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Primer cuento que escribió Augusto Roa Bastos (por vuelta de
1930). Publicado por primera vez en 1978.
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Chepé Bolívar
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La Excavacion
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Bajo el puente
alrededor del asta. Una bandera. ¿De qué patria seria? Uno
cierra la boca para aguantar las arcadas del mareo. Ya está
abajo la manchita brillosa, resonando fuerte en medio del
solazo: Qué le pasa a esa chicharra. Si no canta la van a comer
las hormigas. Señor, me cuesta mucho, agarro y le digo esa
mañana. Y él: Nunca lo mucho costó poco. Meta a cantar pues.
Y déjese de pito-pito-colorito. Me entró un poco de rabia hasta
la boca del estómago. Todo por esa porquería de lagartija que
recogí en el camino y se me escapó de la bolsa cuando
andábamos por la Provincia Gigante de las Indias, para partirse
en dos pedazos contra los dientes del coatí. Me saltó la espuma
y oigo que le grito: Creo que ya estoy muerto, señor. Que me
coman no más las hormigas. La voz abajo: Animal muerto no
mueve la cola. Y yo, con el último aliento: No puedo cantar
más. La saliva no me alcanza. Cómo no, dice la manchita desde
más abajo que el suelo: Alcanza el que no se cansa. Siga pues.
Cuando esté muerto del todo se callará solo. El tono justo
vuelve a subir; hay que empezar otra vez. El carapacho vacío
acababa cayendo sobre las tunas. Venían las hormigas y se
llevaban los pedazos bajo tierra, muy apuraditas.
A ratos, más distraído que ninguno el maestro. Se largaba a
mirar la punta de sus botines de caña alta y elásticos a los
costados. Más viejos que él, de puro remendados. Sin una gota
de polvo vil. Todas las mañanas lustrados con flores de cinesia
o con almendra de coco. La mano en lo negro del pizarrón. Los
palotes, los números, los dibujos (siempre cosas redondas: una
naranja, el pimpollo del irupé, un nido de alonsito, el globo
terráqueo con la garrapata del Paraguay prendida a la verija) se
borraban poco a poco bajo su aliento de asmático, soltando una
lloviznita de albayalde sobre la manga de lustrina. Tan caída la
mirada. El hombre se iba cayendo. Se aplomaba, se achicaba.
Desaparecía. Una mota de polvo en el brillo de las suelas. Los
zapatos solos ahí, sobre el piso. El dueño volando lejos. Y
nosotros sin poder saltar ni brincar; nada más que sudar del
antojo. Los pies vacíos rayando el suelo. Los ojos hacia el trozo
de sol que se retorcía en el hueco de la ventana, cargado de
viento, de tierra, de nubes, más allá de los árboles. Cuando
tardaba mucho, nuestra mirada se ponía verde de tanto
restregarse contra el campo.
La víspera del hecho que hizo bajo el puente, tardó más que
otras veces. Pensamos que ya no iba a volver. Me voy a pescar
todos los dorados que hay en el río, suscitó Epifanio Ortigoza.
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Ella. Yasy-Mörötï.
El nombre del Paso surgió de esta tierna y secreta obsesión
que se transformaba en música en el remendado acordeón del
ciego.
Yasy-Mörötï ...
Luna blanca amada que de mí te alejas
con ojos distantes...
Por tres veces, Solano sintió bajar las fogatas de San Juan. Los
carpincheros seguían cumpliendo el rito inmemorial. Traían sus
cachiveos a que los sapecara el fuego del Santo para que la
caza fuera fructífera.
Solano se aproximaba al borde de la barranca para sentirlos
pasar. Los saludaba con el acordeón y ellos le respondían con
sus gritos. Y cuando entre los fuegos el ojo de su corazón la
veía pasar a ella, una extraña exaltación lo poseía. Dejaba de
tocar y los ojos sin vida echaban su rocío. En cada gota se
apagaban paisajes y brillaba el recuerdo con el color del fuego.
La última vez que se acercó, resbaló en la arena de la barranca
y cayó al remanso donde guardaba su balsa, donde lavaba su
ropa harapienta, de donde sacaba el agua para beber.
De allí lo sacaron los carpincheros que estuvieron toda la noche
sondando el agua con sus botadores y sus arpones, al
resplandor de las hogueras.
Lo sacaron enredado a un raigón negro, los brazos negros del
agua verde que lo tenían abrazado estrechamente y no lo
querían soltar.
Los carpincheros pusieron el cuerpo de Solano en la balsa,
trozaron el ysypó que la ataba al embarcadero y la remolcaron
río abajo entre los islotes llameantes.
Sobre la balsa, al lado del muerto, iba inmóvil Yasy-Mörötï.
Todavía de tanto en tanto suele escucharse en el Paso, a la
caída de las noches, la música fantasmal del acordeón. No
siempre. Sólo cuando amenaza mal tiempo, no hay zafra en el
ingenio nuevo y todo está quieto y parado sobre el río.
—¡Chake!—dicen entonces los ribereños aguzando el oído—. Va a
haber tormenta.
—Ipú yevyma jhina Solano cordión...
Piensan que el Paso Yasy-Mörötï está embrujado y que Solano
ronda en esas noches convertido en Pora. No lo temen y lo
veneran porque se sienten protegidos por el ánima del pasero
muerto.
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Kurupí
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una tiene que ayudarla! ¡No hay por qué compadecerla tanto,
Ña Brígida!
—Ahora ella es tan desgraciada como yo...
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