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(Nota: El texto es largo- pensé darlo en dos entregas-, un tanto oscuro, pero
con final esperanzador. Es un testimonio de que se puede ser más fuerte que
el dolor. No estoy vendiendo pomada al estilo Cohelo. No es un cuento de
autoayuda ni nada por el estilo. Desgarré mi piel para contar una historia, mi
historia. Quien desee leerlo, tómese su tiempo, le puede servir y al que no le
interesa, buena onda perdonen si encuentran algo mal escrito, perdonen No lo
corregí. Quiero dejarlo así como un testimonio imperfecto).
Hoy es cuatro de enero del 2009, cumplo 27 años y desde los quince he
escrito una enormidad de relatos. Perdí la cuenta del número de historias que
he contado. Hay algunos cuentos que ni siquiera sé dónde están y otros
acabaron consumidos por el fuego. No eran dignos de ser leídos.
Bueno, bueno, bueno. Menos vendida de pomada y más acción. A ver… cómo
empiezo…Durante muchos años fui un amargado. Preferí entregarme a la
apatía, a la modorra, a la autocompasión. Culpé al destino por mi infortunio. Me
dejé abatir por las circunstancias sin descubrir que yo era el causante de todos
mis males. Es mucho más fácil despotricar contra otros que ver tus errores. Un
día eso cambió. Descubrí que a la gente le gustaban mis historias. En aquel
momento entendí el objetivo de mi padecimiento. Toda la rabia y el sin sentido,
adquirió significado. Gracias al terremoto de 1985, soy un narrador compulsivo.
Si no fuera por el dolor, jamás hubiera descubierto las letras, a las cuales
intento hacerle el amor todos los días. Soy amante de la palabra y por suerte
ella me corresponde. Quizás por culpa de esta pasión nunca logre formar una
familia, tener hijos. Una mujer requiere de tiempo, cariño y compresión. Es muy
difícil que ella entienda que uno prefiera estar todo el día entregado a la
literatura, en vez de compartir una tarde de arrumacos y mimos. Si alguien la
conoce… por favor preséntenla.
Otra vez me estoy yendo para otro lado. Mejor empiezo desde el principio.
El 3 de Marzo de 1985 es el día más oscuro del que tenga recuerdo. Tenía tres
años cuando mi madre sufrió la primera crisis de depresión bipolar con cuadro
psicótico. En palabras simples, se volvió loca. El gatillante del mal fue el sismo.
El terremoto remeció la conciencia de aquella mujer buena, insegura, incapaz
de hablar mal de alguien. Su código genético le jugó una broma macabra y la
condujo al delirio. Como ustedes sabrán las enfermedades mentales no se
curan, sólo se estabilizan. A veces está bien, otras mal. Hoy por suerte está
compensada e intento aprovechar al máximo sus espacios de cordura.
Aquel domingo tres de marzo, mis tíos me llevaron de paseo al Parque Arauco.
Si la memoria no me falla, me compraron una coqueta jardinera de mezclilla- a
la última moda-, comí una bolsa de mazapanes y caminé por los pasillos del
mall, devorando aquellos dulces empalagosos. Recuerdo que miraba las luces
del decorado. Pequeñas ampolletas imitaban a estrellas del espacio exterior.
Me fascinaban esos puntitos luminiscentes. Yo imaginaba ser un astronauta
que exploraba los anillos de Saturno. Así me divertía mientras el frenesí
consumista de la época pre escolar, colapsaba los corredores del centro
comercial.
Por una extraña razón mi tía Marta se sintió mal. No era una enfermedad, sino
un presentimiento. Le decía a su marido: Iván salgamos de aquí, salgamos, por
favor. Algo va a pasar. Iván, creyendo que se trataba de los ya clásicos
ataques claustrofóbicos de su mujer, no le dio importancia. Fue tanta la
insistencia de Marta que nos tuvimos que ir sin comer una hamburguesa en el
Burgen King, tradición de aquel paseo. Iván y Marta tuvieron una pelea de
proporciones bíblicas a causa del mal augurio. La discusión continúo en el
auto. Iván decidió guardar silencio para no traumar a los niños y aceleró por
Kennedy a 180km por hora. Yo sentí el motor del escarabajo forzado al
máximo por la pericia conductora del ex esposo de mi tía.
Por fin llegamos. En casa estaban mis abuelos, tíos, primos. Todos. Mi madre,
al vernos, lloró desconsolada. Ella creyó que estábamos bajo cientos de
toneladas de concreto. A pesar de abrazarnos, tocarnos, la idea de nuestro
deceso siguió rondando en su cabeza. Keta imaginó otra realidad donde la
muerte nos condujo al sepulcro. Poco a poco su cerebro fue colapsando. Nadie
se percató de los primeros síntomas de la enfermedad. Se veía normal,
conversaba, reía y escuchaba las noticias del terremoto en una radio a pilas
marca Sony que había traído la hermana de mi padre, mi tía Mery.
Después de ver que mi madre no salía, se asumió que la única forma de traer
a la normalidad la keta era a través del electroshock. Internaron a mi madre.
Era la última esperanza. El doctor Bustamante recomendó el psiquiátrico para
tal efecto, pero Mi papá se negó. Dio con una clínica particular, llamada Santa
Marta. Fue hospitalizada como un desparpajo humano.
Desde este punto retomo el relato desde mi voz. No tengo mucha memoria
visual de ese período, sin embargo emocionalmente tengo sensaciones. El
miedo se apoderó de mí. No cachaba nada, algo oscuro me fue envenenado y
transformándome poco a poco, en un adulto de cinco años. Era un niño huraño,
muy solitario al que no le gustaba compartir con sus pares. Me sentía grande,
viejo, cansado. Prefería ver televisión y no cualquier programa, sino que me
gustaban esos documentales lateros del National Biografic que daba en trece
en las mañanas.
Quiero dar las gracias a Pascual por aquel gesto. Yo creo que ni él se ha dado
cuenta de lo importante que fueron esas revistas. Sin ellas yo no hubiera tenido
esperanza y no hubiera descubierto mi vocación periodística. Gracias Pascual,
gracias por regalarme las palabras. Qué hubiera sido de mí sin ellas.
Por culpa de las revistas Deporte Total soy periodista- para efectos prácticos
me fatal el título-. Era uno de los pocos niños que lo leía completo El Mercurio y
dentro de mis juegos se encontraba uno muy especial, jugaba a ser periodista.
Le pedía prestada una vieja grabadora a mi tía y entrevistaba a los miembros
de mi familia. Realizaba preguntas idiotas, pero efectivas- igual que ahora-. Así
mataba el tiempo después del colegio.
Por aquellos años, mi hermana comenzó a trabajar y estudiar. Entre los dos
asumimos las labores hogareñas. Era hora que la ayudara. Ella sacrificó su
juventud por nosotros. Estoy agradecido por ello Ketty, no sabes cómo y a
pesar de nuestras peleas, tú eres mi segunda madre. No podía dejarlo decirlo
en este texto que es tan tuyo como mío.
A los dieciséis años me quise morir. El suicidio rondó por mi cabeza y cuando
la idea estuvo a punto de hacerse realidad, descubrí mi salvación… escribir.
Pero una de las peores crisis de mi mamá hizo su aparición. Estuvo un año
enferma y la tuve que cuidar, luego vino mi depresión y para rematar la
enfermedad pulmonar obstructiva crónica de mi mamá. Ella estuvo
hospitalizada quince días en la UTI de la Dávila. Fue horrendo… mi madre
totalmente ida, sin dejar dormir a los otros pacientes, amarrada en una cama.
Fue fuerte muy fuerte. Fue el sismo necesario para empezar a salir de la depre.
Hasta ese punto de mi vida no me había percatado de un gran detalle. No tenía
vida, todo giraba entorno a mi mamá y su mal. Mi madre, antes de la
enfermedad ya había vivido, yo en cambio era un niño jugando entre criptas.
Era el momento de crecer. Si quería sacar el título antes de los cincuenta,
debía luchar.
En ese punto descubrí que mis historias le gustaban a la gente. En ese punto
descubrí que mi dolor, mi pena, mi rabia, toda la horrible pesadilla tenía
sentido. Si no fuera por el dolor, jamás hubiera desarrollado el don de la
sensibilidad. Puedo ver cosas que nadie ve- por si acaso no veo gente muerta-.
No estoy hablando de nada sobrenatural, sino de elementos de la vida diaria
que pasan ignorados por la velocidad del ciudadano santiaguino. Además los
puedo escribir, narrar, tener los cojones para contarlos- en mi cuento Producto
congelado si me descubren mis jefes, me pueden echar-. He descubierto que
soy más fuerte que el dolor, es decir, el dolor sigue ahí. La angustia me
acompañará toda la vida y por ello tengo que trabajar hasta el último día de mi
vida. Como herramienta tengo la palabra, la cual posee dones curativos.
Probablemente caiga en el cliché, pero es cierto, la palabra tiene magia y
cuando uno elabora un discurso positivo, comienzas a sanar. La sanación no
significa olvidar el dolor, sino enfrentarlo, mirarlo a la cara y burlarse de él. Así
le dices, tú no puedes vencerme porque soy más fuerte que tú.
Otras veces yo me había sentido muy bien, pero volvía a caer en la rutina. La
diferencia radica en que debo trabajar todos los días, a cada hora, a cada
minuto. Tengo tendencia natural a caer en estados depresivos. No todas las
veces voy a lograr ser positivo y la pregunta ¿Por qué me pasó esto a mí?
Volverá. No voy a encontrar respuesta. En ese punto debo trabajar más duro
con más fuerza, con más convicción y cambiar la pregunta a ¿ para qué me
pasó esto a mí?
No estoy vendiendo la pomada, no estoy dando remedios para los callos, los
que han pasado momentos horrendos deben buscar su propio camino. Éste es
el mío, no digo que sea el único. Hay muchos más. En mi caso, me aburrí de
andar dando pena. Es mejor compartir la alegría. Sólo sé que si puedo ayudar
a alguien con esta historia, habrá valido la pena escribirla.
Hoy cuatro de enero del 2009 le cierro la puerta al dolor y la abro a la vida.