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1.- HERMES, HEFESTO y PROMETEO
PROMETEO
HERMES: He aquí, Hefesto, el Caúcaso, donde deberá ser clavado este infeliz
titán. Busquemos ahora una roca adecuada, si hay en algún sitio una roca exenta de
nieve, a fin de que las cadenas se fijen con mayor seguridad y éste quede a la vista
de todos una vez colgado.
PROMETEO: Vosotros, Hefesto y Hermes, tened compasión de mí, que sufro una
desgracia inmerecida.
HERMES: Con eso quieres decir, Prometeo…, que en tu lugar seamos nosotros
crucificados al momento por desobedecer la orden… Vamos, extiende la mano
derecha. Tú, Hefesto, sujétala, clávala y dale al martillo con fuerza . Dame ahora
la otra. Que quede también ésta bien segura. Ya está bien. Luego bajará volando el
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águila a roerte el hígado, para que tengas tu pleno merecido por tu bella e ingeniosa
creación plástica.
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2.- EROS y ZEUS
EROS. Pero si en algo fallé, Zeus, perdóname que soy un niño.
ZEUS. ¿un niño tú, Eros, que eres más viejo que Japeto? ¿o porque no tienes barba
ni canas estimas lógico pasar por un retoño tú, que eres un viejo y un canalla?
EROS. ¿Y qué gran ofensa ha cometido contra ti el viejo que dices que soy yo para
que proyectes encadenarme?
EROS. Pero Dafne lo rechazó a él también, y eso que tenía larga melena y rostro
barbilampiño. Si quieres ser objeto de su amor, no agites la égida ni lleves el rayo,
sino que preséntate lo más seductor posible, suave a la vista, dejando caer tus
rizos y recogiéndotelos con la diadema. Ponte un vestido de púrpura, cálzate
sandalias de oro, camina cadencioso al son de la flauta, y verás como te acompañan
más mujeres que las ménades de Dionisos.
ZEUS. ¡Vete! Si tengo que llevar esas pintas prefiero no ser un seductor.
EROS. De esta manera, Zeus, no pretendas seducir, pues esta es la forma más
apropiada.
ZEUS. No, que yo quiero hacer el amor, pero por unos procedimientos menos
complicados que estos. Con estas condiciones, te voy a soltar.
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3.-HEFESTO y ZEUS
HEFESTO. ¿Qué es lo que tengo que hacer, Zeus? Aquí me tienes, como me
ordenaste, con el hacha tan afilada que podría partir una piedra de un solo tajo.
ZEUS. Muy bien, Hefesto. ¡Venga! Descarga un buen golpe sobre mi cabeza y
pártemela en dos.
HEFESTO. Mira, Zeus, no vayamos a hacer una barbaridad, que el hacha es aguda
y te ayudará a parir con mucho derramamiento de sangre y no a la manera de Ilitia.
ZEUS. Tú, Hefesto, limítate a dar el golpe sin miedo, que yo sé lo que me
conviene.
HEFESTO. Aunque sea contra mi voluntad, daré el golpe. ¿Qué otra cosa puedo
hacer, si tú lo ordenas?... ¿Qué es esto? ¿Una doncella armada? Grande era el mal
que tenías en la cabeza, Zeus. Con razón estabas tan irritable, puesto que bajo tu
cerebro estabas engendrando una doncella tan grande, y armada por añadidura. Sin
que tú lo supieras, tenías un campamento por cabeza. Y ella salta, baila danzas
pírricas, agita el escudo, blande la lanza y está llena de furor divino. Y, lo que es
más importante, en poco tiempo se ha puesto bellísima y ha llegado a la flor de la
edad. Es cierto que tiene los ojos verdes, pero también esto la embellece, haciendo
juego con el casco. Por todo ello, Zeus, dámela en matrimonio como pago por mis
servicios de comadrona.
ZEUS. Pides una cosa imposible, Hefesto, porque quiere permanecer eternamente
doncella. Pero, en lo que de mí depende, no tengo nada en contra.
ZEUS. Hazlo, si es que puedes arreglártelas, sólo que estoy convencido de que
pretendes un imposible.
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ZEUS. Ea, Ganímedes; puesto que ya hemos llegado donde nos habíamos
propuesto, dame un beso ya, para que veas que no tengo pico encorvado ni uñas
afiladas ni las, tal como me presenté a ti, con aspecto de pájaro.
ZEUS. Dime, ¿es qué no has oído el nombre de Zeus, ni has visto en el Gárgaro el
altar del que envía la lluvia y el trueno y produce el rayo?
ZEUS. ¿Todavía te preocupas de tus ovejas, ahora que te has hecho inmortal y
cuando vas a quedarte con nosotros?
ZEUS. ¡De ninguna manera! Porque, en ese caso, me habría convertido de dios en
águila inútilmente.
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ZEUS. ¡Qué inocente es el muchacho!, ¡qué simple, qué niño todavía! Mira,
Ganímedes, despídete de todo eso y olvídate del rebaño y del Ida. Porque tú, que
ya eres un habitante del cielo, desde aquí podrás hacer muchos favores a tu padre
y a tu patria. Y en vez de queso y de leche, comerás ambrosía y beberás néctar,
que tú mismo nos ofrecerás y escanciarás a nosotros los dioses. Y lo más
importante es que ya no serás un hombre, sino un inmortal, y yo haré que tu
estrella brille con mucha hermosura. En una palabra, serás feliz.
ZEUS. También aquí tendrás a Eros para jugar contigo, y además muchísimas
tabas. Lo único que has de hacer es tranquilizarte, mostrarte alegre y no echar de
menos ninguna de las cosas de la tierra. […]
ZEUS. No, que precisamente por eso te rapté, para que durmiéramos juntos.
ZEUS. Entonces ya veremos lo que hay que hacer. Ahora, Hermes, llévatelo, y una
vez que haya tomado la bebida de la inmortalidad, tráetelo para que nos escancie,
pero antes enséñale cómo hay que ofrecer la copa.
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5.- Caronte, Hermes y varios muertos
CARONTE. Escuchad el estado de nuestra situación. La barca, como veis, nos
resulta pequeña, está carcomida y hace agua por muchos sitios, y, a poco que se
incline a una u otra parte, volcará y zozobrará; y vosotros habéis venido muchos a
la vez, cada uno con mucho equipaje. De modo que si os embarcáis con estas cosas,
temo que os arrepintáis después, sobre todo los que no saben nadar.
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HERMES. Sí, así parece. Te conozco por haberte visto muchas veces en las
palestras.
HERMES. No desnudo, amigo mío, puesto que estás cubierto de tantas carnes;
por consiguiente, despójate de ellas, y a que hundirías la barca si pusieras sobre
ella un solo pie. Arroja también estas coronas y las aclamaciones.
DAMASIAS. Heme aquí desnudo, como ves; verdaderamente soy igual en peso a
los demás muertos. […]
HERMES. ¡Hola! ¿Qué quieres tú, tan armado? ¿Por qué traes ese trofeo?
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lleva arqueadas las cejas, que está sumido en meditación y que luce una espesa
barba, ¿quién es?
MENIPO. Que también deje esa barba, Hermes, que es pesada y espesa, como
ves: por lo menos son cinco minas de pelos.
MENIPO. No, Hermes; dame más bien una sierra, porque así será más divertido.
HERMES. El hacha basta. ¡Muy bien! Ahora, después de haberte librado de tu olor
a chivo, pareces más humano.
HERMES. Sí, pues las tiene levantadas sobre la frente, irguiéndose con soberbia,
no sé por qué... ¿Qué es esto? ¿También lloras, basura, y sientes pavor ante la
muerte? Sube de una vez.
MENIPO. La adulación, Hermes, que le ha sido útil para muchas cosas en la vida.
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HERMES. De ningún modo; conserva, por el contrario, esas cosas, pues son ligeras
y muy fáciles de llevar y útiles para la travesía. Y tú orador, deja esa infinita
afluencia de palabras y las antítesis y los paralelismos y los períodos y los
barbarismos y los demás fardos del discurso.
HERMES. Está bien. Suelta, entonces, las amarras; quitemos la escalera; que se
levante el ancla. Despliega la vela; dirige el timón, piloto. ¡Ojalá tengamos una feliz
travesía! ¿Por qué lloráis , imbéciles, y sobre todo tú, filósofo, a quien hace poco a
arrancamos la barba.
HERMES. ¿Cuáles?
MENIPO. Pues que ya no volverá a tener magníficas cenas; ni podrá salir de noche
a escondidas de todos, con la cabeza cubierta con su manto, recorriendo uno por
uno los prostíbulos; ni, engañando a los jóvenes muy de mañana, percibirá dinero
por su falsa sabiduría. Esto es lo que lo aflige. […]
HERMES. Eres estupendo, Menipo. Pero, puesto que nosotros hemos llegado a la
orilla, id vosotros hacia el tribunal, siguiendo derecho por aquel camino; yo y el
barquero iremos a buscar a otros.
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6.-Glícera y Tais.
GLÍCERA. Tais, ¿te acuerdas de aquel soldado acarnanio, que hace tiempo tuvo
relaciones con Abrótono y luego se enamoró de mí (me refiero al que iba vestido de
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púrpura y llevaba una clámide)?, ¿sabes de quién estoy hablando o te has olvidado
del individuo?
TAIS. No, querida Glícera, lo recuerdo, e incluso que bebía con nosotras el pasado
año en las Haloas. ¿Pero a qué viene esto? Porque parece que tienes algo que decir
sobre él.
TAIS. Mal asunto, Glicerita, pero no inesperado, pues es algo que suele
sucedernos a nosotras las heteras. Por ello no debes afligirte demasiado ni hacerle
reproches a Gorgona; tampoco antes te lo reprochó a tí Abrótono, a pesar de que
erais amigas. Sin embargo, me sorprende qué atractivos pudo encontrar en ella el
soldado ese, a no ser que esté completamente ciego, ya que no ha visto que tiene la
cabellera rala y le deja una profunda entrada en la frente; sus labios están lívidos
y el pescuezo flácido, con las venas muy arcadas y la nariz enorme. Su única ventaja
es que tiene buena estatura, anda erguida y sonríe muy seductoramente.
TAIS. También tú se la sacarás a otros, querida Glícera; deja que éste se vaya al
diablo.
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sin ocultar que lo son, porque Luciano nos ha dicho, desde el principio, que al
igual que otros cuando cuentan sus viajes, inventan cosas y no lo dicen, él
desde el principio advierte que todo es mentira: “Escribo, por tanto, de lo
que ni vi ni comprobé ni supe por otros, y es más, acerca de lo que no existe
en absoluto ni tiene fundamento para existir. Con que los que me lean no
deben creerme de ningún modo.” Sin embargo, llama a su obra, la más
mentirosa de todas, Relatos Verídicos.
7.-
7.- UN RíO
RíO DE VINO
Inicié mi navegación un día desde las columnas de Heracles, rumbo al océano de
occidente, con viento favorable. El motivo y el propósito de mi viaje eran mi gran
actividad intelectual, mi afán por los descubrimientos y el deseo de averiguar qué
era el fin del océano y qué pueblos vivían a la otra orilla. A este propósito preparé
abundante víveres, añadí también agua suficiente y enrolé a cincuenta compañeros
de mi edad, que compartían mi proyecto; preparé también un buen número de
armas, recluté al mejor piloto tras convencerle con un gran sueldo, y reforcé mi
embarcación –era una nave ligera- para tan larga y difícil travesía.
Navegamos un día y una noche a favor del viento, sin avanzar demasiado, avistando
aún tierra, pero, al amanecer del segundo día, el viento arreció, creció el oleaje y
sobrevino la oscuridad, sin que pudiéramos ni izar la vela. Nos confiamos y nos
entregamos al vendaval, y sufrimos la borrasca durante setenta y nueve días, pero
al octogésimo brilló el sol de repente y divisamos, no lejos de nosotros, una isla
elevada y frondosa, en cuyo derredor resonaba un oleaje nada agitado, pues ya
había amainado lo más duro de la tormenta. [...]
Tras avanzar unos tres estadios desde el mar a través del bosque, descubrimos una
estela de bronce, con una inscripción en caracteres griegos, borroso y gastados
que decía: “Hasta aquí llegaron Heracles y Dionisos.” También había dos huellas de
pisada cerca, en la roca, una de un pletro y otra menor, siendo, a mi parecer, la
más pequeña de Dionisos y la otra de Heracles. Tras venerarlas, proseguimos la
marcha, y aun no nos habíamos distanciado mucho cuando llegamos al borde de un
río de vino en todo semejante al Quiota. La corriente era abundante y copiosa, de
modo que en algunos lugares era navegable. Así nos sentimos mucho más inclinados
a creer en la inscripción de la estela, al ver las pruebas de la visita de Dionisos.
Decidí averiguar dónde nacía el río, y subí bordeando su corriente, mas no encontré
fuente alguna, sino numerosas y grandes vides cargadas de racimos. De cada raíz
fluía un hilo de vino claro, y de ellas surgía el río. Podían verse muchos peces en él,
muy semejantes a el vino en colorido y sabor. Entonces nosotros capturamos
algunos y al comerlos nos emborrachamos. Naturalmente, al abrirlos, los hallamos
llenos de posos de vino. Más tarde se nos ocurrió mezclarlos con los otros peces,
los de agua, y rebajamos la fuerza de aquel vino comestible.
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Luego atravesamos el río por una zona vadeable y hallamos algo maravilloso en
aquellas vides: la parte que surgía de la tierra, la cepa propiamente dicha, era
vigorosa y robusta, y en la parte superior eran mujeres, totalmente perfectas
desde la cintura, de igual manera que nuestros pintores representan a Dafne,
convirtiéndose en árbol al sujetarla Apolo. De las puntas de sus dedos nacían
sarmientos cargados de racimos; asimismo, eran su tocado zarcillos, pámpanos y
racimos. Al acercarnos nosotros, nos acogieron con su bienvenida, hablando unas en
lidio, otras en indio, mas la mayoría lo hacían en griego, y nos besaban en los labios.
El que recibía el beso quedaba al punto ebrio y vacilante. No permitían, sin
embargo, que tomáramos de su fruto, sino que se dolían y lanzaban gritos cuando
les era arrancado. Algunas deseaban unirse a nosotros, y dos de mis compañeros,
que llegaron a ellas, no pudieron separarse, sino que sino que quedaron trabados
por las partes pudendas, pues se fundieron y enraizaron juntos: ya antes habían
brotado sarmientos de sus dedos y, trenzados de zarcillos, también ellos se
disponían a producir frutos en un instante.
8.- EN LA LUNA
Durante 7 días y otras tantas noches surcamos los aires, y al octavo avistamos una
gran tierra en medio del aire, como una isla, brillante y esférica, y resplandeciente,
con gran luz. Nos fuimos acercando a ella y, fondeando allí, desembarcamos. Al
examinar la región, descubrimos que estaba poblada y cultivada.
El caso es que durante el día no veíamos nada desde allí, pero, al hacerse de noche,
se nos fueron apareciendo otras muchas islas cerca, unas mayores y otras más
pequeñas, por su color parecidas al fuego y, además, una tierra más abajo, que
contenía en sí ciudades, ríos, mares, bosques y montañas. Nos imaginas entonces
que aquella era la que nosotros habitamos.
[El rey de la Luna, Endimión, se enfrenta a los heliotas, o habitantes del Sol, cuyo
rey se llamaba Faetón. Una vez hecha la paz, Luciano nos describe la luna]
Quiero contar ahora las rarezas y maravillas que observé durante mi estancia en la
luna. Lo primero es que los selenitas no nacen de mujeres, sino de los hombres.
Porque los matrimonios son entre varones y ni siquiera conocen el nombre de mujer.
Hasta los 25 años cada individuo actúa como esposa, y a partir de estos como
marido. No se quedan preñados en el vientre, sino en las pantorrillas. Cuando el
feto es concebido, empieza a engordar la pierna y, al pasar el plazo de tiempo, la
abren de un tajo y sacan los fetos muertos, pero los colocan de cara al viento con
la boca abierta y recobran la vida. [...]
Cuando un individuo envejece, no llega a morir, sino que se disuelve como humo y se
transforma en aire. Tienen todos la misma comida, pues encienden fogatas y
tuestan ranas sobre las ascuas. Hay por allá muchas ranas que vuelan por entre la
bruma. Mientras se van asando, ellos se sientan alrededor, como en torno a una
mesa, inhalan el humo que despiden y así se banquetean. Ese es el alimento con el
que se mantienen. [...]
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Entre ellos se considera guapo al que está calvo y pelón, mientras que les inspirar
repugnancia los melenudos. [...] Les sale barba, un poco, en las rodillas. Y no tienen
uñas en los pies, sino que todos poseen un único dedo. Sobre sus nalgas tiene todos
plantadas una enorme col, a modo de cola, siempre rozagante, y que no se
espachurra si uno se cae de espaldas.
Por otra parte, utilizan su barriga como zurrón, metiendo en ella cuanto necesitan.
Porque tienen que abrirla y cerrarla, pues no guardan tripas ningunas dentro, sino
que está forrada por dentro con un vello espeso, de modo que los niños pequeños,
cuando hace frío, pueden guarecerse allí. [...]
En cuanto a los ojos, no me atrevo a decir cómo los tienen, no sea que alguno piense
que cuento mentiras, por lo inverosímil del relato, pero, con todo, lo voy a contar.
Tienen los ojos desmontables, y el que lo desea se los quita y los guarda hasta que
necesite ver, y entonces se los pone de nuevo y ve. Y muchos, cuando han perdido
los suyos, piden otros prestados, y así se ven con ojos ajenos. También hay algunos,
los ricos, que tienen mucho ojos de repuesto. Por orejas tienen hojas de plátano,
excepto los nacidos de las bellotas, que las tienen de madera.
Y aún contemplé otra maravilla en el palacio real: un espejo muy grande en la boca
de un pozo no muy hondo. Si uno va y desciende al pozo puede oír todo lo que se
dice en la tierra, en nuestro país, y si uno mira al espejo, ve todas las ciudades y
todos los pueblos como si estuviera en medio de ellos. Entonces pude yo ver a todos
mis amigos y toda mi patria, pero no puedo decir con certeza si ellos me veían a mí.
Quien no se crea que esto es así, si algún día va en persona por allá, ya se enterará
de que digo la verdad.
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Se habían hecho sus casas y candelabros allí, cada una por su cuenta, y tenían
nombres propios, como las personas, y las oímos hablar con su voz, y no nos hicieron
ningún daño, sino que nos ofrecían presentes de hospitalidad. Pero nosotros, sin
embargo, les teníamos miedo y ninguno de los nuestros se atrevió a aceptar la
invitación para comer o dormir.
Así que permanecimos allí aquella noche y al día siguiente levamos velas y nos
lanzamos a navegar ya cerca de las nubes. Entonces, en efecto, nos asombramos al
divisar la ciudad de Nubicuculia; no obstante, no desembarcamos en ella. No nos
dejaba el viento. Contaban que allí reinaba Cornejo, hijo de Mirlón. Entonces yo me
acordé del poeta Aristófanes, autor sabio y veraz, de cuyas noticias en vano se
desconfía.
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10.- TRAGADOS POR LA GRAN BALLENA.
Al tercer día después de aquel vimos ya claramente el océano, pero no tierra por
parte alguna, con excepción de las suspendidas en el aire. Justamente esas
aparecían ardientes y esplendorosas. Al cuarto día, a mediodía cedió el viento
mansamente y, al calmarse, nos posamos sobre el mar.
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Una vez que quedamos dentro, al principio todo eran tinieblas y no veíamos nada.
Pero luego, al reabrir las fauces el monstruo, vimos una enorme cavidad, amplia y
espaciosa por todos lados y alta, capaz de albergar una ciudad entera de diez mil
habitantes. Por el medio flotaban grandes y pequeños peces y muchos otros bichos
desmenuzados, y mástiles de navíos y anclas, y huesos humanos y embalajes varios.
Pero en el centro había tierra y aun montecillos, sedimentos de barro que habíase
tragado. Sobre la tierra había crecido un bosque y árboles de toda clase, y habían
brotado hortalizas, y todo daba la impresión de estar cultivado. El perímetro de la
isla era de doscientos cuarenta estadios. Allá se veían también aves marinas:
gaviotas y alciones que anidaban en los árboles.
Esto es cuanto me ocurrió hasta que llegué al otro continente, en el mar, a lo largo
de mi viaje por las islas y el aire, y, tras él, en la ballena. Y una vez que logramos
salir, entre los héroes y los sueños, y, por último, entre los bucéfalos y las
perniburras. Lo que ocurrió en el otro continente lo relataré en los libros que
siguen.
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