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Borges en Oxford: revelaciones para curiosos

Rafael Arráiz Lucca


rafaelarraiz@hotmail.com

El Nacional, viernes 5 de noviembre de 1999

La Universidad de Oxford no podía quedar de lado en los homenajes


planetarios que se le tributan al escritor argentino, con motivo del centenario
de su nacimiento. De modo que en días pasados el Trinity College organizó
un seminario compuesto por una batería de conferencistas de primera línea.
Entre ellos, además del organizador, Clive Griffin, destacan las
intervenciones de Edwin Williamson y de Jean Pierre Bernés; el primero es
un profesor de la Universidad de Edimburgo que desde hace muchos años
trabaja en una biografía sobre Borges y, me consta, lo hace con un nivel de
minucia digna de un sabueso. El segundo, en esta oportunidad, hizo
revelaciones de tal calibre que me animaron a escribir este artículo.

En un castellano impecable, salpicado por un decidido acento porteño, Bernés fue pasando
revista a sus largos años de traductor de la obra de Borges del español al francés. Esta
circunstancia lo acercó familiarmente al hijo de Leonor Acevedo, desde los tiempos en que
María Kodama no pasaba de ser una amiga que lo asistía en los viajes incesantes y en la
vida cotidiana. Bernés se trasladó con matinal frecuencia entre el 3 de enero de 1986 y el 4
de junio del mismo año a la ciudad de Ginebra. Lo llevaba el urgente motivo de avanzar en
la aprobación por parte de Borges de la traducción para la edición de La Pléiade. Ya se
sabía que a la obra del poeta le estaba reservado el número 400 de esta colección
consagratoria. Pues en aquellos seis meses finales Bernés y Borges dialogaron con la
espada en la nuca, y el francés tuvo el cuidado de grabarlo todo, con el objeto ulterior de no
guardarse las confesiones finales y publicarlas en su debido momento que, por cierto, no
parece haber llegado. Pero, en aquella tarde otoñal de Oxford a Bernés se le encendió la luz
de la sabrosa confidencia y quiso contar buena parte de la historia.

Según Bernés, Borges antes de morir recitó el Padre Nuestro. Lo dijo en sajón antiguo,
como probablemente se lo enseñó su abuela Fanny; luego lo expresó en inglés; en tercera
instancia en francés y, finalmente, lo pronunció en español tres veces, antes de caer en
coma. En el orden de las lenguas el conferencista halló un parti pris por el español, pero
además especificó que el motivo de haberlo recitado tres veces se debe a que esperaba la
llegada de la muerte articulando la oración cristiana. Dejemos para otra oportunidad la
posible especulación sobre el número tres. Afirmó Bernés que Borges se avergonzaba de
sus inicios orilleros, de su comunismo juvenil y de su vanguardismo madrileño. Varias
veces sentenció que su núcleo familiar era marginal, pero no quiso detenerse en las
conductas de los padres de Borges que lo llevaban a tal aseveración. La duda quedó
suspendida esperando a los lectores avezados. La edición de La Pléiade, que ya salió,
contiene un apéndice epistolar. Allí están las cartas del período de iniciación,
exclusivamente, que Borges expresamente autorizó, y afirmó Bernés que descartó
muchísimas, los elegidos son pocos: Abramovich, Jacobo Sureda, Adriano del Valle,
Rafael Cansinos Assens y Macedonio Fernández. Pero así como descartó epístolas, también
lo hizo con las fotografías que componen el álbum que trae la edición francesa. Había
rostros que no quería relacionados con su eternidad.

En sus días finales se acentuó la pena que sintió siempre por no haber escrito «el libro
representativo». Esto, recalcó Bernés, lo afligía mucho, pero se alejaba de la pena
esgrimiendo sus proposiciones maravillosas. Se lamentaba del final de El Quijote y decía
que si tuviera tiempo lo reescribiría, eliminando el capítulo postrero de la muerte. Y así
como le habría gustado continuar La divina comedia se lamentaba de la existencia de la
novela como género, la odiaba sin piedad.

Según Bernés no fue el inglés la lengua preferida de Borges, fue el alemán. Decía Borges:
«La literatura alemana no está al nivel de su lengua». Para sorpresa general el conferencista
señaló que Borges no sólo fue un mal traductor, sino que en algunos casos las traducciones
las hacía la madre y las firmaba él, pero deslizó más, dijo que no dominaba tan bien el
inglés como se creía, que el francés se le daba mejor. No se permitió dudar ni un segundo
de la inmensa generosidad de Borges, tampoco dudó de la sordera del poeta: la música le
era completamente indiferente.

En aquel hotel ginebrino adonde fue llevado a morir, no se sabe aún por qué, quiso en las
seis horas del último encuentro con su traductor repasar la literatura universal, en verdad, su
única pasión. Llegó a imaginarse, entre chanzas y veras, coronado como Voltaire, pero no
por laureles sino por rosas, las amaba. Quince días antes de morir comenzó a hablar de la
Parca y se preparó para su llegada de la única manera que podía hacerlo: como un personaje
literario.

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