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Kevin Morán
Esteban aún no podía dormir. La luz del poste que estaba afuera de su casa,
iluminaba un poco el cuarto. La ventana estaba cerrada para que no entrara
ningún ladrón como ya ha pasado, mucho antes del nacimiento de Esteban.
Esteban no notaba nada raro mientras se sobaba los ojos. Su papá estaba
ahí, y no hay que desaprovechar la oportunidad de escuchar un buen cuento
hecho por papá. Cuando se es niño nunca hay que desaprovechar esa
oportunidad porque después te dará pena.
A la muerte aún le atraían los lugares ricos en recuerdos que tenía la casa
pero ya quería irse y seguir cumpliendo la misión que se le asignó. No
contaba con el inusual pedido que le haría el niño rubicundo y cachetón.
Esteban miraba atentamente a su padre, no parecía él. Algo andaba mal, sí,
su padre ni siquiera lo miraba a los ojos, miraba al espacio vació de la
pared de su cuarto que su madre nunca pinto por más que intentaba hacerlo.
Ni siquiera era su olor ni la mirada. Nada familiar le resultaba. ¿Quién era?
Se preguntó. La mente de los niños es tan propensa a la curiosidad. En
realidad ni siquiera era malo que no sea su padre. La muerte continuaba.
Y cuando se presentó lo primero que vio fue a su hermana, la que vivía
muy lejos y que se enteraría más tarde de su fallecimiento. La muerte se
quitó esa extraña fantasía y me enseñó su verdadera forma, ninguna. La
ilusión para mí, había acabado y entonces me explico que tenía el poder se
tomar la forma de la persona que uno añora más en esta vida o lo que es lo
mismo, más ama. Me explico que es inevitable, es por seguridad. Y
también le explicó que sería su sucesor. El derecho de llevar las almas y
conducirlas a un lugar mejor, sonaba prometedor, para él… Así que aceptó.
Uno de los secretos que me encomendó es que la muerte, aparte de llevarse
las almas, también pueden llevarse sentimientos… que un humano no
quiera albergar en su corazón o que hace daño y con razón. También
tenemos esa facultad, le dijo. A los pocos años de haber aprendido el
trabajo la muerte original finamente se agotó y se despidió deseándome la
mejor de las suertes. Me dijo que volvería al origen y que yo también iría
cuando el momento llegue.
Al día siguiente, cuando despertó, no recordaba nada. Solo sabía que era su
cumpleaños y que cumplía 5 años que podía mostrar orgulloso con sus
dedos. Todo en este día sería felicidad para él pero en la casa sucedía lo
contrario desde la mañana. La abuela, mamá del papá de Esteban, había
fallecido, su corazón no funcionaba bien y un paro había acabado con su
vida. La habían encontrado acostada y con ligera sonrisa en el rostro. No le
dejaron enterarse de nada a Esteban, que también quería mucho a la abuela.
Lo único que le dijeron es que se fue lejos y que le había dejado un
obsequio grande.
El obsequio era un gran robot, de los juguetes que una vez su nieto le había
pedido. Y la nota decía: “Querido, feliz cumpleaños, nos vemos pronto,
todos nos veremos”.