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FERNÁNDEZ, Enrique, “Nada de Carmen Laforet, Ricitos de Oro y el Laberinto del Minotauro” en
Revista Hispánica Moderna, volumen 55, 2002, págs. 123-132.
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NADA
- Uno de ellos será literario: la novela gótica anglosajona del siglo XIX
- El otro será de carácter pictórico: la obra de Goya con sus Pinturas negras,
Los desastres de la guerra y, especialmente, los Caprichos, que son claros
inspiradores de esas situaciones de pesadilla y esa monstruosidad de las
figuras que conforman el piso de Aribau.
No obstante, al llegar ante el edificio, sin saber todavía cuál sería su casa
exactamente, comienza a percibir algo extraño, inquietante: “hierro oscuro” “gran
temblor de hierros y cristales” (pág. 16). Se nos adelanta ya ese carácter de prisión,
de espacio cerrado y opresor, casi de jaula –si atendemos a las continuas
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El subrayado es mío
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Las citas textuales correspondientes a la novela están extraídas de LAFORET, Carmen, Nada,
BIBLIOTEX, 2001
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animalizaciones a las que se verán sometidos sus habitantes- que supone el piso de
Aribau.
En primer lugar, casi como una aparición espectral, se acerca a ella “la mancha
blanquinegra de una viejecita decrépita, en camisón, con una toquilla echada sobre
los hombros” (pág. 17). Es su abuela: un ser consumido (ver pág. 21) y con “brazos
esqueléticos” (pág. 100) que, como la propia narradora sugiere al describirla como
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LAFORET, Carmen, Nada, ed. Domingo Ródenas, Barcelona, Crítica, 2001
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Ena, pág. 127: “Cuanto me interesabas por vivir en aquel sitio inverosímil”
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De repente, de una habitación saldrá su tío Juan, una figura que parecerá la
“viva” imagen de la muerte: “un tipo descarnado y alto”, con “la cara llena de
concavidades, como una calavera” (pág. 17). Es además un ser histérico y
consumido por los nervios, como se manifiesta en su desagradable costumbre de
morderse constantemente las mejillas (“[…] vi la cara de Juan que hacía muecas
nerviosas mordiéndose las mejillas”, pág. 19). Sin embargo, lo más inquietante, o
mejor dicho, lo más aterrador en él será su locura, a la que tantas veces se hace
referencia en la obra (“[…] no como ahora, que parece un loco”, pág. 41;
“¡Canalla! ¡Canalla!…¡Loco!, pág. 60; “[…] al lado de un hombre que está loco”,
pág. 218), una locura que no es como la inofensiva demencia senil de su madre, sino
que se manifiesta a través de una desmesurada violencia, pero que es consecuencia
igualmente de los odios, traiciones y horrores del enfrentamiento fratricida del 36.
Y en este desfile de seres espeluznantes, aún quedarán por salir tres figuras que
parecerán realmente tres brujas arrancadas de uno de los aquelarres de Goya.
La primera de ellas tal vez sea el ser más abyecto y siniestro de cuantos moran
en ese endemoniado ambiente: “Casi sentí erizarse mi piel al vislumbrar a una de
ellas, vestida con un traje negro que tenía trazas de camisón de dormir. Todo en
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Después, detrás de su tío Juan, aparecerá “otra mujer flaca y joven con los
cabellos revueltos, rojizos, sobre la aguda cara blanca y una languidez de sábanas
colgada” (pág. 18). Se nos describe, pues, con todas las trazas de bruja joven de un
aquelarre, de la que llama especialmente la atención el color de su pelo, ese rojo que
contrasta con el universo de cabezas morenas que domina en la casa de Aribau y que
la señala no sólo como elemento advenedizo, sino también como un objeto de deseo
prohibido. Mas este poder de seducción no implicará ninguna sublimación de
sentimientos, sino que será meramente visceral, como puede desprenderse de los
mismos rasgos de su cabello: “sus cabellos mojados resultaban oscuros y viscosos
como sangre” (pág. 101).
Esta mujer, Gloria, será la que se percate de la impresión fantasmal y tenebrosa
que todos ellos pueden causar y así se lo expresará a Andrea a través de una
inquietante pregunta susurrada al oído: “¿Tienes miedo? (pág. 19), que no hará sino
aterrar más a la joven y deformar aún más su enloquecida imaginación.
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Personaje clave en nuestra historia y a quien presentaremos más adelante.
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Así pues, esas continuas referencias a la división del piso (“Tres años hacía
que, al morir el abuelo, la familia había decidido quedarse sólo con la mitad del
piso”, pág. 23) se podrán entender en dos niveles:
- Por una parte, como símbolo del enfrentamiento fratricida en dos bandos
que supuso la Guerra Civil.
- Por otra, como metáfora del odio entre los dos hermanos (Juan y Román) y,
desde una perspectiva más amplia, de la fragmentación general de toda la
familia.
Del mismo modo, la suciedad y el olor a podrido que desprende la casa nos
sugiere, de nuevo, todas esas oscuras pasiones que envenenan, que emponzoñan el
alma de los seres de Aribau; mas, a la vez, estas descripciones de muebles que se han
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ido acumulando pasivamente y con desgana (“Las viejas chucherías y los muebles
sobrantes fueron como una verdadera avalancha, que los trabajadores encargados
de tapiar la puerta de comunicación amontonaron sin método unos sobre otros. Y ya
se quedó la casa en el desorden provisional que ellos dejaron”, pág. 23) muestra la
otra cara de ese sufrimiento: la abulia, la falta de voluntad a la que se han visto
abocados la mayor parte de los personajes, en tanto que perdida toda esperanza y sin
posibilidades de cambio, se limitan a sobrevivir llevando una existencia sin sentido.
Son todas éstas imágenes que se oponen al aspecto de la casa que Andrea
imaginaba (“Me gustaría vivir aquí –pensaría [la abuela] al ver a través de los
cristales el descampado-, es casi en las afueras, ¡tan tranquilo! Y esa casa es tan
limpia, tan nueva…”, pág. 22) o recordaba (“Cuando yo era la única nieta pasé allí
las temporadas más excitantes de mi vida infantil. La casa ya no era tranquila. Se
había quedado encerrada en el corazón de la ciudad. Luces, ruidos, el oleaje entero
de la vida rompía contra aquellos balcones con cortinas de terciopelo. Dentro
también desbordaba; había demasiada gente. Para mí aquel bullicio era
encantador”, págs. 22-23) de una etapa anterior a la guerra, de una etapa en la que
todavía era posible ser feliz y, sobre todo, soñar.
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Otro animal sumamente inquietante será el loro, al que Andrea nos describe de
esta manera: “No había nadie en aquella habitación, a excepción de un loro que
rumiaba cosas suyas, casi riendo7. Yo siempre creí que aquel animal estaba loco. En
los momentos menos oportunos gritaba de un modo espeluzante” (pág. 24); “el
animalejo seguía murmurando algo como para sí, entonces me di cuenta de que
eran palabrotas. Román se reía con expresión feliz.
–Está muy acostumbrado a oírlas el pobre bicho” (págs. 26-27).
Aquí se observa una clara personificación del animal que repite incesantemente
los gritos de angustia que resuenan en toda la casa. Pero tal vez lo fundamental es el
hecho de que sea un animal totalmente irracional el que profiera estos escalofriantes
chillidos (no es, por ejemplo, un perro –al que se le atribuye cierta capacidad de
comprensión- el que aúlle), lo que viene a poner de relieve el absoluto sinsentido de
estos sufrimientos (los gritos), de esta violencia (las palabrotas) o de esta crueldad
representada por esa risa maligna de Román que imita el loro, que sólo tienen como
soluciones o la muerte o la locura (Juan, la abuela).
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despeluznado que lamía sus patas al sol. El bicho parecía ruinoso, como todo lo que
le rodeaba […] Él enarcó el lomo y se le marcó el espinazo en su flaquísimo cuerpo.
No pude menos que pensar que tenía un singular aire de familia con los demás
personajes de la casa; como ellos, presentaba un aspecto excéntrico y resultaba
espiritualizado, como consumido por ayunos largos, por la falta de luz y quizá por
las cavilaciones” (pág. 23). Éste ya no representa tanto esa exteriorización del dolor
de los personajes como lo hacía el loro con sus gritos de angustia, sino que, con su
aspecto, viene a reflejar la autodestrucción interna que provocan estos odios y
pasiones exacerbadas y enfermizas; es decir, el sufrimiento de estos seres es tan
profundo que los va consumiendo por dentro, devorándolos como un cáncer y esto,
obviamente, termina manifestándose físicamente.
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el caso de Juan, éste es comparado con un perro olfateando a su presa y este símil es
aún más degradante si nos damos cuenta de que este perro con el se le compara es un
can sarnoso y, por tanto, enfermo y podrido (“Allí Juan olfateó como un perro en
busca del rastro. Como uno de los perros sarnosos que encontrábamos a veces
husmeando en la inmundicia”, pág. 136).
Implícitamente, las comparaciones que pueden sugerirse son, asimismo,
demoledoras. Así, de Juan se dice, no que protesta o se queja, sino que gruñe como
un cerdo (“Oí gruñir a Juan”, pág. 18). Es decir, pierde esa capacidad del lenguaje
propia del ser humano, debido a su bestial violencia.
Román, por su parte, no sólo se verá comparado con un perro sino que
intercambiará sus papeles con él: Trueno será el ser humanizado y Román el animal
desde el momento en que éste sólo podrá apagar su rabia mordiendo a su fiel can.
Incluso, podríamos pensar que por el sadismo que había demostrado durante su vida,
tuvo la muerte que merecía: degollado como un cerdo, y no con un tiro en la cabeza,
como se podría haber esperado por la presencia obsesiva de la pistola a lo largo de la
novela.
Sin embargo, el personaje que más referencias a animales presente será Gloria.
Y, sobre todo, por su carácter de víctima sumisa y humillada por todos será
equiparada con seres débiles, enfermos y despreciados.
Primero será comparada con el viejo gato: “Abuela: Don Jerónimo era un
hombre raro: figúrate que quería matar al gato…Ya ves tú, porque el pobre animal
es muy viejo y vomitaba por los rincones, decía que no lo podía sufrir. Pero yo,
naturalmente lo defendí contra todos, como hago siempre que alguien está
perseguido y triste.
Gloria: yo era igual que aquel gato y mamá me protegió” (pág. 40); y después
con el perro: “El perro, detrás de la puerta de la criada, empezó a ulular, a gemir y
a su voz se mezcló otro grito de Gloria” (pág. 76), donde, de nuevo, como ocurría
con Román se difuminan las fronteras entre la bestia y el hombre y mientras que el
animal adquiere rasgos humanos, aquel parece acercarse demasiado al estado animal
y, concretamente en el caso de Gloria, esto se produce por su escasa capacidad de
raciocinio: es una criatura demasiado simple, además de débil, y caerá víctima, por
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Sucede que, a pesar de ser un lugar abierto, un lugar público, se sitúa en los
márgenes de la sociedad, fuera del alcance y del control del régimen y, por tanto,
libre de esa máscara de hipocresía con que el gobierno quiso ocultar la verdadera
realidad de miseria y dolor.
Y para mostrar la analogía entre el piso de Aribau y el Barrio Chino (“el brillo
del diablo”, pág. 133), la narradora, en su descripción de este barrio, recurrirá a la
utilización de los mismos recursos y a la enumeración de los mismos elementos que
conformaban el primero.
Al igual que al abrirse la puerta de la casa, Andrea se verá envuelta en un
torbellino de intrincadas pasiones, al llegar al Barrio Chino iniciará un descenso
laberíntico a los infiernos. La joven, aterrorizada por este mundo inverosímil en el
que parece haberse extraviado, será incapaz de ver personas ni de escuchar palabras,
sino que como manchas expresionistas irán chocando con ella seres monstruosos,
rostros totalmente deformados como máscaras de un carnaval grotesco o meros
trozos de carne que se funden en una masa informe; del mismo modo, chillones
colores, estridentes acordes y olores putrefactos invadirán sus sentidos aturdiéndola y
haciéndole perder completamente la noción de lo real. Incorporamos a continuación
dos de los fragmentos más angustiosos en este sentido: “ ‘El brillo del diablo’, de
que me había hablado Angustias, aparecía empobrecido y chillón, en una gran
abundancia de carteles con retratos de bailarinas y bailadores. Parecían las puertas
de los cabarets con atracciones, barracas de feria. La música aturdía en oleadas
agrias, saliendo de todas partes, mezclándose y desarmonizando. Pasando deprisa
entre una ola humana que a veces me desesperaba porque me impedía ver a Juan,
me llegó el recuerdo vivísimo de un carnaval que había visto cuando pequeña. La
gente, en verdad, era grotesca: un hombre pasó a mi lado con los ojos cargados de
rímel bajo un sombrero ancho. Sus mejillas estaban sonrosadas. Todo el mundo me
parecía disfrazado con mal gusto y me rozaba el ruido y el olor a vino […] Todo
aquello no era más que un marco de pesadilla, irreal como todo lo externo a mi
persecución.
[…] Juan reanudó la marcha, metiéndose –después de mirar para orientarse-
en una de aquellas callejuelas oscuras y fétidas que abren allí sus bocas. Otra vez
más la peregrinación se convirtió en una caza entre las sombras cada vez más
oscuras. Perdí la cuenta de las calles por donde entrábamos. Las casas se apretaban
altas, rezumando humedad” (págs. 133-134).
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De este modo, aunque cada uno será víctima de una pasión, de una obsesión
personal, al final todo remite a un único ser en torno al cual gira todo el universo de
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No obstante, como veremos más adelante, aunque Angustias luche por el control de Aribau, su poder
y su influencia serán mucho menores que los de Román.
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Gloria, quien sólo se dio cuenta de su propia hermosura al verse a través de la obra
de Román (“Román me pintó en el parque del castillo…Yo misma me quedé
asombrada de ver lo guapa que era cuando me enseñó el retrato…”, pág. 102);
como, sobre todo, en la música. A través de ella desplegará un irresistible pero
también inquietante poder de seducción. Así, todas las mujeres, sean de la condición
que sean, que entren en contacto con él caerán fatalmente bajo sus redes con sólo
escucharle tocar: Gloria, Ena, Margarita –cuyas historias explicaremos más adelante-
e, incluso, Antonia, la criada. Esta última, un ser monstruoso, completamente
animalizado y abyecto que parece reaccionar únicamente ante las desgracias de los
demás para reírse malignamente de su dolor (“Y entró la criada a poner la mesa
para el desayuno […] En su fea cara tenía una mueca desafiante, como de triunfo y
canturreaba provocativa mientras extendía el estropeado mantel y empezaba a
colocar las tazas, como si cerrara ella, de esta manera, la discusión”, pág. 28;
[durante una pelea entre Juan, Angustias y Gloria] “La criada dio un chillido de
gozo, ansiosa como estaba, en la puerta de su cubil”, pág. 76; [tras una pelea de
Juan y Gloria] “La criada suspiró con deleite”, pág. 99), una criatura a la que todos
odian pero a la que no pueden echar por un respeto supersticioso -ya que fue ella la
que salvó a Román de un fusilamiento seguro- y que está dominada por una oscura
pasión por él, una obsesión totalmente irracional -a pesar de saber que jamás será
correspondida- y que la llevará a enloquecer y huir cuando Román falte.
E, incluso, también Andrea se sentirá fascinada por su música, una música que
se convertirá casi en una revelación de su vida entera. Román se erige como un dios
capaz de dar vida únicamente con sus manos que, por su absoluta belleza, se
convierten en símbolos de su genialidad: “yo miraba sus manos, morenas como su
cara, llenas de vida, de corrientes nerviosas, de ligeros nudos, delgadas. Unas
manos que me gustaban mucho” (pág. 35).
Pero, y aquí ya empezamos a vislumbrar su carácter demoníaco, también es
capaz de dar muerte con la música.
Es Andrea, precisamente, quien mejor describe este poder sobrenatural de
Román que logrará llevarla al éxtasis y al vacío más desolador: “la lámpara
encendida hacía más alto y más inmóvil a Román, sólo respirando en su música. Y a
mí llegaban en oleadas, primero, ingenuos recuerdos, sueños, luchas, mi propio
presente vacilante, y luego, agudas alegrías, tristezas, desesperación, una
crispación importante de la vida y un anegarse en la nada. Mi propia muerte, el
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Ocurre aquí que Román intuye, sabe que su música no puede dejar a nadie
indiferente y mucho menos a ella. Sin embargo, lo que no logra entender es la honda
significación que encierra en sí esa respuesta, especialmente porque ni siquiera la
propia Andrea es capaz de comprenderla aún, de saber que esa nada es su vida.
La música, como habíamos anticipado, se convierte en una revelación de la
sabiduría que la narradora alcanzará al final: el hecho de que nada hay, de que tras
vivir nada queda de los sueños, de esas esperanzas de la niñez, de que todo se va
pudriendo y consumiendo hasta llegar a la nada absoluta: la muerte.
Sin embargo, el carácter de Román de dios creador, de ser capaz de dar vida
únicamente con su arte estará dominado por un dios maligno, destructor simbolizado
por ese pequeño ídolo de la divinidad Xochipilli que guarda en su cuarto y que, como
veremos también en él, necesita corazones humanos para vivir (o sobrevivir). Román
llega a convertirse, pues, en una criatura demoníaca, como lo delata su propia risa:
“La risa de Román me alcanzaba, como la mano huesuda de un diablo que me
cogiera la punta de la falda” (págs. 72-73), imagen que nos recuerda a algunos
Caprichos como “Volaverunt” o “No te escaparás”.
Y al final, la fuerza de ese dios maligno será tan fuerte que acabará devorando
al dios creador, es decir, su propia maldad terminará por absorber, por consumir su
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talento y, finalmente, por destruirlo a él (“Él, Román, más mezquino, más cogido que
nadie en las minúsculas raíces de lo cotidiano. Chupada su vida, sus facultades, su
arte, por la pasión de aquella efervescencia de la casa”, pág. 63).
Así, será el propio Román el que nos ofrezca, durante una conversación con
Andrea, la mejor descripción de sí mismo, de su maldad, de su sadismo, de su
necesidad de dominar y humillar a los demás para satisfacer sus sanguinarios
instintos, en definitiva, para poder sobrevivir: “Y tú no te has dado cuenta siquiera
de que yo tengo que saber –de que de hecho sé- todo, absolutamente todo lo que
pasa abajo. Todo lo que siente Gloria, todas las ridículas historias de Angustias,
todo lo que sufre Juan… ¿Tú no te has dado cuenta de que yo los manejo a todos, de
que dispongo de sus vidas, de que dispongo de sus nervios, de sus pensamientos…?
¡Si yo te pudiera explicar que a veces estoy a punto de volver loco a Juan!… Pero
¿tú misma no lo has visto? Tiro de su comprensión, de su cerebro, hasta que casi se
rompe… A veces, cuando grita con los ojos abiertos, me llega a emocionar ¡si tú
sintieras alguna vez esta emoción tan espesa, tan extraña, secándote la lengua, me
entenderías! Pienso que con una palabra lo podría calmar, apaciguar, hacerle mío,
hacerle sonreír… Tú eso lo sabes ¿no? Tú sabes muy bien hasta qué punto Juan me
pertenece, hasta qué punto se arrastra tras de mí, hasta qué punto lo maltrato. No
me digas que no te has dado cuenta… Y no quiero hacerle feliz. Y le dejo, así, que se
hunda solo… Y a los demás… Y a toda la vida de la casa, sucia como un río
revuelto… (págs. 71-72).
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después de la guerra han quedado un poco mal de los nervios… Sufrieron mucho los
dos, hija mía” (págs. 25-26).
Y posiblemente este odio sea tan exagerado, tan radical porque, en un principio,
la relación que los unía era de un amor asimismo exagerado y casi obsesivo: “No
había dos hermanos que se quisieran más […] No había dos hermanos como Román
y Juan… Yo he tenido seis hijos. Los otros cuatro estaban siempre cada uno por su
lado, las chicas reñían entre ellas, pero estos dos pequeños eran como ángeles…
[…]En el colegio, si algún chico se peleaba con uno de ellos, ya estaba el otro allí
para defenderle. Román era más pícaro…, pero ¡cómo se querían!” (pág. 39). Como
vemos, a diferencia de lo que manifestará Andrea en su personalidad, estos seres son
incapaces de mostrar unos sentimientos moderados, de quedarse fríos ante una
situación. No. Son seres que, como los personajes de las novelas góticas, actúan en
todo momento impelidos por unas pasiones extremas, ya sean éstas positivas o
negativas.
Por eso, cuando la guerra vino a destruirlo todo, este amor exagerado que los
unía tuvo que transformarse irremisiblemente en un odio a muerte. Y lo que ocurrió
exactamente en la guerra para provocar un odio tan profundo fue una cuádruple
traición.
En un principio, los dos hermanos pertenecían al bando republicano, donde
ambos ocupaban importantes cargos (“¿Tú sabes que Román tenía un cargo
importante con los rojos? […] Yo no sé bien cuál era el cargo que tenía Juan, pero
también era importante”, pág. 41), mas Román traicionó a los suyos y se convirtió
en un espía de los sublevados (“Pero era [Román] una persona baja y ruin que
vendía a los que le favorecieron. Sea por lo que sea, el espionaje es de cobardes”,
pág. 41). He aquí la primera traición.
Mas Román no podía soportar tener que luchar en el bando contrario al de su
hermano y con todas sus energías trató de convencer a Juan para que se pasara, con
él, a los nacionales (“Poco a poco empecé a comprender que Román estaba instando
a Juan para que se pasara a los nacionales”, pág. 43). Pero, aunque en la novela no
se nos aclara, podemos intuir que Juan no accedió a las “propuestas” de Román y
además éste fue pronto hecho prisionero en la cheka, donde fue torturado de un modo
que suponemos aterrador. Este encierro, del que se salvó –como sabemos- gracias a
la intervención de la criada, se debió a un chivatazo de Gloria quien, traicionada en
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su amor por Román9 (segunda traición) se vengará de él de esta manera (“Te odio
desde la noche en que te burlaste de mí, cuando yo me había olvidado de todo por tu
culpa…Y ¿quieres saber quién te denunció para que te fusilaran?, pues ¡yo!, ¡yo!,
¡yo!… ¿Quieres saber por culpa de quien estuviste en la checa? Pues por mi culpa.
Y ¿quieres saber quién te denunciaría otra vez si pudiera?, ¡yo también!”, pág. 157.
Tras todo esto, cuando Román logre salir de la cheka, lo hará totalmente
transformado (“Cambió en los meses que estuvo en la checa, allí lo martirizaron,
cuando volvió casi no le recocimos”, pág. 41); sintiéndose doblemente traicionado –
por Gloria y por su propio hermano (tercera y cuarta traiciones)- se convertirá en un
ser demoníaco capaz únicamente de albergar odio en su interior, un odio tan
poderoso y ciego que le llevará a desarrollar un sistemático y destructivo esquema de
dominio y humillación cuyas víctimas serán, principalmente, ellos. Y como
reconocerá Gloria en cierta ocasión, será Román el causante de que ellos sean ahora
tan infelices.
En efecto, Juan, ante la crueldad inhumana de aquel será incapaz de reaccionar.
Sí, gritará, blasfemará, enloquecerá, pero en todo momento será Román quien
domine la situación y lo domine a él. Y esta incapacidad de Juan para enfrentarse a
su hermano se debe, posiblemente, a que él mismo no puede perdonarse su traición a
Román. Chocan así en su interior estos sentimientos de odio y de culpa que harán de
él un histérico pero que, al mismo tiempo, lo debilitarán tanto que lo convertirán en
una víctima a merced de Román, cuyo poder absoluto reside, precisamente, en que es
incapaz de sentir remordimientos.
Esta dependencia de Juan con respecto a Román, puesta de manifiesto a lo largo
de toda la novela, se pondrá de relieve, especialmente en dos momentos:
- Uno de ellos se producirá durante una de esas escasas ocasiones en que
Román se dirija con aprecio a su hermano. Éste, siempre enfurecido y
airado, reaccionará con una inusitada alegría ante estas muestras de cariño
(“Román parecía de excelente humor. Algunos días hasta se dignaba a
hablar con Juan. La actitud de Juan conmovía entonces, se reía por
cualquier cosa”, pág. 116). Se revela aquí, como ya había anticipado
Román que es él el dueño de la vida de Juan, es él el único que puede
hacerle feliz. Tan sólo ocurre que no quiere hacerlo.
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Historia que explicaremos con todo detalle más adelante.
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- El otro tendrá lugar tras la muerte de Román, y será aquí donde Juan, de
forma más angustiosa, manifieste su total dependencia con respecto a su
hermano: “Comprendí que Román tenía razón al decir que Juan era suyo.
Ahora que él se había muerto, el dolor de Juan era impúdico, enloquecedor,
como el de una mujer por su amante, como el de una madre joven por la
muerte del primer hijo” (pág. 212).
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Juan se acercó con la cara contraída y se quedaron los dos en actitud, al mismo
tiempo ridícula y siniestra, de gallos de pelea.
-¡Pégame, hombre, si te atreves! –dijo Román-. ¡Me gustaría que te atrevieras!
-¿Pegarte? ¡Matarte!…Te debería haber matado hace mucho tiempo…
Juan estaba fuera de sí, con las venas de la frente hinchadas, pero no avanzaba
un paso. Tenía los puños cerrados […]
-Aquí tienes mi pistola –le dijo.
-No me provoques. ¡Canalla! No me provoques o…
-¡Juan! –chilló Gloria-. ¡Ven aquí! […]
-¡Aquí tienes mi pistola! –decía Román, y el otro apretaba más los puños” (pág.
27).
Y ante esta dramática escena, Román poco a poco empezará a sonreír
malignamente viendo cómo Juan se destroza a sí mismo devorado por su propio odio
y, al mismo tiempo, triunfante, al comprobar una vez más su completo dominio sobre
él. De este modo, únicamente le quedará mirar hacia atrás un instante y ver cómo
Juan, frustrado por su impotencia a la hora de enfrentarse a Román, se lance
violentamente sobre su mujer para pegarle:
“Román le miraba con tranquilidad y empezó a sonreírse.
[…] Gloria volvió a chillar:
-¡Juan! ¡Juan!
-¡Cállate, maldita!
-¡Ven aquí, chico! ¡Ven!
-¡Cállate!
La rabia de Juan se desvío un instante hacia la mujer y la empezó a insultar. Ella
gritaba también y al final lloró.
Román les miraba divertido, luego se volvió hacia mí y dijo para tranquilizarme:
-No te asustes, pequeña. Esto pasa aquí todos los días.
Guardó el arma en el bolsillo […] Román me sonreía y me acarició las mejillas;
luego se fue tranquilamente, mientras la discusión entre Gloria y Juan se hacía
violentísima” (págs. 27-28).
Mas, al final, será Gloria la víctima absoluta: no sólo habrá de sufrir las
vejaciones de Román y los golpes que Juan no será capaz de dar a su hermano, sino
también todas las demás frustraciones y miedos de su marido:
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-Su temor constante a que Gloria ejerza la prostitución (“Lo que a ella le gusta
es beber y divertirse en casa de su hermana. La conozco bien. Pero si tiene sesos de
conejo… ¡Como tú!, ¡Como todas las mujeres!… Por lo menos ¡que sea madre, la
muy…!”, pág. 136), si bien son miedos totalmente infundados porque, a pesar de las
continuas humillaciones, ella lo sigue queriendo (“porque yo a Juan le quiero,
Andrea. Me casé enamoradísima de él, ¿sabes?”, pág. 186) y siempre rechazó todas
las proposiciones recibidas y que podrían haberla sacado de la miseria (“Mi
hermana, entonces, se puso en jarras y le soltó un discurso. Le dijo que ella misma
me había hecho proposiciones con hombres que me hubieran pagado bien y que yo
no quise aceptar porque le quería a él, aunque siempre estaba pasando miserias por
su culpa”, pág. 187).
-Su frustración como hombre de familia pues no es él, sino su mujer la que lleva
el dinero a casa (“De modo que ya es hora de que te vayas enterando de tus asuntos,
Juan. Ya es hora de que sepas que Gloria te mantiene”, pág. 137)
Y Gloria no podrá hacer nada, excepto aceptar sumisa esas injusticias como
algo natural, como algo que desgraciadamente le ha tocado vivir hasta terminar
acostumbrándose a ellas, al dolor, a las lágrimas y a la sangre.
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No obstante, será Gloria, el ser más débil de Aribau, la que al final (junto con
Ena, aunque el papel de ésta en comparación será menor) controle y derrote a
Román.
Y será precisamente su atractivo su arma más poderosa, en su cuerpo latirá una
belleza tan pura como peligrosa: será la tentación (“la serpiente maligna”) hecha
mujer: “Gloria, enfrente de nosotros, sin su desastrado vestido, aparecía
increíblemente bella y blanca entre la fealdad de todas las cosas, como un milagro
del Señor. Un espíritu dulce y maligno a la vez palpitaba en la grácil forma de sus
piernas, de sus brazos, de sus finos pechos. Una inteligencia sutil y diluida en la
cálida superficie de la piel perfecta. Algo que en sus ojos no lucía nunca” (pág. 33).
Despertará así un deseo tan fuerte en Román que éste sólo se podrá comparar
con las trágicas pasiones de los relatos góticos y, como tales historias así será vivida
la relación de Gloria y Román. Ésta tuvo lugar durante la guerra, en una ocasión en
la que viéndose en la necesidad de huir para salvar sus vidas, hallarán refugio en un
castillo abandonado. Aquí, él la pintará desnuda como una musa sobre un prado de
lirios morados, la seducirá con su música y la besará (ver pág. 156), envuelta toda
esta pasión en una atmósfera tan irreal que parecerá no haber ocurrido nunca salvo en
la romántica imaginación de Andrea: “Aquella noche tuve un sueño clarísimo en que
se repetía una vieja y obsesionante imagen: Gloria, apoyada en el hombro de Juan
lloraba…Poco a poco Juan sufrió curiosas transformaciones. Le vi enorme y oscuro
con la fisonomía enigmática del dios Xochipilli. La cara pálida de Gloria empezó a
animarse y a revivir; Xochipilli sonreía también. Bruscamente su sonrisa me fue
conocida: era la blanca y un poco salvaje sonrisa de Román. Era Román el que
abrazaba a Gloria y los dos reían. No estaba en la clínica, sino en el campo. En un
campo con lirios morados y Gloria estaba despeinada por el viento.
Me desperté sin fiebre y confusa, como si realmente hubiera descubierto algún
oscuro secreto” (pág. 47).
Sin embargo, al igual que en los relatos románticos, la tragedia se cernirá sobre
la pareja. Román, tal vez consumido por los celos, sabiendo que jamás esa mujer le
pertenecería porque era de su hermano, se convertirá en un ser demoníaco que
destruirá a lo que más ame: a Gloria. Por eso, la humillará en aquella ocasión en la
que ella acuda a entregarse a él: “Aquel día tú me habías emborrachado y me
estuviste besando… Cuando yo fui a tu cuarto te quería. Te burlaste de mí de la
26
NADA
manera más mala. Habías escondido allí a tus amigos, que se morían de risa, y me
insultaste. Me dijiste que no estabas dispuesto a robar lo que era de tu hermano”
(pág. 157); por eso se dedicará todos esos años a insultarla y menospreciarla. Mas
nunca podrá apagar ese deseo que lo devora y así, mucho tiempo después, será
Román el que se humille ante ella y le suplique su amor: “Me parecía imposible que
Román hubiera suplicado a Gloria como un amante. Román, el que hechizaba con
su música a Ena… Era imposible que hubiese suplicado a Gloria, súbitamente, sin
un motivo, él a quien yo había visto maltratarla y escarnecerla públicamente” (págs.
158-159).
Pero el odio que, desde aquella noche en que Román se burló de ella ante sus
amigos, había enraizado en el corazón de Gloria le había hecho poderosa y cruel
como él. Por eso ella lo denunció a la cheka para que lo fusilaran y por eso no
satisfará ahora su deseo: “Te odio desde la noche en que te burlaste de mí, cuando yo
me había olvidado de todo por tu culpa… Y ¿quieres saber quién te denunció para
que te fusilaran?, pues ¡yo!, ¡yo!, ¡yo!… ¿Quieres saber por culpa de quién estuviste
en la checa? Pues por mi culpa. Y ¿quieres saber quién te denunciaría otra vez si
pudiera?, ¡yo también! Ahora soy yo quien te puede escupir a la cara y te escupo”
(pág. 157).
Por todo esto será Gloria –la criatura más débil e indefensa de la casa- la que
derrote al poderoso dios del mal, Román.
Y si bien Román se erige como el eje principal de Aribau en torno al cual giran
todas las pasiones, también, como habíamos adelantado, existirá un eje secundario
que tratará de disputarle el control de la casa: Angustias.
Ésta, al igual que ocurría con su hermano Román, también quedará
perfectamente definida por su propio espacio. Su habitación –a diferencia del resto
del piso que se halla saturado de muebles que se apilan unos sobre otros, destrozados
como trastos viejos y devorados por la suciedad- se encuentra impecable y en un
perfecto orden: “Me paré asombrada, a mirar la habitación porque aparecía limpia
y en orden como si fuera un mundo aparte en aquella casa” (pág. 24).
Estos rasgos están íntimamente ligados a su personalidad, como se sugiere unas
páginas más adelante: “Todo el cuarto estaba impregnado del olor a naftalina e
incienso que su dueña despedía, y el orden de las tímidas sillas parecía obedecer
27
NADA
aún a su voz. Aquel cuarto era duro como el cuerpo de Angustias, pero más limpio y
más independiente que ninguno en la casa” (pág. 66).
En efecto, esta limpieza y este orden tan absolutos frente al resto de la casa,
vienen a poner de relieve su principal diferencia con respecto a los demás moradores
de Aribau: mientras que estos se dejan arrastrar por las circunstancias, limitándose a
sobrevivir cada día, Angustias pretende hacerse con el control de sí misma, ser capaz
de organizar conscientemente su propia vida, mas también la de los demás, como ya
se advierte en el hecho de que hasta las sillas parecen obedecerla.
En este sentido, es fundamental la ubicación del dormitorio: “El cuarto de mi
tía comunicaba con el comedor y tenía un balcón a la calle […] Había un armario
de luna y un crucifijo tapiando otra puerta que comunicaba con el recibidor; al lado
de la cabecera de la cama, un teléfono” (pág. 24); “El cuarto de Angustias recibía
directamente los ruidos de la escalera. Era como una gran oreja en la casa…
Cuchicheos, portazos, voces, todo resonaba allí” (pág. 69).
Vemos aquí cómo en su dormitorio se funden los dos mundos: la casa y la calle,
el interior y el exterior, que ella tratará de controlar desde la seguridad de su
habitación:
- Así, al poder escuchar todo lo que ocurre en la casa, logrará aplicar un
rígido dominio sobre ella sin tener que abdicar de su privacidad.
- Al mismo tiempo, vigilará la calle, especialmente las salidas de Gloria, pero
estará protegida de las “amenazas demoníacas”.
28
NADA
-“Y escucha, ¡bruja! –gritó Juan- No lo había dicho antes porque soy cien
veces mejor que tú y que toda la maldita ralea de esta casa, pero me importa muy
poco que todo dios se entere de que la mujer de tu jefe tiene razón en insultarte por
teléfono, como hace a veces, y que anoche no fuiste a Misa del Gallo ni a nada por
el estilo…” (pág. 60).
-“He estado corriendo algo por el Pirineo –dijo Román-, he parado unos días
en Puigcerdá, que es un pueblo precioso, y naturalmente he ido a visitar a una
pobre señora a quien conocí en mejores tiempos y a la que su marido ha hecho
encerrar en su casona lúgubre, custodiada por criados como si fuese un criminal.
-Si te refieres a la mujer de don Jerónimo, del jefe de mi oficina, sabes
perfectamente que la pobre mujer se ha vuelto loca y que antes de mandarla al
manicomio él ha preferido…
-Sí ya veo que estás muy al tanto de los asuntos de tu jefe, me refiero a la
pobre señora Sanz…En cuanto a que esté loca, no lo dudo. Pero ¿quién ha tenido la
culpa de que llegue a ese estado?
-¿Qué eres capaz de insinuar? –gritó Angustias tan dolorida (esta vez de
verdad) que me dio pena” (pág. 54)
Sin embargo, el choque entre esa rígida moral que quiere mantener a toda costa
y su adulterio la llevará a una lucha, a una tortura constante consigo misma que se
reflejará, sobre todo, en su masoquista diario (“¡Qué cartas tan sentimentales y qué
diario tan masoquista1”, pág. 84) y, al final, terminará por destruirla y conducirla a
una muerte en vida.
29
NADA
10
FERNÁNDEZ, Enrique, “Nada de Carmen Laforet, Ricitos de Oro y el Laberinto del Minotauro” en
Revista Hispánica Moderna, volumen 55, págs. 123-132
30
NADA
De este modo, hemos visto cómo se erigen los dos ejes de la casa: Román y
Angustias; cómo –a diferencia del resto de moradores, que se limitan a sobrevivir
cada día arrastrando su mezquina existencia sin ningún tipo de aspiraciones, como
las pobres ratas que, al ver el agua en un barco que se hunde, no saben qué hacer (ver
pág. 35) – estos ambicionan el control sobre sí mismos y sobre los demás, pero
también cómo fracasan en ambos aspectos y cómo las pasiones de Aribau terminan,
11
El subrayado es mío.
31
NADA
32
NADA
Román-. Me alegro de que se vaya Angustias, porque ahora es un trozo viviente del
pasado que estorba la marcha de las cosas… De mis cosas. Que nos molesta a
todos, que nos recuerda a todos que no somos seres maduros, redondos, parados,
como ella; sino aguas ciegas que vamos golpeando, como podemos, la tierra para
salir a algo inesperado…Por todo eso me alegro” (págs. 83-84).
Pero, al final, salvo por estos comentarios, todos se mostrarán impasibles, fríos;
sus vidas continuarán como hasta entonces, no volverán a mencionarla -como si
nunca hubiera existido- Y Román se quedará como el único y absoluto dueño de la
casa.
33
NADA
Y así, ante su imposibilidad de llevar una vida propia, Andrea se verá arrastrada
por esa “efervescencia” de la casa, por ese torbellino de pasiones que acabarán
consumiéndola, hundiéndola en la abulia más absoluta pero que, al igual que para los
demás personajes, se convertirá en la única realidad palpable, cierta; en su única
obsesión: “¡Cuántos días sin importancia! Los días sin importancia que habían
transcurrido desde mi llegada me pesaban encima, cuando arrastraba los pies al
volver de la universidad. Me pesaban como una cuadrada piedra gris en el cerebro.
[…] Una mañana de otoño en la ciudad, como yo había soñado durante años
que sería en la ciudad el otoño: bello, con la naturaleza enredada en las azoteas de
las casas y en los troles de los tranvías; y, sin embargo, me envolvía la tristeza.
Tenía ganas de apoyarme contra una pared con la cabeza entre los brazos, volver la
espalda a todo y cerrar los ojos.
¡Cuántos días inútiles! Días llenos de historias, demasiadas historias turbias.
Historias incompletas, apenas iniciadas e hinchadas ya como una vieja madera a la
intemperie. Historias demasiado oscuras para mí. Su olor, que era el podrido olor
de mi casa, me causaba cierta náusea… Y sin embargo, habían llegado a constituir
el único interés de mi vida. Poco a poco me había ido quedando ante mis propios
ojos en un segundo plano de la realidad, abiertos mis sentidos sólo para la vida que
bullía en el piso de la calle de Aribau. Me acostumbraba a olvidarme de mi aspecto
y de mis sueños. Iba dejando de tener importancia el olor de los meses, las visiones
del porvenir y se iba agigantando cada gesto de Gloria, cada palabra oculta, cada
reticencia de Román. El resultado parecía ser aquella inesperada tristeza” (pág.
38).
Y al final todo se podrá reducir a una desoladora y nihilista frase pronunciada
por Román: “No necesitarás nada12 cuando las cosas de la casa te agarren los
sentidos” (pág. 73).
12
El subrayado es mío.
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NADA
Pero lo que llegará a desequilibrarla del todo será el hambre, esa hambre atroz
de la posguerra que también atenaza a los moradores de la casa, pero solamente a
aquellos que realmente débiles, aquellos que son incapaces de reaccionar: Juan,
Gloria y la abuela; ya que, por el contrario, Angustias y su amante Jerónimo Sanz, y
Román y su mantenida, Antonia junto con Trueno sí que luchan, luchan a muerte por
sobrevivir y este instinto es el que les permitirá conseguir el sustento: “yo [Gloria]
pasaba hambre. Mamá, pobrecilla, me guardaba parte de su comida. Angustias y
don Jerónimo tenían muchas cosas almacenadas, pero las probaban ellos solos. Yo
rondaba su cuarto. A la criada le daban algo, de cuando en cuando, por miedo…”
(pág. 44); “En la calle de Aribau también pasaban hambre sin las compensaciones
que a mí me reportaba. No me refiero a Antonia y a Trueno. Supongo que estos dos
tenían el sustento asegurado gracias a la munificencia de Román. El perro estaba
reluciente y muchas veces le vi comer sabrosos huesos. También la criada se
cocinaba su comida aparte. Pero pasaban hambre Juan y Gloria y también la
abuela y hasta a veces el niño” (pág. 99).
35
NADA
Pero aquí, ante esta hambre cruel, encontramos prácticamente el único gesto
bondadoso observado en la casa y será el sacrificio de la abuela, quien dejará de
comer para alimentar a los más débiles e inocentes: sus nietos. En el caso del hijo de
Juan y Gloria se sugiere su generosidad en este párrafo: “Román estuvo otra vez de
viaje cerca de dos meses. Antes de marcharse dejó algunas provisiones para la
abuela, leche condensada y otras golosinas difíciles de conseguir en aquellos
tiempos. Nunca vi que la viejecilla las probara. Desaparecían misteriosamente y
aparecían sus huellas en la boca del niño” (pág. 99). Volverá a hacerlo por Andrea:
“La miré con cariño. Tenía siempre, respecto a ella, unos vagos remordimientos.
Algunas noches, al volver a casa, en las épocas de gran penuria, cuando no había
podido comer ni cenar, encontraba en mi mesilla un plato con un poco de verdura
poco apetitosa, que llevaba cocida muchas horas, o un mendrugo de pan, dejados
allí por ‘olvido’. Comía, empujada por una necesidad más fuerte que yo, aquellos
bocados de que se había privado la pobrecilla y me cogía asco de mí misma al
hacerlo” (pág. 185).
36
NADA
Sin embargo, este histerismo no será fruto exclusivo del hambre sino que, en
numerosas ocasiones, los terribles acontecimientos de la casa de Aribau son los que
la conducirán a él. Tres serán los momentos en los que se manifieste de forma más
clara su trastorno, cuando sienta que la tragedia la ha superado completamente, y en
cada uno de ellos la reacción será siempre la misma: primero estallara, “sin venir a
cuento”, en una risa nerviosa e incontrolada, mas, enseguida, ésta se le helará en la
cara, que será bañada ahora por un llanto desconsolado. Y al final de todo esto, sólo
será capaz de sentir el aterrador vacío de su existencia.
La primera ocasión tendrá lugar tras la terrible discusión de Nochebuena por
culpa del pañuelo de Andrea: “De pronto a mí me pareció todo aquello idiota,
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NADA
cómico y risible otra vez. Y sin poderlo remediar empecé a reírme cuando nadie
hablaba ni venía a cuento, y me atraganté. Me daban golpes en la espalda, y yo,
encarnada y tosiendo hasta saltárseme las lágrimas, me reía; luego terminé
llorando en serio, acongojada, triste y vacía” (pág. 61).-
El segundo momento lo observamos cuando, de repente, se queda sola en el
infierno del Barrio Chino: “Al pronto estaba tan cansada, que me senté en el umbral,
con la cabeza entre las manos, sin reflexionar. Más tarde me empezó a entrar risa.
Me tapé la boca con las manos que me temblaban porque la risa era más fuerte que
yo. ¡Para esto toda la carrera, la persecución agotadora!…¿Qué pasaría si no
salían de allí en toda la noche? ¿Cómo iba a encontrar yo sola el camino de casa?
Creo que después estuve llorando. Pasó mucho rato, una hora quizá […] Me empezó
a entrar frío a pesar de la noche primaveral. Frío y miedo indefinido” (pág. 137).
La última será tras el suicidio de Román: “La verdad es que era todo tan
espantoso que rebasaba mi capacidad de tragedia. Solté la ducha y creo que me
entró una risa nerviosa al encontrarme así, como si aquel fuese un día como todos.
Un día en que no hubiese sucedido nada. ‘Ya lo creo que estoy histérica’, pensaba
mientras el agua caía sobre mí azotándome y refrescándome. Las gotas resbalaban
sobre los hombros y el pecho, formaban canales en el vientre, barrían mis piernas.
Arriba estaba Román tendido, sangriento, con la cara partida por el rictus de los
que mueren condenados. La ducha seguía cayendo sobre mí en fresas cataratas
inagotables. Oía cómo el rumor humano aumentaba al otro lado de la puerta, sentía
que no me iba a mover de allí nunca. Parecía idiotizada13” (pág. 209).
38
NADA
aquel mundo de las comidas en la casa. No importaba que aquel mes hubiera
gastado demasiado y apenas me alcanzara el presupuesto de una peseta diaria para
comer: la hora del mediodía es la más hermosa en invierno. Una buena hora para
pasarla al sol en un parque o en la plaza de Cataluña. A veces se me ocurría pensar,
con delicia, en lo que sucedería en casa. Los oídos se me llenaban con los chillidos
del loro y las palabrotas de Juan. Prefería mi vagabundeo libre” (pág. 97).
Finalmente, será tan exagerada su pasividad que ni tan siquiera luchará por
recuperar la amistad de Ena, lo único positivo que había encontrado en Barcelona:
“Tan impulsivamente como la exaltación y el cariño que había sentido aquella
mañana por Ena, una gran depresión me empezó a invadir. Al finalizar el día ya no
pensaba en saltar aquella distancia que ella misma había abierto entre las dos. Me
pareció mejor dejar correr los acontecimientos” (pág. 160).
De esta manera, Andrea, cada vez más consumida por las pasiones de la casa
terminará anulándose hasta quedar convertida en un espectro, en una sombra de sí
14
LAFORET, Carmen, Nada, ed. Domingo Ródenas, Barcelona, Crítica, 2001
39
NADA
misma: “Me acuerdo de una noche en que había luna. Yo tenía excitados los nervios
después de un día demasiado movido. Al levantarme de la cama vi que en el espejo
de Angustias estaba toda mi habitación llena de un color seda gris, y allí mismo, una
larga sombra blanca. Me acerqué y el espectro se acercó conmigo. Al fin alcancé a
ver mi propia cara desdibujada sobre el camisón de luto. Un camisón de hilo
antiguo –suave por el roce del tiempo- cargado de pesados encajes, que muchos
años atrás había usado mi madre. Era una rareza estarme contemplando así, casi
sin verme, con los ojos abiertos. Levanté la mano para tocarme las facciones, que
parecían escapárseme, y allí surgieron unos dedos largos, más pálidos que el rostro,
siguiendo la línea de las cejas, la nariz, las mejillas conformadas según la
estructura de los huesos. De todas maneras, yo misma, Andrea, estaba viviendo
entre las sombras y las pasiones que me rodeaban. A veces llegaba a dudarlo” (pág.
162).
Sin embargo, no será Andrea la única que, ajena a aquella casa, al entrar en
contacto con ella y en especial con Román, que demostrará de nuevo cómo es el
auténtico eje que estructura toda la acción, se vea arrastrada y consumida por esas
voraces pasiones. También Margarita, madre de Ena, aunque perteneciente a un
status social muy diferente al de los moradores de Aribau, al conocer a Román, como
ya les había sucedido a Gloria y a Antonia, se sentirá en su juventud totalmente
fascinada por él, por su atractivo, por su genialidad (“-¡Dios mío! Sí que conozco a
Román. Le he querido demasiado tiempo, hija mía, para no conocerle. De su
magnetismo y de su atractivo, ¿qué me va usted a decir que yo no sepa, que yo no
haya sufrido en mí con la fuerza esta, que parece imposible de suavizar y de calmar,
que da un primer amor?”, pág. 175); y, al igual que Gloria, también se humillará
ante él, sintiéndose la trágica heroína de una novela romántica cuando, por amor sea
capaz de sacrificar su trenza, su única belleza durante su juventud, para regalársela a
él. Pero Román, demostrando un sadismo ilimitado se burlará de ella y de sus
sentimientos de “la manera más mala”: “Tengo lo mejor de ti en casa. Te he robado
tu encanto –luego concluyó impaciente: -¿Por qué has hecho esa estupidez, mujer?
¿Por qué eres como un perro para mí?” (pág. 177).
Margarita, entonces, caerá enferma, su pasión enloquecida la devorará, la
consumirá, la destruirá (“Ahora, viendo las cosas a distancia, me pregunto cómo se
puede alcanzar tal capacidad de humillación, cómo podemos enfermar así, cómo en
40
NADA
los sentidos humanos cabe una tan grande cantidad de placer en el dolor…Porque
yo estuve enferma. Yo he tenido fiebre. Yo no he podido levantarme de la cama en
algún tiempo; así era el veneno, la obsesión que me llenaba…”, pág. 177),
arrastrando y anegando con su veneno todo lo que se encuentre a su alrededor. Y así,
al verse casada con Luis –un hombre al que no ama en absoluto- volverá a aplicar ese
viejo esquema de dominación y humillación que Román empleó con ella y,
sintiéndose ahora poderosa por el odio, vengará todas sus frustraciones, su
sufrimiento sin sentido sobre él (“Si a veces me cogía la mano, con una sonrisa
difícil, parecía asombrarse de aquella pasividad de mis dedos, que entre los suyos
eran demasiado pequeños. Levantaba los ojos y toda su cara aparecía poseída por
una angustia infantil al mirarme. En aquellos momentos, yo sentía ganas de reírme.
Era como una venganza por todo el fracaso de mi vida anterior. Me sentía yo fuerte
y poderosa por una vez. Por una vez comprendía el placer que había hecho vibrar el
alma de Román al mortificarme” (pág. 180).
No obstante, al nacer su hija, al darse cuenta de que un ser dependía totalmente
de ella para vivir y al comprender así que no es sólo su descomunal y egoísta dolor lo
único existente en el mundo, empezará a abrirse a los demás, a olvidarse de sí
misma, de su obsesión y mezquindad y será entonces cuando pueda volver a amar y
ser feliz (“Fue Ena la que me hizo querer a su padre, la que me hizo querer más
hijos y –puesto que exigía ella una madre adecuada a su perfecta y sana calidad
humana- quien me hizo, conscientemente, desprenderme de mis morbosidades
enfermizas, de mis cerrados egoísmos… Abrirme a los demás y encontrar así
horizontes desconocidos. Porque antes de que yo la creara, casi a la fuerza, con mi
propia sangre y huesos, con mi propia amarga sustancia, yo era una mujer
desequilibrada y mezquina. Insatisfecho y egoísta…”, pág. 181).
41
NADA
[…] Hay seres que me colman el corazón, como Jaime, mamá y tú, cada uno en
vuestro estilo…Pero una parte de mí necesita expansionarse y dar rienda suelta a
sus venenos […] ¿Crees que no quiero a Jaime? Lo quiero muchísimo […] Pero hay
otra cosa: la curiosidad, esa inquietud maligna del corazón, que no puede
reposar…”, pág. 199).
De nuevo, como ya había sucedido con las demás mujeres que han conocido a
Román, Ena se sentirá fascinada por su magnetismo y su talento, que la arrastrarán
irremisiblemente hacia él y la absorberán barriendo todo lo que queda fuera de esta
relación. Por eso abandonará a Andrea, a Jaime e, incluso, a su madre (“Escucha,
Andrea, yo no podía pensar en Jaime ni en ti ni en nadie esta temporada, yo estaba
absorbida enteramente en este duelo entre la frialdad y el dominio de los nervios de
Román y mi propia malicia y seguridad”, pág. 201).
Enseguida comprenderá la mezquindad y el sadismo de Román (“Román tiene
un espíritu de pocilga, Andrea. Es atractivo y es un artista grande, pero, en el fondo,
¡qué mezquino y soez!…”, pág. 198) pero ese mundo inverosímil, de pasiones tan
voraces y vivas frente a la vulgaridad de su hogar la capturarán de tal modo (“Yo no
busco en las personas ni la bondad ni la buena educación siquiera…, aunque creo
que esto último es imprescindible para vivir con ellas. Me gustan las gentes que ven
la vida con ojos distintos que los demás, que consideran las cosas de otro modo que
la mayoría…Quizá me ocurre esto porque he vivido siempre con seres demasiado
normales y satisfechos de ellos mismos…, pág. 126; “Cuando llegué a tu casa el otro
día, ¡qué mundo tan extraño apareció a mis ojos! Me quedé hechizada. Jamás
hubiera podido soñar, en plena calle de Aribau, un cuadro semejante al que ofrecía
Román tocando para mí, a la luz de las velas, en aquella madriguera de
antigüedades…No sabes cuánto pensaba en ti. Cuánto me interesabas por vivir en
aquel sitio inverosímil […] De modo que no me guardes rencor por querer entrar yo
sola en tu casa y conocerlo todo. Porque no hay nada que no me interese…Desde
esa especie de bruja que tenéis por criada, hasta el loro de Román…, pág. 127) que
estarán a punto de acabar con ella.
Sin embargo, Andrea llegará a tiempo y logrará salvarla y, así, será ella, la que
jamás había actuado, la que jamás había sabido reaccionar la que consiga al final que
su amiga se reconcilie consigo misma y con los que la quieren (“-¡Pero si lo
necesitaba, Andrea! ¡Si viniste del cielo! Pero ¿no te diste cuenta de que me
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NADA
No obstante, esta acción de Andrea no sólo será importante para Ena, sino que
será decisiva para su propia vida. Andrea actúa por primera vez pero lo hace
impelida por unos ideales románticos, se creerá una heroína en una época en la que
ya no pueden existir héroes y así se lo mostrará Ena con una frase demoledora:
“Andrea, ¿por qué eres tan trágica, querida?” (pág. 194). En este momento se
producirá la ruptura definitiva de todos sus sueños e ilusiones infantiles –que ya
habían empezado a resquebrajarse con sus dos fracasos amorosos: el beso de Gerardo
y el decepcionante baile en casa de Pons, que le llevan a darse cuenta de que ni ella
es Cenicienta ni puede pasarse la vida esperando al príncipe azul- y su entrada en la
madurez.
Después de todo esto, Ena se marchará y Andrea se quedará más sola que
nunca, pero ya algo ha cambiado para siempre en ella. Se ha dado cuenta de que no
sólo existen ella y su “pena de chiquilla desilusionada” (pág. 170), sino que
alrededor hay otros seres que sufren y la necesitan, es decir, al igual que Margarita
sólo se hará una mujer cuando logre olvidarse de sí misma y abrirse a los demás.
Es Gloria quien, de forma más evidente, se da cuenta de este cambio:
-“¡Tengo miedo, Andrea!
-Pero, ¿por qué, mujer?
-Tú antes no le preguntabas nada a nadie, Andrea…Ahora te has vuelto más
buena” (pág. 206).
Pero, antes de terminar, aún quedará lo peor por ocurrir: el suicidio de Román
quien, consumido por su odio a Juan, su pasión irrefrenable por Gloria y por Ena que
acabarán traicionándolo y, en general, por su mezquina vida que no ofrece ninguna
salida (ha sido un cobarde, un traidor y ahora sólo un sucio contrabandista),
terminará degollándose con una cuchilla de afeitar.
Y como ya adelantamos, es fundamental ver ahora en qué medida su muerte
afecta a los demás habitantes de la casa y lo que demostraremos será que él era el
auténtico vertebrador de Aribau, el auténtico eje que estructuraba toda la acción y
cómo era tal la dependencia del resto de personajes con respecto a él que, cuando
falte, sus miserables vidas terminarán por hundirse definitivamente en la tragedia. De
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NADA
Acabará por fugarse con Trueno –el perro de Román- en una suerte de muerte
simbólica a semejanza de la huida de Angustias al convento.
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Gloria, entretanto, caerá enferma mas nadie, excepto Andrea, se fijará en ella.
Sin embargo, será Juan el que manifieste el dolor más desesperado, un dolor tan
profundo que desgarra sus entrañas, un dolor que –en definitiva- viene a demostrar,
como ya anticipó Román, que Juan era completamente suyo: “Juan estuvo fuera de
casa mucho tiempo, quizá más de dos días. Debió acompañar el cadáver de Román
al depósito y tal vez, más tarde, a su última, apartada, morada. Cuando un día o una
noche le vi por fin en casa yo creí que ya habíamos pasado los peores momentos.
Pero aún nos faltaba oírle llorar. Nunca, por muchos años que vida, me olvidaré de
sus gemidos desesperados. Comprendí que Román tenía razón al decir que Juan era
suyo. Ahora que él se había muerto, el dolor de Juan era impúdico, enloquecedor,
como el de una mujer por su amante, como el de una madre joven por la muerte del
primer hijo” (págs. 211-212). Al final, este dolor descomunal por la muerte de
Román lo hará enloquecer completamente. Así, como un espíritu maldito encargado
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balcón de una casa ruinosa salió una sábana tendida, que al agitase me sacó de mi
marasmo. Yo no tenía la cabeza buena aquel día. La tela blanca me pareció un gran
sudario y eché a correr… Llegué a la casa de la calle de Aribau medio loca” (págs.
216-217).
Sin embargo, al final, es salvada por Ena quien la saca de aquella casa para
llevarla con ella y su familia a Madrid. Andrea, liberada, aunque ya sin las ilusiones
con las que llegó a Barcelona hacía un año, se marchará de Aribau sin llevarse nada,
o al menos eso creía ella (“Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que
confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el
amor. De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo
entonces”, pág. 223). Porque, aunque no sea capaz de comprenderlo en ese
momento, Andrea se llevará del piso algo fundamental: el conocimiento de que no es
que no encontrara nada allí, sino de que nada es lo único que queda al final. En la
vida nada ocurre como en las películas o las novelas: no hay finales felices y eternos
sino que todo se va emponzoñando con la propia vida, con el mero transcurso de los
días y se va volviendo gris, corrompiéndose hasta que llega la gran nada final: la
muerte.
Andrea ha sentido, así, el desmoronamiento de todos sus sueños e ilusiones
pueriles; se ha dado cuenta de que ese sentimentalismo romántico no tiene cabida en
el mundo cruel y destrozado en el que vive, y de este modo, con esa sabiduría ha
dejado de ser una niña para entrar en la madurez.
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NADA
Pero esta sabiduría que alcanza Andrea no es algo excepcional o sólo fruto de su
experiencia personal, sino que es la sabiduría nihilista “de tantos españoles hechos al
infortunio en los primeros años 40. Su nada es la nada de todos aquellos que fueron
derrotados o sufrieron el expolio de sus vidas”15, una nada que –como agujero
negro- engulle toda esperanza. Es, finalmente, el conocimiento de que no existen
síntesis tranquilizadoras, sino que la vida se estructura como un sistema de
contradicciones sin soluciones, de tragedias y sufrimientos absurdos y sin sentido.
BIBLIOGRAFÍA
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LAFORET, Carmen, Nada, ed. Domingo Ródenas de Moya, Barcelona, Destino, 2001.
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