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TRAGEDIA GRIEGA E ISABELINA


H.D.F. Kitto
[Traducción de Juan Tovar al Capítulo VII de Form and meaning in Drama (1956)]

Las diferencias entre Esquilo y Sófocles son grandes, pero no tan fundamentales
como las semejanzas entre ellos. La semejanza es que ambos son constructivos más que
representantes: distinción ésta que acaso se aclarará en lo que sigue. Nos resulta fácil ver
en Sófocles un dramaturgo que dio un paso decisivo hacia la auténtica culminación del
drama: el naturalismo total; que de hecho no es la culminación sino la muerte del drama.
Sófocles, decimos, se interesaba por encima de todo en el carácter humano, y dedicó los
sutiles recursos de su arte al propósito de representar el carácter humano en acción,
mediante un tipo noblemente idealizado de personaje. Esquilo fue un dramaturgo
"religioso"; Sófocles representó la vida humana en su temple mejor y más heroico.
Quizá lo haya hecho, pero todo esto es secundario. En verdad, esta creencia de
que Sófocles es en esencia un artista representante es lo que hace tan difícil entender sus
distorsiones. Todo cuanto hace es tan "como la vida" que nos sorprendemos, y tal vez
nos resentimos un poco, al advertir, en varias de sus tramas, detalles de importancia que
resultan imposibles o improbables. De hecho, Sófocles se halla muy cerca de Esquilo y,
a menos que me equivoque seriamente, bastante lejos de Shakespeare y otros
dramaturgos ingleses. La verdadera base de una tragedia griega clásica no es la
anécdota; Wilamowitz erró por entero al decir que la tragedia griega era en esencia saga.
Tampoco es la gente que figura en la anécdota; Sófocles no era un Dickens que tenía la
ventaja adicional del sentido clásico de la forma. La idea formativa y directora de un
drama griego —siempre excluyendo aquéllos que no son realmente trágicos— es algún
concepto religioso o filosófico, y el interés que el dramaturgo tiene en la anécdota, o en
los personajes, está siempre, no diré subordinado a dicho concepto, pero sí estrictamente
correlacionado con él. Aquí es donde el drama griego difiere del isabelino; no, por
supuesto, que el griego fuera filosófico, sin ningún interés en los individuos, y el
isabelino se interesara sólo en los individuos y careciera de fundamentos filosóficos: la
diferencia radica en el equilibrio que cada uno establece entre ambas cosas.
Los dramaturgos griegos parecen haber obedecido el mismo instinto que los
primeros filósofos griegos. Éstos contemplaban los innumerables fenómenos del
universo y asumían, en forma instintiva, que eran sólo "fenómenos", apariencias; la
realidad última debía ser simple, no compleja. Los poetas tenían el mismo hábito mental.
Contemplaban su universo de acción y sufrimiento humanos, y veían variedad sin fin
—y la veían con esa vividez y agudeza que rara vez le faltaban al griego. Pero no
acostumbraban representarla directamente. El poeta buscaba más bien aprehender la
simplicidad unificadora, las leyes fundamentales; y éstas, una vez aprehendidas,
proporcionaban el marco del drama. Los objetos de la observación inmediata— los
caracteres, las acciones, las experiencias de los hombres— se volvían, por así decir, el
material bruto a partir del cual, descartando y reacomodando, el poeta construía su
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nueva estructura, completamente inteligible. Del material seleccionaba tan sólo aquello
que tuviera pertinencia inmediata para su propósito, y el propósito era, no el de
representar una situación humana típica, sino el de recrear la realidad interna. Tal es,
después de todo, el significado mismo de la palabra griega poiésis, que ha venido a parar
en nuestra palabra "poesía"; al pie de la letra, significa "construcción". Repito que, desde
luego, los poetas dramáticos ingleses también hacían esto, como cada artista debe
hacerlo, pero el equilibrio entre las actividades constructiva y representante difiere
considerablemente en el drama griego y el isabelino y explica, en gran medida, las
diferencias de forma y estilo.
Por ejemplo, podemos imaginar, quizá con esfuerzo, la serie de dramas que
Shakespeare podría haber elaborado con el material bruto que se usa, o se implica, en el
Agamenón: Atreo y Tiestes, Paris y Helena, Áulide y el sacrificio; la guerra, con
Tersites como personaje inevitable; Casandra (pero no Apolo), la tormenta, el regreso de
Agamenón y sus consecuencias, y desde luego Clitemnestra con Egisto. Habría sido un
vasto panorama de acción y sufrimiento, lleno de contrastes y conflictos, rico y amplio y
pleno como la vida misma. Pero a Esquilo no le interesaban los panoramas. En vez de
explayarse y crear una unidad mediante un inspirado proceso de agregación, trabaja
hacia dentro. Atraviesa toda esta masa de material hasta alcanzar su unidad interna y
unificadora, el conflicto entre las dos leyes de Diké e Hybris1; no lo seducen las
personas que crea. Habiendo llegado a este concepto, lo recrea en forma dramática con
el material que ha dejado allá en la superficie, eligiendo sólo lo que necesita, usándolo
en el orden que mejor le conviene (de modo que Atreo y Tiestes quedan al último), y
desechando lo demás. Ocurre así que la estructura terminada posee la claridad y la
fuerza de una declaración tajante, la firmeza y la cohesión que hallamos en las
demostraciones matemáticas, así como ese poder peculiar generado por una obra de arte
en la que cada detalle contribuye directamente al mismo fin.
Sófocles hace justamente lo mismo. No es exagerado decir que, a la luz de la
reflexión, cada detalle de sus dramas se percibe surgido de un solo concepto, y tributario
suyo. Nada está allí sólo porque Sófocles se interesó en un personaje o una situación. La
razón de que la textura de sus obras sea otra que la textura característica de Esquilo es
muy sencilla: su concepto de Diké era otro y le interesaba otro aspecto de la vida. En la
Orestiada y la Prometíada Esquilo trata, en algún sentido, la evolución de la
civilización; en la trilogía de las Danaides (si mi interpretación se acerca a la verdad2, se
ocupa de la revelación, mediante la ofensa y la contraofensa, del verdadero sentido de la
1
[Diké suele traducirse justicia; "sugiere uso establecido, orden y derecho" (W. Kaufmann,
Tragedia y filosofía, 15). Kitto le da más bien el sentido de Ley trascendente que regula el
equilibrio del cosmos. De modo paralelo sigue la tendencia, criticada por Kaufmann. Para
Kaufmann, el sentido sería más concreto: ultraje, crimen, insolencia, desmán.]
2
Greek Tragedy, pp. 18-22. [Para Kitto, la trilogía que Las Suplicantes iniciaba habría tenido un
desarrollo semejante a la Orestiada. La segunda parte trataría el desposamiento forzado de las
Danaides y el acuerdo entre ellas de matar a los maridos en el lecho nupcial; en la tercera, la
única que se abstuvo de ejecutar la venganza respondería de su acción en un juicio que los dioses
inclinarían en su favor.)
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Ley de Zeus. En Los Persas, obra mucho más simple, presenta un aislado pero
impresionante caso de Hybris. En las tres trilogías hay lo que podemos llamar un
progreso, un avance de conflicto en conflicto hasta llegar a la reconciliación, y en dos de
ellas este progreso se expresa como un cambio en el mismo Zeus. También es de notarse
que en todos los dramas, ya haya una sola situación, como en Los Persas, o una serie de
situaciones, cada una de ellas es simple: una persona, o una a la vez, actúa con violencia.
Pero el pensamiento de Sófocles sigue un curso muy distinto. No es evolucionista; la
idea de una deidad progresiva le es del todo ajena. Cierto que no carece de interés en el
camino ascendente seguido por la humanidad de la barbarie a la civilización, como
demuestra la famosa oda de Antígona, pero la fundación del orden moral y social a partir
del caos no es, como en Esquilo, parte esencial de su pensamiento religioso. Más bien, a
los ojos de su contemplación, la condición humana es fija y está gobernada por leyes que
no cambian ni pueden cambiar; en su concepción de Diké, el Orden del Mundo, no hay
lugar para nada progresivo; es algo inherente a la naturaleza del universo y del hombre,
algo eterno. Abarca las leyes conocidas de prudencia y moralidad, pero no es idéntica a
ellas, pues también abarca (como muestra el Edipo Rey) esa remota y misteriosa región
de la experiencia humana donde las acciones inocentes pueden tener funestas
consecuencias. Este Orden del Mundo se nos va revelando en las complejas
personalidades y acciones de todo un grupo de personas, relacionadas íntimamente o
bien de manera casual. De este modo, los personajes principales no se limitan a chocar
uno contra otro, como en Esquilo; se trenzan en un conflicto íntimo y prolongado,
poniendo en juego su entera personalidad. Tal espectáculo nos resulta más "como la
vida" que cualquier cosa en Esquilo, y en verdad así es; pero no debemos pensar que, en
manos de Sófocles, el arte dramático se vuelva más naturalista. Tal puede parecemos,
habituados como estamos a un arte más de representación, pero en esencia el arte de
Sófocles es tan austero como el de Esquilo; difiere en textura sólo en tanto que su
pensamiento difiere del de Esquilo.
El punto tiene cierta importancia. Tenemos al Corintio de Edipo Rey, un personaje
dibujado de manera tan vívida que el Vigía del Agamemnón parece arcaico junto a él. Se
parece mucho a un personaje menor shakesperiano: un esbozo al margen, tomado del
natural, por pura diversión. Sin duda fue dibujado del natural, y sin duda Sófocles se
divirtió dibujándolo, pero seamos cautos... Observemos cuan restringido es el
“naturalismo”, y a qué cosa se restringe. El hombre se nos presenta completamente a sus
anchas, lleno de confianza, ansioso de ayudar. Nos dice por qué ha venido tan aprisa:
espera recibir albricias y al cabo insinúa que espera aun más, cuando Edipo sea su rey y
sepa su secreto. Pero no habla de sus pobres piernas cansadas (como el Anciano en el
Ion de Eurípides) ni de la esposa y la familia. El dibujo de carácter es estrictamente
orgánico. Ya antes, al discutir la doble perspectiva3, vimos una razón de que el personaje
3
["Yocasta reza a Apolo pidiéndole evitar lo que él mismo ha dicho que debe ocurrir, y recibe una
respuesta inmediata; irrumpe el Corintio con la feliz nueva de que Pólibo ha muerto. No podemos
sino tomar esto como la respuesta de Apolo a la plegaria, pero Sófocles se ocupa de explicarnos
que este corintio no ha venido por mandato de un dios —aunque en cierto sentido un dios lo haya
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hable con franqueza de la propina que espera: su llegada en este momento, que es de lo
más natural, es también el acto del dios (como Hipócrates decía acerca de “la
enfermedad sagrada”). Pero hay otro punto, profundamente irónico, y la ironía se repite
cuando el esclavo de Layo se une al corintio (vv. 1178-1179): una acción decente, que
prometía traerle tanto bien, no acarrea de hecho nada más que sufrimiento.
Sófocles es, en realidad, tan austero en sus métodos como Esquilo. Nunca dibuja
carácter donde el carácter no es necesario. Los mensajeros de Áyax y de Antígona
apenas si están bosquejados, y el segundo mensajero de Antígona es a tal grado un
espacio en blanco que no sabemos si ha de ser hombre o mujer; puede ser la misma
persona que el primer mensajero, o puede no serlo. ¿Qué importa? La persona que habla
no tiene importancia; toda nuestra atención ha de concentrarse en lo que se dice. Esto es
comparable al tratamiento de Antígona y Hemón, que a su vez es directamente
comparable al tratamiento de Casandra, Agamemnón y Clitemnestra en la escena en que
aparecen juntos. En cada caso hay una situación desbordante de posibilidades
dramáticas, pero ninguno de los dos dramaturgos toca, de todas ellas, más que aquélla
que se relaciona de manera directa con su tema. Sería sin duda exagerado decir que la
caracterización “libre” no se da en absoluto, pero su campo es reducido. Cuando se
requiere, no un mensaje ambulante, sino una persona real, Sófocles siempre la pinta
vívidamente, como por ejemplo al Guardián de Antígona; pero con sólo comparar a este
personaje con los Guardias que Anouilh caracteriza con tanta amplitud en su Antígona,
advertiremos cuan esencialmente “constructivo” es el método de Sófocles. Pero lo
importante, para el lector moderno, es comprender esto, por así decir, en reversa. El
naturalismo es algo relativamente perezoso; Sófocles siempre trabaja duro, y nosotros
tenemos que hacer lo mismo. Así, el Guardián no es ningún “alivio”, cómico o de otra
índole; está allí para ilustrar otro aspecto de la “injusticia” y la inhumanidad de Creonte,
y toca a nosotros coordinar éste con los demás. La segunda parte del Áyax, que nuestra a
Teucro sucesivamente con Menelao, Agamemnón y Odiseo, no es simplemente una
galería de pinturas. La Electra no es simplemente el Retrato de una Dama.
Esta limitación en el trazo de personajes se encuentra asimismo en las tragedias de
Eurípides. Hay quienes hablan del profundo estudio psicológico de Medea; quienes
convierten a Hipólito en un hombre mentalmente afectado por su nacimiento ilegítimo;
quienes ven en Hécuba a una mujer desquiciada por el sufrimiento hasta el punto en que
ella misma se entrega a la sed de venganza. Pero todo esto transforma a Eurípides en un
autor moderno, y no muy bueno. Ciertamente sería posible que un dramaturgo tratara a
Medea como a una mujer apasionada que se enamoró con violencia de Jasón, lo ayudó
matando a su propio hermano, vio cómo su amor por Jasón se volvía odio y desprecio y
finalmente, tras desesperada lucha interior, se obligó a matar a sus propios hijos con el
fin de vengarse del padre. Tal obra podría haberla escrito Webster, pero no Eurípides. Si
tratamos de leer así su obra, nos intrigan, o nos enojan, su violenta manera de sintetizar

mandado— sino por muy buenas razones propias." (Form and Meaning in Drama, cap. III.)]
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los hechos, su tieso y retórico tratamiento de la “lucha psicológica de Medea”, y su


simplificación del personaje masculino. Pasa lo mismo con Hécuba, una víctima
postrada que de pronto se convierte en opresora. No podemos seguir esto como un
proceso lógico y necesario en la mente y el carácter de Hécuba, porque apenas si
sabemos lo que éstos son; y vale la pena señalar que exactamente la misma cosa pasa en
los Heraclidas con Alcmena, cuya mente y carácter son igualmente vagos. De hecho, si
tratamos de que estos dramas sean, en algún grado importante, estudios de personajes
individuales, y en consecuencia los comparamos, como sería lo debido, con las obras de
Shakespeare, no podremos sino admitir que Eurípides era un niño en estas cosas, o bien,
que las convenciones de su teatro lo incapacitaron casi del todo. La verdadera fuerza de
estos dramas se revela sólo cuando vemos que no tratan de individuos, sino de la
humanidad: la humanidad desgarrada por pasiones contrarias, o por el conflicto entre sus
pasiones y su razón. Tenemos que mirar a estos personajes con distancia de por medio,
como el público ateniense los miraba literalmente en el Teatro de Dionisios: una
distancia suficiente para permitirnos ver en la debida proporción lo que es significativo,
y no tratar de ver en detalle lo que no está allí, y que de estar no ayudaría al tema de
Eurípides. La bastardía que como un lento veneno opera en la mente de Hipólito no es
de particular interés para Eurípides, aunque se trata de una idea que Shakespeare halló
dramática. Podría haber un drama que, concebido en esta escala personal, sugiriera el
trágico predicamento en que la humanidad puede caer, desgarrada entre pasiones o
fuerzas contrarias, pero ésa no era la manera griega de hacer las cosas. Habría estado
fuera de proporción en una forma dramática que presenta a la humanidad enfrentada con
los dioses. Si una o dos referencias a las circunstancias de su nacimiento ayudan a
explicar por qué Hipólito es exclusivamente devoto de Artemisa, santo y bueno, pero no
nos corresponde exagerar la importancia de esas alusiones y tratar de convertir la obra
en el estudio psicológico de un individuo. Hipólito, por cualquier razón, es unilateral;
Fedra también es alguien que ama apasionadamente en contra de su razón. Esto es todo
lo que importa, y es todo lo que Eurípides nos da.
...Hay pruebas suficientes para rechazar, por superficial, la idea de que eran las
condiciones externas las que determinaban la forma y el estilo del drama. No fue el corto
número de actores lo que impidió a Esquilo hacer que Casandra, Agamemnón y
Clitemnestra discutieran la posibilidad de compartir una grata vida doméstica. No fue
eso, ni la presencia obligatoria del coro, lo que impidió a Sófocles escribir una escena de
Antígona y Hemón... El coro era a veces estorboso para Eurípides, pero no se
conservaba porque fuese una institución sagrada —la Comedia lo abolió— sino porque,
en general, era un instrumento perfectamente adecuado al tipo de drama que los poetas
querían escribir... Es posible, incluso probable, que estas formas externas hayan cuajado
en convenciones fijas que limitaran a los dramaturgos más que liberarlos. Por ejemplo,
no es evidente, a nuestros ojos, que el diálogo rápido y elegante de dramas como Ion y
Helena requiriera el vasto teatro ateniense, el coro, las máscaras y todo lo demás; pero
esto es sólo decir lo que ya sabíamos, que para entonces la Tragedia tocaba a su fin.
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Mientras conservó vigor, mientras fue aún "drama religioso", la forma externa fue la ex-
presión natural de su espíritu interno, y sólo el espíritu puede explicar, fructíferamente,
la forma.
La idea, pues, de que un aparato dramático tradicional fue el que, restringiendo al
dramaturgo, dictó la forma del drama trágico, resulta insostenible. Al contrario, los
dramaturgos inventaron y moldearon esta forma porque les permitía hacer exactamente
lo que querían hacer: no representar la vida en toda su dinámica variedad, sino presentar
su propia concepción de los principios o fuerzas que operan en la vida. Ya se ha hablado
un poco, en la comparación entre los dramaturgos y los filósofos, de esta manera griega
de entender el drama; tal vez otra comparación nos lleve más lejos...
Los contrastes entre la arquitectura griega y la gótica son un tópico muy gastado,
pero hay buenos precedentes griegos para no rehuir el lugar común. Este lugar común
puede ser útil; pues el espíritu de los poetas dramáticos griegos tiene mucho en común,
naturalmente, con el espíritu de los constructores griegos, y el drama isabelino, por más
que deba al Renacimiento, recibe la herencia de la Edad Media. Los puntos obvios de
contraste entre el templo griego y la catedral gótica son la simplicidad y la concentración
del primero, la complejidad y la expansividad de la segunda. La planta de la catedral
típica es compleja, y puede ser irregular; en comparación, la planta del templo es casi
tan simple como el plano de una mesa de cocina, y por lo general es estrictamente
simétrica. Resulta natural considerar el templo en términos geométricos; los arquitectos
parecen haber buscado una unidad casi abstracta. En cuanto a los ornamentos, aquéllos
que no eran puramente formales solían inspirarse en una sola idea definida, como el
triunfo del orden sobre el desorden. Los constructores medievales, en cambio, eran
impulsivos y dinámicos; se desplegaban a lo alto y a lo ancho, deleitándose en la
multiplicidad de las partes y en la riqueza y la variedad de la decoración; no en forma
ociosa, desde luego, ni sin disciplina interna. La unidad de la catedral es, por su índole,
capaz de incluir, además de decoraciones formales, representaciones en piedra, madera o
cristal de profetas, santos, mártires, reyes, y de armonizarlas con tallas de follaje y de
bestias, aves y peces, con grotescos, efigies o cariaduras. La idea de fondo era que todas
las cosas son creación de Dios; todas las cosas tienen, así, su propio valor peculiar, y
todas las cosas se combinan proclamando la gloria de Dios, San Francisco llamaba
hermano al asno, pues Dios los había creado a los dos. Este universo nada tenía de
antropocéntrico. La realidad última no era algún principio interno; descansaba más allá,
en Dios, que crea y comprende todas las cosas. La catedral, la casa terrena de Dios, era
una imagen temporal del Cielo eterno.
Teológicamente, por tanto, ninguna cosa creada puede estar fuera de sitio en la
catedral; toda la Creación, en su diversidad inagotable, se une en la gloria de Dios. Hay
ciertamente rangos y escaños, con el Hombre a la cabeza de las criaturas temporales,
pero todas las cosas tienen su lugar. El Todo es infinito, y por ello inexpresable, excepto
en forma simbólica; corresponde al artista seleccionar y ordenar su material a modo de
sugerir esta infinitud. De aquí la justificación filosófica, si tal se requiriera, de las
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múltiples vistas que la catedral ofrece en cada plano; del completo ensimismamiento, el
amoroso cuidado con que el albañil medieval talla una flor, o un perro. Cada cosa
individual posee un doble valor: es parte del todo, y es ella misma: una creación única,
que existe por derecho propio. De este modo, el número de puntos focales es ilimitado;
la unidad del todo surge de la integración de muchos particulares, y el problema artístico
radica en relacionar los puntos focales subordinados con el dominante.
El espíritu y los métodos del drama isabelino parecen tener mucho en común con
lo anterior. La estructura es mucho más compleja que en el drama griego. Igual que el
arquitecto podía añadir una Capilla de la Virgen o reconstruir un coro sin arruinar la
unidad del edificio —cosa por demás imposible en un templo griego—, se pueden cortar
una o dos escenas de una obra isabelina sin que lo demás se vuelva absurdo, lo cual sería
imposible con cualquier drama griego clásico. Más importante, desde nuestro presente
punto de vista, es el hecho de que los personajes menores y los incidentes secundarios
del drama isabelino poseen realidad independiente. Launcelot Gobbo no es tan
importante en la obra como Antonio y Shylock, pero es igualmente “real”; lo apreciamos
por lo que es en sí.
Una parte importante del drama shakesperiano —y asimismo del drama medieval
y de la novela inglesa— es que siempre transmite algo de la textura, el “sentir” de la
vida ordinaria tal como la conocemos. Los personajes principales y la acción central se
hallan incrustados en un rico contexto de personajes menores y acciones secundarias,
algunas de las cuales tal vez no tengan mucho que ver con la acción principal. La
concepción es como la de un tapiz o un gran paisaje, en que los personajes menores
conducen gradualmente al ojo, de las figuras centrales al horizonte distante; o como
varios dibujos de Durero donde la figura central se mira acosada y cercada por la vida
abundante de la naturaleza y la humanidad, no bosquejada a la ligera, a modo de fondo,
sino trazada con vividez y con absoluta convicción, como para sugerir la totalidad de las
cosas, de la cual forma parte el incidente central, y de la cual deriva su verdad y su
sentido.
Así ocurre en Shakespeare. Cuando un personaje menor, como Gobbo, se halla
ante nosotros, lo contemplamos por sí mismo, igual que en una iglesia podemos
contemplar aisladamente a un pastor con su perro tallados en una banca. Si algún
personaje menor carece de conexión directa con el tema central de la obra, eso "no nos
apura", siempre y cuando esté vivo; pues el horizonte implícito en Shakespeare es nada
menos que la totalidad de la vida. De buen grado enfocamos, de tiempo en tiempo, otras
partes de la vasta realidad que, por implicación, rodea la acción central y la hace
significativa. De hecho, estos personajes menores deben verse con detalle. Sólo siendo
reales y vividos cumplirán su verdadera función, que es la de sugerir que la acción
trágica central es parte del gran río de la vida humana.
La comparación de un drama histórico griego con uno de Shakespeare ilustrará
claramente las diferencias. Shakespeare inicia Enrique V deplorando la imposibilidad de
presentar dignamente, dentro de su “O de madera”, los hechos gloriosos que componen
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su trama; pero hace lo que puede. Nos transporta a todo lo largo del cautivante cuento,
desde las primeras deliberaciones hasta el matrimonio con la princesa francesa. Pero
—para hacer una pregunta vulgar— ¿de qué trata la obra? Hay el desarrollo que lleva al
Príncipe Hal a convertirse en el Rey Enrique; pero no podemos pretender que éste sea el
elemento dominante en el drama. Hay el hecho de que Enrique empieza por exigir el
trono francés y acaba por casarse con la princesa; pero si esto es importante, ¿qué tiene
que ver con los alegres cobardes Bardolph, Pistol y Nym...? De algún modo se
relacionan con el tema de la personalidad de Enrique, pero Shakespeare no los incluyó
por esta razón, sino porque le simpatizaron. También están Jamie el escocés, Fluellen el
gales, y Macmurray el irlandés. No tienen ninguna relación indispensable con lo demás,
pero ilustran la diversidad de las naciones británicas. La obra representa con vigor a un
pueblo grande y variado, a un rey joven y heroico, y una alta hazaña, y no es posible ser
mucho más precisos. Quizá no sea el mejor de los dramas históricos, ni el más
rigurosamente construido, pero no es atípico, y está lejos de ser un fracaso. Simplemente
tiene más puntos focales que lo acostumbrado.
El contraste con Los Persas es absoluto. Esquilo no se siente para nada impedido
por los confines de su “O de madera”, ni desea

Un reino por tablado, príncipes que actúen


y monarcas que contemplen la escena tumultuosa.

Su realidad es diferente de la shakespeariana: lo que atrae su interés no son los


sucesos mismos, ni los actores en ellos, del más alto al más bajo, sino el sentido de los
sucesos; y tal sentido, para Esquilo, es la ley de que los dioses castigan la hybris. No hay
nada en la obra que no se explique directamente por esta única idea, si Esquilo hubiera
tenido veinte actores a su disposición, y la libertad de trasladar la escena de Susa al
Helesponto, y de allí a los Termopilas y Artemisia, y luego a Salaminia y a Platea, no
habría sido más que una molestia para él. No menciona siquiera las Termopilas ni
Artemisia; no se refiere a ningún griego individual, con excepción de Temístocles, e
incluso a él no de nombre, pues aparece como “algún Espíritu Vengador”. Y todo esto
para hacernos comprender que el verdadero antagonista de Jerjes es “el dios”, theos
metaítios, que opera no sólo en y por los griegos, sino también a través de la misma
tierra y el clima de Grecia.
Así, la diferencia esencial entre el drama griego y el isabelino puede expresarse en
la fórmula Concentración, no Extensión. La vida se representa, no mediante una
inspirada agregación de particularidades, escogidas y dispuestas a modo de sugerir el
Todo inexpresable, sino mediante una selección rigurosa seguida por una estructuración
significativa que ilumina, como en un diagrama viviente, la estructura misma de la vida
humana. Lo estimulante de Shakespeare, aparte de su poesía, es el deleite —o acaso la
repulsión— con el que toma un personaje tras otro, o una situación tras otra, y nos pone
enfrente su esencia. Lo estimulante de Esquilo y de Sófocles, aparte de su poesía, es el
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control imaginativo e intelectual con el que hacen de cada detalle una parte significativa
de un diseño iluminador.
En el teatro, tenemos instintivamente conciencia de esto, y por tal motivo las
ilogicidades no se nos hacen patentes sino hasta que nos metemos en nuestro estudio.
Según hemos dicho, el dramaturgo griego utiliza un solo foco. La acción se desarrolla
dentro de un área perfectamente definida de iluminación brillante; no en un plano,
porque hay perspectiva; pero la perspectiva opera sólo en profundidad, y revela a los
dioses. Shakespeare cambia de enfoque todo el tiempo, para iluminar, con mayor o
menor resplandor, cada parte de su acción, más extensiva. La acción central, alumbrada
con vividez, limita con áreas de iluminación más suave. El ojo del espectador se mueve
de continuo; pues la mente de Shakespeare es como una luz giratoria que en cualquier
momento lanza un rayo en alguna dirección inesperada, para esclarecernos algo. La
mente del dramaturgo griego es una luz fija: está el área iluminada y, fuera sabemos que
no oculta nada que nos concierna... Esto no molesta en absoluto al espectador; molesta
al crítico si éste mira a Sófocles con ojos shakesperianos, tratando de enfocar lo que el
dramaturgo ha dejado a oscuras... En el drama griego, los detalles no tienen ese tipo de
realidad; nuestros ojos no se enfocan en ellos, sino en algo detrás de ellos: en los dioses,
las Leyes, los principios universales. En otras palabras, la fuerza del diseño nos hace
indiferentes a las distorsiones que son partes lógicas y necesarias del diseño.
...Así como el poeta trágico griego escribía drama trágico contra el trasfondo de la
ley universal, tragedia independiente del lugar y la época, así escribía drama cómico
contra el mismo trasfondo vuelto al revés. En el drama satírico, la ley moral se
suspendía, o se invertía; la cobardía, la embriaguez y la lujuria se vuelven la norma, y el
heroísmo una cosa risible. El drama satírico y la tragedia se parecían, y diferían de la
Comedia Antigua, en el hecho de que hallaban su material en el mito, es decir, en algo
universal; y el trasfondo local del drama satírico no eran las calles de Atenas, sino la
costa o la montaña. Para escribir esta comedia universal, todo lo que Esquilo tenía que
hacer era pararse de cabeza, lo cual parece haber hecho con entusiasmo y con éxito.
...Pero ¿por qué se separaban así los elementos cómicos y los trágicos, en vez de
combinarse en un solo drama? ¿Por qué hallamos primero tres tragedias sin rastro de
comedia, o poco menos, y luego una farsa estridente? Podemos, desde luego, traer a
colación el instinto griego de la pureza de estilo, pero esto es poco más que una frase
para describir lo que quisiéramos explicar; y en todo caso, ¿por qué iba a haber un estilo
más puro en incluir una farsa gruesa dentro de la tetralogía trágica que en mezclar lo
trágico y lo cómico en la misma obra?
De hecho, no se trata sólo de lo trágico y lo cómico, sino también de lo alto y lo
bajo, lo dignificado y lo humilde. El drama medieval y los isabelinos combinaban todo
esto sin titubear, mereciendo así la severa reprobación de Milton, quien, al igual que
Platón, el otro gran artista puritano, fustiga “el error que los Poetas cometen al
entremezclar materiales Cómicos con la tristeza y la gravedad Trágicas, o introducir

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personas triviales y vulgares, que todos los juiciosos han considerado absurdas, y
convocadas sin discreción, para de manera corrupta gratificar a la gente”4.
Es verdad, desde luego, que la tragedia griega incluía también personajes
humildes, y no ponía reparos en tratarlos con cierto grado de realismo, pero aun así la
diferencia es clara. Estos esclavos y vigías figuran en el mismo contexto que los reyes y
las reinas, y hablan casi el mismo lenguaje. Ningún puritano griego podría haberlos
supuesto "convocados sin discreción, para de manera corrupta gratificar a la gente". De
hecho, no se les "convoca", como haciéndolos salir de otro mundo, de un sub-mundo;
son simplemente otros seres humanos, aunque de menor estatura, que se hallan
involucrados. No abandonamos el mundo de la dignidad trágica con el fin de pasar unos
cuantos minutos en el mundo de la comedia o de la vida plebeya.
¿Por qué la diferencia? No es que los poetas trágicos griegos fueran demasiado
sublimes para "de manera corrupta gratificar a la gente"; el drama satírico no hacía más
que servir a este reprobable propósito. Pero si regresamos a la diferencia fundamental
entre el drama griego y el isabelino, hallamos una explicación muy natural.
Argumentamos que un trasfondo de vida cotidiana forma parte esencial del drama
isabelino; que es uno de los medios por los que la acción central cobra solidez y
realidad... Como la vida, en verdad, contiene tanto lo cómico como lo trágico, la juiciosa
inclusión de lo cómico y lo vulgar —los barrios bajos, los sepultureros, los bufones—
nos ayuda a sentir que el drama es “fiel a la vida”, pues he aquí la acción trágica y, en
torno suyo, la vida misma.
Pero como la tragedia griega no es, en este sentido, un arte de representación, sino
de construcción, su método debe ser por entero diferente. Cuando Esquilo construye un
drama para dar cuerpo al concepto de que el mal debe castigarse, pero que la venganza
ciega lleva inevitablemente a nuevos males, y en última instancia al caos, resulta del
todo irrelevante que la vida comprenda tanto lo cómico como lo trágico, tanto lo
pequeño y lo simple como lo grande. Argos tenía, sin lugar a dudas, sus “cómicos”
naturales y sus bribones pintorescos, pero el hecho no tiene nada que ver con el tema de
la Orestiada. Sin embargo, los poetas trágicos griegos no eran solemnes unilaterales que
jamás reían, jamás veían que la vida era chistosa aparte de seria, que el hombre, además
de ser moral, espiritual e intelectual, es también un animal. Lo sabían perfectamente y,
dentro de la tetralogía, hacían justicia al otro lado de la vida mediante el drama satírico,
representando así la totalidad de la vida, a la manera “analítica” griega, tan
acabadamente como los isabelinos a la suya. No faltará razón al antropólogo que nos
diga que el drama satírico tuvo origen religioso; la religión griega iba a la par con la
vida. Pero la razón por la cual sobrevivió no fue el conservadurismo religioso; los
griegos no eran gente que conservara lo que no necesitaba ni podía usar. Sobrevivió
porque tenía un papel importante que jugar en el todo.

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Prefacio a Samson Agonistes.
H.D.F. Kitto TRAGEDIA GRIEGA E ISABELINA

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