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Abraham

Un hombre pasa con un pan al hombro…

Ese Jean Cocteau ha venido a verte de nuevo, le dice Georgette, ¿te


sigue invitando a su club? Te ha dejado dos libros suyos, Le Secret
Professionnel, y Cri écrit.

Pero César sigue callado. Hay un eco por gotear en su retina. Un


resplandor, y por fin habla; pero nada se ha entendido en esas dos
piezas del hotel que habitan. Dos fantasmas disfrazados. ¿Qué has
dicho? Nada, nada; olvídalo mujer. César deja de hablar y suda por
dentro. No le puede estar pasando esto a él. Tiene las muñecas de
ambas manos vendadas. El frío y esa humedad de sarro le provocan
un dolor puntiagudo, como agujas, como clavos. La gente dice que
quiso suicidarse, que esconde las marcas. Qué importa esa gente.
La temperatura ha descendido en las últimas semanas de primavera
a pesar del sol que abre las mañanas. Y en esta parte de Europa hace
un frío especial, pero de hecho uno muy diferente al de la sierra
peruana. Son fríos diferentes, y sin embargo la sensación es la
misma, piensa.

Vuelve a sentirse fatigado. Doblemente fatigado. Cansado por él y


por los otros. Georgette le trae un puré de papas. Lo cubre con una
manta desde los hombros. Ella está dedicada por completo a él. Lo
cuida como a un cristal grande. Lo cuida como si hubiesen pesado de
verdad las palabras de aquella vieja mujer que leía la suerte, que
varios años atrás le aseguró que enviudaría de un hombre que venía
de lejos, alguien que había cruzado los mares, un hombre feo pero
luminoso.

César se calma observando un fuego por encenderse. Mira a su


mujer destapando unos frascos. Le comunica su decisión de ir a
Rusia. Cobraré las cincuenta libras y las utilizaré para el viaje.
Georgette entiende. Se acerca. Le prende una lámpara. Quiere
revisarle los vendajes, pero César se niega. Ella le ha conseguido
agua caliente. Él se deja llevar. Georgette echa sal, aceites, y le frota
firmemente los pies. No puede evitar llorar. César la consuela, a ella
y a su sombra. La abraza. Le recuerda lo que dijo un trabajador: “su
cabello espléndido es negro como tinta, completos sus dientes,
blanquísimos”. Estoy bien, mujer, no desesperes. Deja que a
Georgette se la lleve el sueño. La conduce a la cama y regresa a su
silla, a su lavador y a sus pensamientos. Un hombre pasa con un pan
al hombro. Hay poca luz para la habitación y para el futuro. Un pan
al hombro. El ser con un pan al hombro, la muerte con un pan al
hombro, un pan muy grande, un ser muy pequeño. Se pregunta por
sus compatriotas peruanos, y le viene un maravilloso
entumecimiento que, lamentablemente, siempre desemboca en la
pesadilla de una celda peruana. Debe haber poca luz porque el agua
parece turbia, de un color casi café.

¡Sangre!

Se examina. No hay heridas visibles. Los tobillos le fastidian, pero no


es grave. No desespera. Por un instante quiere despertar a
Georgette, pero la deja. Es la mejor mujer del mundo. Me deja
entregarme al mundo. Me deja enfermarme de tanta vida. No me
llama por mi nombre sino por mi apellido. Jamás podría compararla
con Henriette.

La anciana del cuarto de al lado los toma por fantasmas, sobre todo
desde aquella vez que a César, una tarde en las afueras de la
Legación peruana en París, le vio un aura azulina y generosa.

Piensa en silencio, aunque en César eso no sea posible. Él piensa


hasta elevar su monólogo al segundo piso y hasta hacer un hoyo bajo
el hotel. Los vecinos de arriba también se quejan de fantasmas.
Piensa si estaría bien aceptar la invitación de ese Jean Cocteau. Ese
francés que le ha ofrecido protección económica y social a cambio de
pertenecer a su club, además de dirigir la revista inédita Eclirt.
Piensa también si es correcto seguir haciendo traducciones para ese
arribista de Juan Larrea, ese tipo que se sueña Mesías. Pero ninguna
de esas burguesadas tendrá futuro en el nuevo orden, concluye.
Voltea y observa el sueño de Georgette, sabiendo que ella no duerme
de verdad, ni podrá hacerlo hasta que él esté recuperado. La observa
advirtiendo que está volteada, mirando en la pared la sombra del
hombre que ama, esperando que decline por el sueño para acogerlo
en el lecho.

Mira el agua, la echa por el lavabo. La cambia. Ahora está limpia, fría
y transparente. Se ha revisado los pies hasta los tobillos, incluso las
pantorrillas, y no ha encontrado nada, ninguna herida viva. Debe ser
a causa de la sal y de los aceites. O quizá de esos sueños palúdicos,
estremecedores, cree. De esos sueños que regresan como agendas, la
visión febril de un hombre que busca la cara de Dios, y que en su
lugar encuentra el rostro barbado de Marx. O que se sueña en medio
de la multitud, siendo conducido enmarrocado, humillado e
insultado por una calle trujillana, descubriéndose al final crucificado
en una cárcel peruana.

Esos sueños, la fe del agnóstico. ¡Qué cosa! Nadie más atea que su
compañera Georgette, nadie más convencido que él, nadie más
celestial que el pueblo. ¡Caramba!

César se levanta con los pies descalzos y húmedos, se acerca a la


lámpara. Vigila a su mujer, que ahora duerme de verdad. Toma las
vendas, las desata, las desenvuelve con firmeza pero con el temor de
siempre. Y otra vez están ahí esas heridas que le atraviesan las
muñecas de lado a lado. Esto no le puede estar pasando a él.

El primer día que pisa Leningrado, los estigmas desaparecen para


siempre. Para siempre.

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