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INTRODUCCIÓN
Hay una cantidad considerable de gente justo en este momento que pide que
algún tipo de compromiso claro y sensato quede revelado de modo evidente en las obras
de teatro contemporáneas. Quieren que el dramaturgo sea un profeta. Advertencias,
sermones, amonestaciones, juicios morales, problemas definidos con soluciones
incluidas; todo puede acampar bajo el estandarte de la profecía. La actitud tras este tipo
de cosas puede resumirse en una frase: “¡Te lo estoy diciendo!”
Se requieren todo tipo de dramaturgos para hacer un mundo, y en lo que a mí
respecta “X” puede seguir cualquier camino que se le ocurra sin que yo actúe como su
censor. Difundir una falsa guerra entre escuelas hipotéticas de dramaturgos no me
parece un pasatiempo muy productivo y por cierto no es ésa mi intención. Pero no
puedo dejar de sentir que tenemos una tendencia marcada a subrayar, con cuánta
palabrería, nuestras preferencias vacías. La preferencia por la “Vida” con L mayúscula,
que se presenta como algo muy distinto de la vida con l minúscula, quiero decir la vida
que en realidad vivimos. La preferencia por la buena voluntad, por la caridad, por la
benevolencia, qué superficiales se han vuelto estos enunciados.
Si yo fuera a plantear algún precepto moral podría ser: Cuídate del escritor que
pone por delante su preocupación para que tú la abraces, que no te deja ninguna duda de
su valor, de su utilidad, de su altruismo, que declara que su corazón está en el sitio
correcto, y te asegura que puede verse a simple vista, una masa pulsante donde tendrían
que estar sus personajes. Lo que es presentado, la mayor parte del tiempo, como un
cuerpo de pensamiento activo y positivo no es de hecho más que un cuerpo perdido en
una prisión de definiciones vacías y clisés.
Este tipo de escritor confía en las palabras totalmente. Por mi parte tengo
sentimientos mezclados antes las palabras. Moverme entre ellas, elegirlas, mirarlas
aparecer sobre la página: de esto derivo un placer considerable. Pero al mismo tiempo
tengo otro sentimiento poderoso sobre las palabras que equivale a nada menos que a la
náusea. Es tal el peso de palabras que nos enfrenta día por medio, palabras habladas en
un contexto como éste, palabras escritas por mí y por otros, cuya mayor parte es
terminología estancada y muerta; las ideas repetidas y permutadas infinitamente se
vuelven chatas, trilladas, sin sentido. Visto y considerando esta náusea, es muy fácil
verse superado por ella y retroceder hacia la parálisis. Imagino que la mayoría de los
escritores conocen este tipo de parálisis. Pero si es posible enfrentar esta náusea,
seguirla hasta la empuñadura, moverse a través de ella y fuera de ella, entonces es
posible decir que algo ha ocurrido, que incluso algo se ha logrado.
El lenguaje, en estas condiciones, es un asunto altamente ambiguo. Tan a
menudo, bajo la palabra hablada, está la cosa conocida y no hablada. Mis personajes me
cuentan tanto y no más, en referencia a su experiencia, sus aspiraciones, sus motivos, su
historia. Entre mi carencia de datos biográficos sobre ellos y la ambigüedad de lo que
dicen se extiende un territorio que no es sólo digno de ser explorado sino también
obligatorio explorar. Tú y yo, los personajes que crecemos sobre una página, la mayor
parte del tiempo somos inexpresivos, revelando poco, nada confiables, elusivos,
evasivos, obstruccionistas, renuentes. Pero es de estos atributos de donde surge un
lenguaje. Un lenguaje, repito, donde bajo lo que se dice, otra cosa está siendo dicha.
Una vez dados los personajes que poseen un empuje propio, mi trabajo es no
imponerme a ellos, no someterlos a una articulación falsa, con lo cual quiero decir
obligar a un personaje a hablar donde él no podría hablar, hacerlo hablar de un modo en
que él no podría hablar, o hacerlo hablar de lo que él nunca podría hablar. La relación
entre autor y personajes debiera ser altamente respetuosa, en ambos sentidos. Y si es
posible obtener una especie de libertad para escribir, ésta no viene de llevar a los
personajes de uno a posturas fijas y calculadas, sino de permitirles pagar el propio pato,
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dándoles un espacio legítimo para moverse. Esto puede ser doloroso en extremo. Es
mucho más fácil, mucho menos dolor, no dejarlos vivir.
Me gustaría dejar bien claro al mismo tiempo que no considero a mis personajes
fuera de control, o anárquicos. No lo son. La función de la selección y la disposición es
mía. Yo hago todo el trabajo pesado, en realidad, y creo que puedo decir que presto una
atención meticulosa a la forma de las cosas, desde la forma de una frase hasta la
estructura general de la obra. Dar forma, para decirlo suavemente, es de la mayor
importancia. Pero creo que ocurre algo doble. Uno dispone las cosas y además uno
escucha, siguiendo las claves que uno mismo deja para sí mismo, a través de los
personajes. Y a veces se encuentra el equilibrio, donde la imagen puede engendrar
libremente la imagen y donde al mismo tiempo uno es capaz de mantener sus sitios de
interés en el lugar donde los personajes están en silencio y ocultos. Es en el silencio
cuando son más evidentes para mí.
Hay dos silencios. Uno cuando no se dice ninguna palabra. El otro cuando tal
vez se está empleando un torrente de lenguaje. Este discurso está hablando de un
lenguaje encerrado debajo de él. Eso es su referencia continua. El discurso que oímos es
un indicio de aquella que no oímos. Es un esquive necesario, una pantalla de humo
violenta, ladina, angustiada o burlona que mantiene al otro en su lugar. Cuando el
auténtico silencio cae todavía nos queda el eco pero estamos más cerca de la desnudez.
Un modo de considerar el discurso es decir que es una estratagema constante para
ocultar la desnudez.
Hemos oído muchas veces esa frase cansada, sucia: “Fracaso de la
comunicación”... y esta frase ha sido fijada a mi obra de modo bastante sistemático.
Creo lo contrario. Creo que nos comunicamos demasiado bien, en nuestro silencio, en lo
que queda sin decir, y que lo que tiene lugar es una evasión continua, desesperados
intentos de retaguardia para guardarnos nosotros para nosotros mismos. La
comunicación es demasiado alarmante. Entrar en la vida de otro es demasiado
atemorizante. Revelar a otros la pobreza dentro de nosotros es una posibilidad
demasiado temible.
No estoy sugiriendo que ningún personaje en una obra de teatro pueda decir
nunca lo que en realidad quiere decir. En absoluto. He descubierto que invariablemente
llega un momento en que eso ocurre, cuando dice algo, tal vez, que nunca ha dicho
antes. Y donde este ocurre, lo que dice es irrevocable, y nunca puede ser retirado.
Una página en blanco es algo a la vez excitante y atemorizante. Es de donde uno
arranca. Siguen dos procesos posteriores en el adelanto de una obra. El período de
ensayo y la actuación. Un dramaturgo absorberá muchas cosas de valor de una
experiencia activa e intensa en el teatro, a través de esos dos períodos. Pero al fin queda
mirando de nuevo la página en blanco. En esa página hay algo o no hay nada. Uno no lo
sabe hasta que la ha acorralado. Y no hay garantías de que uno lo sabrá entonces. Pero
siempre es un riesgo que vale la pena correr.
He escrito nueve obras de teatro, para medios diversos, y en este momento no
tengo la más remota idea de cómo logré hacerlo. Cada obra fue, para mí, “un tipo
distinto de fracaso”. Y ese hecho, supongo, me envió a escribir la siguiente.
Y si encuentro que escribir obras de teatro es una tarea difícil en extremo,
mientras aún sigo comprendiendo que es una especie de celebración, cuanto más difícil
es tratar de racionalizar el proceso, y cuanto más abortivo, como creo haberlo
demostrado claramente ante ustedes esta mañana.
Samuel Beckett dice, en el principio de su novela El innombrable: “El hecho
parecería ser, si es que en mi situación uno puede hablar de hechos, no sólo que tendré
que hablar de cosas de las que no puedo hablar, sino también, lo que es aún más
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interesante, sino también que yo, lo que es si es posible aún más interesante, que tendré
que, olvídenlo, no importa.”