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Teología y praxis:

La fe que obra por el amor (Gal 5:6)

Por el Dr. Juan Stam

Si entendemos el quehacer teológico como aquí se propone, será evidente que la fe y


la praxis, la teología y la ética, la enseñanza teológica y la misión, no pueden separarse.
Hemos seguido a Jesús para ser sus discípulos, no para ser expertos en ideas sobre él y
su mensaje. Una teología que se queda en meras especulaciones sobre la fe y la
doctrina, o aun en las mejores interpretaciones bíblicas e históricas, es simplemente una
teología infiel. La fe sin obras es muerta, nos dice Santiago; la teología sin praxis es
estéril, y muy mala teología.

Puede extrañar a primera vista recurrir a una antigua palabra griega, “praxis”, cuando
existen buenos vocablos en español que parecen equivalentes: la práctica, la aplicación,
la acción. Pero el término “praxis”, popularizado por los escritos de Karl Marx,
significa mucho más que ellos. Significa una manera distinta de pensar, en la que desde
un principio la acción (la práctica) es parte integral y esencial del pensamiento (la
theôria), y el pensamiento es parte esencial de la acción. En la larga tradición de
idealismo racionalista, el pensamiento puro debía separarse de la acción, para que fuera
objetivo; pensamiento y práctica estaban divorciados. En la epistemología
praxeológica, son más bien gemelos siameses. Separarlos es matar a ambos.

En este aspecto, Marx mismo, y también los teólogos de la liberación, nos llaman a
volver a la comprensión bíblica de la verdad, de la fe y del conocimiento. En el hebreo,
el sustantivo AMeT va mucho más allá del raciocinio lógico, para significar fidelidad,
integridad, lealtad. El componente ético figura mucho más prominentemente en el
concepto hebreo del “sabio” y del “necio”. El necio no lo es por ignorante sino por
rebelde contra Dios y su voluntad (Sal 14:1). El sabio ama y teme a Dios y busca
cumplir su voluntad. No es sabio por saber más, sino por amar más y obedecer más.

La consigna para ser buen teólogo nos la da Marx en su undécima tesis contra
Feuerbach, que podemos parafrasear con "hasta ahora los teólogos han contemplado el
evangelio sólo para explicarlo y formar un sistema; de lo que se trata es de llevar las
buenas nuevas a todas las personas, a las naciones y a la historia, en servicio al reino de
Dios". La teología que no es praxeológica tampoco puede ser bíblica; nace con un virus
desde sus mismos inicios.

El prólogo del cuarto evangelio incluye en su mensaje una polémica aplastante


contra el idealismo racionalista anti-materialista. El autor vivía en Asia Menor, donde
prosperaba la filosofía y nacía el neoplatonismo. Por eso, comienza su tratado con el
lenguaje filosófico del “Logos”. Pero en la tradición platónica, el Logos no podía tener
nada que ver con la materia; más bien, existía en el esquema metafísico precisamente
para separar a dios y la creación. Es una emanación divina muy inferior y mal nacido,
el Demiurgo, quien torpemente da origen al mundo. En el platonismo, la función del
logos era la de aislar al theos de lo material (ta panta; kosmos) y de la carne (sarx).
Pero después de atraer a los filósofos con su terminología de Logos, el prólogo procede
a dar dos puñaladas fatales al idealismo. Primero, para la sorpresa de los filósofos,
anuncia que toda la materia fue creada por el mismo Logos y no por el demiurgo (Jn
1:3). Segundo -- ¡escándalo de escándalos! – afirma que el mismo Logos se hizo
aquello con que no debía tener ninguna relación, se hizo sarx (carne). Es hora de
reconocer que el idealismo racionalista, con la que se casó la teología desde sus inicios,
es de hecho incompatible con el pensamiento bíblico y con la fe cristiana, y que una
especie de “materialismo histórico”, con su corolario de una epistemolgía praxeológica,
está en realidad mucho más cercano y compatible con ellos.

Un énfasis similar aparece en la comprension de la fe según las epístolas


novotestamentarias. La fe no es solamente, ni aun esencialmente, aceptación de
doctrinas correctas (ortodoxia), por importantes que sean. “Los demonios también
creen, y tiemblan” (Stg 2:19). Es conocida la denuncia de Santiago contra la fe sin
obras, pero el mismo concepto praxeológica de la fe caracteriza también a las epístolas
juaninas y paulinas. En términos aun más drásticos que Santiago, I de Juan afirma que
quienes dicen haber nacido de Dios y no practican la justicia, son mentirosos. Para este
autor, la práctica de la justicia es evidencia obligatoria del nuevo nacimiento:

Si sabéis que él es justo, sabed también que todo el que hace


justicia es nacido de él (2:29).

Hijitos, nadie os engañe; el que hace justicia es justo, como él es


justo. El que practica el pecado es del diablo... En esto se
manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel
que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios
(3:7-10).

Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que


amamos a los hermanos...En esto hemos conocido el amor, en
que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos
poner nuestras vidas por los hermanos. Pero el que tiene bienes
de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra
contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?
(3.14,16s).

Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho


y en verdad (3:18: poniendo la vida y los bienes por los
hermanos).

Es sorprendente la radicalidad de este pasaje; sobrepasa en vehemencia profética al


mismo Santiago. Sobre un tema tan medular para la teología evangélica, como es el
nuevo nacimiento, el autor llega al extremo de decir que todo aquel que hace justicia ha
nacido de Dios (2:29) y todo aquel que no hace justicia no ha nacido de Dios (3:10).
Los exegetas podrán discutir en qué sentido todos los que practican justicia han nacido
de Dios; el pasaje simplemente lo afirima, sin condiciones ni reservas. ¿Y si no han
entregado sus vidas a Cristo ni asisten a la iglesia? ¿Y qué de tantos "evangélicos",
supuestamente "renacidos", que para nada practican la justicia sino son "hacedores de
maldad" (Mat 7:21-22)? Es obvio que para este autor la praxis de la justicia es mucho
más que una aplicación o una evidencia del renacimiento espiritual; es la esencia misma
en que consiste la regeneración. Aquí, en el pleno sentido de la praxis, fe y acción,
regeneración y justicia social, son gemelas siameses inseparables.

El pensamiento del misionero Pablo no es menos praxeológico. Siendo el gran


apóstol de la justificación por la fe, no duda en insistir repetidas veces que cada uno será
juzgado según sus obras (Ro 2:6-8; 1 Co 3:8,13-15; 2 Co 11:15), "según lo que ha
hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo" (2 Co 5:10). Para Pablo, la
verdadera fe es "la fe que obra por el amor" (Gal 5:6). Por eso Pablo pone gran énfasis
en "la obediencia a la fe" (Ro 1:5; 2:8 "obediencia a la verdad"; 6:17; 10:16
"obediencia al evangelio"; 15:18; 16:26).

Revisten especial significado las palabras de Pablo en Romanos 6:15-18:

"No sabeís que al ofreceros a alguno como esclavos para


obedecerle, os haceís esclavos de aquel a quien obedeceís; bien
del pecado, para la muerte, bien de la obediencia, para la
justicia? Pero gracias a Dios, vosotros, que erais esclavos del
pecado, habeís obedecido de corazón aquel modelo de
doctrina al que fuisteis entregados, y liberados del pecado, os
habéis hecho esclavos de justicia." (Biblia Jerusalén, negrilla
agregada).

Aquí de nuevo Pablo insiste en la obediencia de la fe, pero ahora la describe como
obediencia a "aquella forma de doctrina" (RVR; tupos didajês; la enseñanza
evangélica), quizás algo así como el conjunto de los contenidos de la fe. Eso no es
idéntico con la Teología Sistemática que evolucionó después, ya que de hecho aquella
no se presenta en el Nuevo Testamente ni corresponde al sentido de tupos ("modelo" es
la mejor traducción), pero podría considerarse como aproximado a lo que se ha
entendido por "teología". Pero hay dos diferencias muy importantes. Primero, Pablo no
da gracias a Dios porque lo habían entendido o lo habían creído, sino porque lo habían
obedecido. Segundo, Pablo no dice que esa teología les fue entregada a ellos (sentido
común de paradidômi en otros contextos), sino que ellos, al conocer la verdad, fueron
entregados a ella (paradothête, aoristo pasivo, segunda persona plural). Del contexto
queda claro el sentido del verbo "ser entregado": fue el término para la entrega de un
esclavo a su nuevo dueño. O sea: la única respuesta válida a la teología es la obediencia
de siervos de la justicia. La prueba definitiva no se da en un examen, ni escrito ni oral,
sino en la praxis diaria de las demandas del evangelio.

La misma perspectiva praxeológica aparece en el evangelio según San Mateo. El


Sermón de la Montaña termina con una insistencia reiterada en la praxis. "La puerta es
estrecha" (Mat 7:13-14) porque "por sus frutos los conoceréis" (7:15-20). "No todo el
que me dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos", por ortodoxo y piadoso que
sea (7:21-23), sino los que hacen la voluntade del Padre. Quien oye y no hace,
construye sobre arena; oír y hacer es edificar sobre roca firme (7:24-29). Según la
parábola de las ovejas y los cabritos, el Hijo del Hombre juzgará a todos según su praxis
del amor como Jesús nos enseña y ordena (25:31-46). La gran comisión que Cristo deja
a la iglesia no es la tarea de llevar una teología o una ortodoxia hasta los confines de la
tierra, sino de hacer discípulos, "enseñandoles que guarden todas las cosas que os he
mandado" (28:20), no sólo "a creer todas las doctrinas que os he enseñado". La gran
meta de la misión es la praxis obediente del evangelio.

Los Reformadores protestantes, al insistir en la justificación por la gracia mediante


la fe, entendían bien este concepto bíblico de praxis. Para Lutero, la fe era una cosa
activa e inquieta, que siempre busca la acción. Somos justificados sólo por la fe, pero la
verdadera fe nunca está sola. En una famosa frasa, Calvino declaró que omnia recta
cognitio dei ab oboedientia nascitur ("todo recto conocimiento de Dios nace de
obediencia"). Pero sus sucesores, los ortodoxos o "escolásticos protestantes",
separaron la fe y la acción en una dicotomía antibíblica y ubicaron la verdad del
evangelio en la esfera de las ideas puras, aisladas esencialmente del ser y del hacer. En
la ortodoxia de los epígonos de la Reforma, se juntaron el idealismo racionalista
(“ortodoxia muerta”) con el fideismo (salvación por mantener la doctrina correcta). La
nociva herencia de ellos se resucitó en el fundamentalismo norteamericano del siglo
XX.

Conclusión: El testimonio bíblico, como también los desafíos de nuevos tiempos,


llaman a la teología hoy a nuevos enfoques de su tarea. Para ser pertinente en el siglo
XXI, sin dejar de ser fiel a la Palabra de Dios y a las valiosas lecciones de veinte siglos
de fe cristiana, la teología tiene que asumir los retos de un nuevo mundo y orientar a los
creyentes para su obediencia fiel en el mundo moderno. Esto de ninguna manera
significa que las ideas no fueran importantes. Las doctrinas son muy importantes, pero
no son una finalidad en sí. Aunque sigue siendo la responsabilidad solemne de los
teólogos de "combatir por la fe que ha sido transmitida a los santos de una vez para
siempre" (Judas 3, BJer.), eso se realiza precisamente cuando somos fieles a la
comprensión bíblica de la verdad y la fe y al modelo bíblico de constante
reinterpretación de la tradición en las siempre nuevas circunstancias que trae la historia.

En su libro El Dios crucificado, Jürgen Moltmann analiza la tensión de la iglesia y


de la teología al moverse entre dos polos contrapuestos, el de la "identidad" y el de la
"pertinencia" ("relevancia"). Cuando se concentra sólo en guardar celosamente la
identidad, como una ortodoxia inmutable, pronto se pierde la relación esencial con la
realidad y con la misión y, a la postre, se termina guardando algo que tampoco es la fe y
la verdad de la Palabra sino un fetiche que las ha reemplazado. Pero si se dedica
unilateral y acríticamante a buscar la relevancia como summum bonum, como meta
suprema de la teología, fácilmente se termina contextualizando muchas cosas que de
hecho no son el evangelio. La tarea de la teología es la de contextualizar, pero de
hacerlo fielmente, con discernimiento.

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