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EUTANASIA
1. La ambigüedad del término «eutanasia»
Ante todo hay que decir que la palabra «eutanasia» es ambigua. Cuando una
encuesta nos afirma que un determinado porcentaje de personas es favorable a la eutanasia,
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¿qué significa esa afirmación? ¿Quiere decir que se oponen a que se les apliquen medidas
extraordinarias, a que se les ponga en situación de encarnizamiento terapéutico? ¿Significa
que son partidarias de que se les desconecte el respirador, que les ayuda a poder respirar, si
están en una situación irreversible, como en el caso de Karen Quinlan? ¿Aceptarían
también que se les dejase de alimentar, cortando las sondas y tubos por los que se les nutre
artificialmente? Dando un paso más adelante, ¿aceptarían también que un médico les
administrase una sobredosis de morfina -o una cápsula de cianuro— para que pusiese fin a
su vida?
En todos los casos que acabamos de describir, se habla de eutanasia, pero es claro
que son sitúaciones distintas. Esto nos lleva a la necesidad de definir mejor qué
entendemos por eutanasia y cuáles son los tipos o formas de eutanasia existentes.
La situación es, sin embargo, más complicada todavía. Ante un canceroso que sufre
graves dolores, es frecuente la aplicación de ciertos calmantes, por ejemplo, derivados de
la morfina. Estos calmantes producen en el enfermo terminal una depresión respiratoria, un
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Esto nos lleva a decir también una palabra sobre otra pareja de conceptos muy
importantes en toda la discusión sobre la eutanasia: el de los medios ordinarios y
extraordinarios. Esta distinción es antigua en la teología moral católica y ya la recogían
Báñez y el cardenal Lugo. La aplicación de esta pareja de conceptos a la discusión de la
eutanasia llevaba a afirmar que la omisión de la aplicación de los medios extraordinarios
en un enfermo próximo a la muerte podría calificarse como una admisible eutanasia pasiva.
Por el contrario, si lo que se omitían eran los medios ordinarios, estaríamos -según la
misma moral católica— ante algo éticamente inaceptable, ya que se le negaría al paciente
algo de lo que no se le puede privar.
situación social, las posibilidades del sistema sanitario, los recursos económicos de la
familia, etc.
Somos bastantes los autores que consideramos que deberían corregirse los términos
utilizados al tratar de la eutanasia, para evitar las ambigüedades existentes. Como
indicábamos al comienzo de este capítulo, las distintas personas entienden fácilmente cosas
distintas cuando se oye la palabra «eutanasia» o se discute sobre ella.
Es verdad que los calificativos de activa / pasiva, directa / indirecta sirven para
diferenciar distintas situaciones en relación con la eutanasia. Pero a muchos no nos parece
acertado que todas estas situaciones queden englobadas dentro del término común de
«eutanasia». Cuesta aplicar la palabra «eutanasia» al caso de Karen Quinlan o al del
General Franco. Parece más correcto en estos casos evitar la palabra «eutanasia» y hablar
más bien del reconocimiento del derecho a morir en paz sin que resuene en estos casos la
estigmatización aún existente respecto de la palabra «eutanasia», por mucho que se añada
inmediatamente que se trata de una «eutanasia pasiva».
Reservaríamos, por tanto, la palabra «eutanasia» a la acción médica que tiene como
consecuencia primera y primaria la supresión de la vida del enfermo próximo a la muerte y
que así lo solicita. Habrá que afirmar indiscutiblemente que la intención del que la practica
o del que la exige se centra también en el alivio de los dolores físicos o psicológicos. Pero
el acto médico se pone con la intención de suprimir la vida del enfermo y éste es el efecto
que se pretende. Naturalmente siguen aún vigentes ciertas situaciones intermedias: ¿es tan
distinto poner una sobredosis de morfina o el ir administrando dosis crecientes, que van a
acabar con poner fin a la vida del enfermo? Sobre este punto volveremos más adelante.
Pero en cualquier caso, es relevante desde el punto de vista humano y ético la distinción
basada en la intención del médico. Aunque el efecto pudiese ser el mismo en ambos casos
-el fin de la vida del paciente-, no es la misma la intención del que pretende poner término
a la vida y la del que busca básicamente aliviar los dolores del enfermo.
mensaje en una cultura distinta. Varias de las exhortaciones morales de san Pablo a los
primeros cristianos están claramente inspiradas en las «tablas» o listas de virtudes morales
del estoicismo. Las formas de pensar estoicas sobre la ética sexual o sobre el significado
reproductor de la sexualidad van a influir mucho en la ética sexual cristiana.
La vivencia religiosa del cristiano concibe la vida como un don y una bendición
que ha recibido de Dios y de la que no puede disponer. Esta vivencia se plasmará en la
afirmación de que «Dios es el único dueño de la vida humana y el hombre es su mero
administrador». La teología católica medieval afirmará la inviolabilidad de la vida humana,
basándose en un triple argumento: es apropiación de un derecho que corresponde a Dios;
es falta de amor a uno mismo y, finalmente es una indebida dejación de las
responsabilidades sociales. Al difundirse el cristianismo en Europa, la eutanasia queda
relegada. No existe polémica sobre ella. Aparece como una acción obviamente
irreconciliable con el mensaje cristiano.
Pío XII dedicó muchos discursos a temas de moral médica y se refirió al tema de la
eutanasia, puesto dramáticamente de actualidad como consecuencia de su aceptación legal
por el III Reich. Hay un texto especialmente relevante del papa Pacelli: «Si entre la
narcosis y el acortamiento de la vida no existe nexo causal alguno directo, puesto por la
voluntad de los interesados o por la naturaleza de las cosas... y, si por el contrario, la admi-
nistración de narcóticos produjese por sí misma dos efectos distintos, por una parte, el
alivio de los dolores y, por otra, la abreviación de la vida, entonces es lícita» (24 febrero
1957). Pío XII acepta la llamada clásicamente eutanasia activa indirecta; es decir, la
administración de calmantes que pudiesen también, de forma indirecta, acelerar la muerte.
Finalmente, hay que hacer referencia al único pasaje del Vaticano II en que se cita
la eutanasia, junto al aborto y al suicidio. En un tono muy duro se afirma que estos
homicidios «son en sí mismos infamantes, degradan la civilización humana, deshonran
más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarios al honor debido al
Creador» (Gaudium et spes, n. 27).
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terapias médicas usadas, sino tener también muy en cuenca el conjunto de circunstancias
que rodean al propio enfermo.
Vuelve a repetir la doctrina católica, ya clásica desde Pío XII, de que es legítimo
administrar calmantes para aliviar los dolores del enfermo, aunque de ello se siguiese una
abreviación de su vida. Siguiendo el pensamiento del mismo papa Pacelli, expresa la
valoración positiva de que el enfermo pueda vivir también conscientemente, aunque no
generaliza este punto, la cercanía de su propia muerte (η. 65; cf. nn. 14 y 15).
«Acercándose a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus
obligaciones morales familiares y, sobre todo, deberán poder prepararse con plena
conciencia al encuentro definitivo con Dios» (n. 65). Subraya el valor de los cuidados
paliativos con el fin de hacer más soportable el sufrimiento en fase final y asegurar el
acompañamiento del enfermo.
constituye «uno de los síntomas más alarmantes de la cultura de la muerte'» que avanza en
sociedades de bienestar de «mentalidad cien- tificista», con un número creciente de
ancianos y debilitados, a los que se ve «como algo demasiado gravoso e insoportable». A
menudo las personas que viven aisladas de sus familias son evaluadas bajo criterios de
eficiencia productiva y se considera que «una vida irremediablemente inhábil no tiene ya
valor alguno».
Finalmente, Juan Pablo II afirma que «la mar- ginación o incluso el rechazo de los
ancianos son intolerables». Por eso afirma que debe haber un «pacto» entre las
generaciones, por el que los padres ancianos encuentren en los hijos la acogida ν
solidaridad que éstos mismos recibieron cuando eran niños, e insiste en que el «anciano no
se debe considerar sólo como objeto de atención. También él tiene que ofrecer una valiosa
aportación al Evangelio de la vida».
El tema es muy amplio y complejo para abordarlo ahora con detalle. Sin embargo,
una reciente publicación recoge pormenorizadamente cómo se han pronunciado las
distintas religiones (judaismo, islamismo, budismo, hinduismo, otras Iglesias cristianas)
ante este tema. La conclusión que surge del estudio de esta amplia información es que exis-
te una importante coincidencia en todas las religiones en relación con la eutanasia. Con la
excepción de algunas pocas Iglesias protestantes estadounidenses, no se acepta una última
disposición sobre la vida del hombre, tanto si la toma el propio interesado como si lo hace
una tercera persona a petición del enfermo. Pero, al mismo tiempo, se insiste en que no
existe una exigencia ética de hacer todo lo posible por prolongar la vida del enfermo y se
insiste en la exigencia ética de humanizar el proceso de muerte.
asociaciones similares; en el caso español, debe citarse D.M.D., Derecho a Morir Digna-
mente.
3) «Es cruel y bárbaro exigir que una persona sea mantenida en vida en contra
de su voluntad, rehusándole la liberación que desea, cuando su vida ha perdido toda
dignidad, belleza, significado y perspectiva de porvenir. El sufrimiento inútil es un mal que
debería evitarse en las sociedades civilizadas».
calmantes derivados de la morfina puede llegarse a dosis letales, que induzcan la muerte
del enfermo. «La aceptación de ambas formas de eutanasia nos parece que está implicada
en el respeto adecuado al derecho a vivir y morir con dignidad».
Nos parece importante hacer una comparación final entre las tomas de postura de la
Iglesia, antes mencionadas, y los contenidos del manifiesto y de las asociaciones en favor
de la eutanasia. Creemos que existen muchos y muy importantes puntos de contacto entre
esa ética humanista y la ética católica al abordar el tema de la eutanasia. Las principales
coincidencias son, en nuestra opinión, las siguientes:
calmantes y la dosis letal. Los documentos católicos que hemos citado no aceptan la acción
médica que pretenda, en primer plano, poner término a la vida del paciente, aunque sí
admiten la administración de calmantes que pudiesen indirectamente abreviar la vida del
paciente.
Sobre este punto existe una muy relevante unanimidad ética, al menos en el terreno
de los principios. El encarnizamiento terapéutico aparece como inhumano y éticamente
reprobable.
Nos parece que la actuación de los profesionales médicos, en relación con pacientes
irreversibles y terminales, debe inscribirse dentro de un triple eje de coordenadas. El
primer punto o eje de referencia vendría marcado por el compromiso de tales profesionales
en ejercer su actividad en favor de la prolongación de la vida del enfermo y de la
recuperación de su salud. Este compromiso y esta misión son centrales en el ejercicio de la
profesión médica o de enfermería. Cuando nos ponemos en manos de tales profesionales,
hay al menos una especie de «contrato» implícito de que van a poner su ciencia y su
atención al servicio de la prolongación de nuestra vida o de la recuperación de la salud. El
médico y la enfermera han sido formados precisamente en esta dirección y es socialmente
positivo que su tendencia natural vaya en la dirección del esfuerzo por salvar las vidas
humanas amenazadas. El progreso de la medicina ha tenido mucho que ver con ese
esfuerzo médico por no renunciar a luchar en favor de la vida del enfermo, a pesar de la
existencia de situaciones desesperadas.
de acción en el campo del «curar» (cure), pero sí siguen existiendo en el terreno de la aten-
ción y el cuidado (care), que se le deben seguir prestando al enfermo terminal.
Por todo ello, hay que subrayar la gran importancia de este segundo eje de
coordenadas que viene definido por la exigencia de humanizar la situación del enfermo
irreversible y terminal. El médico tendrá que preguntarse siempre hasta qué punto es
racional el seguir prolongando la vida del paciente y si lo que debe hacer es dejar de actuar
en la línea del cure, para centrarse en la del care. El recurso a los calmantes debe ser un
punto central en la atención sanitaria que se debe seguir prestando a un enfermo ante el que
los médicos y las enfermeras siempre tienen algo que hacer. Al mismo tiempo, y tal como
lo hemos subrayado anteriormente, debe darse una relevancia mucho mayor a la
aproximación personalizada al enfermo terminal. La masificación de los grandes hospitales
y su tendencia a convertir al ser humano enfermo en el número de su cama o la enfermedad
que sufre, no deberían ser obstáculo para un tratamiento personalizado. Habría que adquirir
una conciencia mucho más intensa de que no sólo es muy importante que las instituciones
hospitalarias puedan contar con los nuevos adelantos técnicos, sino que también se creen
cauces que posibiliten una aproximación personal al enfermo próximo a la muerte.
Los casos de Michaela Roeder o de las auxiliares de enfermería del Hospital Lainz
de Viena serían el ejemplo actual más significativo de la eutanasia impuesta al paciente
terminal sin contar con su propia opción.
imponga una decisión final sobre su propia existencia. Las asociaciones en favor de la
eutanasia han expresado su condena ante tal comportamiento y han subrayado que su
opción en favor de tal práctica se basa en la explícita y continuada petición del paciente de
que se ponga término a su vida, circunstancia que no se ha dado en los casos de Michaela
Roeder o del Hospital Lainz.
Sin embargo, esta eutanasia impuesta al enfermo puede ser una situación que ya se
está dando en casos de pacientes que se encuentran en estado permanente de inconsciencia
y que no pueden decidir por sí mismos, especialmente en Holanda. ¿Se puede legitimar en
estos casos, basándose en la petición de sus familiares o representantes legales y sin que, al
menos, el propio paciente haya expresado previamente tal deseo, la auténtica eutanasia?
Nuestro punto de vista es que, al margen de lo que podamos añadir más adelante, la propia
vida es un valor tan básico y tan personal del propio paciente que la acción de quitar la
vida a un enfermo inconsciente no puede ser éticamente aceptable si se realiza al margen
de su petición, al menos previamente expresada. Nos parece, por las razones que luego
indicaremos, que no es lo mismo «dejar morir» que «quitar la vida»: en el primer caso, no
negamos que los familiares puedan tomar opciones ante un enfermo que signifiquen la no-
prolongación de su proceso terminal y que, por tanto, se le deje morir; sin embargo, la
acción positiva de quitarle la vida, al margen de su voluntad, constituye un acto positivo de
disposición de la vida ajena que no nos parece éticamente aceptable ni justificable.
Sin embargo, aun teniendo en cuenta todas las precisiones citadas en el párrafo
precedente, no puede negarse que existen situaciones en que el interesado solicita de forma
libre, continuada y responsable que se le ponga fin a su vida y que tal petición constituye
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su verdadera opción personal. ¿Se puede descalificar éticamente el que una persona, en
situaciones como las descritas, opte por poner término a su vida?
Desde el horizonte de valores éticos vigentes en una persona para quien no existe
una vida después de la muerte ni una creencia en un Dios de quien se ha recibido la vida y
que es el que últimamente la puede valorar, la muerte y el sufrimiento físico o psíquico que
la acompañan se convierten en un sin sentido y no tienen por qué ser asumidos. Desde esa
comprensión de la vida y del sentido del hombre, no es fácil argumentar que no se pueda
disponer activa y positivamente del final de la existencia. Se podrá decir que es bella la
actitud de las personas que asumen la vida en su integridad y que no vuelven la cara ante el
hecho de la enfermedad y el dolor, sino que los saben asumir; pero desde una comprensión
inmanentista de la vida y desde la afirmación de la libertad como supremo valor humano,
no es fácil negar al ser humano esta última capacidad de poder decidir activamente sobre el
final de su existencia.
Desde nuestro punto de vista, la discusión ética sobre la auténtica eutanasia recibe
una coloración distinta desde una concepción religiosa de la vida: la perspectiva religiosa
cristiana da una valoración distinta del hecho de la vida, de la enfermedad y de la muerte.
El cristiano tiene una experiencia de la vida como un don gratuito de Dios, como una
bendición que refleja ese amor de Dios que experimenta en su vivencia creyente, aunque
haya momentos en que no pueda comprender sus caminos. Para una visión cristiana de la
vida, el dolor y la muerte no son un absoluto sin sentido sino un camino de participación en
el misterio del Dios escondido, manifestado en Jesús. El dolor y la muerte siguen siendo un
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mal; deben ser evitados, cuando ello es posible, sin convertir el camino cristiano en un
camino de dolorismo. Pero, como decía san Pablo, la muerte «ha perdido su aguijón»; ya
no es el sin sentido absoluto, sino que contiene en sí una promesa de vida, como la que está
presente en el grano de trigo que se pudre en la tierra para así poder dar fruto.
Este modelo de la vida y del morir de Cristo configura la actitud del cristiano ante
la muerte. Paul Claudel afirmaba que Jesús «no ha venido a suprimir el sufrimiento. Ni
siquiera a explicarlo. Ha venido a llenarlo de su presencia». Desde su fe religiosa, el
cristiano no debe vivir su vida centrado en el sufrimiento o en la muerte, pero puede
percibir que en el fondo de esas realidades inseparables del destino y la condición humana
hay una presencia de Cristo y una promesa de vida y de fecundidad.
En las discusiones éticas sobre la eutanasia hay no pocos autores que subrayan que
los límites entre las distintas formas de «muerte dulce» se diluyen y que, por tanto, no
existe fundamento para darles una valoración ética distinta.
torno al caso de Karen Ann Quinlan, se había impuesto la convicción de que la retirada del
respirador era una medida éticamente correcta cuando la prolongación de la existencia del
paciente no comportaba ningún valor para aquél. En los últimos años, en torno
especialmente al caso de Nancy Cruzan —una joven en estado de coma vegetativo
persistente y alimentada artificialmente-, ha sido intensa la polémica en Estados Unidos en
relación con la interrupción de la alimentación artificial a través de los tubos de
alimentación (feeding tubes). En el mismo campo católico hay voces autorizadas que
admiten el cese de la alimentación artificial. Se arguye, desde el carácter artificial y
desproporcionado que posee tal forma de alimentación, que lo único que consigue es
prolongar el proceso de muerte de un enfermo irreversible. A los que arguyen subrayando
que el derecho a ser alimentado es un derecho tan fundamental de la persona del que nunca
el enfermo puede ser privado, se les contraarguye insistiendo en que el derecho a respirar
es igualmente fundamental y que, sin embargo, no se ponen objeciones éticas a la desco-
nexión del respirador.
Hay una cuestión adicional: ¿existe realmente una distinción ética relevante entre el
«dejar morir» y el «matar» o «quitar la vida» (entre allowing to die γ el killing)? ¿Existe
distinción moral entre no reanimar —dejar morir— y aplicar la verdadera eutanasia, dado
que en ambos casos la consecuencia es la misma, la muerte del enfermo terminal?
utilizados. Aun reconociendo que existen situaciones oscuras, en donde la distinción entre
ambas situaciones pueda no ser clara, sin embargo consideramos que los medios utilizados
y las intencionalidades existentes dan una diferente coloración ética a las opciones
asumidas. Nos parece, por tanto, que existe una diferencia éticamente relevante entre el
«dejar morir» y el «quitar la vida», entre el allowing to die y el killing.
El 1 de enero de 1977 entraba en vigor una ley en el Estado de California que fue
calificada como Natural Death Act («Ley de la muerte natural»). En ella se afirma que «las
personas adultas tienen el derecho fundamenta] a controlar las decisiones en relación con
el cuidado médico que se les pueda prestar, incluyendo la decisión de que no se les
apliquen o se les retiren las medidas que mantienen su vida en casos de una situación
terminal». La misma ley afirma que «la tecnología médica moderna ha hecho posible la
prolongación de la vida humana más allá de los límites naturales».
Esta ley del Estado de California refleja la famosa sentencia del Tribunal de Nueva
Jersey sobre la retirada del respirador en el caso de Karen A. Quinlan. Con el paso de los
años, en la mayoría de los Estados norteamericanos, se ha llegado a una situación similar,
de tal forma que se reconoce validez jurídica a los llamados testamentos vitales.
El tono general de todos los documentos que acabo de recoger se sitúa en la línea
de la ortota- nasia y del reconocimiento del derecho del enfermo a que no se le apliquen
medidas que puedan prolongar irrazonablemente su vida, evitando situaciones de
encarnizamiento terapéutico. Durante estos últimos años esta exigencia ética parece que se
ha ido imponiendo en la praxis médica y en la opinión pública.
a la ética. Esto no impide al médico respetar la voluntad del paciente de dejar el proceso
natural de la enfermedad seguir su curso, en la última fase de la enfermedad».
Ante todo hay que decir que no pueden ponerse reparos en el caso de la ortotanasia.
Nos parece que no puede discutirse, por ejemplo, la ley del Estado de California ni las que
se han inspirado en ella. Un punto, sin embargo, polémico es el de si la renuncia a las
medidas extraordinarias o desproporcionadas debe incluir también el de la retirada de la
alimentación artificial. En este caso convergen dos características que hacen de esta
situación una difícil alternativa. No se puede discutir su carácter artificial y, en ese sentido,
tiene fuerza el argumento que considera que tan artificial es el respirador como la
alimentación por vena o por una sonda nasogástrica. Sin embargo, la segunda característica
hace referencia a su carácter «ordinario», con toda la ambigüedad que este término posee.
En cualquier caso, son medidas de alimentación tan sencillas y triviales en la actual praxis
sanitaria que deben situarse en un plano muy distinto al de la conexión al respirador. Nos
parece, en resumen, que esta situación es extraordinariamente compleja y que debe abrirse
un debate sobre este tema, antes de que se plasme en una legislación.
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Desde nuestro punto de vista, las principales razones a favor son las siguientes:
de incurrir en las brutalidades de los campos de concentración nazis. Pero sí creo que hay
que ser conscientes de las consecuencias que pueden seguirse de las opciones legales que
hoy se tomen. Como se ha escrito, los médicos alemanes de la República de Weimar cre-
yeron que era posible quedarse en una «pequeña» eutanasia (un little killing, un «pequeño
matar») totalmente controlada, sin pasar a una gran eutanasia (un more killing, un «matar
más»·) absolutamente descontrolado. Es dramático que la obra de Jost, Binding y Hoche —
en el entorno de la que fue calificada como la «medicina más humanista que nunca ha
existido»- preparase el terreno, en alguna manera, al «gran matar» de la época nazi.
casos y comprender el auténtico deseo del interesado, evitando los abusos que pueden
seguirse. Por otra parte, considero que el gran reto de nuestra cultura es el de humanizar la
situación del enfermo terminal. Ésta es una gran asignatura pendiente de nuestra
civilización. El camino de la legalización de la eutanasia es el de obviar la gran tarea que
debemos realizar en un mundo técnicamente tan avanzado, pero en el que no sabemos
prestar la ayuda que necesita al paciente próximo a la muerte. La afirmación del antiguo
presidente de la Euthanasia Society británica, después de visitar el hospicio de la Dra.
Cecily Saunders: «Si todos los pacientes mueren como el que he visto, yo podría deshacer
la Euthanasia Society», nos parece que está indicando cuál es la verdadera asignatura
pendiente de nuestra cultura: no la despenalización de la eutanasia, sino la humanización
del proceso de muerte.
Éstos nos parecen ser los principales argumentos en este complejo problema legal.
Nuestro punto de vista es contrario a la despenalización de 1a auténtica eutanasia, por las
razones que hemos ido indicando y en una ponderación de los pros y los contras existentes.
Creemos que el reto de nuestras civilizaciones está en la línea de humanizar el proceso de
muerte de los enfermos terminales y que la opción por la auténtica eutanasia se puede
prestar a abusos graves en contra del más débil. Hegel escribía que lo único que la humani-
dad ha aprendido de la historia es que no hemos aprendido nada de esa misma historia.
Ojalá tengamos viva esa memoria histórica que nos habla del riesgo de pasar desde un
«pequeño matar» a un «matar más». Como ha escrito D. Callahan, «una vez que una
sociedad permite que una persona quite la vida a otra, basándose en sus mutuos criterios
privados de lo que es una vida digna, no puede existir una forma segura para contener el
virus mortal así introducido. Irá a donde quiera».
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