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CRIMEN FETAL.

Dr. Ramón Graff Rojas

Una tranquila mañana, después de haber disfrutado del acostumbrado café, me


senté frente al televisor para observar un programa anunciado con varios días de
anticipación. Dicho programa se trataba de una entrevista a un médico norteamericano,
con residencia en Nueva York y quien trabajaba en una clínica de la localidad donde
legalmente se practicaban abortos.

Este galeno, según su relato, dedicó más de cinco años de su vida profesional a
practicar abortos a mujeres que por una u otra razón rechazaban el embarazo y las
cuales asistían a esta clínica con la finalidad de interrumpir su gestación.
Razones mercantiles llevaron a este médico a realizar más de tres mil abortos,
ignorando intencionalmente, que la vida se inicia desde el mismo momento de la
concepción y que, el dolor y el miedo forman parte de la vida misma. Fue sólo, al
realizar un aborto guiado por un equipo de ecografía, cuando ante las imágenes
percibidas en la pantalla del ultrasonido pudo darse cuenta del crimen tan horrible que
cometía en ese instante y los que había cometido en ocasiones anteriores.

Durante el transcurso del programa, este médico presentó varias cintas de


vídeo, con las horripilantes escenas de mutilaciones de manos, pies, vísceras; de
pequeñas criaturas que encontraron la muerte por haber anunciado su presencia sin el
consentimiento de sus progenitores.
Una de las escenas que más me conmovió hasta lo más profundo de mi ser, fue la de
un feto de aproximadamente cuatro meses. El pequeño, para el momento, evidenciaba
un buen crecimiento y desarrollo acorde con su edad gestacional. Sus movimientos
corporales eran fuertes. Sus latidos cardíacos eran normales y rítmicos. No mostraba
evidencia de malformaciones ni otra razón que justificara una muerte tan brutal, por el
contrario, en algunos momentos, el chiquitín mostraba rasgos de placer y de bienestar
al mamar su dedo pulgar con tanto agrado. Esos momentos de felicidad y paz que
mostraba el diminuto ser humano se vieron interrumpido de repente por la presencia de
un agente extraño.
Un tubo de acero penetró inesperadamente en su espacio acuático donde
plácidamente dormitaba. La pequeña criatura sintió el contacto del frío metal con su
delicada piel y luego la dolorosa succión de una ventosa que le arrancaba parte del
cuerpo. Como pudo, de un salto logró librarse de la boca de aquel instrumento, que
como serpiente gigante intentaba tragárselo. Se alejó rápidamente y se acurrucó en un
rincón de aquella rosada y cálida habitación donde vivía desde un comienzo de su
existencia. Su corazón latía aceleradamente, en su boca se notaba gestos de dolor o de
quien pide auxilio. Sus movimientos corporales eran de huida y de desesperación.
Angustiosamente, apoyaba sus pies en las paredes del útero con la finalidad de tomar
impulso y escapar de aquel objeto que le perseguía. Buscaba un sitio en el vientre
materno donde pudiera estar seguro. Se acurrucaba y evitaba cualquier movimiento
como temiendo ser descubierto, pero el fuerte y acelerado latido de su corazón lo
delataba. Su rostro reflejaba dolor y miedo. Sabía que el enemigo se acercaba
agresivamente a su cuerpo, no podía verlo pero si sentirlo. Presentía que alguien quería
matarlo, pero no sabía quien y por que. Estaba atrapado y sin salida en aquel lugar
donde inició su vida. Se sentía solo e indefenso. Y para mayor desgracia, su única
ayuda, su madre, era cómplice y autora intelectual de su destrucción. Se sabía morir
lentamente desde un comienzo de su formación, cuando sintió correr por su sangre el
agrio veneno del rechazo materno a su existencia, pero jamás imaginó su muerte en
forma tan violenta y cruel.

Brincaba de un lado a otro dentro del vientre, evitando así, ser atrapado por la
boca de aquel animal de metal que quería devorarlo. Sin embargo, en vano fueron sus
esfuerzos. Durante varios minutos luchó por sobrevivir, pero al final, la fatiga lo venció y
uno de sus pies fue alcanzado por aquel tubo de acero. Un gesto de dolor se reflejó en
su rostro, su pequeña boca se abrió para expresar un quejido o tal vez un grito de
angustia o de auxilio. Sus brazos y sus manos se alzaron como suplicando piedad.
Pero nadie lo escuchó. Luchó incansablemente para zafarse de aquel monstruo que le
tragaba, pero sus fuerzas fueron mermando y al final todo su cuerpo fue hecho pedazos
y devorado por aquel instrumento. Todos los fragmentos de aquella vida inocente
fueron vaciados en un recipiente de vidrio, cuyo destino desconocido le negó hasta el
derecho a una feliz sepultura.

Estas escenas vividas me dejaron un profundo pesar y mucho miedo, porque en


ellas, me di cuenta que el hombre es el mayor y más cruel depredador de su propia
especie e, Igualmente, comprendí que el miedo es parte de la vida misma y se inicia
desde el mismo momento de la fecundación.

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