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Ese día, como de costumbre, Arístides salió como una tromba de casa.
Aunque, ese día, tenía razones para salir zumbando. Iba, pues, medio andando,
medio corriendo con sus pasitos cortos y trabajosos, pasándose de vez en cuando
el pañuelo por la cara para aliviar un poco el calor de la una de la tarde y, sobre
todo, el suyo propio. Con una sola mano se quitaba las gafas, se limpiaba con el
pañuelo y se las volvía a poner. Así que no es raro que entre la carrera y tanto ir
y venir de gafas y pañuelo se le cayese la carpeta de cartón azul que llevaba en la
mano que no estaba utilizando para secarse el sudor, ni tampoco es raro que, al
caerse, ésta se abriese, esparciéndose todo su contenido por la acera, porque la
goma, deshilachada, colgaba suelta de uno de los agujeros. Muy al gusto de
Arístides. Que no obstante lo mucho que le pudiera gustar su descuajeringada
carpeta, resopló contrariado cuando se agachó para arreglar el estropicio, y
hasta se despachó con un mecachis en la mar -aunque dicho muy bajito-, que no
era la cosa para córcholis o carambas.
Entró resoplando en el bar y, sin querer hacer caso de las miradas que el
tabernero y los dos o tres clientes que se acodaban en la barra lanzaban a la
rejilla, dio las buenas tardes y pidió un café con leche, porque, por mucha prisa
que pudiera llevar, su timidez o sus buenas maneras no le permitían pasar
directamente al baño sin pedir nada. Pero, eso sí, en cuanto hubo pedido su café,
sin esperar a que el pasmado tabernero se lo sirviese dejó la carpeta sobre la
barra y se dirigió todo lo deprisa que pudo a los servicios, con la rejilla, la mano y
el papel pegados a su pecho. A medio camino se lo pensó mejor y regresó a la
barra, donde, con la mano izquierda metió en la carpeta el maltrecho papel que
aún aferraba con la derecha, ante las miradas fascinadas de la escasa
concurrencia. Hecho esto, corrió de nuevo a los servicios y, esta vez sí, entró.
De la rejilla, que el taxista aferraba aún entre las manos, colgaba ahora el
panel interior de la puerta del taxi. Además del grifo. Además de la mano
derecha azulada de Arístides. Que, haciendo equilibrios, pudo consultar su reloj
para descubrir, desolado, que eran las dos y siete minutos.
MaG Pascual
Agosto de 2010