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INTRODUCCIÓN

Escribir para el teatro

Discurso de Harold Pinter en el Festival Nacional Estudiantil Dramático de Bristol en


1962.

No soy un teórico. No soy un comentarista autorizado o confiable de la escena


dramática, de la escena social, de cualquier escena. Escribo obras de teatro, cuando
puedo lograrlo, y eso es todo. Eso es todo el asunto. Así que estoy hablando con cierta
renuencia, sabiendo que hay al menos veinticuatro aspectos posibles de cada afirmación
simple, dependiendo de dónde estás parado en el momento o de cómo está el clima. Una
afirmación categórica, me parece, nunca se quedará donde está ni será finita. Se verá
sujeta de inmediato a modificación por las otras veintitrés posibilidades. Ninguna
afirmación que haga, en consecuencia, debiera ser interpretada como final y definitiva.
Una o dos de ellas pueden sonar finales y definitivas, incluso pueden ser casi finales y
definitivas, pero no las consideraré como tales mañana, y no me gustaría que ustedes lo
hicieran hoy.
Tengo dos obras de teatro largas producidas en Londres. La primera estuvo en
cartel una semana y la segunda estuvo en cartel un año. Desde luego, hay diferencias
entre las dos obras. En Fiesta de cumpleaños empleé cierta cantidad de guiones en el
texto, entre frases. En El encargado suprimí los guiones y usé puntos en cambio. Así
que en vez de decir: “Mira, guión, quién, guión, yo, guión, guión, guión”, el texto decía:
“Mira, punto, punto, punto, quién, punto, punto, punto, yo, punto, punto, punto, punto”.
Así que es posible deducir de esto que los puntos son más populares que los guiones y
que por eso El encargado estuvo más tiempo en cartel que Fiesta de cumpleaños. El
hecho de que en ninguno de los dos casos pudieras oír los puntos y las comas en la
actuación no viene al caso. No puedes engañar a los críticos por mucho tiempo. Pueden
distinguir un punto de un guión a un kilómetro de distancia, aun cuando ellos tampoco
puedan oírlos.
Me llevó cierto tiempo acostumbrarme al hecho de que la respuesta crítica y del
público en el teatro sigue una gráfica de temperatura muy errática. Y el peligro para un
escritor está donde él se vuelve una presa fácil de los viejos gusanos de la aprensión y la
expectativa en ese sentido. En Düsseldorf hace unos dos años salí a saludar, como se
acostumbra en el Continente, con un elenco alemán de El encargado al final de la obra
en la primera noche. Fui abucheado de inmediato con violencia por quienes deben haber
sido la colección de abucheadores más espléndida del mundo. Creí que estaban usando
megáfonos, pero era pura boca. El elenco era tan tozudo como el público, sin embargo,
y salimos a saludar treinta y cuatro veces, todo con abucheos. En la salida número
treinta y cuatro sólo quedaban dos personas en la sala, abucheando todavía. Me sentí
extrañamente reconfortado por todo esto, y ahora, cada vez que siento el
estremecimeinto de la vieja aprensión o expectativa, recuerdo Düseldorf, y estoy
curado.
El teatro es una actividad amplia, enérgica, pública. Escribir es, para mí, una
actividad completamente privada, ya sea un poema o una obra de teatro, sin diferencia.
Estos hechos no son fáciles de reconciliar. El teatro profesional, sean cuales fueren las
virtudes que sin duda posee, es un mundo de falsos climax, tensiones calculadas, un
poco de histeria, y una buena cantidad de ineficacia. Y las alarmas de este mundo en el
que supongo que trabajo se vuelven con firmeza cada vez más amplias e intrusivas. Pero
básicamente mi posición ha seguido siendo la misma. Lo que escribo no tiene
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obligaciones con nada que no sea consigo mismo. Mi responsabilidad no es hacia el


público, los críticos, los productores, los directores, los actores o mis prójimos en
general, sino con la obra a mano, simplemente. Les advertí acerca de las afirmaciones
definitivas pero parece como si acabara de hacer una.
Por lo común he empezado una obra de teatro de un modo bastante simple;
establecí un par de personajes en un contexto particular, los lancé juntos y escuché lo
que decían, manteniendo la nariz pegada al piso. El contexto siempre ha sido, para mí,
concreto y particular, y los personajes también concretos. Nunca empecé una obra a
partir de cualquier tipo de idea abstracta o teoría y nunca concebí mis personajes como
mensajeros de la muerte, del desastre, del cielo o de la vía láctea o, en otras palabras,
como representaciones alegóricas de cualquier fuerza en especial, sea lo que fuera lo
que eso quiere decir. Cuando un personaje no puede ser definido o comprendido
cómodamente en términos de lo familiar, la tendencia es a ponerlo sobre un estante
simbólico, fuera de todo daño. Una vez allí, se puede hablar sobre él, pero no se necesita
vivir con él. De este modo, es fácil levantar una pantalla de humo bastante eficaz, por
parte de los críticos o el público, contra el reconocimiento, contra una participación
activa y voluntaria.
No llevamos etiquetas sobre el pecho, y aunque nos las fijan continuamente los
demás, no convencen a nadie. El deseo de verificación por parte de todos nosotros,
respecto a nuestra propia experiencia y la experiencia de los demás, es comprensible
pero no puede verse siempre satisfecho. Sugiero que puede no haber distinciones
concluyentes entre lo que es real y lo que es irreal, ni entre lo que es verdadero y lo que
es falso. Algo no es necesariamente o verdadero o falso; puede ser a la vez verdadero y
falso. Un personaje en el escenario que no puede presentar ningún argumento o
información convincente en cuanto a su experiencia pasada, su conducta actual o sus
aspiraciones, ni hacer un análisis exhaustivo de sus motivos es tan legítimos y digno de
atención como alguien que, de modo alarmante, puede hacer todas estas cosas. Cuanto
más aguda es la experiencia menos articulada es su expresión.
Aparte de cualquier otra consideración, estamos enfrentados a la dificultad
inmensa, si no la imposibilidad, de verificar el pasado. No me refiero meramente a hace
algunos años, sino ayer, esta mañana. ¿Qué tuvo lugar, cuál fue la naturaleza de lo que
tuvo lugar, qué ocurrió? Si uno puede hablar de la dificultad de saber qué tuvo lugar en
realidad ayer, uno puede pensar en tratar el presente del mismo modo. ¿Qué está
pasando ahora? No lo sabremos hasta mañana o dentro de seis meses, y no lo sabremos
entonces, lo habremos olvidado, o nuestra imaginación le atribuirá a hoy características
del todo falsas. Un momento es succionado y distorsionado, a menudo incluso en el
momento de nacer. Todos interpretaremos una experiencia común de modo muy
distinto, aunque preferimos suscribir al punto de vista de que existe un terreno
compartido común, un terreno conocido. Creo que existe un terreno compartido común,
de acuerdo, pero se parece más bien a las arenas movedizas. Debido a que “realidad” es
una palabra muy poderosa y firme tendemos a creer, o esperar, que el estado al que se
refiere es igualmente firme, instalado e inequívoco. No parece serlo, y en mi opinión, no
es ni mejor ni peor por eso.
Una obra de teatro no es un ensayo, ni un dramaturgo debiera dañar bajo
ninguna exhortación la coherencia de sus personajes inyectando un remedio o apología
para sus acciones en el último acto, simplemente porque hemos sido llevados a esperar,
llueva o haga sol, la “resolución” del último acto. Ofrecer una etiqueta moral explícita a
una imagen dramática en evolución y compulsiva parece superficial, impertinente y
deshonesto. Cuando ocurre esto no hay teatro sino un crucigrama. El público sostiene el
periódico en las manos. La obra llena los cuadrados en blanco. Todos están felices.
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Hay una cantidad considerable de gente justo en este momento que pide que
algún tipo de compromiso claro y sensato quede revelado de modo evidente en las obras
de teatro contemporáneas. Quieren que el dramaturgo sea un profeta. Advertencias,
sermones, amonestaciones, juicios morales, problemas definidos con soluciones
incluidas; todo puede acampar bajo el estandarte de la profecía. La actitud tras este tipo
de cosas puede resumirse en una frase: “¡Te lo estoy diciendo!”
Se requieren todo tipo de dramaturgos para hacer un mundo, y en lo que a mí
respecta “X” puede seguir cualquier camino que se le ocurra sin que yo actúe como su
censor. Difundir una falsa guerra entre escuelas hipotéticas de dramaturgos no me
parece un pasatiempo muy productivo y por cierto no es ésa mi intención. Pero no
puedo dejar de sentir que tenemos una tendencia marcada a subrayar, con cuánta
palabrería, nuestras preferencias vacías. La preferencia por la “Vida” con L mayúscula,
que se presenta como algo muy distinto de la vida con l minúscula, quiero decir la vida
que en realidad vivimos. La preferencia por la buena voluntad, por la caridad, por la
benevolencia, qué superficiales se han vuelto estos enunciados.
Si yo fuera a plantear algún precepto moral podría ser: Cuídate del escritor que
pone por delante su preocupación para que tú la abraces, que no te deja ninguna duda de
su valor, de su utilidad, de su altruismo, que declara que su corazón está en el sitio
correcto, y te asegura que puede verse a simple vista, una masa pulsante donde tendrían
que estar sus personajes. Lo que es presentado, la mayor parte del tiempo, como un
cuerpo de pensamiento activo y positivo no es de hecho más que un cuerpo perdido en
una prisión de definiciones vacías y clisés.
Este tipo de escritor confía en las palabras totalmente. Por mi parte tengo
sentimientos mezclados antes las palabras. Moverme entre ellas, elegirlas, mirarlas
aparecer sobre la página: de esto derivo un placer considerable. Pero al mismo tiempo
tengo otro sentimiento poderoso sobre las palabras que equivale a nada menos que a la
náusea. Es tal el peso de palabras que nos enfrenta día por medio, palabras habladas en
un contexto como éste, palabras escritas por mí y por otros, cuya mayor parte es
terminología estancada y muerta; las ideas repetidas y permutadas infinitamente se
vuelven chatas, trilladas, sin sentido. Visto y considerando esta náusea, es muy fácil
verse superado por ella y retroceder hacia la parálisis. Imagino que la mayoría de los
escritores conocen este tipo de parálisis. Pero si es posible enfrentar esta náusea,
seguirla hasta la empuñadura, moverse a través de ella y fuera de ella, entonces es
posible decir que algo ha ocurrido, que incluso algo se ha logrado.
El lenguaje, en estas condiciones, es un asunto altamente ambiguo. Tan a
menudo, bajo la palabra hablada, está la cosa conocida y no hablada. Mis personajes me
cuentan tanto y no más, en referencia a su experiencia, sus aspiraciones, sus motivos, su
historia. Entre mi carencia de datos biográficos sobre ellos y la ambigüedad de lo que
dicen se extiende un territorio que no es sólo digno de ser explorado sino también
obligatorio explorar. Tú y yo, los personajes que crecemos sobre una página, la mayor
parte del tiempo somos inexpresivos, revelando poco, nada confiables, elusivos,
evasivos, obstruccionistas, renuentes. Pero es de estos atributos de donde surge un
lenguaje. Un lenguaje, repito, donde bajo lo que se dice, otra cosa está siendo dicha.
Una vez dados los personajes que poseen un empuje propio, mi trabajo es no
imponerme a ellos, no someterlos a una articulación falsa, con lo cual quiero decir
obligar a un personaje a hablar donde él no podría hablar, hacerlo hablar de un modo en
que él no podría hablar, o hacerlo hablar de lo que él nunca podría hablar. La relación
entre autor y personajes debiera ser altamente respetuosa, en ambos sentidos. Y si es
posible obtener una especie de libertad para escribir, ésta no viene de llevar a los
personajes de uno a posturas fijas y calculadas, sino de permitirles pagar el propio pato,
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dándoles un espacio legítimo para moverse. Esto puede ser doloroso en extremo. Es
mucho más fácil, mucho menos dolor, no dejarlos vivir.
Me gustaría dejar bien claro al mismo tiempo que no considero a mis personajes
fuera de control, o anárquicos. No lo son. La función de la selección y la disposición es
mía. Yo hago todo el trabajo pesado, en realidad, y creo que puedo decir que presto una
atención meticulosa a la forma de las cosas, desde la forma de una frase hasta la
estructura general de la obra. Dar forma, para decirlo suavemente, es de la mayor
importancia. Pero creo que ocurre algo doble. Uno dispone las cosas y además uno
escucha, siguiendo las claves que uno mismo deja para sí mismo, a través de los
personajes. Y a veces se encuentra el equilibrio, donde la imagen puede engendrar
libremente la imagen y donde al mismo tiempo uno es capaz de mantener sus sitios de
interés en el lugar donde los personajes están en silencio y ocultos. Es en el silencio
cuando son más evidentes para mí.
Hay dos silencios. Uno cuando no se dice ninguna palabra. El otro cuando tal
vez se está empleando un torrente de lenguaje. Este discurso está hablando de un
lenguaje encerrado debajo de él. Eso es su referencia continua. El discurso que oímos es
un indicio de aquella que no oímos. Es un esquive necesario, una pantalla de humo
violenta, ladina, angustiada o burlona que mantiene al otro en su lugar. Cuando el
auténtico silencio cae todavía nos queda el eco pero estamos más cerca de la desnudez.
Un modo de considerar el discurso es decir que es una estratagema constante para
ocultar la desnudez.
Hemos oído muchas veces esa frase cansada, sucia: “Fracaso de la
comunicación”... y esta frase ha sido fijada a mi obra de modo bastante sistemático.
Creo lo contrario. Creo que nos comunicamos demasiado bien, en nuestro silencio, en lo
que queda sin decir, y que lo que tiene lugar es una evasión continua, desesperados
intentos de retaguardia para guardarnos nosotros para nosotros mismos. La
comunicación es demasiado alarmante. Entrar en la vida de otro es demasiado
atemorizante. Revelar a otros la pobreza dentro de nosotros es una posibilidad
demasiado temible.
No estoy sugiriendo que ningún personaje en una obra de teatro pueda decir
nunca lo que en realidad quiere decir. En absoluto. He descubierto que invariablemente
llega un momento en que eso ocurre, cuando dice algo, tal vez, que nunca ha dicho
antes. Y donde este ocurre, lo que dice es irrevocable, y nunca puede ser retirado.
Una página en blanco es algo a la vez excitante y atemorizante. Es de donde uno
arranca. Siguen dos procesos posteriores en el adelanto de una obra. El período de
ensayo y la actuación. Un dramaturgo absorberá muchas cosas de valor de una
experiencia activa e intensa en el teatro, a través de esos dos períodos. Pero al fin queda
mirando de nuevo la página en blanco. En esa página hay algo o no hay nada. Uno no lo
sabe hasta que la ha acorralado. Y no hay garantías de que uno lo sabrá entonces. Pero
siempre es un riesgo que vale la pena correr.
He escrito nueve obras de teatro, para medios diversos, y en este momento no
tengo la más remota idea de cómo logré hacerlo. Cada obra fue, para mí, “un tipo
distinto de fracaso”. Y ese hecho, supongo, me envió a escribir la siguiente.
Y si encuentro que escribir obras de teatro es una tarea difícil en extremo,
mientras aún sigo comprendiendo que es una especie de celebración, cuanto más difícil
es tratar de racionalizar el proceso, y cuanto más abortivo, como creo haberlo
demostrado claramente ante ustedes esta mañana.
Samuel Beckett dice, en el principio de su novela El innombrable: “El hecho
parecería ser, si es que en mi situación uno puede hablar de hechos, no sólo que tendré
que hablar de cosas de las que no puedo hablar, sino también, lo que es aún más
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interesante, sino también que yo, lo que es si es posible aún más interesante, que tendré
que, olvídenlo, no importa.”

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