Vous êtes sur la page 1sur 7

Secretos de la muerte

Kevin Morán

La muerte estaba haciendo su trabajo otra vez y unas cuantas


estrellas eran testigos mudos del acto un tanto terrible que estaba a punto de
hacer, debido a su naturaleza. La muerte ya se iba del lugar, quién sabe qué
otra cosa tendría que hacer, nadie. Su aspecto era fantasmagórico y oscuro,
como la suelen retratar. Esta en una casa en donde todos duermen
temprano. Estaba Esteban en su cama, acostado y con las sábanas encima,
en la oscuridad de su pequeño cuarto. No podía dormir. Pensaba en dibujos
y en qué juguete nuevo le regalarán mañana porque es su cumpleaños. Iba a
cumplir cinco años. Sus padres dormían y su Abuela, quien en la tarde se
había sentido cansada ya por los achaques de la edad, todavía estaba
despierta, esperando a alguien y tocándose su delicado corazón, al cual ya
no puede mantener latiendo bien y como era antes. Solo lamentaría el
hacerle pasar un mal rato a su familia y, en especial, a su nieto. Pobre su
nieto.

— ¿No podemos esperar un día más?—le preguntó al anciana con esos


arrugados labios esperando que su petición le sea concedida
—No… tu corazón…
—Entiendo— Le contestó con resignación. Esperaba que todo fuese de lo
más tranquilo.

En la mesa yacía su testamento, unos lentes, la fotografía de su esposo,


fallecido hace más de quince años; un pequeño libro de cuentos y el regalo
que había comprado para su nieto con una pequeña nota que contenía un
corto mensaje lleno de afecto. Sabía que mañana no sería un buen día para
él, y que no lo entendería del todo, así que esperaba que ese regalo sea lo
suficiente para mantenerlo distraído.

La luz de la lámpara seguía encendida cuando se acostó en su cama, y


respirando hondo alcanzó a decir: “Ya estamos listos, querido”, entonces la
única luz se desvaneció del lugar así como la presencia de la abuela de
Esteban.

Esteban aún no podía dormir. La luz del poste que estaba afuera de su casa,
iluminaba un poco el cuarto. La ventana estaba cerrada para que no entrara
ningún ladrón como ya ha pasado, mucho antes del nacimiento de Esteban.

La muerte y su capa negra y sus dedos alargados se desplazaban por la


casa, como conociéndola, estaba tan llena de recuerdos, ricos en felicidad y
con solo un toque de tristeza. La muerte no se resistía a los recuerdos. Es
como si llenara un espacio dentro de ella. Esteban ya cerraba los ojos
cuando la muerte entró a su habitación. Todo estaba lleno de vida. La
muerte miraba por la ventana la calle que era iluminada por el poste. Sus
manos alargadas está vez le pasaron una mala pasada botando unos lápices
de colores que estaban sobre la pequeña mesa mal ubicada al lado de la
ventana que su madre terca se esmero en colocar.

Esteban abrió los ojos. La muerte no podía escapar ante la mirada


penetrante de un niño. Esteban lo único que vio en ese espacio era a su
padre y la particular camisa que usaba. No le pareció extraño que estuviera
fuera de su cama ni de que no usara el pijama que defectuosamente siempre
usa y que no le gusta para nada a su esposa.
— ¿Papá?
— ¿Aún despierto hijo?
—No puedo dormir papá— le dijo Esteban.

Esteban no notaba nada raro mientras se sobaba los ojos. Su papá estaba
ahí, y no hay que desaprovechar la oportunidad de escuchar un buen cuento
hecho por papá. Cuando se es niño nunca hay que desaprovechar esa
oportunidad porque después te dará pena.

La muerte es un buen actor y tiene tantos disfraces. Aunque el disfraz que


le desagrada más sean los de ángeles. Los repudia. Pero nada puede hacer
sino hacer su trabajo. Aunque no estaba en sus planes ser atrapado por un
pequeño niño, pocas veces le ha pasado y la mayoría acabó mal, por la
mala suerte que emana la muerte, sin querer.

La muerte se sentó al lado de Esteban, tenía en mente la idea de hacerle


sentir confianza para hacer que se durmiera pronto. Esteban era un chico
saludable, no tenía ningún defecto ni mal, por suerte, para él, aún.

A la muerte aún le atraían los lugares ricos en recuerdos que tenía la casa
pero ya quería irse y seguir cumpliendo la misión que se le asignó. No
contaba con el inusual pedido que le haría el niño rubicundo y cachetón.

— ¿Me lees un cuento? Papá…

La muerte se quedó petrificada. Nunca nadie le había pedido algo como


eso. Qué historia le podía contar a ese niño. ¿Le gustará? Pensaba que no
debería estar en esta situación y tampoco estar atrapado, no podía hacerle
daño a un niño ni siquiera con una hoja, va en contra de las reglas, sus
reglas. Las mismas que han regido su existencia desde el primer humano
conocido. Tendría que hacerlo para liberarse.

—Está bien…—dijo la muerte disfrazada del padre de Esteban. Al niño se


le prendieron los ojitos y con gran entusiasmo esperó que comience la
historia.
— ¿Sabes quién es la muerte?
—No—contestó el niño, impaciente.
—La muerte…—prosiguió el falso padre—La muerte como los humanos,
nosotros, la conocemos hoy, es la segunda en la historia. La muerte
originalmente fue un señor formador del cosmos, uno de los fundadores,
quizá el más importante de todos, pero como todo, llegó a su final, la
energía que poseía se agotaba, sobre todo después de una larga lucha que
tubo y de la que, al final, salió vencedor. Cuando el primer humano se dio
cuenta de su condición, la muerte un tanto cansada, decidió ser quien
guiara la extensión de su cuerpo, el alma, hacía otro plano. No superior,
pocos llegaban a ese lugar. Pero los guiaba cuando su cuerpo ya no podía
mantenerlos en ese terreno, para que no sufran, porque nadie quería que
nadie sufriera, y tampoco nadie quiere tener un alma sufriendo en un
cuerpo que simplemente ya no sirve. Para eso estaba la primera muerte.

La muerte, no confiaba en nadie, ni en ninguno de los otros señores


formadores del cosmos. Pero tenía que dejarle el cargo a alguien, quien sea,
en realidad. Si no, ¿qué sería de los humanos si no pudieran morir cuando
su cuerpo ya no de más? Ellos no conocen el camino. ¿Quién? ¿Quién
entonces sería? Y así, se pasaba deambulando por el universo y de vez en
cuando el mundo, pensando en qué ser se depositaría tan responsabilidad.
Hasta que cerca a su final, llegó a una, quizá, sabía conclusión. Le daría la
oportunidad a un humano. Un alma semi pura, lo suficiente loca, nada de
religiosos, ni de devotos. Al final escogió a un chico que se suicidó al lado
de la tumba de sus padres, porque estaba solo y ya nada quería con este
lugar que llaman tierra.

Esteban miraba atentamente a su padre, no parecía él. Algo andaba mal, sí,
su padre ni siquiera lo miraba a los ojos, miraba al espacio vació de la
pared de su cuarto que su madre nunca pinto por más que intentaba hacerlo.
Ni siquiera era su olor ni la mirada. Nada familiar le resultaba. ¿Quién era?
Se preguntó. La mente de los niños es tan propensa a la curiosidad. En
realidad ni siquiera era malo que no sea su padre. La muerte continuaba.
Y cuando se presentó lo primero que vio fue a su hermana, la que vivía
muy lejos y que se enteraría más tarde de su fallecimiento. La muerte se
quitó esa extraña fantasía y me enseñó su verdadera forma, ninguna. La
ilusión para mí, había acabado y entonces me explico que tenía el poder se
tomar la forma de la persona que uno añora más en esta vida o lo que es lo
mismo, más ama. Me explico que es inevitable, es por seguridad. Y
también le explicó que sería su sucesor. El derecho de llevar las almas y
conducirlas a un lugar mejor, sonaba prometedor, para él… Así que aceptó.
Uno de los secretos que me encomendó es que la muerte, aparte de llevarse
las almas, también pueden llevarse sentimientos… que un humano no
quiera albergar en su corazón o que hace daño y con razón. También
tenemos esa facultad, le dijo. A los pocos años de haber aprendido el
trabajo la muerte original finamente se agotó y se despidió deseándome la
mejor de las suertes. Me dijo que volvería al origen y que yo también iría
cuando el momento llegue.

Cientos de años pasaron y la nueva muerte se sentía un poco sola a pesar de


hacer el bien y ser inmortal. Tantas veces había cambiado de forma ante las
personas que recogía que ya había olvidado como lucía él. No lo recordaba,
era incapaz, ni los espejos reflejaban lo que era ahora, eran incapaces igual
que los ojos de los humanos para todo lo que en realidad hay alrededor
suyo.

—tú no eres mi padre cierto— dijo Esteban. La muerte se sorprendió de


haber sido descubierto por un niño, quizá su forma de hablar lo había
delatado. Sentía que no debía contarle nada a este niño pero por otra parte
pensaba que lo olvidaría con los años.
—No—replicó agachando la cabeza de su falsa identidad.
—Entonces, ¿quién eres?
—yo, querido muchacho, soy la muerte…
—Está bien, señor muerte.
— ¿Mi papá está bien? — preguntó Esteban por instinto.
—Sí—contestó.
— ¿Por qué estás acá?
—Porque necesito que duermas
— ¿de veras?
—sí, pequeño.
— ¿Volverás a venir?—le preguntó el niño y su carita le decía que no
quería que se vaya y que quería, además, que sea su amigo. La muerte le
acaricio el cabello.

—Quizá, niño, quizá. Al final todos se encuentran conmigo y tú no serás la


excepción. Creo que podrás llamarme, si recuerdas que alguna vez estuve
aquí, conversando contigo. Aunque dudo que lo hagas cuando te enteres de
lo que hice esta noche, quizá me detestes. Tú eras muy preciado y casi una
joya en los recuerdos de… Ahora duerme muchacho.
—Está bien—dijo Esteban quien en realidad no se quería dormir, quería
ver el instante en que ese ser que no era su papá se fuera. Pero la hora ya no
se le permitía sus ojos ya no se lo permitían y se caían cada vez más. La
muerte no esperó mucho. Esteban logró ver lo la pequeña rejilla que
terminó siendo su ojo como la forma de su padre desaparecía y se iba
atravesando la ventana que estaba cerrada y contra delincuentes.

Al día siguiente, cuando despertó, no recordaba nada. Solo sabía que era su
cumpleaños y que cumplía 5 años que podía mostrar orgulloso con sus
dedos. Todo en este día sería felicidad para él pero en la casa sucedía lo
contrario desde la mañana. La abuela, mamá del papá de Esteban, había
fallecido, su corazón no funcionaba bien y un paro había acabado con su
vida. La habían encontrado acostada y con ligera sonrisa en el rostro. No le
dejaron enterarse de nada a Esteban, que también quería mucho a la abuela.
Lo único que le dijeron es que se fue lejos y que le había dejado un
obsequio grande.

El obsequio era un gran robot, de los juguetes que una vez su nieto le había
pedido. Y la nota decía: “Querido, feliz cumpleaños, nos vemos pronto,
todos nos veremos”.

Vous aimerez peut-être aussi