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NADA

Si considerásemos Nada como una simple novela de formación donde se nos


cuenta la historia de una muchacha, Andrea, quien, al llegar a Barcelona procedente
de la provincia en los primeros meses de la posguerra y tras permanecer hospedada
en casa de unos familiares durante un año académico, logra superar la ingenuidad y
las ensoñaciones infantiles y alcanzar la madurez, estaríamos perdiendo gran parte de
su significación, de su trascendencia e, incluso, como señalan algunos autores1, de su
carácter mítico.

De este modo, en primer lugar, hemos de decir que la verdadera protagonista de


la obra no es Andrea sino la propia casa de Aribau a la que llega, con todos los seres
que la habitan. La genialidad de Carmen Laforet consistirá precisamente en que será
capaz de convertir el piso de Aribau en todo un universo opresivo y claustrofóbico
sobre el que se proyectarán todos los estragos y desastres de la Guerra Civil. En
Nada no escuchamos las descargas de los fusiles pero sí los gritos de angustia
emitidos desde el interior del hogar; y esto es así no sólo porque ésta era la única
manera de mostrar a la sociedad española de la posguerra para sortear la censura,
sino también porque el nuevo régimen destruyó todas las formas colectivas de
expresión e impuso el silencio en los espacios públicos con lo que en la realidad
todas estas tensiones sólo podían estallar en el ámbito doméstico. Se observa, así, la
gran paradoja del régimen o lo que se ha venido llamando la “doble moral”: el
gobierno había elegido el hogar como el lugar adecuado para socializar a los
españoles en un ambiente cristiano, sano y armonioso pero Nada se contrapondrá
revelando cómo el hogar es más bien el “agujero negro” que absorbe todos los odios
de la guerra fratricida (representada perfectamente por la relación de los dos
hermanos: Juan y Román) y las consecuencias que ésta trajo consigo: muertes,
resentimientos, violencia, terror, demencia, censura, silencio, miseria, escasez de
esperanzas, falta de libertades, juego, prostitución, estraperlo y un hambre atroz.

Y para construir todo este universo doméstico, Carmen Laforet renuncia al


realismo “pretendidamente” objetivo de la novela decimonónica, como no podía ser
de otra manera. En Nada ya no existe ese narrador omnisciente que ofrecía al lector
una visión totalizadora de la realidad novelada, sino que ahora asistimos a ese mundo

1
FERNÁNDEZ, Enrique, “Nada de Carmen Laforet, Ricitos de Oro y el Laberinto del Minotauro” en
Revista Hispánica Moderna, volumen 55, 2002, págs. 123-132.

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NADA

a través de la mirada subjetiva de Andrea, una muchacha con una profunda


sensibilidad, una desarrollada imaginación –ambas motivadas en gran parte por su
afición a la lectura- y cierta tendencia a la melancolía. Por esta razón, para explicar el
choque de esta Andrea fantasiosa y de un anacrónico espíritu romántico con el
espacio terrible de Aribau, serán perfectamente válidos los dos referentes sobre los
que se construye la casa y toman forma sus moradores:

- Uno de ellos será literario: la novela gótica anglosajona del siglo XIX
- El otro será de carácter pictórico: la obra de Goya con sus Pinturas negras,
Los desastres de la guerra y, especialmente, los Caprichos, que son claros
inspiradores de esas situaciones de pesadilla y esa monstruosidad de las
figuras que conforman el piso de Aribau.

Así pues, ya desde el comienzo vemos algunas trazas de relato gótico. La


llegada de Andrea a medianoche a una ciudad nueva y su recorrido hasta la casa de
Aribau, un lugar inquietante ya desde el exterior y totalmente desconocido para ella,
nos recuerda a esos cuentos de terror donde una ingenua doncella, habiéndose
perdido una noche cerrada en medio de un lugar extraño llega, por casualidad, ante
las puertas de un tenebroso castillo.
Sin embargo, en este primer momento, Andrea no sentirá miedo sino que,
impulsada por su desbocada y romántica imaginación, se dejará llevar por la
“aventura”. De este modo, no es la calle real la que se nos describe sino la calle
mirada, escuchada, aspirada por la joven; es, en definitiva, una calle totalmente
subjetiva sentida a través de imágenes impresionistas: “El olor2 especial, el gran
rumor de la gente, las luces siempre tristes tenían para mí un gran encanto, ya que
envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una
ciudad grande, adorada en mis sueños por desconocida3” (pág. 15).

No obstante, al llegar ante el edificio, sin saber todavía cuál sería su casa
exactamente, comienza a percibir algo extraño, inquietante: “hierro oscuro” “gran
temblor de hierros y cristales” (pág. 16). Se nos adelanta ya ese carácter de prisión,
de espacio cerrado y opresor, casi de jaula –si atendemos a las continuas
2
El subrayado es mío
3
Las citas textuales correspondientes a la novela están extraídas de LAFORET, Carmen, Nada,
BIBLIOTEX, 2001

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animalizaciones a las que se verán sometidos sus habitantes- que supone el piso de
Aribau.

Pero la situación culminante se producirá desde el momento en que se abra la


puerta, que quedará resumido perfectamente en una frase proléptica –que hiela la
sangre- pronunciada por Andrea: “Luego me pareció todo una pesadilla” (pág. 17).
Y, en este sentido, para entender la duración de esa situación o, lo que es lo mismo,
de ese adverbio “luego” es muy aguda, y creo que acertada, la interpretación de
Domingo Ródenas4 al señalar que la extensión de ese luego “puede ser la de los
minutos que duró la tenebrosa bienvenida de sus parientes”, que se describirá a
continuación o más probablemente “la del año pesadillesco que permaneció [allí]
hospedada”, con lo cual esta frase adquiere una significación y una magnitud
realmente sorprendentes.

Y es que lo que va a encontrar tras cruzar el umbral va a ser no un hogar, sino


un espacio totalmente inverosímil –como señalará más adelante uno de los
personajes5-; un ambiente lúgubre, cerrado, opresivo, asfixiante muy semejante al de
los castillos de los relatos góticos, habitado por unos seres destrozados por el dolor,
los odios y las pasiones desatadas, unos seres que parecen almas malditas que
esconden secretos demasiado terribles para ser desvelados (“aquellos seres llevaban
cada uno un peso, una obsesión real dentro de sí, a la que pocas veces aludían
directamente”, pág. 56) pero que los consumen desde dentro y envenenan todo lo
que está a su alrededor.
Ante esta visión, Andrea quedará paralizada mientras cada uno de estos seres,
deformados ahora mediante una estética expresionista, desfilan ante ella. Son
realmente figuras monstruosas que evocan esos mundos tenebrosos y demoníacos de
la obra de Goya.

En primer lugar, casi como una aparición espectral, se acerca a ella “la mancha
blanquinegra de una viejecita decrépita, en camisón, con una toquilla echada sobre
los hombros” (pág. 17). Es su abuela: un ser consumido (ver pág. 21) y con “brazos
esqueléticos” (pág. 100) que, como la propia narradora sugiere al describirla como

4
LAFORET, Carmen, Nada, ed. Domingo Ródenas, Barcelona, Crítica, 2001
5
Ena, pág. 127: “Cuanto me interesabas por vivir en aquel sitio inverosímil”

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una “pequeña momia irreconocible” (pág. 23), parece moverse en un mundo


intermedio entre los vivos y los muertos, especialmente desde que tenemos
constancia de su demencia, que le impide comprender del todo la realidad actual que
mezcla frecuentemente con confusos recuerdos del pasado. Es casi un alma en pena
que apenas necesita comer para sobrevivir y que se limita a vagar por la casa noche y
día, maldecida con un insomnio perpetuo que parece ser consecuencia de los mismos
temores y miedos de la guerra que acabaron desquiciándola (“Yo nunca duermo,
hijita, siempre estoy haciendo algo en casa por las noches. Nunca, nunca duermo”,
pág. 20).
No obstante, a pesar de este aspecto totalmente fantasmal es, paradójicamente,
el ser más “vivo”, ya que es la única que todavía parece capaz de sentir en esa casa:
“[…] y la abuela me abrazó con ternura. Sentí palpitar su corazón como un
animalillo contra mi pecho” (pág. 20); “Si impelida por mis sentimientos, la
estrechaba entre mis brazos, tropezaba con un cuerpecillo duro y frío como hecho
de alambre, dentro del cual latía un corazón asombrosamente vivo…” (pág. 189).

De repente, de una habitación saldrá su tío Juan, una figura que parecerá la
“viva” imagen de la muerte: “un tipo descarnado y alto”, con “la cara llena de
concavidades, como una calavera” (pág. 17). Es además un ser histérico y
consumido por los nervios, como se manifiesta en su desagradable costumbre de
morderse constantemente las mejillas (“[…] vi la cara de Juan que hacía muecas
nerviosas mordiéndose las mejillas”, pág. 19). Sin embargo, lo más inquietante, o
mejor dicho, lo más aterrador en él será su locura, a la que tantas veces se hace
referencia en la obra (“[…] no como ahora, que parece un loco”, pág. 41;
“¡Canalla! ¡Canalla!…¡Loco!, pág. 60; “[…] al lado de un hombre que está loco”,
pág. 218), una locura que no es como la inofensiva demencia senil de su madre, sino
que se manifiesta a través de una desmesurada violencia, pero que es consecuencia
igualmente de los odios, traiciones y horrores del enfrentamiento fratricida del 36.

Y en este desfile de seres espeluznantes, aún quedarán por salir tres figuras que
parecerán realmente tres brujas arrancadas de uno de los aquelarres de Goya.
La primera de ellas tal vez sea el ser más abyecto y siniestro de cuantos moran
en ese endemoniado ambiente: “Casi sentí erizarse mi piel al vislumbrar a una de
ellas, vestida con un traje negro que tenía trazas de camisón de dormir. Todo en

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aquella mujer parecía horrible y desastrado, hasta la verdosa dentadura que me


sonreía […] Luego me dijeron que era la criada, pero nunca otra criatura me ha
producido impresión más desagradable” (pág. 17).
“Esa especie de bruja” que tienen por criada (pág. 127), Antonia, es, en efecto,
un ser monstruoso, totalmente deforme, más cercano a la condición de bestia que de
humano, hasta el punto de que en lugar de manos parece tener garras (“[…] aquellas
manos aporradas, con las uñas negras”, pág. 55). Es además una criatura opaca,
movida por bajos instintos animales y, como iremos viendo, dominada por una
oscura obsesión.

Después, detrás de su tío Juan, aparecerá “otra mujer flaca y joven con los
cabellos revueltos, rojizos, sobre la aguda cara blanca y una languidez de sábanas
colgada” (pág. 18). Se nos describe, pues, con todas las trazas de bruja joven de un
aquelarre, de la que llama especialmente la atención el color de su pelo, ese rojo que
contrasta con el universo de cabezas morenas que domina en la casa de Aribau y que
la señala no sólo como elemento advenedizo, sino también como un objeto de deseo
prohibido. Mas este poder de seducción no implicará ninguna sublimación de
sentimientos, sino que será meramente visceral, como puede desprenderse de los
mismos rasgos de su cabello: “sus cabellos mojados resultaban oscuros y viscosos
como sangre” (pág. 101).
Esta mujer, Gloria, será la que se percate de la impresión fantasmal y tenebrosa
que todos ellos pueden causar y así se lo expresará a Andrea a través de una
inquietante pregunta susurrada al oído: “¿Tienes miedo? (pág. 19), que no hará sino
aterrar más a la joven y deformar aún más su enloquecida imaginación.

La última mujer en presentarse será su tía Angustias y lo que impresione e


incomode más a Andrea de ella será su altura y su gesto inicial: “Sentí una mano
sobre mi hombro y otra en mi barbilla. Yo soy alta pero mi tía Angustias lo era más
y me obligó a mirarla así. Ella manifestó cierto desprecio en su gesto” (pág. 18).
Este detalle es muy significativo porque en él se resume perfectamente el carácter
autoritario e inflexible que desplegará su tía y que se convertirá, al menos al
principio, en el principal impedimento para que la joven pueda ver realizados todos
sus sueños y expectativas.

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No obstante, a pesar de su desagradable actitud, en un primer momento y a


diferencia de los demás personajes, vemos cómo no aparece físicamente deformada
por esa estética feísta que venimos poniendo de relieve, sobre todo al encontrarnos
descripciones como: “Tenía los cabellos entrecanos que le bajaban a los hombros y
cierta belleza en su cara estrecha y oscura” (pág. 18); “Vi que sus facciones, en
conjunto, no eran feas y sus manos tenían, incluso, una gran belleza de líneas” (pág.
26). Mas pronto descubrirá la narradora un detalle, no del todo perceptible a primera
instancia, pero que anticipa su oscuro y podrido interior: “Yo le buscaba un detalle
repugnante mientras ella continuaba su monólogo de órdenes y consejos, y al fin,
cuando ya me dejaba marchar, vi sus dientes de color sucio…” (pág. 26).
Así, si salvo por este detalle, en este caso, Andrea no nos muestra a un
personaje deformado grotescamente, sí lo harán los hermanos de Angustias quienes,
conociéndola perfectamente, nos la presentan como una bruja: “¡Ya está la bruja de
Angustias estropeándolo todo!” (pág. 18); “¿Ves? ¡Bruja indecente!” (pág. 59); “Y
escucha, ¡bruja!” (pág. 60).

Sin embargo, estas descripciones físicas monstruosas, como hemos querido


anticipar parcialmente, no son meramente informativas, sino que poseen una honda
significación al ir íntimamente ligadas a la forma de ser de los personajes. Al igual
que ocurre en los relatos góticos, cada uno de estos seres esconde en su interior un
odio o una pasión enfermiza que pesa sobre ellos como una maldición,
destruyéndolos y consumiéndolos desde dentro. Mas, es tal la fuerza de dichas
pasiones que acaban desbordándose, envenenando y arrastrando hasta su mismo
infierno a todo lo que entra en contacto suyo. Por esta razón, no es de extrañar que,
en primer lugar, éstas se manifiesten en el propio aspecto físico, cuya monstruosidad
y deformidad no es sino una leve proyección exteriorizada de ese dolor desorbitado.

Asimismo, al igual que en la novela anglosajona de terror, el ambiente se verá


también contagiado y deformado por estas obsesiones extremas. La casa de Aribau se
erigirá como un castillo gótico donde cada una de las habitaciones se convierte en un
espacio subjetivo que sugiere esos oscuros secretos.
De este modo, nada más abrirse la puerta, la entrada aparecerá envuelta en esa
atmósfera fantasmal y tétrica que ensombrece a sus habitantes: “Lo que estaba
delante de mí era un recibidor alumbrado por la única y débil bombilla que quedaba

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sujeta a uno de los brazos de la lámpara, magnífica y sucia de telarañas, que


colgaba del techo. Un fondo oscuro de muebles colocados unos sobre otros como en
las mudanzas […] En toda aquella escena había algo angustioso, y en el piso un
calor sofocante como si el aire estuviera estancado y podrido” (pág. 17).

No obstante, donde este tenebrismo alcance su máxima expresión de horror será


en la descripción del baño. Andrea, tras ese escalofriante recibimiento, intentará huir
de esos seres y refugiarse en la intimidad de la ducha (cuya simbología explicaremos
más adelante) pero el miedo experimentado y su desbocada imaginación se
conjugarán fatalmente y ante sus ojos, como si de un cuadro goyesco se tratara, verá
aparecer -de repente- una imagen del más espantoso aquelarre: “Pensé que allí, el
cuarto de baño no se debía utilizar nunca. En el manchado espejo del lavabo -¡qué
luces macilentas, verdosas, había en toda la casa!- se reflejaba el bajo techo
cargado de telas de arañas, y mi propio cuerpo entre los hilos brillantes del agua,
procurando no tocar aquellas paredes sucias, de puntillas sobre la roñosa bañera de
porcelana.
Parecía una casa de brujas aquel cuarto de baño. Las paredes tiznadas
conservaban la huella de manos ganchudas, de gritos de desesperanza. Por todas
partes los desconchados abrían sus bocas desdentadas rezumantes de humedad.
Sobre el espejo, porque no cabía en otro sitio, habían colocado un bodegón
macabro de besugos pálidos y cebollas sobre fondo negro. La locura sonreía en los
grifos torcidos.
Empecé a ver cosas extrañas como los que están borrachos. Bruscamente cerré
la ducha, el cristalino y protector hechizo, y quedé sola entre la suciedad de las
cosas” (pág. 19).
A través de estas horrendas imágenes expresionistas, que parecen casi haber
sido efecto de unos alucinógenos, Andrea nos ha ofrecido del modo más terrorífico
posible esos sufrimientos y dolores que devoran a los moradores de Aribau: esas
risas malignas de su tío Román6 que hielan la sangre, esa locura de la abuela y de
Juan, los chillidos de angustia de Gloria y la marca de sus dedos resbalándose y
tratando de escapar de la tortura…

6
Personaje clave en nuestra historia y a quien presentaremos más adelante.

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Sin embargo, si Andrea ha visto ya el aspecto más macabro y cruel de la casa,


aún le quedará por experimentar el más desolador, representado, sobre todo, por ese
salón-dormitorio donde se instala: “Parecía la buhardilla de un palacio
abandonado, y era, según supe, el salón de la casa.
En el centro, como un túmulo funerario rodeado por dolientes seres –aquella
doble fila de sillones destripados-, una cama turca, cubierta por una manta negra,
donde yo debía dormir. Sobre el piano habían colocado una vela, porque la gran
lámpara del techo no tenía bombillas. […] Al fin se fueron dejándome con la sombra
de los muebles […] El hedor que se advertía en toda la casa llegó en una ráfaga
más fuerte […] Tenía miedo de meterme en aquella cama parecida a un ataúd” (pág.
20).

De esta manera, vemos cómo el propio espacio asfixiante y claustrofóbico de


Aribau se ha convertido en el mejor reflejo de esas pasiones y obsesiones
destructivas de sus habitantes (como se manifiesta en una expresión que los aúna
como víctimas de una maldición: “en este ambiente de gentes y de muebles
endiablados”, pág. 20), que son en realidad los odios y resentimientos de todos
aquellos españoles que, tras la pesadilla del enfrentamiento, están viviendo en este
momento el horror de la posguerra, con la diferencia de que no pudiendo
manifestarse públicamente se ven obligados a estallar en el seno de su hogares,
barriéndolo todo a su paso, como por efecto de una onda expansiva.

Así pues, esas continuas referencias a la división del piso (“Tres años hacía
que, al morir el abuelo, la familia había decidido quedarse sólo con la mitad del
piso”, pág. 23) se podrán entender en dos niveles:
- Por una parte, como símbolo del enfrentamiento fratricida en dos bandos
que supuso la Guerra Civil.
- Por otra, como metáfora del odio entre los dos hermanos (Juan y Román) y,
desde una perspectiva más amplia, de la fragmentación general de toda la
familia.

Del mismo modo, la suciedad y el olor a podrido que desprende la casa nos
sugiere, de nuevo, todas esas oscuras pasiones que envenenan, que emponzoñan el
alma de los seres de Aribau; mas, a la vez, estas descripciones de muebles que se han

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ido acumulando pasivamente y con desgana (“Las viejas chucherías y los muebles
sobrantes fueron como una verdadera avalancha, que los trabajadores encargados
de tapiar la puerta de comunicación amontonaron sin método unos sobre otros. Y ya
se quedó la casa en el desorden provisional que ellos dejaron”, pág. 23) muestra la
otra cara de ese sufrimiento: la abulia, la falta de voluntad a la que se han visto
abocados la mayor parte de los personajes, en tanto que perdida toda esperanza y sin
posibilidades de cambio, se limitan a sobrevivir llevando una existencia sin sentido.

Son todas éstas imágenes que se oponen al aspecto de la casa que Andrea
imaginaba (“Me gustaría vivir aquí –pensaría [la abuela] al ver a través de los
cristales el descampado-, es casi en las afueras, ¡tan tranquilo! Y esa casa es tan
limpia, tan nueva…”, pág. 22) o recordaba (“Cuando yo era la única nieta pasé allí
las temporadas más excitantes de mi vida infantil. La casa ya no era tranquila. Se
había quedado encerrada en el corazón de la ciudad. Luces, ruidos, el oleaje entero
de la vida rompía contra aquellos balcones con cortinas de terciopelo. Dentro
también desbordaba; había demasiada gente. Para mí aquel bullicio era
encantador”, págs. 22-23) de una etapa anterior a la guerra, de una etapa en la que
todavía era posible ser feliz y, sobre todo, soñar.

Sin embargo, tal vez, el mayor contraste se establezca en el momento en el que


una de las habitaciones, concretamente el salón habilitado como dormitorio, aparezca
ante los ojos de Andrea como un macabro cementerio (sillones destripados, la cama
como ataúd o túmulo funerario), que viene a transmitirnos la imagen más desoladora
en torno a los personajes: estos seres han odiado tanto, se han hecho tanto daño a sí
mismos y a los demás, se sienten tan vacíos e inútiles que están muertos
espiritualmente. Y así, incapaces de sentir, de amar, de perdonar son tan sólo almas
en pena que vagan encerradas en su castillo purgando por sus pecados.

Asimismo, al igual que en los relatos de terror, encontramos en Aribau la


presencia de unos animales espantosos que son como “prolongaciones” de sus
dueños, al revelar con su demacrado aspecto o con sus gritos casi humanos el dolor y
el sufrimiento de aquellos.
De este modo, llama la atención en primer lugar ese perro que, desde el
principio, parece seguir constantemente a la criada –Trueno-, del que se dice

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exactamente: “La seguía [a la criada] un perro, que bostezaba ruidosamente, negro


también el animal, como una prolongación de su luto” (pág. 17). En efecto, como se
indica aquí, estos dos seres van a estar unidos por un vínculo común o, mejor dicho,
por una desgracia común: su dependencia, su fidelidad ciega a Román, mas los dos
sufrirán su desprecio. La criada, como veremos, siente una oscura pasión por él pero,
por su monstruoso aspecto, jamás será correspondida; el perro sufrirá en sus propias
carnes la crueldad de aquel cuando, frustrado, sea capaz de morderle para desahogar
sus instintos (“oí aullar al perro en la escalera, bajando, aterrado, del cuarto de
Román. Traía en la oreja la marca roja de un mordisco”, pág. 160).
Y será tan fuerte esta vinculación que une a Antonia y a Trueno que, cuando
falte Román, ambos huirán juntos, compartiendo su desgarrador dolor (“Se marchó
[la criada] esta mañana de madrugada, mientras Juan dormía. Es que Juan no
quería dejarla llevarse el perro, chica. Y ya sabes tú que Trueno era su amor… Se
han fugado los dos juntitos”, pág. 212).

Otro animal sumamente inquietante será el loro, al que Andrea nos describe de
esta manera: “No había nadie en aquella habitación, a excepción de un loro que
rumiaba cosas suyas, casi riendo7. Yo siempre creí que aquel animal estaba loco. En
los momentos menos oportunos gritaba de un modo espeluzante” (pág. 24); “el
animalejo seguía murmurando algo como para sí, entonces me di cuenta de que
eran palabrotas. Román se reía con expresión feliz.
–Está muy acostumbrado a oírlas el pobre bicho” (págs. 26-27).
Aquí se observa una clara personificación del animal que repite incesantemente
los gritos de angustia que resuenan en toda la casa. Pero tal vez lo fundamental es el
hecho de que sea un animal totalmente irracional el que profiera estos escalofriantes
chillidos (no es, por ejemplo, un perro –al que se le atribuye cierta capacidad de
comprensión- el que aúlle), lo que viene a poner de relieve el absoluto sinsentido de
estos sufrimientos (los gritos), de esta violencia (las palabrotas) o de esta crueldad
representada por esa risa maligna de Román que imita el loro, que sólo tienen como
soluciones o la muerte o la locura (Juan, la abuela).

Sin embargo, el animal que mejor simboliza el mundo derrotado de Aribau es el


gato: “Vi sobre el sillón al que yo me había subido la noche antes, un gato
7
El subrayado es mío.

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despeluznado que lamía sus patas al sol. El bicho parecía ruinoso, como todo lo que
le rodeaba […] Él enarcó el lomo y se le marcó el espinazo en su flaquísimo cuerpo.
No pude menos que pensar que tenía un singular aire de familia con los demás
personajes de la casa; como ellos, presentaba un aspecto excéntrico y resultaba
espiritualizado, como consumido por ayunos largos, por la falta de luz y quizá por
las cavilaciones” (pág. 23). Éste ya no representa tanto esa exteriorización del dolor
de los personajes como lo hacía el loro con sus gritos de angustia, sino que, con su
aspecto, viene a reflejar la autodestrucción interna que provocan estos odios y
pasiones exacerbadas y enfermizas; es decir, el sufrimiento de estos seres es tan
profundo que los va consumiendo por dentro, devorándolos como un cáncer y esto,
obviamente, termina manifestándose físicamente.

Pero así como hemos visto la personificación de determinados animales para


reflejar los sentimientos y obsesiones de los moradores de Aribau, también podemos
asistir al recurso inverso (mucho más frecuente): la animalización de los personajes,
bien por comparación explícita, bien implícita, y que sirve para resaltar el estado de
brutalidad, de bestialidad irracional al que se ha llegado con la guerra y sus secuelas.
Son muchos los personajes que, en una o varias ocasiones, son equiparados con
animales y, especialmente, con animales con un evidente carácter peyorativo o
degradante.
Así, de Jerónimo Sanz se dice que sus ojos son como los de un cerdo (“Sus
ojos oscuros, casi sin blanco, me recordaron a los de los cerdos que criaba Isabel en
el pueblo”, pag. 65) o de las amigas de Angustias que son como “Una bandada de
cuervos posado en las ramas del árbol del ahorcado” (pág. 82), lo que contribuye a
destacar el desagradable aspecto exterior e interior del primero, y a resaltar ese
perpetuo y macabro recuerdo de la muerte que simbolizan las mujeres de esta época,
condenadas al luto.

Los dos hermanos, Juan y Román, también serán frecuentemente comparados


con animales. De modo explícito, ambos son equiparados a gallos de pelea, animales
capaces de enfrentarse hasta la muerte de uno de ellos, como realmente sucederá con
aquellos (“Juan se acercó con la cara contraída y se quedaron los dos en actitud, al
mismo tiempo ridícula y siniestra, de gallos de pelea”, pág. 27); o exclusivamente en

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el caso de Juan, éste es comparado con un perro olfateando a su presa y este símil es
aún más degradante si nos damos cuenta de que este perro con el se le compara es un
can sarnoso y, por tanto, enfermo y podrido (“Allí Juan olfateó como un perro en
busca del rastro. Como uno de los perros sarnosos que encontrábamos a veces
husmeando en la inmundicia”, pág. 136).
Implícitamente, las comparaciones que pueden sugerirse son, asimismo,
demoledoras. Así, de Juan se dice, no que protesta o se queja, sino que gruñe como
un cerdo (“Oí gruñir a Juan”, pág. 18). Es decir, pierde esa capacidad del lenguaje
propia del ser humano, debido a su bestial violencia.

Román, por su parte, no sólo se verá comparado con un perro sino que
intercambiará sus papeles con él: Trueno será el ser humanizado y Román el animal
desde el momento en que éste sólo podrá apagar su rabia mordiendo a su fiel can.
Incluso, podríamos pensar que por el sadismo que había demostrado durante su vida,
tuvo la muerte que merecía: degollado como un cerdo, y no con un tiro en la cabeza,
como se podría haber esperado por la presencia obsesiva de la pistola a lo largo de la
novela.

Sin embargo, el personaje que más referencias a animales presente será Gloria.
Y, sobre todo, por su carácter de víctima sumisa y humillada por todos será
equiparada con seres débiles, enfermos y despreciados.
Primero será comparada con el viejo gato: “Abuela: Don Jerónimo era un
hombre raro: figúrate que quería matar al gato…Ya ves tú, porque el pobre animal
es muy viejo y vomitaba por los rincones, decía que no lo podía sufrir. Pero yo,
naturalmente lo defendí contra todos, como hago siempre que alguien está
perseguido y triste.
Gloria: yo era igual que aquel gato y mamá me protegió” (pág. 40); y después
con el perro: “El perro, detrás de la puerta de la criada, empezó a ulular, a gemir y
a su voz se mezcló otro grito de Gloria” (pág. 76), donde, de nuevo, como ocurría
con Román se difuminan las fronteras entre la bestia y el hombre y mientras que el
animal adquiere rasgos humanos, aquel parece acercarse demasiado al estado animal
y, concretamente en el caso de Gloria, esto se produce por su escasa capacidad de
raciocinio: es una criatura demasiado simple, además de débil, y caerá víctima, por

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un lado, de la inteligencia maquiavélica de Román y, por otro, de la violencia


descomunal de Juan.

No obstante, al menos en tres ocasiones, su comparación con animales adquirirá


matices claramente peyorativos. Dos de estas menciones estarán en boca de su
marido y en gran medida, a pesar de lo que puede parecer, servirán más para
caracterizarlo a él que a Gloria, pues vienen a mostrar la ira enloquecida que Juan
llegará a sentir por su causa, que detallaremos más adelante:
- “Conmigo puede portarse mal, pero que sea peor que los animales con sus
cachorros, eso no se lo consiento” (pág. 136)
- “Dice [Juan] que soy un cerdo” (comenta Gloria en la pág. 218).

La tercera referencia aparece en palabras de Andrea: “El perfil de Gloria se


inclinaba para acechar mi sueño. Su perfil de rata mojada” (pág. 102). De nuevo
aquí, esta comparación sirve para definir al hablante, a Andrea y sobre todo su
manera de ser y de actuar. Para ello hay que indicar el contexto en el que surge esta
frase y señalar que esta escena tiene lugar justo después de una de las más brutales
palizas propinadas por Juan a Gloria. El hecho es que, aunque Andrea la ayuda en
cierto modo a recuperarse, en ningún momento llegará a sentir verdadera compasión
por ella; como veremos, la pasividad de la joven será tal que, salvo al final y de
manera muy leve, jamás se implicará en las situaciones de la casa.
Es cierto que estas vivencias la harán madurar pero será un cambio que afectará
más a su modo de ver la vida, de concebir sus esperanzas y sus sueños que a su
manera de actuar o reaccionar ante ella. Será un cambio interior pero que apenas
tendrá una manifestación externa. Por eso, ante esta injusticia, ante este hecho de
extrema violencia presenciado, será capaz de mostrarse con tanta frialdad.

De esta manera, hemos visto cómo la casa de Aribau se convierte en el mejor


símbolo para reflejar el mundo destrozado de la posguerra.
Mas también aparecerá en la novela otro espacio donde este universo de
pasiones degradadas y odios estalle con toda su violencia: el Barrio Chino.

13
NADA

Sucede que, a pesar de ser un lugar abierto, un lugar público, se sitúa en los
márgenes de la sociedad, fuera del alcance y del control del régimen y, por tanto,
libre de esa máscara de hipocresía con que el gobierno quiso ocultar la verdadera
realidad de miseria y dolor.
Y para mostrar la analogía entre el piso de Aribau y el Barrio Chino (“el brillo
del diablo”, pág. 133), la narradora, en su descripción de este barrio, recurrirá a la
utilización de los mismos recursos y a la enumeración de los mismos elementos que
conformaban el primero.
Al igual que al abrirse la puerta de la casa, Andrea se verá envuelta en un
torbellino de intrincadas pasiones, al llegar al Barrio Chino iniciará un descenso
laberíntico a los infiernos. La joven, aterrorizada por este mundo inverosímil en el
que parece haberse extraviado, será incapaz de ver personas ni de escuchar palabras,
sino que como manchas expresionistas irán chocando con ella seres monstruosos,
rostros totalmente deformados como máscaras de un carnaval grotesco o meros
trozos de carne que se funden en una masa informe; del mismo modo, chillones
colores, estridentes acordes y olores putrefactos invadirán sus sentidos aturdiéndola y
haciéndole perder completamente la noción de lo real. Incorporamos a continuación
dos de los fragmentos más angustiosos en este sentido: “ ‘El brillo del diablo’, de
que me había hablado Angustias, aparecía empobrecido y chillón, en una gran
abundancia de carteles con retratos de bailarinas y bailadores. Parecían las puertas
de los cabarets con atracciones, barracas de feria. La música aturdía en oleadas
agrias, saliendo de todas partes, mezclándose y desarmonizando. Pasando deprisa
entre una ola humana que a veces me desesperaba porque me impedía ver a Juan,
me llegó el recuerdo vivísimo de un carnaval que había visto cuando pequeña. La
gente, en verdad, era grotesca: un hombre pasó a mi lado con los ojos cargados de
rímel bajo un sombrero ancho. Sus mejillas estaban sonrosadas. Todo el mundo me
parecía disfrazado con mal gusto y me rozaba el ruido y el olor a vino […] Todo
aquello no era más que un marco de pesadilla, irreal como todo lo externo a mi
persecución.
[…] Juan reanudó la marcha, metiéndose –después de mirar para orientarse-
en una de aquellas callejuelas oscuras y fétidas que abren allí sus bocas. Otra vez
más la peregrinación se convirtió en una caza entre las sombras cada vez más
oscuras. Perdí la cuenta de las calles por donde entrábamos. Las casas se apretaban
altas, rezumando humedad” (págs. 133-134).

14
NADA

Y en este inframundo de seres y pasiones ruines, como ocurrirá pronto en


Aribau, estallará enseguida la violencia a través de peleas de borrachos, de amenazas
y gritos proferidos por horrendas mujeres que ríen como brujas y de aullidos de
espantosos animales que, vagando enfermos por esas negras callejuelas, contribuyen
a incrementar la pestilencia de este lugar; todo lo cual nos ofrece la imagen del más
aterrador aquelarre goyesco: “Me acuerdo de que íbamos por una calleja negra,
completamente silenciosa, cuando se abrió una puerta por la que salió despedido un
hombre borracho, con tan mala suerte, que cayó sobre Juan haciéndole vacilar.
Pareció que a Juan le corría una descarga eléctrica por la espalda. En un abrir y
cerrar de ojos le propinó un puñetazo en la mandíbula, y se quedó quieto,
aguardando a que el otro se repusiera. Al cabo de unos minutos estaban enzarzados
en una lucha bestial […]. Oía sus jadeos y sus blasfemias. Una voz rasposa rompió
el aire encima de nosotros desde una ventan invisible: ‘¿Qué pasa aquí?’
[…]Encima de aquel infierno –como si sobre el cielo de la calle cabalgaran brujas-
oíamos voces ásperas, como desgarradas. Voces de mujeres animando a los
luchadores con sus pullas y sus risas” (págs. 134-135).

Como veremos, el Barrio Chino presenta el mismo ambiente degradado de la


casa de Aribau debido a la miseria, a la bestialidad, a los resentimientos y a la
desesperación del mundo de la posguerra; mas si buscamos una diferencia sustancial
entre ambos espacios tal vez ésta sea la obscenidad o el modo en que los más bajos
instintos sexuales se exhiben sin ningún pudor (“Nos cruzamos con una pareja
abrazada groseramente”, pág. 134). Esto no quiere decir que este deseo no exista en
Aribau pero aquí, por razones muy profundas y complejas que analizaremos más
adelante, se verá traumáticamente reprimido.

Y centrándonos ya en exclusiva en la casa de Aribau, podemos señalar que,


una vez visto cómo cada uno de esos seres está dominado por pasiones que los
superan y los destruyen arrastrando consigo todo lo que se encuentra a su alrededor,
aún nos falta por saber la causa, el origen de estos odios y de este sufrimiento.

De este modo, aunque cada uno será víctima de una pasión, de una obsesión
personal, al final todo remite a un único ser en torno al cual gira todo el universo de

15
NADA

Aribau: Román. Este personaje se ha comparado con frecuencia con el Heatcliff de


Cumbres Borrascosas de Emily Brönte por su carácter de ser extraordinario, de ser
genial pero, al mismo tiempo, maligno, como veremos a continuación.

Román aparecerá en la novela como un dios, como un demiurgo que controla


desde arriba la vida de todos los habitantes de Aribau y, en este sentido, al igual que
estos, también él quedará definido por su propio espacio. A diferencia del resto de
los personajes, él no vivirá en la casa sino en una buhardilla que él mismo se había
hecho arreglar. De este modo, externamente, ya marca su posición de privilegio
frente a los demás, pues solamente aislado y desde lo alto será capaz de ver en
conjunto toda la situación y con la distancia suficiente para dirigirla según sus
oscuros designios.
Pero también si accedemos al interior vemos cómo este espacio es totalmente
diferente al de la casa, lo que –de nuevo- viene a poner de relieve el carácter
autónomo y excepcional de Román. En primer lugar, frente al aspecto destrozado,
sucio, de muebles viejos y apilados pasivamente unos sobre otros, que presenta el
piso de abajo; su cuarto reflejará un orden inmaculado sólo comparable al que
observaremos en la habitación de Angustias, demostrando así el carácter
diferenciador de ambos frente al resto de moradores: mientras que los demás se
limitan a sobrevivir cada día, dejándose arrastrar por su mezquina existencia, ellos
tratarán de hacerse con el control de la casa y de sí mismos8.
Mas veamos la descripción exacta que del cuarto de Román se nos ofrece en la
obra: “Román no dormía en el mismo piso que nosotros: se había hecho arreglar un
cuarto en las buhardillas de la casa, que resultó un refugio confortable. Se hizo
construir una chimenea con ladrillos antiguos y unas librerías bajas pintadas de
negro. Tenía una cama turca y, bajo la pequeña ventana enrejada, una mesa muy
bonita llena de papeles, de tinteros de todas épocas y formas con plumas de ave
dentro. Un rudimentario teléfono servía, según me explicó para comunicar con el
cuarto de la criada. También había un pequeño reloj, recargado, que daba la hora
con un tintineo gracioso, especial. Había tres relojes en la habitación, todos
antiguos, adornando acompasadamente el tiempo. Sobre las librerías, monedas,
algunas muy curiosas; lamparitas romanas de la última época.

8
No obstante, como veremos más adelante, aunque Angustias luche por el control de Aribau, su poder
y su influencia serán mucho menores que los de Román.

16
NADA

[…] Aquel cuarto tenía insospechados cajones en cualquier rincón de la


librería, y todos encerraban pequeñas curiosidades que Román me iba enseñando
poco a poco. A pesar de la cantidad de cosas menudas, todo estaba limpio y en un
relativo orden.
-Aquí las cosas se encuentran bien, o por lo menos eso es lo que yo procuro…A
mí me gustan las cosas –se sonreía-; no creas que pretendo ser original con esto,
pero es la verdad. Abajo no saben tratarlas. Parece que el aire está lleno siempre de
gritos…y eso es culpa de las cosas, que están asfixiadas, doloridas, cargadas de
tristeza” (pág. 34).
Se nos presenta un espacio totalmente acogedor y cálido que se verá envuelto
por una neblina de misterioso placer creada por los vahos del café y el chocolate
recién hechos y por el humo de excelentes cigarrillos.
Sin embargo, esta descripción encierra en sí misma un elemento oscuro y es el
hecho de que –auque no se nos dice abiertamente- es fácil deducir, precisamente por
el momento en que se desarrolla la novela, que todos estos objetos no pueden
proceder sino del estraperlo, del mercado negro de la posguerra. Vemos así cómo en
su propia belleza reside también su aspecto sombrío. Y todo esto nos lleva no sólo a
intuir la corrupción de Román, su carácter de contrabandista, sino que, al igual que
sucede con las cosas que lo rodean, su propia genialidad –su belleza- encierra su
crueldad.
Y finalmente, para terminar la descripción de este espacio –su espacio- no
podemos olvidar ese objeto que, a diferencia de las demás cosas que sólo muestran
un lado oscuro si tratamos de ver más allá de ellas, con su mera presencia crea una
atmósfera de absoluta tensión e, incluso, de horror: la “antigua pistola con puño de
nácar” (pág. 34) que descansa sobre uno de los estantes de la librería.
Se encierra, pues, en este cuarto todo un mundo atrayente y maligno a la vez,
como su inquilino.

Román, como ya hemos comentado, es un ser extraordinario y su genialidad se


manifiesta en un talento casi sobrenatural que se refleja tanto en la pintura donde –a
diferencia de su hermano Juan, quien se esfuerza inútilmente en retratar de modo
obsesivo y casi automático a su mujer sin obtener más que nefastos resultados- se
presenta como un verdadero artista, como aquel ser que es capaz de crear belleza de
la nada, lo que se refleja especialmente en aquella ocasión en que pintó desnuda a

17
NADA

Gloria, quien sólo se dio cuenta de su propia hermosura al verse a través de la obra
de Román (“Román me pintó en el parque del castillo…Yo misma me quedé
asombrada de ver lo guapa que era cuando me enseñó el retrato…”, pág. 102);
como, sobre todo, en la música. A través de ella desplegará un irresistible pero
también inquietante poder de seducción. Así, todas las mujeres, sean de la condición
que sean, que entren en contacto con él caerán fatalmente bajo sus redes con sólo
escucharle tocar: Gloria, Ena, Margarita –cuyas historias explicaremos más adelante-
e, incluso, Antonia, la criada. Esta última, un ser monstruoso, completamente
animalizado y abyecto que parece reaccionar únicamente ante las desgracias de los
demás para reírse malignamente de su dolor (“Y entró la criada a poner la mesa
para el desayuno […] En su fea cara tenía una mueca desafiante, como de triunfo y
canturreaba provocativa mientras extendía el estropeado mantel y empezaba a
colocar las tazas, como si cerrara ella, de esta manera, la discusión”, pág. 28;
[durante una pelea entre Juan, Angustias y Gloria] “La criada dio un chillido de
gozo, ansiosa como estaba, en la puerta de su cubil”, pág. 76; [tras una pelea de
Juan y Gloria] “La criada suspiró con deleite”, pág. 99), una criatura a la que todos
odian pero a la que no pueden echar por un respeto supersticioso -ya que fue ella la
que salvó a Román de un fusilamiento seguro- y que está dominada por una oscura
pasión por él, una obsesión totalmente irracional -a pesar de saber que jamás será
correspondida- y que la llevará a enloquecer y huir cuando Román falte.
E, incluso, también Andrea se sentirá fascinada por su música, una música que
se convertirá casi en una revelación de su vida entera. Román se erige como un dios
capaz de dar vida únicamente con sus manos que, por su absoluta belleza, se
convierten en símbolos de su genialidad: “yo miraba sus manos, morenas como su
cara, llenas de vida, de corrientes nerviosas, de ligeros nudos, delgadas. Unas
manos que me gustaban mucho” (pág. 35).
Pero, y aquí ya empezamos a vislumbrar su carácter demoníaco, también es
capaz de dar muerte con la música.
Es Andrea, precisamente, quien mejor describe este poder sobrenatural de
Román que logrará llevarla al éxtasis y al vacío más desolador: “la lámpara
encendida hacía más alto y más inmóvil a Román, sólo respirando en su música. Y a
mí llegaban en oleadas, primero, ingenuos recuerdos, sueños, luchas, mi propio
presente vacilante, y luego, agudas alegrías, tristezas, desesperación, una
crispación importante de la vida y un anegarse en la nada. Mi propia muerte, el

18
NADA

sentimiento de mi desesperación total hecha belleza, angustiosa armonía sin luz”


(pág. 36).
Y Román será consciente plenamente de ese efecto que su música provoca en
los demás. Por eso, cuando pregunte a Andrea qué ha experimentado al escucharlo
interpretar y ella solamente sea capaz de contestar nada, en un primer momento se
sentirá frustrado al pensar que ella es incapaz de captar su genialidad, mas enseguida
se negará a creerla: “Y de pronto un silencio enorme y luego la voz de Román.
-A ti se te podría hipnotizar…¿Qué te dice la música?
Inmediatamente se me cerraban las manos y el alma.
-Nada, no sé, sólo me gusta…
-No es verdad. Dime lo que te dice. Lo que te dice al final.
-Nada
Me miraba, defraudado, un momento. Luego, mientras guardaba el violín:
-No es verdad.” (pág. 36)

Ocurre aquí que Román intuye, sabe que su música no puede dejar a nadie
indiferente y mucho menos a ella. Sin embargo, lo que no logra entender es la honda
significación que encierra en sí esa respuesta, especialmente porque ni siquiera la
propia Andrea es capaz de comprenderla aún, de saber que esa nada es su vida.
La música, como habíamos anticipado, se convierte en una revelación de la
sabiduría que la narradora alcanzará al final: el hecho de que nada hay, de que tras
vivir nada queda de los sueños, de esas esperanzas de la niñez, de que todo se va
pudriendo y consumiendo hasta llegar a la nada absoluta: la muerte.

Sin embargo, el carácter de Román de dios creador, de ser capaz de dar vida
únicamente con su arte estará dominado por un dios maligno, destructor simbolizado
por ese pequeño ídolo de la divinidad Xochipilli que guarda en su cuarto y que, como
veremos también en él, necesita corazones humanos para vivir (o sobrevivir). Román
llega a convertirse, pues, en una criatura demoníaca, como lo delata su propia risa:
“La risa de Román me alcanzaba, como la mano huesuda de un diablo que me
cogiera la punta de la falda” (págs. 72-73), imagen que nos recuerda a algunos
Caprichos como “Volaverunt” o “No te escaparás”.
Y al final, la fuerza de ese dios maligno será tan fuerte que acabará devorando
al dios creador, es decir, su propia maldad terminará por absorber, por consumir su

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NADA

talento y, finalmente, por destruirlo a él (“Él, Román, más mezquino, más cogido que
nadie en las minúsculas raíces de lo cotidiano. Chupada su vida, sus facultades, su
arte, por la pasión de aquella efervescencia de la casa”, pág. 63).

Así, será el propio Román el que nos ofrezca, durante una conversación con
Andrea, la mejor descripción de sí mismo, de su maldad, de su sadismo, de su
necesidad de dominar y humillar a los demás para satisfacer sus sanguinarios
instintos, en definitiva, para poder sobrevivir: “Y tú no te has dado cuenta siquiera
de que yo tengo que saber –de que de hecho sé- todo, absolutamente todo lo que
pasa abajo. Todo lo que siente Gloria, todas las ridículas historias de Angustias,
todo lo que sufre Juan… ¿Tú no te has dado cuenta de que yo los manejo a todos, de
que dispongo de sus vidas, de que dispongo de sus nervios, de sus pensamientos…?
¡Si yo te pudiera explicar que a veces estoy a punto de volver loco a Juan!… Pero
¿tú misma no lo has visto? Tiro de su comprensión, de su cerebro, hasta que casi se
rompe… A veces, cuando grita con los ojos abiertos, me llega a emocionar ¡si tú
sintieras alguna vez esta emoción tan espesa, tan extraña, secándote la lengua, me
entenderías! Pienso que con una palabra lo podría calmar, apaciguar, hacerle mío,
hacerle sonreír… Tú eso lo sabes ¿no? Tú sabes muy bien hasta qué punto Juan me
pertenece, hasta qué punto se arrastra tras de mí, hasta qué punto lo maltrato. No
me digas que no te has dado cuenta… Y no quiero hacerle feliz. Y le dejo, así, que se
hunda solo… Y a los demás… Y a toda la vida de la casa, sucia como un río
revuelto… (págs. 71-72).

Como perfectamente reconoce él mismo, Román empleará su inteligencia


maquiavélica en destruir a los seres de Aribau, pero contra quien manifestará su
máximo sadismo será contra Juan. Esto se debe a que la relación que ahora los une
tiene su origen en el mayor odio que puede existir: aquel nacido de la guerra como
consecuencia de defender cada uno una ideología diferente. Fue precisamente este
hecho, esta divergencia de opiniones políticas entre los propios españoles la causa de
la Guerra fratricida del 36 y es, por tanto, este enfrentamiento entre ambos hermanos
el mejor símbolo de aquella.
Ya Angustias sugiere el origen de este odio cuando de forma un tanto velada
comenta a Andrea: “si no me doliera hablar mal de mis hermanos te diría que

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NADA

después de la guerra han quedado un poco mal de los nervios… Sufrieron mucho los
dos, hija mía” (págs. 25-26).
Y posiblemente este odio sea tan exagerado, tan radical porque, en un principio,
la relación que los unía era de un amor asimismo exagerado y casi obsesivo: “No
había dos hermanos que se quisieran más […] No había dos hermanos como Román
y Juan… Yo he tenido seis hijos. Los otros cuatro estaban siempre cada uno por su
lado, las chicas reñían entre ellas, pero estos dos pequeños eran como ángeles…
[…]En el colegio, si algún chico se peleaba con uno de ellos, ya estaba el otro allí
para defenderle. Román era más pícaro…, pero ¡cómo se querían!” (pág. 39). Como
vemos, a diferencia de lo que manifestará Andrea en su personalidad, estos seres son
incapaces de mostrar unos sentimientos moderados, de quedarse fríos ante una
situación. No. Son seres que, como los personajes de las novelas góticas, actúan en
todo momento impelidos por unas pasiones extremas, ya sean éstas positivas o
negativas.
Por eso, cuando la guerra vino a destruirlo todo, este amor exagerado que los
unía tuvo que transformarse irremisiblemente en un odio a muerte. Y lo que ocurrió
exactamente en la guerra para provocar un odio tan profundo fue una cuádruple
traición.
En un principio, los dos hermanos pertenecían al bando republicano, donde
ambos ocupaban importantes cargos (“¿Tú sabes que Román tenía un cargo
importante con los rojos? […] Yo no sé bien cuál era el cargo que tenía Juan, pero
también era importante”, pág. 41), mas Román traicionó a los suyos y se convirtió
en un espía de los sublevados (“Pero era [Román] una persona baja y ruin que
vendía a los que le favorecieron. Sea por lo que sea, el espionaje es de cobardes”,
pág. 41). He aquí la primera traición.
Mas Román no podía soportar tener que luchar en el bando contrario al de su
hermano y con todas sus energías trató de convencer a Juan para que se pasara, con
él, a los nacionales (“Poco a poco empecé a comprender que Román estaba instando
a Juan para que se pasara a los nacionales”, pág. 43). Pero, aunque en la novela no
se nos aclara, podemos intuir que Juan no accedió a las “propuestas” de Román y
además éste fue pronto hecho prisionero en la cheka, donde fue torturado de un modo
que suponemos aterrador. Este encierro, del que se salvó –como sabemos- gracias a
la intervención de la criada, se debió a un chivatazo de Gloria quien, traicionada en

21
NADA

su amor por Román9 (segunda traición) se vengará de él de esta manera (“Te odio
desde la noche en que te burlaste de mí, cuando yo me había olvidado de todo por tu
culpa…Y ¿quieres saber quién te denunció para que te fusilaran?, pues ¡yo!, ¡yo!,
¡yo!… ¿Quieres saber por culpa de quien estuviste en la checa? Pues por mi culpa.
Y ¿quieres saber quién te denunciaría otra vez si pudiera?, ¡yo también!”, pág. 157.

Tras todo esto, cuando Román logre salir de la cheka, lo hará totalmente
transformado (“Cambió en los meses que estuvo en la checa, allí lo martirizaron,
cuando volvió casi no le recocimos”, pág. 41); sintiéndose doblemente traicionado –
por Gloria y por su propio hermano (tercera y cuarta traiciones)- se convertirá en un
ser demoníaco capaz únicamente de albergar odio en su interior, un odio tan
poderoso y ciego que le llevará a desarrollar un sistemático y destructivo esquema de
dominio y humillación cuyas víctimas serán, principalmente, ellos. Y como
reconocerá Gloria en cierta ocasión, será Román el causante de que ellos sean ahora
tan infelices.
En efecto, Juan, ante la crueldad inhumana de aquel será incapaz de reaccionar.
Sí, gritará, blasfemará, enloquecerá, pero en todo momento será Román quien
domine la situación y lo domine a él. Y esta incapacidad de Juan para enfrentarse a
su hermano se debe, posiblemente, a que él mismo no puede perdonarse su traición a
Román. Chocan así en su interior estos sentimientos de odio y de culpa que harán de
él un histérico pero que, al mismo tiempo, lo debilitarán tanto que lo convertirán en
una víctima a merced de Román, cuyo poder absoluto reside, precisamente, en que es
incapaz de sentir remordimientos.
Esta dependencia de Juan con respecto a Román, puesta de manifiesto a lo largo
de toda la novela, se pondrá de relieve, especialmente en dos momentos:
- Uno de ellos se producirá durante una de esas escasas ocasiones en que
Román se dirija con aprecio a su hermano. Éste, siempre enfurecido y
airado, reaccionará con una inusitada alegría ante estas muestras de cariño
(“Román parecía de excelente humor. Algunos días hasta se dignaba a
hablar con Juan. La actitud de Juan conmovía entonces, se reía por
cualquier cosa”, pág. 116). Se revela aquí, como ya había anticipado
Román que es él el dueño de la vida de Juan, es él el único que puede
hacerle feliz. Tan sólo ocurre que no quiere hacerlo.
9
Historia que explicaremos con todo detalle más adelante.

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NADA

- El otro tendrá lugar tras la muerte de Román, y será aquí donde Juan, de
forma más angustiosa, manifieste su total dependencia con respecto a su
hermano: “Comprendí que Román tenía razón al decir que Juan era suyo.
Ahora que él se había muerto, el dolor de Juan era impúdico, enloquecedor,
como el de una mujer por su amante, como el de una madre joven por la
muerte del primer hijo” (pág. 212).

Sin embargo, en el mundo infernal de Aribau, este esquema de dominación-


humillación no se detendrá aquí. Juan, incapaz de enfrentarse a Román, pagará su
impotencia con Gloria, contra la que estallará su descomunal odio reprimido en
forma de una violencia desmedida.
Y tal vez donde esta situación se manifieste de manera más clara y angustiosa
sea en la primera pelea presenciada por Andrea en Aribau. En esta ocasión, como en
tantas otras, Román, por el mero deseo sádico de humillar y hacer sufrir empezará a
insultar y menospreciar a Gloria sin ninguna razón:
“Román tuvo un cambio brusco que me desconcertó:
-Pero ¿has visto qué estúpida esa mujer? –me dijo casi gritando y sin mirarla a
ella para nada-. ¿Has visto cómo me mira ésa?
[…] Gloria, nerviosa, gritó:
-No te miro para nada, chico.
-¿Te fijas? –siguió diciéndome Román-. Ahora tiene la desvergüenza de
hablarme esa basura…” (pág. 27).

Y por inercia de los propios acontecimientos, conseguirá realizar la segunda


parte de su maquiavélico plan, desde el momento en que, de forma automática,
estalle Juan. Desde este instante, Román llevará a la práctica un gradual y efectivo
proceso para desestabilizar a su hermano y conducirlo casi a la locura. Como él
mismo afirma, irá tirando de su cerebro hasta casi romperlo, como ocurre en el
momento en que, encontrándose Juan al límite de sus nervios, lo provoca para le
dispare con su pistola y termine así con el individuo que le está destrozando la
existencia:
“Juan había venido al oír las voces”
-¡Me estás provocando, Román! –gritó.
-¡Tú, a sujetarte los pantalones y a callar! –dijo Román, volviéndose hacia él.

23
NADA

Juan se acercó con la cara contraída y se quedaron los dos en actitud, al mismo
tiempo ridícula y siniestra, de gallos de pelea.
-¡Pégame, hombre, si te atreves! –dijo Román-. ¡Me gustaría que te atrevieras!
-¿Pegarte? ¡Matarte!…Te debería haber matado hace mucho tiempo…
Juan estaba fuera de sí, con las venas de la frente hinchadas, pero no avanzaba
un paso. Tenía los puños cerrados […]
-Aquí tienes mi pistola –le dijo.
-No me provoques. ¡Canalla! No me provoques o…
-¡Juan! –chilló Gloria-. ¡Ven aquí! […]
-¡Aquí tienes mi pistola! –decía Román, y el otro apretaba más los puños” (pág.
27).
Y ante esta dramática escena, Román poco a poco empezará a sonreír
malignamente viendo cómo Juan se destroza a sí mismo devorado por su propio odio
y, al mismo tiempo, triunfante, al comprobar una vez más su completo dominio sobre
él. De este modo, únicamente le quedará mirar hacia atrás un instante y ver cómo
Juan, frustrado por su impotencia a la hora de enfrentarse a Román, se lance
violentamente sobre su mujer para pegarle:
“Román le miraba con tranquilidad y empezó a sonreírse.
[…] Gloria volvió a chillar:
-¡Juan! ¡Juan!
-¡Cállate, maldita!
-¡Ven aquí, chico! ¡Ven!
-¡Cállate!
La rabia de Juan se desvío un instante hacia la mujer y la empezó a insultar. Ella
gritaba también y al final lloró.
Román les miraba divertido, luego se volvió hacia mí y dijo para tranquilizarme:
-No te asustes, pequeña. Esto pasa aquí todos los días.
Guardó el arma en el bolsillo […] Román me sonreía y me acarició las mejillas;
luego se fue tranquilamente, mientras la discusión entre Gloria y Juan se hacía
violentísima” (págs. 27-28).

Mas, al final, será Gloria la víctima absoluta: no sólo habrá de sufrir las
vejaciones de Román y los golpes que Juan no será capaz de dar a su hermano, sino
también todas las demás frustraciones y miedos de su marido:

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NADA

-Su temor constante a que Gloria ejerza la prostitución (“Lo que a ella le gusta
es beber y divertirse en casa de su hermana. La conozco bien. Pero si tiene sesos de
conejo… ¡Como tú!, ¡Como todas las mujeres!… Por lo menos ¡que sea madre, la
muy…!”, pág. 136), si bien son miedos totalmente infundados porque, a pesar de las
continuas humillaciones, ella lo sigue queriendo (“porque yo a Juan le quiero,
Andrea. Me casé enamoradísima de él, ¿sabes?”, pág. 186) y siempre rechazó todas
las proposiciones recibidas y que podrían haberla sacado de la miseria (“Mi
hermana, entonces, se puso en jarras y le soltó un discurso. Le dijo que ella misma
me había hecho proposiciones con hombres que me hubieran pagado bien y que yo
no quise aceptar porque le quería a él, aunque siempre estaba pasando miserias por
su culpa”, pág. 187).

-Su frustración como hombre de familia pues no es él, sino su mujer la que lleva
el dinero a casa (“De modo que ya es hora de que te vayas enterando de tus asuntos,
Juan. Ya es hora de que sepas que Gloria te mantiene”, pág. 137)

-Finalmente, en contraste con su hermano, su fracaso como pintor, pues,


mientras que éste es un verdadero artista capaz de crear belleza, él tan sólo podrá
convertir el hermoso cuerpo de su mujer –que de forma tan maravillosa y sensual fue
retratado por Román (“Román me pintó en el parque del castillo…Yo misma me
quedé asombrada de ver lo guapa que era cuando me enseñó el retrato…”, pág.
102)- en mercancía pseudopornográfica que sólo los traperos comprarán por cuatro
duros (“Juan pintaba trabajosamente y sin talento, intentando reproducir pincelada
a pincelada aquel fino y elástico cuerpo. A mí me parecía una tarea inútil. En el
lienzo iba apareciendo un acartonado muñeco tan estúpido como la misma
expresión de la cara de Gloria al escuchar cualquier conversación de Román
conmigo”, pág. 33; “Eso de venir dispuesto a matar es muy bonito…, y la sopa de
mi hermana aguantando antes que decirte que los cuadros no los quieren más que
los traperos”, pág. 137).

Y Gloria no podrá hacer nada, excepto aceptar sumisa esas injusticias como
algo natural, como algo que desgraciadamente le ha tocado vivir hasta terminar
acostumbrándose a ellas, al dolor, a las lágrimas y a la sangre.

25
NADA

No obstante, será Gloria, el ser más débil de Aribau, la que al final (junto con
Ena, aunque el papel de ésta en comparación será menor) controle y derrote a
Román.
Y será precisamente su atractivo su arma más poderosa, en su cuerpo latirá una
belleza tan pura como peligrosa: será la tentación (“la serpiente maligna”) hecha
mujer: “Gloria, enfrente de nosotros, sin su desastrado vestido, aparecía
increíblemente bella y blanca entre la fealdad de todas las cosas, como un milagro
del Señor. Un espíritu dulce y maligno a la vez palpitaba en la grácil forma de sus
piernas, de sus brazos, de sus finos pechos. Una inteligencia sutil y diluida en la
cálida superficie de la piel perfecta. Algo que en sus ojos no lucía nunca” (pág. 33).
Despertará así un deseo tan fuerte en Román que éste sólo se podrá comparar
con las trágicas pasiones de los relatos góticos y, como tales historias así será vivida
la relación de Gloria y Román. Ésta tuvo lugar durante la guerra, en una ocasión en
la que viéndose en la necesidad de huir para salvar sus vidas, hallarán refugio en un
castillo abandonado. Aquí, él la pintará desnuda como una musa sobre un prado de
lirios morados, la seducirá con su música y la besará (ver pág. 156), envuelta toda
esta pasión en una atmósfera tan irreal que parecerá no haber ocurrido nunca salvo en
la romántica imaginación de Andrea: “Aquella noche tuve un sueño clarísimo en que
se repetía una vieja y obsesionante imagen: Gloria, apoyada en el hombro de Juan
lloraba…Poco a poco Juan sufrió curiosas transformaciones. Le vi enorme y oscuro
con la fisonomía enigmática del dios Xochipilli. La cara pálida de Gloria empezó a
animarse y a revivir; Xochipilli sonreía también. Bruscamente su sonrisa me fue
conocida: era la blanca y un poco salvaje sonrisa de Román. Era Román el que
abrazaba a Gloria y los dos reían. No estaba en la clínica, sino en el campo. En un
campo con lirios morados y Gloria estaba despeinada por el viento.
Me desperté sin fiebre y confusa, como si realmente hubiera descubierto algún
oscuro secreto” (pág. 47).

Sin embargo, al igual que en los relatos románticos, la tragedia se cernirá sobre
la pareja. Román, tal vez consumido por los celos, sabiendo que jamás esa mujer le
pertenecería porque era de su hermano, se convertirá en un ser demoníaco que
destruirá a lo que más ame: a Gloria. Por eso, la humillará en aquella ocasión en la
que ella acuda a entregarse a él: “Aquel día tú me habías emborrachado y me
estuviste besando… Cuando yo fui a tu cuarto te quería. Te burlaste de mí de la

26
NADA

manera más mala. Habías escondido allí a tus amigos, que se morían de risa, y me
insultaste. Me dijiste que no estabas dispuesto a robar lo que era de tu hermano”
(pág. 157); por eso se dedicará todos esos años a insultarla y menospreciarla. Mas
nunca podrá apagar ese deseo que lo devora y así, mucho tiempo después, será
Román el que se humille ante ella y le suplique su amor: “Me parecía imposible que
Román hubiera suplicado a Gloria como un amante. Román, el que hechizaba con
su música a Ena… Era imposible que hubiese suplicado a Gloria, súbitamente, sin
un motivo, él a quien yo había visto maltratarla y escarnecerla públicamente” (págs.
158-159).
Pero el odio que, desde aquella noche en que Román se burló de ella ante sus
amigos, había enraizado en el corazón de Gloria le había hecho poderosa y cruel
como él. Por eso ella lo denunció a la cheka para que lo fusilaran y por eso no
satisfará ahora su deseo: “Te odio desde la noche en que te burlaste de mí, cuando yo
me había olvidado de todo por tu culpa… Y ¿quieres saber quién te denunció para
que te fusilaran?, pues ¡yo!, ¡yo!, ¡yo!… ¿Quieres saber por culpa de quién estuviste
en la checa? Pues por mi culpa. Y ¿quieres saber quién te denunciaría otra vez si
pudiera?, ¡yo también! Ahora soy yo quien te puede escupir a la cara y te escupo”
(pág. 157).
Por todo esto será Gloria –la criatura más débil e indefensa de la casa- la que
derrote al poderoso dios del mal, Román.

Y si bien Román se erige como el eje principal de Aribau en torno al cual giran
todas las pasiones, también, como habíamos adelantado, existirá un eje secundario
que tratará de disputarle el control de la casa: Angustias.
Ésta, al igual que ocurría con su hermano Román, también quedará
perfectamente definida por su propio espacio. Su habitación –a diferencia del resto
del piso que se halla saturado de muebles que se apilan unos sobre otros, destrozados
como trastos viejos y devorados por la suciedad- se encuentra impecable y en un
perfecto orden: “Me paré asombrada, a mirar la habitación porque aparecía limpia
y en orden como si fuera un mundo aparte en aquella casa” (pág. 24).
Estos rasgos están íntimamente ligados a su personalidad, como se sugiere unas
páginas más adelante: “Todo el cuarto estaba impregnado del olor a naftalina e
incienso que su dueña despedía, y el orden de las tímidas sillas parecía obedecer

27
NADA

aún a su voz. Aquel cuarto era duro como el cuerpo de Angustias, pero más limpio y
más independiente que ninguno en la casa” (pág. 66).

En efecto, esta limpieza y este orden tan absolutos frente al resto de la casa,
vienen a poner de relieve su principal diferencia con respecto a los demás moradores
de Aribau: mientras que estos se dejan arrastrar por las circunstancias, limitándose a
sobrevivir cada día, Angustias pretende hacerse con el control de sí misma, ser capaz
de organizar conscientemente su propia vida, mas también la de los demás, como ya
se advierte en el hecho de que hasta las sillas parecen obedecerla.
En este sentido, es fundamental la ubicación del dormitorio: “El cuarto de mi
tía comunicaba con el comedor y tenía un balcón a la calle […] Había un armario
de luna y un crucifijo tapiando otra puerta que comunicaba con el recibidor; al lado
de la cabecera de la cama, un teléfono” (pág. 24); “El cuarto de Angustias recibía
directamente los ruidos de la escalera. Era como una gran oreja en la casa…
Cuchicheos, portazos, voces, todo resonaba allí” (pág. 69).
Vemos aquí cómo en su dormitorio se funden los dos mundos: la casa y la calle,
el interior y el exterior, que ella tratará de controlar desde la seguridad de su
habitación:
- Así, al poder escuchar todo lo que ocurre en la casa, logrará aplicar un
rígido dominio sobre ella sin tener que abdicar de su privacidad.
- Al mismo tiempo, vigilará la calle, especialmente las salidas de Gloria, pero
estará protegida de las “amenazas demoníacas”.

No obstante, esta excesiva limpieza y blancura de su habitación albergará un


oscuro secreto y es que bajo toda esa apariencia de moralidad, de rectitud de la que
ella hace gala ante la corrupción de los otros, se esconde una relación adúltera con su
jefe, Jerónimo Sanz.
Sin embargo, nunca a lo largo de la novela se hablará de ello abiertamente; todo
lo que conocemos se debe, por un lado a insinuaciones aparentemente inocentes de
las amigas de Angustias: “¿Y aquel pretendiente tuyo, aquel Jerónimo Sanz, por el
que estabas tan loca? ¿Qué se hizo de él?” (pág. 82); pero, sobre todo, a las
acusaciones de sus hermanos que le reprochan cruelmente su doble moral y las
consecuencias que ésta trae consigo:

28
NADA

-“Y escucha, ¡bruja! –gritó Juan- No lo había dicho antes porque soy cien
veces mejor que tú y que toda la maldita ralea de esta casa, pero me importa muy
poco que todo dios se entere de que la mujer de tu jefe tiene razón en insultarte por
teléfono, como hace a veces, y que anoche no fuiste a Misa del Gallo ni a nada por
el estilo…” (pág. 60).
-“He estado corriendo algo por el Pirineo –dijo Román-, he parado unos días
en Puigcerdá, que es un pueblo precioso, y naturalmente he ido a visitar a una
pobre señora a quien conocí en mejores tiempos y a la que su marido ha hecho
encerrar en su casona lúgubre, custodiada por criados como si fuese un criminal.
-Si te refieres a la mujer de don Jerónimo, del jefe de mi oficina, sabes
perfectamente que la pobre mujer se ha vuelto loca y que antes de mandarla al
manicomio él ha preferido…
-Sí ya veo que estás muy al tanto de los asuntos de tu jefe, me refiero a la
pobre señora Sanz…En cuanto a que esté loca, no lo dudo. Pero ¿quién ha tenido la
culpa de que llegue a ese estado?
-¿Qué eres capaz de insinuar? –gritó Angustias tan dolorida (esta vez de
verdad) que me dio pena” (pág. 54)

Angustias está viviendo una relación prohibida a modo de las novelas


decimonónicas, como señala Gloria (“Gloria me dijo que don Jerónimo y Angustias
se veían todas las mañanas en la iglesia, que ella lo sabía bien…Toda la historia de
Angustias resultaba como una novela del siglo pasado”, pág. 84) donde, incluso,
llega a aparecer esa figura de la mujer desquiciada encerrada en el desván propia de
los relatos góticos.

Sin embargo, el choque entre esa rígida moral que quiere mantener a toda costa
y su adulterio la llevará a una lucha, a una tortura constante consigo misma que se
reflejará, sobre todo, en su masoquista diario (“¡Qué cartas tan sentimentales y qué
diario tan masoquista1”, pág. 84) y, al final, terminará por destruirla y conducirla a
una muerte en vida.

Angustias, de esta manera, representa a “una solterona hipócrita y reprimida”,


“muy acorde con el ideal de mujer preconizado por el nacionalcatolicismo
imperante, una mujer que tiene totalmente prohibida la sexualidad fuera del

29
NADA

matrimonio”10 y que tratará de sublimar sus instintos mediante la religión. Pero, al


igual que habíamos visto, sobre todo en el caso de Juan que pagaba todas sus
frustraciones con su esposa, Angustias tratará de hacer compartir a Andrea todas las
represiones que la ideología de la época imponía a la mujer, es decir, verterá en la
joven todos sus venenos para hacerla una infeliz como ella.
Desde este momento se erigirá como la guardiana, la inquisidora terrible al
modo de las institutrices del siglo XIX, que más que educar se dedicará a encerrar, a
“enjaular” a Andrea, que se convertirá, literalmente, en una prisionera del castillo de
Aribau: “eres mi sobrina: por lo tanto, una niña de buena familia, modosa, cristiana
e inocente. Si yo no me ocupara de ti para todo, tú en Barcelona encontrarías
multitud de peligros. Por lo tanto, quiero decirte que no te dejaré dar un paso sin mi
permiso” (pág. 25). Y todo este autoritarismo, este orden disciplinario, esta represión
responderán únicamente a esa obsesión enfermiza por mantener las apariencias:
“Pero te gusta ir sola, hija mía, como si fueras un golfo. Expuesta a las
impertinencias de los hombres. ¿Es que eres una criada, acaso?…A tu edad, a mí no
me dejaban ir sola ni a la puerta de la calle. Te advierto que comprendo que es
necesario que vayas y vengas de la universidad…pero de eso a nadar por ahí suelta
como un perro vagabundo…Cuando estés sola en el mundo haz lo que quieras. Pero
ahora tienes una familia, un hogar y un nombre” (pág. 48), porque, en realidad,
jamás se preocupará realmente por ella, jamás la querrá, sino que, por el contrario,
como ya comentábamos, su único deseo será convertirla en una amargada y
reprimida como ella y aquí tratará de hallar la satisfacción, el placer que se niega a sí
misma: “A veces me parecía que estaba atormentada conmigo. Me daba vueltas
alrededor. Me buscaba si yo me había escondido en algún rincón. Cuando me veía
reír o interesarme en la conversación de cualquier otro personaje de la casa, se
volvía humilde en sus palabras. Se sentaba a mi lado y apoyaba a la fuerza mi
cabeza contra su pecho. A mí me dolía el cuello, pero, sujeta por su mano. Así tenía
que permanecer, mientras ella me amonestaba dulcemente. Cuando, por el
contrario, la parecía yo triste o asustada, se ponía muy contenta y se volvía
autoritaria” (pág. 29).
Por eso, cuando no lo consiga, cuando se dé cuenta de que no ha podido derrotar
a Andrea se sentirá doblemente frustrada: en primer lugar porque no ha podido ver

10
FERNÁNDEZ, Enrique, “Nada de Carmen Laforet, Ricitos de Oro y el Laberinto del Minotauro” en
Revista Hispánica Moderna, volumen 55, págs. 123-132

30
NADA

satisfechos sus instintos pasionales y ha sacrificado toda su vida, y en segundo lugar,


porque también ha fracasado en su propósito de destruir otra vida en paralelo a la
suya: “Todos estos días ha pensado en ti…Hubo un tiempo (cuando llegaste) en que
me pareció que mi obligación era hacerte de madre. Quedarme a tu lado,
protegerte. Tú me has fallado, me has decepcionado. Creí encontrar una huerfanita
ansiosa de cariño y he visto un demonio de rebeldía, un ser que se ponía rígido si yo
lo acariciaba. Tú has sido mi última ilusión y mi último desengaño, hija. Sólo me
queda rezar por ti, que ¡bien lo necesitas!, ¡bien lo necesitas!” (pág. 79).

Sin embargo, a pesar de las palabras de Angustias, Andrea, en realidad, jamás


será capaz de enfrentarse a su tía, salvo en su imaginación. Será una víctima pasiva
que, sin luchar, se limitará a soñar con huir, con escapar de ella, con encontrar una
libertad que le devuelva sus ilusiones y esperanzas iniciales que Angustias se había
encargado de consumir: “Cuando me desperté del todo, sentada en el borde de la
cama, me encontré en uno de mis períodos de rebeldía contra Angustias; el más
fuerte de todos. Súbitamente me di cuenta de que no la iba a poder sufrir más. De
que no la iba a obedecer más, después de aquellos días de completa libertad que
había gozado en su ausencia […] Me di cuenta de que podía soportarlo todo: el frío
que calaba mis ropas gastadas, la tristeza de mi absoluta miseria, el sordo horror
de aquella casa sucia. Todo menos su autoridad sobre mí. Era aquello lo que me
había ahogado al llegar a Barcelona, lo que me había hecho caer en la abulia, lo
que mataba mis iniciativas; aquella mirada de Angustias. Aquella mano que me
apretaba los movimientos y la curiosidad de la vida nueva … […] Yo no sabía […]
por qué me tapaba la luz la sola visión de su larga figura y sobre todo de sus
inocentes manías de grandezas” 11(pág. 77).

De este modo, hemos visto cómo se erigen los dos ejes de la casa: Román y
Angustias; cómo –a diferencia del resto de moradores, que se limitan a sobrevivir
cada día arrastrando su mezquina existencia sin ningún tipo de aspiraciones, como
las pobres ratas que, al ver el agua en un barco que se hunde, no saben qué hacer (ver
pág. 35) – estos ambicionan el control sobre sí mismos y sobre los demás, pero
también cómo fracasan en ambos aspectos y cómo las pasiones de Aribau terminan,
11
El subrayado es mío.

31
NADA

asimismo, por consumirlos y ahogarlos en un mundo oscuro y sin esperanzas. Y así,


negándose a alargar por más tiempo una vida sin sentido (“ni nuestras discusiones ni
nuestros gritos tienen causa, ni conducen a un fin…”, pág. 34) acabarán por ponerle
fin, cada uno según su propia personalidad:
- Angustias ingresará en un convento, hallando así una muerte simbólica que
refleja su hipocresía y su intento de sublimar sus bajas pasiones.
- Román se suicidará con una cuchilla de afeitar, hallando así una muerte real
que responde a la violencia y a la crueldad que había manifestado a lo largo
de su existencia.

Y nos quedaría ahora analizar en qué medida y de qué manera la pérdida de


cada uno afecta a los restantes miembros de Aribau.

En primer lugar, veremos el caso de Angustias (Román será analizado al final)


y de ella podremos decir que su marcha apenas dejará huella en sus hermanos o en
Gloria, demostrándose así nuestra teoría inicial de que, aunque los dos se disputan el
control de la casa, el eje principal que estructura la acción es Román.

Así, al partir Angustias, Juan se limitará a desahogar sus resentimientos contra


ella, reprochándole su mezquindad que la llevará a rechazar al hombre al que quiere
sólo porque no tiene dinero, y su doble moral, que la conducirá a ocultar su adulterio
(relación que iniciará una vez que su pretendido, ya casado, vuelva rico de América)
bajo una apariencia respetable: “-¡Eres una mezquina! ¿Me oyes? No te casaste con
él porque a tu padre se le ocurrió decirte que era poco el hijo de un tendero para
ti… ¡Por esooo! Y cuando volvió casado y rico de América lo has estado
entreteniendo, se lo has robado a su mujer durante veinte años…, y ahora no te
atreves a irte con él porque crees que toda la calle de Aribau y toda Barcelona están
pendientes de ti… ¡Y desprecias a mi mujer! ¡Malvada! ¡Y te vas con tu aureola de
santa! […] Le corrían [a Juan] lágrimas por las mejillas y se reía, satisfecho”
(págs. 86-87).

Román tan sólo comentará que la marcha de Angustias le proporciona cierto


alivio, pues ya no tendrá que soportar sus hipócritas críticas acerca de la inmoralidad
de los habitantes de Aribau ni su competencia por el control de la casa: “-Bah! –dijo

32
NADA

Román-. Me alegro de que se vaya Angustias, porque ahora es un trozo viviente del
pasado que estorba la marcha de las cosas… De mis cosas. Que nos molesta a
todos, que nos recuerda a todos que no somos seres maduros, redondos, parados,
como ella; sino aguas ciegas que vamos golpeando, como podemos, la tierra para
salir a algo inesperado…Por todo eso me alegro” (págs. 83-84).

Asimismo, Gloria, que condenará sobre todo su falsa devoción, también se


sentirá aliviada con su partida pues le permitirá librarse de todas aquellas palizas
propinadas por un Juan frustrado o airado por culpa de su hermana: “Yo no sé, chica
–decía Gloria-, por qué Angustias no se ha marchado con don Jerónimo, ni por qué
se mete a monja, si ella no sirve para rezar… […] Pero la verdad –concluía-; ¡qué
bien que se marche! …La otra noche me pegó Juan por su culpa, por su culpa nada
más” (pág. 83)

Pero, al final, salvo por estos comentarios, todos se mostrarán impasibles, fríos;
sus vidas continuarán como hasta entonces, no volverán a mencionarla -como si
nunca hubiera existido- Y Román se quedará como el único y absoluto dueño de la
casa.

Solamente para Andrea la marcha de Angustias supondrá un cambio decisivo.


De repente, se sentirá absolutamente libre; logrará escapar del ambiente lúgubre,
asfixiante, claustrofóbico de la casa de Aribau y descubrirá un mundo nuevo, abierto,
vital, juvenil en la universidad, en sus salidas a la casa de Ena, en su relación con
algunos jóvenes de la bohemia (Guixols, Pons, Iturdiaga), en sus paseos en soledad
por Barcelona; por fin podrá recuperar sus sueños y reorganizar su vida en todos los
sentidos (económicamente, socialmente…).
Pero pronto se dará cuenta de que todo esto es un mero espejismo causado por
su imaginación romántica y ávida de sensaciones. Sucesivos fracasos irán
mostrándole implacablemente su terrible destino de mera espectadora de la vida. Así,
solamente vivirá el amor a través de la relación de Ena y Jaime: “Ella y Jaime me
habían parecido aquella primavera distintos a todos los seres humanos, como
divinizados por un secreto que a mí se me antojaba alto y maravilloso. El amor de
ellos me había iluminado el sentido de la existencia, sólo por el hecho de existir”
(pág. 150).

33
NADA

En cambio, cuando ella intente experimentarlo por sí misma al arriesgarse en su


relación con Pons descubrirá la angustiosa verdad: “Me parecía que de nada vale
correr si siempre ha de irse por el mismo camino, cerrado, de nuestra personalidad.
Unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida. Yo tenía
un pequeño y ruin papel de espectadora. Imposible salirme de él. Imposible
libertarme” (pág. 169).

Y así, ante su imposibilidad de llevar una vida propia, Andrea se verá arrastrada
por esa “efervescencia” de la casa, por ese torbellino de pasiones que acabarán
consumiéndola, hundiéndola en la abulia más absoluta pero que, al igual que para los
demás personajes, se convertirá en la única realidad palpable, cierta; en su única
obsesión: “¡Cuántos días sin importancia! Los días sin importancia que habían
transcurrido desde mi llegada me pesaban encima, cuando arrastraba los pies al
volver de la universidad. Me pesaban como una cuadrada piedra gris en el cerebro.
[…] Una mañana de otoño en la ciudad, como yo había soñado durante años
que sería en la ciudad el otoño: bello, con la naturaleza enredada en las azoteas de
las casas y en los troles de los tranvías; y, sin embargo, me envolvía la tristeza.
Tenía ganas de apoyarme contra una pared con la cabeza entre los brazos, volver la
espalda a todo y cerrar los ojos.
¡Cuántos días inútiles! Días llenos de historias, demasiadas historias turbias.
Historias incompletas, apenas iniciadas e hinchadas ya como una vieja madera a la
intemperie. Historias demasiado oscuras para mí. Su olor, que era el podrido olor
de mi casa, me causaba cierta náusea… Y sin embargo, habían llegado a constituir
el único interés de mi vida. Poco a poco me había ido quedando ante mis propios
ojos en un segundo plano de la realidad, abiertos mis sentidos sólo para la vida que
bullía en el piso de la calle de Aribau. Me acostumbraba a olvidarme de mi aspecto
y de mis sueños. Iba dejando de tener importancia el olor de los meses, las visiones
del porvenir y se iba agigantando cada gesto de Gloria, cada palabra oculta, cada
reticencia de Román. El resultado parecía ser aquella inesperada tristeza” (pág.
38).
Y al final todo se podrá reducir a una desoladora y nihilista frase pronunciada
por Román: “No necesitarás nada12 cuando las cosas de la casa te agarren los
sentidos” (pág. 73).
12
El subrayado es mío.

34
NADA

De esta manera, poseída por el espíritu de la casa, Andrea, aterrada, irá


descubriendo que cada día se va volviendo más semejante a esos seres malignos y
autodestructivos. Y, como habíamos visto al señalar la importancia de ese aspecto
monstruoso, grotesco de los habitantes de Aribau para comprender la magnitud de las
pasiones que los corroen, el parecido comenzará por el físico: “En realidad, Andrea
tiene gran parecido con la familia de ustedes.
-Es igual que mi hijo Román; si tuviera los ojos negros sería como mi hijo
Román –dijo la abuela inesperadamente” (pág. 65).

Asimismo, tras ese parecido, todos se irán percatando de cómo la casa la va


trastornando, la va volviendo como ellos y, quizás por su desarrollada pero también
“extraña” sensibilidad, especialmente como Román: “Algunas veces creo que te
pareces a mí [Román], que me entiendes, que entiendes mi música, la música de esta
casa” (pág. 71); “Y tú eres como yo… [Román] ¿No eres como yo? Di, ¿no te
pareces a mí algo?” (pág. 72); “Tu tío es una personalidad. Sólo con la manera de
mirar sabe decir lo que quiere. Entender… parece algo trastornado a veces. Pero tú
también, Andrea, lo pareces” (pág. 125).

Pero lo que llegará a desequilibrarla del todo será el hambre, esa hambre atroz
de la posguerra que también atenaza a los moradores de la casa, pero solamente a
aquellos que realmente débiles, aquellos que son incapaces de reaccionar: Juan,
Gloria y la abuela; ya que, por el contrario, Angustias y su amante Jerónimo Sanz, y
Román y su mantenida, Antonia junto con Trueno sí que luchan, luchan a muerte por
sobrevivir y este instinto es el que les permitirá conseguir el sustento: “yo [Gloria]
pasaba hambre. Mamá, pobrecilla, me guardaba parte de su comida. Angustias y
don Jerónimo tenían muchas cosas almacenadas, pero las probaban ellos solos. Yo
rondaba su cuarto. A la criada le daban algo, de cuando en cuando, por miedo…”
(pág. 44); “En la calle de Aribau también pasaban hambre sin las compensaciones
que a mí me reportaba. No me refiero a Antonia y a Trueno. Supongo que estos dos
tenían el sustento asegurado gracias a la munificencia de Román. El perro estaba
reluciente y muchas veces le vi comer sabrosos huesos. También la criada se
cocinaba su comida aparte. Pero pasaban hambre Juan y Gloria y también la
abuela y hasta a veces el niño” (pág. 99).

35
NADA

Pero aquí, ante esta hambre cruel, encontramos prácticamente el único gesto
bondadoso observado en la casa y será el sacrificio de la abuela, quien dejará de
comer para alimentar a los más débiles e inocentes: sus nietos. En el caso del hijo de
Juan y Gloria se sugiere su generosidad en este párrafo: “Román estuvo otra vez de
viaje cerca de dos meses. Antes de marcharse dejó algunas provisiones para la
abuela, leche condensada y otras golosinas difíciles de conseguir en aquellos
tiempos. Nunca vi que la viejecilla las probara. Desaparecían misteriosamente y
aparecían sus huellas en la boca del niño” (pág. 99). Volverá a hacerlo por Andrea:
“La miré con cariño. Tenía siempre, respecto a ella, unos vagos remordimientos.
Algunas noches, al volver a casa, en las épocas de gran penuria, cuando no había
podido comer ni cenar, encontraba en mi mesilla un plato con un poco de verdura
poco apetitosa, que llevaba cocida muchas horas, o un mendrugo de pan, dejados
allí por ‘olvido’. Comía, empujada por una necesidad más fuerte que yo, aquellos
bocados de que se había privado la pobrecilla y me cogía asco de mí misma al
hacerlo” (pág. 185).

Sin embargo, como hemos podido ir viendo, en el caso concreto de Andrea, el


hambre se manifestará de un modo desproporcionado y terminará por hacerse
crónica. Se convierte, entonces, prácticamente en su única obsesión y en esta
necesidad por sobrevivir se despertarán en ella los instintos más primitivos y
salvajes. Andrea llegará a volverse agresiva e, incluso, en cierta ocasión la veremos
acosada por un deseo caníbal tan voraz como el de aquel idolillo de Román que, al
igual que su dueño, sólo puede saciarse con corazones humanos. En este momento,
más que en ningún otro, Andrea se sentirá poseída por el espíritu maligno de su tío:
“Me sentí hambrienta como nunca lo he estado. Allí, en la cama, estaba unida a
Gloria por el feroz deseo de mi organismo que sus palabras habían despertado, con
los mismo vínculos que me unían a Román cuando evocaba en su música los deseos
impotentes de mi alma.
Algo así como una locura se posesionó de mi bestialidad al sentir tan cerca el
latido de aquel cuello de Gloria, que hablaba y hablaba. Ganas de morder en la
carne palpitante, masticar. Tragar la buena sangre tibia…Me retorcí sacudida de
risa de mis propios espantosos desvaríos, procurando que Gloria no sorprendiera
aquel estremecimiento de mi cuerpo” (pág. 103).

36
NADA

Y finalmente, el hambre la llevará a la histeria, una histeria enloquecida y brutal


como la de su tío Juan y que, tras haberse apropiado de todos sus sentidos, al igual
que a aquel, la conducirá a herir a quien más quiere, a Ena: “Estos chorros de luz que
recibía mi vida gracias a Ena, estaban amargados por el sombrío tinte con que se
teñía mi espíritu otros días de la semana. No me refiero a los sucesos de la calle de
Aribau, que apenas influían ya en mi vida, sino a la visión desenfocada de mis
nervios demasiado afilados por un hambre que a fuerza de ser crónica llegué casi a
no sentirla. A veces me enfadaba con Ena por una nadería. Salía de su casa
desesperada. Luego regresaba sin decirle una palabra y me ponía a estudiar junto a
ella. Ena se hacía la desentendida y seguíamos como si tal cosa. El recuerdo de
estas escenas me hacía llorar de terror algunas veces cuando las razonaba en mis
paseos por las calles de los arrabales, o por las noches cuando el dolor de cabeza
no me dejaba dormir y tenía que quitar la almohada para que se disipara. Pensaba
en Juan y me encontraba semejante a él en muchas cosas. Ni siquiera se me ocurría
pensar que estaba histérica por la falta de alimento” (págs. 108-109); “No sé qué
gusto amargo y salado tenía en la boca. Di un portazo como si yo fuera igual que
ellos. Igual que todos… […] Las palabras de los otros, palabras viejas, empezaron a
perseguirme y a danzar en mis oídos. La voz de Ena: ‘Tú comes demasiado poco,
Andrea, y estás histérica…’ ‘Estás histérica, estás histérica…’ ‘¿Por qué lloras si no
estás histérica?…’ ‘¿Qué motivos tienes tú para llorar?…’ Vi que la gente me
miraba con cierto asombro y me mordí los labios de rabia, al darme cuenta… ‘Ya
hago gestos nerviosos como Juan’… ‘Ya me vuelvo loca yo también’… ‘Hay quien
se ha vuelto loco de hambre’…” (págs. 190-191).

Sin embargo, este histerismo no será fruto exclusivo del hambre sino que, en
numerosas ocasiones, los terribles acontecimientos de la casa de Aribau son los que
la conducirán a él. Tres serán los momentos en los que se manifieste de forma más
clara su trastorno, cuando sienta que la tragedia la ha superado completamente, y en
cada uno de ellos la reacción será siempre la misma: primero estallara, “sin venir a
cuento”, en una risa nerviosa e incontrolada, mas, enseguida, ésta se le helará en la
cara, que será bañada ahora por un llanto desconsolado. Y al final de todo esto, sólo
será capaz de sentir el aterrador vacío de su existencia.
La primera ocasión tendrá lugar tras la terrible discusión de Nochebuena por
culpa del pañuelo de Andrea: “De pronto a mí me pareció todo aquello idiota,

37
NADA

cómico y risible otra vez. Y sin poderlo remediar empecé a reírme cuando nadie
hablaba ni venía a cuento, y me atraganté. Me daban golpes en la espalda, y yo,
encarnada y tosiendo hasta saltárseme las lágrimas, me reía; luego terminé
llorando en serio, acongojada, triste y vacía” (pág. 61).-
El segundo momento lo observamos cuando, de repente, se queda sola en el
infierno del Barrio Chino: “Al pronto estaba tan cansada, que me senté en el umbral,
con la cabeza entre las manos, sin reflexionar. Más tarde me empezó a entrar risa.
Me tapé la boca con las manos que me temblaban porque la risa era más fuerte que
yo. ¡Para esto toda la carrera, la persecución agotadora!…¿Qué pasaría si no
salían de allí en toda la noche? ¿Cómo iba a encontrar yo sola el camino de casa?
Creo que después estuve llorando. Pasó mucho rato, una hora quizá […] Me empezó
a entrar frío a pesar de la noche primaveral. Frío y miedo indefinido” (pág. 137).
La última será tras el suicidio de Román: “La verdad es que era todo tan
espantoso que rebasaba mi capacidad de tragedia. Solté la ducha y creo que me
entró una risa nerviosa al encontrarme así, como si aquel fuese un día como todos.
Un día en que no hubiese sucedido nada. ‘Ya lo creo que estoy histérica’, pensaba
mientras el agua caía sobre mí azotándome y refrescándome. Las gotas resbalaban
sobre los hombros y el pecho, formaban canales en el vientre, barrían mis piernas.
Arriba estaba Román tendido, sangriento, con la cara partida por el rictus de los
que mueren condenados. La ducha seguía cayendo sobre mí en fresas cataratas
inagotables. Oía cómo el rumor humano aumentaba al otro lado de la puerta, sentía
que no me iba a mover de allí nunca. Parecía idiotizada13” (pág. 209).

Mas, como ya adelantamos, ante la tragedia, Andrea se mostrará totalmente


impasible, no hará nada y, así, ante una injusticia como son las palizas que
diariamente recibe Gloria preferirá girar la cabeza y mirar por la ventana, soñando
con una existencia distinta a la pesadilla que está viviendo: “Juan se fue al estudio y
desde allí llamó a Gloria. Oí que empezaban una nueva discusión que hasta mí
llegaba amortiguada como una tempestad que se aleja. Yo me acerqué al balcón y
apoyé la frente en los cristales. Aquel día de Navidad, la calle tenía aspecto de una
inmensa pastelería dorada, llena de cosas apetecibles” (pág. 60); o saldrá a la calle
simplemente para evitar mancharse con esas sucias pasiones, sin ningún
remordimiento: “La verdad es que me sentía más feliz desde que estaba desligada de
13
Aquí es el agua cayendo, resbalando por su cuerpo, la que sustituye al llanto.

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aquel mundo de las comidas en la casa. No importaba que aquel mes hubiera
gastado demasiado y apenas me alcanzara el presupuesto de una peseta diaria para
comer: la hora del mediodía es la más hermosa en invierno. Una buena hora para
pasarla al sol en un parque o en la plaza de Cataluña. A veces se me ocurría pensar,
con delicia, en lo que sucedería en casa. Los oídos se me llenaban con los chillidos
del loro y las palabrotas de Juan. Prefería mi vagabundeo libre” (pág. 97).

Así, la única acción que veremos en ella será la de su imaginación. Ya


comentamos cómo será incapaz de rebelarse a Angustias, salvo en su mente, y lo
mismo ocurrirá en tantas otras ocasiones: durante una de las peleas entre Gloria y
Juan, cuando se pare a pensar “si valdría la pena acudir” (pág. 100), o durante la
“aventura” nocturna por el Barrio Chino cuando “actúe” de esta manera:“Éste es el
momento –pensé- de poner mi mano sobre su brazo. De hacerle entrar en razón. De
decirle que Gloria seguramente estará en casa…’ No hice nada” (pág. 134).

Finalmente, será tan exagerada su pasividad que ni tan siquiera luchará por
recuperar la amistad de Ena, lo único positivo que había encontrado en Barcelona:
“Tan impulsivamente como la exaltación y el cariño que había sentido aquella
mañana por Ena, una gran depresión me empezó a invadir. Al finalizar el día ya no
pensaba en saltar aquella distancia que ella misma había abierto entre las dos. Me
pareció mejor dejar correr los acontecimientos” (pág. 160).

Y el mejor símbolo de su frialdad, de su pasividad serán sus duchas. Andrea


tratará de aislarse de este mundo infernal en la soledad del baño, bajo el agua helada,
obsesionada por “desprender de su piel la suciedad de culpas y tormentos ajenos14”,
como ocurre tras su llegada a la casa y ser recibida por esos seres grotescos (ver
págs. 18-19); durante una de las tantas peleas entre Gloria y Juan (ver pág. 152) y,
sobre todo, tras el suicidio de Román (ver pág. 207). Pero, como ella misma
reconocerá, el agua será incapaz de refrescar su carne ni de limpiarla (ver pág. 152) y
es que, por mucho que se intente, de los desastres de la guerra no se puede huir.

De esta manera, Andrea, cada vez más consumida por las pasiones de la casa
terminará anulándose hasta quedar convertida en un espectro, en una sombra de sí
14
LAFORET, Carmen, Nada, ed. Domingo Ródenas, Barcelona, Crítica, 2001

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misma: “Me acuerdo de una noche en que había luna. Yo tenía excitados los nervios
después de un día demasiado movido. Al levantarme de la cama vi que en el espejo
de Angustias estaba toda mi habitación llena de un color seda gris, y allí mismo, una
larga sombra blanca. Me acerqué y el espectro se acercó conmigo. Al fin alcancé a
ver mi propia cara desdibujada sobre el camisón de luto. Un camisón de hilo
antiguo –suave por el roce del tiempo- cargado de pesados encajes, que muchos
años atrás había usado mi madre. Era una rareza estarme contemplando así, casi
sin verme, con los ojos abiertos. Levanté la mano para tocarme las facciones, que
parecían escapárseme, y allí surgieron unos dedos largos, más pálidos que el rostro,
siguiendo la línea de las cejas, la nariz, las mejillas conformadas según la
estructura de los huesos. De todas maneras, yo misma, Andrea, estaba viviendo
entre las sombras y las pasiones que me rodeaban. A veces llegaba a dudarlo” (pág.
162).

Sin embargo, no será Andrea la única que, ajena a aquella casa, al entrar en
contacto con ella y en especial con Román, que demostrará de nuevo cómo es el
auténtico eje que estructura toda la acción, se vea arrastrada y consumida por esas
voraces pasiones. También Margarita, madre de Ena, aunque perteneciente a un
status social muy diferente al de los moradores de Aribau, al conocer a Román, como
ya les había sucedido a Gloria y a Antonia, se sentirá en su juventud totalmente
fascinada por él, por su atractivo, por su genialidad (“-¡Dios mío! Sí que conozco a
Román. Le he querido demasiado tiempo, hija mía, para no conocerle. De su
magnetismo y de su atractivo, ¿qué me va usted a decir que yo no sepa, que yo no
haya sufrido en mí con la fuerza esta, que parece imposible de suavizar y de calmar,
que da un primer amor?”, pág. 175); y, al igual que Gloria, también se humillará
ante él, sintiéndose la trágica heroína de una novela romántica cuando, por amor sea
capaz de sacrificar su trenza, su única belleza durante su juventud, para regalársela a
él. Pero Román, demostrando un sadismo ilimitado se burlará de ella y de sus
sentimientos de “la manera más mala”: “Tengo lo mejor de ti en casa. Te he robado
tu encanto –luego concluyó impaciente: -¿Por qué has hecho esa estupidez, mujer?
¿Por qué eres como un perro para mí?” (pág. 177).
Margarita, entonces, caerá enferma, su pasión enloquecida la devorará, la
consumirá, la destruirá (“Ahora, viendo las cosas a distancia, me pregunto cómo se
puede alcanzar tal capacidad de humillación, cómo podemos enfermar así, cómo en

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los sentidos humanos cabe una tan grande cantidad de placer en el dolor…Porque
yo estuve enferma. Yo he tenido fiebre. Yo no he podido levantarme de la cama en
algún tiempo; así era el veneno, la obsesión que me llenaba…”, pág. 177),
arrastrando y anegando con su veneno todo lo que se encuentre a su alrededor. Y así,
al verse casada con Luis –un hombre al que no ama en absoluto- volverá a aplicar ese
viejo esquema de dominación y humillación que Román empleó con ella y,
sintiéndose ahora poderosa por el odio, vengará todas sus frustraciones, su
sufrimiento sin sentido sobre él (“Si a veces me cogía la mano, con una sonrisa
difícil, parecía asombrarse de aquella pasividad de mis dedos, que entre los suyos
eran demasiado pequeños. Levantaba los ojos y toda su cara aparecía poseída por
una angustia infantil al mirarme. En aquellos momentos, yo sentía ganas de reírme.
Era como una venganza por todo el fracaso de mi vida anterior. Me sentía yo fuerte
y poderosa por una vez. Por una vez comprendía el placer que había hecho vibrar el
alma de Román al mortificarme” (pág. 180).
No obstante, al nacer su hija, al darse cuenta de que un ser dependía totalmente
de ella para vivir y al comprender así que no es sólo su descomunal y egoísta dolor lo
único existente en el mundo, empezará a abrirse a los demás, a olvidarse de sí
misma, de su obsesión y mezquindad y será entonces cuando pueda volver a amar y
ser feliz (“Fue Ena la que me hizo querer a su padre, la que me hizo querer más
hijos y –puesto que exigía ella una madre adecuada a su perfecta y sana calidad
humana- quien me hizo, conscientemente, desprenderme de mis morbosidades
enfermizas, de mis cerrados egoísmos… Abrirme a los demás y encontrar así
horizontes desconocidos. Porque antes de que yo la creara, casi a la fuerza, con mi
propia sangre y huesos, con mi propia amarga sustancia, yo era una mujer
desequilibrada y mezquina. Insatisfecho y egoísta…”, pág. 181).

Pero, a pesar de esta vitalidad, de su fortaleza, asimismo Ena verá su luminosa


vida emponzoñada por culpa de Román. En un principio se acercará a él para
descubrir el porqué de la atracción irracional de su madre por él y vengarse del dolor
que le causó; pero tras esta razón se esconderá otra aún más poderosa: la de descubrir
esas dos personalidades, esas dos fuerzas que chocan en ella –la sublime y la
maligna- y matar esta última, este lado maligno que la atrae hacia Román (“Si vieras,
a veces tengo miedo de sentir el dualismo de fuerzas que me impulsan. Cuando he
sido demasiado sublime una temporada, tengo ganas de arañar… De dañar un poco

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[…] Hay seres que me colman el corazón, como Jaime, mamá y tú, cada uno en
vuestro estilo…Pero una parte de mí necesita expansionarse y dar rienda suelta a
sus venenos […] ¿Crees que no quiero a Jaime? Lo quiero muchísimo […] Pero hay
otra cosa: la curiosidad, esa inquietud maligna del corazón, que no puede
reposar…”, pág. 199).
De nuevo, como ya había sucedido con las demás mujeres que han conocido a
Román, Ena se sentirá fascinada por su magnetismo y su talento, que la arrastrarán
irremisiblemente hacia él y la absorberán barriendo todo lo que queda fuera de esta
relación. Por eso abandonará a Andrea, a Jaime e, incluso, a su madre (“Escucha,
Andrea, yo no podía pensar en Jaime ni en ti ni en nadie esta temporada, yo estaba
absorbida enteramente en este duelo entre la frialdad y el dominio de los nervios de
Román y mi propia malicia y seguridad”, pág. 201).
Enseguida comprenderá la mezquindad y el sadismo de Román (“Román tiene
un espíritu de pocilga, Andrea. Es atractivo y es un artista grande, pero, en el fondo,
¡qué mezquino y soez!…”, pág. 198) pero ese mundo inverosímil, de pasiones tan
voraces y vivas frente a la vulgaridad de su hogar la capturarán de tal modo (“Yo no
busco en las personas ni la bondad ni la buena educación siquiera…, aunque creo
que esto último es imprescindible para vivir con ellas. Me gustan las gentes que ven
la vida con ojos distintos que los demás, que consideran las cosas de otro modo que
la mayoría…Quizá me ocurre esto porque he vivido siempre con seres demasiado
normales y satisfechos de ellos mismos…, pág. 126; “Cuando llegué a tu casa el otro
día, ¡qué mundo tan extraño apareció a mis ojos! Me quedé hechizada. Jamás
hubiera podido soñar, en plena calle de Aribau, un cuadro semejante al que ofrecía
Román tocando para mí, a la luz de las velas, en aquella madriguera de
antigüedades…No sabes cuánto pensaba en ti. Cuánto me interesabas por vivir en
aquel sitio inverosímil […] De modo que no me guardes rencor por querer entrar yo
sola en tu casa y conocerlo todo. Porque no hay nada que no me interese…Desde
esa especie de bruja que tenéis por criada, hasta el loro de Román…, pág. 127) que
estarán a punto de acabar con ella.

Sin embargo, Andrea llegará a tiempo y logrará salvarla y, así, será ella, la que
jamás había actuado, la que jamás había sabido reaccionar la que consiga al final que
su amiga se reconcilie consigo misma y con los que la quieren (“-¡Pero si lo
necesitaba, Andrea! ¡Si viniste del cielo! Pero ¿no te diste cuenta de que me

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salvabas?…Si he sido dura contigo fue a causa de la demasiada tirantez de mis


nervios”, pág. 197).

No obstante, esta acción de Andrea no sólo será importante para Ena, sino que
será decisiva para su propia vida. Andrea actúa por primera vez pero lo hace
impelida por unos ideales románticos, se creerá una heroína en una época en la que
ya no pueden existir héroes y así se lo mostrará Ena con una frase demoledora:
“Andrea, ¿por qué eres tan trágica, querida?” (pág. 194). En este momento se
producirá la ruptura definitiva de todos sus sueños e ilusiones infantiles –que ya
habían empezado a resquebrajarse con sus dos fracasos amorosos: el beso de Gerardo
y el decepcionante baile en casa de Pons, que le llevan a darse cuenta de que ni ella
es Cenicienta ni puede pasarse la vida esperando al príncipe azul- y su entrada en la
madurez.
Después de todo esto, Ena se marchará y Andrea se quedará más sola que
nunca, pero ya algo ha cambiado para siempre en ella. Se ha dado cuenta de que no
sólo existen ella y su “pena de chiquilla desilusionada” (pág. 170), sino que
alrededor hay otros seres que sufren y la necesitan, es decir, al igual que Margarita
sólo se hará una mujer cuando logre olvidarse de sí misma y abrirse a los demás.
Es Gloria quien, de forma más evidente, se da cuenta de este cambio:
-“¡Tengo miedo, Andrea!
-Pero, ¿por qué, mujer?
-Tú antes no le preguntabas nada a nadie, Andrea…Ahora te has vuelto más
buena” (pág. 206).

Pero, antes de terminar, aún quedará lo peor por ocurrir: el suicidio de Román
quien, consumido por su odio a Juan, su pasión irrefrenable por Gloria y por Ena que
acabarán traicionándolo y, en general, por su mezquina vida que no ofrece ninguna
salida (ha sido un cobarde, un traidor y ahora sólo un sucio contrabandista),
terminará degollándose con una cuchilla de afeitar.
Y como ya adelantamos, es fundamental ver ahora en qué medida su muerte
afecta a los demás habitantes de la casa y lo que demostraremos será que él era el
auténtico vertebrador de Aribau, el auténtico eje que estructuraba toda la acción y
cómo era tal la dependencia del resto de personajes con respecto a él que, cuando
falte, sus miserables vidas terminarán por hundirse definitivamente en la tragedia. De

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este modo, a diferencia de Angustias, a quien todos olvidarán enseguida al marcharse


al convento, Román acabará convirtiéndose en un fantasma que seguirá presente
obsesivamente en el castillo de Aribau.

La primera que descubra el trágico acontecimiento y la primera en perder


completamente el juicio será Antonia, la criada. Ya habíamos visto cómo ésta estaba
dominada por una única pasión, una obsesión irracional que constituía toda su
existencia: su oscuro amor por Román. Por eso, cuando él muera no podrá soportar el
dolor de su infinito vacío y enloquecerá: “Creo que llevaba alguien mucho rato
gritando cuando aquellos gritos terribles pudieron traspasar mis oídos. Quizá fue
sólo cuestión de instantes. Recuerdo, sin embargo, que habían entrado a formar
parte de mis sueños, antes de hacerme volver a la realidad. Jamás había oído gritar
de aquella manera en la casa de la calle de Aribau. Era un chillido lúgubre, de
animal enloquecido, el que me hizo sentarme en la cama y luego saltar de ella
temblando.
Encontré a la criada, Antonia, tirada en el suelo del recibidor, con las piernas
abiertas en una pataleta trágica, enseñando sus negruras interiores, y con las manos
engarabitadas sobre los ladrillos […] Juan […] empezó a dar bofetones en la cara
contraída de la mujer y pidió a Gloria un jarro de agua fría para echárselo por
encima. Al fin, la criada empezó a jadear y a hipar más desahogadamente, como un
animal rendido. Pero enseguida, como si esto hubiera sido sólo una tregua, volvió a
sus gritos espantosos.
-¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto!” (pág. 207).

Acabará por fugarse con Trueno –el perro de Román- en una suerte de muerte
simbólica a semejanza de la huida de Angustias al convento.

La abuela, por su parte, demente ya desde la guerra, se refugiará en su mundo


místico y supersticioso y se opondrá irracionalmente a ver la realidad: se negará a
aceptar el suicidio de Román (ella insiste en que al final se arrepintió) así como su
enorme culpa en la tragedia de toda la familia. Su amor obsesivo por sus dos hijos
varones, Román y Juan y su disculpa constante de todas sus fechorías y delitos,
mientras que sus hijas sufren un encierro perpetuo sin la más ligera brisa de libertad
los llevará a ellos a convertirse en bestias y a ellas en unas reprimidas amargadas y

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resentidas. Así se lo reprochará Angustias antes de marcharse desolada al convento:


“¡Parece mentira, mamá! ¡Parece mentira! Volvió a gritar Angustias-. Ni siquiera le
preguntas dónde ha estado [a Román]… ¿Te hubiera gustado a ti que una hija tuya
hiciera eso? ¡Tú mamá, que ni siquiera nos permitías ir a las fiestas en casa de
nuestros amigos cuando éramos jóvenes!” (pág. 75); “Tu abuela ha preferido
siempre a sus hijos varones, pero esos hijos –aquí me pareció que se alegraba- le
van a hacer pasar mucha penuria” (pág. 81); y así volverán a repetírselo tras el
suicidio de Román, sus demás hijas:
“-Le malcriaste. Recuerda que le malcriabas, mamá. Así ha terminado…
-Siempre prefirió usted a sus hijos varones. ¿Se da usted cuenta de que tiene
usted la culpa de este final?
-A nosotras no nos has querido nunca, mamá. Nos has despreciado, nos has
humillado. Siempre te hemos visto quejarte de tus hijas que, sin embargo, no te han
dado más que satisfacciones…; ahí, ahí tienes el pago de los varones, de los que tú
mimabas…” (pág. 213); e, incluso, Juan: “Juan, hijo mío –dijo la abuela -. Dime tú
si tienes razón. Dime tú si crees también que eso es verdad…
Juan se volvió enloquecido.
-Sí, mamá, tienen razón… ¡Maldita seas! Y ¡malditos sean ellos todos!” (pág.
214).

Gloria, entretanto, caerá enferma mas nadie, excepto Andrea, se fijará en ella.

Sin embargo, será Juan el que manifieste el dolor más desesperado, un dolor tan
profundo que desgarra sus entrañas, un dolor que –en definitiva- viene a demostrar,
como ya anticipó Román, que Juan era completamente suyo: “Juan estuvo fuera de
casa mucho tiempo, quizá más de dos días. Debió acompañar el cadáver de Román
al depósito y tal vez, más tarde, a su última, apartada, morada. Cuando un día o una
noche le vi por fin en casa yo creí que ya habíamos pasado los peores momentos.
Pero aún nos faltaba oírle llorar. Nunca, por muchos años que vida, me olvidaré de
sus gemidos desesperados. Comprendí que Román tenía razón al decir que Juan era
suyo. Ahora que él se había muerto, el dolor de Juan era impúdico, enloquecedor,
como el de una mujer por su amante, como el de una madre joven por la muerte del
primer hijo” (págs. 211-212). Al final, este dolor descomunal por la muerte de
Román lo hará enloquecer completamente. Así, como un espíritu maldito encargado

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de vengar a su hermano, no volverá a dormir jamás y obsesionado fatalmente con la


culpabilidad de la mujer la mantendrá perpetuamente horrorizada bajo la constante
amenaza de su asesinato.
Y esta locura extrema final será la muerte simbólica de Juan.

En cuanto a Andrea, ésta en un principio no podrá asumir la muerte de Román,


no podrá creerlo porque lo que ha sucedido es tan terrible para ella que sobrepasa su
“capacidad de tragedia” (pág. 209). Sólo cuando vea su cuarto vacío sentirá
realmente su ausencia y empezará a comprender lo dramático del hecho.
Así, a partir de este momento, esa presencia de la muerte que ya había
comenzado a sentir desde el principio de su llegada a la casa cuando crea acostarse
en un ataúd en medio de las sombras de unos muebles destripados, se convertirá en
una macabra obsesión. En su desbocada y enferma imaginación empezarán a gestarse
las más terribles pesadillas relacionadas con los aspectos más oscuros de la muerte y
que parecerán inspiradas en las Pinturas Negras o los Caprichos de Goya: la
putrefacción, la corrupción del cuerpo, la nada absoluta: “Entonces supe ya, sin
duda, que Román se había muerto y que su cuerpo se estaba deshaciendo y se estaba
pudriendo en cualquier lado, bajo el sol que castigaba despiadadamente su antigua
covacha, tan miserable ahora, desguarnecida de su antigua alma.
Entonces empezaron para mí las pesadillas que mi debilidad convertía en
constantes y horrendas. Comencé a pensar en Román envuelto en un sudario,
deshechas aquellas nerviosas manos que sabían recoger la armonía y la
materialidad de las cosas. Aquellas manos a las que la vida hacía duras y elásticas
a la vez, que tenían un color oscuro y amarillento por las manchas de tabaco, pero
que sólo con alzarse sabían hablar tanto. Sabían dar la elocuencia justa de un
momento. Aquellas manos hábiles –manos de ladrón, curiosas y ávidas- se me
representaban torpemente hinchadas y blandas primero, tumefactas. Luego,
convertidas en dos racimos de pelados huesos.
Estas visiones espantosas me persiguieron aquel fin de verano con monótona
crueldad. […] mi corazón aterrado recibía las imágenes que mi razón no era
suficiente para desterrar.
Para ahuyentar a los fantasmas, salía mucho a la calle. Corría por la ciudad
debilitándome inútilmente […] Cuando se levantó una fuerte ráfaga de brisa, yo
estaba aún allí, apoyada contra una pared, entontecida y medio estática. Del viejo

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balcón de una casa ruinosa salió una sábana tendida, que al agitase me sacó de mi
marasmo. Yo no tenía la cabeza buena aquel día. La tela blanca me pareció un gran
sudario y eché a correr… Llegué a la casa de la calle de Aribau medio loca” (págs.
216-217).

De esta manera, Andrea, desquiciada como el resto de miembros de la casa,


incapaz de soportar por más tiempo esas pasiones arrolladoras, destructivas sólo
deseará morir: “Un atardecer oí en los alrededores de la catedral el lento caer de
unas campanadas que hacían la ciudad más antigua. Levanté los ojos al cielo, que
se ponía de un color más suave y más azul con las primeras estrellas y me vino una
impresión de belleza casi mística. Como un deseo de morirme allí, a un lado,
mirando hacia arriba, debajo de la gran dulzura de la noche que empezaba a llegar.
Y me dolió el pecho de hambre y de deseos inconfesables al respirar. Era como si
estuviera oliendo un aroma de muerte y me pareciera bueno por primera vez,
después de haberme causado terror…” (págs. 216-217).

Sin embargo, al final, es salvada por Ena quien la saca de aquella casa para
llevarla con ella y su familia a Madrid. Andrea, liberada, aunque ya sin las ilusiones
con las que llegó a Barcelona hacía un año, se marchará de Aribau sin llevarse nada,
o al menos eso creía ella (“Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que
confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el
amor. De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo
entonces”, pág. 223). Porque, aunque no sea capaz de comprenderlo en ese
momento, Andrea se llevará del piso algo fundamental: el conocimiento de que no es
que no encontrara nada allí, sino de que nada es lo único que queda al final. En la
vida nada ocurre como en las películas o las novelas: no hay finales felices y eternos
sino que todo se va emponzoñando con la propia vida, con el mero transcurso de los
días y se va volviendo gris, corrompiéndose hasta que llega la gran nada final: la
muerte.
Andrea ha sentido, así, el desmoronamiento de todos sus sueños e ilusiones
pueriles; se ha dado cuenta de que ese sentimentalismo romántico no tiene cabida en
el mundo cruel y destrozado en el que vive, y de este modo, con esa sabiduría ha
dejado de ser una niña para entrar en la madurez.

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Pero esta sabiduría que alcanza Andrea no es algo excepcional o sólo fruto de su
experiencia personal, sino que es la sabiduría nihilista “de tantos españoles hechos al
infortunio en los primeros años 40. Su nada es la nada de todos aquellos que fueron
derrotados o sufrieron el expolio de sus vidas”15, una nada que –como agujero
negro- engulle toda esperanza. Es, finalmente, el conocimiento de que no existen
síntesis tranquilizadoras, sino que la vida se estructura como un sistema de
contradicciones sin soluciones, de tragedias y sufrimientos absurdos y sin sentido.

BIBLIOGRAFÍA

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novelesco: los personajes en Nada, de Carmen Laforet” en Anuario de
Estudios Filológicos, vol. XI, Cáceres, 1988, págs. 131-148.

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Gaite y Carmen Laforet” en Hispanófila: Literatura- ensayos, número 139,
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15
LAFORET, Carmen, Nada, ed. Domingo Ródenas de Moya, Barcelona, Destino, 2001.

48
NADA

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Laberinto del Minotauro” en Revista Hispánica Moderna, vol. 55, 2002,
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- LAFORET, Carmen, Nada, ed. Domingo Ródenas, Barcelona, Crítica,


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