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El patito feo, por Hans Christian Andersen

Como cada verano, a la Señora Pata le dio por empollar y todas sus amigas del corral estaban deseosas
de ver a sus patitos, que siempre eran los más guapos de todos.

Llegó el día en que los patitos comenzaron a abrir los huevos poco a poco y todos se congregaron ante el
nido para verles por primera vez.

Uno a uno fueron saliendo hasta seis preciosos patitos, cada uno acompañado por los gritos de alborozo
de la Señora Pata y de sus amigas. Tan contentas estaban que tardaron un poco en darse cuenta de que
un huevo, el más grande de los siete, aún no se había abierto.

Todos concentraron su atención en el huevo que permanecía intacto, incluso los patitos recién nacidos,
esperando ver algún signo de movimiento.

Al poco, el huevo comenzó a romperse y de él salió un sonriente pato, más grande que sus hermanos,
pero ¡oh, sorpresa!, muchísimo más feo y desgarbado que los otros seis...

La Señora Pata se moría de vergüenza por haber tenido un patito tan feísimo y le apartó con el ala
mientras prestaba atención a los otros seis.

El patito se quedó tristísimo porque se empezó a dar cuenta de que allí no le querían...

Pasaron los días y su aspecto no mejoraba, al contrario, empeoraba, pues crecía muy rápido y era
flacucho y desgarbado, además de bastante torpe el pobrecito.

Sus hermanos le jugaban pesadas bromas y se reían constantemente de él llamándole feo y torpe.

El patito decidió que debía buscar un lugar donde pudiese encontrar amigos que de verdad le quisieran a
pesar de su desastroso aspecto y una mañana muy temprano, antes de que se levantase el granjero,
huyó por un agujero del cercado.

Así llegó a otra granja, donde una vieja le recogió y el patito feo creyó que había encontrado un sitio
donde por fin le querrían y cuidarían, pero se equivocó también, porque la vieja era mala y sólo quería
que el pobre patito le sirviera de primer plato. También se fue de aquí corriendo.

Llegó el invierno y el patito feo casi se muere de hambre pues tuvo que buscar comida entre el hielo y la
nieve y tuvo que huir de cazadores que pretendían dispararle.

Al fin llegó la primavera y el patito pasó por un estanque donde encontró las aves más bellas que jamás
había visto hasta entonces. Eran elegantes, gráciles y se movían con tanta distinción que se sintió
totalmente acomplejado porque él era muy torpe. De todas formas, como no tenía nada que perder se
acercó a ellas y les preguntó si podía bañarse también.

Los cisnes, pues eran cisnes las aves que el patito vio en el estanque, le respondieron:

- ¡Claro que sí, eres uno de los nuestros!

A lo que el patito respondió:

-¡No os burléis de mí!. Ya sé que soy feo y desgarbado, pero no deberíais reír por eso...

- Mira tu reflejo en el estanque -le dijeron ellos- y verás cómo no te mentimos.

El patito se introdujo incrédulo en el agua transparente y lo que vio le dejó maravillado. ¡Durante el
largo invierno se había transformado en un precioso cisne!. Aquel patito feo y desgarbado era ahora el
cisne más blanco y elegante de todos cuantos había en el estanque.

Así fue como el patito feo se unió a los suyos y vivió feliz para siempre.
El hada fea

Había una vez una aprendiz de hada madrina, mágica y maravillosa, la más lista y amable de las hadas. Pero era
también una hada muy fea, y por mucho que se esforzaba en mostrar sus muchas cualidades, parecía que todos
estaban empeñados en que lo más importante de una hada tenía que ser su belleza. En la escuela de hadas no le hacían
caso, y cada vez que volaba a una misión para ayudar a un niño o cualquier otra persona en apuros, antes de poder
abrir la boca, ya la estaban chillando y gritando:
- ¡fea! ¡bicho!, ¡lárgate de aquí!.
Aunque pequeña, su magia era muy poderosa, y más de una vez había pensado hacer un encantamiento para volverse
bella; pero luego pensaba en lo que le contaba su mamá de pequeña:

- tu eres como eres, con cada uno de tus granos y tus arrugas; y seguro que es así por alguna razón especial...

Pero un día, las brujas del país vecino arrasaron el país, haciendo prisioneras a todas las hadas y magos. Nuestra hada,
poco antes de ser atacada, hechizó sus propios vestidos, y ayudada por su fea cara, se hizo pasar por bruja. Así, pudo
seguirlas hasta su guarida, y una vez allí, con su magia preparó una gran fiesta para todas, adornando la cueva con
murciélagos, sapos y arañas, y música de lobos aullando.
Durante la fiesta, corrió a liberar a todas las hadas y magos, que con un gran hechizo consiguieron encerrar a todas las
brujas en la montaña durante los siguientes 100 años.
Y durante esos 100 años, y muchos más, todos recordaron la valentía y la inteligencia del hada fea. Nunca más se volvió
a considerar en aquel país la fealdad una desgracia, y cada vez que nacía alguien feo, todos se llenaban de alegría
sabiendo que tendría grandes cosas por hacer.

Cuento de Caperucita Roja

Caperucita roja, en versión de los hermanos Grimm

Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo
que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.
Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que
no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el
lobo.

Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar
a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las
ardillas...

De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella.

- ¿A dónde vas, niña? - le preguntó el lobo con su voz ronca.

- A casa de mi Abuelita - le dijo Caperucita.

- No está lejos - pensó el lobo para sí, dándose media vuelta.

Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: - El lobo se ha ido -pensó-, no tengo nada que
temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles.

Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era
Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo.

El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que
esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta. La niña se acercó a la cama y vio que su abuela
estaba muy cambiada.

- Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!

- Son para verte mejor - dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela.

- Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!

- Son para oírte mejor - siguió diciendo el lobo.

- Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!

- Son para...¡comerte mejoooor! - y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que
había hecho con la abuelita.

Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió
echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita. Pidió ayuda a un serrador y los dos juntos llegaron al
lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba.

El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!.

Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó de
su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban
mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó.

En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la
lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en
adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá
El regalo mágico del conejito pobre

Hubo una vez en un lugar una época de muchísima sequía y hambre para los animales. Un conejito muy pobre caminaba
triste por el campo cuando se le apareció un mago que le entregó un saco con varias ramitas. "Son mágicas, y serán aún
más mágicas si sabes usarlas" El conejito se moría de hambre, pero decidió no morder las ramitas pensando en darles
buen uso.

Al volver a casa, encontró una ovejita muy viejita y pobre que casi no podía caminar. "Dame algo, por favor", le dijo. El
conejito no tenía nada salvo las ramitas, pero como eran mágicas se resistía a dárselas. Sin embargó, recordó como sus
padres le enseñaron desde pequeño a compartirlo todo, así que sacó una ramita del saco y se la dió a la oveja. Al
instante, la rama brilló con mil colores, mostrando su magia. El conejito siguió contrariado y contento a la vez, pensando
que había dejado escapar una ramita mágica, pero que la ovejita la necesitaba más que él. Lo mismo le ocurrió con un
pato ciego y un gallo cojo, de forma que al llegar a su casa sólo le quedaba una de las ramitas.
Al llegar a casa, contó la historia y su encuentro con el mago a sus papás, que se mostraron muy orgullosos por su
comportamiento. Y cuando iba a sacar la ramita, llegó su hermanito pequeño, llorando por el hambre, y también se la
dió a él.

En ese momento apareció el mago con gran estruendo, y preguntó al conejito ¿Dónde están las ramitas mágicas que te
entregué? ¿qué es lo que has hecho con ellas? El conejito se asustó y comenzó a excusarse, pero el mago le cortó
diciendo ¿No te dije que si las usabas bien serían más mágicas?. ¡Pues sal fuera y mira lo que has hecho!
Y el conejito salió temblando de su casa para descubrir que a partir de sus ramitas, ¡¡todos los campos de alrededor se
habían convertido en una maravillosa granja llena de agua y comida para todos los animales!!
Y el conejito se sintió muy contento por haber obrado bien, y porque la magia de su generosidad hubiera devuelto la
alegría a todos

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