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I

La asonada militar tomó por sorpresa a todos, aquella noche en la capital se celebraba la llegada
del nuevo año; petardos, fuegos artificiales, música y baile, embriagaban a sus habitantes que, a
veces vanamente, esperaban las mejores dádivas de la vida en el nuevo año.

El presidente, junto a su esposa, presidió las celebraciones en la residencia presidencial que


contaba con la participación de diplomáticos, magistrados, diputados, enviados especiales y toda
esa laya de eminentes rastreros que pululan cual moscas a la basura en este tipo de
acontecimientos. Licor del más fino llenaba las copas que se entrechocaban en medio de un
sonoro ¡clink! y del rumor de las risas que, a medida que los invitados se embriagaban,
aumentaban hasta hacerse majaderas. El presidente, algo embriagado ya, dijo al oído a su esposa
que era hora de retirarse a su habitación.

Ya en el lecho nupcial, los vapores del alcohol despertaron la ya casi arcaica lubricidad del
gobernante, quien se abalanzó como una fiera sobre su esposa para arrancarle el vestido. La
primera dama dio un pequeño grito y forcejeó para librarse de la lascivia del esposo, no tanto
porque lo reprobase, sino porque ella también había recordado de repente aquellos juegos de
seducción eclipsados por el tiempo. Más tarde, ambos dormían profundamente satisfechos por
haber podido revivir por unos instantes todo el ímpetu juvenil.

Al amanecer, las puertas de la habitación presidencial fueron sacudidas por fuertes golpes, alguien
desde el exterior gritaba altaneramente combinando órdenes con befas irreproducibles. El
presidente, todavía turulato por el alcohol y el combate amatorio de la pasada jornada, se levantó
con desgano y conforme se iba acercando a la puerta su confusión se iba transformando en ira
contra aquél desconocido que tenía la desfachatez de despertarle de esa manera.

- ¿Pero quién carajos se atreve a despertarme de esa manera?

Como respuesta, el primer mandatario recibió una sonora bofetada que le mando de bruces. La
esposa que había despertado al unísono, brincó de la cama semidesnuda y corrió a socorrer al
marido caído, quién sin poder salir de su estupefacción se restregaba la mejilla golpeada. El
soldado de pie ante al presidente y su esposa grito a voz en cuello:

- ¡Por órdenes del Coronel Fernández desde este preciso momento queda usted arrestado!
- ¿Arrestado? ¿Pero qué broma es esta? ¡Pagará caro este ultraje, so especie de milico mal
parido!

El que dijo esto último era el presidente quien, rojo de la ira, se levantó de un brinco para aporrear
a aquel militar revoltoso. El soldado, como única respuesta dio otra bofetada al presidente
tirándolo nuevamente al suelo, a continuación tomó la metralleta y la apuntó en la cara del
gobernante, quien esta vez tuvo que rendirse ante las circunstancias. Un par soldados llegaron
junto al presidente y lo levantaron de mala manera por los brazos, llevándoselo en el acto
semidesnudo. Vanos fueron los gritos de la mujer del primer mandatario quien intentó correr tras
de su marido, pero dos soldados le salieron al paso conteniéndola con prepotencia y torpeza.
Semidesnudo, el presidente fue conducido a un vehículo que esperaba fuera de la residencia
presidencial. Cuando era empujado hacia el interior, escuchó una ráfaga de ametralladora que se
superponía sobre los gritos de la esposa, al cesar los disparos no se escuchaba ya ningún chillido.
El presidente quedó sorprendido por unos segundos antes de darse cuenta de lo que había
ocurrido con su esposa, comenzó entonces a gritar y a conjurar maldiciones contra la soldadesca,
quien respondió con un golpe de culata, haciéndole perder el conocimiento.

II

El quinto regimiento de caballería había sido el epicentro desde donde se urdió y dirigió el golpe
de Estado del coronel Fernández, quien esperaba con ansiedad la llegada de sus enviados quienes
traerían primer mandatario. Más tarde, cuando la tensión ya era insoportable; al punto de que
había ya considerado la clandestinidad o, en el peor de los casos, el suicidio, entró un soldado
informando que la soldadesca había llegado trayendo consigo al presidente.

El coronel apenas pudo contener su alivio y su alegría al escuchar la noticia, sin embargo, a los
pocos segundos trató de simular aplomo y dijo mientras carraspeaba:

- ¡Ejem! ¡Que lo conduzcan inmediatamente a mi presencia!

Mientras el soldado abandonaba la oficina para llevar a cabo la orden, el coronel nerviosamente se
sentó en el sillón y ocultó rápidamente en un cajón algunos papeles viejos, ligas y clips que
estaban sobre el escritorio. Luego tomó de su buró un cuadro que colocó en la pared luego de
quitar el retrato del presidente depuesto, el cual por ley debía adornar los todos los despachos
públicos y castrenses del país. El cuadro puesto por el coronel tenía la foto en blanco y negro de su
padre, el General Fernández, viejo militar que había sido protagonista también de otros motines
militares que no tuvieron éxito y que le habían costado la ignominiosa degradación del ejercito, el
destierro y posteriormente – en su última aventura golpista – el fusilamiento. De tal palo tal astilla,
reza el refrán, que halló motivo para ser válido en el pequeño retoño del general, puesto que el
pequeño querubín se enrolaría al ejército apenas llegadas sus mocedades, donde tuvo el mayor de
los éxitos por contar de sobra con dos requisitos indispensables de la vida castrense: una férrea
disciplina e incapacidad para pensar.

Aquel joven y destacado cadete se había transformado en un coronel de aspecto adusto y de


costumbres parcas, aunque en el fondo de su ser escondía una ambición atávica: ser el primer
Fernández que llegaba a la primera magistratura del país. Claro está que para satisfacer esta
codicia, lo de menos era el método y los medios a utilizar; las elecciones le parecían un
procedimiento nefasto y engorroso que se prestaban a la “manipulación arbitraria de los perros
comunistas y toda esa calaña de izquierdosos y revoltosos que les siguen”, según solía decir a sus
subordinados. En contraposición, el golpe de Estado le parecía el método más adecuado para
llegar a la presidencia, aunque en sí él no consideraba este luctuoso hecho como algo reprobable,
lo cual pasare a explicar, esperando seguir contando en este punto con la paciencia de mis
lectores.
Desde su infancia, el padre del coronel Fernández le había contado las hazañas – exageradas
cuando no ficticias – de los excelsos antepasados que enorgullecían el blasón familiar. Las historias
se remontaban incluso a la Edad Media donde no faltó un Fernández que luchó junto a San Jorge
en la heroica gesta de matar dragones. Tan verosímiles eran los relatos del padre del coronel, que
hasta el día de su muerte estuvo convencido de la existencia de estos animales mitológicos en
algunas regiones del viejo mundo.

En el truculento árbol genealógico del general Fernández no faltaron ascendientes que se habían
destacado en las Cruzadas contra los infieles, ni otro que había servido a Fernando V quien
precisamente había llegado al Nuevo Mundo, cuyo descendiente – versión mucho más plausible
que los anteriores- se había cubierto de gloria con las tropas realistas de Goyeneche. El
descendiente de este Fernández, criollos ya en el nuevo mundo, supuestamente había sido el
primer general de la familia participando como estratega en varias guerras independentistas que
de los nacientes países. Varios biógrafos del coronel Fernández se partieron la cabeza tratando de
encontrar las fuentes bibliográficas o documentos históricos que dieran sustento al supuesto árbol
genealógico de los Fernández, pero ninguno encontró nada que pudiera demostrarlo y siempre
concluían en lo mismo: que el abuelo del coronel, había sido el hijo bastardo de un soldado
español y una india. Estos biógrafos terminaron encarcelados y algunos muertos en condiciones
misteriosas.

El padre del coronel, no había tenido la dicha – según él – de participar en ninguna guerra, por eso
a falta de enemigos tuvo que buscarse algunos e inventarse otros tantos. De esta manera, todo
aquel que osaba contradecirle era comunista y con el tiempo empezó a delirar con la existencia de
conjuras comunistas que querían apoderarse del país, razonamiento que le sirvió para justificar
sus fallidos intentos de golpes de Estado. La tozudez y su obsesión le harían terminar en el
paredón una tarde de enero, cuando el coronel Fernández aún era un niño.

El coronel Fernández observaba en silencio el retrato del padre colgado en la pared, mientras en
su interior se encendía un sentimiento de respeto y orgullo por el padre caído. Murmuró en voz
baja: “padre, ya casi lo consigo”. Pero el retrato ni siquiera se molestó en contestarle.

Tocaron la puerta y una voz desde fuera decía que traían al prisionero. El coronel Fernández
rápidamente se sentó, agarró un mapa que estaba sobre el escritorio y busco tener un aire
majestuoso. Dijo entonces al soldado que entre con el prisionero.

El presidente depuesto fue metido a la oficina a empellones, tropezando hasta caer al pie del
escritorio. Si bien ya era bastante mayor, las emociones de la última hora parecían haberle
avejentado aún más. El general, intentando no perder su aire majestuoso se levantó del sillón,
apoyó ambas manos sobre su escritorio y miró al anciano tirado en el suelo. El presidente levantó
la cabeza lentamente; sus ojos que despedían piras de ira, se posaron sobre las del coronel
sublevado quien sintió un escalofrío por la espalda. El anciano gritó:

- ¡¿Pero quién te has creído, especie de soldadito de plomo?! ¡Voy a mandarte a la horca
por esta afrenta!
- Señor…Señor presidente queda usted depuesto…
- ¡¿Depuesto?! ¡¿Depuesto?¡ ¡Ya te enseñare yo quién depone a quién, asquerosa alimaña
parlante!

Dicho esto último, el anciano se levantó, se acercó hacía el general y le propinó una sonora
bofetada que casi le hizo perder el equilibrio. Los soldados, confundidos al ver agredido a su jefe,
sólo atinaron a sujetar al anciano que pataleaba para que lo suelten.

El coronel Fernández, sin poder salir aún de la sorpresa y del susto, se llevó la mano a la boca de
donde le escurría un pequeño hilillo de sangre, provocado por el golpe. Miró la sangre en el dorso
de su mano, luego al anciano que forcejeaba por soltarse y finalmente observó a sus subordinados
que no podían salir de su asombro. Poco a poco, la ira se apoderaba de su cuerpo. Abrió uno de los
cajones del escritorio, tomó un pañuelo con el cual se limpió la sangre de la boca y se acercó hacia
el presidente depuesto y comenzó a golpearle sin piedad hasta hacerle perder el conocimiento.

- ¡Maldito viejo! ¡Atreverse a tocarme a mí! ¡A mí!

Después de los golpes el anciano quedó tendido en el suelo, el coronel tomó el arma de su cinto y
le pegó un tiro en la nuca. Las botas y parte del pantalón se le mancharon con los sesos del
anciano.

III

En las horas siguientes se desató una ola de terror por todo el país. Contingentes de militares
recorrían las casas arrestando y ejecutando en el acto a los principales opositores políticos y a los
sospechosos de posibles sediciones en contra del coronel.

Antes del mediodía, el coronel intervino los medios de comunicación. Al mediodía se preparaba
para dar su primer mensaje a la nación donde anunciaría el nuevo régimen. Sentado en una silla
del estudio de televisión le prepararon para salir al aire. Una maquillista le pasaba polvo por el
rostro: “Es para que no brille cuando las luces le enfoquen”, decía. Mientras, un peluquero le
aplicaba brillantina en el cabello. Todos esos detalles eran excesivos para el coronel,
acostumbrado a lo sumo a tener el traje militar impecable y el rostro bien afeitado. En un
momento de ira le pasó por la cabeza mandar a fusilar a los dos cosmetólogos, pero la idea se le
desvaneció cuando un sargento se acercó con un documento oficial que anunciaba que el Alto
Mando Militar había decidido entregar el mando de las Fuerzas Armadas al Coronel Fernández en
aras de consolidar la “revolución liberadora” – eufemismo utilizado en adelante para denominar la
asonada militar – ascendiéndole además al rango de general de la república. El ahora general
Fernández, no cabía en sí de contento. Sin embargo, decidió mandar a liquidar al Alto Mando
Militar para evitar sorpresas amargas.

Luego de finalizado el mensaje a la Nación, se dirigió a la Escuela Militar donde citó a sus
subordinados que le informen sobre la situación en el país. Las noticias eran halagüeñas para el
general Fernández: en todo el país se había eliminado a la oposición y el resto de las divisiones
militares había aceptado al general como el nuevo presidente de la república. Satisfecho, el
general Fernández se retiró al palacio presidencial donde le habían informado que le esperaba una
muchedumbre para aclamarle,

Mientras se dirigía a la concentración, algunos de sus hombres de confianza daban órdenes a los
soldados para que saquen por las buenas o por las malas a los vecinos de sus hogares para que
acudan a vitorear al dictador. De esta manera, largas filas de familias enteras caminaban con las
manos sobre la nuca hacia el palacio presidencial para vitorear por la fuerza al general Fernández.

Más tarde, el general, sentado en el despacho presidencial, esperaba la señal de su edecán para
salir a la terraza del palacio para recibir la ovación de la ciudadanía. Mientras aguardaba al edecán,
hizo algunas llamadas telefónicas; la primera fue a su anciana madre, recluida en un asilo, para
avisarle sobre lo sucedido; la anciana, sorda como una tapia y afectada por la senilidad, no se
enteró siquiera de quién le hablaba. La segunda llamada fue al quinto regimiento de caballería,
solicitando se traigan de su despacho todos sus efectos personales, especialmente el cuadro de su
padre, subrayando que si el cuadro sufría algún daño en el transporte se las verían personalmente
con él. La tercera llamada fue al presidente del país vecino para informar sobre la situación, el
mandatario del país vecino se excusó para no contestar su llamada. La cuarta llamada fue a Anita,
su novia, a quien le pidió matrimonio prometiéndole llenarla de joyas y ropas finísimas cuando
fuese su primera dama. La quinta llamada fue al principal periódico del país – ahora tomado por
los militares – donde ordenó que la edición del día siguiente debía llevar en su página principal el
mensaje “Triunfo de la Revolución liberadora” junto a una foto suya que haría llegar con su
edecán, ordenó además que se recojan opiniones positivas de la ciudadanía apoyando al régimen.

El edecán tocó la puerta del despacho presidencial y dijo con solemnidad:

- Señor…, el pueblo clama por su excelencia.


- ¡Ya era hora, maldición! ¡Ea! ¡Vamos a ver a mi pueblo!

Mientras se acerba a la terraza del palacio presidencial, el general reconoció a los personajes
notables del país que, haciendo gala de su sentido de la oportunidad, saludaban con respeto el
triunfo de la “revolución liberadora”. Estaban presentes el representante del empresariado; su
santidad el cardenal, quien aprovecho para dar su bendición al dictador; el dueño del Banco
Central; y la representante del Club Social. Todos se deshicieron en lisonjas con el general
Fernández y no faltó alguno que le llamó “Prócer nacional”. El general, genuinamente conmovido,
prometió que los fusilaría a todos. El lapsus linguae del general rápidamente fue corregido por el
edecán, para disipar el pavor indisimulable que había surgido en los rostros de aquel ilustre hato
de lameculos.

- Er…lo que el general quiso decir es que les hará condecorar… por sus incondicionales y
desinteresados servicios a la patria.

Nunca sabremos si el general quiso o no quiso decir eso, puesto que para ese entonces se había
asomado al balcón para ver a la multitud.
La plaza estaba llena de cabo a rabo, los soldados habían hecho un buen servicio al arrastrar –
figurativa y literalmente hablando – a los ciudadanos desde sus casas hasta la plaza. Algunos
soldados vestidos de civil y disimulados en el gentío eran quienes iniciaban y guiaban los vítores
para el general, mientras otros apuntaban sin el menor disimulo a quienes se negasen a rendir
homenaje al nuevo presidente. Aquellos que, pese a todo, se negaban a aclamar al general, eran
rápidamente sacados de la multitud a la fuerza, llevados un par de cuadras más allá y ejecutados
con un balazo en la frente sin la menor contemplación.

El general Fernández estaba emocionado hasta las lágrimas, en lo más profundo de su ser deseaba
tener a su padre al lado para que contemplase la obra de su hijo. El clamor de la muchedumbre
era ensordecedor, el viento tibio de aquella tarde agitaba las banderas de la manifestación. El
general pensaba para sí mismo que aquel era un momento histórico y que debía ser inmortalizado,
ordenó entonces al edecán que varios fotógrafos se apostasen en diferentes lugares para
documentar el hecho. Ordenó también que grabasen su discurso y que inmediatamente este fuese
transcrito para ser publicado en la edición del día siguiente de los diarios. El edecán cumplió la
orden de inmediato y a los pocos minutos alcanzó un micrófono al general para que hablase a la
multitud. Éste dijo entonces:

- Conciudadanos, grande y profunda es mi emoción al ver tan maravillosa y espontánea


concentración. Nuestros enemigos internos han sido destruidos por completo y ahora
nada puede ya perturbar nuestro periplo hacia la libertad, el progreso y el orden. Por fin,
de aquí en adelante, podremos pensar en un porvenir luminoso para nosotros, nuestros
hijos y los hijos de sus hijos. Los negros nubarrones del infortunio se han disipado y dado
paso a un futuro radiante y halagüeño para nuestra patria. Debemos estar agradecidos
con nuestro señor Dios que puso los hados a favor de la patria y que ha sido implacable en
la destrucción de aquellos apátridas, ateos y comunistas que se habían apoderado de
nuestro país y que lo estaban llevando a su perdición moral, social, económica y política.
Nuestro Señor me pidió que sea implacable con sus enemigos y confió en que yo llevase la
batuta en esta su Guerra Santa. Confío en haber cumplido tan gloriosa gesta con el mejor
de los denuedos y confío también en que nuestros historiadores sepan dar cuenta de ello
en sus libros de historia, para que así nuestros hijos y sus hijos no olviden jamás el ejemplo
que he querido dar a este sufrido pueblo. Confió también en que vosotros, querido
pueblo, sepáis valorar el regalo que hago a la patria: su libertad.

En ese momento, el edecán que tras bastidores se movía de un lado a otro, coordinando los
detalles de la arenga, tropezó accidentalmente con el cable del micrófono, arrebatándoselo de
manos del general. Una breve risa recorrió entre la multitud, la cual fue rápidamente fue acallada
por los soldados. Mientras tanto, el dictador miraba furioso al edecán que recibió un puntapié en
la rodilla cuando devolvió el micrófono al general.

- ¡Ejem! Decía yo que la libertad es un regalo que hago hoy, queridos compatriotas. Sin
embargo, así como se los obsequio también la razón me exige que sea yo también quien la
salvaguarde. Más que nunca, los enemigos de la patria nos acechan no sólo con su
verborrea apátrida sino también con sus actos terroristas. Estos traidores están infiltrados
entre nosotros sin que nos demos cuenta, están en nuestras familias, en nuestros barrios,
en las escuelas y universidades ¡incluso en el gabinete! Donde se escoden cual serpientes
dispuestas a atacar a traición. Por eso pido queridos conciudadanos, llamando a su sentido
común, que no duden ni un instante en denunciar a estos renegados ante las autoridades,
sólo así lograremos extirpar a este cáncer de nuestro seno.

El dictador estiró la mano en busca de un vaso de agua para remojar la garganta que se le había
secado con la alocución al pueblo. Al no encontrar vaso alguno (el edecán lo había olvidado por
completo y no logró entender el gesto del general) se llevó la mano a la boca, carraspeó y
continuó el discurso:

- ¡Compatriotas! Quiero también comunicarles que dos importantes eventos tendrán curso
en las siguientes semanas. Primero, para celebrar la “revolución liberadora”, declararé
regocijo nacional durante tres días, a partir de mañana. Segundo, dentro de exactamente
treinta días se celebra mi onomástico, el cual coincidirá también con el primer mes de la
revolución, es por ello que declararé ese día como el día de refundación nacional, por lo
cual se harán una serie de festejos que culminarán con un magno desfile. Este desfile
deberá ser fastuoso para que así otras naciones imiten nuestro ejemplo y alienten a sus
gloriosas fuerzas armadas a iniciar gestas gloriosas como la nuestra. Es por eso que les
pido, más bien, demando ¡oh, patriotas! Que se preparen con el rigor y el entusiasmo
necesario para que la celebración de la refundación de la patria quede para siempre
registrada en los anales de la historia universal.

Al terminar de hablar, el general Fernández esperaba que la multitud le aclame, pero esto no pasó.
Todos los presentes se miraban unos a otros, totalmente confundidos por las primeras medidas
del dictador. Instantes después, uno de los militares infiltrados comenzó a vitorear al dictador,
mientras los soldados apuntaron las armas contra el público para obligarles a sumarse a la
aclamación.

Al escuchar a la multitud, el general se retiró satisfecho hacia su despacho. Se sentó en su sillón y


subió las piernas al escritorio. Tomó uno de los habanos cubanos que había mandado a pedir y lo
encendió en tono triunfal. Al echar la primera bocanada al aire se dio cuenta de que, tal como lo
había pedido, trajeron el cuadro de su padre y estaba colgado cerca a la puerta. El dictador bajo
rápidamente las pies del escritorio, como si se tratase de un niño descubierto en plena fechoría. Se
acercó al cuadro para contemplar la adusta figura del padre. Acarició suavemente el lienzo
mientras decía en voz baja: ¡Padre, lo logre! ¡Tu hijo es ahora el presidente! ¡Llevaré tu nombre en
alto siempre!

El dictador emocionado al contemplar el lienzo, apenas podía contener las lágrimas. Ante esa
figura muda y ausente se atrevió después de mucho tiempo, a abrir su corazón y a dar rienda
suelta a sus sentimientos. El retrato seguía imperturbable.
En ese mismo instante, el edecán golpeó suavemente la puerta, anunciando que la limusina
presidencial había llegado para llevar al general a la residencia presidencial. El dictador, apenas
pudo enjugarse las lágrimas y contestó de mala manera al edecán.

Más tarde, en la residencia presidencial, el dictador daba instrucciones para acondicionar los
ambientes. Ni bien terminó, llegaron algunos de los flamantes ministros para poder dar curso a los
festejos por el “regocijo nacional” y el “Día de la refundación”. El general Fernández ordeno que se
diesen grandes fiestas durante los tres días del “regocijo nacional” en todos los cuarteles, en
agradecimiento a la soldadesca por el apoyo brindado durante la “revolución liberadora”. Uno de
los ministros dijo consternado:

- ¡Pero… excelencia! ¿Cree usted que es conveniente bajar la guardia precisamente ahora
que acaba de consolidarse la revolución? ¿No cree que nuestros enemigos podrían
aprovechar los festejos para contraatacar?
- ¡Lo que creo es que usted es un paleto y un imbécil! – grito de repente el dictador - ¿Qué
no entiende que debemos mantener la moral de la tropa alta? Además, he mandando a
desembarazarnos de nuestros enemigos, actuales y en potencia. Así que no hay
absolutamente nada que temer, al contrario, en cuanto se vea la magnitud de los festejos,
todo posible opositor no tendrá más remedio que unirse a las solemnidades y aceptar que
la revolución ha triunfado.

Más tarde, las órdenes del general se pusieron en marcha: calles, hogares y cuarteles se
embanderaron y adornaron con motivos patrios. El general fue en persona a participar de los
festejos en los cuarteles, adonde llegaba con toneles de vino y licor de todo tipo. Demás está decir
que él también, habituado a seguir las añejas tradiciones militares, se emborrachó como una cuba
y terminó luego, en compañía de algunos ministros y militares destacados, visitando todos los
burdeles de la ciudad.

El segundo y el tercer día los festejos se concentraron en la residencia presidencial. El dictador,


totalmente borracho, apenas era consciente de las celebraciones de sus acólitos. Apenas
despertaba continuaba bebiendo y ordenaba a todos los presentes a que siguieran su ejemplo.
También gritaba a la banda militar para que interpretasen, una y otra vez, viejos himnos marciales
que le recordaban a su padre. Al finalizar el tercer día, el dictador fue conducido casi a rastras a
sus habitaciones.

La fiesta poco a poco fue languideciendo mientras llegaba el amanecer, los últimos comensales
fueron despertados a las ocho en punto, hora en que el dictador solía tomar su café. Por la calle se
veía a muchos militares ebrios trastabillando mientras intentaban caminar, otros dormían tirados
en las aceras, ajenos a todo ruido. Pasarían algunas horas hasta que llegasen los informes.

IV

- ¡Excelencia! ¡Excelencia! – gritaba el edecán mientras corría presuroso a las habitaciones


del dictador.
Al llegar a la puerta la golpeó con desesperación, dentro no se oía nada más que los ronquidos
del general Fernández. Al no obtener respuesta, el edecán se animó a abrir la puerta y entrar.
Se acercó al lecho del dictador y le sacudió con desesperación para que despertase. Éste,
despertó atolondrado aún ebrio, al ver al edecán, quien le sacudía, comenzó a gritar.

- ¡Traidor! ¡A mí la guardia! ¡Este traidor quiere asesinarme!


- ¡Excelencia! ¡Excelencia! ¡Cálmese, se lo ruego! ¡Yo sería incapaz de traicionarle!
- ¿Qué es lo quieres entonces, rata? ¿Cómo osas despertarme?
- ¡Traigo noticias terribles! ¡Oh, Dios! ¡Ni siquiera sé si tengo el valor para decírselas!
- ¿Qué ha sucedido? ¿Nuestros enemigos se han sublevado?
- ¡No, no, excelencia!
- ¡La soldadesca se ha sublevado! ¡Es eso! ¡Los malditos me han traicionado! ¡Traidores!
¡Traidores! ¡Pero venderé cara mi vida!
- ¡No, excelencia! ¡Los soldados siguen fieles a sus órdenes y ellos serían incapaces de
sublevarse! ¡Le adoran!
- ¡Mamá! ¡Mamacita! ¿Qué le ha ocurrido a mamá? ¡Dime que no le ha pasado nada!
- Su madre, hasta donde sabemos, se encuentra en buen estado de salud. Algo sorda y
senil, quizás ¡Pero se encuentra perfectamente, excelencia!
- ¡Es Anita! ¡Amor mío! ¿Qué te han hecho esos malditos? ¡Atentar contra una criatura pura
no tiene perdón!

Dicho esto, el dictador se incorporó de un brinco y corrió hacia la cómoda para sacar su revólver. A
continuación, salió corriendo de la habitación gritando maldiciones. El edecán, corrió tras suyo
para alcanzarlo:

- ¡Excelencia! ¡Excelencia! ¡Deténgase por favor! ¡No le ha sucedido nada a su prometida!

Al escuchar esto, el dictador se detuvo en seco, los vapores del alcohol se le habían dispersado con
el susto, comenzó entonces a enfurecerse. Al llegar el edecán junto a él, le tomó por el cuello y le
puso el revólver en la nariz:

- ¡Especie de insecto rastrero! ¿Qué maneras son éstas de sobresaltarme tan temprano en
la mañana?
- ¡Excelen…excelencia! ¡Tranquilícese…por favor!
- ¿Cómo quieres que esté tranquilo, gusano? ¡Si acabas de entrar a mis aposentos gritando
que algo terrible ha ocurrido!
- Al…algo terrible ha ocurrido, en efecto. Pe…pero le puedo asegurar que…no tiene nada
que ver con su madre o su prometida!

El dictador apartó bruscamente al edecán haciendo que éste cayera en el piso, sin dejar de
apuntar le espetó:

- ¡Habla de una buena vez, malnacido! ¿Cuál es entonces esa mala noticia que me traes?
¡Habla ya, antes de que pierda la calma y te vuele los sesos!
- Son…son…son los civiles, excelencia. Ellos…ellos han huido.
- ¿Cómo que han huido? ¡Habla claro, infeliz!
- Ellos…ellos han…han huido, señor ¡Todos los civiles han huido! ¡Han abandonado el país!

El general Fernández corrió apresuradamente a vestirse, mientras gritaba al edecán que llame al
vehículo presidencial. Unos pocos minutos después corría hacia la limusina.

- ¡A palacio! – grito al chofer.

Al llegar a la sala de reuniones, todos los miembros del gabinete le esperaban con rostros de
preocupación. El ministro del interior, pálido como un papel, fue el que informó de la situación al
dictador.

- Su excelencia, algo grave ha ocurrido.


- ¡Dime algo que no sepa, pedazo de animal! ¡Ese imbécil que tengo por edecán farfullo algo
sobre que los civiles han huido!
- Pues…eso es precisamente lo que ha sucedido, señor ¡Los civiles han huido!

El dictador golpeo con ambos puños la mesa y seguidamente se abalanzó sobre el ministro el
interior. A duras penas, pudieron los otros ministros pudieron detener al dictador que golpeaba
con furia al ministro. Mientras lo sujetaban, otro de los ministros dijo:

- Excelencia, le ruego que se tranquilice


- ¿¡Tranquilizarme?! ¡¿Me pides tranquilizarme, bastardo?¡ ¿Cómo voy a tranquilizarme si
todos ustedes pretenden burlarse de mí?
- Excelencia, en ningún momento a nadie del honorable gabinete se le ocurriría burlarse de
su ilustrísima persona. Sólo intentamos comunicarle que todos los civiles del país
aprovecharon los días de regocijo para abandonar el país.
- ¿Abandonaron el país? ¿Pero cómo es eso posible? ¿Y nadie se dio cuenta caso?

Otro ministro respondió tímidamente:

- Señor, tal cual usted había ordenado todo el ejército celebró los tres días de regocijo, lo
cual los civiles aprovecharon para huir del país.
- ¿Cómo? ¿Pero dónde huyeron esos traidores? ¡no puede ser que no haya quedado nadie!
- En efecto, excelencia. No queda nadie. Todos los civiles cruzaron las fronteras rumbo a los
países vecinos.
- ¡Pero eso es inaudito! ¡Nuestros vecinos deberían expulsarles inmediatamente!

El ministro de relaciones exteriores habló entonces:

- Excelencia, yo ya redacté una carta oficial pidiendo a los países vecinos que expulsen
inmediatamente a los sublevados, sólo falta su firma y será enviada.
- ¡Estúpidos! ¡Estoy rodeado de estúpidos! ¿Qué efecto podría tener una tonta carta?
¡Pásenme inmediatamente el teléfono para que me comunique con los presidentes!
En las siguientes horas, el dictador sostuvo largas conferencias con los presidentes, todas ellas
terminaron abruptamente tras las injurias y amenazas proferidas por el general Fernández: ningún
presidente aceptó deportar a los civiles y comunicaron que ya se estaba tramitando el refugio para
todos los evadidos. El dictador, fuera de sí, convocó nuevamente a su gabinete.

- ¡Esto es la guerra! ¡Vamos a aplastarlos a todos! ¡Lamentarán haberse enfrentado al


general Fernández! ¡Declararemos inmediatamente la guerra, señor ministro de guerra!

El aludido, demudado por el miedo dijo:

- Excelencia…le ruego que considere la delicada situación. Nuestro ejército no es demasiado


numeroso en comparación a nuestros vecinos, tampoco podemos reclutar a nuevos
soldados, ahora que los civiles han decido fugarse. Además, nuestro armamento es
obsoleto en comparación al resto de los países.
- ¡No me importa! ¡Los atacaremos uno a uno y lograremos la victoria! ¡Convoquen al
Concejo de guerra inmediatamente!

Vanas fueron las súplicas del gabinete y del Concejo de guerra, el dictador estaba decidido y
comenzó la campaña con el país limítrofe más próximo. Los resultados fueron pésimos, el ejército
del dictador fue aplastado y muchos soldados fueron hechos presos, otros aprovecharon la
confusión para huir hacia países vecinos en busca de refugio. Al cabo de dos días, el dictador llamó
nuevamente a su gabinete.

- ¡Maldita sea! ¡Malditos sean todos! ¡Estoy rodeado de inútiles! ¡Pero no me vencerán!
¡Mandaremos a todo el ejército, aunque tengan todos que morir!

Los ministros se miraron entre sí aterrados. El ministro de relaciones exteriores dijo:

- Excelencia, consideramos que no es conveniente seguir con las hostilidades. Corremos el


peligro de que la comunidad internacional se inmiscuya en el asunto y sólo empeorarían
las cosas para nosotros, más países se unirían a nuestros enemigos y sería nuestro fin.

El dictador, visiblemente molesto aspiró profundamente y dijo más tranquilo:

- ¿Qué propone entonces?


- Agotar todas las vías formales. Le propongo que enviemos inmediatamente una misiva
dirigida a la comunidad internacional donde hagamos conocer el comportamiento
inescrupuloso y arbitrario de nuestros vecinos al recibir a los evadidos.
- Está bien, enviemos esa carta. Pero quiero también que enviemos secretamente otras
cartas a países aliados, llamándoles a unirse a nuestra causa. Considero que ellos
responderán inmediatamente ante esta iniquidad y aceptarán combatir a nuestro lado
ante tamaña injusticia.

La carta a la comunidad internacional fue redactada, asimismo la correspondencia secreta para los
países aliados. El dictador dio entonces conferencias de prensa y entrevistas a periodistas
nacionales y extranjeros donde denunciaba que los países vecinos habían raptado a sus
compatriotas, llamando además a sus conciudadanos a volver inmediatamente.

A los pocos días, la respuesta de la comunidad internacional era clara: apoyarían a los civiles que
habían huido de la dictadura. Las cartas a los países aliados tampoco tuvieron mucha suerte, sea
por estrategia o simplemente por la animadversión al dictador, todos respondieron que no
estaban dispuestos a involucrarse en ninguna acción bélica. El dictador, furioso, convocó
nuevamente a su gabinete:

- ¡Malditos! ¡Malditos cobardes! ¡Nos han dado la espalda en el momento en que más se les
necesita! ¿Qué haremos ahora? ¿Pero es posible que no haya quedado ni un solo civil?

El ministro del interior respondió:

- Ni uno sólo, excelencia. Durante toda la semana envié a las tropas a requisar casa por casa
y no se encontró a nadie. También mande a explorar bosques y cuevas. No queda un alma.
- ¿Y ahora? ¿Y ahora qué hacemos?
- Enfrentar la realidad, excelencia. En el país sólo ha quedado el ejército, no hay un solo
civil.

El dictador golpeó violentamente con el puño la mesa de reuniones. Se levantó y se fue a su


despacho, pidiendo a su edecán no ser molestado la siguiente media hora. En el despacho, el
dictador rompió en llanto, lagrimas de ira inundaron sus ojos. Se acercó al retrato de su padre y
dijo:

- ¡padre! ¡Padre! ¡He sido traicionado por esos gusanos! ¿Qué debo hacer ahora? ¡Dime
algo padre! ¡Contéstame!

El retrato no respondió, la imagen del general Fernández padre seguía impasible. El dictador se
desplomó en su asiento, totalmente abatido. Entro en un delirio que le hizo soñar despierto en los
civiles que abandonaban el país, los veía huyendo con una sonrisa macabra en el rostro: aquella
alegría era por haberse burlado del dictador.

De pronto, el dictador se acordó del desfile:

- ¡El desfile! ¡Maldición! Faltan unas cuantas semanas para el desfile y para mi onomástico!
¡Estos traidores huyeron por eso! ¡No querían hacer el desfile! ¡Malditos! ¡Malditos sean!

El dictador se puso a llorar a lágrima viva, eran tan fuertes sus sollozos que el edecán y su guardia
personal la escucharon desde fuera del despacho, todos se miraron entre sí, pero no se atrevieron
a comentar nada. Al cabo de un buen rato, el dictador, mucho más tranquilo, llamó a su edecán y
le ordenó que convocase a su gabinete para una reunión dentro de dos horas.

Más tarde, los ministros trataban de animar a un silencioso general, señalándole que habían
motivos halagüeños como para esperar que la situación pronto cambiaría. Se señalo que, pese a
todo, el ejército había manifestado unánimemente sumisión incondicional a su caudillo. El
ministro de relaciones exteriores manifestó que las reuniones y negociaciones con los
diplomáticos de los países extranjeros hacían suponer que pronto se podría conseguir que los
civiles regresen a la patria, eso sí, con ciertas condiciones. El ministro de economía dijo que había
mandado a regimientos a ocuparse de la producción agrícola y pecuaria para evitar que escaseen
los alimentos, señalando además que también se haría lo mismo con otros sectores productivos lo
cual, al cabo de algunos meses, permitiría que se reanuden las exportaciones. El ministro de
vivienda dijo que la soldadesca estaba más contenta y agradecida que nunca con el general
porque se les había entregado las casas y los bienes de los civiles fugitivos. Así, uno a uno los
ministros informaron sobre las acciones tomadas que permitirían mantener al régimen.

Sin embargo, el dictador apenas les escuchaba. En su mente, sólo tenía una idea fija: el desfile. Al
cabo de un rato, tomó una determinación: el desfile se haría cueste lo que cueste.

- Señores ministros, agradezco de corazón el interés y su comprometida labor para


mantener con vida a la “revolución liberadora”, sin embargo, creo que estamos olvidando
un acto importante que gritará a los cuatro vientos que nuestra revolución continuará
pese a todo. Como recordarán, uno de mis primeros decretos fue que se realice un desfile
que proclamaría el éxito de la revolución. Después de mucho pensarlo he decidido que
este se haga en la fecha indicada.

Los ministros quedaron estupefactos, el ministro de cultura fue el que primero rompió el silencio:

- Excelencia, no dudo que el simbolismo de las fiestas es un vehículo para mostrar a nuestro
régimen saludable. Por eso, pediremos a nuestras gloriosas fuerzas armadas que de
inmediato se preparen para tan magno acto.
- ¡Por supuesto que el ejército deberá desfilar! ¡Es su obligación, maldita sea! ¿Pero cómo
puede ser posible un desfile que celebre nuestra “revolución liberadora” sin la presencia
de los civiles que precisamente la agradezcan?

Los ministros se miraron entre sí, el ministro del interior dijo:

- Pero excelencia. Ya le comunique que mande a requisar todas las ciudades y no hay un
solo civil ¿Cómo podríamos hacer un desfile de civiles sin la presencia de estos?
- ¡Pero seguramente habrá alguien¡ ¡No puedo siquiera pensar en que no haya nadie!
- Bueno…como mencione no queda nadie…
- ¿Absolutamente nadie?
- Eh…sin mencionar a perros y gatos, pues no queda nadie.

El dictador se levantó de su asiento y se dirigió a un ventanal. Los ministros siguieron con la mirada
su camino. El general Fernández dijo entonces:

- Sea, pues si así lo quieren entonces, que sean perros y gatos. Voy a decretar
inmediatamente que perros y gatos ahora serán considerados como civiles.
IV

Horas más tarde, el controvertido decreto fue lanzado, gatos y perros eran ahora considerados
como los nuevos civiles y, por tanto, estaban sujetos a cumplir con todas las obligaciones
inherentes a este nuevo estatus, principalmente los concernientes al desfile en conmemoración al
primer mes de la “revolución liberadora”.

Patrullas de militares recorrieron así todas las ciudades para capturar a los nuevos “ciudadanos” y
así ponerlos inmediatamente en instrucción para los festejos. Algunos militares, especialmente los
especializados en adiestrar perros, se pusieron en campaña para instruir a los animales.

Mientras tanto, el dictador había evitado hacer apariciones públicas, sólo se presentaba
eventualmente para ver cómo iba el adiestramiento de los animales. La mayoría de su tiempo la
dedicaba a tratar de escribir sus memorias, proyecto en el que, pese a que se había enfrascado
denodadamente, fue incapaz de realizar por su escaso talento literario, decidiendo finalmente
convocar en secreto, bajo pena de muerte, a un joven soldado que había demostrado tener dotes
literarios. Así, días antes del desfile y trabajando día y noche, el joven soldado terminó de escribir
las memorias del dictador que contenían especulaciones históricas, hechos de vida corregidos,
eventos heroicos inventados – cuando no copiados – citas ajenas atribuidas – pesimamente
modificadas para no parecerse al original – y elucubraciones teóricas que el dictador había dictado
luego de escandalosas borracheras que él solía llamar “febriles accesos de inspiración”.

Finalmente llegó el día del desfile. El dictador había mandando a confeccionarse un traje de fiesta
que no sólo consistía en su uniforme militar, sino en una capa que llegaba hasta el piso, la cual le
había hecho tropezar en varias oportunidades, por lo cual se decidió que el edecán sea el que la
levante cuando el dictador caminaba. También había mandado a confeccionar un sable con
incrustaciones de oro en la hoja y piedras preciosas en la empuñadura. Finalmente, se había
colocado todas las condecoraciones que tenía, aumentando además a última hora nuevas
condecoraciones que había mandado a inventar y a conceder como la Real presea de los campos
gloriosos de batalla o la medalla al valor de la decima quinta columna de la marina bélica.

El general, junto a su gabinete salió al palco de palacio de gobierno. El edecán con una señal hizo
que los militares vitorearan al dictador. Minutos más tarde, comenzó el desfile militar que ingresó
a la plaza de armas seguida por la banda militar. Más tarde, entraron todo el regimiento de
ingeniería que guiaban tanques, camiones y otros instrumentos bélicos. El dictador y su gabinete
aplaudían desde su palco.

Al poco rato llegó el momento del ingreso del desfile de los civiles. Primero entraron los gatos que
llevaban atados al cuello y cola pequeños listones con los colores de la bandera. Los gatos
entraron marchando al unísono con la cabeza y el rabo alto, sorprendentemente marcando el
compás, aunque el golpe de sus suaves patas no emitían sonido alguno. Los gatos dieron una
vuelta a la plaza y se detuvieron en el sector oeste, formando tres columnas.
A los pocos minutos, entraron los perros. Estos tenían sobre el lomo la bandera patria y el hocico
llevaban banderines con la imagen del dictador. Los instructores habían logrado enseñar a los
perros a emitir un gruñido corto y seco que emulaba el golpe de sus patas en el suelo. De esta
manera, los perros entraron con mucha más pompa que los gatos, marchando al compás de la
música marcial. Ante este espectáculo y la perfecta sincronización de los perros, el gabinete y el
dictador no pudieron menos que aplaudir entusiastamente. Los perros dieron una vuelta a la plaza
y formaron columnas en el lado este y sur de la plaza.

La soldadesca, escoltando a algunos coroneles que llevaban arreglos florales, formaron en la parte
norte de la plaza de armas, frente al palco, a una señal comenzaron a vitorear al dictador.
Mientras tanto, los instructores de los gatos hicieron una señal y estos comenzaron a ronronear en
un sonido continuo y que fue in crescendo. Por su parte, los instructores de los perros dieron la
señal para que una parte de ellos aullaran y otra ladrase, opacando así al ronroneo de los gatos.

Los vítores de los soldados, sumados a los ruidos hechos por gatos y perros emulaban así una
extraña aclamación que inflamó de orgullo al dictador quien, visiblemente emocionado, se puso
de pie y aplaudió con vehemencia el homenaje. El gabinete, mas por ganarse la simpatía del
dictador que por admiración hacia el desfile, se levantaron de sus asientos para aplaudir también.

El edecán, hizo un nuevo gesto con la mano y un soldado instaló rápidamente en un podio, el
micrófono que el dictador usaría para dar su mensaje proselitista. El general se acercó hacia el
micrófono, sacó los papeles con su discurso - que había preparado previamente- y se dispuso a
hablar. Fue entonces que ocurrió un hecho no previsto por nadie. Un gato que no había sido
atrapado los días anteriores apareció cerca a la columna de los perros y erizó el lomo. Uno de los
perros rompiendo la concentración se acercó gruñendo al gato, ante lo cual este respondió con
una zarpazo en el hocico. El perro atacado comenzó entonces a ladrar y se lanzó detrás del gato
que huyó despavorido hacia la columna de los otros gatos, al internarse en ella el perro, los gatos
comenzaron a huir despavoridos en todas las direcciones, algunos hacia donde estaban los perros.
Los perros de la columna, obedeciendo a sus instintos, se lanzaron detrás de los gatos rompiendo
la formación. Instructores y militares, a su vez, se lanzaron detrás de perros y gatos para intentar
volverlos a la formación, demás está decir que se ganaron zarpazos y mordeduras en manos y
piernas.

Así, a los pocos minutos toda la plaza se convirtió en un caos, donde militares, perros y gatos huían
y a su vez eran perseguidos por otros. El gabinete y el edecán miraban desconcertados los hechos.
El edecán miró a su costado para ver la reacción del dictador, pero por más que lo buscó no pudo
encontrarlo en medio de todo ese barullo.

El dictador, había huido a su oficina y se encerró con llave. Lloraba desconsoladamente mientras
buscaba obtener respuesta a lo ocurrido interrogando al cuadro de su padre. El retrato tampoco
respondió en esta oportunidad, seguía impasible con la vista mirando al infinito.

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