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Eutanasia 1

EUTANASIA
1. La ambigüedad del término «eutanasia»

Con bastante frecuencia, los medios de comu-


nicación presentan resultados de encuestas con las
opiniones de la población sobre el tema de la euta-
nasia. Dan porcentajes más o menos elevados de
personas favorables a la eutanasia, o a que se admita
legalmente; son muy frecuentes especialmente las
opiniones de los que son contrarios a que se les pro-
longue inútilmente su vida con medidas extraordi-
narias, los que expresan su rechazo a una muerte
intubada en las tristes UVI, en esos ambientes total-
mente deshumanizados, aunque el moribundo esté
rodeado de sofisticados y costosísimos aparatos.

En los últimos años se ha usado la palabra


eutanasia en relación con una serie de casos. Se ha
hablado de eutanasia en torno a Karen A. Quinlan, la
joven estadounidense en estado de vida vegetativo
cuyos padres consiguieron, después de un largo
proceso jurídico, que se le pudiese desconectar el
respirador y se la permitiese morir en paz (aunque,
una vez desconectado el aparato, continuó viviendo
casi 10 años). La palabra eutanasia ha estado
asociada con ciertos nombres famosos: Franco, Tito,
Hirohito... Se habló de eutanasia cuando el escritor
Arthur Koestler decidió quitarse la vida ante el diagnóstico de una leucemia, o cuando los
familiares de Paul Brophy o de Nancy Cruzan lucharon por conseguir una sentencia
judicial por la que se le podía suspender la alimentación artificial. La palabra «eutanasia»
fue asociada al caso de Baby Doe, un recién nacido con el síndrome de Down y al que se le
negó una intervención quirúrgica, que se le habría realizado si hubiese sido «normal», y ha
vuelto a una dramática actualidad en los casos de la enfermera Michaela Roeder, el «ángel
de la muerte», o las auxiliares de enfermera del Hospital Lainz de Viena, que la aplicaron a
personas enfermas o ancianas que no la habían pedido. Se han citado bastantes casos de
eutanasia en Alemania y sobre todo en Holanda, en donde se administra a pacientes
próximos a la muerte una sobredosis de morfina o una solución de cianuro. En España la
palabra «eutanasia» aparece especialmente asociada al caso de Ramón Sampedro, que se
encuentra tetrapléjico desde hace más de 25 años y que solicita que se le quite la vida.
Todos estos casos han sido etiquetados de eutanasia, porque tienen un fondo común,
aunque también importantes diferencias...

Ante todo hay que decir que la palabra «eutanasia» es ambigua. Cuando una
encuesta nos afirma que un determinado porcentaje de personas es favorable a la eutanasia,
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¿qué significa esa afirmación? ¿Quiere decir que se oponen a que se les apliquen medidas
extraordinarias, a que se les ponga en situación de encarnizamiento terapéutico? ¿Significa
que son partidarias de que se les desconecte el respirador, que les ayuda a poder respirar, si
están en una situación irreversible, como en el caso de Karen Quinlan? ¿Aceptarían
también que se les dejase de alimentar, cortando las sondas y tubos por los que se les nutre
artificialmente? Dando un paso más adelante, ¿aceptarían también que un médico les
administrase una sobredosis de morfina -o una cápsula de cianuro— para que pusiese fin a
su vida?

En todos los casos que acabamos de describir, se habla de eutanasia, pero es claro
que son sitúaciones distintas. Esto nos lleva a la necesidad de definir mejor qué
entendemos por eutanasia y cuáles son los tipos o formas de eutanasia existentes.

Como se sabe, la palabra «eutanasia» procede del griego. El prefijo eu significa


«buena» y thanatos significa «muerte». Sin embargo, desde Ε Bacon, la palabra
«eutanasia» pierde, al menos en parte, su sentido etimológico y comienza a significar la
acción médica por la que se acelera el proceso de muerte de un enfermo terminal o se le
quita la vida. Hay un aspecto característico de lo que se entiende por eutanasia: el que el
enfermo se encuentre próximo a su muerte. Esta proximidad a la muerte es lo que
distinguiría la eutanasia del homicidio o del suicidio. En ese sentido la petición de Ramón
Sampedro es, en realidad, de suicidio asistido. En cualquier caso, hay situaciones de difícil
delimitación: cuando el escritor Arthur Koestler —que se había distinguido por su lucha en
favor de la eutanasia- se quitó la vida al serle diagnosticada una leucemia, su acción ¿era
una eutanasia o un suicidio? No es fácil dar una respuesta, ya que previsi- blemente le
podía quedar aún bastante tiempo de vida. La realidad humana, los casos que se pueden
presentar, son más complejos y más ricos que los conceptos con los que pretendemos
delimitar esa realidad. No se puede zanjar este debate, pero nos basta ahora con subrayar
que la práctica de la eutanasia, tal como se entiende este término, se refiere a personas
aquejadas de una enfermedad física, próxima a la muerte. No hablamos, por ejemplo, de
eutanasia, sino de suicidio, si se quita la vida una persona que padece una grave depresión
psíquica: así fue el caso de la mujer de Koestler, cuando se quitó la vida junto con su
marido.

2. Eutanasia activa y pasiva

Desde los siglos XVI-XVII, se comienza a distinguir entre eutanasia activa y


pasiva. En el primer caso, se trata de la puesta en práctica de una acción médica positiva
con la que se acelera la muerte de un enfermo o se pone término a su vida. Por el contrario,
en el caso de la eutanasia negativa no se pone una acción positiva, sino que no se aplica
una terapia o una acción, que podría prolongar la vida del enfermo. Lo característico de la
eutanasia pasiva o negativa sería la omisión, la no- aplicación de una terapia disponible y
que podría prolongar la vida del paciente.

La situación es, sin embargo, más complicada todavía. Ante un canceroso que sufre
graves dolores, es frecuente la aplicación de ciertos calmantes, por ejemplo, derivados de
la morfina. Estos calmantes producen en el enfermo terminal una depresión respiratoria, un
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debilitamiento de sus ya escasas energías y, por tanto, un previsible acortamiento de su


vida. El médico puede no pretender acelerar la muerte del paciente, sino aliviarle de sus
dolores. Sin embargo es previsible que también se produzca un acortamiento de su vida.
Estaríamos ante una acción médica —la administración de calmantes— que conlleva dos
diferentes efectos: el alivio de los dolores y el acortamiento de la vida del enfermo. Esta
abreviación es una consecuencia indirecta, no pretendida por el médico. De ahí que este
caso haya sido calificado de eutanasia activa indirecta, en relación con el principio moral
del doble efecto. Realmente, es activa porque el médico pone una acción positiva que
puede abreviar la vida del enfermo, pero al mismo tiempo es indirecta, ya que el médico no
pretende directamente tal acortamiento, sino que el enfermo deje de sufrir.

Por tanto, estaríamos fundamentalmente ante tres formas de eutanasia. Acabamos


de poner un ejemplo de la activa indirecta. Una situación de eutanasia activa directa
existiría al administrar a un enfermo una solución de cianuro, una sobredosis de morfina o
una sustancia cardioestática, ya que es una acción médica que pretende centralmente poner
término a su vida. Finalmente, estaríamos ante un ejemplo de eutanasia pasiva en el caso
de Karen Quinlan y la polémica sobre si se le podía o no desconectar el respirador.

Sin embargo, también en el caso de la eutanasia pasiva se dan diversas situaciones.


Por ejemplo, ¿es equiparable el caso de Karen Quinlan y los que se comienzan a plantear
en Estados Unidos de enfermos que solicitan —o lo hacen sus familiares— que se les deje
de alimentar «artificialmente», por ejemplo por suero en la vena o mediante una sonda por
la que se les introduce la alimentación a través de la nariz? En principio habría que
calificar la supresión de esta forma de alimentación como una eutanasia pasiva, ya que se
omite un tratamiento médico que podría prolongar su vida.

Esto nos lleva a decir también una palabra sobre otra pareja de conceptos muy
importantes en toda la discusión sobre la eutanasia: el de los medios ordinarios y
extraordinarios. Esta distinción es antigua en la teología moral católica y ya la recogían
Báñez y el cardenal Lugo. La aplicación de esta pareja de conceptos a la discusión de la
eutanasia llevaba a afirmar que la omisión de la aplicación de los medios extraordinarios
en un enfermo próximo a la muerte podría calificarse como una admisible eutanasia pasiva.
Por el contrario, si lo que se omitían eran los medios ordinarios, estaríamos -según la
misma moral católica— ante algo éticamente inaceptable, ya que se le negaría al paciente
algo de lo que no se le puede privar.

La distinción entre medios ordinarios y extraordinarios es, a primera vista,


clarificadora. Pero es una distinción que puede quedarse en un mero nombre, ya que
suscita inmediatamente una segunda pregunta: ¿Qué es ordinario y qué es extraordinario?
Hace veinticinco años, un respirador podría ser un medio extraordinario en España, pero
no es tan claro que en nuestra actual situación sanitaria siga manteniendo ese carácter
extraordinario. Por otra parte, en determinados países, un respirador es hoy sin ningún
género de dudas una terapia claramente extraordinaria.
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En los ambientes médicos es frecuente la utilización de esa distinción entre medios


ordinarios y extraordinarios. Se suele calificar una terapia como ordinaria o extraordinaria
en torno a las siguientes características:

1) Se trata de una terapia «abundante», es decir, disponible en un número


importante de casos. Por el contrario, cuando una terapia es escasa, la tendencia es a
considerarla extraordinaria.

2) Se trata de una terapia «barata», de costes económicos reducidos; mientras


que si es costosa se tiende a incluirla dentro de los medios extraordinarios.

3) Un tratamiento médico es considerado ordinario cuando ya ha sido aceptado


clínicamente, después de haber pasado por una fase previa de experimentación; por el
contrario, cuando un tratamiento se encuentra aún en fase de experimentación, se suele
incluir dentro del capítulo de lo extraordinario.

4) La distinción entre ordinario y extraordinario se utiliza también para


distinguir entre tecnologías habituales o «altas» (sofisticadas, high Technologies); entre las
que tienen un carácter intrusivo, agresivo y las que no lo tienen.

5) También se usa esta distinción para diferenciar terapias cuya aplicación es


permanente y las que tienen un carácter solamente temporal, durante un plazo limitado de
tiempo.

6) Finalmente la distinción entre ordinario y extraordinario se relaciona con


terapias cuya utilización es éticamente obligatoria, o por el contrario, son extraordinarias si
son opcionales.

Todas estas distinciones están presentes, de forma explícita o implícita, cuando,


tanto en ambientes médicos como entre la opinión pública, se distingue entre medios o
terapias ordinarias y extraordinarias. Las cuatro características primeras que hemos
mencionado se centran, primordial o exclusivamente, en los rasgos que rodean a una
determinada terapia. Llevaría a la conclusión de que una determinada terapia, dentro de la
situación sanitaria de un determinado país, sería ordinaria o extraordinaria de acuerdo con
su abundancia, sus costes, su carácter experimental, su sofisticación.

En los puntos 5) y 6) se hacía una referencia a la situación del enfermo. Se


afirmaba que es ordinario lo que se usa temporalmente, mientras que sería una terapia
extraordinaria la terapia que ha de usarse de forma estable y continuada; también se
calificaba como ordinario lo que debe usarse obligatoriamente, mientras que sería
extraordinaria la terapia de libre disposición. Ambos puntos parecen indicar que, en la
ponderación del carácter ordinario o extraordinario de una terapia, hay que tener en cuenta
la situación del paciente a quien se le va a aplicar y al conjunto de circunstancias que
rodean cada caso. Desde una forma de entender la relación entre el personal sanitario y el
enfermo en que se reconoce a éste su autonomía, su capacidad de decisión, no debe bastar
con considerar el carácter ordinario o extraordinario de una terapia, medida por las
características que aquélla posee. Hay que ponderar también la situación del paciente, la
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situación social, las posibilidades del sistema sanitario, los recursos económicos de la
familia, etc.

Todo ello lleva a la conclusión de que la distinción entre medios ordinarios y


extraordinarios, que sigue manteniendo su vigencia y su papel clarificador, debe afrontarse
desde una perspectiva más amplia. No sólo debe tener en cuenta las características en sí de
la terapia utilizada, sino que además debe referirse a la situación del enfermo, a las
implicaciones sociales y familiares que están presentes en tales casos. Por estas razones,
hay autores que prefieren hablar de otros binomios dis- nntos: «proporcionado /
desproporcionado», -razonable / irrazonable»... Sobre este tema volveremos más adelante.

3. Una nueva terminología

Somos bastantes los autores que consideramos que deberían corregirse los términos
utilizados al tratar de la eutanasia, para evitar las ambigüedades existentes. Como
indicábamos al comienzo de este capítulo, las distintas personas entienden fácilmente cosas
distintas cuando se oye la palabra «eutanasia» o se discute sobre ella.

Además la palabra «eutanasia» sigue asociada con su brutal práctica en la época


nazi. Aunque estamos ya a más de 50 años de las disposiciones legales del III Reich y la
voz «eutanasia» ha perdido bastante de su dureza, sin embargo sigue teniendo resonancias
afectivas, inseparables de lo que significó esa práctica nazi. Tienen razón los actuales
defensores de la eutanasia cuando afirman que lo que ellos pretenden es algo muy distinto
al exterminio masivo de los deficientes realizado por los médicos nazis.

Es verdad que los calificativos de activa / pasiva, directa / indirecta sirven para
diferenciar distintas situaciones en relación con la eutanasia. Pero a muchos no nos parece
acertado que todas estas situaciones queden englobadas dentro del término común de
«eutanasia». Cuesta aplicar la palabra «eutanasia» al caso de Karen Quinlan o al del
General Franco. Parece más correcto en estos casos evitar la palabra «eutanasia» y hablar
más bien del reconocimiento del derecho a morir en paz sin que resuene en estos casos la
estigmatización aún existente respecto de la palabra «eutanasia», por mucho que se añada
inmediatamente que se trata de una «eutanasia pasiva».

En un intento de clarificar los términos ha surgido un neologismo, una palabra


nueva, tomada también del griego: «distanasia». El prefijo griego dis tendría el sentido de
«deformación del proceso de muerte», de prolongación, de dificultación. Por tanto, la
palabra «distanasia» significaría la prolongación exagerada del proceso de muerte de un
paciente y sería próxima a la de encarnizamiento terapéutico, porque crea una muerte cruel
al enfermo. También se ha hablado de «adistanasia», en la que el prefijo a tiene un sentido
privativo, negativo. La adistanasia sería la «no-prolongación irrazonable del proceso de
muerte de un paciente».

Se ha acuñado otro nuevo término, el de «ortotanasia», que ha sido utilizado por la


misma Iglesia católica. El prefijo griego orto daría el sentido de «muerte correcta».
Ortotanasia tiene el sentido de la muerte «a su tiempo», sin abreviaciones tajantes y sin
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prolongaciones desproporcionadas del proceso de morir. Tal ortotanasia se diferenciaría de


la eutanasia —en la nueva terminología que proponemos— en el sentido de que no
pretende poner término a la vida de un paciente. El médico no tiene la intención de acabar
rápidamente con la vida del enfermo, aunque determinados calmantes pudiesen tener
también la consecuencia de una abreviación de su existencia. Al mismo tiempo, la
ortotanasia es sensible a algo que debe estar muy presente en la actuación del médico ante
un paciente terminal: el interés por humanizar su proceso de muerte, por aliviar sus
dolores, por no incurrir en abusivas prolongaciones de su existencia por la aplicación de
medios extraordinarios, o mejor, desproporcionados.

Reservaríamos, por tanto, la palabra «eutanasia» a la acción médica que tiene como
consecuencia primera y primaria la supresión de la vida del enfermo próximo a la muerte y
que así lo solicita. Habrá que afirmar indiscutiblemente que la intención del que la practica
o del que la exige se centra también en el alivio de los dolores físicos o psicológicos. Pero
el acto médico se pone con la intención de suprimir la vida del enfermo y éste es el efecto
que se pretende. Naturalmente siguen aún vigentes ciertas situaciones intermedias: ¿es tan
distinto poner una sobredosis de morfina o el ir administrando dosis crecientes, que van a
acabar con poner fin a la vida del enfermo? Sobre este punto volveremos más adelante.
Pero en cualquier caso, es relevante desde el punto de vista humano y ético la distinción
basada en la intención del médico. Aunque el efecto pudiese ser el mismo en ambos casos
-el fin de la vida del paciente-, no es la misma la intención del que pretende poner término
a la vida y la del que busca básicamente aliviar los dolores del enfermo.

Finalmente, y para referirse a los casos de Michaela Roeder o de las auxiliares de


enfermería del hospital vienés de Lainz —así como a las prácticas nazis—, se puede
proponer el término de «caco- tanasia», en que el prefijo griego kakós daría al término el
significado de «mala muerte». El nombre no es muy eufónico, pero podría tener el valor de
separar estos casos, en que la muerte del enfermo se realiza sin contar con su voluntad, de
la auténtica eutanasia, tal como la defiende las asociaciones en favor de esta práctica, que
únicamente la legitiman, al menos al nivel de sus principios, cuando se cuenta con el deseo
del propio enfermo.

Aun a sabiendas de que las terminologías utilizadas comúnmente no coinciden con


las aquí presentadas, sin embargo en las páginas siguientes haré referencia a las que he
delimitado.

4. La Iglesia católica ante la eutanasia

4.1. Desarrollo de la doctrina católica sobre la eutanasia

El cristianismo ha considerado la eutanasia irreconciliable con la ética que surge


del mensaje de Jesús. El concepto y la realidad de la eutanasia eran extrañas al contenido
de la Biblia. Cuando el cristianismo comienza a difundirse y expandirse en el mundo
grecorromano, entra en una cultura en la que una corriente de pensamiento tan importante
como el estoicismo sí admitía tal práctica. La ética del estoicismo va a ser asumida de
forma importante por el cristianismo en su esfuerzo de «inculturación», de traducir su
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mensaje en una cultura distinta. Varias de las exhortaciones morales de san Pablo a los
primeros cristianos están claramente inspiradas en las «tablas» o listas de virtudes morales
del estoicismo. Las formas de pensar estoicas sobre la ética sexual o sobre el significado
reproductor de la sexualidad van a influir mucho en la ética sexual cristiana.

Sin embargo, en el tema concreto de la eutanasia, la ética cristiana se distancia de la


estoica. La concepción cristiana de Dios, como el único Señor de la vida y de la muerte, va
a llevar a la naciente Iglesia a oponerse a esa práctica aceptada por la cultura
grecorromana. Uno de los primeros escritores cristianos, Lactancio, afirmará de los enfer-
mos terminales: «son inútiles para los hombres, pero son útiles para Dios, que les conserva
la vida, que les da el espíritu y les concede la luz».

La vivencia religiosa del cristiano concibe la vida como un don y una bendición
que ha recibido de Dios y de la que no puede disponer. Esta vivencia se plasmará en la
afirmación de que «Dios es el único dueño de la vida humana y el hombre es su mero
administrador». La teología católica medieval afirmará la inviolabilidad de la vida humana,
basándose en un triple argumento: es apropiación de un derecho que corresponde a Dios;
es falta de amor a uno mismo y, finalmente es una indebida dejación de las
responsabilidades sociales. Al difundirse el cristianismo en Europa, la eutanasia queda
relegada. No existe polémica sobre ella. Aparece como una acción obviamente
irreconciliable con el mensaje cristiano.

Es paradójico que un santo canonizado de la Iglesia católica, santo Tomás Moro,


sea, junto con F. Bacon, uno de los primeros representantes de la incipiente discusión sobre
la eutanasia en nuestra cultura occidental. Sin embargo, las ideas del que había sido
Canciller de Inglaterra no ejercen prácticamente ningún influjo en el pensamiento cristiano
posterior. La teología moral católica, a partir de los siglos XVI-XVTI, se refiere al tema de
la eutanasia basándose en la distinción entre los medios ordinarios / extraordinarios, a los
que antes hicimos referencia.

Pío XII dedicó muchos discursos a temas de moral médica y se refirió al tema de la
eutanasia, puesto dramáticamente de actualidad como consecuencia de su aceptación legal
por el III Reich. Hay un texto especialmente relevante del papa Pacelli: «Si entre la
narcosis y el acortamiento de la vida no existe nexo causal alguno directo, puesto por la
voluntad de los interesados o por la naturaleza de las cosas... y, si por el contrario, la admi-
nistración de narcóticos produjese por sí misma dos efectos distintos, por una parte, el
alivio de los dolores y, por otra, la abreviación de la vida, entonces es lícita» (24 febrero
1957). Pío XII acepta la llamada clásicamente eutanasia activa indirecta; es decir, la
administración de calmantes que pudiesen también, de forma indirecta, acelerar la muerte.

Finalmente, hay que hacer referencia al único pasaje del Vaticano II en que se cita
la eutanasia, junto al aborto y al suicidio. En un tono muy duro se afirma que estos
homicidios «son en sí mismos infamantes, degradan la civilización humana, deshonran
más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarios al honor debido al
Creador» (Gaudium et spes, n. 27).
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4.2. La Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe

El 5 de mayo de 1980, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicaba una


importante toma Je postura de la Iglesia católica sobre el tema de .i eutanasia. Los puntos
más importantes de esta Declaración sobre la eutanasia son los siguientes:

1) Condena de la eutanasia, en el sentido dado anteriormente a esta palabra:


«Nadie puede atentar contra la vida de un hombre inocente... sin violar un derecho
fundamental, irrenunciable e inalienable». No se acepta la eutanasia «con el fin de eliminar
radicalmente los últimos sufrimientos o de evitar a los niños subnormales, a los enfermos
mentales o a los incurables la prolongación de una vida desdichada, quizás por muchos
años, que podría imponer cargas demasiado pesadas a las familias o a la sociedad». «Nadie
además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su
responsabilidad, ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede
legítimamente imponerlo ni permitirlo».

2) Subraya el valor cristiano del dolor y la posibilidad de que el creyente


pueda asumirlo voluntariamente. Pero añade: «No sería sin embargo prudente imponer
como norma general un comportamiento heroico determinado. Al contrario, la prudencia
humana y cristiana sugiere para la mayor parte de los enfermos el uso de las medicinas que
sean adecuadas para aliviar o suprimir el dolor». Se reafirma la doctrina clásica eclesial de
la legitimidad del uso de calmantes que pudiesen abreviar indirectamente la vida.

3) La Declaración condena el encarnizamiento terapéutico: «Es muy


importante hoy día proteger, en el momento de la muerte, la dignidad de la persona
humana y la concepción cristiana de la vida contra un tecnicismo que corre el riesgo de
hacerse abusivo».

4) Acepta el «derecho a morir», que la Declaración entiende como «el derecho


a morir con toda serenidad, con dignidad humana y cristiana». Si fue histórica la sentencia
del Tribunal de Nueva Jersey al reconocer el derecho de Karen Quinlan a morir en paz y
con dignidad, lo mismo habría que decir de esta formulación oficial de la Iglesia católica.
Insiste en que este «derecho a morir» «no designa el derecho a procurarse o hacerse
procurar la muerte como se quiere».

5) La Declaración supera la terminología de medios ordinarios / extraordinarios y


utiliza, en su lugar, una nueva pareja de términos que ya estaba presente en las discusiones
de la teología moral católica, la de medios proporcionados / desproporcionados. Considera
que este cambio debe realizarse «tanto por la imprecisión del término (ordinario) como por
los rápidos progresos de la terapia». Para evaluar el carácter proporcionado o no de un
medio terapéutico habrá que tener en cuenta: «el tipo de terapia, el grado de dificultad y
riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibilidades de aplicación con el
resultado que se puede esperar de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones del
enfermo y sus fuerzas físicas y morales». Esta nueva terminología es importante y no es
meramente un cambio de nombre: significa no centrarse en las características de las
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terapias médicas usadas, sino tener también muy en cuenca el conjunto de circunstancias
que rodean al propio enfermo.

6) Como consecuencia de lo anterior, el documento vaticano significa un claro


sí a lo que hemos Jamado ortotanasia: «Es también lícito interrumpir la aplicación de tales
medios (desproporciona- Jos) cuando los resultados defraudan las esperanzas puestas en
ellos». A la pregunta sobre quién Jebe decidir en estos casos, se citan en primer agar al
propio enfermo y a sus familiares y después al médico. Éste tiene la capacidad para pon-
Jerar «si las técnicas empleadas imponen al paciente sufrimientos y molestias mayores que
los bene- -.cios que se pueden obtener de los mismos».

7) Se afirma claramente la legitimidad del lejar morir en paz: «Es siempre


lícito contentarse :on los medios normales que la medicina puede : frecer». El no recurrir a
una terapia costosa o uriesgada «no equivale al suicidio». Ante la inminencia de una
muerte inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la
decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación
precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir, sin embargo, las curas normales debidas
al enfermo en casos similares.» Se vuelve a rechazar, por tanto, el encarnizamiento
terapéutico. En estos casos, «el médico no tiene motivo de angustia, como si no hubiese
prestado asistencia a una persona en peligro». La obligatoriedad de las «curas normales»
¿excluye totalmente el cese de la alimentación «artificial»? Nos parece que este punto no
queda claro en la Declaración.

8) Finalmente hay un punto, marginalmente expresado por la Declaración, que se


refiere al significado de la petición de eutanasia por el enfermo: «las súplicas de los
enfermos muy graves que alguna vez invocan la muerte no deben ser entendidas como
expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; éstas en efecto son casi siempre peti-
ciones angustiadas de asistencia y de afecto. Además de los cuidados médicos, lo que
necesita el enfermo es el amor, el calor humano y sobrenatural, con el que pueden y deben
rodearlo todos aquellos que están cercanos, padres e hijos, médicos y enfermeros».

4.3. El episcopado español

La Comisión Episcopal Española para la Doctrina de la Fe publicaba el 15 de abril


de 1986 una Nota sobre la eutanasia. Lógicamente es un documento que empalma con el
anteriormente reseñado, pero del que sin embargo nos parece importante resaltar los
siguientes puntos:

1) Se alude a la ambigüedad de la petición de eutanasia que pueda formular el


enfermo y se hace una especial referencia a la dificultad del hombre y de la cultura de
nuestro tiempo en asumir la muerte y saber ayudar al paciente terminal: sobre la muerte
«pesa un importante tabú y nuestra sociedad la margina y la oculta. Se escribe mucho sobre
la dificultad del hombre de nuestro tiempo para integrar el hecho de la muerte. La
perspectiva de la muerte crea en muchos de nuestros contemporáneos una inmensa
angustia, que dificulta extraordinariamente nuestra relación con el enfermo grave: no
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sabemos acercarnos a él, acompañarle en sus temores y esperanzas, proporcionarle el


apoyo y calor humano que tanto necesita».

2) Se alude a la deshumanización de las grandes instituciones hospitalarias, a la


dificultad del personal sanitario —y también de los familiares y los capellanes— para
saber acompañar humanamente al enfermo terminal. Se critica la falta de información al
enfermo y las mentiras que se crean a su alrededor y le bloquean su comunicación. Nuestra
cultura tiene ante sí el reto de asumir el hecho de la muerte y de no convertirlo en tabú: «Es
necesario reintroducir la muerte en nuestros esquemas mentales, sin negarla ni reprimirla.
La muerte forma inevitablemente parte de la vida y su represión origina en nosotros
sentimientos de angustia y bloquea nuestra relación con las personas que están próximas al
fin de su existencia. Es necesario aclarar nuestra compasión por el enfermo terminal, para
saber descubrir en ella nuestro propio miedo a la muerte, que nos impide una relación
humana adecuada con quien se está muriendo». Se subraya que el enfermo necesita
«muchas más cosas que la aplicación de terapias médicas sofisticadas».

3) Finalmente, esta nota subraya mucho la coloración específicamente cristiana y


creyente al abordar el tema ético de la eutanasia. «Para Jesús... la vida biológica y temporal
del hombre, aun siendo un valor fundamental, no es el valor absoluto y supremo». Insiste
en esa ética de Jesús por la que «el que pierde su vida, la gana», por la que «nadie tiene
más amor que el que da la vida por sus amigos». Para el creyente en Jesús, su forma de
asumir la muerte es un modelo para el cristiano, ya que «en la vida y en la muerte somos
del Señor». Nos parece importante que esta nota no asuma una forma de argumentar
presente con cierta frecuencia en los escritores católicos al hablar de la vida humana: el
afirmar que es un valor absoluto. Esto no es verdad para el mensaje de Jesús. Para la ética
de Jesús, la vida es un valor fundamental, pero no constituye un absoluto; el único absoluto
para Jesús es la causa del Reino de Dios.

4) Dentro del episcopado español es importante reseñar el testamento vital


cristiano, propuesto por la Comisión Episcopal de Pastoral Sanitaria, en que se concretan
las tomas de postura católicas en un documento en que cada persona expresa sus últimas
voluntades en relación con su muerte. Lógicamente se rechaza la verdadera eutanasia, pero
se afirma que la vida no es un valor absoluto y se pide que no «se me prolongue abusiva e
irracionalmente mi proceso de muerte».

4.4. La Evangelium vitae

Con un tono de similar fuerza y solemnidad al que indicamos anteriormente en


relación con el aborto, Juan Pablo II afirma que: «De acuerdo con el Magisterio de mis
predecesores y en comunión con los obispos de la Iglesia católica, confirmo que la
eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y
moral- mente inaceptable de una persona humana». Se trata de una «doctrina
fundamentada en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la
Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal» (n. 65).
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Juan Pablo II afirma que en el tema de la eutanasia se refleja ese «oscurecimiento


de las conciencias» que denuncia con fuerza la Evangelium vitae. «Se ha creado un
contexto social que no sabe afrontar y soportar el sufrimiento, anticipando la muerte al
momento oportuno. Ello ha llevado a una difusión de la eutanasia abierta y subrepticia,
practicada abiertamente e incluso legalizada». Se justifica más que «por presunta piedad»,
por «razones utilitarias», para evitar gastos a la sociedad... A ello se suma el peligro de
«eliminación de recién nacidos malformados, minusválidos graves, de los impedidos, de
los ancianos, sobre todo si no son autosuficientes, y de los enfermos terminales».

Siguiendo la línea de la Declaración sobre la eutanasia de la Congregación para la


Doctrina de la Fe, la Evangelium vitae se opone al ensañamiento terapéutico y reafirma la
legitimidad de no recurrir a terapias extraordinarias o desproporcionadas que podrían
prolongar la vida del enfermo, pero al precio de grandes dolores y de muy pocas proba-
bilidades de recuperación de la salud, en donde habría que tener en cuenta los costes que
impone al interesado y a su familia. Por ello afirma que la eutanasia es distinta que la
renuncia al «ensañamiento terapéutico». No son obligatorias «ciertas intervenciones
médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los
resultados que se podrían esperar, o bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia».
Si la muerte se prevé «inminente o inevitable», se puede renunciar a tratamientos que
«procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia», sin
interrumpir las curas normales. Pero debe examinarse si son tratamientos proporcionados a
perspectivas de mejoría. Esto no equivale al suicidio, sino que es «la aceptación de la
condición humana ante la muerte» (n. 65).

Vuelve a repetir la doctrina católica, ya clásica desde Pío XII, de que es legítimo
administrar calmantes para aliviar los dolores del enfermo, aunque de ello se siguiese una
abreviación de su vida. Siguiendo el pensamiento del mismo papa Pacelli, expresa la
valoración positiva de que el enfermo pueda vivir también conscientemente, aunque no
generaliza este punto, la cercanía de su propia muerte (η. 65; cf. nn. 14 y 15).
«Acercándose a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus
obligaciones morales familiares y, sobre todo, deberán poder prepararse con plena
conciencia al encuentro definitivo con Dios» (n. 65). Subraya el valor de los cuidados
paliativos con el fin de hacer más soportable el sufrimiento en fase final y asegurar el
acompañamiento del enfermo.

También se condena el suicidio asistido solicitado por el propio enfermo, ya que


«un Estado que legitimase una petición de este tipo y autorizase a llevarla a cabo, estaría
legalizando un caso de sui- cidio-homicidio, contra los principios fundamentales de que no
se puede disponer de la vida y de la tutela de toda vida inocente». Considera que la
admisión legal de la eutanasia disminuye el respeto a la vida y se abre desconfianza en las
relaciones sociales.

Por otra parte, insiste en el humus en que se da la tentación de la eutanasia:


adueñarse de la muerte, poniendo fin «dulcemente» a la vida. Sin embargo, lo que parece
lógico y humano, «al considerarlo en profundidad se presenta absurdo e inhumano» y
Eutanasia 12

constituye «uno de los síntomas más alarmantes de la cultura de la muerte'» que avanza en
sociedades de bienestar de «mentalidad cien- tificista», con un número creciente de
ancianos y debilitados, a los que se ve «como algo demasiado gravoso e insoportable». A
menudo las personas que viven aisladas de sus familias son evaluadas bajo criterios de
eficiencia productiva y se considera que «una vida irremediablemente inhábil no tiene ya
valor alguno».

Finalmente, Juan Pablo II afirma que «la mar- ginación o incluso el rechazo de los
ancianos son intolerables». Por eso afirma que debe haber un «pacto» entre las
generaciones, por el que los padres ancianos encuentren en los hijos la acogida ν
solidaridad que éstos mismos recibieron cuando eran niños, e insiste en que el «anciano no
se debe considerar sólo como objeto de atención. También él tiene que ofrecer una valiosa
aportación al Evangelio de la vida».

4.4. Otras religiones

El tema es muy amplio y complejo para abordarlo ahora con detalle. Sin embargo,
una reciente publicación recoge pormenorizadamente cómo se han pronunciado las
distintas religiones (judaismo, islamismo, budismo, hinduismo, otras Iglesias cristianas)
ante este tema. La conclusión que surge del estudio de esta amplia información es que exis-
te una importante coincidencia en todas las religiones en relación con la eutanasia. Con la
excepción de algunas pocas Iglesias protestantes estadounidenses, no se acepta una última
disposición sobre la vida del hombre, tanto si la toma el propio interesado como si lo hace
una tercera persona a petición del enfermo. Pero, al mismo tiempo, se insiste en que no
existe una exigencia ética de hacer todo lo posible por prolongar la vida del enfermo y se
insiste en la exigencia ética de humanizar el proceso de muerte.

5. Los movimientos en favor de la eutanasia

El movimiento en favor de la eutanasia ha recibido un gran impulso en los últimos


decenios, más exactamente en el último siglo, especialmente por la creación de
asociaciones que se califican a sí mismas como propugnadoras de la práctica de la euta-
nasia.

En 1935 se crea en Gran Bretaña la primera asociación que defiende el derecho a


morir con dignidad. Su nombre es The Voluntary Euthanasia Society (V.E.S. «Asociación
de la eutanasia voluntaria»). En esta asociación se han inspirado las distintas asociaciones
que han ido surgiendo posteriormente en otros países. Fue apoyada por conocidas
personalidades, como J. Huxley, G. B. Shaw y H. G. Wells. Durante algunos años esta
asociación utilizó el significativo título de Exit («salida»).

También en los años 30 se crean las primeras asociaciones en favor de la eutanasia


en Estados Unidos. El abogado de Chicago Lewis Kutner sugiere la elaboración de un
«testamento vital» (Living-Will), un documento por el que el firmante podía expresar su
rechazo a que se le prolongue artificialmente su vida. En muchos países se crean
Eutanasia 13

asociaciones similares; en el caso español, debe citarse D.M.D., Derecho a Morir Digna-
mente.

Nos parece que los planteamientos de estas asociaciones están resumidos en un


documento aparecido en la revista The Humanist en 1974. En el número de los meses julio
/ agosto publicaba un Plea for Beneficent Euthanasia («Manifiesto en favor de la eutanasia
bienhechora»). Tres Premios Nobeles, Linus Pauling, George Thomson y Jacques Monod
encabezaban una lista de 40 firmantes.

Es un documento importante en todo el ulterior debate sobre la eutanasia, en el que


se contienen los siguientes puntos:

1) «Nosotros, los abajo firmantes, declaramos nuestro apoyo, basándonos en


motivos éticos, en favor de una eutanasia bienhechora. Creemos que la reflexión de la
conciencia ética ha llegado a un punto que hace posible que las sociedades elaboren una
política humana en relación con la muerte y el morir. Apelamos a la opinión pública
ilustrada para que supere los tabúes tradicionales y para que se mueva en la dirección de
una visión compasiva hacia el sufrimiento innecesario en el proceso de morir».

2) «Nos declaramos, por razones éticas, en favor de la eutanasia».


«Mantenemos que es inmoral tolerar, aceptar e imponer sufrimientos innecesarios».
«Creemos en el valor y en la dignidad del individuo. Ello exige que sea tratado con respeto
y, consecuentemente, que se le deje la libertad de decidir razonablemente sobre su propia
muerte». «Ninguna moral racional puede prohibir categóricamente la terminación de la
vida si ha sido ensombrecida por alguna enfermedad horrible para la que son inútiles todos
los remedios y medidas disponibles».

3) «Es cruel y bárbaro exigir que una persona sea mantenida en vida en contra
de su voluntad, rehusándole la liberación que desea, cuando su vida ha perdido toda
dignidad, belleza, significado y perspectiva de porvenir. El sufrimiento inútil es un mal que
debería evitarse en las sociedades civilizadas».

4) «Desde el punto de vista ético, la muerte debería ser considerada como


parte integrante de la vida. Puesto que todo individuo tiene el derecho a vivir con
dignidad... tiene también el derecho a morir con dignidad».

5) «Recomendamos que aquellos que comparten nuestra opinión firmen sus


'últimas voluntades de vida, preferentemente cuando gozan de buena salud, declarando sin
equívocos que tratan de hacer que se respete su derecho a morir dignamente. Una copia de
tal documento debería entregarse al médico y a los familiares».

6) También se defiende la eutanasia para aquellos enfermos que no hayan


suscrito previamente ese testamento, pero que reclaman la eutanasia al haber sido
alcanzados por una enfermedad incurable.

7) El manifiesto refleja la distinción entre eutanasia activa y pasiva, tal como


la expresamos anteriormente. Insiste en que la administración creciente de dosis de
Eutanasia 14

calmantes derivados de la morfina puede llegarse a dosis letales, que induzcan la muerte
del enfermo. «La aceptación de ambas formas de eutanasia nos parece que está implicada
en el respeto adecuado al derecho a vivir y morir con dignidad».

8) «Para una ética humanista, la preocupación primaria del médico en los


estadios terminales de una enfermedad incurable debería ser el alivio del sufrimiento. Si el
médico que atiende al enfermo rechaza tal actitud, debería llamarse a otro que se haga
cargo del caso».

9) «La práctica de la eutanasia voluntaria humanitaria, pedida por el enfermo,


mejorará la condición general de los seres humanos y, una vez que se establezcan las
medidas de protección legal, animará a los seres humanos a actuar en ese sentido por
bondad y en función de lo que es justo. Creemos que la sociedad no tiene ni interés ni
necesidad verdaderos en hacer sobrevivir a un enfermo, condenado en contra de su
voluntad, y que el derecho a la eutanasia bienhechora, mediante adecuados procedimientos
de salvaguarda, puede ser protegido de los abusos».

Nos parece importante hacer una comparación final entre las tomas de postura de la
Iglesia, antes mencionadas, y los contenidos del manifiesto y de las asociaciones en favor
de la eutanasia. Creemos que existen muchos y muy importantes puntos de contacto entre
esa ética humanista y la ética católica al abordar el tema de la eutanasia. Las principales
coincidencias son, en nuestra opinión, las siguientes:

1) En ambas tomas de postura se insiste en la necesidad de humanizar el


proceso de morir y de evitar innecesarias e irrazonables prolongaciones de tal proceso.
Afirman inequívocamente no sólo la legitimidad sino el valor ético de la ortotanasia y
rechazan el encarnizamiento terapéutico.

2) Los dos planteamientos dan protagonismo al propio enfermo. Hay, sin


embargo una importante diferencia de matiz. Para la «ética humanista» se pone un mayor
relieve en la decisión del propio enfermo. La «ética católica», sin negar lo anterior, resalta
más el derecho del enfermo a ser ayudado y a que se le creen condiciones que le posibiliten
asumir más humanamente su situación.

3) En el tema del dolor hay coincidencias y una cierta discrepancia. Para el


manifiesto de The Humanist el dolor es un absoluto sin sentido, incluso un disvalor ético.
La postura católica coincide en su afirmación de que, en general, debe lucharse en contra
del dolor, pero afirma que el dolor asumido tiene un significado positivo desde las
coordenadas del Evangelio.

4) Hay también coincidencia en la afirmación del «derecho a morir en paz».


Ambas éticas subrayan la importancia de humanizar el proceso de muerte y de no
empeñarse en la utilización de medidas terapéuticas carentes de sentido. Sin embargo hay
aquí también una posible discrepancia que reflejaremos en el punto siguiente.

5) Los firmantes del manifiesto parecen abogar por la admisión ética de la


auténtica eutanasia, subrayando la dificultad de distinguir entre las dosis crecientes de
Eutanasia 15

calmantes y la dosis letal. Los documentos católicos que hemos citado no aceptan la acción
médica que pretenda, en primer plano, poner término a la vida del paciente, aunque sí
admiten la administración de calmantes que pudiesen indirectamente abreviar la vida del
paciente.

6. Reflexión ética sobre la eutanasia

6.1. El valor ético de las actitudes ortotanásicas

Sobre este punto existe una muy relevante unanimidad ética, al menos en el terreno
de los principios. El encarnizamiento terapéutico aparece como inhumano y éticamente
reprobable.

Nos parece que la actuación de los profesionales médicos, en relación con pacientes
irreversibles y terminales, debe inscribirse dentro de un triple eje de coordenadas. El
primer punto o eje de referencia vendría marcado por el compromiso de tales profesionales
en ejercer su actividad en favor de la prolongación de la vida del enfermo y de la
recuperación de su salud. Este compromiso y esta misión son centrales en el ejercicio de la
profesión médica o de enfermería. Cuando nos ponemos en manos de tales profesionales,
hay al menos una especie de «contrato» implícito de que van a poner su ciencia y su
atención al servicio de la prolongación de nuestra vida o de la recuperación de la salud. El
médico y la enfermera han sido formados precisamente en esta dirección y es socialmente
positivo que su tendencia natural vaya en la dirección del esfuerzo por salvar las vidas
humanas amenazadas. El progreso de la medicina ha tenido mucho que ver con ese
esfuerzo médico por no renunciar a luchar en favor de la vida del enfermo, a pesar de la
existencia de situaciones desesperadas.

Sin embargo esta tendencia a luchar en favor de la prolongación de la vida no


puede maximi- zarse, ya que corre el riesgo de incurrir en el criticado encarnizamiento
terapéutico, que hoy puede ser dramático como consecuencia del gran desarrollo de la
medicina y sus posibilidades casi ilimitadas de prolongación del proceso de muerte. Por
eso hay que subrayar la importancia de un segundo eje de coordenadas, que vendría
definido por la exigencia que tienen los profesionales de la salud de humanizar la situación
de los enfermos próximos a la muerte. No pueden incurrir en planteamientos «vitalistas»,
quizá además condicionados por su mala integración del hecho de la muerte y por su
tendencia a concebirla como un fracaso profesional.

En la formación de los profesionales de la salud existe una desproporción entre los


conocimientos técnicos recibidos y su preparación en los aspectos humanistas de su
profesión. Esta misma desproporción repercute posteriormente en la atención a los
enfermos, que viene además agudizada por la masificación de las grandes instituciones
hospitalarias y por la importante crisis e incluso quiebra de los sistemas sanitarios sociales.
Si debe subrayarse el esfuerzo médico o de la enfermería en favor de la vida del enfermo,
no debe ponerse un énfasis menor en la necesidad de humanizar la situación de los
enfermos terminales e irreversibles. Nunca pueden decir que «no hay nada que hacer».
Puede ser verdad que no haya ya tratamiento terapéutico, que no existan ya posibilidades
Eutanasia 16

de acción en el campo del «curar» (cure), pero sí siguen existiendo en el terreno de la aten-
ción y el cuidado (care), que se le deben seguir prestando al enfermo terminal.

Por todo ello, hay que subrayar la gran importancia de este segundo eje de
coordenadas que viene definido por la exigencia de humanizar la situación del enfermo
irreversible y terminal. El médico tendrá que preguntarse siempre hasta qué punto es
racional el seguir prolongando la vida del paciente y si lo que debe hacer es dejar de actuar
en la línea del cure, para centrarse en la del care. El recurso a los calmantes debe ser un
punto central en la atención sanitaria que se debe seguir prestando a un enfermo ante el que
los médicos y las enfermeras siempre tienen algo que hacer. Al mismo tiempo, y tal como
lo hemos subrayado anteriormente, debe darse una relevancia mucho mayor a la
aproximación personalizada al enfermo terminal. La masificación de los grandes hospitales
y su tendencia a convertir al ser humano enfermo en el número de su cama o la enfermedad
que sufre, no deberían ser obstáculo para un tratamiento personalizado. Habría que adquirir
una conciencia mucho más intensa de que no sólo es muy importante que las instituciones
hospitalarias puedan contar con los nuevos adelantos técnicos, sino que también se creen
cauces que posibiliten una aproximación personal al enfermo próximo a la muerte.

Habría finalmente un tercer eje de coordenadas: se trata de la propia opción del


mismo enfermo. En un tema en que está en juego su propia vida, el paciente próximo a la
muerte no puede convertirse en un mero comparsa sobre el que se toman decisiones sin
apenas contar con su propia decisión. No se puede negar la complejidad del tema de la
información al paciente sobre su situación, pero hay que afirmar que, en principio, debería
reconocérsele su carácter adulto y su capacidad de decisión acerca de las medidas que pue-
dan prolongar su propia vida. Puede haber situaciones, por ejemplo ciertos tumores
cerebrales, en que el propio enfermo opte por negarse a una intervención neuroquirúrgica
que conllevaría un aumento de cantidad de vida pero con importantes deficiencias
psicológicas; se trataría de una opción por la calidad de vida y no por su cantidad.

Indiscutiblemente existen situaciones en que la afirmación de la autonomía del


enfermo puede quedar limitada o incluso no existir, por encontrarse en un estado de
inconsciencia. Pero, con las excepciones que sea necesario admitir, no puede cuestionarse
el protagonismo que en principio tiene el paciente sobre unas decisiones que a nadie
afectan más que a él mismo.

6.2. La eutanasia impuesta al enfermo («cacotanasia»)

Los casos de Michaela Roeder o de las auxiliares de enfermería del Hospital Lainz
de Viena serían el ejemplo actual más significativo de la eutanasia impuesta al paciente
terminal sin contar con su propia opción.

Sobre estas formas de eutanasia existe un unánime rechazo ético en la sociedad,


que ha quedado especialmente patente en las reacciones que se han desencadenado ante el
comportamiento de las cuatro auxiliares del hospital vienés. Desde los planteamientos
éticos existentes en nuestra sociedad, la vida no será considerada un valor absoluto, pero sí
tiene este carácter la libertad personal del enfermo a decidir por sí mismo y a que no se le
Eutanasia 17

imponga una decisión final sobre su propia existencia. Las asociaciones en favor de la
eutanasia han expresado su condena ante tal comportamiento y han subrayado que su
opción en favor de tal práctica se basa en la explícita y continuada petición del paciente de
que se ponga término a su vida, circunstancia que no se ha dado en los casos de Michaela
Roeder o del Hospital Lainz.

Sin embargo, esta eutanasia impuesta al enfermo puede ser una situación que ya se
está dando en casos de pacientes que se encuentran en estado permanente de inconsciencia
y que no pueden decidir por sí mismos, especialmente en Holanda. ¿Se puede legitimar en
estos casos, basándose en la petición de sus familiares o representantes legales y sin que, al
menos, el propio paciente haya expresado previamente tal deseo, la auténtica eutanasia?
Nuestro punto de vista es que, al margen de lo que podamos añadir más adelante, la propia
vida es un valor tan básico y tan personal del propio paciente que la acción de quitar la
vida a un enfermo inconsciente no puede ser éticamente aceptable si se realiza al margen
de su petición, al menos previamente expresada. Nos parece, por las razones que luego
indicaremos, que no es lo mismo «dejar morir» que «quitar la vida»: en el primer caso, no
negamos que los familiares puedan tomar opciones ante un enfermo que signifiquen la no-
prolongación de su proceso terminal y que, por tanto, se le deje morir; sin embargo, la
acción positiva de quitarle la vida, al margen de su voluntad, constituye un acto positivo de
disposición de la vida ajena que no nos parece éticamente aceptable ni justificable.

6.3. La eutanasia libremente elegida

Es éste el tipo de eutanasia defendido por las asociaciones en favor de la eutanasia


y el gran punto de fricción en todo el debate actual sobre esta problemática. ¿Es admisible
éticamente que, en determinadas circunstancias bien delimitadas, se pueda administrar al
enfermo terminal, que así lo pide, una sobredosis de morfina o una solución de cianuro,
con el único fin de poner término definitivamente a su vida?

Indiscutiblemente y tal como lo hacen tales asociaciones, deben buscarse garantías


para evaluar la auténtica voluntad del paciente. Hay que tener en cuenta lo subrayado por
E. Kübler-Ross sobre las diferentes fases por las que atraviesa el enfermo terminal y que,
más en concreto, es posible que en las fases de ira o de depresión pida la eutanasia sin que
esta petición sea su auténtica y definitiva voluntad. También deberá tenerse en cuenta el
verdadero significado de la petición de la eutanasia y que, en no pocos casos, puede
equivaler a una forma de solicitar la ayuda que nuestra sociedad no sabe prestar a los
pacientes próximos a la muerte. Son bastantes los autores que subrayan que detrás de la
petición «quiero morir» hay un tras- fondo que significa «quiero vivir—o morir— de otra
forma». Igualmente debe tenerse en cuenta que, en bastantes casos, la petición de eutanasia
surge como consecuencia de los dolores insoportables que padece el enfermo y que tal
demanda desaparece cuando se proporciona un alivio eficaz.

Sin embargo, aun teniendo en cuenta todas las precisiones citadas en el párrafo
precedente, no puede negarse que existen situaciones en que el interesado solicita de forma
libre, continuada y responsable que se le ponga fin a su vida y que tal petición constituye
Eutanasia 18

su verdadera opción personal. ¿Se puede descalificar éticamente el que una persona, en
situaciones como las descritas, opte por poner término a su vida?

Wittgestein, en cuya familia hubo varios suicidios y él mismo sufrió graves


depresiones con importantes deseos de suicidio, escribía que «si el suicidio está permitido,
todo está permitido». Pero, ¿es aplicable esta afirmación al caso del enfermo terminal,
sobre el que no pesan ya responsabilidades familiares o sociales y en el que la continuación
de su existencia constituye una carga dura para su propia familia e importantes costes a la
sociedad? Para una ética secular, sin una apertura a la trascendencia, la propia libertad se
convierte en el último punto de referencia, sustituyendo a Dios como horizonte final de las
decisiones humanas. Desde un planteamiento ético, cuyo horizonte referencial se centra en
la libertad humana, no es fácil argüir en contra de la legitimidad del suicidio. Ciertamente
la libertad humana se deberá conciliar con las responsabilidades personales y sociales que
cada individuo tiene que asumir éticamente, pero en nuestro caso concreto las relaciones
del enfermo con su familia y su entorno pueden no existir o incluso quedar afectadas
negativamente por la continuación de la existencia de aquél.

Desde el horizonte de valores éticos vigentes en una persona para quien no existe
una vida después de la muerte ni una creencia en un Dios de quien se ha recibido la vida y
que es el que últimamente la puede valorar, la muerte y el sufrimiento físico o psíquico que
la acompañan se convierten en un sin sentido y no tienen por qué ser asumidos. Desde esa
comprensión de la vida y del sentido del hombre, no es fácil argumentar que no se pueda
disponer activa y positivamente del final de la existencia. Se podrá decir que es bella la
actitud de las personas que asumen la vida en su integridad y que no vuelven la cara ante el
hecho de la enfermedad y el dolor, sino que los saben asumir; pero desde una comprensión
inmanentista de la vida y desde la afirmación de la libertad como supremo valor humano,
no es fácil negar al ser humano esta última capacidad de poder decidir activamente sobre el
final de su existencia.

¿Puede éticamente el médico u otra persona ejercitar el acto eutanásico solicitado


de forma libre, responsable y continua por el mismo enfermo terminal? Son bastantes los
médicos que se van a negar a realizar tal tipo de práctica eutanásica y cuya objeción de
conciencia será previsiblemente tenida en cuenta si algún día la legislación admite esta
auténtica eutanasia. Algunos afirman que, si tal práctica fuese admitida, el cometido del
médico sería hacer accesible el procedimiento eutanási- co para que sea el propio enfermo
el que lo utilice.

Desde nuestro punto de vista, la discusión ética sobre la auténtica eutanasia recibe
una coloración distinta desde una concepción religiosa de la vida: la perspectiva religiosa
cristiana da una valoración distinta del hecho de la vida, de la enfermedad y de la muerte.
El cristiano tiene una experiencia de la vida como un don gratuito de Dios, como una
bendición que refleja ese amor de Dios que experimenta en su vivencia creyente, aunque
haya momentos en que no pueda comprender sus caminos. Para una visión cristiana de la
vida, el dolor y la muerte no son un absoluto sin sentido sino un camino de participación en
el misterio del Dios escondido, manifestado en Jesús. El dolor y la muerte siguen siendo un
Eutanasia 19

mal; deben ser evitados, cuando ello es posible, sin convertir el camino cristiano en un
camino de dolorismo. Pero, como decía san Pablo, la muerte «ha perdido su aguijón»; ya
no es el sin sentido absoluto, sino que contiene en sí una promesa de vida, como la que está
presente en el grano de trigo que se pudre en la tierra para así poder dar fruto.

Para el cristiano, la figura de Cristo es modelo, camino, verdad y vida de su


existencia. Y lo es tanto en su vida como en su muerte. Como dirá el mismo san Pablo, «en
la vida y en la muerte somos del Señor». Jesús vivenció su propia muerte con un intenso
dramatismo, tal como viene expresado por su frase en la cruz «Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?» y por su grito final en el momento de morir. La muerte de Jesús
no fue el morir majestuoso que viene recogido en el evangelio de san Juan —y que
pictóricamente podría estar plasmado en el famoso Cristo de Velázquez—, sino un final
lleno de dramatismo y que se aproximaría al Crucificado desgarradoramente sufriente de
Matthias Grünewald o a muchas obras de nuestra imaginería. No fue equiparable a la
muerte de Sócrates, tal como la describe su discípulo Platón en El Fedón, en un clima de
serenidad y de paz, sino el morir angustiado del que había pedido, con gritos y con
lágrimas, ser librado de la muerte y que pasase de él este cáliz, pero que finalmente asume
su muerte como acto final de entrega confiada en las manos de su Padre, cuya voluntad
había cumplido.

Este modelo de la vida y del morir de Cristo configura la actitud del cristiano ante
la muerte. Paul Claudel afirmaba que Jesús «no ha venido a suprimir el sufrimiento. Ni
siquiera a explicarlo. Ha venido a llenarlo de su presencia». Desde su fe religiosa, el
cristiano no debe vivir su vida centrado en el sufrimiento o en la muerte, pero puede
percibir que en el fondo de esas realidades inseparables del destino y la condición humana
hay una presencia de Cristo y una promesa de vida y de fecundidad.

6.4. ¿Existe una diferencia ética entre la ortotanasia y la eutanasia?

En las discusiones éticas sobre la eutanasia hay no pocos autores que subrayan que
los límites entre las distintas formas de «muerte dulce» se diluyen y que, por tanto, no
existe fundamento para darles una valoración ética distinta.

En primer lugar, se ha cuestionado si existe una diferencia ética relevante entre no


aplicar una terapia que podría prolongar la vida del paciente terminal y, por otra parte, el
dejar de aplicarla una vez que se ha comenzado el tratamiento. Por ejemplo y refiriéndonos
al caso de Karen A. Quinlan, ¿existe diferencia ética relevante entre la conexión y la
desconexión del respirador, una vez que se ha aplicado? La opinión claramente dominante
es que no existe diferencia ética entre ambas acciones y que el hecho de haber comenzado
a aplicar una determinada terapia no significa que no pueda dejar de utilizarse si se llega a
la convicción de que se ha convertido en irracional y desproporcionada. Compartimos el
planteamiento frecuente en la literatura estadounidense de que no existe fundamento para
distinguir entre no aplicar (withhold)y retirar un tratamiento (withdraw).

Un segundo campo de difuminación de los límites entre la ortotanasia y la


eutanasia se plantea en torno al tema de la alimentación forzada. Como ya indicábamos en
Eutanasia 20

torno al caso de Karen Ann Quinlan, se había impuesto la convicción de que la retirada del
respirador era una medida éticamente correcta cuando la prolongación de la existencia del
paciente no comportaba ningún valor para aquél. En los últimos años, en torno
especialmente al caso de Nancy Cruzan —una joven en estado de coma vegetativo
persistente y alimentada artificialmente-, ha sido intensa la polémica en Estados Unidos en
relación con la interrupción de la alimentación artificial a través de los tubos de
alimentación (feeding tubes). En el mismo campo católico hay voces autorizadas que
admiten el cese de la alimentación artificial. Se arguye, desde el carácter artificial y
desproporcionado que posee tal forma de alimentación, que lo único que consigue es
prolongar el proceso de muerte de un enfermo irreversible. A los que arguyen subrayando
que el derecho a ser alimentado es un derecho tan fundamental de la persona del que nunca
el enfermo puede ser privado, se les contraarguye insistiendo en que el derecho a respirar
es igualmente fundamental y que, sin embargo, no se ponen objeciones éticas a la desco-
nexión del respirador.

Hay una cuestión adicional: ¿existe realmente una distinción ética relevante entre el
«dejar morir» y el «matar» o «quitar la vida» (entre allowing to die γ el killing)? ¿Existe
distinción moral entre no reanimar —dejar morir— y aplicar la verdadera eutanasia, dado
que en ambos casos la consecuencia es la misma, la muerte del enfermo terminal?

Nos parece que es trascendente la distinción entre el objetivo de nuestras acciones y


sus resultados; si no hacemos esta distinción habría que equiparar la autoinmolación de una
persona para salvar a otros —por ejemplo el que cede su puesto en la lancha salvavidas
durante un naufragio— y el que se quita la vida por tedio ante la vida. En ambos casos la
consecuencia es idéntica, pero la valoración ética es claramente distinta en razón de los
motivos pretendidos. Si un enfermo terminal deja de respirar y no se le reanima, porque
esto parece ser lo correcto, pero posteriormente sigue respirando espontáneamente, no
quiere decir que anteriormente le podíamos haber asfixiado. No es lo mismo que en un
caso el proceso de muerte del enfermo terminal —su proceso- le lleve al fallecimiento y
que no se considere razonable oponerse a él, que disponer positivamente de la muerte
ajena.

Como ya indicamos con anterioridad, la ética católica ha aceptado la


administración de calmantes, aunque éstos puedan abreviar la vida del enfermo. La
realidad de esta situación es hoy discutible; el Dr. J. L. Madrid nos afirmaba personalmente
que existen medios para controlar la depresión respiratoria, subsiguiente a la
administración de tales calmantes, y que no se puede sin más seguir afirmando que tales
fármacos conlleven necesariamente una aceleración de la muerte, además de que la falta de
dolores puede actuar en el sentido contrario de prolongación de la vida. Algún autor insiste
en que la administración de dosis crecientes de tales calmantes puede llevar a situaciones
difícilmente diferenciables de la administración de sobredosis letales. Sin embargo, aunque
las consecuencias sean equiparables, la intencionalidad existente lleva a afirmar que tales
acciones son distintas. Hay que repetir que no es lo mismo asfixiar a un recién nacido que
no aplicarle medidas de reanimación porque se considera que es la decisión más correcta.
La consecuencia final o el fin pretendido no lleva a una equiparación de los medios
Eutanasia 21

utilizados. Aun reconociendo que existen situaciones oscuras, en donde la distinción entre
ambas situaciones pueda no ser clara, sin embargo consideramos que los medios utilizados
y las intencionalidades existentes dan una diferente coloración ética a las opciones
asumidas. Nos parece, por tanto, que existe una diferencia éticamente relevante entre el
«dejar morir» y el «quitar la vida», entre el allowing to die y el killing.

7. El problema legal de la eutanasia

7.1. La aceptación legal de la ortotanasia

El 1 de enero de 1977 entraba en vigor una ley en el Estado de California que fue
calificada como Natural Death Act («Ley de la muerte natural»). En ella se afirma que «las
personas adultas tienen el derecho fundamenta] a controlar las decisiones en relación con
el cuidado médico que se les pueda prestar, incluyendo la decisión de que no se les
apliquen o se les retiren las medidas que mantienen su vida en casos de una situación
terminal». La misma ley afirma que «la tecnología médica moderna ha hecho posible la
prolongación de la vida humana más allá de los límites naturales».

La ley considera que «tal prolongación de la vida en personas en una situación


terminal puede causar la pérdida de la dignidad personal, dolor y sufrimiento innecesarios
y una irracional carga emocional y económica sobre la familia del paciente, al mismo
tiempo que no proporcionan nada médicamente necesario o beneficioso para la paciente».
La conclusión es que: «las leyes del Estado de California reconocerán el derecho de una
persona adulta a hacer unas directrices por escrito dando instrucciones a su médico sobre la
no aplicación o la retirada de procedimientos que pueden mantener su vida en el caso de
una situación terminal».

Esta ley del Estado de California refleja la famosa sentencia del Tribunal de Nueva
Jersey sobre la retirada del respirador en el caso de Karen A. Quinlan. Con el paso de los
años, en la mayoría de los Estados norteamericanos, se ha llegado a una situación similar,
de tal forma que se reconoce validez jurídica a los llamados testamentos vitales.

Ya antes hemos aludido a la Carta de los Derechos de los Enfermos de los


hospitales estadounidenses. Esta Carta reconoce que «el paciente tiene derecho a rechazar
el tratamiento en la extensión permitida por la ley y a ser informado de las consecuencias
médicas de su acción» (n. 3). Esta misma línea va a ser seguida por una Recomendación
del Consejo de Europa de 1976: «el progreso de las ciencias médicas ha prolongado la
duración de la existencia sin impedir siempre, sin embargo, la degradación de las funciones
orgánicas. Por otra parte, la prolongación de una vida sin esperanza alguna puede
corresponder a un gran sufrimiento no sólo para el mismo enfermo, sino también para
quien le está cercano. En el caso en el que el diagnóstico haya sido médicamente estable-
cido, ¿es necesario, entonces, continuar una vida sin esperanza alguna, o es preciso
conceder al enfermo el derecho, si está en grado de expresarse, de ser aliviado
inmediatamente y sin sufrimiento» (n. 6).
Eutanasia 22

La Ley de Sanidad Española de 1984 incluye una «Carta de derechos y deberes de


los enfermos». Este importante documento reconoce los derechos a «recibir información
completa» (n. 4) y «a la libre determinación entre las opciones que le presente el
responsable médico de su caso» (n. 5). En relación con nuestro tema se añade que «el
paciente tiene derecho a negarse al tratamiento..., debiendo para ello solicitar el alta
voluntaria». En la misma línea, la Generalitat de Cataluña reconoce derechos similares,
afirmando que el enfermo «podrá rechazar un tratamiento cuando crea que una determi-
nada terapéutica o intervención pueda reducir la calidad de vida a un grado incompatible
con su propia concepción de la dignidad personal. El médico tiene que esforzarse siempre
por calmar el sufrimiento del enfermo, en la medida en que éste lo necesite. El equipo
asistencial deberá evitar la obstinación terapéutica procurando al moribundo las atenciones
propias de este momento. Solamente así será posible, en estos momentos definitivos de la
existencia, la humanización de la medicina y del hospital» (1985).

El tono general de todos los documentos que acabo de recoger se sitúa en la línea
de la ortota- nasia y del reconocimiento del derecho del enfermo a que no se le apliquen
medidas que puedan prolongar irrazonablemente su vida, evitando situaciones de
encarnizamiento terapéutico. Durante estos últimos años esta exigencia ética parece que se
ha ido imponiendo en la praxis médica y en la opinión pública.

7.2. La aceptación legal de la auténtica eutanasia

A comienzos del siglo actual hubo intentos de legalización de la eutanasia. En


concreto, los Estados de Ohio y Iowa estudiaron en 1906 y 1907 sendos proyectos de ley
que admitían esa práctica, sin que tuviesen éxito. Un intento similar se dio también en
1912 en el Estado de Nueva York. En 1922 el Código Penal de la República de Rusia
despenalizaba el homicidio por compasión, aunque esta ley era abrogada seis meses más
tarde. El III Reich promulgó en 1939 una ley de higiene racial, por la que se admitía la
práctica de la eutanasia en personas con minusvalías. Esta ley, que

posteriormente fue ampliada en su aplicación, llevó a la muerte a más de 100.000


personas. Por otra parte, la Asociación Británica en favor de la Eutanasia presentaba dos
proyectos de ley en los años 1936 y 1947, que en ambos casos fueron rechazados por la
Cámara de los Lores.

Las crueldades cometidas en la época nazi influyeron indiscutiblemente en la


Asociación Médica Mundial. En su Primera Asamblea General se promulgaba la
Declaración de Ginebra (1948), en la que se actualizaba el Juramento de Hipócrates
afirmando que «mantendré el mayor respeto hacia la vida humana desde el momento de la
concepción; incluso bajo amenaza no usaré mi ciencia médica en contra de las leyes de la
humanidad». Un año más tarde la misma Asociación Médica Mundial promulgaba el
Código Internacional de Ética Médica en que se urgía de nuevo la obligación de preservar
la vida humana. En la reunión de la asociación, que tuvo lugar en Madrid en 1988, se
afirmaba: «la eutanasia, es decir, la interrupción de la vida de un enfermo deliberadamente
—tanto si es por iniciativa suya como si se hace a petición de sus familiares—, es contraria
Eutanasia 23

a la ética. Esto no impide al médico respetar la voluntad del paciente de dejar el proceso
natural de la enfermedad seguir su curso, en la última fase de la enfermedad».

En sentido contrario, ya en 1950, fue enviado un documento a las Naciones Unidas


solicitando una enmienda en la Declaración de los Derechos Humanos que incluyese el
derecho a la eutanasia voluntaria para aquellos enfermos que se encuentren en una
situación incurable. Esta solicitud ha sido repetida en los años 1968 y 1970. En Estados
Unidos ha habido varias decisiones judiciales admitiendo la interrupción de la
alimentación artificial a pacientes terminales.

Holanda se encuentra en una situación de legalización de hecho de la eutanasia.


Esta práctica sigue estando castigada en el Código Penal de los Países Bajos, pero no se
penaliza la eutanasia si se dan las siguientes condiciones:

a) que el paciente encuentre insoportable su sufrimiento físico o mental;

b) que se considere que la muerte se producirá antes de seis meses;

c) que la decisión sea personal y libre, sin presiones sociales;

d) que el paciente conozca su dolencia y las posibles alternativas existentes;

e) El médico debe consultar a otro médico sobre la decisión de aplicar la


eutanasia, asegurándose de que existen causas suficientemente graves para tal decisión.

f) El médico que aplica la eutanasia debe comunicarlo a las autoridades


judiciales y preparar un informe sobre las circunstancias en que se ha tomado la decisión
terminal y el método que ha empleado.

El número de prácticas eutanásicas en Holanda se sitúa en torno al 2% de todas las


defunciones en ese país. También se afirma que en otro 1% se está aplicando a personas
inconscientes.

Otro país donde la polémica sobre la eutanasia es intensa es Alemania Federal. En


este país no sólo no está despenalizado el suicidio, sino tampoco la ayuda al mismo. El
Tribunal Supremo de Múnich dictaminó en 1984 que «el derecho a la propia decisión del
paciente informado y capaz, y el deseo de una persona que quiere poner voluntariamente
fin a su vida, deben ser considerados como equivalentes. Los médicos están obligados a
respetar la voluntad del paciente, incluso si está inconsciente en el transcurso de una
enfermedad mental». Esta sentencia, que ha sido después confirmada por el Tribunal
Supremo Federal, se dictó en el proceso contra Julius Hackethal y Henning Atrott,
acusados de haber posibilitado que un paciente se suicidase entregándole una cápsula de
cianuro. La sentencia no distingue entre el médico y otra persona cualquiera que
proporcione la sustancia letal, si el enfermo lo solicita libremente. Estas sentencias
significan que se da un status legal similar al suicidio y a la petición de eutanasia. Debe
añadirse también que Kackethal estaba implicado en un sustancioso negocio clandestino de
venta de cianuro.
Eutanasia 24

7.3. El caso español

La regulación jurídica española, aplicable al tema de la eutanasia, está contenida en


el artículo 409 de nuestro Código Penal. En él se afirma que «el que prestare auxilio o
induzca a otro para que se suicide será castigado con la pena de prisión mayor; si se lo
prestare hasta el punto de ejecutar él mismo la muerte será castigado con la pena de
reclusión menor». Nuestro Código Penal no contempla explícitamente el tema de la
eutanasia, que debe, por tanto, ser abordado desde lo que aquél afirma en relación con el
homicidio y el suicidio.

En el derecho español, el suicidio, es decir, «la muerte propia querida y ejecutada


por persona capaz», no constituye delito. Esta falta de castigo penal al suicidio, tradicional
en nuestro derecho, se debe, según algunos autores, a motivos de política criminal; otros lo
fundamentan en la falta de coacción de la pena, ya que no se puede conminar con pena de
prisión a quien está dispuesto a quitarse la propia vida.

Sin embargo nuestro derecho sí contempla el auxilio al suicidio: este auxilio


incluye todos los comportamientos, necesarios o no, para el acto suicida, con tal de que
estos últimos tengan una mínima eficacia causal. Hay sentencias del Tribunal Supremo por
las que se penaliza la no facilitación de la ayuda médica. También está contemplada la
inducción al suicidio, es decir, la influencia directa y eficaz sobre una persona con la
finalidad de que se suicide.

Respecto de la que hemos calificado como ortotanasia, la mayor parte de los


autores consideran que no debe ser penalizada, ya que la intervención médica pretende
paliar los dolores aunque se siga de ella un acortamiento de la vida; lo mismo habría que
decir respecto de la no aplicación de tratamientos extraordinarios cuya finalidad sea el
alargamiento artificial de la vida cuando el pronóstico es infausto. Si el enfermo está cons-
ciente debe ser él mismo quien determine la asistencia deseada.

7.4. Pros y contras de una legalización de la eutanasia

Ante todo hay que decir que no pueden ponerse reparos en el caso de la ortotanasia.
Nos parece que no puede discutirse, por ejemplo, la ley del Estado de California ni las que
se han inspirado en ella. Un punto, sin embargo, polémico es el de si la renuncia a las
medidas extraordinarias o desproporcionadas debe incluir también el de la retirada de la
alimentación artificial. En este caso convergen dos características que hacen de esta
situación una difícil alternativa. No se puede discutir su carácter artificial y, en ese sentido,
tiene fuerza el argumento que considera que tan artificial es el respirador como la
alimentación por vena o por una sonda nasogástrica. Sin embargo, la segunda característica
hace referencia a su carácter «ordinario», con toda la ambigüedad que este término posee.
En cualquier caso, son medidas de alimentación tan sencillas y triviales en la actual praxis
sanitaria que deben situarse en un plano muy distinto al de la conexión al respirador. Nos
parece, en resumen, que esta situación es extraordinariamente compleja y que debe abrirse
un debate sobre este tema, antes de que se plasme en una legislación.
Eutanasia 25

El verdadero problema es el de la legalización de la auténtica eutanasia, o en la


terminología clásica la eutanasia positiva directa. A lo largo de las páginas precedentes han
ido apareciendo las principales razones que se citan en favor o en contra de esta
legalización o despenalización.

Desde nuestro punto de vista, las principales razones a favor son las siguientes:

1) El riesgo de encarnizamiento terapéutico inherente al progreso de la


medicina, que está haciendo que la muerte haya perdido la naturalidad y espontaneidad que
tenía en un pasado aún no remoto.

2) La gravísima situación de la eufemística- mente llamada tercera edad, en la


que la muerte física está siendo precedida por una no menos grave muerte social. El
número de ancianos que viven solos, física y afectivamente, es cada vez más alto. No es de
extrañar que el debate sobre la eutanasia sea especialmente álgido en aquellos países donde
los problemas de la tercera edad son más graves y donde los vínculos familiares son
especialmente lábiles.

3) En el contexto de una sociedad secularizada, en que los valores religiosos se


encuentran numéricamente en retroceso, surge con especial intensidad el interrogante sobre
el derecho a disponer de la propia vida. Como subrayábamos anteriormente, la vivencia
religiosa da una coloración distinta a las actitudes ante el morir y el sufrimiento.

4) El argumento más importante, que guarda relación con el anterior, es la


exigencia de que el ser humano pueda tener no sólo un derecho a la vida, sino también a la
muerte. Este derecho sería una consecuencia fundamental de la libertad del ser humano, de
su autonomía, de su derecho a una dignidad personal y a que no se le someta a tortura o
tratos inhumanos. Anteriormente, al exponer los movimientos favorables a la eutanasia,
esta línea de argumentación aparecía claramente marcada en varios de sus representantes.
El entonces Senador Rodríguez-Aguilera, autor de un borrador de proyecto de ley sobre
eutanasia, que no ha prosperado, subraya que los valores superiores proclamados por la
Constitución española-libertad, justicia, igualdad y pluralismo político- apoyan su
regulación de la eutanasia. Insiste en que nuestra Constitución no contempló el tema de la
eutanasia, pero que su afirmación del derecho humano a no ser sometido a tortura ni a
penas o tratos inhumanos o degradantes (art. 15) constituye un cauce para una regulación
legal.

5) La ley aprobada por referéndum en el Estado de Oregon admite que el médico


proporcione los fármacos para que el propio enfermo se quite la vida. ¿No debe
reconocérsele este derecho a poder tener una «muerte dulce»?

Por el contrario, los argumentos de los que rechazan una despenalización de la


eutanasia subrayan los siguientes aspectos:

1) La existencia de otras alternativas en el tema de la eutanasia.


Eutanasia 26

2) No sólo es ambigua, como hemos subrayado repetidas veces, la palabra


«eutanasia», sino que también lo es la petición de eutanasia. ¿Cuál es el trasfondo real de
esa petición? Varios autores insisten en que frecuentemente detrás de esa petición lo que
existe realmente es la búsqueda de una atención y calor humano que tan difícil es de
proporcionar al enfermo terminal por parte del hombre y la cultura de nuestro tiempo.
¿Cómo dilucidar el verdadero trasfondo de tal petición? Por otra parte, la obra de Kübler-
Ross insiste en que el paciente terminal atraviesa por dos fases características, las de ira y
depresión, en las que aquél puede ser especialmente proclive a solicitar una terminación de
su vida: ¿cómo saber si su petición responde a su auténtico deseo o no es, más bien, una
consecuencia transitoria de su situación anímica en esas dos fases? Finalmente hay que
aludir también a la dificultad en hacer un pronóstico médico: la medicina no es una ciencia
exacta y tiene que reconocer que sus pronósticos fatales en no raras ocasiones no siguen el
curso previsto; ¿en cuántos casos un diagnóstico que parece totalmente irreversible entra
después por cauces inesperados?

3) Una situación en que la auténtica eutanasia estuviese legalmente admitida


podría originar que el enfermo calificado como irreversible pida un término definitivo a su
vida sin que, sin embargo, no sea ésta su verdadera voluntad. Existe el peligro de que lo
que se concede al enfermo como un derecho se pueda convertir en un deber. ¿No existe el
peligro de que el propio enfermo, a la vista de los graves trastornos que su situación está
ocasionando a sus más allegados, solicite una eutanasia que, en el fondo, no responde a su
auténtica actitud ante su vida y su muerte? El enfermo, precisamente por su situación de
invalidez y de desamparo, debe estar especialmente protegido en estos casos evitando que
él experimente interiormente como deber lo que se le pretende conceder como derecho.

4) Se han dado bastantes casos de familiares que pidieron retirar a sus


familiares del Hospital Lainz de Viena como consecuencia de las brutales prácticas
eutanásicas que allí tuvieron lugar. Indiscutiblemente los defensores de la legalización de
la auténtica eutanasia condenan totalmente lo realizado en aquel hospital; no es ésta, de
ninguna manera, la eutanasia que ellos aceptan. Sin embargo, considero que en este punto
hay un planteamiento que debe ser tenido en cuenta: me refiero a la imagen social que
deben tener los profesionales de la salud. Durante siglos se ha ensalzado a estas
profesiones por su servicio a la salud y a la vida del enfermo. La existencia de un clima de
confianza entre los profesionales de la salud y el enfermo es fundamental en el proceso
terapéutico en el que cada vez más se insiste, con toda razón, en la relevancia de los
aspectos personales e inte- rrelacionales. Hoy en día, cuando la imagen social del médico
puede estar seriamente deteriorada, especialmente como consecuencia de la masifica- ción
en el funcionamiento de los sistemas sanitarios, ¿cómo repercutiría en aquella imagen el
hecho de que el médico sea la persona que, en determinadas condiciones, pueda ser
también el agente de muerte, por muy justificados que puedan ser estos casos? ¿Cuál sería
la actitud de un enfermo ante un profesional de la salud que también es capaz de quitar la
vida a un enfermo que lo solicita o al que se encuentre inconsciente?

5) Suelo afirmar que no creo en el llamado «argumento Auschwitz», es decir,


en determinadas argumentaciones, en éste y otros temas, que subrayan el peligro inmediato
Eutanasia 27

de incurrir en las brutalidades de los campos de concentración nazis. Pero sí creo que hay
que ser conscientes de las consecuencias que pueden seguirse de las opciones legales que
hoy se tomen. Como se ha escrito, los médicos alemanes de la República de Weimar cre-
yeron que era posible quedarse en una «pequeña» eutanasia (un little killing, un «pequeño
matar») totalmente controlada, sin pasar a una gran eutanasia (un more killing, un «matar
más»·) absolutamente descontrolado. Es dramático que la obra de Jost, Binding y Hoche —
en el entorno de la que fue calificada como la «medicina más humanista que nunca ha
existido»- preparase el terreno, en alguna manera, al «gran matar» de la época nazi.

6) Notemos, finalmente, que admitir legalmente la auténtica eutanasia significa


abrir un nuevo frente en la disposición de la vida humana, en contra de la tendencia
histórica que está cuestionando hoy dos de las tradicionales excepciones al principio del
respeto a la vida humana: la pena de muerte y la llamada «guerra justa». Y, por otra parte y
también en contra de esa tendencia histórica, se va a conceder a una persona privada —el
médico— la capacidad para disponer de la vida, a través de una decisión igualmente
privada. En efecto, la legislación podrá precisar las condiciones en que será legal la
eutanasia y podrá sancionar posteriormente los abusos, pero, por sus mismas
características, la decisión eutanásica será consecuencia de una acción privada, sin que
pueda preceder una decisión judicial. Nos parece grave y contrario a las tendencias
históricas que un particular pueda asumir privadamente una opción irreversible sobre la
vida de otra persona. Por otra parte, aunque se afirme —como se propuso en los
referéndums de los Estados de Washington y Oregon- que sólo se admitiría legalmente la
eutanasia en personas irreversiblemente enfermas y que fueran legalmente competentes,
nos parece que los argumentos que están en la base de esa admisión legal llevarán, en su
lógica interna, a admitir igualmente la eutanasia en las dos excepciones antes indicadas.
¿Por qué no se puede «ayudar a morir» a una persona no enferma, pero que considera que
la vida ha dejado de tener sentido? ¿Por qué no prestar esa misma «ayuda» a aquellos
cuyas vidas carecen de «valor vital» y no son capaces de decidir por sí mismos?

7) Se está afirmando que, de la misma manera que se reconoce el «derecho a la


vida», debe reconocerse un equiparable «derecho a la muerte». Sin embargo, nos parece
muy relevante señalar que lo que aquí se está planteando no es sólo un derecho individual,
sino algo que tiene claras repercusiones sociales. En efecto, muchas legislaciones, como la
española, no penalizan el acto suicida; pero aquí lo que se quiere reconocer es que otra
persona pueda quitar la vida al que lo pide. J. Stuart Mill planteaba este tema a propósito
de la libertad, negando al ser humano la capacidad de convertirse, por propia y libre
voluntad, en esclavo de otro. ¿Puede un ser humano hacer dejación de su propio derecho a
la vida para transferirlo a otra persona? En todo caso, debe subrayarse que, detrás de la
petición de la despenalización de la eutanasia, no sólo está en juego el reconocimiento de
un derecho individual, sino la aceptación de un hecho de relevancia social, ya que es otra
persona, normalmente un médico, el que dispondría de la vida ajena.

Por estas razones, aun valorando los argumentos esgrimidos en favor de su


legalización, creemos que no debe procederse a la despenalización de la eutanasia. A ello
hay que añadir las dificultades en precisar una legislación que pueda delimitar bien los
Eutanasia 28

casos y comprender el auténtico deseo del interesado, evitando los abusos que pueden
seguirse. Por otra parte, considero que el gran reto de nuestra cultura es el de humanizar la
situación del enfermo terminal. Ésta es una gran asignatura pendiente de nuestra
civilización. El camino de la legalización de la eutanasia es el de obviar la gran tarea que
debemos realizar en un mundo técnicamente tan avanzado, pero en el que no sabemos
prestar la ayuda que necesita al paciente próximo a la muerte. La afirmación del antiguo
presidente de la Euthanasia Society británica, después de visitar el hospicio de la Dra.
Cecily Saunders: «Si todos los pacientes mueren como el que he visto, yo podría deshacer
la Euthanasia Society», nos parece que está indicando cuál es la verdadera asignatura
pendiente de nuestra cultura: no la despenalización de la eutanasia, sino la humanización
del proceso de muerte.

Éstos nos parecen ser los principales argumentos en este complejo problema legal.
Nuestro punto de vista es contrario a la despenalización de 1a auténtica eutanasia, por las
razones que hemos ido indicando y en una ponderación de los pros y los contras existentes.
Creemos que el reto de nuestras civilizaciones está en la línea de humanizar el proceso de
muerte de los enfermos terminales y que la opción por la auténtica eutanasia se puede
prestar a abusos graves en contra del más débil. Hegel escribía que lo único que la humani-
dad ha aprendido de la historia es que no hemos aprendido nada de esa misma historia.
Ojalá tengamos viva esa memoria histórica que nos habla del riesgo de pasar desde un
«pequeño matar» a un «matar más». Como ha escrito D. Callahan, «una vez que una
sociedad permite que una persona quite la vida a otra, basándose en sus mutuos criterios
privados de lo que es una vida digna, no puede existir una forma segura para contener el
virus mortal así introducido. Irá a donde quiera».

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