego cruzábamos un
pueblo con muchas casas bonitas, las típicas alemanas. Las mujeres nos
miraban desde las ventanas. Por eso yo digo que es mentira que no supiesen
nada de lo que pasaba, porque ellas podían vernos pasar dos veces al día, a la
ida y a la vuelta”.
“Los alemanes estaban construyendo casas pequeñas para los trabajadores
de los ferrocarriles que, como ellos decían, habían sido ausgebombt (sacados a
bombazos). Nosotras construíamos estas casas. Teníamos que repartir las
diferentes partes ya hechas de la casa; eran elementos prefabricados. Debo
decir que pienso que era gente muy inteligente porque la construcción iba muy
rápida con este método. Esas piezas que llevábamos eran muy pesadas y no
teníamos guantes. Las manos nos sangraban. Este era uno de los problemas.
Después, teníamos que cavar zanjas para la electricidad y el agua. Quizá
tenían unos 50 centímetros de profundidad. Luego, había que construir la
carretera hasta el lugar de la construcción, una carretera asfaltada. Había una
especie de kapo, un civil que dirigía las obras de la carretera. Era una bestia,
un sádico, daba miedo mirarlo. Me dijo que en vez del caballo, arrastrara yo la
aplanadora para dejar bien plano el firme. Yo no podía moverla. No podía. Así
que me gritó diciéndome que era una vaga como el resto de los judíos. Este
era el trabajo que hacíamos”.
“A finales de marzo nos dijeron que nos iban a evacuar a otro campo”.
Marcharon. “Y otra vez, cargadas en un tren... Esta vez íbamos sentadas en
coches corrientes. No sé si todas viajaban en este tipo de coches, pero mis
amigas y yo sí lo hicimos. Éramos muchas para sentarnos pero, aun así, había
ventanas y podíamos mirar fuera. Creo que estuvimos en el tren dos o tres
días, yendo y viniendo, adelante y hacia atrás, porque los ingleses estaban
bombardeando las líneas del ferrocarril. Nos preguntábamos: “¿Por qué (los
alemanes) se molestan? ¿Por qué?”. Por supuesto, llegamos a Bergen-Belsen.
No sabíamos lo que era Bergen-Belsen”.
“Estaba allí tirado sin nadie que siquiera pudiera darme un poco de agua.
Esto era a principios de abril, y he aquí que los soldados franceses que
formaban parte del ejército de Patton inician una ofensiva. El frente se rompió
rápidamente y los alemanes empezaron la evacuación. Formaron a los que
todavía eran capaces y se marcharon... Nosotros (los del barracón de
aislamiento) estábamos seguros de que nos matarían antes de irse; era un
hecho que formaba parte de la evacuación. Pero si decidieron no hacerlo, o no
tuvieron tiempo, no lo sé. Pero dejaron el campo dando gritos, marchando a
pie.
Se fueron unos mil doscientos presos. Según creo, pero no estoy seguro,
apenas trescientos sobrevivieron.
Por alguna razón demencial, estos desechos humanos fueron arrastrados
como una especie de cofre del tesoro por toda Alemania camino de Baviera.
De todas las cosas que ellos tenían que salvar, conservar o guardar, solo se
quedaron con este grupo de judíos destrozados dignos de lástima. Era pura
locura. Supongo que tenían que cumplir con su misión histórica”.
“Era una visión que estaba más allá de toda descripción, comprensión o
imaginación. Usted no puede comprenderlo, porque cuando se ven las fotos de
los cuerpos muertos, usted solo ve eso: fotos. No ve los cuerpos, los ojos que
le hablan y le suplican un poco de agua. No ve las bocas silenciosas tratando
de decir algo, incapaces de pronunciar una sola palabra. Usted ve y siente
como yo; la agonía de esa gente para la que la muerte sería una bendición.
Están muriéndose y no pueden morir”.
Quizá el error más importante esté en una carta que el arquitecto jefe Karl
Bischoff escribió el 29 de enero de 1943, en la que se refería a las cámaras de
gas de los sótanos del crematorio 2 como una Vergasungskeller (sótano de
gaseamiento).
“El nuevo orden nazi fue un régimen de terror mediante el cual, en los
países capturados por los secuaces de Hitler, se abolieron todas las
instituciones democráticas y se anularon todos los derechos civiles de la
población, mientras dichos países eran saqueados y explotados con codicia.
La población de estos países, sobre todo la de las naciones eslavas en
particular: rusos, ucranianos, bielorrusos, polacos, checos, serbios, eslovenos,
judíos, estuvo sometida a una persecución inmisericorde y al exterminio
masivo”. (Trials of the Major War Criminals, Tribunal de Núremberg)
El juicio de Adolf Eichmann derribó esta barrera de silencio. Raptado por los
israelíes en Argentina en 1960, Eichmann fue juzgado en Jerusalén un año más
tarde. El proceso centró la atención en el Holocausto como nunca se había
hecho antes. El interrogatorio ampliamente difundido de un hombre, no de un
grupo o de sus representantes, sino de una sola persona, ponía en primer
plano la cuestión de los motivos psicológicos del asesino burócrata. Y todos los
testigos principales que aparecieron eran judíos.
Por primera vez, los supervivientes estaban en un lugar destacado,
presentes y hablaban públicamente. (Dalia Ofer, “Israel”)
Sus experiencias en los campos, en los guetos creados por decreto por los
alemanes, o las cacerías de los Einsatzgruppen, eran fundamentales para el
proceso. Las voces de los supervivientes y el sufrimiento de las víctimas eran
reconocidos, honrados y legitimados. Martha Gellhorn informaba a sus lectores
del Atlantic Monthly: “Los testigos hablaban hebreo, yídish, alemán, polaco,
inglés y otros idiomas”.
“Se advierte el dolor de todos los testigos cuando declaran; uno divaga,
grita algo sin palabras; aterroriza escucharlo, se marea, recuerda Auschwitz.
La audiencia tensa, inmóvil, inclinada hacia delante para escuchar, hasta que
de vez en cuando una voz grita desesperada; al instante, la policía se lleva
silenciosamente al ruidoso de la sala. La iluminación es tan fuerte que hiere los
ojos; el motivo: la seguridad del prisionero y las cámaras ocultas de televisión.
El aire acondicionado está demasiado frío, pero aún así se suda. Todos los días
hay más de lo que la mente y el corazón pueden soportar; y el juicio prosigue,
siempre puntual, siempre bajo un tranquilo control. Ningún abogado, ni ningún
juez de ningún lugar del mundo se han enfrentado a semejante cometido”.
(Martha Gellhorn, “Eichmann and the Private Conscience”, Atlantic Monthly,
febrero de 1962)
Casi veinte años después del final de la guerra, el asesinato de los judíos
holandeses se convirtió en el asunto central de la historia de este país. De Jong
había escrito “judío” dentro de la historia de Holanda durante la guerra. El
desastre que habían sufrido estos formaba parte de la ocupación de la nación.
El libro de Presser llenaba ese vacío. El político Hans Lammers exigió que
esta obra fuese subvencionada para que todo el mundo pudiera comprarla.
Solo así sería posible “convertir el monumento que es el libro de Presser, en un
monumento nacional”. (Hans Lammers en De Groene Amsterdammer, 1965)
No había duda alguna sobre el hito que representó la obra de Presser y así
se aceptó. Pero ¿era un monumento a los judíos holandeses, o al fracaso de
Holanda? Estos empezaron a examinar sus conciencias. Las cartas al director
inundaban los periódicos. Una mujer resumió los sentimientos de muchas
personas aquel año:
“Vivimos. Muchos de los que estamos a punto de recodar estarían vivos hoy
si hubiésemos tenido un poco más de valor, un poco más de sentido de la
responsabilidad, un poco menos de cobardía, y un poco menos de apego al
conformismo”. (B.Buitenrust Hettema, Nieuwe Rotterdamse Courant, 1965)
Lo que Jacob Presser había hecho por los judíos de Holanda, lo hizo
también por los franceses Georges Wellers, primero con la publicación de una
serie de artículos y, posteriormente, con su libro L´Etoile Jaune à l´Heure de
Vichy (1973), y Renzo de Felice para los italianos con su Storia degli ebrei
sotto in fascismo (1972). Ambas obras fueron catalogadas bajo el epígrafe:
“Holocausto, Judíos, 1939-1945”, creado hacía poco tiempo por la Biblioteca
del Congreso. Esta nueva clasificación se estableció en 1968 y refleja la forma
en que se empieza a considerar el pasado y el desarrollo paralelo en la
literatura histórica.
Estas obras impulsan perspectivas más amplias. Todas las víctimas judías
habían tenido vecinos. ¿Qué hicieron estos vecinos? Esta misma pregunta la
formularon los jóvenes involucrados en las revueltas estudiantiles que tuvieron
lugar por todo Occidente en 1968, incluso también en Checoslovaquia y
Polonia. Era la generación que había nacido durante, o justo después , de la
guerra.
Se habían criado escuchando las historias de la ocupación alemana en la
que la resistencia era considerada la norma. Los estudios actuales revelan que
los verdaderos resistentes fueron un puñado de personas.
A los ojos de muchos jóvenes, el Holocausto representaba el fracaso de la
sociedad burguesa. Se centraron en el papel de las poblaciones no alemanas,
de sus parientes, de sus semejantes, en la destrucción de los judíos.
La colaboración y la connivencia cobra mucha importancia a medida que la
perspectiva pasa de las autopistas de la historia a las aceras de las calles, a
esas calles donde realmente vive la gente. No es historia desde arriba, sino la
historia de los que estaban debajo, de la gente común y corriente.
Durante las últimas décadas del siglo XX y ya en el XXI, los que niegan el
Holocausto han proseguido su campaña para convencer a la gente, sobre todo
a los universitarios, de la no existencia de las cámaras de gas en Auschwitz y
de que no hubo intento alguno de aniquilar a los judíos europeos. Internet y el
uso estrátegico de palabras clave en las páginas web han demostrado ser unas
herramientas muy valiosas. Los estudiantes con poca o ninguna información
recurren a los motores de búsqueda y, al elegir entre las primeras entradas, se
topan con las páginas web de los que niegan el Holocausto.
Las revelaciones sobre los años del Holocausto despiertan pasiones en todo
Occidente. Cuando se publicó en 2000 un libro titulado Neighbors, que contaba
cómo se volvieron los polacos contra sus vecinos judíos en la ciudad de
Jedwabne durante 1941, provocó un debate abierto en el país. (Jan Tomasz
Gross, Neighbors: The Destruction of the Jewish Community)
Al final, miles de polacos se reunieron en esta localidad donde, recogidos
por televisiones de todo el mundo, el presidente de Polonia pidió perdón a los
judíos por los crímenes polacos cometidos contra ellos durante siglos. Y los
dirigentes del Vaticano, al darse cuenta de cómo las doctrinas católicas habían
plantado la semilla del antisemitismo moderno, han empezado, finalmente, a
abordar la carga de las relaciones de dos mil años entre la Iglesia, los judíos y
el judaísmo.
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