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LUCIANO DE SAMOSATA

Nacido en Siria en el siglo II, Luciano de Samósata es uno de los


grandes escritores satíricos no solo de la Antigüedad, sino de todos los
tiempos. Invirtiendo los patrones clásicos que en las artes, la filosofía y la
literatura tomó como ideales la época de la Segunda Sofística, Luciano hizo
de la parodia, la fabulación fantástica y la sátira social ingredientes
esenciales de su obra. Su postura es la de un escéptico integral y un
antidogmático convencido, y si se apoya alguna vez en el Epicureísmo es
solamente por su hostilidad hacia la religión, y lo mismo ocurre con sus
simpatías por el Cinismo, que obedecen a su desprecio por cualquier forma
de amaneramiento y falsedad. Y, oculto y esencial por detrás de la mueca
burlona, un hondo y esencial pesimismo. No se le puede comparar con
Aristófanes, como se ha hecho, puesto que éste ataca personajes y
costumbres en función de un sistema de firmes creencias, posee una
doctrina y un ideal, mientras que Luciano se burla, acaso con mayor
crueldad, por la inelegancia, la hinchazón, la tosquedad o la indignidad de lo
atacado, y por detrás de su sátira hay un escepticismo absoluto.

DIOSES oculta tras una apariencia tierna y humorística, los


DIALOGOS DE DIOSES:
diálogos de los dioses son una crítica satírica a las creencias prefilosóficas
propias de la mitología griega.

1.-
1.- HERMES, HEFESTO y PROMETEO
PROMETEO
HERMES: He aquí, Hefesto, el Caúcaso, donde deberá ser clavado este infeliz
titán. Busquemos ahora una roca adecuada, si hay en algún sitio una roca exenta de
nieve, a fin de que las cadenas se fijen con mayor seguridad y éste quede a la vista
de todos una vez colgado.

HEFESTO: Busquémosla, Hermes: no conviene, en efecto, crucificarlo a poca altura


y cerca de la tierra, no sea que acudan en su ayuda los hombres, esos seres que ha
modelado; ni tampoco en la cima, pues no alcanzarían a verlo los de abajo. Si te
parece, crucifiquémosle a media altura, aquí, sobre la sima, con los brazos
extendidos desde esta roca a esa de enfrente…

PROMETEO: Vosotros, Hefesto y Hermes, tened compasión de mí, que sufro una
desgracia inmerecida.

HERMES: Con eso quieres decir, Prometeo…, que en tu lugar seamos nosotros
crucificados al momento por desobedecer la orden… Vamos, extiende la mano
derecha. Tú, Hefesto, sujétala, clávala y dale al martillo con fuerza . Dame ahora
la otra. Que quede también ésta bien segura. Ya está bien. Luego bajará volando el

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águila a roerte el hígado, para que tengas tu pleno merecido por tu bella e ingeniosa
creación plástica.

2.-
2.- EROS y ZEUS
EROS. Pero si en algo fallé, Zeus, perdóname que soy un niño.

ZEUS. ¿un niño tú, Eros, que eres más viejo que Japeto? ¿o porque no tienes barba
ni canas estimas lógico pasar por un retoño tú, que eres un viejo y un canalla?

EROS. ¿Y qué gran ofensa ha cometido contra ti el viejo que dices que soy yo para
que proyectes encadenarme?

ZEUS. Mira a ver, maldito, si la ofensa es de poca monta. Tú que te burlas de mí de


tal modo que no hay nada ya en que no me hayas convertido: sátiro, toro, oro,
cisne, águila. Por el contrario, no has logrado que ninguna se enamorara de mí, ni
acierto a comprender que yo haya resultado dulce a alguna mujer gracias a tu
intervención, sino que he tenido que utilizar mil trucos con ellas y ocultar mi
personalidad. Ellas abrazan a un cisne o a un toro, pero si me vieran en persona se
morirían de miedo.

EROS. Naturalmente, Zeus, pues, como son mortales, no resisten tu mirada.

ZEUS. ¿Y cómo es que a Apolo lo aman Branco y Jacinto?

EROS. Pero Dafne lo rechazó a él también, y eso que tenía larga melena y rostro
barbilampiño. Si quieres ser objeto de su amor, no agites la égida ni lleves el rayo,
sino que preséntate lo más seductor posible, suave a la vista, dejando caer tus
rizos y recogiéndotelos con la diadema. Ponte un vestido de púrpura, cálzate
sandalias de oro, camina cadencioso al son de la flauta, y verás como te acompañan
más mujeres que las ménades de Dionisos.

ZEUS. ¡Vete! Si tengo que llevar esas pintas prefiero no ser un seductor.

EROS. De esta manera, Zeus, no pretendas seducir, pues esta es la forma más
apropiada.

ZEUS. No, que yo quiero hacer el amor, pero por unos procedimientos menos
complicados que estos. Con estas condiciones, te voy a soltar.

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3.-
3.-HEFESTO y ZEUS
HEFESTO. ¿Qué es lo que tengo que hacer, Zeus? Aquí me tienes, como me
ordenaste, con el hacha tan afilada que podría partir una piedra de un solo tajo.

ZEUS. Muy bien, Hefesto. ¡Venga! Descarga un buen golpe sobre mi cabeza y
pártemela en dos.

HEFESTO. ¿Estás tratando de probarme, para ver si he perdido el juicio? Vamos,


dime qué es realmente lo que quieres que haga por ti.

ZEUS. Eso mismo, que me partas el cráneo. Y si me desobedeces, no será la


primera vez que pruebes mi cólera. Pero tienes que dar el golpe con toda tu fuerza,
sin más retrasos, porque me muero de dolor de parto, que me está trastornando el
cerebro.

HEFESTO. Mira, Zeus, no vayamos a hacer una barbaridad, que el hacha es aguda
y te ayudará a parir con mucho derramamiento de sangre y no a la manera de Ilitia.

ZEUS. Tú, Hefesto, limítate a dar el golpe sin miedo, que yo sé lo que me
conviene.

HEFESTO. Aunque sea contra mi voluntad, daré el golpe. ¿Qué otra cosa puedo
hacer, si tú lo ordenas?... ¿Qué es esto? ¿Una doncella armada? Grande era el mal
que tenías en la cabeza, Zeus. Con razón estabas tan irritable, puesto que bajo tu
cerebro estabas engendrando una doncella tan grande, y armada por añadidura. Sin
que tú lo supieras, tenías un campamento por cabeza. Y ella salta, baila danzas
pírricas, agita el escudo, blande la lanza y está llena de furor divino. Y, lo que es
más importante, en poco tiempo se ha puesto bellísima y ha llegado a la flor de la
edad. Es cierto que tiene los ojos verdes, pero también esto la embellece, haciendo
juego con el casco. Por todo ello, Zeus, dámela en matrimonio como pago por mis
servicios de comadrona.

ZEUS. Pides una cosa imposible, Hefesto, porque quiere permanecer eternamente
doncella. Pero, en lo que de mí depende, no tengo nada en contra.

HEFESTO. Eso es lo que yo quería; lo demás es cosa mía y voy a raptarla.

ZEUS. Hazlo, si es que puedes arreglártelas, sólo que estoy convencido de que
pretendes un imposible.

4.- Zeus y Ganímedes

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ZEUS. Ea, Ganímedes; puesto que ya hemos llegado donde nos habíamos
propuesto, dame un beso ya, para que veas que no tengo pico encorvado ni uñas
afiladas ni las, tal como me presenté a ti, con aspecto de pájaro.

GANÍMEDES. ¡Hombre! ¿no eras un águila hace un momento, cuanto te lanzaste


sobre mí y me raptaste de en medio de mi rebaño?, ¿cómo se te han caído aquellas
alas y te presentas completamente distinto?

ZEUS. No estás viendo a un hombre, muchacho, ni a un águila, yo soy el rey de


todos los dioses, que me he transformado oportunamente.

GANÍMEDES. ¿Qué dices? ¿Entonces tú eres nuestro dios Pan? ¿Y cómo no


llevas entonces la flauta ni cuernos, ni tienes las piernas peludas?

ZEUS. ¿Acaso tú crees que sólo él es un dios?

GANÍMEDES. Sí, y a él sacrificamos un macho cabrío sin castrar, que le llevamos


a la gruta, donde está su estatua. En cuanto a ti, me parece que eres un
secuestrador de niños.

ZEUS. Dime, ¿es qué no has oído el nombre de Zeus, ni has visto en el Gárgaro el
altar del que envía la lluvia y el trueno y produce el rayo?

GANÍMEDES. ¿Y tú, señor, afirmas ser el que recientemente arrojaste sobre


nosotros una tremenda granizada, el que, según dicen, habita en las alturas, el que
produce tanto ruido, a quien mi padre sacrificó un carnero? Y si es así, ¿qué daño
te he hecho yo para que me hayas raptado?, ¡Señor de los dioses! A lo mejor entre
tanto los lobos caerán sobre mis ovejas abandonadas y las devorarán.

ZEUS. ¿Todavía te preocupas de tus ovejas, ahora que te has hecho inmortal y
cuando vas a quedarte con nosotros?

GANÍMEDES. ¿Qué dices? ¿No me vas a llevar en seguida de regreso al monte


Ida?

ZEUS. ¡De ninguna manera! Porque, en ese caso, me habría convertido de dios en
águila inútilmente.

GANÍMEDES. Entonces mi padre me buscará, se enfadará cuando no me


encuentre y luego recibiré unos cuantos azotes por haber abandona el rebaño.

ZEUS. No es posible. ¿Cómo te iba a ver?

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GANÍMEDES. No lo hagas, que ya empiezo a echarlo de menos. Si me dejas


volver, te prometo sacrificarte otro carnero, de su parte, como pago de mi
rescate. Tenemos uno de tres años, grande que guía a los demás en el pasto.

ZEUS. ¡Qué inocente es el muchacho!, ¡qué simple, qué niño todavía! Mira,
Ganímedes, despídete de todo eso y olvídate del rebaño y del Ida. Porque tú, que
ya eres un habitante del cielo, desde aquí podrás hacer muchos favores a tu padre
y a tu patria. Y en vez de queso y de leche, comerás ambrosía y beberás néctar,
que tú mismo nos ofrecerás y escanciarás a nosotros los dioses. Y lo más
importante es que ya no serás un hombre, sino un inmortal, y yo haré que tu
estrella brille con mucha hermosura. En una palabra, serás feliz.

GANÍMEDES. Y cuando tenga ganas de jugar, ¿quién jugará conmigo? Porque en


el Ida éramos muchos de la misma edad.

ZEUS. También aquí tendrás a Eros para jugar contigo, y además muchísimas
tabas. Lo único que has de hacer es tranquilizarte, mostrarte alegre y no echar de
menos ninguna de las cosas de la tierra. […]

GANÍMEDES. ¿Y con quién me acostaré por la noche? ¿Con mi compañero Eros?

ZEUS. No, que precisamente por eso te rapté, para que durmiéramos juntos.

GANIMEDES. ¿Es que no puedes dormir solo y prefieres dormir conmigo?

ZEUS. Sí, especialmente con un muchacho como tú, Ganímedes.

GANIMEDES. […] Pues mi padre se enfadaba conmigo cuando dormíamos juntos, y


por la mañana decía que yo no le había dejado dormir, dando vueltas y patadas y
gritando cada vez que me dormía. De manera que, si, como dices, me raptaste para
esto, procura devolverme de nuevo a la tierra o tendrás problemas con el insomnio,
porque te molestaré continuamente, dando vueltas sin parar.

ZEUS. Eso es precisamente en lo que me darás más gusto, desvelándome contigo,


mientras te beso y te abrazo muchas veces.

GANIMEDES. Tú sabrás lo que haces, porque yo dormiré mientras tú me besas.

ZEUS. Entonces ya veremos lo que hay que hacer. Ahora, Hermes, llévatelo, y una
vez que haya tomado la bebida de la inmortalidad, tráetelo para que nos escancie,
pero antes enséñale cómo hay que ofrecer la copa.

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LUCIANO DE SAMOSATA

DIÁLOGOS DE MUERTOS. Aquí asistimos a una transposición y


contaminación de 2 planos: la realidad y el Más Allá, la irrealidad, que
al mezclarse en forma de caricatura enfrentan dos esquemas mentales
contrapuestos.

5.-
5.- Caronte, Hermes y varios muertos
CARONTE. Escuchad el estado de nuestra situación. La barca, como veis, nos
resulta pequeña, está carcomida y hace agua por muchos sitios, y, a poco que se
incline a una u otra parte, volcará y zozobrará; y vosotros habéis venido muchos a
la vez, cada uno con mucho equipaje. De modo que si os embarcáis con estas cosas,
temo que os arrepintáis después, sobre todo los que no saben nadar.

HERMES. ¿Y qué haremos para tener una buena travesía?

CARONTE. Os lo diré. Debéis subir desnudos a la barca, después de haber dejado


a la orilla todas esas cosas superfluas, porque aun así apenas os podrá sostener a
todos la barquilla. Tú, Hermes, cuidarás, desde ahora, de no admitir a nadie que no
esté despojado de todo y que, como dije, no haya abandonado su bagaje. De pie,
junto a la escalera, examínalos y recíbelos, y oblígalos a subir desnudos.

HERMES. Dices bien, y así lo haremos. ¿Quién es el primero?

MENIPO. Yo, Menipo. Ya ves, Hermes, que arrojo a la laguna la alforja y el


bastón; el manto hice ya bien en no traerlo.

HERMES. Sube, Menipo, el mejor de los hombres, y ocupa el primer sitio en la


parte alta, junto al piloto, para que los veas a todos. Y éste tan hermoso ¿quién es?

CARMOLEO. Carmoleo de Mégara, el atractivo, cuyo beso era valorado en dos


talentos.

HERMES. Pues despójate de la hermosura de los labios con sus besos, de la


espesa cabellera, del color de tus mejillas y de toda la piel.... Está bien así: ya estás
aligerado. Sube ya. Y ese que lleva vestiduras de púrpura y diadema, tú, el del
rostro terrible, ¿quién eres?

LAMPICO. Lampico, tirano de Gela

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HERMES. ¿Y por qué, Lampico, te presentas con tales insignias?

LAMPICO. ¿Pues qué Hermes? ¿Tenía que presentarse desnudo un tirano?

HERMES. De ningún modo un tirano, sino un hombre completamente muerto; por


lo tanto, deja esas cosas.

LAMPICO. Ya ves, he arrojado las riquezas.

HERMES. Arroja también el fasto y la soberbia, Lampico; porque si entran


contigo en la barca, la harían muy pesada.

LAMPICO. Al menos permíteme conserva la diadema y el manto.

HERMES. De ningún modo: también has de dejar estas cosas.

LAMPICO. Sea. ¿Qué más? Porque todo lo he dejado, como ves.

HERMES. También la crueldad y la locura y la insolencia y la cólera. Deja todo


eso.

LAMPICO. Heme aquí, desnudo.

HERMES. Entra ya. Y tú, musculoso y entrado en carnes, ¿quién eres?

DAMASIAS. Damasias, el atleta.

HERMES. Sí, así parece. Te conozco por haberte visto muchas veces en las
palestras.

DAMASIAS. Así es, Hermes; pero admíteme, pues ya estoy desnudo.

HERMES. No desnudo, amigo mío, puesto que estás cubierto de tantas carnes;
por consiguiente, despójate de ellas, y a que hundirías la barca si pusieras sobre
ella un solo pie. Arroja también estas coronas y las aclamaciones.

DAMASIAS. Heme aquí desnudo, como ves; verdaderamente soy igual en peso a
los demás muertos. […]

HERMES. ¡Hola! ¿Qué quieres tú, tan armado? ¿Por qué traes ese trofeo?

UN GENERAL. Porque obtuve victorias, Hermes, y me distinguí entre los demás y


la ciudad me colmó de honores.

HERMES. Deja el trofeo en el suelo: en el infierno hay paz y no se necesitan las


armas para nada. Y ése de venerable aspecto, que tiene un aire desdeñoso, que

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lleva arqueadas las cejas, que está sumido en meditación y que luce una espesa
barba, ¿quién es?

MENIPO. Un filósofo, Hermes, o, más bien, un mago, un hombre lleno de


charlatanería; de modo que también a él desnúdalo: verás muchas cosas ridículas
ocultas bajo su manto.

HERMES. Quítate primero el porte y luego todo lo demás. ¡O h Zeus! ¡Cuánta


vanidad lleva consigo! ¡Cuánta ignorancia, sofistiquería, vanagloria, problemas
insolubles, discursos espinosos y razonamientos complicados! Y luego muchísimo
trabajo inútil y no poca charlatanería, frivolidades y palabras sin sustancia. ¡Por
Zeus! También llevas estos objetos de oro, sensualidad, desvergüenza, cólera,
voluptuosidad y molicie. Porque no se me ocultan tales cosas, aunque las escondes
con cuidado. Deja también la mentira y el orgullo y el pensar que eres mejor que los
demás. Porque si te embarcas con todo esto, ¿qué nave de cincuenta remos podrá
sostenerte?

EL FILÓSOFO. Pues bien, todo lo dejo, puesto que así lo ordenas.

MENIPO. Que también deje esa barba, Hermes, que es pesada y espesa, como
ves: por lo menos son cinco minas de pelos.

HERMES. Dices bien: ¡quítatela!

EL FILÓSOFO. ¿Y quién habrá que me la corte?

HERMES. Menipo te la cortará con el hacha de los constructores de navíos,


usando como tajo la pasarela.

MENIPO. No, Hermes; dame más bien una sierra, porque así será más divertido.

HERMES. El hacha basta. ¡Muy bien! Ahora, después de haberte librado de tu olor
a chivo, pareces más humano.

MENIPO. ¿Quieres que le corte también parte de las cejas?

HERMES. Sí, pues las tiene levantadas sobre la frente, irguiéndose con soberbia,
no sé por qué... ¿Qué es esto? ¿También lloras, basura, y sientes pavor ante la
muerte? Sube de una vez.

MENIPO. Aún lleva escondida una cosa muy pesada.

HERMES. ¿Qué cosa, Menipo?

MENIPO. La adulación, Hermes, que le ha sido útil para muchas cosas en la vida.

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EL FILÓSOFO. Pues también tú, Menipo, deja tu libertad y tu franqueza, tu


despreocupación, tu magnanimidad y tu risa cáustica: tú eres el único que ríes sin
cesar.

HERMES. De ningún modo; conserva, por el contrario, esas cosas, pues son ligeras
y muy fáciles de llevar y útiles para la travesía. Y tú orador, deja esa infinita
afluencia de palabras y las antítesis y los paralelismos y los períodos y los
barbarismos y los demás fardos del discurso.

EL ORADOR. He aquí que lo dejo todo.

HERMES. Está bien. Suelta, entonces, las amarras; quitemos la escalera; que se
levante el ancla. Despliega la vela; dirige el timón, piloto. ¡Ojalá tengamos una feliz
travesía! ¿Por qué lloráis , imbéciles, y sobre todo tú, filósofo, a quien hace poco a
arrancamos la barba.

EL FILÓSOFO. Porque creía, ¡ Hermes! que el alma era inmortal.

MENIPO. Miente: otras cosas parecen apenarlo

HERMES. ¿Cuáles?

MENIPO. Pues que ya no volverá a tener magníficas cenas; ni podrá salir de noche
a escondidas de todos, con la cabeza cubierta con su manto, recorriendo uno por
uno los prostíbulos; ni, engañando a los jóvenes muy de mañana, percibirá dinero
por su falsa sabiduría. Esto es lo que lo aflige. […]

HERMES. Eres estupendo, Menipo. Pero, puesto que nosotros hemos llegado a la
orilla, id vosotros hacia el tribunal, siguiendo derecho por aquel camino; yo y el
barquero iremos a buscar a otros.

MENIPO. Feliz travesía, Hermes. Nosotros adelante, también ¿Qué esperáis?


Fuerza es someternos a juicio, y dicen que los castigos son graves: ruedas,
peñascos y buitres. La vida de cada uno se manifestará tal cual ha sido.

DIÁLOGO DE CORTESANAS. Estos diálogos discurren por el plano de la


caricatura, por una exageración de la realidad: nombres parlantes,
muchachas desequilibradas, amantes fanfarrones etc

6.-
6.-Glícera y Tais.
GLÍCERA. Tais, ¿te acuerdas de aquel soldado acarnanio, que hace tiempo tuvo
relaciones con Abrótono y luego se enamoró de mí (me refiero al que iba vestido de

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púrpura y llevaba una clámide)?, ¿sabes de quién estoy hablando o te has olvidado
del individuo?

TAIS. No, querida Glícera, lo recuerdo, e incluso que bebía con nosotras el pasado
año en las Haloas. ¿Pero a qué viene esto? Porque parece que tienes algo que decir
sobre él.

GLÍCERA. La muy asquerosa Gorgona, haciéndose pasar por amiga mía, lo ha


seducido a espaldas mías y me lo ha arrebatado.

TAIS. ¿Entonces ya no se te acerca y ha convertido a Gorgona en su querida?

GLÍCERA. Sí, Tais, y este asunto me ha afectado mucho.

TAIS. Mal asunto, Glicerita, pero no inesperado, pues es algo que suele
sucedernos a nosotras las heteras. Por ello no debes afligirte demasiado ni hacerle
reproches a Gorgona; tampoco antes te lo reprochó a tí Abrótono, a pesar de que
erais amigas. Sin embargo, me sorprende qué atractivos pudo encontrar en ella el
soldado ese, a no ser que esté completamente ciego, ya que no ha visto que tiene la
cabellera rala y le deja una profunda entrada en la frente; sus labios están lívidos
y el pescuezo flácido, con las venas muy arcadas y la nariz enorme. Su única ventaja
es que tiene buena estatura, anda erguida y sonríe muy seductoramente.

GLÍCERA. ¿Tú crees, Tais, que el acarnanio se ha enamorado de ella por su


belleza? ¿No sabes que Crisarión, su madre, es una maga que conoce algunos
ensalmos tesalios y sabe hacer bajar la luna? Dicen que incluso vuela por la noche.
Ella es la que hizo perder el conocimiento al soldado dándole a beber sus brebajes
ya hora le sacan la cosecha.

TAIS. También tú se la sacarás a otros, querida Glícera; deja que éste se vaya al
diablo.

RELATOS VERÍDICOS. Más de 20 siglos antes de Julio Verne, Luciano de


Samósata escribió la primera novela de ciencia ficción que conservamos.
Esta obra es un viaje contado en primera persona, un viaje que se hace
simplemente por el afán de conocer y ver cosas nuevas. El punto de partida,
las mismas columnas de Heracles. El barco, una nave ligera. Y en el barco,
cincuenta y un hombres con deseos de saber cuál es el final del Océano y
qué gente habita más allá. Este es el inicio del viaje que Luciano nos va a
contar bajo el nombre de Relatos Verídicos. Durante la travesía recorren
lugares tan insospechados como la Luna, el vientre de una ballena, la isla de
los Bienaventurados o una isla con ríos de vino. Mentira tras mentira, pero

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sin ocultar que lo son, porque Luciano nos ha dicho, desde el principio, que al
igual que otros cuando cuentan sus viajes, inventan cosas y no lo dicen, él
desde el principio advierte que todo es mentira: “Escribo, por tanto, de lo
que ni vi ni comprobé ni supe por otros, y es más, acerca de lo que no existe
en absoluto ni tiene fundamento para existir. Con que los que me lean no
deben creerme de ningún modo.” Sin embargo, llama a su obra, la más
mentirosa de todas, Relatos Verídicos.

7.-
7.- UN RíO
RíO DE VINO
Inicié mi navegación un día desde las columnas de Heracles, rumbo al océano de
occidente, con viento favorable. El motivo y el propósito de mi viaje eran mi gran
actividad intelectual, mi afán por los descubrimientos y el deseo de averiguar qué
era el fin del océano y qué pueblos vivían a la otra orilla. A este propósito preparé
abundante víveres, añadí también agua suficiente y enrolé a cincuenta compañeros
de mi edad, que compartían mi proyecto; preparé también un buen número de
armas, recluté al mejor piloto tras convencerle con un gran sueldo, y reforcé mi
embarcación –era una nave ligera- para tan larga y difícil travesía.

Navegamos un día y una noche a favor del viento, sin avanzar demasiado, avistando
aún tierra, pero, al amanecer del segundo día, el viento arreció, creció el oleaje y
sobrevino la oscuridad, sin que pudiéramos ni izar la vela. Nos confiamos y nos
entregamos al vendaval, y sufrimos la borrasca durante setenta y nueve días, pero
al octogésimo brilló el sol de repente y divisamos, no lejos de nosotros, una isla
elevada y frondosa, en cuyo derredor resonaba un oleaje nada agitado, pues ya
había amainado lo más duro de la tormenta. [...]

Tras avanzar unos tres estadios desde el mar a través del bosque, descubrimos una
estela de bronce, con una inscripción en caracteres griegos, borroso y gastados
que decía: “Hasta aquí llegaron Heracles y Dionisos.” También había dos huellas de
pisada cerca, en la roca, una de un pletro y otra menor, siendo, a mi parecer, la
más pequeña de Dionisos y la otra de Heracles. Tras venerarlas, proseguimos la
marcha, y aun no nos habíamos distanciado mucho cuando llegamos al borde de un
río de vino en todo semejante al Quiota. La corriente era abundante y copiosa, de
modo que en algunos lugares era navegable. Así nos sentimos mucho más inclinados
a creer en la inscripción de la estela, al ver las pruebas de la visita de Dionisos.
Decidí averiguar dónde nacía el río, y subí bordeando su corriente, mas no encontré
fuente alguna, sino numerosas y grandes vides cargadas de racimos. De cada raíz
fluía un hilo de vino claro, y de ellas surgía el río. Podían verse muchos peces en él,
muy semejantes a el vino en colorido y sabor. Entonces nosotros capturamos
algunos y al comerlos nos emborrachamos. Naturalmente, al abrirlos, los hallamos
llenos de posos de vino. Más tarde se nos ocurrió mezclarlos con los otros peces,
los de agua, y rebajamos la fuerza de aquel vino comestible.

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Luego atravesamos el río por una zona vadeable y hallamos algo maravilloso en
aquellas vides: la parte que surgía de la tierra, la cepa propiamente dicha, era
vigorosa y robusta, y en la parte superior eran mujeres, totalmente perfectas
desde la cintura, de igual manera que nuestros pintores representan a Dafne,
convirtiéndose en árbol al sujetarla Apolo. De las puntas de sus dedos nacían
sarmientos cargados de racimos; asimismo, eran su tocado zarcillos, pámpanos y
racimos. Al acercarnos nosotros, nos acogieron con su bienvenida, hablando unas en
lidio, otras en indio, mas la mayoría lo hacían en griego, y nos besaban en los labios.
El que recibía el beso quedaba al punto ebrio y vacilante. No permitían, sin
embargo, que tomáramos de su fruto, sino que se dolían y lanzaban gritos cuando
les era arrancado. Algunas deseaban unirse a nosotros, y dos de mis compañeros,
que llegaron a ellas, no pudieron separarse, sino que sino que quedaron trabados
por las partes pudendas, pues se fundieron y enraizaron juntos: ya antes habían
brotado sarmientos de sus dedos y, trenzados de zarcillos, también ellos se
disponían a producir frutos en un instante.

8.- EN LA LUNA
Durante 7 días y otras tantas noches surcamos los aires, y al octavo avistamos una
gran tierra en medio del aire, como una isla, brillante y esférica, y resplandeciente,
con gran luz. Nos fuimos acercando a ella y, fondeando allí, desembarcamos. Al
examinar la región, descubrimos que estaba poblada y cultivada.

El caso es que durante el día no veíamos nada desde allí, pero, al hacerse de noche,
se nos fueron apareciendo otras muchas islas cerca, unas mayores y otras más
pequeñas, por su color parecidas al fuego y, además, una tierra más abajo, que
contenía en sí ciudades, ríos, mares, bosques y montañas. Nos imaginas entonces
que aquella era la que nosotros habitamos.

[El rey de la Luna, Endimión, se enfrenta a los heliotas, o habitantes del Sol, cuyo
rey se llamaba Faetón. Una vez hecha la paz, Luciano nos describe la luna]

Quiero contar ahora las rarezas y maravillas que observé durante mi estancia en la
luna. Lo primero es que los selenitas no nacen de mujeres, sino de los hombres.
Porque los matrimonios son entre varones y ni siquiera conocen el nombre de mujer.
Hasta los 25 años cada individuo actúa como esposa, y a partir de estos como
marido. No se quedan preñados en el vientre, sino en las pantorrillas. Cuando el
feto es concebido, empieza a engordar la pierna y, al pasar el plazo de tiempo, la
abren de un tajo y sacan los fetos muertos, pero los colocan de cara al viento con
la boca abierta y recobran la vida. [...]

Cuando un individuo envejece, no llega a morir, sino que se disuelve como humo y se
transforma en aire. Tienen todos la misma comida, pues encienden fogatas y
tuestan ranas sobre las ascuas. Hay por allá muchas ranas que vuelan por entre la
bruma. Mientras se van asando, ellos se sientan alrededor, como en torno a una
mesa, inhalan el humo que despiden y así se banquetean. Ese es el alimento con el
que se mantienen. [...]

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Entre ellos se considera guapo al que está calvo y pelón, mientras que les inspirar
repugnancia los melenudos. [...] Les sale barba, un poco, en las rodillas. Y no tienen
uñas en los pies, sino que todos poseen un único dedo. Sobre sus nalgas tiene todos
plantadas una enorme col, a modo de cola, siempre rozagante, y que no se
espachurra si uno se cae de espaldas.

Moquean, al sonarse, una miel acidísima. Y cuando se fatigan o hacen gimnasia,


sudan por todo el cuerpo leche, de manera que de ella suelen cuajar queso
untándole un poco de aquella miel. El aceite lo fabrican de las cebollas, graso y
aromático, como bálsamo. Tienen muchas vides productoras de agua. Los racimos
tienen granos que son como los del granizo y, según mi opinión, cuando sopla el
viento y zarandea las cepas aquellas, entonces cae sobre nosotros el granizo, al
desprenderse los granos de sus uvas.

Por otra parte, utilizan su barriga como zurrón, metiendo en ella cuanto necesitan.
Porque tienen que abrirla y cerrarla, pues no guardan tripas ningunas dentro, sino
que está forrada por dentro con un vello espeso, de modo que los niños pequeños,
cuando hace frío, pueden guarecerse allí. [...]

En cuanto a los ojos, no me atrevo a decir cómo los tienen, no sea que alguno piense
que cuento mentiras, por lo inverosímil del relato, pero, con todo, lo voy a contar.
Tienen los ojos desmontables, y el que lo desea se los quita y los guarda hasta que
necesite ver, y entonces se los pone de nuevo y ve. Y muchos, cuando han perdido
los suyos, piden otros prestados, y así se ven con ojos ajenos. También hay algunos,
los ricos, que tienen mucho ojos de repuesto. Por orejas tienen hojas de plátano,
excepto los nacidos de las bellotas, que las tienen de madera.

Y aún contemplé otra maravilla en el palacio real: un espejo muy grande en la boca
de un pozo no muy hondo. Si uno va y desciende al pozo puede oír todo lo que se
dice en la tierra, en nuestro país, y si uno mira al espejo, ve todas las ciudades y
todos los pueblos como si estuviera en medio de ellos. Entonces pude yo ver a todos
mis amigos y toda mi patria, pero no puedo decir con certeza si ellos me veían a mí.
Quien no se crea que esto es así, si algún día va en persona por allá, ya se enterará
de que digo la verdad.

9.- EN LA CIUDAD DE LAS LÁMPARAS


LÁMPARAS
Después de navegar durante la noche siguiente y todo el día, al atardecer llegamos
a la llamada Ciudad de las Lámparas, Licnópolis, prosiguiendo la navegación hacia
abajo. Esta ciudad está entre el espacio aéreo de las Pléyades y el de las Híades,
mucho más abajo que el Zodíaco.

Desembarcando allí no encontramos a ningún ser humano, sino a muchas lamparillas


que iban y venían por la plaza y por el puerto, en charlas y en tratos, las unas
pequeñas y como pobres, y otras, las de los grandes y poderosos, muy brillantes y
esplendorosas.

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LUCIANO DE SAMOSATA

Se habían hecho sus casas y candelabros allí, cada una por su cuenta, y tenían
nombres propios, como las personas, y las oímos hablar con su voz, y no nos hicieron
ningún daño, sino que nos ofrecían presentes de hospitalidad. Pero nosotros, sin
embargo, les teníamos miedo y ninguno de los nuestros se atrevió a aceptar la
invitación para comer o dormir.

Tienen sus edificios de gobierno en el centro de la ciudad, y allí su gobernador está


asentado toda la noche y llama por su nombre a cada una. Y la que no se presenta al
llamarla, es condenada a morir por haber abandonado su puesto de guardia. Su
muerte consiste en ser apagada. Estando allí nosotros vimos los procesos y oímos
como se defendían algunas lámparas explicando las razones de su tardanza. Allí
también reconocí a mi lámpara, y me acerqué a saludarla, y me informé de como
andaban las cosas en mi casa. Y ella me lo contó todo de cabo a rabo.

Así que permanecimos allí aquella noche y al día siguiente levamos velas y nos
lanzamos a navegar ya cerca de las nubes. Entonces, en efecto, nos asombramos al
divisar la ciudad de Nubicuculia; no obstante, no desembarcamos en ella. No nos
dejaba el viento. Contaban que allí reinaba Cornejo, hijo de Mirlón. Entonces yo me
acordé del poeta Aristófanes, autor sabio y veraz, de cuyas noticias en vano se
desconfía.

10.
10.- TRAGADOS POR LA GRAN BALLENA.
Al tercer día después de aquel vimos ya claramente el océano, pero no tierra por
parte alguna, con excepción de las suspendidas en el aire. Justamente esas
aparecían ardientes y esplendorosas. Al cuarto día, a mediodía cedió el viento
mansamente y, al calmarse, nos posamos sobre el mar.

En cuanto rozamos el agua, nos regocijamos al máximo y exultamos de alegría. E


hicimos una fiesta a bordo, y nos salimos del barco y nos echamos a nadar, pues
entonces reinaba la calma y estaba el mar sereno. Pero a menudo ocurre que una
pronta mejoría resulta el comienzo de mayores desdichas. En efecto, habíamos
navegado ya en bonanza durante dos días cuando, al amanecer del tercero, a la
salida del sol, vemos de repente unos monstruos, ballenas en gran número, pero
sobre todo una grandísima, de un tamaño de mil quinientos estadios. Avanzaba
hacia nosotros con la boca abierta, arremolinando el mar en gran trecho ante sí,
chapoteando en la espuma y mostrando unos dientes mucho más largos que los falos
de nuestras procesiones, aguzados como postes de cerca y blancos como colmillos
de elefante.

Nosotros nos dijimos palabras de despedida unos a otros y, abrazándonos,


aguardamos la embestida. Al punto estuvo ante nosotros y de un trago nos zampó,
con nave incluida. Pero no llego a despedazarnos con sus mandíbulas, sino que el
barco se precipitó a través de los intersticios de ellas en su interior.

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LUCIANO DE SAMOSATA

Una vez que quedamos dentro, al principio todo eran tinieblas y no veíamos nada.
Pero luego, al reabrir las fauces el monstruo, vimos una enorme cavidad, amplia y
espaciosa por todos lados y alta, capaz de albergar una ciudad entera de diez mil
habitantes. Por el medio flotaban grandes y pequeños peces y muchos otros bichos
desmenuzados, y mástiles de navíos y anclas, y huesos humanos y embalajes varios.
Pero en el centro había tierra y aun montecillos, sedimentos de barro que habíase
tragado. Sobre la tierra había crecido un bosque y árboles de toda clase, y habían
brotado hortalizas, y todo daba la impresión de estar cultivado. El perímetro de la
isla era de doscientos cuarenta estadios. Allá se veían también aves marinas:
gaviotas y alciones que anidaban en los árboles.

Allí lloramos un rato largo y luego, reanimando a nuestros compañeros, varamos la


nave, y frotamos palos para el fuego, lo encendimos y nos preparamos una cena con
lo que teníamos a mano. Disponíamos como víveres de muchos y diversos pescados,
y todavía teníamos agua de la del Lucero del Alba. Cuando nos levantamos al día
siguiente, veíamos en los ratos en que la ballena abría la boca; unas veces
avistábamos montañas, otras sólo el cielo, y en numerosas ocasiones algunas islas.
Así que advertimos que se desplazaba velozmente por cualquier confín del océano.

Cuando ya estuvimos acostumbrados a esta situación, tome conmigo a siete de mis


camaradas y me encamine hacia el bosque, con la intención de escudriñarlo del
todo. Y aun no habíamos recorrido por entero cinco estadios, cuando encontré un
templo de Poseidón, según manifestaba su inscripción, y no muy distante numerosas
tumbas y estelas. Cerca manaba una fuente de agua clara y además escuchamos el
ladrar de un perro, y se divisaba una humareda a lo lejos, e incluso creímos
distinguir una especie de alquería. [...]

Esto es cuanto me ocurrió hasta que llegué al otro continente, en el mar, a lo largo
de mi viaje por las islas y el aire, y, tras él, en la ballena. Y una vez que logramos
salir, entre los héroes y los sueños, y, por último, entre los bucéfalos y las
perniburras. Lo que ocurrió en el otro continente lo relataré en los libros que
siguen.

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